Dimensión eclesial de la experiencia cristiana

 

Jean-Pierre Torrell

 

Tal como yo lo entiendo -y creo que coincidirá con ello todo el que reflexione un poco en él-, este título enuncia un pleonasmo teológico: no hay experiencia cristiana que no sea eclesial. El ser-en-la-iglesia es algo constitutivo de la experiencia cristiana. Esta, por lo menos, es la idea que desarrollaremos en estas páginas. Sin embargo, el hecho de que los promotores de esta obra hayan creído necesario proponer a la reflexión un tema como éste hace por sí mismo que meditemos un poco. Por lo menos esto demuestra que el pleonasmo no se percibe como un dato evidente, lo cual subraya el destino de ciertas verdades fundamentales: a menudo vivimos de ellas sin ser conscientes de las mismas y a veces las vivimos mal porque somos demasiado poco conscientes de su valor. Nuestra vida eclesial es como esas cosas que siguen adelante sin decirlas, pero que van mucho mejor si nos esforzamos en decirlas.

Pero quizás haya que precisar ante todo qué es lo que entendemos por los términos de iglesia y de experiencia. Cada uno de estos dos términos tienen un pasado muy cargado y nuestra misma manera de abordarlos está condicionada por su historia. Si para muchos cristianos todavía hoy iglesia evoca ante todo una jerarquía directiva, no sólo distinta sino distante del pueblo cristiano que se sitúa frente a ella, la experiencia personal se percibirá quizás como lo que se desarrolla bajo la dirección y el control de dicha autoridad, pero no como participación en esa realidad eclesial. Y al revés, si la experiencia se concibe como un libre examen individual que excluye cualquier institución, o bien según el modelo de una experiencia religiosa difundida universalmente por la cual resultan equivalentes objetivamente todas las religiones, entonces tendremos una noción de experiencia que difícilmente podrá compaginarse con la de experiencia cristiana, que está estructurada en sí misma por los grandes ejes de la fe.

 

Iglesia

Digámoslo una vez por todas; la iglesia de la que tratamos aquí es una comunidad orgánicamente estructurada, la que confesamos en el Credo y que entre sus propiedades distintivas posee la de ser apostólica. Entre otras cosas esto significa no solamente que ha nacido de los apóstoles, sino que a través de ellos se vincula con la autoridad fundadora de Cristo, el enviado (apostolos) del Padre y que quiso ser entre nosotros «como el que sirve», a pesar de ser «el maestro y el señor». Sucediendo a los apóstoles, los pastores que desempeñan las funciones de Cristo profeta, sacerdote y rey, son establecidos al frente del rebaño para servir, como servía Cristo. Repetida hasta la saciedad desde hace unos treinta años -pero recordada siempre (aunque bajo diversas formas) desde los orígenes hasta el Vaticano II, pasando por san Agustín y Cayetano-,esta verdad sin embargo sigue siendo mal conocida; se sigue considerando -tanto desde dentro como desde fuera- a la autoridad jerárquica, si no como lo esencial de la iglesia, al menos como su principal encarnación. Pero la verdad es muy distinta; la jerarquía no desempeña más que una función instrumental al servicio de un fin que la supera y que es más grande y más noble que ella: el mantenimiento y el crecimiento, en cada uno de los miembros del cuerpo eclesial y en el conjunto de ese cuerpo, de la vida de la gracia en comunión con la Trinidad beatífica 1.

Reunida por el anuncio de la buena noticia, puesta por Jesucristo a la escucha de aquel que lo envió, esta iglesia es el pueblo de Dios -el Padre-, que la concibió antes de los tiempos y que la guía desde el comienzo hasta el fin por los caminos por donde quiere llevarla. Alimentada y robustecida por el cuerpo y la sangre de Cristo, abrevada por él en la fuente que brotó de su costado, la iglesia es también comunión en el Espíritu que le da la vida, la santifica en la verdad y le permite confesar a Jesús Señor y llamar al Padre por su nombre con toda confianza.

La iglesia está por entero bajo la moción del Padre y del Espíritu, pero pertenece a Cristo de manera única: el Hijo es la única de las tres personas de la Trinidad de la que puede decirse que la iglesia es cuerpo suyo. No sólo en un sentido social, puramente metafórico, como si ese cuerpo no hiciera otra cosa más que reunir en el nombre de Cristo a los hombres y mujeres que creen en él. Sino el cuerpo de Cristo en un sentido místico y verdadero, es decir, espiritual -por tanto, más allá de la simple cercanía física- y al mismo tiempo real -de modo más profundo que cualquier apariencia-. Un cuerpo en el cual Cristo cabeza se integra como propios los miembros de sus fieles que reciben vida de él. La unión entre ellos es tan estrecha que el dañar a uno de sus miembros significa herir al mismo Cristo.

No hay necesidad ciertamente de extendernos en el mensaje de Pablo, pero no resulta menos claro el de Lucas. Para describir cómo se incorporaron a la comunidad de Jerusalén nuevos hermanos y nuevas hermanas, utiliza el mismo término (prostithenai) que utiliza para decir que un nuevo creyente se ha unido a la comunidad (Hech 2, 41; 2, 47) o para decir que el creyente se ha unido al Señor (Hech S, 14; 11, 24). La traducción ecuménica de la Biblia en francés lo hace observar muy oportunamente: «Al unirse a la comunidad, uno se une al Señor; esto sugiere una especie de identificación entre el Señor y los suyos». En este nivel, que es el más profundo, nuestro punto de partida se revela como algo absolutamente claro: ser de Cristo significa ser de la comunidad; la experiencia cristiana es inalienablemente una experiencia eclesial.

 

Experiencia

¿Y qué es lo que se entiende por experiencia?... Muchos de los autores, tanto en esta colección como en otros artículos, se han comprometido a encontrar una definición de este término. Yo, por mi parte, la entiendo en un sentido muy amplio, que engloba la totalidad de la vivencia cristiana y que implica una reflexión y una interpretación de esta vivencia por parte de la persona comprometida en ella.

En su plenitud, este concepto encierra por lo menos cuatro elementos. El primero podríamos decir que pertenece al orden del dato bruto: como cualquier realidad humana, la experiencia cristiana se vive en una red de relaciones mutuas, de contactos con el mundo, con los otros, con Cristo, con Dios. Relaciones que definen y que delimitan al sujeto en su situación de dependencia y de interdependencia, pero que le permiten además desplegar y extender todas sus virtualidades. Esas relaciones, por otra parte, son fundamentales, ya que el hombre deriva su ser específico de Dios y de Cristo. Por tanto nos encontramos enseguida en el lado opuesto del subjetivismo, y más aún del solipsismo, del que a veces está cargado el término experiencia.

Pero este dato bruto no es un simple hecho constrictivo; ha sido querido libremente. La experiencia -es ésta su segunda implicación- supone siempre una participación personal y efectiva en la realidad (situaciones, acontecimientos, etc.) que es objeto de la misma. Cuando se trata, como sucede últimamente en la experiencia cristiana, de la realidad suprema sobre la que converge la adhesión cordial de otras numerosas -e innumerables- personas, en un mismo sentimiento eminentemente interior, el término de participación se revela débil e inadecuado; se habla entonces ordinariamente de comunión. Pero al mismo tiempo tenemos una recuperación y una transfiguración de la red de relaciones a la que antes aludíamos; mediante la comunión con el Santo se realiza la comunión de los santos 4.

Hay un tercer elemento necesario para llegar a la experiencia propiamente dicha: la persona interesada tiene que volver mediante la reflexión sobre la realidad que ha vivido y asumir consiguientemente ante ella una cierta distancia. Todo ello para tomar mejor conciencia de lo que ha vivido, para valorarlo y, eventualmente, para interpretarlo a la luz de la fe. Esta toma de conciencia y, con mayor razón, esta cualificación interpretativa a partir del mensaje evangélico, se afinarán y se profundizarán evidentemente más o menos según las personas, su grado de cultura, su gusto por la introspección, etc., pero parece ser que no puede darse una experiencia verdaderamente personal mientras no se alcanza esta etapa. La experiencia no es una simple cuestión cuantitativa, sino cualitativa: un «hombre de experiencia» no es necesariamente uno que ha vivido más acontecimientos que los demás, sino uno que los ha vivido mejor, por haberlo hecho de forma más consciente o porque ha sabido sacar sus consecuencias. De manera semejante, un cristiano inserto en la comunión eclesial vivirá en ella de manera tanto más fecunda cuanto más sepa rectificar lo que estaba equivocado, mejorar lo que ya era bueno, aceptar la provocación a la santidad, en una palabra cuanto más sepa, a la luz del evangelio, aprender la lección del contenido de su experiencia. El paso de la participación bruta a la comunión cualificada se realiza mediante esta reflexión y esta cualificación interpretativa, aunque se trata aún de una reflexión y una interpretación muy rudimentarias.

Existe, sin embargo, otra etapa de esta cualificación interpretativa: aquella en la que interviene el teólogo. Aunque se trate de un asunto eminentemente personal, la experiencia cristiana en realidad no es estrictamente individual. Todos los fieles de Cristo se encuentran en una experiencia común y única del Señor resucitado. Refractada en una multiplicidad de experiencias particulares, la experiencia de la iglesia como sujeto creyente colectivo es objeto de la reflexión del teólogo que dentro del nivel que le es propio en su elaboración la interpreta y valora a partir de « la fe transmitida a los santos una vez para siempre» (Jds 3). La objetivación en este caso resulta más honda que lo que ocurre en el caso de una autointerpretación y entonces es posible hablar de la Experiencia cristiana (con E mayúscula) como del conjunto orgánico de las experiencias particulares y cabe además la posibilidad de considerarla como un lugar teológico. Es claro que este lugar teológico tiene autoridad tan sólo en la medida en que sirve de vehículo al mensaje fundador, pero este nuevo sentido del término verifica y confirma de manera privilegiada el carácter eclesial de la experiencia cristiana 5.

Los antiguos tenían su propia forma de decir estas cosas. Cada alma es la iglesia, se decía de modo lapidario. Quizás ganaríamos mucho en reinventar esta máxima, o al menos en formular de una forma nueva la realidad que significa. Si alguno temiera que en esta fórmula se esconde un subjetivismo de mala ley, le convendría leer algunos textos para acabar con todos los recelos. A título de ejemplo, Gregorio Magno habla del creyente individual siempre en paralelismo con lo que dice de la iglesia; y claramente esto tiene sentido sólo si el creyente individuo está plenamente vivo en la iglesia. También Orígenes, «todo lo que se dice del alma no le es atribuido más que en participación con la iglesia» 6.

I/MARIA: Los textos podrían multiplicarse, pero bastará con citar uno de los más célebres, el de Isaac de Estella, que no hace más que resumir una tradición ya muy antigua. Desarrolla un paralelismo entre María y la iglesia -esbozado muchos siglos antes por Ambrosio de Milán y por otros muchos autores detrás de él-: ninguna de las dos engendra al Cristo entero sin la otra. Pero Isaac no se detiene aquí, sino que desemboca con toda naturalidad en el misterio particular de la identificación de la iglesia con el más humilde de sus miembros: «Cada alma fiel es también esposa del Verbo de Dios, madre, hija y hermana de Cristo. Cada alma fiel debe decirse virgen y fecunda. Una misma cosa es, por consiguiente, dicha universalmente por la iglesia, especialmente por María y singularmente por el alma fiel...». Estos tres adverbios clarifican bien los papeles respectivos, pero sería una equivocación creer que el último término de esta enumeración se ve infravalorado respecto a los otros dos; lo demuestra claramente el modo con que Isaac lo vuelve a recoger poco después: «También se dice: "Y moraré en la heredad del Señor". Pues la heredad del Señor es en sentido universal la iglesia, en sentido especial María, en sentido singular cada alma fiel. En el tabernáculo del seno de María moró Cristo nueve meses. En el tabernáculo de la fe de la iglesia mora hasta la consumación de los siglos. En el conocimiento y el amor del alma fiel morará por los siglos de los siglos» 7.

 

Oración

Ya que de este modo nos vemos colocados de pronto en el centro invisible del alma -que es el lugar donde el creyente realiza y hace suya la experiencia eclesial-, no hemos de dudar en partir de esta experiencia en su acto más íntimo: la oración bajo la moción del Espíritu. Allí es donde el creyente se siente en relación con Dios, cuando «el Espíritu se une a nuestro espíritu para atestiguar que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16), pero en relación también con la «nube de testigos» que nos han precedido o que nos acompañan en esta experiencia de la petición y, más exactamente, de la invocación.

Cuando se habla de la dimensión eclesial de la adoración o de la intercesión, se piensa de buen grado en la oración pública o comunitaria. ¡Y con razón! No carece de significado el hecho de que la qahal hebrea, traducida por los Setenta con la palabra ekklesía, designe precisamente la asamblea del pueblo de Dios en el desierto, reunido para un acto de culto. Pero no se puede olvidar que la oración personal, aunque realizada en secreto, no es un acto puramente privado. Esta acción que nadie puede hacer en mi lugar no es ni mucho menos la acción de una persona aislada; tiene sus propias raíces, desemboca y florece en la comunión. Cuando digo a Dios Padre, me refiero a él como hijo; pero cuando le digo Padre nuestro, me refiero también y al mismo tiempo como hermano de todos los que dicen esas mismas palabras -e incluso de los que quizás no las saben decir-. «Hay muchas almas -decía P. Claudel-, pero no hay ni una sola con la que yo no esté en comunión en ese punto sagrado en que ella dice Pater noster» 8. El poeta es aquí una sola cosa con el místico, para quien el hombre de oración es por excelencia el de la comunión: «La unidad de dos santos que no se conocen es más real y más íntima inconmensurablemente que la de dos ramas del mismo árbol alimentadas de la misma savia... De la unidad del Cuerpo místico se deriva cualquier otra unidad» 9.

Todo esto está muy lejos de ser una experiencia solamente moderna. Un autor medieval anónimo nos ha dejado un testimonio de rara belleza de este encuentro fraterno en la oración: «Desde que te conozco, te amo en Cristo... y tu recuerdo me acompaña al altar. Tú harás eso mismo conmigo si me amas y me haces partícipe de tu oración. Deseo estar presente contigo cuando eleves ante Dios tu ferviente plegaria por ti y por los que amas. No te extrañes si te digo presente, porque si tú me amas -y me amas porque soy la imagen de Dios-, yo estoy tan presente a ti como tú lo estás a ti mismo. Todo lo que eres substancialmente, lo soy yo. En efecto, toda alma racional es imagen de Dios. He aquí por qué el que busca en sí la imagen de Dios, busca también allí su propio prójimo y la encuentra al reconocerlo en cada uno de los hombres... Por tanto, si tú te ves, me ves a mí, pues yo no soy otra cosa que tú. Y si amas a Dios, me amas a mí, pues soy la imagen de Dios; y yo a mi vez, amando a Dios, te amo a ti. De este modo, buscando al Unico, dirigidos hacia el Unico, estamos siempre presentes el uno al otro, en Dios, en el que nos amamos» 10.

ORACION/COMUNIDAD: No deja de haber en este texto bastante preciosismo, pero no se trata de simple literatura; es un preciosismo que vela púdicamente la delicadeza del sentimiento. La experiencia cotidiana, hasta la más humilde, confirma la verdad de estas palabras y puede ilustrar este arraigo eclesial de la oración. Cada uno de nosotros se presenta delante de Dios rodeado de una muchedumbre de hermanos y de hermanas, todos aquellos y aquellas por las que reza y sobre cuya plegaria también él se apoya. Rostros queridos de los que no podemos separarnos, ni siquiera -y sobre todo- delante de Dios. Comunión íntima y solemne de los santos que nos rodean y que son también -como nosotros- pecadores, pero de los que nuestro amor no quiere separarse para entrar él solo en la vida. También aquí son los santos los que dan el tono: Pablo esta dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo, por (sus) hermanos» (Rom 9, 3). ¡Una disposición ciertamente excesiva! Pero la lista de pretensiones como ésta, que señalan hasta dónde llega el amor que inspira una oración verdadera, podría alargarse: «sí, he visto a un hombre... que quería con tanto celo la salvación de sus hermanos que a menudo pedía con toda su alma con ardientes lágrimas, al Dios amigo de los hombres, o que los salvara con él o bien que lo condenara también a él con ellos, negándose absolutamente en una actitud que imita a Dios y que es la misma de Moisés a salvarse él solo, porque ligado espiritualmente a ellos mediante la caridad santa en el Espíritu santo ni siquiera habría querido entrar en el reino de los cielos (si así hubiera debido ser) separado de ellos. ¡Oh vínculo verdaderamente santo, oh fuerza indecible, oh alma de sentimientos celestiales, o mejor dicho llena de Dios y en la cima de la suprema perfección, tanto en el amor de Dios como en el amor del prójimo!» 11.

Si resulta delicado -aunque no esté privado de fuerza probativa- apelar a la experiencia de cada día para atestiguar este valor comunitario de nuestra oración, es enormemente más significativo referirse al ejemplo de los que han vivido esta realidad en su nivel máximo de intensidad. Aquí no vale razonar en abstracto, pero hablar en concreto significa hacer tocar con la mano el desnivel entre la grandeza del ideal y la mediocridad de lo que se vive.

En estas líneas ha aparecido ya en repetidas ocasiones la expresión «comunión de los santos». Hasta no hace mucho tiempo evocaba, al menos para algunos, una realidad con resonancias mercantiles que tenían muy poco de gloriosas (el tesoro de las indulgencias...). Pues bien, ya no es necesario hacer un proceso, a estas horas anacrónico, de una mentalidad dominada por un utilitarismo do ut des. La convicción de fe que animaba prácticas semejantes, hoy difícilmente comprensibles, estaba ciertamente mucho más allá de la perspectiva usurera e interesada que hoy vemos en ella. De todas formas, pocas verdades hay tan adecuadas como ésta para hacernos comprender la dimensión eclesial de la oración y de toda la vida cristiana.

Mutilamos esta verdad si no vemos en ella nada más que la idea de una reversibilidad de los méritos y de la ventaja que obtienen los miembros pecadores de la oración y de las renuncias de los más santos. Ante todo hay que captar bien su fundamento: la participación de todos en un conjunto orgánico animado por la misma vida, la vida de la caridad, «ya que el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5). Una vez más la comparación con el cuerpo se muestra maravillosamente adaptado para iluminar el misterio. Yendo y viniendo del corazón, la sangre está animada de un movimiento continuo de ida y vuelta; su circulación por todo el cuerpo permite la asimilación por parte de todos y de cada uno de los miembros de la comida tomada por la boca; de este modo todos los miembros participan de la salud y del vigor de todo el organismo. La caridad, que viene del Espíritu corazón de la iglesia 12, desempeña una función parecida: por medio del Espíritu que es su fuente, pone en comunicación a unos con otros a todos los que viven de ella, haciéndoles gozar recíprocamente de todo lo que se hace bajo su impulso en el conjunto del organismo eclesial. Entonces aparece muy clara la razón del carácter común a cada uno de los bienes realizado por cada individuo: consiste en la «comunicación de todos, de unos con otros, mediante la raíz de sus actos que es la caridad» 13. Tomás de Aquino, que ha sido sin duda el primero en formular las cosas con tanta precisión, decía también: «No sólo se nos comunica el mérito de la pasión y de la vida de Cristo, sino que también todo lo que los santos han hecho de bueno se les comunica a los que viven en la caridad, ya que todos son uno: soy partícipe de los que te son fieles" (Sal 118, 63). De este modo, aquel que vive en la caridad participa de todo el bien que se realiza en el mundo» 14.

Nunca nos cansaremos de meditar este texto y de admirar la extraordinaria apertura en la que desemboca. Después de haber tomado como punto de partida el acto eminentemente íntimo y singular de la oración personal, nuestra reflexión no podía menos de terminar en el invisible misterio de la realidad eclesial que llamamos comunión de los santos. Mejor aún, la perspectiva se abre irresistiblemente sobre la universalidad de «todo el bien que se realiza en el mundo» y que evidentemente va mucho más allá de las fronteras visibles de la iglesia. El espíritu de Dios realmente no está encadenado; actúa en el corazón de todos aquellos que, de una manera o de otra, buscan a Dios y practican la justicia (cf. Hech 10, 35) y que son colocados por él en una comunión de vida y de amor con «todos los justos, desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido» de todos los que «se reunirán junto al Padre en la iglesia universal» 15.

 

Bautismo

No es menos amplia la perspectiva si pasamos ahora a la vida sacramental, otro sector privilegiado de la experiencia cristiana. Todos los sacramentos tienen un valor eclesial y el creyente los practica no como simple persona privada, sino como miembro de una comunidad. Mediante el bautismo ha dejado de ser una persona aislada para quedar agregado a un pueblo, al cuerpo místico de Cristo, y su comunión con el cuerpo eucarístico ha llevado a su cumplimiento esta incorporación. Todo lo que hace y lo que vive en esta cualidad de miembro afecta también al todo del que es una parte constitutiva. Esta repercusión social puede percibirse mejor para algunos sacramentos: el matrimonio, por ejemplo, destinado a santificar el encuentro de dos personas y el crecimiento de la comunidad, o bien de forma paralela el orden que tiene la finalidad de perpetuar las funciones ministeriales al servicio del cuerpo eclesial. Incluso cuando no puede reconocerse inmediatamente, esta dimensión está siempre presente; por ejemplo, en el sacramento de la penitencia -al que la práctica de la confesión auricular parece colocar en lo «privado» por excelencia- no está ausente la comunidad, sino que se encuentra representada en su ministro, que es el que reintroduce en la comunidad a la persona que con su pecado se había excomulgado a sí misma. Los teólogos se han esforzado muchas veces en justificar el número de sacramentos precisamente en función de las situaciones fundamentales que atraviesa la persona humana, en su relación con los demás, desde su nacimiento hasta su muerte. No hay por qué insistir en sus razones de conveniencia ni es necesario enumerarlas todas; pero es útil ver cómo se explica esta gracia eclesial en cada caso.

En una visión individualista como la que ha predominado hasta fechas muy recientes se solía decir que el bautismo tiene como primer efecto el de borrar el pecado original y el de dar a quien lo recibe la gracia de la justicia, prenda de la herencia celestial. Pero esto restringía de una forma singular la amplia perspectiva abierta por los textos de san Pablo y desarrollada tan felizmente por los grandes pensadores de la edad media. En realidad, el primer efecto del bautismo consiste en hacer de nosotros miembros de la famila divina, en agregarnos al cuerpo de Cristo: «Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para que formásemos un solo cuerpo» (1 Cor 12, 13). La incorporación a Cristo es por consiguiente la realidad primera -al menos con anterioridad de naturaleza-;por el hecho de ser incorporado como miembro a Cristo Cabeza es por lo que yo recibo de él la vida nueva y con ella el perdón de los pecados. El paralelismo se impone: mi pertenencia a la estirpe del viejo Adán me trae como herencia la muerte, pero ésta es vencida por la vida que se me da gracias a la pertenencia al nuevo Adán 16.

Salta entonces al recuerdo el gran texto de Pablo a los romanos (6, 1-11): bautizados en Cristo, nos hemos convertido en un solo ser con él; pero hemos sido bautizados en su muerte, a fin de resucitar como él para una nueva vida. Por consiguiente el bautismo nos hace semejantes a Cristo que muere en la cruz y resucita en la gloria. Para decirlo con otras palabras, el bautismo nos hace conformes a Cristo en el acto mismo en que nos salva, en el bautismo de su pasión. El bautismo que le dio Juan (cf. Mt 3, 13-17 par.) fue la ocasión de la proclamación de la filiación adoptiva de los creyentes. Pero de hecho la pasión era el verdadero bautismo con el que Jesús tenía que ser bautizado (cf. Mt 10, 38-39; Lc 12, 50). Pues bien, mediante el bautismo de la pasión Jesús se hace plenamente cabeza de esa iglesia que él adquiere con su sangre (cf. Hech 20, 28). ¿Qué es lo que ocurre ahora por tanto con nosotros?... El bautismo, que reproduce en nosotros de forma misteriosa (in sacramento) la muerte y la resurrección de Cristo reproduce también -pero en nuestro plano- el mismo efecto eclesial producido en Cristo. El bautismo de su pasión hizo de él la cabeza de la iglesia; la reproducción en nosotros de su pasión hace de nosotros miembros de la iglesia.

Toda una serie de ritos visibles manifiestan esta invisible dimensión eclesial del bautismo: la recepción del neófito en la iglesia parroquial, preferentemente durante la celebración eucarística, la presentación por parte del padrino y de la madrina que son al mismo tiempo representantes de la comunidad y una garantía ante ella de la fe transmitida sobre la que tienen la misión de vigilar, etc. No se trata de concesiones más o menos inútiles a una especie de publicidad superflua y mucho menos a la mundanidad. Se trata por el contrario de la traducción simbólica, deficiente desde luego pero real -¡sacramental!- de una verdad profunda inscrita en la realidad misma de la gracia recibida. No está fuera de lugar recordar en este punto el viejo proverbio: «Hazte lo que eres». Convertido en miembro comunitario de Cristo el día del bautismo, el cristiano no termina nunca de experimentar la exigencia de su propia vocación.

 

Eucaristía

El bautismo no es más que el primer momento de la dinámica de incorporación al cuerpo de Cristo. Esta incorporación culmina en la eucaristía. Por tanto, no hay que sorprenderse de que el carácter eclesial de la experiencia cristiana no aparezca nunca con tanta fuerza como en la celebración eucarística, al menos en donde un acercamiento demasiado formalista a ella no la ha convertido en una práctica exangüe, realmente in-significante. Dejemos aparte estas concepciones que desnaturalizan las cosas; siempre cabe la posibilidad de dar una expresión más significativa del misterio. Incluso para un observador no experto aparece manifiesto que la eucaristía se celebra en el curso de una asamblea y que todos los miembros presentes participan -o pueden participar- del alimento que están llamados a compartir. Acto supremo de intercesión y de adoración al Primogénito rodeado de una muchedumbre de hermanos, el sacrificio eucarístico es también la realización sacramental del don supremo que Cristo hace de sí mismo a todos los suyos, banquete de comunión en nuestro querido hermano y señor Jesús. «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es quizás comunión en la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es quizás comunión del cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16).

Basándose en esta certeza, la catequesis corriente insistía en otros tiempos casi exclusivamente en la gracia de intimidad personal con Jesús que procuraba este sacramento. Insistencia justificada que quería subrayar el carácter absolutamente único de la eucaristía, pero habría sido mejor no olvidarse de que esta gracia de comunión con Cristo es también una gracia de comunión con aquellos que encontramos en él, una gracia fraternal. En el texto que acabamos de citar san Pablo añade enseguida: «Porque no hay más que un solo pan, todos nosotros somos un solo cuerpo; en efecto, todos participamos de este único pan» (I Cor 10, 17). Desde siempre los padres de la iglesia y los grandes teólogos del pasado han dado valor a este doble aspecto; tomemos de santo Tomás un breve resumen de esta larga tradición: «El sacramento de la eucaristía tiene dos efectos (res): el primero es el de unirnos a Jesucristo cuyo cuerpo contiene y también significa (res significata et contenta); el segundo es el de unirnos a su cuerpo místico que ella significa pero sin contenerlo (res significata et non contenta) y que es la comunión de los santos. Todo el que recibe este sacramento significa con esto mismo que está unido a Cristo e incorporado a sus miembros» 17. Y en otro lugar santo Tomás dice: «el efecto que procura este sacramento es la unidad del cuerpo místico» 18.

Para explicar el carácter comunitario de la gracia eucarística se suele recurrir a varios simbolismos. Está en primer lugar el de la participación en un mismo banquete, que espontáneamente evoca la armonía que debe unir a los miembros de la familia sentada en torno a la misma mesa. Está también -y mucho mejor- la comida que se toma mientras se está en torno a la mesa: «Cuando el Señor llama cuerpo suyo al pan que está formado de muchos granos de trigo molidos, quiere indicar con ello la unión de todo el pueblo cristiano que él llevaba dentro de sí. Y cuando llamaba sangre suya al vino que es una sola y única bebida, pero hecha de muchos granos de uva, quiere indicar también que el rebaño que nosotros formamos procede de una multitud reducida a la unidad» 19. Cipriano de Cartago en este pasaje utilizaba una comparación que encontramos en la Didajé y en Ignacio de Antioquía20. Sin embargo, por muy sugestivas que sean, estas analogías podrían aplicarse a una comunidad puramente humana. Pero la comunidad eclesial es sobrenatural y su esencia es más profunda; sólo el carácter propiamente sobrenatural de la eucaristía puede ayudarnos a comprender su gracia de unidad.

El pan y el vino que nosotros tomamos en la mesa eucarística son el cuerpo y la sangre de Cristo entregado por nosotros en la cruz. Es éste el corazón de nuestra fe en este misterio: la repetición sacramental hace presente y actualiza para nosotros los efectos de la única oblación de Cristo. Pues bien, Cristo se ofreció voluntariamente a la muerte para «recoger a los hijos dispersos de Dios» (Jn 11, 51). Por lo demás, lo repetimos a menudo en la tercera plegaria eucarística: «Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo». La eucaristía nos permite recibir al Cristo que murió por nosotros en la cruz y recibirlo con aquella misma gracia que quería procurarnos al morir; por eso es el sacramento de la unidad cristiana, el sacramento de la caridad con toda la fuerza del amor que une: «Los que en otro tiempo estabais lejos, os habéis acercado gracias a la sangre de Cristo..., para crear en sí mismo, de los dos, un hombre nuevo..., un solo cuerpo» (Ef 2, 13-16; cf. Col 1, 20). En todo esto hay una gran coherencia que por desgracia no suele valorarse en todo lo que encierra, a pesar de que los antiguos fueron magistrales en saber hacerlo: «Al fruto de su cruz, a su santa y divina pasión es a lo que nosotros debemos la vida. Por eso, gracias a su resurrección, "él levantó su estandarte" sobre los siglos para reunir a sus santos y a sus fieles, tanto del seno del judaísmo como del seno del paganismo, en un solo y único cuerpo que es su iglesia» 21.

Hoy nuestro lenguaje no puede ser exactamente el de Ignacio de Antioquía, pero la realidad que estamos viviendo es exactamente la misma. Pues bien, la gracia de la eucaristía se nos presenta, por el mismo título que la de la oración y la del bautismo, simultáneamente como una gracia y como una tarea, como un compromiso. Don gratuito de una fraternidad cuya fuente es Cristo que actúa mediante su Espíritu y que tiene como modelo la comunión en el amor de la santa Trinidad. Pero también exigencia de un compromiso cuya amplitud se mide por la distancia que separa el pálido reflejo que vivimos nosotros de la irradiación insondable de esta comunión original. Aquí es donde el momento reflexivo de la experiencia revela su utilidad; midiendo continuamente lo vivido con su norma divina, el creyente no puede menos de encontrar en esta reflexión un estímulo poderoso a superarse a sí mismo. El retorno reflejo sobre lo vivido y su interpretación a la luz de la fe, lejos de ser un momento facultativo de la experiencia cristiana, le resulta por el contrario indispensable y provechoso, ya que gracias a este retorno es como en gran parte crecerá la experiencia tanto en intensidad como en autenticidad.

Añadamos una matización que quizás no sea superflua. Esta reflexión sobre la praxis eclesial no puede reservarse sólo a los individuos y aquí no se trata tan sólo de que tengan ellos la culpa. La comunidad en cuanto tal -y de forma especial en la persona de los que son sus guías y de quienes les prestan su voz- no está ni mucho menos dispensada de volver sobre su propio comportamiento y corregirlo continuamente: ecclesia... sancta simul et semper purificanda, dice el Vaticano II22.No es posible reflexionar sobre la gracia y sobre la exigencia de la experiencia de la unidad eclesial sin chocar con el escándalo de la división de los cristianos. También aquí acabamos encontrándonos con «los otros». ¿Es verdad que no es más que una puerta abierta lo que nos separa de ellos?... El ecumenismo no es propiamente el tema de este estudio, pero es sorprendente constatar a este propósito hasta qué puntó la experiencia cristiana se nos presenta como una realidad que no está cerrada sobre sí misma. Lejos de invitar a un inútil parloteo de autosatisfacción, la experiencia cristiana está abierta a la inquietud y a la búsqueda; quizás sea en esto donde puede medirse mejor su calidad.

 

Sensus fidei

Por poner un último ejemplo de la dimensión eclesial de la experiencia cristiana me gustaría tomar en consideración un poco más detenidamente el ámbito al que se refieren las expresiones sensus fidei y sensus fidelium. En contra de lo que podría hacer creer un uso aproximativo más bien difuso, estas dos expresiones no son totalmente sinónimas, y el juego de las dos realidades que designan muestra muy bien la interacción entre el factor subjetivo y el factor comunitario en la relación del creyente con el objeto de su propia fe.

El sensus fidei designa la cualidad particular de penetración que es propia de la fe plenamente viva, informada por la caridad y bajo el régimen normal de los dones del Espíritu santo. Se trata de una capacidad sobrenatural de intuición gracias a la cual el creyente discierne de manera espontánea y como instintivamente (en este contexto se habla a menudo de instinctus fidei) entre lo que pertenece a la fe y lo que es ajeno a la misma. Conocimiento íntimo y profundo, sabroso, que no se le da tan sólo a la agudeza de la inteligencia, sino a la pureza del corazón, y que depende más de la experiencia concreta que del esfuerzo intelectual (que puede desde luego acompañar a esa experiencia, aunque ésta no está obligatoriamente ligada al mismo).

Si se quiere comprender mejor qué es lo que está aquí en juego exactamente hay que recurrir a la idea de un conocimiento por connaturalidad. Poco tematizado por los teóricos que insisten más en el conocimiento claro y en su expresión conceptual lo más precisa posible, el conocimiento por connaturalidad es sin embargo el que con mayor frecuencia se pone en obra en la vida cotidiana. Es el conocimiento por afinidad de las personas que queremos, conocimiento de tipo experimental, conocimiento vivido, del que no es posible dar cuenta de modo lógico, pero que es infinitamente más rico y precioso que cualquier conocimiento por ideas generales. En este conocimiento de lo singular el corazón precede a la inteligencia y a menudo va más lejos que ella.

Pues bien, la fe -en su significado más pleno, el que ha heredado de la Escritura y que designa el movimiento total de conocimiento y de amor de Dios que él mismo ha puesto en nuestros corazones- procura un conocimiento de este tipo. Don de Dios, nos familiariza con él y con todo el mundo de lo divino, de tal manera que el que está plenamente bajo su influencia adquiere una inteligencia de las cosas divinas de tal categoría que no habría sido capaz de darle solamente la investigación intelectual. San Agustín ha hablado magníficamente de ello: «Que esté en ti la fe, no una fe cualquiera, sino la que actúa mediante la caridad, y entonces comprenderás la doctrina» 23. Y en otro lugar: «Avanzad por consiguiente en la caridad derramada en vosotros por el Espíritu santo que se os ha dado... No se puede amar una cosa que se ignora por completo; pero si se ama lo que se conoce aunque sólo sea un poco, entonces el amor lo hace conocer mejor y más plenamente» 24.

Y no hemos de pensar que el genio psicológico de san Agustín sea el único que ha desarrollado este género de consideraciones; si quisiéramos enumerar todos los testimonios, tendríamos que hacer una lista muy larga. Por no citar más que a un solo teólogo, que ciertamente no es sospechoso de anti-intelectualismo, Tomás de Aquino comentó en este mismo sentido la oración que hace Pablo por sus queridos filipenses: «Y por eso pido que vuestra caridad se enriquezca cada vez más en conocimiento y en todo género de discernimiento, para que podáis distinguir siempre lo mejor» (Flp 1, 9-10). Santo Tomás hace notar la singularidad de estas expresiones: es la caridad la que desemboca en conocimiento; es decir, la inteligencia toma el amor como instrumento de conocimiento y es el amor el que da a la inteligencia un poder de penetración, de discernimiento, que no tendría sin ese amor 25.

Así pues, el sensus fidei es ese florecimiento casi natural de la fe viva y es sin ningún otro esfuerzo más que el de una vida plenamente sometida al amor de Dios, plenamente entregada a la oración asidua y a la vida sacramental, como el creyente capta de una forma por así decir instintiva lo que está de acuerdo con su fe y lo que no lo está. De éste se deriva para él una certeza vivida, que a menudo no logra explicar, pero que lo puede llevar a veces a contradecir intrépidamente incluso a las enseñanzas de los teólogos de oficio. ¿Cómo no citar en este punto el caso más bien extraordinario de Teresa de Avila?... Sus consejeros teólogos y sus confesores le repetían que cuanto más se iba elevando en el camino de la oración, más tenía que prescindir de lo sensible e incluso de la humanidad de Cristo. Ella se dio muy pronto cuenta por sí misma de que eso era un error: «Aunque (algunos) me han contradecido en ello y dicho que no lo entiendo (porque son caminos por donde lleva Nuestro Señor, y que, cuando ya han pasado los principios es mejor tratar en cosas de la Divinidad y huir de las corpóreas), a mí ni me harán confesar que es buen camino... Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz y que no puede ninguno ir al Padre sino por El, y quien me ve a mí ve a mi Padre. Dirán que se da otro sentido a estas palabras. Yo no sé esotros sentidos; con este que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien» 26.

El fiel que discierne de este modo el lugar eterno de la humanidad de Cristo en la fe cristiana no es evidentemente un miembro cualquiera del pueblo de Dios, sino que es realmente un doctor de la iglesia. Pero sigue siendo verdad que este doctor no ha adquirido su ciencia en los libros; su saber es experimental y ha sido sobre la base de su propia fe vivida, sobre el conocimiento que ella tenía del misterio, como tomó Teresa sus distancias frente a los teólogos empecinados en un saber libresco que les hacía perder de vista el sentido de la fe que tenían. En un grado más modesto, todos conocemos a algunos simples creyentes que tienen un sentido espontáneo de la fe, gracias al cual restablecen las verdaderas prospectivas cuando son falseadas en alguna homilía de algún que otro predicador o se muestran reticentes ante algunas proposiciones aparentemente muy doctas de algún que otro teólogo. Es verdad que a veces hay cierto conservadurismo poco ilustrado en ciertas actitudes del pueblo fiel; pero ¿quién se atreverá a afirmar que a veces se dan reacciones muy saludables por parte de una fe que, aunque sin saberlo siempre explicar, siente que se corre el riesgo de caer en el error. Entre el caso de estos fieles y el de Teresa de Avila hay sólo una diferencia de grado, no de naturaleza; el sentido de la fe es tanto más agudo y penetrante cuanto más intensa es la vida teologal.

Pero en este punto se plantea un problema: hablar de este modo ¿no significa erigir el sentimiento personal, con todas las limitaciones de la subjetividad, en juez supremo?, ¿no significa hacer la apología del individualismo en materia de fe y defender por tanto una actitud totalmente contraria a la dimensión necesaria eclesial de la experiencia cristiana que estamos intentando definir?... La respuesta es negativa, ¡categóricamente! En efecto, la comunidad eclesial es el único lugar en donde puede crecer y florecer el sensus fidei, ya que la comunidad es la mediadora de la fe y en ella se verifica la autenticidad de las expresiones de esta fe.

El que la comunidad es mediadora en este terreno es un hecho que se impone a todo el que se ponga a observar las condiciones de transmisión de la fe de generación en generación. Evidentemente, esto no excluye el don de Dios -pura gracia que ninguno puede forzar-, pero al mismo tiempo reclama una verdad en la que Pablo insistió mucho: «la fe viene de la predicación» (Rom 10, 17). Es verdad que Pablo no es más que un servidor y lo mismo hay que decir de Apolo: «Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (1 Cor 3, 7), pero el intermediario humano conserva un puesto normal y en cierto sentido indispensable.

Esta función mediadora de la comunidad no destaca con menor claridad cuando nos referimos a los versículos a primera vista enigmáticos que se consideran como el fundamento bíblico del sensus fidei: «Ahora tenéis la unción recibida del Santo y todos tenéis la ciencia», escribe san Juan; y continúa: «En cuanto a vosotros, la unción que habéis recibido de él, permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os adoctrine, sino que su unción os lo enseña todo» (1 Jn 2, 20 y 27). Estos versículos han hecho siempre discurrir a los exegetas: si los fieles no tienen necesidad de que nadie les enseñe, ¿no significa esto que la enseñanza de la iglesia es inútil?... Agustín se salía del apuro gracias a su doctrina del Maestro interior: sin la acción íntima del Espíritu santo en el corazón de los fieles el esfuerzo del que predica no puede dar ningún fruto 27. Otros interpretaban estas palabras recurriendo al contexto: el autor de la carta piensa en los herejes y dice substancialmente a los suyos: «No tenéis necesidad de que ninguno de ellos venga a instruiros».

El verdadero sentido de estos versículos es muy hermoso y parece ser que la exégesis moderna ha llegado a un acuerdo sobre este tema 28. En primer lugar se señala que estos pasajes no están aislados en la Biblia; hay una gran cantidad de versículos que hablan de esta enseñanza directa de Dios al corazón de sus fieles 29. Pero en la perspectiva propia de la primera carta de san Juan hay tres elementos convergentes que deben destacarse para captar el significado exacto de este pasaje: 1) Juan no puede negar la necesidad de una enseñanza exterior, ya que él mismo apela a ella en repetidas ocasiones (1 Jn 2, 24; 2 Jn 9); sería extraño que cayera en tan flagrante contradicción. 2) Hay que recordar que Juan habla a menudo de la vida cristiana que ha llegado a su punto de perfección absoluta, pero sin negar que estamos lejos de ella. Por ejemplo, cuando asegura que «el que ha nacido de Dios no comete pecado» (1 Jn 3, 9), no piensa ciertamente desdecirse de lo que dijo antes: «Si decimos que estamos sin pecado, lo convertimos en un embustero» (1 Jn 1, 8-10). Por consiguiente, lo que hay que entender aquí es lo siguiente: aquel en quien la palabra de Dios ha penetrado tan profundamente que ha hecho de él un creyente perfecto discierne perfectamente lo que pertenece verdaderamente a la fe y por tanto cada vez tiene menos necesidad de una ley exterior, de una enseñanza. Pero incluso en este caso no queda eliminada la enseñanza exterior, ya que está incluida en la noción misma de unción. 3) El sentido de chrisma (literalmente: aceite para la unción) está efectivamente en el centro de la explicación de este pasaje. Ignace de la Potterie ha demostrado de modo convincente que el término se refiere «tanto a la palabra de Cristo como a la actividad del Espíritu», y propone entenderlo referido a «la palabra de Dios, pero no en cuanto que es predicada exteriormente en la comunidad, sino en cuanto que es recibida por la fe en los corazones y en ellos permanece activa, gracias a la acción del Espíritu». O en otras palabras: «la palabra misma de Jesús, aceptada en la iglesia, pero que se ha interiorizado progresivamente en el corazón de los creyentes bajo la acción del Espíritu. Siendo esto así, nunca podrán oponerse enseñanza exterior y enseñanza interior: la enseñanza exterior misma, la palabra de Jesús, es la que ha sido interiorizada en la fe» 30.

 

Sensus fidelium

Quizás haya parecido un poco larga la vuelta que hemos dado, pero tiene el mérito de exorcizar definitivamente la idea de un sensus fidei que podría desarrollarse sin vínculos con la comunidad o, peor todavía, en oposición a la enseñanza que ella dispensa. Si los fieles tienen en sí mismos el medio para discernir lo verdadero de lo falso, esto se debe a la palabra que se les ha enseñado «desde el principio», esto es, desde los tiempos de su bautismo (cf. 1 Jn 2, 7; 3, 11). Y lo es también -hemos de añadirlo ahora- gracias a la posibilidad que tienen siempre de verificar la autenticidad del propio sensus dei midiéndolo por el communis sensus fidelium o, mejor aún, con el sensus ecclesiae.

Mientras que sensus fidei se utiliza especialmente -y como primer analogado- a propósito de la fe personal de un solo creyente, sensus fidelium -como nos indica el mismo genitivo- se aplica más bien a una pluralidad de individuos. Mejor dicho, si se quiere hablar formalmente, se piensa -al menos de forma implícita- en el conjunto de las personas creyentes que forman la comunidad eclesial: no sólo sensus aliquorum fidelium», sino «sensus omnium fidelium». En una primera aproximación -un tanto vulgar- el sensus fidelium es la expresión estadística (es decir, exteriormente manifestada y por tanto comprobable y en cierto modo mensurable) de la experiencia teologal de la comunidad creyente. Esta experiencia, por el mismo hecho de no ser experiencia de una persona aislada, falible, sino experiencia de un sujeto creyente colectivo en el que reside de una forma nueva el Espíritu santo que la conserva de cualquier resbalón en materia de fe, constituye un punto de referencia privilegiado, tanto para el magisterio y para los teólogos como para los simples creyentes.

Para los primeros, el sensus fidelium puede considerarse como un lugar teológico. No es éste el lugar para insistir en ello, pero al menos hay que recordar que a lo largo de los siglos se ha recurrido con frecuencia al sensus fidelium. San Agustín por ejemplo se refirió muchas veces a la fe del pueblo cristiano en su controversia contra los pelagianos -hasta el punto de que Julián de Eclana lo acusaba de atribuir mayor importancia a la opinión pública (populi murmur) que a las argumentaciones de las personas doctas- 31. Agustín tenía razón: en definitiva la unanimidad del sensus fidelium resultará definitiva para juzgar de la pertenencia a la fe de tal o cual verdad. Pío IX en el caso de la Inmaculada Concepción y Pío XII para la Asunción de la Virgen no tuvieron reparo en apelar al sensus fidelium.

¿Cuáles son los criterios para reconocer esta unanimidad? Se trata de una cuestión difícil que no es oficio nuestro tratar en este estudio, pero podemos al menos remitir al Vaticano II que nos ha dejado una enseñanza muy elaborada sobre este punto 32. De todas maneras, el principio sigue siendo claro lo mismo que son también claras la mayor parte de sus aplicaciones: «el sentido de la fe del pueblo en su conjunto» (sensus fidei totius populi) cumple con el papel de norma para la fe del individuo. Concretamente, el creyente individual verifica la autenticidad de su propia fe y de su propio comportamiento en contacto con sus hermanos cristianos, en las comunidades elementales a las que pertenece: la familia (ecclesia domestica), la comunidad de base, las parroquias, las diócesis (que llevan auténticamente el nombre de iglesia), los diversos grupos (que son otros tantos rostros particulares de la iglesia universal). Pero estas porciones -o mejor dicho: estas manifestaciones particulares de la iglesia- no lo son todo; más aún, según los ambientes, pueden incluso revelarse como peligrosamente selectivas; así pues, es preciso que la experiencia eclesial total permanezca siempre presente a la experiencia individual como el ambiente en que ésta se vive y con el que se mide en última instancia. Ya lo había dicho Móhler con una fórmula estupenda: «Parte de un todo orgánico, el fiel no está al abrigo de la mentira más que pensando y queriendo en el espíritu y en el corazón de todos» 33.

En una fórmula que ha atravesado los siglos, Aristóteles definió al hombre como animal político 34. Recogiendo esta definición después de él, los pensadores cristianos la han ampliado sensiblemente haciendo del hombre un ser social, cuyas virtualidades se extienden más allá del círculo demasiado estrecho de la polis, hasta la sociedad entera de sus semejantes. Las variaciones sobre este tema son muy conocidas y no es tarea mía recogerlas: el hombre no puede ser él mismo ni realizarse plenamente más que en el encuentro con el otro. Pero, si está permitido transponer esta célebre fórmula, yo diría de buena gana que el cristiano es un ser eclesial. Se trata de una simple recuperación en el plano de la reflexión teológica de lo que es ya de suyo un dato natural: no hay antropología que no exija sociología; del mismo modo no puede haber una antropología cristiana que no tenga su complemento en una eclesiología. El Vaticano II lo ha comprendido bien y ha puesto frecuentemente su enseñanza sobre el hombre concreto a imagen de Dios (en la Gaudium et spes) en relación con la enseñanza sobre el carácter comunitario de la salvación (en la Lumen gentium); tanto en un caso como en el otro se concibe a la persona humana como un ser comunitario.

Hemos examinado solamente alguno de los casos en que se verifica la estructura eclesial del ser-cristiano. Es evidente que éste no es más que un esbozo muy resumido de un tema con dimensiones mucho más amplias. Cada uno de los puntos examinados habría dado materia a un estudio más elaborado. Sobre todo habría sido necesario añadir otros muchos puntos, ya que esta consideración debería haber abarcado todo el conjunto de la vida cristiana. De todas formas, lo que hemos dicho es suficiente para dar al título de esta exposición su sentido más pleno: la dimensión eclesial no es una de tantas dimensiones de la experiencia cristiana, sino que es la experiencia cristiana en su totalidad, ya que la experiencia cristiana es una experiencia eclesial.
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1. I/PAPA: Pocos autores han expresado esta verdad con mayor fuerza que Cayetano: «Pedro es ministro de la iglesia. No es que ésta esté encima de él por el poder, sino porque él usa su poder para servirla. ¿No dijo el mismo Señor que había venido a servir? Así pues, cuando el papa se declara siervo de los siervos de Dios, dice la verdad. Pero la iglesia es mejor y más grande que el papa, lo mismo que el fin es mejor y más grande que todo lo que se ordena a él; en el orden cualitativo ser más grande significa ser mejor. El papado, dice san Agustín, es para la iglesia, y no al revés. Por consiguiente, es verdad que el papa no es dueño sino siervo y que la iglesia, hablando en términos absolutos, lo supera en bondad y en nobleza, aun cuando él sea cabeza de ella bajo el aspecto juridiccional» (De comparatione auctoritatis papae et concilii cum apología ejusdem tractatus, ed. Polet, Roma 1936, 517). La traducción que hemos dado es la que da con fidelidad, aunque con cierta libertad Ch. Journet, en Primauté de Pierre dans la perspective protestante et dans la perspective catholique, París 1953 13-14 que añade por su parte: «Tenemos que afirmar la primacía absoluta del orden de la caridad sobre el orden de la jurisdicción».

4. No es cuestión de insistir aquí en el doble significado de la expresión communio sanctorum: comunión en los sancto, pero también comunión de los sancti (que no excluye a las sanctae, como señala Y. Congar Credo nello Spirito Santo, t. II, Queríniana 1982, 70; cf. 70-73 [trad. cast.: Creo en el Espíritu santo, Herder, Barcelona 1983]; hemos de tenerlo en cuenta para lo que recordaremos más adelante).

5. Entre las muchas cosas que hemos leído para la redacción de estas líneas, nos ha ayudado mucho el libro de P. Jacquemont, J.-P. Jossua, B. Quelquejeu, Une foi exposée, Paris 1972, 171-174 («Note sur fusage du tenme expérience»); pero hemos usado muy libremente sus sugerencias y quizás los autores no se reconozcan en lo que decimos. Puede verse también el clásico libro de J. Mouroux, L'expérience chretienne. Introduction á une theologie, Paris 1952, passim; H. Urs von Ba La gloire et la croix I, Paris 1965, 185-360: «L'expérience de la foi».

6. H. de Lhac , Catolisismo, Estela Barcelona 1963, 151; para san Gregorio Magno cf. ibid., 152: «Hoc generaliter quod de cuncta Ecclesia diximus, nunc specialiter de unaquaque anima sentiamus» (In Cant. 1, 3: PL 79, 479). Puesto que se nos presenta la ocasión, queremos aquí rendir homenaje al padre de Lubac, que ha sido a este propósito un fecundo iniciador con esta obra, cuyo subtítulo Aspectos sociales del dogma recuerda su contenido real; allí se exploran más a fondo las cuestiones que nuestra exposición trata con demasiada rapidez.

7. Isaac de Estella Sermón 61 para la Asunción de la Virgen María (PL 194, 1863B y 1865C; trad. en H. de Lubac, o. c., 320-321).

8. P. Claudel, Cantique de Palmyre. Conversations dans le Loir-et-Cher, Pleiade, Paris, 731.

9. J. Monchanin, Ecrits spirituels, Paris 1965, 120.

10. Meditaciones piissimae de cognitione humanae conditionis V, 13 (PL 184, 495 AB); atribuidas a san Bernardo, estas Meditationes no le pertenecen realmente a él; se trata de ideas bastante difundidas en la edad media, pero que encontramos ya bastante antes, desde el siglo V, en Claudiano Mamerto, De statu animae I, 27, citado por H. de Lubac, o. c., 286-287, texto 13: «Presencia mutua en Dios». Es interesante encontrar un eco de textos análogos en el artículo de J. Moltmann, Théologie de l'expérience mystique: RevHistPhilRel 59 (1979) 1-18; cf. sobre todo p. 8.

11. Simeón el nuevo teólogo Catequesis 6.22: edición francesa de B. Krivochéine y J. Paramelle, Sources chrétiennes 104, Paris 1964 (Catequesis VIII, 91).

12. Tomás de Aquino compara a menudo el papel del Espíritu santo en la iglesia con el del corazón en el cuerpo: escondido, pero indispensable, unifica y vivifica (cf. Summa Theol. III, q. 8, a. 1 ad 3; De veritate q. 29, a. 4 ad 7). Según el gran medievalista M. Grabmann (Die Lehre... von der Kirche..., 184-193), esta concepción sería propia de santo Tomás; los otros autores, como por lo demás también él, hablan más ordinariamente del Espíritu santo como alma de la iglesia.

13. Tomás de Aquino, In IV Sent., dist. 45, q. 2, a. 1, ad 1: «propter communicantiam in radice operis, quae est caritas in operibus meritoriis».

14. Id., In symbolum apostolorum expositio (cf. Opuscula theologica, ed. Marietti, t. II, n. 997).

15. Concilio Vaticano II, Lumen gentium n. 2.

16. Cf. Tomás de Aquino, Summa Theol. III, q. 69, a. 2, ad 1, pero también los artículos que siguen; cf. también el concilio de Florencia, Decretum pro Armenis (DS 1314).

17. Tomás de Aquino, Summa Theol. III q. 80, a. 4.

18. Ibid., q. 73, a. 3: «res hujus sacramenti est unitas corporis mystici».

19. Cipriano, Epist. 69, 5, 2; cf. Epist. 63, 13, 4 (ed. Bayard, Paris 1961, 242-243 y 208).

20. Cf. Didache 9, 4 y 10, 5 (ed. W. Rordorf-A. Tuilier Sources chrétiennes 248, Paris 1978 177 y 181); cf. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios XX, 2 (ed. P. Th. Camelot, Sources chrétiennes 10, Paris 1950, 91).

21. Ignacio de Antioquía, Ad Smyrn. 1, 2 (¡bid., 157).

22. Concilio Vaticano II, Lumen gentium n. 8.

23. Agustín, In Joh. tract. 29 6 (PL 35, 1631).

24. Ibid., tract. 96, 4 (¡bid., 1875-1876).

25. Cf. Tomás de Aquino, In Phil. 1, 9-10 (ed. Marietti, n. 17).

26. Obras de Santa Teresa 11, BAC, Madrid 1954, 449 (Moradas sextas, cap. 7, nn. 5-6); cf. también el capítulo 22 de la Vida, donde la santa se explica sobre su devoción a la humanidad de Cristo y apela al ejemplo de los santos, sobre todo de san Bernardo y de santa Catalina de Siena.

27. Cf, por ejemplo, Tract. in Joannis III, 13 (PL 35, 2004-2005).

28. Me refiero sobretodo a l. de la Potterie, La unción del cristiano por la fe, en I. de la Potterie-S. Lyonnet, La vida según el Espíritu, Sígueme, Salamanca 2ª 1967, 111-174, sobre todo 132 ss.; el autor cita a varios exégetas que van en este mismo sentido, sobre todo Michl y Hauck, que no dudan en usar las «felices expresiones» de Glaubensbewusstsein y de sensus fidei. Pueden verse las notas concordantes y muy documentadas de la Traduction oecuménque de la Bible a 1 Jn 2, 20 y 27, así como J.-L. D'Aragon, Le 'sensus fidelium'et ses fondements néotestamentaires, en Varios, Foi populaire, foi savante, Paris 1976 41-48.

29. Cf. de manera especial Jer 31, 31-34, recogido en Heb 8, 8-12; Is 61, 1; Is 54 13 que encuentra eco en Jn 6, 45; pero véase también Col 1, 9; Flp 1, 9-10; Ef 1, 17-18.

30. I. de la Potterie, o. c., 136 y 147.

31. Cf. Agustín, Contra Julianum I, 29 y 31 (PL 44, 661-662).

32. Concilio Vaticano II, Lumen gentium n. 12: «La universalidad de los fieles, que tienen la unción del Espíritu santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27) no puede fallar en sus creencias y manifiesta esta propiedad peculiar suya mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo (mediante supernaturali sensu fidei totius populi) cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" (fórmula de san Agustín) manifiesta su asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu de verdad despierta y sustenta, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio sagrado al que sigue fielmente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes 2, 13), se adhiere indefectiblemente "a la fe dada a los santos una vez para siempre" (cf. Jds 3), la penetra más profundamente con rectitud de juicio y la aplica con más plenitud en la vida».

33. J.-A. Móhler, Symbolik, par. 37, ed. J. R. Geiselmann, K&In 1958. Lachat, que es el que nos ofrece la traducción al francés, más que traducir, interpreta, pero sin traicionar; podemos darnos cuenta de ello leyendo el texto alemán: «Dei Katholik fasst den einzelnen immer nur als Glied des Ganzen auf, als lebend und atmend in ihm, wie aus dem bisherigen einleuchtet in ihrem Geiste (dei Kirche) fühlend, denkend und wollend ¡si er also einzig unverirrlich».

34. Aristóteles, Política I, 2, 1253 a 2-3; cf. Etica a Nicómaco I, 5, 1097 b I1.