De los consejos de perfección al radicalismo evangélico

Thaddée Matura


Cuando se habla o se escribe de la perfección o de la santidad, aparece casi infaliblemente la expresión «consejos evangélicos». El mismo concilio Vaticano II, en la constitución Lumen gentium, en el capítulo V titulado «La vocación universal a la santidad en la iglesia», declara que la santidad en la iglesia «se manifiesta de modo particular en la práctica de los consejos que se suelen llamar evangélicos. Esta práctica... da en el mundo un testimonio espléndido y un magnífico ejemplo de esta santidad» (n. 39). Así pues, parece ser que la doctrina de los consejos evangélicos es un dato permanente y definitivo de la tradición católica; en consecuencia, es normal y hasta necesario tenerlos en cuenta y hablar de ellos cuando se trata de la vida espiritual, de su crecimiento, de su perfeccionamiento.

Pero si lo pensamos bien, las cosas no son tan evidentes ni tan sencillas. El nuevo testamento, como demuestra el estudio exegético, no nos obliga ni mucho menos a distinguir entre preceptos y consejos -y esto es lo menos que puede decirse-; la reflexión de los padres y de los teólogos sobre este tema ha sido no solamente muy general, sino incluso vacilante y poco segura; la crítica de la Reforma, a pesar de sus excesos verbales, parece haber dado en el blanco; finalmente los estudios más recientes de los teólogos y de los exegetas han dado un golpe serio a la presentación tradicional.

En las páginas que siguen me propongo demostrar en primer lugar con un procedimiento histórico y crítico, que el concepto de «consejos evangélicos» carece de fundamento en la Escritura y que su tematización teológica no hace justicia ni a la Escritura ni a la experiencia cristiana. Sin embargo, ya que la cuestión que suscita este debate es real -es decir, la naturaleza de la perfección evangélica y de los medios para alcanzarla-,intentaré en segundo lugar una aproximación distinta al problema. Si el esquema de los consejos evangélicos, que supone una distinción entre los preceptos y los consejos, desemboca en un callejón sin salida, podemos recorrer otro camino para poner de relieve las exigencias inauditas de la perfección cristiana: el camino del radicalismo evangélico.

De aquí las dos partes de este trabajo; la primera, crítica, señala de dónde procede la distinción entre preceptos y consejos y por qué esta distinción resulta inaceptable. La segunda, positiva y más larga, define el concepto del radicalismo, explícita su contenido evangélico y se esfuerza en poner de manifiesto las implicaciones que tiene para el esfuerzo hacia la perfección según el evangelio.

1. Distinción entre los preceptos y los consejos; su incongruencia

En el lenguaje teológico y espiritual, el término «consejo» guarda relación con el de «orden o precepto». Es una relación que indica una diferencia, si no una oposición: la orden, el mandato o precepto son exigencias que se imponen; no podemos descuidarlos so pena de desobedecer a Dios, de no alcanzar ni la perfección ni la salvación. El consejo es una recomendación, un parecer, un estímulo, que da lugar a la gratuidad, a la iniciativa, en una palabra, a la libertad de hacer o no hacer. Nadie está obligado a seguir un consejo, aunque seguirlo es algo mejor y más perfecto.

Aplicada a la ética evangélica, esta perspectiva supone que en la enseñanza de Jesús y de los apóstoles hay por una parte mandamientos que obligan y que es preciso observar, mientras que por otra parte ciertas exigencias serían tan sólo consejos, recomendaciones, para expresar un amor o suscitar una perfección más alta. Sean cuales fueren los matices -y veremos que son numerosos e importantes- el concepto de consejo se basa, para que tenga un sentido, en la distinción que acabamos de esbozar.

a) Uso actual del término

Desde hace unos veinte años asistimos en lo que afecta a este lenguaje a un fenómeno de dualismo. El discurso oficial, como dijimos anteriormente al citar el texto del Vaticano II, aunque abre nuevas perspectivas, sigue utilizando el esquema y el vocabulario adicional. Así, a propósito de la vida religiosa, la Lumen gentium habla de los «consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, basados en la palabra y en los ejemplos del Señor y recomendados por los apóstoles, los padres, los doctores y los pastores de la iglesia» (n. 34). Por otra parte, los exegetas y la mayoría de los teólogos que reflexionan sobre la vida religiosa, demuestran claramente que este vocabulario es inadecuado y carece de bases sólidas, al menos en lo que se refiere a la expresión «consejos» y a todo lo que ésta presupone.

Nos encontramos entonces con un doble lenguaje: en los documentos y en los discursos oficiales se repite la presentación tradicional, pero la reflexión bíblica y teológica pone en cuestión e invalida esta presentación. Esto nos obliga a preguntarnos, aunque sea brevemente, cómo se ha llegado a esta situación. ¿De dónde procede la distinción entre preceptos y consejos, en qué se basa, cuál ha sido su desarrollo, cuáles sus matices? También tendremos que decir por qué motivos resulta ahora discutible y por qué se la juzga inaceptable.

b) Origen de la distinción y sus diversas formas

Si la Escritura presenta dos series de textos que pueden interpretarse como consejos, una sobre el celibato (Mt 19, 10-12; 1 Cor 7, 2538) y otra sobre el abandono de los bienes (Mt 19, 16-30), no son sin embargo estos textos los que han dado origen al debate sobre la distinción, debate que comenzó en el siglo III con Orígenes y que duró hasta la síntesis de Tomás de Aquino en el siglo XIII. En el origen del debate está más bien la aparición de un hecho: en primer lugar, el del celibato cristiano voluntario dentro de las comunidades cristianas y, a partir del siglo IV, la aparición y la organización de la vida religiosa. Este doble hecho ponía a la iglesia frente a un grupo que, además de las exigencias comunes a todos, introducía cierto número de comportamientos particulares: celibato, comunión de bienes, ascesis alimenticia, vestido, etcétera. Es verdad que la intención de los ascetas y de los monjes no era la de vivir algo más y mejor que los demás cristianos; de todas formas, los textos primitivos, las reglas -incluso hasta la edad media-, no hablan nunca de la distinción entre los consejos y los preceptos. Según el testimonio de estos escritos se quería simplemente vivir el evangelio con todas sus exigencias, sin tener que preguntarse si eran obligatorias o facultativas. En una palabra, no fue la vida cristiana según su forma «religiosa» la que planteó directamente el problema e introdujo la distinción, sino más bien, como veremos, la reflexión sobre este hecho.

Al ver vivir a estos individuos y a estas comunidades, la conciencia cristiana se sintió movida a preguntarse por los comportamientos que los distinguían del resto de los cristianos. El celibato, la comunión de bienes, la restricción en su uso, el rechazo de las riquezas, las diversas formas de ascesis, ¿todo esto se les pedía a todos o se trataba sólo de posibilidades, de consejos? Es clara la ambigüedad de la pregunta; puesto que se trata de cosas muy diversas como el celibato, el ayuno, la abstinencia de la carne y del vino; unas se basan en el evangelio y otras proceden de tradiciones humanas. Por lo demás, también la respuesta será muy diferenciada, según se trate del celibato -propuesta libre- o del abandono de los bienes -exigido a todos en principio, como veremos-.

Así es como se planteó la cuestión a la que los padres de la iglesia, como Juan Crisóstomo, Ambrosio, Agustín, Gregorio Magno, intentaron dar una respuesta. El punto en el que están todos de acuerdo, pero que subraya especialmente Juan Crisóstomo, es que todas las exigencias evangélicas de perfección (la vía estrecha de la renuncia a sí mismo, el camino de las bienaventuranzas, el amor radical al prójimo y hasta a los enemigos) se imponen a todos los creyentes sea cual fuere su estado de vida. Pero al mismo tiempo se dan cuenta de que ciertos aspectos de estas exigencias no son vividos por todos ni pueden ser vividos; por ejemplo, el celibato y hasta cierto punto la distribución total de bienes. De aquí cierto embarazo en la explicación. Declarar que esos consejos son facultativos, una sobrecarga no exigida pero más perfecta, introduce en la iglesia dos categorías: una cierta aristocracia de perfectos y los que siguen la vida común. Por otra parte, parece evidente que no es posible presentar el celibato como un precepto obligatorio para todos, ni obligar a todos los cristianos a la comunidad de bienes tal como la quiso vivir la iglesia primitiva de Jerusalén. Subrayo estos dos puntos: celibato y comunidad de bienes (y al mismo tiempo el rechazo de la riqueza), porque fue a partir de ellos y en torno a ellos (sobre todo el primero) como se desarrolló la reflexión. Los otros puntos, como las exigencias de renunciar a sí mismo, de llevar la cruz, de amar a los enemigos, de la no-resistencia, del perdón, de las bienaventuranzas, del sermón de la montaña, se consideraban en conjunto como dirigidos a todos. En cuanto a la ascesis, muy practicada en los ambientes monásticos, eran vagamente conscientes de que sus vínculos con la Escritura eran mucho menos explícitos.

Habrá que aguardar a la edad media, con la aparición de formas diferenciadas de vida religiosa y la determinación de sus contornos jurídicos, para que aparezca, allá por el siglo XII, la tríada castidad, pobreza y obediencia. Desde entonces se hablará de los tres consejos evangélicos, creyendo que era posible fundamentar cada uno de ellos en los textos bíblicos, aunque la cosa no resultará tan fácil en el caso de la obediencia. Fue también entonces cuando se elaboró la sistematización escolástica cuyo representante más eminente fue Tomás de Aquino. Para él, como para los padres de la iglesia, la perfección cristiana consiste en el cumplimiento del doble precepto de caridad para con Dios y para con el prójimo. Los consejos, cuyo número y extensión no están determinados claramente, tienen una doble función, subordinada. Unos son como una irradiación y una manifestación de la sobreabundancia de ese amor; los otros son considerados como medios o instrumentos para llegar más fácilmente y con mayor seguridad a la perfección del amor: esto vale para la tríada mencionada.

La posición tradicional, que como podemos ver resultaba bastante difusa, fue sufriendo con el correr de los siglos ciertas rigideces y simplificaciones. Los consejos se fueron reduciendo más o menos a la tríada y ésta quedará reservada a los religiosos, los cuales se comprometen en su profesión religiosa a ponerlos en práctica. De este modo, sin haberlo querido expresamente, se introdujeron en la existencia cristiana dos categorías o dos caminos: el camino obligatorio de los preceptos, necesario para la salvación y abierto ciertamente a la perfección, pero de forma que sólo conduce a ella con dificultad; y el camino de los consejos que permite con más seguridad la consecución de la perfección y que es el único verdaderamente homogéneo con ella.

Se comprende entonces el juicio que da J.M. Tillard sobre esta postura: «La perspectiva de santo Tomás causa una tensión que no nos parece completamente resuelta; tensión que es propia de toda la tradición, muy embarazada cuando se trata de justificar los "consejos" respecto al ideal común del bautismo».

De todo esto salta a la vista un problema, el de saber -antes incluso de emprender el examen de sus relaciones con la perfección- si es posible distinguir en los evangelios entre los preceptos y los consejos; en otras palabras, si existen realmente consejos evangélicos. Es lo que trataremos a continuación.

c) Crítica de la postura tradicional

Por muy extraño que pueda parecer, las primeras que ponen en cuestión esta postura son precisamente aquellas cartas fundamentales de la vida religiosa que se denominan las reglas. Tanto si se trata de la de san Basilio, como de las de san Agustín, san Benito, san Francisco de Asís, por no mencionar más que las más importantes y las más antiguas, en ningún lugar aparece la idea de una opción facultativa de una perfección más elevada. Los textos bíblicos que vemos citados -que con frecuencia son los mismos en todas ellas-, si insisten en el camino radical que hay que emprender, no dan nunca la impresión de que haya dos caminos cristianos posibles y que los monjes escojan el mejor y el más seguro. Lo que en todas ellas resalta con evidencia es la voluntad de vivir hasta el fondo y con todas sus exigencias el evangelio de Cristo; la tríada o no aparece para nada o, cuando aparece (para ello habrá que aguardar a la regla de los trinitarios en 1198 y a las reglas de san Francisco en 1221 y 1223), el proyecto de vida no se basa en ella. De aquí hay que concluir que los grandes iniciadores de la vida religiosa nunca pensaron ni quisieron constituir una especie de aristocracia cristiana obligada a la práctica de los consejos, dejando a los demás cristianos en el camino común de los preceptos. La intención evidente que los animaba era la de acoger en su totalidad, para ellos mismos y para sus discípulos, las exigencias inagotables de Cristo. Cuando tenían que proponer una regla de vida a los cristianos que vivían en el mundo -como lo hizo por ejemplo Francisco de Asís en su «carta a los fieles»-, las exigencias evangélicas de esa regla no eran menores ni el objetivo último resultaba menos elevado. En una palabra, podría decirse que al escoger el camino estrecho del evangelio, estaban convencidos de que no hacían más que responder a la única llamada dirigida a todos los bautizados de «seguir las palabras, la vida y las enseñanzas de Jesucristo», tal como escribe san Francisco al comienzo de su primera regla.

Se le ha dado un apoyo inesperado y a veces excesivo a esta crítica indirecta basándose en la reacción de la Reforma en el siglo XVI, especialmente por obra de Lutero. A pesar de su carácter polémico y a veces injusto -acusa por ejemplo a san Francisco de obligar a sus hermanos a la observancia del evangelio, haciendo de ellos una categoría aparte, siendo así que todos los creyentes están obligados a observarlo-, Lutero ve bien las cosas en conjunto. Señala, por ejemplo, cómo el sermón de la montaña, en donde se encuentran tantas palabras drásticas y exigentes, no puede considerarse como un consejo reservado a la decisión libre de algunos. Critica igualmente -aunque a veces haciendo de ellos una caricatura- la concepción de los votos monásticos. Dejando aparte los excesos verbales, lleva la cuestión a su meollo central: ¿existen realmente en el evangelio consejos al lado de los preceptos? Y responde claramente que no, excepto, naturalmente, en el caso del celibato.

Habrá que aguardar sin embargo a los estudios exegéticos y teológicos de la época moderna para que se ponga en discusión esta postura tradicional, pero esto no se había hecho sentir todavía en los años conciliares, ya que como hemos visto los textos del concilio utilizan todavía la expresión « consejos» y hablan de la tríada: castidad, pobreza y obediencia.

Estos estudios han ido examinando punto por punto la tríada clásica, ya que en ella es donde cristalizó la distinción entre los preceptos y los consejos. Los resultados pueden sintetizarse del siguiente modo:

- El celibato, y solamente él, se presenta en los textos bíblicos (sobre todo en Mt 19, 10-12 y 1 Cor 7, 25-38) como una opción que se deja en manos «no de todos, sino de aquéllos a los que se les ha dado (por Dios), porque no todos lo entienden» (Mt 19, 11). Si el término «consejo» no estuviera tan comprometido como lo está en realidad, sería posible aplicarlo al celibato, como hace Pablo en 1 Cor 7, 25. Por lo demás, la reflexión sobre los consejos comenzó y se desarrolló siempre en torno a este tema, que ha seguido estando en el centro del debate.

- En cuanto a la pobreza, los estudios han demostrado que las dos exigencias expresadas en este término: compartir, esto es, abandonar los propios bienes en favor de los pobres, y desconfiar de las riquezas y del dinero (para el primer punto véase sobre todo Mc 10, 17-22. 28-31; para el segundo, Lc 12, 13-34; 16, 1-31), iban dirigidas a todos los discípulos de Jesús y no podían ni mucho menos considerarse como un consejo facultativo de perfección. La expresión « si quieres ser perfecto» de Mt 19, 21, que por lo demás sólo utiliza Mateo, no significa que se trate de un consejo, sino que afirma una exigencia válida para todos los discípulos; en efecto, ser perfecto significa para el evangelista ser cristiano, ser discípulo de Jesús.

- Para la obediencia la prueba ha sido todavía más fácil, ya que ningún texto del nuevo testamento puede servir de base a la idea de que un hombre pueda ser en todas las circunstancias el mediador de la voluntad de Dios y que se le deba sumisión por ese título. Para encontrar algo de esta exigencia hay que pasar más bien a través de la comunidad humana y cristiana y por sus estructuras necesarias de cohesión, de unidad y de presencia.

De este modo la tríada, dejando aparte el celibato por el reino de los cielos, no puede considerarse como el esqueleto de la distinción entre los preceptos y los consejos. En cuanto a las demás exigencias evangélicas, sobre todo las de la renuncia (Mc 8, 34-9, 1) o las que contienen en gran número en el sermón de la montaña (no juzgar, no condenar, amar a los enemigos, perdonar, no resistir al mal, evitar los malos deseos, abstenerse de todo juramento, mantener la fidelid conyugal: Mt 5, 1-7, 27), y otras muchas palabras duras y paradójicas, nadie en el pasado ni en el presente ha pretendido considerarlas como consejos facultativos.

d) Hacia una aproximación diversa

Así pues, el esquema de los consejos no resiste a un examen serio y parece que es una contraindicación usarlo para hablar de la perfección cristiana.

Sin embargo, es cierto que los evangelios y otros textos del nuevo testamento presentan ciertas exigencias que parecen inagotables y que no es posible contener dentro de la categoría jurídica de precepto. Esto es cierto en el caso del mandamiento supremo y central del amor a Dios y al prójimo (Mc 12, 30-31). Se trata ciertamente de un «mandamiento»; es imposible señalar sin embargo sus límites, al menos los superiores, por arriba. Se trata de una exigencia siempre abierta, de un dinamismo de marcha hacia adelante, de un dinamismo de superación. Trazar un límite, pararse en él, significa ya ser infieles a la llamada indefinida. Lo mismo podemos decir de la mayor parte si no de todas las exigencias evangélicas, empezando por la fe y por la conversión, por la vigilancia y por el camino en seguimiento de Jesús, por el llevar la propia cruz, por el romper los vínculos familiares por causa suya. ¿Estos son preceptos o consejos? Lo uno y lo otro, según se miren. Preceptos porque se imponen y porque hay que aceptarlos enteramente y sin reserva alguna, so pena de dejar de ser discípulo de Jesús. Pero también consejos, al menos en el sentido de que siguen estando abiertos, de que nunca se realizan y de que son capaces de interpelar continuamente a la libertad, impulsándola hacia lo más y lo mejor.

En este aspecto del mensaje evangélico es en donde quiero detenerme. Después de haber demostrado, según espero, que la aproximación que pasa a través de los consejos acaba en un callejón sin salida, quiero intentar una presentación, bajo el nombre de «radicalismo evangélico», de lo que en la Escritura aparece como una llamada incesante a la superación, como una exigencia infinita a la que no es posible dar ninguna respuesta definitiva una vez para siempre.

Así pues, la que propongo es una perspectiva nueva. El dinamismo de la perfección cristiana no consiste ya en los consejos que vendrían a añadirse como expresión y como medio a los preceptos, sino que está inscrito en todas las exigencias evangélicas y se expresa mejor en las que son más absolutas, más perentorias, en una palabra, en las más radicales. Entrar en este dinamismo, abandonarse al impulso hacia adelante, estar siempre en camino, no estar nunca satisfechos, sino continuamente tensos hacia lo que todavía no es, ése es el camino del radicalismo en el que se juega la perfección cristiana a la que están todos llamados.

2. El radicalismo evangélico 

Si el concepto de «consejo» no tiene raíces bíblicas ni puede ser utilizado para describir el dinamismo de la vida cristiana, ¿qué decir de la expresión «radicalismo evangélico»? Hay que reconocer que tampoco esta expresión es de origen bíblico y que sólo muy recientemente ha encontrado derecho de ciudadanía en exégesis y en teología.

Efectivamente, este término, transmitido más o menos a todas las lenguas modernas, viene del latín radix (raíz) y radicalis (relativo a la raíz). Utilizado primeramente en medicina, en las ciencias, en filología, acabó siendo aplicado en la política (partido «radical») y finalmente en la exégesis y en la teología. Los políticos y los exegetas comenzaron a usar los términos radical y radicalmente, cuando éstos, después de su evolución semántica, asumieron el significado de algo que se aparta de los comportamientos o de los usos habituales, de algo que es extremo, duro, perentorio, áspero y exigente. La Biblia ignora este término; por tanto, estamos ante un ejemplo de la aplicación de un término y de una categoría no bíblicos a un conjunto de textos o de temas que se designarán como radicales. Esta lectura y esta agrupación de textos bíblicos (sobre todo del nuevo testamento) dentro de un esquema que les es extraño son relativamente recientes: el uso del término en este sentido se encuentra en Bultmann (1927) y recibe una exposición más amplia en H. Braun (1957), en B. Rigaux (1970), en Th. Malura (1980). Se trata en estos casos de ciertas palabras de Jesús y de ciertas enseñanzas de los apóstoles que tienen una «expresión tensa, unas fórmulas duras que dan un tono de gravedad, de severidad, por no decir de tragedia, a la enseñanza y a la llamada del evangelio» (B. Rigaux).

Al tomar la categoría del «radicalismo» para describir las ex¡gencias más absolutas de la existencia cristiana, evitamos por una parte el callejón sin salida al que lleva la idea de consejo y aferramos mejor por otra hasta qué punto son inagotables estas exigencias, cómo no puede encerrarlas ninguna ley y cómo su llamada no recibe en el mejor de los casos más que una respuesta siempre parcial.

Una clasificación de textos radicales

Estudiar el radicalismo evangélico significa estudiar un tema, es decir, hacer un inventario de textos, analizarlos y agruparlos; se trata en nuestro caso de los textos que, según la definición dada anteriormente, suponen ciertas exigencias especialmente fuera de lo ordinario, duras, absolutas. 

Estos textos se encuentran parcialmente en las enseñanzas de Jesús que nos presentan los evangelios sinópticos; accesoriamente, en os escritos de Juan y en las cartas de san Pablo. La clasificación puede hacerse ciertamente de varias formas. La que aquí se adopta y  la que creo que responde mejor al conjunto de los textos sinópticos puede distribuirse en cinco capítulos: 1) el radicalismo del camino en seguimiento de Jesús; 2) el radicalismo de la no-pretensión; 3) el radicalismo del amor; 4) el radicalismo en el uso de los bienes; 5) la dificultad de la empresa.

En torno a estos puntos es donde cristaliza la mayor parte de las palabras radicales de Jesús; en ellos es donde mejor se afirman las exigencias a las que debe abandonarse el cristiano cuando ha puesto su fe en Cristo y en su evangelio. Así pues, examinaremos sumariamente estos puntos subrayando en cada ocasión cómo las palabras pronunciadas en otro tiempo siguen dirigiéndose al cristiano de hoy y lo impulsan a la superación de sí mismo, hacia un camino siempre adelante, en una palabra hacia la perfección de la vida cristiana.

El radicalismo del camino en seguimiento de Jesús

Cierto número de textos presenta las exigencias de Jesús respecto a sus discípulos inmediatos, los doce; son los relatos de vocación (Mc 1, 16-18; Mt 2, 13-14) o las condiciones que se ponen para poder caminar en su seguimiento (Mt 8, 18-22).

Para el que se compromete a seguirlo, Jesús debe tener la prioridad absoluta; él viene por delante de todo lo demás: la familia, el oficio, los bienes. Hay que dejarlo todo, inmediatamente; esto es más importante que sepultar al propio padre (Lc 9, 60); y una vez tomada la decisión, ya no hay que volverse a mirar hacia atrás (Lc 9, 62). Pero seguir a Jesús significa comprometerse por un camino imprevisible, ya que Jesús no tiene un sitio donde posar la cabeza (Mt 8, 18-19); significa ante todo renegar de sí mismo, tomar la propia cruz, aceptar perder la vida física, no ponerse a sí mismo en el centro (Mc 8, 34-9, 1). Otra serie de textos (Mt 10, 37-39) insiste en la rupturas que se imponen: hay que amar a Jesús más que al padre y a la madre, más que al hijo o a la hija incluso más que a la propia vida (Lc 14, 26); el que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo de Jesús (Lc 14, 33). También puede suceder que algunos sean llamados «por causa del reino» a hacerse como eunucos, renunciando al matrimonio (Mt 19, 10-12).

El que camina de este modo en seguimiento de Jesús es enviado a misión (Mc 6, 7-13); pero esta misión de anunciar la buena noticia y de llamar a la conversión tiene que desarrollarse en el despojo material de todo y en el abandono absoluto a Dios y la acogida de los hombres. Más aún, lo que espera el enviado es la participación en el destino de Jesús; en su misión de testimonio, se encontrará con una oposición violenta por parte de las autoridades religiosas y civiles de su tiempo (Mc 13, 12). Será odiado por todos (Mc 13, 13), expuesto 0 entregado a la muerte (Mc 13, 12). Es que Jesús no ha venido a traer paz a la tierra, sino espada; ha venido a poner al hombre contra su propio padre, a la hija contra su propia madre (Mt 10, 34-36).

Así pues, hay que dar mucho para ser discípulos de Jesús y caminar en su seguimiento. Desde que resulta imposible caminar detrás de él en sentido material (tras la muerte y resurrección de Jesús), este seguimiento no está reservado sólo a los doce. Estos, por lo demás, constituían el primer núcleo de creyentes y su vida con Jesús sigue siendo el prototipo de toda vida cristiana. Lo que se les pidió a ellos en unas situaciones históricas determinadas y que ya no es posible repetir del mismo modo, se ha convertido en un modelo y en una llamada para los que escuchan las palabras de Jesús, para todos los que leen su evangelio.

Pero es importante determinar exactamente el punto central de las exigencias que hemos enumerado y que proclaman todas ellas rupturas con la familia, con los propios bienes y, lo que es más, con la propia sida. Este punto central es el inciso «por mi causa y por mi evangelio» (Mc 8, 35). Todas estas rupturas no tendrían ningún sentido y se derivarían de una especie de masoquismo si no fueran una manifestación del lugar único que Jesús ocupa en una vida. Reconocido como «Maestro y Señor» (Jn 13, 13), como Mesías y como Hijo de Dios vivo (Mt 16, 15), como la presencia de Dios y de su reino en medio de los hombres (Lc 17, 21), él es el primero y prevalece sobre todo. Por causa de él todo lo demás se relativiza, pierde su importancia; y cuando se impone una opción, aun cundo estén en juego cien valores primordiales (la propia vida, la red de relaciones, los bienes materiales...), es Jesús a quien hay que preferir siempre y en seguida.

Este es el meollo primero y principal del radicalismo evangélico: entrega de sí mismo a Jesús, la fe en él, el apego a sus pasos no menos de ser absolutos, incondicionados. Cuando Jesús entra en un vida, es para tomarla por entero. Para volver al tema de este trabajo, hay que subrayar que el camino en seguimiento de Jesus no conoce más ley que el amor y el amor no tiene medida. Se abre entonces una exigencia que es algo así como una herida que nada ni nadie podrá nunca cerrar o curar. Seguir las huellas de Jesús es un mandamiento (¿cómo sería posible ser cristiano sin este seguimiento?), pero un mandamiento que nunca se realiza por completo; nunca se podrá decir: «¡Ya he llegado!». El verdadero discípulo, que se deja poco a poco invadir por la presencia de Jesús, está siempre en camino; el espacio que todavía le queda por recorrer sigue siendo infinitamente más grande que el que ya ha recorrido.

El radicalismo de la no-pretensión

Con el término «no-pretensión» entiendo el hecho de que el hombre, sean cuales fueren las obras que haya realizado, no puede tener derecho alguno, pretensión alguna, sobre Dios y sobre una retribución o recompensa. Frente a Dios sigue siendo siempre un pobre; lo que recibe de él no es jamás algo que se le deba, sino siempre un don gratuito.

Esta situación fundamental queda ilustrada en varios textos. Las bienaventuranzas (Mt S, 3-10) afirman que el reino de Dios -es decir, la plenitud de la salvación y de la felicidad escatológicas- se les da a los pobres, a los que tienen hambre y sed, a los que lloran y se afligen por no ser todavía el reino, a los que son mansos, impotentes y desarmados como niños. Es verdad que se exigen obras -la oración, la limosna, el ayuno (Mt 6, 1-8)-, pero esas obras tienen que realizarse en secreto, sin buscar la aprobación de los hombres, únicamente delante del Padre que lo conoce todo. De todas formas, incluso después de haber hecho todo lo que el amo ha mandado, el siervo nunca se creerá que se le debe algo (Lc 17, 7-10). Seguirá sirviendo día tras día a su señor, considerándose un «siervo inútil», que no merece recompensa especial alguna por su trabajo. En efecto, la tarea de servir que se le confía al hombre «no es un título de gloria, sino una necesidad que apremia», escribirá Pablo (1 Cor 9, 16-17) hablando de su servicio al evangelio. Con esto captamos el sentido de la parábola de los obreros de la viña (Mt 20, 1-16), a los que se les paga, no según su trabajo, sino porque Dios es bueno.

Aquí tocamos un tema candente de la enseñanza de Jesús, que exige del hombre un despojo absoluto, una descentración total de sí mismo. Cuando Pablo habla, sobre todo en la Carta a los romanos, de la salvación mediante la fe excluyendo las obras, dirá con otras palabras esta misma exigencia radical. Delante de Dios y delante de lo que está para recibir de él, el hombre es un pobre mendigo y sus «méritos» son una cosa ridícula ante la sobreabundancia del don recibido gratuitamente. La no-pretensión es reconocer este hecho: por una parte, una pobreza radical que ninguna obra y ningún mérito puede colmar; por otra, la inmensidad de la gracia que viene a llenar el vacío.

Esto para el creyente representa un camino sin fin: tomar conciencia de lo que él es delante de Dios, o mejor dicho, de lo que no es; saber que en él no hay nada que pueda atraer el favor de Dios, a no ser precisamente su pobreza y su vacío, que Dios quiere colmar con su misericordia. Este es el sentido más profundo de las bienaventuranzas; los pobres de corazón, los afligidos, los hambrientos y sedientos de justicia son llamados bienaventurados porque Dios, al verlos en esa situación, quiere intervenir en su favor para sacarlos de ella.

Llegar a esto es para el cristiano el radicalismo más absoluto, ya que de este modo reconoce que la salvación viene sólo de Dios y no de él; es la muerte a sí mismo y todas sus pretensiones. Sólo los santos logran acercarse a este punto al final de su vida. Y aquí está sin duda el corazón de la perfección.

El radicalismo del amor

El camino en seguimiento de Jesús o, lo que es lo mismo, el hecho de ser su discípulo exige que se le dé a Jesús la primacía y la preferencia en todo.

Otra serie de exigencias se centra en el amor al prójimo. Es sobre todo el sermón de la montaña el que precisa los rasgos radicales de este amor (Mt 5, 1-7, 28).

Como dice la «regla de oro» (Mt 7, 12), «todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la ley y los profetas». Pues bien, cuando se trata de precisar en qué consiste la práctica de esta ley, los textos no hablarán de un amor idílico, emotivo, sino que presentarán más bien su rostro oscuro, crucificado.

El prójimo al que hay que amar es el que irrita, el que suscita la cólera y la injuria (Mt 5, 22); es el que pide e insiste (Mt 5, 42), el que fuerza, el que se impone y me violenta (Mt 5, 39-41). Así pues, ese prójimo es el que me odia, es mi enemigo; pues bien, a ése precisamente es al que he de amar, por el que tengo que rezar (Mt 5, 44); tengo que saludarle (Mt 5, 46-47), hacerle bien, bendecirle (Lc 2, 27.28.33). En vez de resistirle, he de dejarle hacer e incluso adelantarme a deseos (Mt 5, 38-42). En este mismo sentido van las recomendaciones de no juzgar (Mt 7, 1), de no condenar (Lc 6, 37), de perdonar siempre por encima de cualquier medida (Mt 18, 21-22). Si nos atenemos a estos textos, el verdadero amor es el que acepta al otro en su alteridad, aunque sea hostil y se nos oponga. Haciéndolo así es como podré convertirme en «hijo del Padre celestial que hace salir el sol sobre los malos y sobre los buenos y deja caer la lluvia sobre los justos y sobre los injustos» (Mt 5, 45), e imitaré la perfección misma de Dios (Mt 5, 48), su misericordia inagotable con todos los hombres (Lc 6, 36).

Las mismas bienaventuranzas en la presentación de Mateo encierran algunas exigencias respecto al prójimo. Por ejemplo, la de los  mansos, la de los misericordiosos, la de los que trabajan por la paz (Mt 5, 4.7.9). Lo mismo que Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), el hombre manso es un hombre que soporta la contradicción, carece de agresividad, huye de las disputas. Los misericordiosos, son los que saben perdonar a los demás, a ejemplo de Dios, absteniéndose de juzgar y de condenar y ayudando y favoreciendo a todos los necesitados. Los que trabajan por la paz o la procuran representan otra forma de la misericordia; intentan llevar la paz y reconciliar a los que están divididos por discordias y disputas y son por eso mismo desgraciados.

Hay finalmente una serie de textos que regulan el comportamiento de los que ocupan puestos de responsabilidad dentro de la comunidad y que por eso mismo pueden sentir la tentación de considerarse como «grandes» y hacer valer su autoridad. Se trata de la disputa de los discípulos sobre quién es el más grande (Mc 9, 33-37), del episodio de los niños (Mc 10, 13-16) y finalmente de la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los primeros puestos en el Reino (Me 10, 41-45). A ellos hay que añadir el discurso sobre la exclusión de títulos (Mt 23, 812). Estos textos reconocen el hecho de la autoridad y de un puesto aparte en la comunidad, pero insisten sobre todo en los posibles abusos e indican la actitud que han de tener los discípulos: el primero tiene que hacerse último, el grande ha de ser pequeño, el jefe tiene que ponerse a servir. La autoridad cristiana es un servicio, no un dominio o un honor; excluye los títulos altisonantes de padre, maestro, guía (Mt 23, 8-10) y exige que todos se consideren hermanos.

También la exigencia del amor conyugal fiel hasta las últimas consecuencias, creador de la indisolubilidad de la pareja, tiene que relacionarse con el radicalismo del amor (Mc 10, 2-9). El hombre y la mujer que se unen en matrimonio se comprometen según el designio primitivo de Dios en una relación que acepta al otro totalmente y siempre. En esta exigencia evangélica hay una exigencia inaudita que se le plantea a la libertad y a la fidelidad humana.

Vemos así una vez, en el terreno del amor al prójimo, el rasgo constante del radicalismo. Se proponen ciertas exigencias fuera de lo ordinario, fuera de toda medida. Son exigencias que van hasta tal punto en contra del egoísmo espontáneo del hombre que parecen imposibles. Pero son exigencias que se imponen; no se presentan como consejos facultativos. El que las acepta con obediencia sabe que constituyen un ideal hacia el que hay que tender cada día, en medio de contradicciones y de los conflictos en las relaciones humanas. El amor al prójimo, como dirá Pablo (Rom 13, 8) hace de cada uno de nosotros un deudor insolvente; nunca acabaremos de pagar nuestra deuda. La perfección del amor es como un horizonte que se aleja a medida que se avanza.

El radicalismo en el uso de los bienes

En este punto los textos son más abundantes. Sin embargo, su multiplicidad puede reducirse a dos polos principales: por una parte proclaman que la riqueza es un obstáculo insuperable para la salvación, por otra afirman que hay que deshacerse de los propios bienes para compartirlos con los pobres.

Si los bienes que se poseen nunca son calificados como malos en sí mismos, su designación por parte de Lucas como «mammona de iniquidad» (Lc 16, 9.11), que procede de la injusticia y del hurto (Lc 11, 30), muestra suficientemente la connotación negativa que los acompaña. Son de todas formas fuente de preocupaciones, de apuros (Mt 6, 25-34), un engaño y una seducción (Mc 4, 19), que impiden buscar el reino (Mt 6, 33), responder a la invitación del banquete (Lc 14, 18-20) y servir a Dios (Mt 6, 24); se convierten en un falso tesoro (Mt 6, 19-21). El apoyo que el rico piensa encontrar en las riquezas se muestra frágil y engañoso, ya que no ofrece ninguna garantía contra la muerte (Lc 12, 16-21). En el plano de la salvación, las riquezas constituyen un obstáculo insuperable (el apólogo del camello: Mc 10, 23-Z7); el rico inconsciente se sirve de ellas solamente para sí y por eso es arrojado a un lugar de tormentos, mientras que a sus cinco hermanos les espera la misma suerte (Lc 16, 18-31). Las enseñanzas de Jesús invitan a no preocuparse con ansiedad por esos bienes, aunque sean esenciales para la vida (Mt 6, 24-34); sólo a Dios hay que servir con confianza (Mt 6, 24-25), poniendo el corazón donde está el tesoro verdadero (Mt 6, 21).

Si todos estos textos describen los peligros que presentan los bienes materiales, sólo Lucas refiere algunos ejemplos y palabras que demuestran cómo es posible usar bien de las riquezas. Se trata de los fariseos «amigos del dinero» (Lc 16, 14), que dando limosna (Lc 11, 41) pueden también purificar sus bienes procedentes de robos y malas acciones; está además el administrador astuto que se granjea el favor de los acreedores (Lc 16, 1-9); y Zaqueo, que da a los pobres la mitad de sus bienes y restituye el cuádruple del dinero estafado (Lc 19 1-10), Pero hay que portarse correctamente, como el administrador alabado por su señor (Lc 16, 10-12).

El segundo polo es el tema: «vender los propios bienes». Esta exigencia se expresa enérgicamente en el episodio ejemplar del joven rico (Mc 10, 17-22) y se repite dos veces en Lucas (12, 33; 14, 33). Pero Lucas insiste en la generosidad que debe animar este gesto: hay que dar abundantemente (Lc 6, 30), sin esperar nada en recompensa (Lc 6, 34; 14, 13), como hicieron Zaqueo (Lc 19, 1-10) y la pobre viuda (Le 21, 1-4). Observemos que este desprendimiento guarda siempre relación con la distribución del dinero entre los pobres. Si se renuncia a los propios bienes es para repartir su precio con los pobres (Mc 10, 21), para darlos en limosna (Lc 12, 33). El buen uso de las riquezas es la beneficencia, como demuestra el gesto de Zaqueo. Uno se despoja por amor a los demás y para ayudarles.

En este punto hemos de precisar quiénes son los destinatarios de estas consignas. El relato del hombre rico describe sin ningún género de dudas un caso histórico concreto, pero los evangelistas -incluso Mateo, a pesar del «si quieres ser perfecto» que ya hemos recordado- extienden la invitación a todos los lectores del evangelio. Esto es evidente de manera especial en Lucas, que repite esta orden por dos veces en otros contextos, dirigida a la gente (14, 33) y a los discípulos (12, 33). No hay duda de que para los evangelistas se trata de una exigencia que atañe a todos. Nadie tiene derecho a acumular bienes y conservarlos para sí, cuando otras personas se encuentran en la indigencia.

De este modo el mismo poseer, cuya importancia todos conocemos para la vida del hombre y de su auto-afirmación, queda sometido a la ley del radicalismo. Sin que se indiquen matizaciones casuísticas, se lanza un grito de alarma: ¡ojo a los peligros de los bienes materiales!; ¡su uso razonable es el compartirlos con los que tienen menos! ¡Desconfiad de la riqueza que se enseñorea del hombre! ¡Tened el corazón abierto a las necesidades de los más pobres! ¡Haced todo lo posible para que se consiga la igualdad! Este es precisamente el radicalismo del compartir.

Es verdad que no se dan consignas prácticas para la aplicación a lo concreto; cada época y cada situación histórica requiere un discernimiento particular. En el mundo de hoy, con sus problemas planetarios, la desigualdad entre pobres y ricos, el consumo excesivo en unos sitios y la miseria en otros, ¿qué es lo que hará el discípulo de Jesús? Si el evangelio no le da ninguna receta para resolver los problemas socio-económicos, le siembra sin embargo en el corazón una inquietud permanente: ¿qué actitud tengo frente a los bienes?, ¿no seré esclavo de ellos, a mi pesar? ¿estoy realmente dispuesto a compartir?, ¿qué medios adopto para corresponder a la situación de hoy? Este es el aguijón de estas palabras, que intranquilizan y no permiten al cristiano instalarse en la tranquila posesión de sus bienes.

La dificultad de la empresa

Cierto número de frases de Jesús insisten de manera general en la dureza y en el carácter de ruptura de sus exigencias, invitan a medir su transcendencia y hacen ver el riesgo y el precio de la decisión de seguirlo hasta el fondo.

Por ejemplo, la declaración: «el que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30) indica que no es posible la neutralidad ante Jesús. Hay que escoger: mantenerse a distancia, suspender la propia decisión no es neutralidad, sino otra opción. El que no se compromete con Jesús está de hecho contra él. Aunque otra frase: «el que no está contra nosotros está con nosotros» (Mc 9, 40) invita a matizar el carácter áspero de la primera, ésta sigue siendo una llamada urgente a escoger, a comprometerse totalmente.

Las otras palabras, entre las más duras, pueden agruparse todas ellas en torno a la puesta en juego y el precio de la opción.

Optar por Jesús significa emprender un camino en el que no nos aguarda «la paz, sino la espada» (Mt 10, 34-36). El discípulo tiene que saber que la palabra de Jesús no es un calmante, sino un fuego; tiene que saber que caminar tras sus pasos provoca desgarrones, conflictos, divisiones. Se necesita coraje, se necesita una fuerza que es casi violencia, ya que son «los violentos los que se apoderan del reino de Dios» (Mt 11, 12). Abrirse al Reino, acogerlo, requiere del hombre un esfuerzo inaudito; sólo las personas decididas a todo, las personas que no frenan la tensión de su deseo, pueden apoderarse de él. El Reino sólo se concede a este precio. En efecto, la apuesta es tan grande -va en ella la verdadera vida del hombre- que, cuando se presenta el caso, hay que sacrificar los miembros más esenciales del cuerpo, «cortarse la mano o el pie, arrancarse el ojo, antes que ser echados a la gehenna» (Mc 9, 43-47). La imagen de la puerta estrecha y el camino angosto (Lc 13, 23-24) va en este mismo sentido: es difícil la entrada en el Reino. Para pasar por una puerta estrecha en donde además se amontona la gente, hay que luchar, dar codazos para poder colarse. Sólo lo consiguen los más fuertes. Es que si «los llamados son muchos, los elegidos son pocos» (Mt 22, 14). La llamada de Dios generosa y universal, ciertamente, pero el hombre puede responder con la negativa o con la indiferencia. Así pues, ésta es una palabra que pone en guardia y que interpela: se le exige un gran esfuerzo al que desea entrar en el Reino y formar parte de los elegidos. La llamada amplia no es más que un preliminar; la respuesta lo es todo, y no es cosa que resulte fácil. Por eso, antes de comprometerse hay que conocer el precio que hay que pagar o, como dice una parábola de Lucas (14, 28-32), calcular el gasto y los medios. Lo que se le exige al discípulo va más allá de las normas humanas ordinarias. Hay que pensárselo bien, hay que ver si está uno realmente dispuesto a todo, ver si se tienen los medios necesarios para ello. Las exigencias del camino en seguimiento de Jesús no deben tomarse a la ligera; ¡son exigencias que lo piden todo! Si uno está dispuesto a darlo todo, entonces puede comprometerse. Pero hay que tener en cuenta el precio que hay que pagar.

Si los textos citados no dan ninguna consigna concreta o práctica de acción, todos ellos subrayan sin embargo la gravedad de la opción cuando se trata de ponerse a seguir a Jesús. Pueden servir de conclusión a la colección de palabras radicales de Jesús que acabamos de presentar. La vida a la que llama Jesús no es un camino fácil y cómodo. En este camino hay algo de forzado, de dramático; lo que se le exige al hombre parece estar por encima de sus fuerzas y efectivamente lo está. Si sólo existieran estas exigencias, tal como aquí se expresan, estaríamos condenados al fracaso y a la desesperación, ya que superan realmente la medida humana. Veremos sin embargo que no es así, ya que la exigencia va precedida del don y de la gracia. Pero esto no le quita nada a la gravedad del radicalismo. Es que lo que se apuesta es la vida del hombre, su realización plena, y no ha de sorprendernos este riesgo si penetramos en una dimensión en la que se juega el destino del hombre y su relación con Dios. Y cuando se trata de esto, las cosas son muy serias.

3. Radicalismo y perfección de la vida cristiana

Como ya hemos visto, cuando se hablaba de la santidad y de su manifestación plena se utilizaba la categoría de los consejos. Hemos demostrado que esta categoría no podía ya utilizarse y hemos intentado presentar otro tipo de aproximación, la del radicalismo evangélico. En esta última parte que cerrará nuestra reflexión nos queda por señalar cuáles son las relaciones de este radicalismo, cuyos ejes esenciales hemos dibujado, con la vida espiritual y su dinamismo de perfección.

El don precede a la exigencia y la hace posible

Al subrayar los rasgos maduros, ásperos, del radicalismo, hemos insistido en la exigencia absoluta e inagotable que se impone al creyente. Si nos detuviéramos aquí, ¿seguiría el evangelio siendo una suena noticia?, ¿no sería más bien, en definitiva, una ley imposible de practicar?

Por consiguiente, es importante repetir con energía lo que ya hemos insinuado varias veces. Antes de toda exigencia está el don gratuito de Dios, la llegada de su amor que salva. El anuncio evangélico se abre con la proclamación del reino de Dios que está ya presente (Mc 1, 15), lo cual significa que Dios, con su poder soberano, viene a través de la mediación de Jesús «a visitar y redimir a su pueblo» (Lc 1, 68). Crea una situación nueva en la que el hombre es acogido y amado y en la que queda transformado su corazón. Por eso precisamente resulta posible y hasta necesaria la metanoia, la conversión o cambio radical a la que el hombre está llamado (Mc 1, 15). Frente al don de Dios, su plenitud, su extraordinaria atracción -se trata realmente del Amor personal que dirige hacia el hombre su rostro encendido-, el corazón del hombre se ve dulcemente atraído en su libertad; ¿cómo podría resistir? Lo mismo ha de decirse de la revelación de Jesús; cuando él manifiesta al hombre su misterio de salvación, misterio de amor que llega hasta la muerte y cuando es acogido en la fe, Jesús puede pedírselo todo al hombre, ya que lo que él le da es siempre infinitamente mayor que lo que le pide en cambio.

El radicalismo no agota la vida cristiana

Se habrá observado que el radicalismo se basa sobre todo en los textos sinópticos. Esto significa que las perspectivas de Juan y de Pablo, que presentan también la plenitud de la vida cristiana en todas sus exigencias, no son las mismas. Juan expresará un radicalismo de fe y de amor; para él, tanto en el evangelio como en sus otros escritos, todo se reduce a la fe en Dios y en Jesús y al mandamiento nuevo de amor al prójimo. Pablo pone en el centro de su mensaje la justificación mediante la fe y la vida nueva en el Espíritu del Señor resucitado. Entre estos temas y el radicalismo de los sinópticos hay dos puntos en común: el radicalismo del amor presentado de otro modo por Juan es el mismo en sustancia que el de los sinópticos; la no-pretensión y la salvación mediante la fe en Pablo afirman la misma verdad. De todas formas sigue en pie el hecho de que, incluso en los sinópticos el radicalismo, eco de la predicación de Jesús, no expresa más que un aspecto de su enseñanza global.

No es ciertamente la expresión dura, el aguijón duro. Pero tampoco agota la enseñanza ni tampoco -al menos no siempre es así- supone el punto más importante. Erraría quien pensase que en la enseñanza evangélica hay un fondo común poco exigente y válido para todos, al que vendrían a añadirse en determinadas circunstancia o para determinadas personas unas exigencias radicales. De hecho es este fondo, del que no hemos hablado, el que presenta la exigencia más difícil. Convertirse, reorientarse de arriba abajo, acoger plenamente el mensaje de Cristo, «creer el evangelio» (Mc 1, 15), mantenerse fieles a una oración incesante, buscar el descubrimiento del secreto de Jesús que se revela dramáticamente a través del escándalo de la oposición, del sufrimiento y de la muerte: ésta es la exigencia de base.

Las palabras radicales no hacen más que condensar en fórmulas lapidarias e intransigentes lo que está ya inscrito en la metanoia (conversión) y en el mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y al prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 30-31). Son proyecciones hacia fuera de una exigencia tan total que arrebata toda la vida y lleva al hombre más allá de sí mismo, de su vida y de su muerte. Esta exigencia de convertirse, de creer y amar, de orar, de velar, puede parecer que es una cosa lógica. De hecho es tan «radical», por ser la raíz misma de todas las exigencias, que sin ella todas éstas carecerían de sentido. Así pues, al subrayar como hemos hecho las palabras radicales, no queremos olvidarnos de que presuponen un trasfondo que, en cierto sentido, es aún más importante que ellas.

El radicalismo y el dinamismo de la perfección

Lo que caracteriza a las expresiones radicales es que siguen estando abiertas y que son inagotables. No pueden ni deben tomarse al pie de la letra, pero tampoco reducirse a meras hipérboles y paradojas literarias. Es imposible trasladarlas a leyes precisas que sean posible observar escrupulosamente. No podemos hacer con ellas una legislación, pero tampoco podemos echarlas por la borda. Siguen siendo continuamente como un puñal clavado en la carne, como un grito que impide dormir.

He aquí por qué, a mi juicio, recurrir a la categoría «radicalismo» puede desempeñar una función fundamental en el camino hacia la perfección, con tal que se evite el atolladero del esquema de los consejos. Lo mismo que los «consejos», el radicalismo abre un camino a la libertad, a la iniciativa, al discernimiento creativo. Pero a diferencia de los consejos, el radicalismo no dice nunca de modo unívoco y preciso que hay que hacer esto o aquello. Interpela, suscita la atención, inquieta. Nunca puede decirse que se haya dado la respuesta o que se haya recorrido el camino. Siempre queda algo más, siempre hay un más allá. «Cuando hayáis hecho todo lo que se os ,ordena, decid: somos siervos inútiles» (Lc 17, 10). Así es cómo la palabra de Jesús, por su imprecisión y por su densidad en cierto modo poética, tiene siempre un papel perturbador.

Añadamos que, en contra de lo que enseña la doctrina de los consejos, el radicalismo evangélico se impone a todos los que escuchan a Jesús y a todos los que leen su evangelio; no es facultativo. Si se exceptúa el celibato, presentado como un carisma reservado a algunos solamente, todas las consignas radicales se refieren a todos los hombres. Por tanto, no hay un doble camino ni hay dos clases de cristianos. Todos están llamados a una superación continua, a un camino que nunca se detiene. Nadie puede decir que esto no le afecta, como tampoco puede decir nadie honradamente que vive de forma plena las exigencias radicales. Son exigencias insaciables, que nunca dicen basta. Son inagotables y siempre dejan asomar nuevas exigencias.

Por consiguiente, el radicalismo constituye un estímulo en la búsqueda de algo más y de algo mejor; no le permite nunca al hombre contentarse con el deber cumplido, ya que se trata de un deber que no tiene contornos que puedan delimitarse y por tanto llenarse por completo. Efectivamente, se trata en definitiva de entrar en una relación de amor en la que no hay ninguna ley que tenga ya un valor.

El radicalismo y la vida cristiana hoy

Todo lo que llevamos dicho ha mostrado con claridad que el radicalismo no es algo reservado a una categoría de cristianos, los religiosos, aunque es evidente que su vida y su compromiso tampoco tienen ningún sentido sin él. Por el contrario, es verdad que al abandonar el esquema de los consejos, como no bien fundamentado, como demasiado estrecho y reductivo, a los religiosos les interesa referirse, tal como les invitan a hacerlo sus textos fundadores, a la totalidad del evangelio y a su expresión radical.

Pero si es válido todo lo que hemos ido diciendo en estas páginas, el radicalismo interpela en la actualidad, hoy como siempre, a todos los creyentes cristianos. Como ya hemos indicado, la llamada radical se articula en torno a estos cinco polos: caminar en seguimiento de Jesús, la no-pretensión el amor al prójimo, la actitud ante los bienes, la enormidad de las exigencias. Pues bien, está claro que los tiempos en que vivimos nos invitan a todos a centrarnos en estos puntos.

La fe en Jesús, carente de vigor, sospechosa o criticada, necesita despertarse de nuevo en cada uno. En una época en la que se ven sacudidas tantas certezas, incluso en el terreno de la fe, es necesario arraigarse con solidez en la persona de Jesús y en su misterio. Un conocimiento íntimo, familiar, un estar-con-Jesús permanente es un requisito para el creyente de hoy, sobre todo si está comprometido en la vida del mundo y de la iglesia. Lo mismo que Pedro en las orillas del lago, también él se siente preguntado por tres veces sobre su amor a Jesús: «¿Me amas?» (Jn 21, 15-17). ¿Cómo responder a esta pregunta? La verdad es que todas las exigencias del radicalismo del seguimiento de Jesús se reducen a esta única cuestión: ¿Qué lugar ocupa exactamente su persona en una existencia humana? ¿Hay para el cristiano una cuestión más urgente y actual?.

En cuanto a la no-pretensión, lo que ella presupone choca violentamente con la auto-afirmación y con la auto-suficiencia del hombre que tanto se proclama en nuestros días. Pero ¿quién no ve, por otro lado, hasta qué punto el hombre moderno es consciente de su fragilidad, diría que de su propia nada, y cuántas voces se levantan para proclamar su muerte? Pocas personas creen de verdad que el hombre pueda bastarse a sí mismo y que pueda salvarse con sus propias fuerzas. La no-pretensión invita a entregarse uno a sí mismo al cariño misericordioso de Dios, incluso y sobre todo cuando el hombre duda de su propio valor y de su propia dignidad, ya que tanto el uno como la otra encuentran en él su fundamento.

La proclamación del radicalismo del amor, aceptación de la alteridad y de la diferencia, voluntad de apoyo y de perdón, exigencia del orden fraternal comunitario, son también hoy más actuales que nunca. Un mundo al mismo tiempo despersonalizado, injusto, en el que todo se ve con demasiada frecuencia en función de las estructuras y de las instituciones, tiene necesidad de la presencia del amor simplemente vuelto hacia el otro, en el respeto, en la acogida, en la benevolencia. Ya hemos visto cuánto heroísmo hay en una actitud semejante. Si es verdad que no logra resolver todos los problemas de la humanidad de nuestros días, constituye ciertamente el fundamento absoluto de toda aproximación que conserve al hombre en su valor único.

La actitud evangélica respecto a los bienes plantea cuestiones muy serias al hombre de nuestra sociedad del consumo. El mito de un nivel de vida en continuo crecimiento necesita ser contestado, ya que es ciertamente seguro que la abundancia no garantiza la verdadera felicidad del hombre. Aprender a vivir con sobriedad, contentarse con poco, tratar los bienes de este mundo con reserva y espíritu de desprendimiento, reaccionar y protestar -mediante un uso modesto más que con palabras- contra las necesidades artificiales y el consumo excesivo, a eso es a lo que está llamado hoy el discípulo de Cristo.

Por lo demás, frente al desnivel cada vez mayor entre los que viven en la abundancia y los que carecen de lo necesario -que son la mayor parte de la humanidad de hoy-, ¿cómo podría tenerse la conciencia tranquila más que compartiendo lo que se posee y sobre todo trabajando, según las posibilidades de cada uno, por la liberación de los pobres, por su acceso a la dignidad? También aquí la palabra de Jesús nos alerta, nos inquieta y nos impulsa a inventar soluciones.

Finalmente, el último eje del radicalismo hace ver cómo la opción cristiana no es un camino fácil. El que quiera caminar en serio tras Jesús tiene que aguardar la contradicción, el rechazo por parte de los demás; tiene que concentrar todas sus fuerzas para cobrar aliento cada día, ya que la vida cristiana es lucha y no descanso.

Hemos recorrido un camino que nos ha llevado de los consejos al radicalismo evangélico. Las dos perspectivas tienen en cuenta la misma cuestión: cómo tender a la perfección de la vida cristiana. Pero mientras que la primera, a pesar de proponer el objetivo único de la caridad perfecta, añadía a él como opción facultativa los consejos que facilitaban su consecución, la segunda se niega a aceptar una división semejante. La primera distingue entre los preceptos que se presentan como obligatorios y los consejos que se dirigen a la libertad; la segunda indica exigencias válidas para todos, abiertas, que el hombre no realiza nunca plenamente.

El camino de los consejos se fijó muy pronto en torno a tres polos; el del radicalismo, constituido por un gran número de exigencias dificiles de clasificar, abarca todo el espectro de la vida cristiana. Por un lado tenemos una concepción que podríamos llamar en términos bergsonianos cerrada; la otra sigue estando abierta. Si la primera parece de hecho reservar la perfección a un grupo particular, la segunda se dirige a cada uno de los creyentes cristianos y lo introduce en un camino que no conoce final, lo mismo que tampoco conoce medida el amor, del que se trata en definitiva en nuestro caso.