5ª PARTE

Temas finales

 

1. La glorificación de Dios

2. Las edades espirituales

3. El final de esta vida

 

1. La glorificación de Dios

AA.VV., Gloire de Dieu, DSp IV (1967) 421-487; Z. Alszeghy-M. Flick, Gloria Dei, «Gregorianum» 36 (1955) 361-390; R. Baracaldo, La gloria de Dios según S. Pablo, Madrid, COCULSA 1964; J. Dan, Shekhinah, en Encyclopædia Judaica, 14, N.York, Macmillan 1971, 1349-1354; G. von Rad, doxa, KITTEL II, 240-245/II, 1357-1370.

Catecismo, todo tiene su fin en la gloria de Dios (293-294, 2804-2827).

Gloria de Dios y santidad del hombre

«El mundo ha sido creado para la gloria de Dios», enseña el Vaticano I (Dz 3025). Ese es -y ciertamente no puede ser otro- el fin supremo de este cosmos antiguo, inmenso y misterioso. El Señor eterno, en cinco días, hizo nacer todo a la existencia, y en el día sexto, creando al hombre, coronó su obra creativa. Creó al hombre a su imagen, es decir, le dio inteligencia y voluntad, capacidad de conocer y de amar. Así le hizo señor de las demás criaturas, y le constituyó sacerdote suyo en medio de la creación. En efecto, «el Señor formó al hombre de la tierra, y le hizo según su propia imagen. Le dio lengua, ojos y oídos, y un corazón inteligente. Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, para que alabara su Nombre Santo. Y sus ojos vieron la grandeza de su gloria» (Sir 17,1-13).

La santidad del hombre, la plena realización de su ser y de su vocación, está en conocer y amar a Dios. Y la gloria de Dios en este mundo se cumple en la medida en que el hombre le conoce y le ama. En efecto, la gloria de Dios es el mismo ser divino -vida y belleza, bondad y potencia- en cuanto que se manifiesta y comunica a las criaturas. San Agustín definía la gloria divina como «conocimiento claro con alabanza» (clara cum laude notitia: ML 42,770). Según esto podemos afirmar que la santificación del hombre coincide con la glorificación de Dios en este mundo. Y que el hombre ha de buscar en el Santo la santidad principalmente para la gloria de Dios.

Pecado, soteriología y doxología

Pues bien, desde el principio, los hombres pecaron y no dieron gloria a Dios, frustrando así el sentido más profundo de sus vidas, que está en conocer, amar al Señor y unirse a él por la obediencia, cantando su gloria. Y entonces, todos los males del mundo -injusticia, malicia, avaricia, mentira, violencia, lujuria- hicieron a los hombres indeciblemente miserables, «por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible... trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,18-32).

¿Cómo podrá el hombre ahora salvar su vida en este mundo y en el futuro? ¿Dónde está la salvación de la humanidad, entregada siglo tras siglo a males tan abominables? ¿Podrá salvarse el hombre él mismo, sin Dios? ¿Podrá hallar curación de su enfermedad en los mismos hombres: médicos, científicos, psicólogos, políticos?... El Evangelio de Jesús nos asegura que la salvación del hombre (soteriología) se halla en la glorificación de Dios (doxología). (Recordaremos la etimología: soter, salvador; sotería, salvación; doxa, gloria). El hombre sólo puede salvarse cumpliendo su naturaleza profunda, por la que está destinado a conocer y amar a Dios con todas las fuerzas de su mente y de su corazón.

Según esto, siendo Cristo el santificador del hombre, es el glorificador de Dios en este mundo. Comunicando al hombre su Espíritu, le ha dado la fe y la caridad, es decir, le ha dado una potencia sobrenatural para conocer y amar a Dios. Así es como el hombre es santificado, y así Dios es glorificado de nuevo en este mundo con una gloria perfecta. La naturaleza se ha salvado en la gracia de Cristo: «Dios que [en el Génesis] dijo: «Brille la luz del seno de las tinieblas», es el que ha hecho brillar [en el Evangelio] la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).

La gloria de Dios en Israel

Dios habita en su gloria inaccesible. Su majestad es tan grande que en su presencia los ángeles se cubren el rostro con las alas (Is 6,2), y los hombres no pueden verlo sin morir (Ex 3,6; Dt 4,33; Jue 6,23; 13,22)

Sin embargo, con todo cuidado, gradualmente, Yavé muestra su gloria a Israel. Lo hace primero a algunos hombres elegidos, como Moisés, en quienes enciende el deseo de contemplarle: «Moisés dijo: Muéstrame tu gloria». Y Yavé se muestra veladamente: «Me verás las espaldas, pero mi rostro no lo verás» (Ex 33,18-23). Más tarde, todo el pueblo va teniendo acceso a la gloriosa experiencia de Dios, el Dios único, Creador del cielo y de la tierra. «Ver la gloria de Dios» significa en la Biblia experimentar su divina potencia salvadora: Israel ve la gloria de Dios en la nube, el fuego, el arca, el paso del Mar Rojo (14,17-18), el pan milagroso del desierto (16,7).

Por otra parte, Yavé glorifica a Israel mostrándole su gloria. La gloria divina marca su huella en Moisés, cuya «faz se había hecho radiante desde que había estado hablando con Yavé» (Ex 34,29. 35). El salmista quiere que todos, de modo semejante, se vean glorificados por la visión del Señor: «Contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). Ningún pueblo ha recibido el honor de una tan formidable Revelación divina: «¿Qué pueblo ha oído la voz de su Dios hablándole en medio del fuego, como lo has oído tú, quedando con vida?» (Dt 4,32-34). «En todas las cosas, Señor, engrandeces a tu pueblo y lo glorificas» (Sab 19,20).

A su vez, la vocación de Israel es glorificar a Dios entre las naciones. Realmente los hijos de Abrahan son «un pueblo singular entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 14,2; +26,18). Su destino en la historia es procurar en el mundo el honor de Dios: «El pueblo que será creado alabará al Señor» (Sal 101,19). Para eso fue sacado Israel de Egipto, para que viviendo bajo leyes divinas, no egipcias (Lev 18,3), ofreciera un culto religioso verdadero, libre de errores e impurezas (Ex 3,12-18; 12,31), y de este modo fuera un pueblo Santo y sacerdotal, consagrado totalmente al Creador único (Ley 11,45; 20,26; Dt 7,6). Yavé dirá de Israel: «Mi elegido, mi pueblo que hice para mí, que cantará mis alabanzas» (Is 43,21; +43,7; 44,21), es la «obra de mis manos, para manifestar mi gloria» (60,21).

La glorificación de Yavé es el centro de la espiritualidad judía. Por la Revelación de los patriarcas y profetas, Israel recibe de Dios un conocimiento nuevo del misterio divino, y de ahí un amor nuevo, que enciende a su vez una nueva glorificación religiosa: «Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su Nombre, proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones» (Sal 95,1-3; +97; 149; Is 42,10s; Jdt 16,1s; Ap 14,3). Israel debe empeñarse en que todos los pueblos alaben al Señor, al único Dios verdadero (Sal 67). Ha de recordar siempre las maravillas de su poder, y en sus angustias ha de acudir siempre al Señor, para que él muestre su gloria, sea perdonando a su pueblo (Is 49,13s; 52,6s), sea castigando a los enemigos (Dan 3,44-45).

Éste es el espíritu doxológico que se ha de expresar en danzas, fiestas y sacrificios (Lev 7,11s; 22,17s; Dt 12,6. 17), y especialmente en los bellísimos salmos de alabanza (8, 18, 28, 32, 103, 104, 110, 112, 116, 134, 135, 144-148, 150), de acción de gracias individual (9a, 17, 21b, 22, 29, 31, 33, 39a, 40, 62, 65, 91, 93b, 102, 106, 114, 115, 117, 137) y de acción da gracias nacional (45, 47, 64, 66, 75, 123). Así pues, misión de Israel es contar a las naciones las grandes obras de Yavé, Dios único: «Dad gracias al Señor, invocad su Nombre, dad a conocer sus hazañas a los pueblos; cantadle al son de instrumentos, hablad de sus maravillas; gloriáos de su Nombre Santo, que se alegren los que buscan al Señor» (Sal 104,1-3). Más aún, toda la creación ha de ser encendida por Israel en la glorificación de Dios: «Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan, aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor que llega para regir la tierra» (Sal 97,7-8).

Israel conoce, sin embargo, que su glorificación de Dios es imperfecta. Necesitaría una mayor efusión del Espíritu divino para alcanzar la «adoración en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Y lo más terrible es que con sus innumerables pecados oscurece la gloria del Santo hasta extremos abominables: «En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron Su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 105,19-20; +Is 2,8).

Por eso el Israel espiritual desea y espera tiempos nuevos de plenitud religiosa, en los que el Señor sea gorificado como se merece. Los profetas anuncian estos tiempos. Uno de ellos ve «la apariencia de la imagen de la gloria de Yavé» que viene a manifestarse en «una figura semejante a un hombre» (Ez 1,26. 28; +Dan 7,13-14). Otro prevé la figura misteriosa de un Siervo de Yavé, en cuya total humillación se dará la universal glorificación de Dios (Is 53). A este Salvador le dirá Yavé: «Tú eres mi Siervo; en ti seré glorificado» (49,3).

La gloria de Dios en Jesucristo

«El Padre de la gloria» se reveló al mundo en Jesucristo (Ef 1,17), que es «el esplendor de su gloria» (Heb 1,3), «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero». En efecto, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

En Cristo la gloria de Dios está a un tiempo revelada y velada. La gloria de Dios se revela en la santidad de Cristo, en su bondad misericordiosa, en su palabra, en sus milagros («manifestó su gloria», Jn 2,11), y en algunos momentos de su vida, como en el bautismo (Mt 3,16-17) o en la transfiguración, «mientras oraba» (17,2; Lc 9,29). Pero la humilde corporalidad de Jesús, su pobreza, y sobre todo su pasión, es decir, su completa pasibilidad ante la persecución, el dolor y la muerte, velan la gloria divina en Cristo («si eres Hijo de Dios, baja de esa cruz», Mt 27,40). Y es que Cristo, en su vida mortal, «no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango», humillándose en la condición humana hasta la muerte (Flp 2,6-8). Aún no había llegado la hora en que el Hijo del Hombre fuera glorificado (Jn 7,39; 12,23).

Jesucristo es el glorificador del Padre. Ésa es su misión en el mundo, la causa de su encarnación, de su obediencia, de su predicación y de su cruz: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese. Yo he manifestado tu Nombre a los hombres que de este mundo me has dado» (Jn 17,4-6).

En la humillación del Hijo se cumple la glorificación del Padre. Pero también se inicia, ya en la cruz, la glorificación de Cristo. «¿No era necesario que el Mesías padeciese esto y así entrara en su gloria?» (Lc 24,26). En efecto, cuando «crucificaron al Señor de la gloria» (1 Cor 2,8), fue su hora, y alzado en lo alto, atrajo a todos hacia sí (Jn 8,28; 12,32; Is 53,10-12). En la cruz precisamente es donde se consumó su victoria sobre pecado, muerte y Demonio, y por eso ahora, «resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre» (Rm 6,4), es «coronado de gloria y honor, por haber padecido la muerte» (Heb 2,9).

El Espíritu Santo es el glorificador del Hijo, según este mismo lo declaró: «El me glorificará» (Jn 16,14). Y el Espíritu Santo glorifica al Hijo en la Iglesia, por su liturgia, por la santidad de los fieles, por la predicación del ministerio apostólico. Sin embargo, aunque Cristo ya ha resucitado y es el Señor de todo (Pantocrator), «al presente no vemos aún que todo le esté sometido» (Heb 2,8), y es que todavía «corren días malos» (Ef 5,16).

Aún hay muchos hombres que no glorifican a Cristo, sino que, en una u otra forma, dan culto a la Bestia, que les ha seducido (Ap 13,3-4). Pero al fin de los tiempos, todos «verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes con gran poder y majestad» (Mc 13,26; +Dan 7,13-14), y Cristo vencerá para siempre a la Bestia y a sus admiradores (Ap 19,20; 20,9-10). Mientras tanto, vivamos santamente en este mundo «con la bienaventurada esperanza puesta en la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tit 2,12-13).

La gloria de Dios en la Iglesia

Cristo celestial glorifica a la Iglesia, su Esposa, revistiéndola amorosamente con su gracia. En la última Cena, orando al Padre, dice Jesús: «Yo he sido glorificado en ellos. Yo les he dado la gloria que tú me diste» (Jn 17,10. 22). «Yo glorificaré la Casa de mi gloria» (Is 60,7). En efecto, el nombre de Jesús es glorificado en nosotros, sus fieles, y nosotros somos glorificados en él (2 Tes 1,12). «Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18; +1,20; 2 Tes 2,14).

La gloria de Cristo resucitado resplandece en la Iglesia por la luminosidad permanente de su Palabra, por la santidad inalterable de sus sacramentos, por la fuerza santificante de su gracia, que en todos los siglos da frutos patentes de perfección evangélica en hombres y mujeres de toda condición.

La santidad de los hombres es la gloria de Dios en este mundo. Y así Dios, en Cristo, procura «a la vez Su gloria y nuestra felicidad» (AG 2b). San Ireneo lo explica claramente: «quienes se hallan en la luz, no son ellos los que iluminan la luz, sino ésta la que los ilumina a ellos. Dios concede la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que le siguen y sirven, sin percibir por ello beneficio ninguno de parte de ellos, pues él es rico, perfecto y sin indigencia alguna. Dios requiere de los hombres que le sirvan, para beneficiar a los que perseveran en su servicio. Y en esto consiste precisamente la gloria del hombre en perseverar y permanecer al servicio de Dios. Por esta razón decía el Señor a sus discípulos: «No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, soy yo quien os he elegido», dando a entender que no le glorificaban al seguirle, sino que por seguir al Hijo de Dios, era éste quien los glorificaba a ellos» (SChr 100,539-541).

La gloria de los santos de Cristo, ya en este mundo, resulta a veces visible, como dice Guillermo de San Teodorico: «El alma adornada por el espíritu de sabiduría, ama la justicia y odia la iniquidad, y es ungida por Dios -como Cristo, de quien se hace partícipe- con el óleo de la alegría: a todos agrada, por todos es amada. Estas almas, en la santidad de su vida, en la glorificación del hombre interior, en la contemplación y gozo de la divinidad, parecen pregustar las bienaventuranzas de la vida futura, y vivir iniciadas ya en ella; y hasta esa glorificación de los cuerpos, que allí poseerán plenamente, parecen recibirla aquí de algún modo: hasta sus sentidos tienen una gracia nueva y como espiritual; la expresión del rostro, la disposición del cuerpo, la belleza de sus vidas, costumbres y actos... Realmente inician ya aquí la gloria futura de los cuerpos, con esa pureza de conciencia y esa gracia en el trato» (ML 184,405-406).

Sin embargo, aunque «ya ahora somos hijos de Dios, aún no se a manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando [Cristo] aparezca, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2; +Col 3,4). Si la gloria divina en Cristo estaba velada por su condición humana, por la misma razón está también velada en los cristianos, miembros de su Cuerpo; por la misma razón, pero también por otra: el pecado, inexistente en Cristo, oscurece en los cristianos el resplandor de la gloria. Por eso el Señor exhorta a sus discípulos: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16). En todo caso, sabemos con la certeza de la fe que al final de los siglos, pasado ya el tiempo de la prueba, la Santa Iglesia aparecerá «gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5,27), «ataviada como una esposa que se engalana para su esposo» (Ap 21,2).

El fin de la Iglesia es la glorificación de Dios. Mientras vuelve Cristo, y luego en la eternidad, los cristianos somos conscientes de que hemos sido elegidos «para que unánimes, a una sola voz, glorifiquemos a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 15,6). En efecto, hemos sido constituidos «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para proclamar el poder del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Cristo nos ha dado el conocimiento de la fe (clara notitia) para encendernos el corazón en el ardor de la caridad (cum laude).

San Basilio, en sus Reglas largas, dice que «la vida del cristiano es unidimensional (monotropos), tiene un solo fin: la gloria de Dios, pues «ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, debéis hacerlo todo para la gloria de Dios», según dice San Pablo, portavoz de Cristo (1 Cor 10,31). Por el contrario, la razón vital de los mundanos es pluridireccional (politropos): según las circunstancias, se diversifica para agradar a las personas que se encuentran» (MG 31,973). La glorificación de Dios ha de ser para el cristiano lo primero, lo único necesario (Mt 6,33; Lc 10,41): «A él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén» (Ef 3,21).

La recta intención

En uno de sus escritos, Charles Peguy pregunta a tres picapedreros, ocupados en la construcción de una catedral, qué están haciendo. Uno dice «pico piedra», otro contesta «me gano el pan», y el tercero responde «construyo una catedral». La respuesta plena sería: «Edifico esta catedral para gloria de Cristo y para santificación mía y de mis hermanos». Las cosas se pueden hacer por fines muy diversos, de los que no siempre somos conscientes. Respice finem, decían los latinos. Al caminar es preciso no perder nunca de vista la meta, el fin. Mirando el fin se acrecientan las fuerzas, y se asegura la prudencia de los medios que se van poniendo.

La espiritualidad cristiana cuida siempre la rectitud de intención. «La luz del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es puro, tu cuerpo entero estará iluminado. Pero si tu ojo es malo, tu cuerpo entero estará sombrío» (Mt 6,22-23). Siempre hemos de estar atentos a que toda nuestra vida esté orientada a la gloria de Dios. El peligro de amar más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (Jn 12,43) es real, es una tentación permanente. Hasta las mejores obras de oración, ayuno o limosna, podemos hacerlas para ser vistos por los hombres (Mt 6,1. 5. 16). Erraremos el camino y perderemos el premio si andamos buscando el favor de los hombres más que el favor de Dios (Gál 1,10; 1 Tes 2,4).

Como enseña San Ignacio, el principio y fundamento de la vida cristiana es reconocer, con todas sus consecuencias, que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ella le impiden» (Ejercicios 23).

«En toda buena elección -sigue diciendo San Ignacio-, en cuanto está de nuestra parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple, mirando sólamente para qué soy creado, a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi alma. Y así cualquier cosa que yo eligiere, debe ser a que me ayude para el fin para el que soy creado, no ordenando ni trayendo el fin al medio, sino el medio al fin. Así acaece que muchos eligen primero casarse, que es medio, y secundariamente servir a Dios nuestro Señor en el casamiento, el cual servir a Dios es fin. Así mismo hay otros que primero quieren tener beneficios [clericales] y después servir a Dios en ellos. De manera que éstos no van derechos a Dios, sino que quieren que Dios venga derecho a sus afecciones desordenadas, y, por consiguiente, hacen del fin medio y del medio fin; lo que habían de tomar primero toman último. Porque primero hemos de poner por objeto querer servir a Dios, que es el fin, y secundariamente tomar beneficio o casarme, si más me conviene, que es el medio para el fin. Y ninguna cosa me debe mover a tomar tales medios o a privarme de ellos, sino sólo el servicio y alabanza de Dios nuestro Señor y la salud eterna de mi alma» (Ejercicios 169; +170-189).

La intención recta siempre ha de procurarse y nunca debe darse por supuesta. Para ello hay prácticas espirituales que pueden ser de gran ayuda: el examen de conciencia diario o frecuente, el ofrecimiento de obras, la confesión frecuente, la dirección espiritual, y por supuesto la oración, tanto la de petición, como la de trato amistoso con el Señor, pues justamente en esta relación íntima con el que es la Luz, se va aclarando nuestra vida, y se van disipando los engaños y las trampas.

Por lo demás, en esto como en todo, es la caridad la fuerza que más eficazmente nos lleva derechos hacia Dios. El amor fuerte verdadero, a veces sin saber cómo, acierta infaliblemente con el camino más corto para llegar al Amado. Nada ni nadie puede engañarle. «El cuerpo por su peso tiende a su lugar», decía San Agustín; pues bien, «mi peso es mi amor; él me lleva dondequiera que vaya» (pondus meus amor meus; eo feror, quocumque feror: Confesiones XIII,9,10). «Ama y haz lo que quieres» (dilige et quod vis fac: ML 35,2033; +STh II-II,184,1).

La verificación de fines, hecha a la luz de la fe y en la oración, ha de ayudarnos a formar y mantener la intención recta. Debemos ser muy conscientes de que una misma acción puede ser realizada por fines diversos, y de que incluso estos fines pueden ir cambiando con el tiempo. Así, por ejemplo, un joven se inscribe en los cursillos de un gimnasio para tener ocasión de salir de casa; allí se va interesando por la gimnasia, de modo que luego asiste para mantenerse en forma; pero más tarde se aburre de tanto ejercicio, aunque sigue acudiendo para verse con una muchacha que le gusta; etc., etc. Una misma actividad puede verse motivada por fines diversos, simultáneos, cambiantes, principales o secundarios, buenos o malos, verdaderos o falsos, conscientes o inconscientes. Todos los psicólogos conocen perfectamente estos procesos, y saben bien que las personas muchas veces ignoramos los fines reales de nuestros actos e incluso de nuestras costumbres. Pues bien, la recta intención exige verificar, hacer verdaderos los fines de nuestra vida.

1. -Fines verdaderos y fines engañosos. ¿Haces este donativo por verdadero amor al prójimo o por quedar bien ante tales personas? ¿Vas a la oración para que te vean o para ver a Dios?...

2. -Fines objetivos y fines subjetivos. El fin objetivo, por ejemplo, del estudio es ir creciendo en la ciencia, acercarse a Dios, hacerse más útil a los hombres. ¿Coincide con esto el fin subjetivo de tu estudio, o estudias por amor propio, para pasar de curso, ganar dinero pronto, y poder independizarte?...

3. -Fin principal y fines secundarios. ¿Hago este largo y costoso viaje con un sentido espiritual de peregrinación o lo principal es hacer turismo, conocer nuevos países, presumir de ello después?... La rectitud de intención exige verificación de fines, y eventualmente hace necesario, cuando una acción debe proseguirse, rectificar la intención, es decir, purificarla de motivaciones malas, falsas o parásitas, para reorientarla hacia fines más altos y verdaderos. Cuando la acción de un cristiano no se alza a la gloria de Dios y a la santidad, es una acción mala o al menos es deficitaria: no alcanza el nivel de calidad debido.

La gloria de Dios en la vida ordinaria

«Hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31). «Todo lo que hagáis, de palabra o de obra, hacedlo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,17). El músico Haydn, desde niño, escribía en la primera página de sus composiciones In nomine Domini, y en la última Laus Deo. Es así como la vida entera del cristiano, en todas y cada una de sus obras, ha de hacerse un «culto espiritual» ofrecido constantemente a Dios por Jesucristo (Rm 12,1).

La motivación doxológica ha de reinar claramente sobre cualquier otra. Si los cristianos procuramos ejercitarnos en la virtud, no ha de ser principalmente para librarnos del mal, para sentirnos perfectos, para merecer la vida eterna; ha de ser primeramente y ante todo para la gloria de Dios: negativamente, para que por causa nuestra no sea blasfemado y despreciado su Nombre en el mundo (Rm 2,24; Tit 2,5; GS 19c); y positivamente, para que en nosotros y por causa nuestra sea glorificado Dios entre los hombres (Mt 5,16; 1 Pe 2,12; 3,1). Para eso queremos ser perfectos como nuestro Padre celestial, para «brillar como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de vida» (Flp 2,14-16).

San Ignacio de Antioquía exhortaba a sus fieles: «que por todos los medios glorifiquéis a Jesús, que os ha glorificado a vosotros» (Efesios 2,2). San Benito lo dispone todo en su Regla «para que en todo sea Dios glorificado» (57, 9). San Agustín escribe: «Cantad con vuestra voz, cantad con vuestro corazón, cantad con vuestra boca, cantad con vuestras costumbres, «cantad al Señor un cántico nuevo». ¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente» (ML 38,211). Es el lema de San Ignacio y de la Compañía de Jesús: Ad maiorem Dei gloriam.

En la liturgia

El Espíritu Santo mueve a los cristianos para que en todo, pero especialmente en la liturgia glorifiquen a Dios en Cristo. El impulso doxológico que dirige ocultamente toda la vida cristiana, se hace patente, explícito y comunitario, alegre y clamoroso, en la sagrada liturgia: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación glorificarte siempre, Señor». Si el mundo ha sido creado para la gloria de Dios, ha de concluirse que el universo adquiere en la liturgia cristiana -eucaristía, sacramentos, Horas- su significación más profunda.

En efecto, por la liturgia la vida humana entera se convierte en una ofrenda permanente (III anáfora). Por ella «damos gracias al Padre siempre y en todo lugar por Jesucristo, su Hijo amado». Por ella, según reza el Padre nuestro, santificamos el nombre del Padre en nuestros corazones. Sin la liturgia, la enorme aventura del cosmos al paso de los siglos vendría a resultar una trivialidad insignificante, carente de sentido.

La glorificación litúrgica de Dios se fundamenta en la creación y en la redención. Son los dos motivos constantemente invocados, como un eco de la liturgia celestial: «Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas... Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y rescataste con tu Sangre para Dios a hombres de toda tribu y lengua y pueblo y nación» (Ap 4,8-5,9). Pero la doxología litúrgica se fundamenta aun más que en las obras de Dios, en Dios mismo, en su ser, en su bondad y belleza: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias».

((La debilitación del espíritu doxológico es la causa principal de las dificultades que muchos fieles experimentan para participar mejor en la liturgia, como también es la explicación primera de que haya tantos bautizados habitualmente alejados de ella. Es cierto que otras causas -como una posible clericalización de la liturgia, o cierta eventual inadaptación de los signos-, deben ser consideradas en esto. Pero es evidente que, fueran cuales fueren los modos de la liturgia, si ésta de verdad ha de ser católica, ha de ser encendidamente doxológica. Y si es doxológica, necesariamente resultará extraña, «no dirá nada» a los cristianos que carezcan de ese espíritu de glorificación de Dios. Es perfectamente comprensible que si el pueblo cristiano pierde este espíritu doxológico deje de ir a Misa los domingos. No está, pues, la solución del problema en hacer una liturgia arbitraria, antropocéntrica y vulgar, sino en reavivar el celo por la gloria de Dios en el corazón de los cristianos.))

En la oración

«La primera petición del Padre nuestro es «santificado sea tu Nombre», en la que pedimos la gloria de Dios» (STh II-II,83,9) Ese es el impulso fundamental de la oración cristiana: «Llenáos del Espíritu, siempre en salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todas las cosas a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20).

Las oraciones bíblicas y litúrgicas son la mejor escuela del espíritu doxológico. Por eso nada contribuye tanto al debilitamiento de este espíritu como el distanciamiento de la sagrada Escritura y de la sagrada Liturgia. La primera mitad del Padrenuestro se centra en la glorificación de Dios. La Iglesia, incluyendo el Magnificat en la oración litúrgica de todos las tardes, quiere, en palabras de San Ambrosio, «que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor» (ML 15, 1561). Los salmos, el Gloria de la misa, y tantas oraciones de los santos, constituyen bellísimas glorificaciones del Señor del universo.

«Mucho más diría y no acabaría, y el resumen de nuestro discurso será: «El lo es todo». Si quisiéramos alabarle dignamente, jamás llegaríamos, porque es mucho más grande que todas sus obras. Es terrible el Señor, muy grande, y su poder sobre toda admiración. Cuando alabáis al Señor, alzad la voz cuanto podáis, que está muy por encima de vuestras alabanzas. Los que le ensalzáis, cobrad nuevas fuerzas, no os rindáis, que nunca llegaréis al cabo. ¿Quién lo vio y puede darle a conocer, y quién puede engrandecerlo tanto como él es? Lo escondido de él es mucho más que todo esto, pues lo que vemos de sus obras es muy poco. El Señor ha creado todas las cosas, y él dio la sabiduría a los justos» (Sir 43,29-37).

La glorificación de Dios nace de la contemplación de su grandeza y de sus obras. El cristiano que, en el Espíritu de Jesús, contempla a Dios, su ser, su creación, su providencia, su acción redentora, no puede menos de glorificar a Dios con toda su alma: «Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Sal 17,2-3)...

Santa Teresa quería que Dios acrecentase en ella las florecillas de las virtudes, «y que fueren para su gloria, y las sustentase -pues yo no quería nada para mí-, y cortase las que quisiese, que ya sabía yo habían de salir después mejores» (Vida 14,10). Y ya levantada a vida muy contemplativa, decía: «Háblanse aquí muchas palabras en alabanzas de Dios sin concierto (si el mismo Señor no las concierta, al menos el entendimiento no vale aquí nada); querría dar voces en alabanzas el alma, está que no cabe en sí; un desasosiego sabroso. Ya, ya se abren las flores, ya comienzan a dar olor. Aquí querría el alma que todas la viesen y entendiesen su gloria para alabanza de Dios» (16,2-3). Así es la glorificación nacida de la contemplación.

Por otra parte, la gratitud a Dios despierta cuando el amor está ya bastante crecido. Así sucede en las relaciones humanas, donde es raro encontrar agradecimiento en niños y adolescentes y aun en jóvenes: todos ellos se dejan querer y servir sin más, como si todo les fuera debido, y sólo tardíamente van despertando al sentimiento de la gratitud. Lo mismo sucede en los hijos de Dios. El cristiano niño se deja querer por Dios sin más, pero apenas siente gratitud ni deseos de glorificarle. Hace falta que crezca en la vida de la gracia y que venga a ser un cristiano adulto para que el corazón se le llene de gratitud indecible y arda en entusiasmo por el Señor.

((Según lo expuesto, puede deducirse que el espíritu escasamente doxológico suele darse en cristianos que no han bebido suficientemente de las fuentes fundamentales de la espiritualidad católica, la Biblia y la Liturgia (SC 10a, 14b, 24; DV 25-26), es decir, en cristianos que no miran, que no contemplan al Señor lo bastante, y que no han «visto al Invisible» (+Heb 11,27) ni de lejos, ni siquiera «de espaldas» (Ex 33,23). Estos, en fin, son aún como niños, y por eso no han despertado todavía al sentimiento religioso más profundo de la Nueva Alianza, que es la gratitud, la acción de gracias, la eucaristía.))

En el sacerdocio ministerial

«El fin que los presbíteros persiguen con su ministerio y vida es procurar la gloria de Dios en Cristo» (PO 2e). «Así, en nuestro mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (+Rm 3, 23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el Sacerdote único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2 Cor 8,23), y por su medio sea magnificada «la gloria de la gracia» de Dios en el mundo de hoy (+Ef 1,6)» (Pablo VI, enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 45).

El sacerdote es el cristiano especialmente consagrado para suscitar entre los hombres la glorificación de Dios. Obispos y presbíteros reciben «el glorioso ministerio del Espíritu» (2 Cor 3,8) para que, santificando a los hombres, glorifiquen a Dios. La actividad sacerdotal es «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios, para procurar que la ofrenda de los paganos, santificada por el Espíritu Santo, le sea agradable» (Rm 15,16).

Esto hace que el sacerdote, entre los hombres de su generación, e incluso entre sus hermanos los cristianos, sea en el mundo el máximo responsable del honor de Dios y de su Cristo. Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, antes caballero y político, en la obra de Jean Anouilh, dice: «Yo era un hombre sin honor. Y, de pronto, me he hallado con uno, el que jamás hubiera imaginado que llegaría a ser el mío, el honor de Dios. Un honor incomprensible y frágil, como un niño-rey perseguido» (Becket ou l’Honneur de Dieu, Table ronde 1959, 165).

((El debilitamiento del espíritu doxológico es la causa principal de la escasez de vocaciones sacerdotales y del abandono del ministerio pastoral. Es evidente que si el sacerdocio ministerial es sobre todo para promover la gloria de Dios en el mundo, aquéllos que no sienten este celo doxológico no se verán atraídos por el sacerdocio y si en él estuvieran ya, lo abandonarán, o si permanecen en él, será desvirtuándolo, desviándolo hacia otros fines, quizá nobles y urgentes. Pero ¿es que hay algo más noble y más urgente que glorificar a Dios santificando a los hombres?))

En el matrimonio

Los esposos cristianos procuran en Cristo «su mutua santificación y, por tanto, juntamente, la glorificación de Dios» (GS 48b). Unidos con el mismo amor que une a Cristo y la Iglesia, engendrando hijos y educándolos en la fe verdadera, «glorifican al Creador» (5Ob) y acrecientan en el mundo el honor de Jesucristo.

Igualmente, con su trabajo multiforme, libres de toda avaricia, sensibles a las necesidades de los pobres, se alegran «de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» (43a).

En los religiosos

La vida y el ministerio de los religiosos es para la gloria de Dios. El religioso, sobre su primera consagración bautismal, «hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial» (GS 44a). «Se llaman religiosos, dice Santo Tomás, quienes a modo de sacrificio se entregan a sí mismos, con todas sus cosas, a Dios: en cuanto a las cosas, por la pobreza; en cuanto al cuerpo, por la continencia; y en cuanto a la voluntad, por la obediencia; pues la religión consiste en el culto divino» (Contra Gentiles III,130 in fine).

Así pues, la profesión religiosa, que suele realizarse en la eucaristía, junto al altar, es una ofrenda litúrgica que el hombre hace de su vida a Dios, sea en el retiro contemplativo o en los trabajos apostólicos. San Juan Clímaco, en efecto, considera que «la soledad [monástica] es un culto y un servicio ininterrumpido a Dios» (MG 88,1111-1112). Y por lo que se refiere a los religiosos de vida activa, San Antonio Mª Claret dice: «Bienaventurado el que ama con fervor a Dios y procura que Dios sea siempre más conocido, amado y servido y alabado y glorificado ahora y siempre» (El celo 1: BAC 188, 1959,781).

En el apostolado

El impulso apostólico y misionero nace principalmente del celo por la gloria de Dios. El apóstol dice con el salmista: «Quiero hacer memorable tu Nombre por generaciones y generaciones, y los pueblos te alabarán por los siglos de los siglos» (Sal 44,18). Los apóstoles realizan su actividad misionera «en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias, en azotes, en prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad...» (2 Cor 6,3-10), sin que nada pueda detenerles, sin temor al deshonor o a la muerte, y todo lo hacen principalmente impulsados por el deseo de encender en el corazón de los hombres la llama de la glorificación de Dios. «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben» (Sal 66,5).

«No tardes, benignísimo Padre -clama Santa Catalina de Siena-. Vuelve los ojos de tu misericordia sobre el mundo. Más glorificado serás dándoles luz que si permanecen en la ceguera y en las tinieblas del pecado mortal, aunque de todo sacas gloria y alabanza para tu Nombre... Pero yo quiero ver la gloria y alabanza de tu Nombre en tus criaturas: que sigan tu voluntad, para que lleguen al fin por el que las creaste» (Elevación después de la sgda. comunión 8: BAC 143, 1955,582).

((Quienes no arden en espíritu doxológico se conforman con que haya en el mundo «cristianos anónimos», que vivan honestamente, aunque nada sepan de Dios ni de Cristo; esto sería secundario. Rechazan así la palabra de Jesús: «En esto está la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Nada paraliza tanto el apostolado y las misiones como la escasez de espíritu doxológico. Los apóstoles, enviados a «enseñar a todas las gentes» (Mt 28, 19), ya conocían, por supuesto, la posible realidad de los cristianos anónimos (+Hch 10,35); pero ellos dieron la vida con dolores de parto para engendrar con el Espíritu Santo cristianos explícitos, que confesaran y amaran a «Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y a Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Y ellos, inmersos en un mundo podrido por males inmensos, sabían perfectamente que todos esos males procedían de que los hombres «no glorificaron a Dios ni le dieron gracias» (+Rm 1,18-32).))

En la beneficencia social

Los cristianos glorificamos a Dios no sólo en sí mismo, sino también en su imagen, que es el hombre. Es éste el mandato que nos dio el Señor, y acerca de él nos juzgará al final (Mt 25,31-46). La asistencia benéfica material tenía en la Iglesia primera una dimensión tan hondamente doxológica, que se enmarcaba en la misma liturgia eucarística. También ahora, las colectas de la misa en favor de los necesitados suelen hacerse durante el ofertorio, para que unidas esas ofrendas a la ofrenda que Cristo hace de sí mismo en la cruz, sean ayuda de los pobres y, al mismo tiempo, sean también glorificación del «Padre de las luces, de quien procede todo buen don y toda dádiva perfecta» (Sant 1,17).

En este sentido, cuando San Pablo hace una colecta en favor de los hermanos de Jerusalén (2 Cor 8-9), la presenta como un acto litúrgico, es decir, como una «obra de caridad que hacemos para gloria del mismo Señor» (8,19). En efecto, «la prestación de este servicio (diakonia tes leitourgias) no sólo cubre la escasez de los Santos [fin próximo], sino que hace rebosar en ellos la acción de gracias a Dios [fin último]: al ver la prueba de esta colecta, glorifican a Dios por vuestra obediencia al Evangelio de Cristo y por la generosidad de vuestra solidaridad con ellos y con todos» (9,12-13). Es ésta una perfecta concepción doxológica de la caridad asistencial.

En la enfermedad, el martirio y la muerte

Todos nuestros sufrimientos deben glorificar a Dios. Una enfermedad, incluso una muerte, ha de ser, como la de Lázaro, «para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4). Las penas todas de la vida son a un tiempo para la gloria de Dios y para el bien del hombre. El Señor quiere que el hombre se acerque a él, y si el sufrimiento puede ocasionar esa vuelta, no duda en permitirlo en su providencia. Y así se produce esa serie tantas veces señalada en la Escritura: «En el día del peligro, invócame, yo te libraré, y tú me darás gloria» (Sal 49,15; +9,14-15; 85,12-13). Es el esquema esencial de nuestra vida cristiana: Dolor-súplica-misericordia de Dios-alabanza-acción de gracias.

No demoremos nuestra acción de gracias hasta el día de la salvación, que puede tardar. Glorifiquemos a Dios en el mismo sufrimiento, que así nos lo enseña la sagrada Escritura: «Dadle gracias, israelitas, ante los gentiles [en el exilio], porque él nos dispersó entre ellos. Proclamad allí su grandeza, ensalzadlo ante todos los vivientes: que él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos. Nos azota por nuestras iniquidades, y luego se compadecerá y nos reunirá de entre las naciones en que nos ha dispersado. ¡Yo le doy gracias en mi cautiverio, anuncio su grandeza y su poder a un pueblo pecador!» (Tob 13,3-8). Antes de regresar a Jerusalén, en el exilio, más aún, en el mismo horno de fuego, como aquellos tres jóvenes judíos, hemos de decir: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres. Digno de alabanza y glorioso es tu nombre... Cuantos males has traído sobre nosotros, con justo juicio lo has hecho... líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu Nombre, Señor... Alabad a Dios, fieles todos de Dios, dadle gracias con himnos, porque es eterna su misericordia» (Dan 3,24-90).

La muerte en el martirio es la mayor glorificación de Dios posible. El martirio es la cruz, la muerte de Cristo, «la muerte con que había de glorificar a Dios» (Jn 21,19). Fray Luis de Granada, en su obra Del martirio, escribe: «¿Qué otro sacrificio más agradable, qué otra ofrenda más aceptada se le puede ofrecer [a Dios]? ¿Con qué obra puede él ser más glorificado que con tener siervos tan leales, que toda la potencia del mundo, armada con tanta fiereza de tormentos, no pudiese hacer una pequeña mella en su fe? ¿Qué cosa hay en el mundo con que los hombres puedan glorificar más a su Creador? Callen los cielos y la tierra, calle el resplandor del sol y de la luna y de las estrellas, y aun digo más, calle la gloria que dan a Dios los ángeles y los querubines y los serafines en comparación de ésta» (Suma de la vida cristiana l.II, cp.65: BAC 20, 1957, 609).

El Santo mártir Acacio, de Capadocia, se dispuso a sufrir «la muerte con que había de glorificar a Dios» con esta bella doxología: «Gloria a ti, oh Dios, que actúas según tu gran misericordia hacia aquellos que aman tu Nombre. Gloria a ti, que me has llamado a mí, pecador, a este destino. Gloria a ti, Jesús, que conoces la debilidad de nuestra carne y que me das aguante en los tormentos» (MG 115,229).

Nuestra muerte, en fin, ha de ser para Dios una ofrenda litúrgica suprema. Todos los años de Jesús, desde niño (Lc 2,49), fueron para gloria del Padre, pero fue en la cruz, en el momento de su muerte, cuando consumó la ofrenda doxológica de su vida. Y así ha de ser también en los cristianos. Para muchos cristianos carnales, después de una vida religiosa mediocre, la aceptación confiada de la muerte constituirá un acto heróico, asistido por la gracia divina, definitivamente grandioso, por el que glorificarán a Dios, haciéndole humildemente la ofrenda total de sus vidas. Y los cristianos espirituales desearán ardientemente que llegue «su hora» (Jn 12,23-28), «su hora de pasar de este mundo al Padre» (13,1), la hora de la muerte, el momento de celebrar la Pascua personal que todo lo consuma (Lc 22,15; Jn 19,30).

En la alegría

«¡Feliz el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Dios, a la luz de tu rostro!» (Sal 88,16). Puesto que el hombre ha sido creado para glorificar a Dios, como sacerdote, presidiendo a todas las criaturas, es natural que su corazón sienta alegría al cantar su gloria. Este es el gozo que, de un modo u otro, siempre resplandece en la Biblia y la Liturgia: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, proclamando tus maravillas; me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu nombre» (Sal 9,2-3). Es la alegría de la Virgen María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47).

«Alegráos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegráos» (Flp 4,4). El cristiano que se alegra en la alabanza de Dios se alegra siempre, sean las circunstancias hostiles o favorables. Y se alegra siempre en el Señor, de modo que nada ni nadie podrá quitarle su alegría (Jn 16,22). Es la alegría de aquel cuyos ojos fueron abiertos por la fe para contemplar al Invisible en el mundo visible (2 Cor 4,18; Heb 11,3): «Tus acciones, Señor, son mi alegría, y mi júbilo las obras de tus manos. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios! El ignorante no los entiende, ni el necio se da cuenta» (Sal 91,5-7).

El ánimo doxológico se alegra aun cuando todo parezca que vaya «mal», porque se alegra en Dios gratuitamente, totalmente, siempre, incondicionalmente: «Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador» (Hab 3,17-18).

((La carencia de entusiasmo doxológico produce un cristianismo falso y triste. Le falta el alma del Evangelio, la alegría de María (Lc 1,47), el júbilo de Cristo (10,21), el gozo del Espíritu Santo (Gál 5,22). Es un cristianismo carente de entusiasmo porque está centrado en el hombre, y no en Dios, que es el centro de la naturaleza y de la gracia (enthusiasmós, enthusía, el éxtasis, la inspiración, la posesión divina, son términos derivados de theós, Dios). El cristianismo verdadero es teocéntrico y doxológico, entusiasta y alegre. El falso es antropocéntrico y angustiado, preocupado y triste. Aquél tiene potencia apostólica y eficacia de irradiación misionera; éste no.

Para este oscuro cristianismo el esplendor de las fiestas litúrgicas, el clamor vibrante de las campanas, las manifestaciones del pueblo cristiano en concentraciones y romerías, son únicamente un triunfalismo irresponsable, un mero ritualismo carente de sentido. Por lo demás, habiendo tan abrumadores males en el mundo y en la Iglesia, no les parece que sea momento de cantar la gloria de Dios con tambores y danzas, cítaras y flautas, aplausos y aclamaciones (Sal 149-150). No, no es el momento. Aunque Cristo haya resucitado. Aunque ya falte menos para su gloriosa venida. No es el momento. No es hora de entonar «siempre y en todo lugar» -como dice la liturgia- cantos de alabanza y acción de gracias, sino que es la hora de torvos cantos de guerra, reivindicación y liberación. No es tiempo para estar entusiasmados con Dios, sino quejosos, molestos por los males indecibles que permite en la Iglesia y en el mundo -sobre todo en la Iglesia, que tiene la culpa de casi todo-.))

Hacia la plenitud celeste

Este mundo presente está ya ahora transido de la gloria de Dios. A veces parece la antesala del infierno, pero a la luz del Evangelio, aun en sus peores momentos, y más en sus horas mejores, recuerda el Pararso perdido y anticipa el Reino glorioso de Cristo. El cristiano orante sabe ver, como San Máximo Confesor, «ese fuego inefable y prodigioso, oculto en la esencia de las cosas» (MG 91,1148).

El hombre que permanece en la fe y en la esperanza tiene «por cierto que los padecimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse reflejada en nosotros» (Rm 8,18). El cristiano mártir, como San Esteban, mientras le apedrean, «lleno del Espíritu Santo, mira al cielo y ve la gloria de Dios y a Jesús en pie a la derecha de Dios; y dice: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios"» (Hch 7,55-56).

Pues bien, glorifiquemos a Dios con toda nuestra vida, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (+2 Tim 1,10). Vivir siempre para la gloria de Dios significa buscar a Dios, conocerle y amarle, unir nuestra voluntad a la suya, hacer de la vida una ofrenda permanente, orientar a él, como a Fin supremo, toda actividad, tratar de agradarle en todo, imitar y seguir a Jesucristo, permanecer en su palabra y en su amor, confesar su nombre al mundo, hacerlo todo «para alabanza de su gloria» (Ef 1,14).

«La venida del Señor está cercana» (Sant 5,8). La creación entera, que gime y sufre ahora con dolores de parto, será asumida en la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,19-23). Vendrá pronto Jesucristo para ser glorificado en sus Santos (2 Tes 1,10-12), y entonces recibiremos la corona de gloria que no se marchita (1 Pe 5,4). Cantemos, pues, desde ahora en la Iglesia: «Que su Nombre sea eterno, y su fama dure como el sol. Que él sea la bendición de todos los pueblos, y que lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas. Bendito por siempre su Nombre glorioso: que su gloria llene la tierra. ¡Amén, amén!» (Sal 71,17-19).

2. Las edades espirituales

C. García, Corrientes nuevas de Teología Espiritual, Madrid, Studium 1971, 187-200; B. J. Groeschel, Crecimiento espiritual y madurez psicológica, Madrid, Atenas 1987; L. Mendizábal, Las etapas de la vida espiritual, «Manresa» 38 (1966) 251-270; K. Rahner, Sobre el problema del camino gradual hacia la perfección cristiana, en Escritos de Teología, Madrid, Taurus 1961, III,13-33.

El crecimiento espiritual en la Biblia

En la Escritura la vida de la gracia siempre exige crecimiento, es algo que se desarrolla en un constante dinamismo perfectivo. Son frecuentes las imágenes vegetativas: «El justo crecerá como palmera, se alzará como cedro del Líbano» (Sal 91,13). El Reino de Dios en el corazón del hombre es como una semilla que «germina y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4,26-27). «Primero hierba, luego espiga, en seguida trigo que llena la espiga»; y en la madurez, la muerte: «cuando el fruto está maduro, se mete la hoz, porque la mies está en sazón» (4,28-29). Igualmente, la vida cristiana es un paso constante de lo imperfecto a lo perfecto (1 Cor 2,6; 13,9-10s). Es un avance, una carrera sin pausa hacia la perfección evangélica (Flp 3,9-14). Todos los fieles -los laicos también, naturalmente- han de ir adelantando en la vida en el Espíritu hasta llegar a ser «perfectos en Cristo» (Col 1,28; +Ef 4,15-16).

La más perfecta imagen bíblica del crecimiento en Cristo la encontramos en las edades del hombre. En efecto, algunos cristianos son como «niños en Cristo»: piensan, hablan y razonan en las cosas de la fe como niños, y han de ser alimentados con «leche espiritual» (1 Cor 3,1-3; +13,11-12; 14,20; 1 Pe 2,2). «El manjar sólido es para los perfectos, los que en virtud del hábito tienen sus facultades ejercitadas para el discernimiento (diácrisis) del bien y del mal» (Heb 5,11-13). En los que todavía son como niños falta este discernimiento, y por eso «fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina»; lo que muestra cómo necesitan crecer «cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,12-13). Así los cristianos, con el esfuerzo ascético y la receptividad mística, nos hemos de ir configurando a Cristo «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18; +Gál 4,19).

En los Padres orientales

Partiendo de la Biblia y de la experiencia espiritual, los Padres intentaron señalar las fases del crecimiento en Cristo. Las cadenas de virtudes -ya San Pedro presenta una (2 Pe 1,5-8)- ofrecen un esquema algo confuso, de poco valor sistemático. Así San Amonas: «La soledad engendra la ascesis y las lágrimas; las lágrimas engendran el temor; el temor engendra la humildad y la previsión; la previsión engendra la caridad; la caridad hace al alma sana e impasible» (Instrucciones 4,60: Patrologia Orientalis 11,481; +Macario, Homilías espirituales 40,1; Casiano, Instituta 4,43). Aunque en estas series se dan no pocas variantes, trazan sin embargo un itinerario verdadero, según el cual el cristiano va del temor al amor, del ejercicio de virtudes a la contemplación de Cristo, de la inquietud a la perfecta paz espiritual.

Temor-esperanza-caridad es en los Padres el esquema trifásico de mayor valor doctrinal. «La caridad perfecta echa fuera el temor», nos dice San Juan, pues «el que teme no es perfecto en la caridad» (1 Jn 4,18). Clemente de Alejandría distingue entre los cristianos que sirven a Dios por temor al castigo, por esperanza del premio, o por puro amor (MG 9,319; +Orígenes: 12,911; San Gregorio de Nisa: 44, 765).

El paso de la ascética a la mística es otra primitiva contribución de gran importancia a la doctrina espiritual. Ya estaba sugerida en la enseñanza de Jesús: «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). En este sentido, Evagrio Póntico, el monje sabio del desierto, enseña que la practiké, purificando al cristiano de vicios, desórdenes pasionales y del influjo del Demonio, conduce a la apátheia, y ésta abre el alma a la gnosis o theoría, es decir, a la contemplación. El ascético ejercicio de las virtudes conduce, pues, a la apátheia, que puede entenderse como pureza de corazón, silencio interior, pacificación de las agitaciones interiores desordenadas (San Jerónimo traduce: impassibilitas, imperturbatio: BAC 220, 740; Casiano, inmobilis tranquilitas animi, tranquilitas mentis: Collationes 9, 2; 18,16). Esa pureza y madurez espiritual es la que hace posible ver a Dios.

Con unos u otros matices, muchos autores siguieron ese esquema, y todos ellos vincularon íntimamente apátheia y amor de caridad, agape. Así Diadoco de Fótice: «Sólo la caridad produce impasibilidad»; «en la perfecta caridad no hay temor, sino total impasibilidad» (SChr 5ter,150 y 94). También es de señalar la gran importancia que estos antiguos maestros espirituales del Oriente cristiano dan a la mansedumbre o praotes. Ella es la que serena el apetito irascible, thymos, y por eso es superior incluso a la sophrosine, que ordena las pasiones del apetito concupiscible, epithymía, pasiones menos poderosas, y de rango inferior. El modelo aquí siempre aludido es Moisés, que por ser «hombre mansísimo, más que cuantos hubiese sobre la haz de la tierra», por eso le fue dado «contemplar el semblante de Yavé», y hablar con él «cara a cara» (Núm 12,3-8).

Isaac de Nínive habla de novicios-medianos-perfectos, y él también pone la perfección en la impasibilidad final (MG 86,854). En la Scala Paradisi de San Juan Clímaco el crecimiento espiritual tiene tres fases: primero renuncia (1-7), después extirpación de vicios por crecimiento de virtudes (8-26), y finalmente perfección (27-30: MG 88,630-1164). Así se puede distinguir entre cristianos rudos-aprovechados-maestros en las cosas del Espíritu (88,1017).

Un bello texto de San Gregorio de Nisa, maestro de lo inefable -teología apofática-, puede sintetizar las enseñanzas aludidas: «La gnosis religiosa es al comienzo luz, cuando empieza a aparecer. Pero cuanto más llega a comprender el espíritu en su caminar hacia adelante, por una aplicación cada vez más grande y perfecta, qué cosa sea el conocimiento de las realidades, y cuanto más se acerca a la contemplación, tanto más comprende que la naturaleza divina es invisible. Habiendo dejado todas las apariencias, no sólo lo que perciben los sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, se dirige cada vez más hacia el interior, hasta que por el esfuerzo del espíritu penetra hasta el Invisible y el Incognoscible, y allí ve a Dios. En efecto, el verdadero conocimiento de Aquel a quien está buscando y su verdadera visión consiste en no ver, porque Aquel a quien busca transciende todo conocimiento, rodeado por todas partes por su incomprensibilidad como por una tiniebla» (SChr 1ter, 210). Es la Noche contemplativa de San Juan de la Cruz.

Finalmente, la Iglesia Oriental, en la personalidad anónima del Pseudo-Dionisio ofrece un esquema, también trifásico, de notable importancia para comprender la dinámica normal de la vida cristiana. Lo primero que necesita el cristiano es una fase de purificación o katarsis, para ir creciendo luego en la iluminación o fotismos, que le conducirá a la perfecta unión, henosis, teleiosis. Son las clásicas tres vías de la doctrina espiritual ascético-mística.

En los Padres latinos

San Agustín ve el crecimiento espiritual en los grados de la caridad, que una vez nacida, se alimenta, se fortalece, hasta alcanzar la perfección (ML 35, 2014; +39, 1654; 44,290). Así pasa el hombre del amor a sí mismo, con olvido de Dios, al amor total a Dios, con olvido de sí mismo (Ciudad de Dios 14,28). Este gran Doctor considera también la analogía de las edades espirituales (ML 34,143-144). El cristiano niño, si está en gracia, tiene en sí a Dios, pero apenas se entera. Y a medida que se va haciendo adulto, aumenta en él no sólo la intensidad de la inhabitación, sino también la captación espiritual de la misma (Carta 187: ML 33,832-848).

En estos temas espirituales, como en muchos otros, el Occidente latino recibió sus principales luces de la Iglesia en Oriente. Y fue el monje Casiano el que, quizá en mayor medida, contribuyó a difundir en la Iglesia latina estas doctrinas de los maestros cristianos orientales: el paso necesario de la ascesis a la mística (Collationes 14,2); las series temor-esperanza-caridad, fe-esperanza-caridad (11,6-12), las tres renuncias sucesivas: primero a los bienes exteriores, después a los propios vicios, finalmente a todo el mundo presente, para buscar en el venidero a solo Dios (3,6).

San Gregorio Magno habla de comienzo-progreso-perfección, y utiliza diversas imágenes, como aquella evangélica hierba-espiga-trigo (ML 76,241-244; 959-961). Enseña también que hay tres conversiones, inicio-medio-perfección (76, 302). Y en otras ocasiones describe el crecimiento espiritual según ocho grados, en relación con los siete dones del Espíritu Santo, que se ven coronados por la contemplación (76,1029-1030).

Adviértase que tanto para los Padres orientales como para los latinos hay, en todo caso, algo evidente: que la vida cristiana ha de ser vida en crecimiento permanente. Así San Gregorio de Nisa: «La verdadera perfección nunca permanece inmóvil, sino que siempre está creciendo de bien en mejor; la perfección no tiene fronteras que la limiten» (MG 46,285). Y San Jerónimo: «No querer ser perfecto es un delito» (BAC 219,78).

En la Edad Media

La teología medieval continúa las tradiciones espirituales de la Iglesia latina o griega, pero en ocasiones matiza o añade enseñanzas muy interesantes. Así Guillermo de San Teodorico, apoyándose en San Pablo, distingue muy acertadamente entre cristianos animales-racionales-espirituales:

«Animales son los que de suyo ni se rigen por su propia inteligencia [de las cosas sobrenaturales], ni son atraídos por el afecto [hacia ellas], sino que o movidos por la autoridad, o advertidos por la doctrina, o estimulados por el ejemplo, aprueban el bien donde lo hallan, y son llevados de la mano como ciegos; es decir, imitan. Están después los racionales, esto es, los que por juicio de la razón y discreción de ciencia prudencial tienen conocimiento del bien, y deseo de él, pero les falta el afecto. Y, por fin, están los perfectos, más plenamente iluminados por el Espíritu Santo, que se llaman "sapientes", porque tienen ya el "sabor" del bien que les atrae; y también se llaman espirituales, en cuanto que están como revestidos del Espíritu Santo, por cuyo afecto son atraídos. Y cada uno de estos estados, como tienen una índole propia de progreso, así también dentro de su campo tienen cierta medida de perfección. Así en el estadio animal, el comienzo del bien es la absoluta obediencia; el progreso, someter su cuerpo y sujetarlo a servidumbre (+1 Cor 9,27); la perfección, convertir en gusto con la práctica la costumbre de obrar bien. En el estadio racional, el comienzo es entender qué es lo que propone la doctrina de la fe; el progreso, disponerlo todo tal como viene propuesto por esa doctrina de la fe; la perfección, cuando el juicio de la razón, iluminada por la fe, pasa a constituir el afecto de la mente. En el estadio espiritual, el comienzo es la perfección misma del hombre racional; el progreso, reflejar la gloria de Dios con el rostro descubierto; la perfección, transformarse en su imagen de claridad en claridad, con la acción del Señor, que es Espíritu (+2 Cor 3,18)» (ML 184,315-316).

San Buenaventura propone varios sistemas para describir el crecimiento espiritual: virtudes-dones-bienaventuranzas (Breviloquium 5,6); mandamientos-consejos-gozo de bienes eternos (Apologia pauperum 3). Pero sin duda la división más importante es la que enseñó siguiendo al Pseudo-Dionisio, las tres vías: El hombre, en la vía purificativa, comienza por alejarse del pecado, acercándose poco a poco a la verdad; en la vía iluminativa se va enamorando de las verdades reveladas; y en la via unitiva es inmediatamente iluminado por Dios en la contemplación infusa transformante (De triplici via 3,1).

Santo Tomás de Aquino logra la más perfecta síntesis, combinando hábilmente varias de las perspectivas ya aludidas: los criterios de las tres vías, más referidos al crecimiento en la vida contemplativa; los sistemas, de mejor aplicación a todos los cristianos, de las tres edades y de los grados de la caridad; y aquéllos otros de carácter más metafísico, que pueden referirse a cualquier forma de progreso, principio-medio-fin, principiantes-proficientes-perfectos.

Las tres edades: «El crecimiento espiritual de la caridad puede considerarse como algo semejante al desarrollo corporal del hombre. En éste, aunque pueden distinguirse muchas fases, hay sin embargo algunas distinciones determinadas que pueden establecerse según determinadas acciones o dedicaciones en las que el hombre se va ocupando según su crecimiento: así se dice infantil la edad anterior al uso de razón; después se distingue otro estado del hombre cuando ya comienza a hablar y a tener uso de razón; más tarde tenemos un, tercer grado, el de la pubertad, cuando comienza el poder de generación; y así se llega hasta la condición perfecta del hombre». Estas edades del hombre van en relación con los grados de la caridad:

«Así también los diversos grados de la caridad se distinguen según las diversas ocupaciones a las que el hombre se va dedicando según el crecimiento de la caridad. En el primer grado [vía purificativa] la dedicación principal del hombre es apartarse del pecado y resistir sus concupiscencias, que se mueven en contra de la caridad; esto corresponde a los principiantes, en los que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa. En el segundo grado [vía iluminativa], el hombre intenta principalmente ir adelantando en el bien; y esto pertenece a los adelantados, que procuran sobre todo fortalecer y acrecentar la caridad. El tercero [vía unitiva] se caracteriza porque en él la dedicación principal del hombre es intentar unirse con Dios y gozarle; y esto pertenece a los perfectos» (STh II-II,24, 9; +las tres vías en: In librum B. Dionisii de Div. Nominibus c.1, lect.2).

Por otra parte, es ley metafísica que haya en todo movimiento tres fases, también en el itinerario espiritual: «Sucede aquí como en el movimiento físico: lo primero es salir del término de origen; lo segundo es acercarse al otro término; lo tercero es llegar y descansar en el término pretendido» (II-II,- 24,9). Y es que «toda dedicación del hombre tiene un principio, un medio y un término; por tanto, en el estado espiritual se distinguen tres fases: un principio propio de principiantes, un medio que pertenece a los adelantados, y un término que es de los perfectos» (II-II,183,3). Bien podemos poner estos procesos en relación con el Exodo bíblico: el pueblo de Israel, conducido y asístido por Dios, tuvo en primer lugar que salir de Egipto, con no pequeño esfuerzo y riesgo; en seguida hubo de pasar el desierto, sostenido por la esperanza; y así llegó finalmente a la Tierra prometida, donde descansó. Hay una lógica perfecta en este plan dispuesto por Dios para crearse un Pueblo Nuevo, elegido, distinto de todos los demás.

En épocas posteriores

San Ignacio de Loyola, atendiendo a varios aspectos, como la victoria progresiva sobre el pecado, señala en sus Ejercicios (164-168) tres maneras de humildad:

«La primera manera de humildad es necesaria para la salvación eterna, es a saber, que así me abaje y así me humille cuanto en mí sea posible, para que en todo obedezca a la ley de Dios nuestro Señor, de tal suerte que aunque me hiciesen señor de todas las cosas creadas en este mundo, ni por la propia vida temporal, no sea en deliberar de quebrantar un mandamiento, sea divino, sea humano, que me obligue a pecado mortal. La segunda es más perfecta humildad que la primera, es a saber, si yo me hallo en tal punto que no quiero ni me afecto más a tener riqueza que pobreza, a querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta, siendo igual servicio de Dios nuestro Señor y salud de mi alma; y con esto, que por todo lo creado, ni porque la vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer un pecado venial. La tercera es humildad perfectisima, es a saber, cuando incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo».

Santa Teresa, en las Moradas del Castillo interior, distingue y describe siete fases del crecimiento espiritual, mirando especialmente el desarrollo de la vida de oración. En las moradas I-II-III el cristiano incipiente se ejercita en oraciones activas; en la IV, el cristiano adelantado comienza a tener contemplación infusa en oraciones semipasivas; y en las moradas V-VI-VII, la persona, en la contemplación mística pasiva, se une perfectamente a Dios, transformándose en él.

San Juan de la Cruz, según el modo clásico, habla también de principiantes, aprovechados y perfectos (1 Subida 1,3; 1 Noche 1,1). Según esto, una distribución ternaria de sus Noches podría aproximadamente establecerse así: principiantes, purificación activa del sentido (1 Subida) y del espíritu (1-2 Subida); adelantados, purificación pasiva del sentido (1 Noche); perfectos, purificación pasiva del espiritu (2 Noche).

El jesuíta Luis Lallement (+1635) distingue tres conversiones por las que suele pasar el cristiano que de verdad busca la santidad: la primera es común, y se produce al entrar en la vida de la gracia; la segunda conversión implica una vuelta a la gracia perdida por los pecados; y la tercera corresponde a los que se entregan ya totalmente a Dios (Doctrine spirituelle IIº princ., IIª secc., c.6,a.2).

R. Garrigou-Lagrange, en nuestro siglo, adoptó un tiempo la clasificación de Lallement (Les trois conversions et les trois vies, Juvisy 1933), pero pronto pasó al esquema tomista de las edades espirituales, consideradas según los grados de la caridad (Les trois âges de la vie intérieur, París, Cerf 1951; original 1938).

El Magisterio apostólico

En muchas ocasiones, aunque normalmente de modo tangencial, la Iglesia ha enseñado que la vida de la gracia ha de tener un continuo progreso, aunque no ha descrito las etapas que caracterizan ese crecimiento. El concilio de Trento dice que los cristianos «se renuevan de día en día» (2 Cor 4,16) y, creciendo en la justicia, en ella se justifican cada vez más (Ap 22,11), mediante el mérito de las buenas obras (Dz 1535, 1574, 1582). Y el Vaticano II enseña que «es necesario que [los cristianos] con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40a).

((Por otra parte, el mismo Magisterio rechazó el quietismo, que ignora un crecimiento espiritual, con fases tipificadas, y que afirma que «aquellas tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva, son el mayor absurdo que se haya dicho en mística, puesto que no hay más que una vía única, a saber la via interna» (Dz 2226).))

Cuadro sinóptico sobre el crecimiento espiritual

En este cuadro sobre las fases típicas del progreso espiritual adoptamos el sistema ternario, lo que nos obliga a superponer sistemas diversos, cuya correspondencia no siempre es exacta, sino aproximada. El cuadro, pues, vale sólo como una indicación general sobre temas ya estudiados antes con más precisión.

El cristiano niño

El que aún es niño en Cristo es, pues, un cristiano principiante y carnal. Vive más a lo humano que a lo cristiano; es decir, sus movimientos espontáneos proceden del alma humana, y todavía experimenta en sí mismo la acción del Espíritu Santo como la de un principio extrínseco y en cierto modo violento. Ya en los capítulos sobre la santidad y sobre la perfección hemos tratado de estos temas. Ahora lo haremos brevemente para relacionar distintos aspectos considerados en diversos capítulos.

El cristiano niño y carnal tiene virtudes iniciales y una caridad imperfecta, y por eso vive más el Evangelio como un temor que como un amor. Trata de cumplir las leyes, pero como apenas posee su espíritu, le pesan, y experimenta la vida cristiana sobre todo como un gran sistema de obligaciones de conciencia. Sus oraciones, escasas y laboriosas, son activas -vocales, meditativas etc.-,y en ellas apenas logra conciencia de estar con Dios. Después, en la vida ordinaria, vive normalmente sin acordarse de la presencia del Señor.

El cristiano niño, todavía carnal, tiene tendencias contrarias al Espíritu, a veces fuertes, y lucha contra el pecado mortal -de otros pecados menores no hace mucho caso-. No tiene apenas celo apostólico, ni está en situación de ejercitarlo. Siente filias y fobias, sufre un considerable desorden interior, carece de un discernimiento fácil y seguro, y como está empeñado en duras luchas personales -fase purificativa- experimenta la vida en Cristo como algo duro y fatigoso. Todo ello le fuerza a ejercitar sus virtudes, en ocasiones, con actos intensos. Y así va creciendo en la gracia divina -va creciendo, por supuesto, si es fiel-.

Algunos cristianos hay que son crónicamente niños, no crecen, son como niños anormales. No pasan bien la crisis de la adolescencia, no llegan a esa segunda conversión que está en el paso de principiantes -vida purificativa- a adelantados -vida iluminativa-. Abusan de la gracia divina, descuidan la fidelidad en las cosas pequeñas, dejan bastante la oración y los sacramentos, no entran en la verdadera abnegación de sí mismos, no acaban de tomar la cruz de Cristo para seguirle cada día. Son, como dice Garrigou-Lagrange, almas retardadas (Las tres edades, p.II, cp.20).

El cristiano joven

Es joven en Cristo el cristiano adelantado (los términos antiguos de aprovechado o proficiente hoy no se entienden bien). Este tiene ya virtudes bastante fuertes, frecuentemente asistidas por los dones del Espíritu Santo. Lucha sinceramente contra el pecado venial, cumple la ley con relativa facilidad, va cobrando fuerza apostólica, su oración viene a tener modos semipasivos -vía iluminativa-, y suele estar bastante viva durante la vida ordinaria. Al tener en buena parte «la casa sosegada», al haber superado los apegos y desórdenes internos de mayor fuerza, va viviendo a Cristo con mucha más libertad espiritual y más alegría.

De entre las personas de vida cristiana verdadera, no son pocas las que llegan a esta edad espiritual. Santa Teresa dice: «Conozco muchas almas que llegan aquí; y que pasen de aquí, como han de pasar, son tan pocas que me da vergüenza decirlo» (Vida 15,5).

El cristiano adulto

Adulto en Cristo, es decir, cristiano espiritual y perfecto, puede llamarse a aquél que, con la gracia de Dios, ha ido hasta el final por el camino de la perfección evangélica. Este se ve habitualmente iluminado y movido por el Espíritu Santo. Cuando piensa en fe y actúa en caridad, es decir, cuando vive cristianamente, obra ya espontáneamente, desde sí mismo, o mejor, desde el Espíritu de Jesús, que ahora experimenta en sí como su principio vital intrínseco. Acrecido el amor de la caridad, quedó ya fuera de él el temor.

Este cristiano adulto está ahora sobre la ley, y es el que mejor la cumple. Está libre del mundo y de sí mismo, en perfecta abnegación, y vive habitualmente en Dios, con Dios, desde Dios y para Dios. Ahora es cuando se ha hecho plena su unión con Dios -fase unitiva-, y cuando sus virtudes son constantemente asistidas y perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. Es ahora cuando el cristiano, libre de apegos, de pecados, de filias y de fobias, configurado a Cristo paciente y glorioso, alcanza ante el Padre su plena identidad filial, entra de lleno en la alta contemplación mística y pasiva, y se hace radiante y eficaz en la actividad apostólica.

Observaciones y conclusiones

-Edad biológica y edad espiritual, obviamente, no se corresponden de modo necesario. Hay niños, espiritualmente precoces, que son adultos en Cristo, y hay adultos que en las cosas espirituales son aún niños, carnales, sin uso de fe apenas, y que viven a lo humano.

-Los esquemas propuestos deben ser interpretados con gran flexibilidad. Señalan las fases ordinarias del crecimiento espiritual, pero la vida de la gracia está siempre abierta a lo extraordinario, a las posibles intervenciones del Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Los mismos maestros que han descrito el crecimiento espiritual en forma sistemática, avisan que no se interpreten sus esquemas en forma rígida. Santa Teresa, por ejemplo, al señalar las fases de la oración, advierte: «No hay alma en este camino tan gigante que no haya menester muchas veces de tornar a ser niño y a mamar -y esto jamás se olvide, quizá lo diré más veces, pues importa mucho-, porque no hay estado de oración tan subido, que muchas veces no sea necesario tornar al principio» (Vida 13,15).

-Es posible, sin embargo, conocer y describir las etapas normales del camino espiritual. Dice Santo Tomás, ya lo vimos, que así como es posible caracterizar la psicología del niño, del adolescente o del adulto, así también las fases del crecimiento en el Espíritu «se distinguen según las diversas ocupaciones a las que el hombre se va dedicando según el crecimiento de la caridad» (STh II-II,24,9).

-Es muy conveniente conocer bien las edades espirituales, la fisonomía peculiar que las distingue, y las formas de vida espiritual que a cada una le favorece o perjudica. El conocimiento de las edades espirituales ayuda mucho a establecer esa synergía entre la acción del Espíritu y la actividad del cristiano, que en esta doctrina aprende «este saberse dejar llevar por Dios», que dice San Juan de la Cruz (Subida, prólogo 4).

((La ignorancia de las edades espirituales produce graves males tanto en la dirección espiritual como en la acción pastoral. Muchos errores cometidos con principiantes-niños-carnales -como, por ejemplo, sustraerlos a obediencia y ley, convenciéndoles de que ya son adultos; sumergirlos en ratos muy largos de oración meditativa; mandarlos a hacer apostolado antes de tiempo, etc.-, proceden en buena parte de que se ignoran los caminos del Espíritu. Verdades elementales, como que la fase purificativa -la lucha frontal contra pecados y apegos- ha de ser el empeño primero y principal de todo principiante, son alegremente ignoradas por muchos, como si las cosas no fueran como son, sino como ellos preferirían que fuesen. Y aún mayores errores se cometen con los adelantados, y sobre todo con los perfectos, de cuya vida espiritual apenas suele tenerse ciencia ni experiencia. Ahora bien, las almas que se guían mal o que son mal conducidas, porque no se entienden ni hallan quien las entienda bien, o no llegan a perfección, o si llegan, «llegan muy más tarde y con más trabajo, y con menos merecimiento, por no haberse acomodado ellas a Dios» (Subida, prólogo 3).))

-La mayoría de los cristianos son como niños en Cristo, son principiantes, carnales, que aún viven habitualmente a lo humano. Todos los maestros espirituales nos enseñan, fundados en la fe y en la experiencia, que son muy pocos los cristianos que en esta vida llegan a la edad adulta en Cristo, como perfectos y espirituales (+Vida 15,5; 1 Noche 8,1; 11,4; 2 Noche 20,5).

((Muchos, sin embargo, contra doctrina y contra experiencia, hablan y obran como si la mayoría de los cristianos fueran adultos. Así, rechazan el magisterio apostólico, la disciplina eclesial, la guía de la autoridad pastoral, alegando: «Ya somos adultos». Y así, cuando consideran, por ejemplo, la esterilidad de una Iglesia local -supuesto que tengan lucidez para reconocerla-, buscan la solución primero de todo en mejoras organizativas, económicas, metodológicas, pero no advierten que sin conversión y mayor santidad los problemas eclesiales no tienen solución. Parecen, pues, ignorar que la vida cristiana de una Iglesia particular en la que la mayoría de los laicos, sacerdotes, teólogos y religiosos son como niños, son carnales, y viven a lo humano, es una vida necesariamente mediocre, sumamente deficiente, llena de errores, disensiones, fragilidades morales, engaños e ilusiones, desorden y contradicciones, agitación y actividades vanas. Y es que los niños, inevitablemente -a no ser que se sujeten a obediencia- piensan como niños, sienten como niños y obran como niños.

Por otra parte el problema se agrava en cuanto que esos sacerdotes, laicos y teólogos, que espiritualmente son como niños, suelen tener conciencia psicológica de adultos: ellos discurren, alegan, escriben, organizan, celebran reuniones, a veces con una admirable planificación... ¿No prueba todo esto que son cristianos adultos?... No, no lo prueba. San Pablo se atrevía a decir a los corintios: «Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no os di comida porque aun no la admitíais. Y ni aun ahora la admitís, porque sois todavía carnales. Si, pues, hay entre vosotros envidia y discordias, ¿no prueba esto que sois carnales y vivís a lo humano?» (1 Cor 3,1-3)...

-La Iglesia ha de formar para Dios hijos santos, plenamente adultos en Cristo. Para eso el Padre la ha enriquecido en el Espíritu de Jesús con toda clase de gracias, palabras, sacramentos y dones. Esa es su misión entre los hombres, su vocación irrenunciable. Una Iglesia que ya no aspira a florecer en santos, y que no pone los medios para lograrlos, traiciona lo más profundo de sí misma. Por eso si una familia, un movimiento, una diócesis, no florecen suficientemente en santos, si sólo producen cristianos carnales, crónicamente infantiles, hay que deducir que tienen un Evangelio deficiente o falseado, y que -quizá para continuar siendo numerosos- se contentan con un cristianismo desvirtuado, vivido a lo humano, es decir, habitualmente resistente al Espíritu Santo.

La Iglesia de Cristo ha recibido de lo alto misión para hacer de los hombres adámicos, hombres nuevos, es decir, cristianos, y tiene en Dios fuerza para fomentar el crecimiento de éstos, desde niños hasta adultos, de modo que lleguen a ser «varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

3. El final de esta vida

C. A. Bernard, La pensée des fins dernièrs et la vie spirituelle, «Studia Missionalia» 32 (1983) 373-403; P. Ph. Druet, Pour vivre sa mort. Ars moriendi, París, Lethielleux 1981; Sta. Catalina de Génova, Tratado del purgatorio, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1996; P. Grelot, La mort dans l’Ecriture Sainte, DSp 10 (1980) 1747-1758; J. Le Goff, La naissance du purgatoire, París, Gallimard 1981; Le purgatoire entre l’enfer et le paradis, «La Maison-Dieu» 118 (1980) 103-138; B. Moriconi, Il Purgatorio soggiorno dell’ amore, «Ephemerides Carmeliticæ» 31 (1980) 539-578; C. Pozo, Teología del más allá, BAC 282 (1968); J. Ratzinger, Escatología: la muerte y la vida eterna, Barcelona, Herder 1980; J. A. Sayés, El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia Católica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1994; H. Vorgrimler, El cristiano ante la muerte, ib. 1981.

Catecismo: muerte (1005-1014), juicio particular (1021-1022), cielo, purgatorio e infierno (1023-1037), juicio final universal (1038-1041), resurrección de los difuntos (988-1004), nueva tierra y nuevos cielos (1042-1050).

La unción de los enfermos

La unción de los enfermos es un verdadero sacramento, al que se alude en el Nuevo Testamento (Mc 6,13; Sant 5,14-15; +Trento 1551: Dz 1716, 3448). Sus efectos posibles vienen indicados en la oración que el ministro reza al administrarlo: «Te rogamos, Redentor nuestro, que por la gracia del Espíritu Santo, cures el dolor de este enfermo, sanes sus heridas, perdones sus pecados, ahuyentes todo sufrimiento de su cuerpo y de su alma, y le devuelvas la salud espiritual y corporal, para que, restablecido por tu misericordia, se incorpore de nuevo a los quehaceres de la vida» (Ritual 144).

Cristo manifestó de palabra y de obra que era la Vida, el vencedor del pecado y de la muerte. Y este poder supremo quedó probado por muchos milagros. En efecto, «todos cuantos tenían enfermos de cualquier enfermedad los llevaban a él, y él, imponiendo a cada uno las manos, los curaba» (Lc 4,40). Pues bien, este maravilloso poder benéfico de Jesucristo, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), se actualiza hoy sacramentalmente en la unción de los enfermos.

Entre la vida y la muerte

«Muerte dulce, suave, graciosa, bella, fuerte, rica, digna», decía Santa Catalina de Génova, y añadía «muerte cruel», porque tardaba en venir (Vita della Bta. Catherina Adorni da Genova, Venecia 1615, 27-29). Los que son «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), los que viven como «extranjeros y forasteros» en este mundo (1 Pe 2,11), se alegran cuando les llega «la hora de pasar al Padre» (Jn 13,1), y dicen en el Espíritu Santo: «¡Qué alegría cuando me dijeron «Vamos a la casa del Señor»!» (Sal 121,1). San Francisco de Asís cantaba: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal» (Cánt. criaturas 12). Y decía que hemos de considerar «amigos nuestros» a quienes nos dan «martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1 Regla 22,3-4). La muerte se acerca a los fieles en la paz. Pero en cambio es terrible para «los que tienen puesto el corazón en las cosas terrenas» (Flp 3,19).

A veces los santos oscilan entre el deseo de morir y el de seguir viviendo para servir en el mundo a Cristo y a sus miembros. Así San Pablo: «Para mí vivir es Cristo y morir ganancia. Por otra parte, si vivir en este mundo me supone trabajar con fruto, ¿qué elegir? No lo sé. Las dos cosas tiran de mí» (Flp 1,21-23; +Santa Teresa, 6 Moradas 3,4; 4,15).

Sin embargo, finalmente prevalece en los santos el ansia de morir. «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Sabemos que mientras el cuerpo sea nuestro domicilio, estamos desterrados del Señor, porque caminamos en fe y no en visión. A pesar de todo, estamos animosos, aunque preferiríamos el destierro lejos del cuerpo y vivir con el Señor» (2 Cor 5,6-8). Se ve que en los santos la necesidad biológica de morir coincide con la necesidad espiritual de pasar al Padre. O dicho en otras palabras: cuando el crecimiento en la gracia llega en esta vida a su relativa plenitud, produce normalmente en los santos el deseo de morir.

San Ignacio de Antioquía decía, próximo al martirio: «Ahora os escribo con ansia de morir. Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo más íntimo me está diciendo: «Ven al Padre»» (Romanos 7,2). Esta actitud es muy común al final de la vida de los santos (Santa Catalina de Siena, Diálogo II,4, art.3,2,10; +oficio de lecturas San Martín de Tours, 11-XI, Santa Mónica 27-VIII, San Beda el Venerable 25-V).

Santa Teresa confiesa: «Yo siempre temía mucho» la muerte (Vida 38,5). Pero una vez convertida al amor de Cristo, que es la Vida, comprendió que «la vida es vivir de manera que no se tema la muerte» (Fundaciones 27,12). Y se burlaba con gracia de ese temor: «Algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio, sino a no morirnos; cada una lo procura como puede... Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada» (Camino Perf. 10,5; 11,4). Ella de sí misma dice: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero» (Poesías 2). El ansia de morir le producía a veces un dolor insufrible (Exclamaciones 6;17).

Sin embargo, el mismo amor a Dios que le hacía desear la muerte, le hacía también amar la vida: «Querría mil vidas para emplearlas todas en Dios» (6 Moradas 4,15). Y así oscilaba entre un deseo y otro, como hemos visto que le sucedía a San Pablo (Flp 1,22-24), y es propio de las almas muy crecidas ya en santidad: «Ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y de que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años... Verdad es que, algunas veces que [el alma] se olvida de esto, tornan con ternura los deseos de gozar de Dios y desear salir de este destierro» (6 Moradas 3,4).

El juicio particular

El Catecismo nos expresa la fe de la Iglesia: «La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida. Pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe».

«La parábola del pobre Lázaro (+Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (23,43), así como otros textos del Nuevo Testamento (+2 Cor 5,8; Flp 1,23; Heb 9,27; 12,23) hablan de un último destino del alma (+Mt 16,26), que puede ser diferente para unos y para otros» (1021).

«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (1022).

Es la fe católica, ya formulada con toda precisión en el concilio II de Lyon, en 1274: «Aquellas almas que, después de recibido el sagrado bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquéllas que después de contraida, se han purificado mientras permanecían en sus cuerpos o después de desnudarse de ellos [en el purgatorio], son recibidas inmediatamente en el cielo. Las almas, en cambio, de aquéllos que mueren en pecado mortal o con solo el original, descienden inmediatamente al infierno, para ser castigadas, aunque con penas desiguales. La misma sacrosanta Iglesia Romana firmemente cree y firmemente afirma que, asímismo, comparecerán todos los hombres con sus cuerpos el día del juicio [universal] ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta de sus propios hechos» (Dz 857-858; +1000, 1304-1306).

El purgatorio

Las «benditas almas del purgatorio» son efectivamente benditas, pues han muerto en la gracia de Dios y están ciertas de su salvación eterna. En efecto, «los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (Catecismo 1030). «La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados» (1031).

El purgatorio viene exigido por la justicia, ya que en él (=purificatorio) han de sufrirse todas las penas temporales que el que ha muerto aún debe por sus pecados mortales -ya perdonados- y por sus pecados veniales -perdonados o no antes de morir-. Los Padres antiguos, sobre este punto, solían recordar la palabra de Jesús: «En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el último centavo» (Mt 5,26; +12;32; 2 Mac 12,42-46; 1 Cor 3,10-15; 2 Tim 1,18).

Pero sobre todo el purgatorio viene exigido por el amor: no podría sufrir el alma, viéndose todavía mancillada por el pecado, presentarse ante la Santidad divina; sería para ella un tormento insufrible. Esta razón la han experimentado los santos con una extraordinaria viveza. Y muy especialmente Santa Catalina de Génova, como lo expresa en su Tratado del Purgatorio.

El purgatorio es exigencia de amor. «El alma separada del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la que fue creada, viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino por medio del purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad. Y si no encontrase tal ordenación capaz de quitarle ese impedimento, en aquel instante se le formaría un infierno peor de lo que es el purgatorio, viendo ella que no podía, por aquel impedimento, unirse a Dios, su fin» (13).

El purgatorio es amor, es fuego de amor, es inmensa pena de amor a Dios, ya ganado por la gracia, y aún inasequible en su gloria: «Siendo así que las almas del purgatorio no tienen culpa de pecado alguno, no existe entre ellas y Dios otro impedimento que la pena del pecado, la cual retarda aquel instinto [que las impulsa fortísimamente hacia Dios] y no le deja llegar a perfección. Pues bien, viendo las almas con absoluta certeza cuánto importen hasta los más mínimos impedimentos, y entendiendo que a causa de ellos necesariamente se ve retardado con toda justicia aquel impulso, de aquí les nace un fuego tan extremo, que viene a ser semejante al del infierno, pero sin la culpa» (7). El fuego del purgatorio es el mismo fuego devorador del amor a Dios, el Santo, ya tan cercano, pero aún no plenamente poseído.

La Iglesia ha creído siempre en el purgatorio, y por eso desde sus orígenes ha ofrecido sufragios por los difuntos, como se ve en antiguos epitafios, escritos y liturgias.

El concilio II de Lyon, antes citado, define que los hombres, «si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad [en gracia de Dios] antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias; y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros» (Dz 856; +838, 1066-1067, 1580, 1820, 1867; Carta Sgda. Congregación Fe 17-V-1979; Catecismo 1032).

((Por el contrario, cátaros y valdenses, reformadores protestantes y parte de los griegos cismáticos, negaron la existencia del purgatorio y, consecuentemente, la validez de los sufragios en favor de los difuntos.))

La fe en el purgatorio trae para la espiritualidad cristiana dos consecuencias de notable importancia. La primera, el horror al pecado, aunque éste sea leve, y con ello el temor a su castigo, la urgencia de expiar el pecado ya en esta vida con mortificaciones, con penitencias sacramentales, y llevando con paciencia las penas de la vida. La segunda, la caridad hacia los difuntos; en efecto, la caridad cristiana ha de ser católica, universal, ha de extender su eficaz solicitud no sólo por los vivos, también por los difuntos, acortando o aliviando sus penas con los sufragios que son tradicionales en la Iglesia: misas, oraciones, limosnas y el ofrecimiento de otras obras buenas.

Santa Teresa de Jesús sufría con buen ánimo las penas de este mundo, segura de que ese penar, llevado con aceptación de la Providencia, «me serviría de purgatorio» (Vida 36,9). E igualmente se consolaba cuando veía sufrir a pobres, enfermos, neuróticos: tendrán «acá el purgatorio para no tenerle allá» (Fundaciones 7,5; Camino Perf. 40,9). Ella tuvo no pocas visiones y revelaciones sobre el purgatorio (Vida 38,32), y muchas experiencias de ayuda espiritual a los difuntos: «De sacar almas del purgatorio son tantas las mercedes que en esto el Señor me ha hecho, que sería cansarme y cansar a quien lo leyese, si las hubiese de decir» (39,5) (Fundaciones, prólogo 4; 27,23).

El juicio universal

«El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso» (Catecismo 1040). Llegará, sí, finalmente, «el día del Hijo del hombre» (Lc 17,24. 26), el día del Señor, el domingo definitivo, «el último día» (Jn 6,39-40). Los cristianos sabemos por la fe, ciertamente, que «el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; +24,30-31; Dan 7,13). Vendrá Jesucristo con majestad divina y con poder irresistible, pues «ha sido instituído por Dios juez de vivos y muertos» (Hch 10,42; +17,31; Rm 2,5-16; 2 Cor 5,10; 2 Tim 4,1; 1 Pe 4,5).

Y entonces se sujetará a Cristo de modo absoluto la creación entera, «para que sea Dios todo en todas las cosas» (1 Cor 15,23-28). En la turbulenta y variada historia de los hombres, llena de luces fascinantes y de oscuridades abismales, la última palabra la va a tener Cristo, y los condenados «irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25,46).

Ignoramos por completo cuándo vendrá el Señor, cuándo dará término a la historia humana (Mc 13,32; Hch 1,7). Puede decirse, según el tiempo del hombre, que Cristo volverá «pasado mucho tiempo» (Mt 25,19; 24,14. 48; 25,5). Y puede decirse, según la eternidad divina, que «la venida del Señor está cercana» (Sant 5,8). En todo caso, aunque la venida de Cristo estará precedida de ciertas señales espectaculares (Mt 24,1-28; 2 Tes 2,1-3s), sabemos que «el día del Señor llegará como el ladrón en la noche» (1 Tes 5,1-2), cuando nadie lo espera (Mt 24,36-39).

La resurrección de los muertos

Es Cristo quien revela a los hombres que después de la muerte habrá una resurrección universal. Hasta Jesús era la muerte una puerta oscura, un abismo desconocido y temible. En el Antiguo Testamento se había anunciado ya, aunque en forma poco clara, el misterio de la resurrección. Pero en los tiempos de Jesús, entre los judíos no había una creencia general y firme acerca de la resurrección, pues unos creían en ella y otros, como los saduceos, no (Mt 22,23; Hch 23,8). Para los griegos era una idea absurda (17,32), e incluso algunos cristianos nuevos tuvieron dificultad en aceptarla (1 Cor 15,12; 2 Tim 2,17-18).

Jesucristo resucitado es la resurrección y la vida eterna de los muertos (Jn 6,39-54; 11,25). El enseña con seguridad total que todos los hombres, justos y pecadores, resucitarán en el último día (Mt 5,29; 10,28; 18,8; Lc 14,14): Saldrán de los sepulcros «los que han obrado el bien para la resurrección de vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condenación» (Jn 5,29).

Los Apóstoles de Jesús anunciaron la resurrección con energía e insistencia, considerándola una de las claves fundamentales del mensaje evangélico (Hch 4,2. 10; 17,18; 24,15. 21; 26,23; Rm 8,11; 1 Cor 15; 2 Cor 4,14; 1 Tes 4,14.16; Heb 6,12; Ap 20,12-14; 21,4). En efecto, los cristianos «somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos que venga el Salvador, el Señor Jesucristo, que transformará nuestro cuerpo miserable asemejándolo a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter así todas las cosas» (Flp 3,20-21).

Desde el principio, la fe de la Iglesia ha afirmado que «cuando venga el Señor, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos» (Símbolo Quicumque, s.IV-V?: Dz 76). Adviértase el realismo enfático de estas antiguas declaraciones: «Creemos que hemos de ser resucitados por El en el último día en esta carne en que ahora vivimos» (Fe de Dámaso, hacia a.500: Dz 72; +540). Los hombres han de resucitar «con el propio cuerpo que ahora tienen» (concilio IV Laterano 1215: Dz 801; +684, 797, 854, 1002).

Y esta fe en nada se ve impedida por el hecho de que las mismas partículas puedan, con el tiempo, pertenecer a cuerpos u organismos diversos, pues también el cuerpo terreno guarda su identidad y permanece siempre el mismo, a pesar del continuo recambio metabólico.

Es verdad, como advierte el Catecismo, que «desde el principio la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (+Hch 17,32; 1 Cor 15,12-13). "En ningún punto la fe cristiana encuentra más grande contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín, Salm. 88,2,5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo, tan manifiestamente mortal, pueda resucitar a la vida eterna?» (996).

Y sin embargo, ésta es precisamente la fe cristiana en la resurrección de los muertos: «En la muerte, separación del alma y cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible, uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús» (997).

¿Y cuándo sucederá esto? «Sin duda en el "último día" (Jn 6,39-40. 44. 54; 11,24); "al fin del mundo" (Vat. II, LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: "El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1 Tes 4,16)» (1001).

Hay, por tanto, una escatología intermedia, que se refiere sólo al alma, y una escatología plena, referida al alma y al cuerpo; la primera se inicia con la muerte, la segunda en el último día, cuando venga Cristo.

((La moderna teología protestante tiende a suprimir la escatología intermedia, y concibe la escatología en una fase única, muerte-resurrección, pues no admite la idea de un alma separada, superviviente al cuerpo, como si tal hipótesis fuera extraña a la Biblia. En no pocos ambientes católicos se ha difundido este grave error.

La Congregación para la Doctrina de la Fe consideró necesario recordar a los fieles que «la Iglesia cree en la resurrección de los muertos. Entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre; para los elegidos no es sino la extensión de la misma resurrección de Cristo a los hombres. Espera "la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor"(parusía) (Vat. II, DV 4b), considerada, por lo demás, como distinta y aplazada con respecto a la condición de los hombres inmediatamente después de la muerte» (Carta 17-V-1979; +Pozo 165-323, 465-537; Sayés 13-19.))

La gloria de los justos resucitados será algo que queda más allá de lo que la mente humana puede imaginar, concebir y expresar. Los justos bienaventurados serán inmortales, como enseña Jesús: «Los que fueren hallados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de entre los muertos... ya no pueden morir, pues son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20,35-36). Los resucitados serán impasibles, libres de todo padecimiento y penalidad (Ap 7,16; 21,4). Serán indeciblemente bellos, «brillarán como el sol en el reino del Padre» (Mt 13,43), y unos tendrán, eso sí, mayor luminosidad que otros (1 Cor 15,41). Como una semilla se transforma en fruto, «así en la resurrección de los muertos; se siembra lo corruptible, resucita incorruptible» (15,42). Y como en la tierra llevamos la imagen del hombre terreno, que es Adán, «llevaremos también la imagen del celestial», que es Cristo (15,45-49).

El infierno

«Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión defintiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (Catecismo 1033).

«La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte, y sufren allí las penas del infierno, "el fuego eterno". La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira» (1035).

Jesucristo tiene por los hombres un amor tan grande que, arriesgando la propia vida, les asegura con frecuencia que a causa de sus pecados pueden condenarse eternamente en el infierno. Y es de notar que mientras Jesús alude en el evangelio con mucha frecuencia al infierno, tal alusión es relativamente infrecuente en los escritos de los Apóstoles. Quizá la razón sea que Jesús en su predicación trataba de suscitar la fe en unos hombres muchas veces hostiles al Evangelio; en tanto que los escritos apostólicos se dirigían a los creyentes, ya santificados por el Espíritu. Hoy, en la actividad apostólica, deberemos seguir esa misma norma pedagógica.

En efecto, «Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga"» (Catecismo 1034). Si nos fijamos únicamente en el evangelio de San Mateo, Cristo llama al infierno gehenna (5,29-30; 10,28; 23,15. 33), fuego inextinguible (3,12; 5,22; 13,42. 50; 18,9; 25,41), castigo eterno (25,46), donde hay tinieblas (8,12; 22,13; 25,30) y lamentos horribles (13,42. 50; 24,51). Muchas parábolas de Jesús llevan como trasfondo final la posibilidad del cielo o del infierno: trigo y paja (3,12), trigo y cizaña (13,37-43), peces buenos y malos (13,47-50), ovejas y cabritos (25,31-46), vírgenes prudentes o necias (25,1-13), invitados adecuada o inadecuadamente vestidos (22,1-14), siervos fieles o perezosos (24,42-51), talentos negociados o desperdiciados (25,1430). Otras figuras equivalentes -sarmientos que permanecen o no en la vid- son referidas en los otros evangelios (Jn 15,1-8).

También los apóstoles predican sobre el infierno, sobre todo cuando ven amenazada en los fieles la obediencia al Evangelio del Señor (Rm 2,6-9; 1 Cor 6,9-10; Gál 6,7-8; 2 Tes 1,7-9; Heb 10,26-31; 2 Pe 2; Judas 5,23; Ap 20,10; 21,8).

El temor del infierno debe estar, pues, integrado en la espiritualidad cristiana, siempre moderado por la confianza en la misericordia de Dios. El justo ha de vivir de la fe, la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo (Rm 1,17; 11,17); y ya hemos visto que Jesús incluía el tema del infierno en su enseñanza evangélica: «Temed a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).

El temor del infierno debe alejarnos de todo pecado, debe afirmarnos en el ascetismo verdadero, pero además ha de impulsarnos al apostolado, para salvar a los hombres en Cristo, «arrancándolos del fuego» (Judas 23). Santa Teresa tuvo una visión del infierno que le aprovechó mucho (Vida 32), y que le estimuló grandemente al apostolado en favor de las almas: «Por librar una sola de tan gravísimos tormentos pasaría yo muchas muertes de muy buena gana» (32,6; +6 Moradas 11,7).

El cielo

«Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque le ven "tal cual es" (1 Jn 3,2), cara a cara (1 Cor 13,12; Ap 22,4)» (Catecismo 1023).

¿Cómo será el cielo por dentro?... Es imposible para el hombre en este mundo imaginar siquiera la gloria de «las moradas eternas» (Lc 16,9), la feliz hermosura de la Casa del Padre, pues «ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9).

Pero, en todo caso, el Nuevo Testamento nos presenta el cielo como un premio eterno que han de recibir los que permanezcan en Cristo. El cielo es un tesoro inalterable, ganado en este mundo con las obras buenas (Mt 6,20; Lc 12,33); es «la corona perenne de gloria» (1 Pe 5,4; +1 Cor 9,25). La felicidad celestial es tan inmensa que no guarda proporción con los sufrimiento de esta vida, pues «nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente» (2 Cor 4,17; +Rm 8,18).

Dios nos ha revelado el cielo sirviéndose también de algunas imágenes y parábolas. Jesús habla a veces del cielo como de un convite de bodas (Mt 22,1-14), donde él se une a la humanidad como Esposo, y en el que se bebe el fruto de la vid (26,29). Lo que ahora se anticipa en la Eucaristía, se realizará entonces plenamente, cuando vuelva el Señor, en una Cena festiva. El mismo entonces servirá a sus siervos fieles, que serán dichosos (Lc 12,35-38); él hará «entrar en el gozo de su Señor» al servidor que hizo rendir los talentos (Mt 25,21-23). En esa ocasión, las vírgenes prudentes entrarán con él a las bodas, y se cerrará la puerta (25,10).

El cielo puede también contemplarse como «la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén» (Ap 21-22). El apóstol San Juan la describe así como una esposa bellísima, adornada para su esposo. Es una Ciudad sagrada, un ámbito glorioso, lleno de la Presencia divina, donde ya no hay lugar para el llanto, el trabajo, el dolor y la muerte. Esta Ciudad sagrada está rodeada por una muralla que lleva los nombres de los doce Apóstoles. No hay en ella iglesias, pues toda ella es un Templo. No hay en ella lámparas, pues el Cordero es su luz, y la gloria de Dios lo ilumina todo.

Todavía hallamos en el Nuevo Testamento conceptos aún más profundos y expresivos para manifestar el inefable misterio del mundo celestial:

El cielo es la vida eterna. Esta parece haber sido la palabra preferida por Jesús y los Apóstoles para hablar del cielo. En los evangelios sinópticos el justo está destinado a «entrar en la vida», a recibir «la vida eterna en el siglo futuro» (Mc 9,43. 45. 47; 10,17. 30). La vida eterna es, pues, «el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34. 46). En los escritos de San Juan se profundiza notablemente esta doctrina. La vida eterna es Cristo mismo (Jn 11,25; 14,6; 1 Jn 5,20), y a ella tienen acceso los que viven de Cristo (Jn 6,57; 14,19): «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10,10; +6,33; 1 Jn 4,9). Es una vida que se alcanza por la fe en Jesucristo: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jn 3,36; +5,24; 6,47. 53-54; 17,3; 1 Jn 5,11. 13). Sólo se poseerá en plenitud cuando la fe se haga visión de Cristo glorioso: «Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Y la substancia de esa vida eterna es el amor divino trinitario, vivido en una perfecta comunión de amor fraterno (Jn 17,26; 1 Jn 1,3; 2,23-24; 3,14; 4,12).

San Pablo entiende la vida eterna como San Juan; pero, al modo de los sinópticos, suele referirla más bien a la resurrección final (Rm 2,7; 5,21; Gál 6,8; Tit 1,2). Sin embargo, él también conoce los frutos presentes de la vida en Cristo (Rm 8,2. 10; Gál 5,25). Lo que sucede es que «vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros os manifestaréis gloriosos con él» (Col 3,34). Mientras tanto, somos «herederos, en esperanza, de la vida eterna» (Tit 3,7), vida plena y bienaventurada en la que ingresaremos cuando la fe se haga visión inmediata de Dios (1 Cor 13,12; 2 Cor 5,7).

El cielo es estar con Cristo. El mismo Jesús revela que el cielo para el hombre es estar con él. «Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él Conmigo» (Ap 3,20). «Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros» (Jn 14,3). «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que me has dado, para que contemplen mi gloria» (17,24). Una frase del Crucificado expresa asl el cielo en forma conmovedora: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43; +2 Cor 12,4; Ap 2,7).

San Pablo, en este mismo sentido, dice: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1,23). «Preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Cor 5,8). «Así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,18). Y los primeros cristianos también pensaban en el cielo de este modo, como se ve en el martirio de San Esteban (Hch 7,55-60). Estos textos, como aquellos otros del Apocalipsis que revelan la función beatificante del Cordero en la Ciudad Celeste, nos muestran que la sagrada Humanidad de Jesucristo no sólo en la tierra, sino también en el cielo, es siempre el acceso que el hombre tiene para la plena unión con la Trinidad divina.

Los justos, ya en el cielo, son bienaventurados aún antes de la resurrección de los cuerpos, que se producirá en la parusía. Benedicto XII enseñó que «una vez hubiere sido o será iniciada en ellos esta visión intuitiva y cara a cara [de Dios] y el goce [consecuente], la misma visión y goce es continua, sin intermisión alguna de dicha visión y goce, y se continuará hasta el juicio final [cuando resuciten los cuerpos], y desde entonces hasta la eternidad» (const. Benedictus Deus 1336: Dz 1001).

Sin embargo, «la insistencia y el énfasis con que la Escritura y los Padres se refieren a ese "día del Señor"», escribe el padre Pozo, nos hace pensar que «por la resurrección se da un aumento intensivo de lo que es substancial de la bienaventuranza» (318-319).

Por otra parte, en la felicidad celestial hay grados diversos. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas», dice Jesús (Jn 14,2), y aunque todos los justos serán en el cielo plenamente felices, unos lo serán más que otros, porque una mayor caridad les habrá hecho capaces de un gozo mayor. En efecto, el Señor «dará a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; +1 Cor 3,8), y «el que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largueza, con largueza cosechará» (2 Cor 9,6; +15,41).

El concilio de Florencia declaró que los bienaventurados «ven claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es; unos sin embargo con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (1439: Dz 1305; +1582). Y Santa Teresa decía que en el cielo «cada uno está contento con el lugar en que está, con haber tan grandísima diferencia de gozar a gozar en el cielo» (Vida 10,3).

A la espera del Señor

La Iglesia vive «aguardando la feliz esperanza y la manifestación esplendorosa del gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13; +1 Tim 6,14). La Iglesia espera a Cristo como el siervo la vuelta de su señor, mejor aún, como la Esposa aguarda el regreso del Esposo. «Hasta que el Señor venga -dice el Vaticano II- revestido de majestad y acompañado de sus ángeles, y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas, hasta entonces, unos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando «claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es» (Florentino: Dz 1305); pero todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad con Dios y con el prójimo, y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios» (LG 49a).

Y «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», todos los fieles -del cielo, de la tierra y del purgatorio- estamos unidos en la comunión de los santos, cuya manifestación principal se da en la Eucaristía. En efecto, enseña el concilio Vaticano II que «en la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro del Santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él (+Flp 3,20; Col 3,4)» (SC 8).