5. La pobreza

AA.VV., La pauvreté évangélique, París, Cerf 1971; AA.VV., Pauvreté chrétienne, DSp 12 (1983) 613-697; J. Dupont, Les beatitudes, I-II, París, Gabalda 1969; Renoncer a tous ses biens (Lc 14,33), «Nouv. Rev. Théologique» 93 (1971) 561-582; M. Farina, Chiesa dei poveri e chiesa dei poveri, Roma, LAS 1988; A. Gelin, Les pauvres que Dieu aime, París, Cerf 1967; L. Gignelli, La p. nella dottrina dei Santi Padri, «Quaderni di Spiritualità Francescana» 19 (1971) 35-66; J. M. Iraburu, P. y pastoral, Estella, Verbo Divino 1968, 2ª ed.; F. López Melús, P. y riqueza en los evangelios, Madrid, Studium 1963; M. G. Mara, Richezza e povertà nel cristianesimo primitivo, Roma, Cita Nuova 1980; P. R. Regamey, La p. et l’homme d’aujourd’hui, París, Aubier 1963; J. Staudinger, El sermón de la montaña, Barcelona, Herder 1962.

Los tres consejos evangélicos

Enseña Juan Pablo II que en el Evangelio hay muchas recomendaciones del Señor: «así, por ejemplo, la exhortación a no juzgar (Mt 7,1), a prestar «sin esperar remuneración» (Lc 6,35), a satisfacer todas las peticiones y deseos del prójimo (Mt 5,40-42), a invitar en el banquete a los pobres (Lc 14,13-14), a perdonar siempre (Mt 6,14-15), y muchas otras cosas semejantes. Si la profesión de los consejos evangélicos, siguiendo la Tradición, se ha centrado sobre castidad, pobreza y obediencia, tal costumbre parece manifestar con suficiente claridad la importancia que tienen como elementos principales que, en cierto modo, sintetizan toda la economía de la salvación» (exhort. apost. Redemptionis Donum 25-III-1984, 9).

De dos modos el cristiano participa del señorío de Cristo sobre las criaturas. La posesión de las criaturas -el campo, el trabajo, la mujer, la familia, la casa- es un modo, querido por Dios (Gén 1,28-31), de ejercitar el dominio sobre la creación, y configura la vida secular de los laicos. Y la abstención de las criaturas y de su libre disposición -en pobreza, celibato y obediencia- es otra manera cristiana de dominar sobre las criaturas del mundo visible; y este modo es el que caracteriza la vida del seguimiento de Cristo, dejándolo todo.

Los que poseen deben tener como si no tuvieran, es decir, sin ser dominados por lo que poseen, con perfecta libertad de corazón: «Os digo, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29-31). Y por otra parte, los que han sido llamados a no tener, deben ser fieles a su peculiar vocación: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme» (Mt 19,21).

Normalmente una misma llamada del Señor fundamenta en los cristianos pobreza, celibato y obediencia. Así fue, concretamente, la vocación de los apóstoles, que, para seguir a Jesús, dejaron todas las formas de poseer las criaturas de este mundo (Lc 18,28-29). Y es que los tres consejos evangélicos, en el fondo, tienen un mismo espíritu: morir con Cristo al mundo, para vivir más con él en su Reino; empobrecerse para ser enriquecidos en Cristo y poder enriquecer a otros.

La obediencia es el más valioso de los consejos evangélicos. Es esta una doctrina tradicional, expuesta por Santo Tomás: «El voto de obedecer es el principal, porque por el voto de obediencia el hombre ofrece a Dios lo mayor que posee, su misma voluntad, que es más que su propio cuerpo, ofrecido a Dios por la continencia, y que es más que los bienes exteriores, ofrecidos a Dios por el voto de pobreza» (STh II-II,186, 8; +Juan XXII, bula Quorundam exigit 7-X-1317: Guibert 262).

Recordemos también que la perfección cristiana consiste en los preceptos, y sólo secundaria e instrumentalmente en los consejos. Ya lo consideramos al tratar de la perfección (STh II-II,184,3). Olvidar esto nos llevaría a ignorar que los laicos están realmente llamados a la perfección evangélica. Por tanto, también ellos reciben de Dios gracia para vivir espiritualmente la substancia de los mismos consejos que otros han sido llamados a vivir espiritual y materialmente. Según esto, la doctrina que expondremos aquí sobre pobreza, castidad y obediencia, no se refiere sólamente a quienes viven la vocación apostólica, dejándolo todo y siguiendo a Jesús, sino también a los cristianos laicos.

La revelación de la pobreza

El Antiguo Testamento apenas desvela el valor religioso de la pobreza. En Israel la riqueza es considerada signo de la bendición de Dios sobre los justos (Job 42,10; Ez 36,28-30; Joel 2,21-27).

Sin embargo, en el Antiguo Testamento el camino de la pobreza se revela poco a poco ya en el hecho mismo de que Dios elija entre todos los pueblos a Israel, «el más pequeño de todos» (Dt 7,7), o en que varias veces escoja misteriosamente a mujeres estériles como portadoras de la promesa (Sara, Rebeca, Raquel... Isabel: Gén 16,1; 21,1-2; 25,21; 29,31; Lc 1,36). La austera figura de Elías anticipa la de Juan Bautista (2 Re 1,8; Mt 3,1.4), como el Canto de Ana, elevando a los pobres, anticipa el Magníficat de María -y el de Jesús- (Lc 1,46-55; 10,21; +1 Sam 2,1-10). El Siervo de Yavé, que se anuncia como Salvador (Is 52-53), no es descrito en riqueza y gloria, sino en pobreza y humillación. Y en fin, en el Antiguo Testamento los pobres de Yavé, desvalidos y humildes, fieles a la Alianza en medio de generalizadas rebeldías, tienen notable importancia. Ellos cumplen el proyecto del Señor: «Dejaré en medio de ti [Israel] como resto un pueblo humilde y modesto, que esperará en el nombre de Yavé» (Sof 3,12). «Se regocijarán en Yavé los humillados (anawim), y aun los más pobres (ebionim) se gozarán en el Santo de Israel» (Is 29,19). Por estos pobres vendrá la salvación de Dios, pues el Santo se hará uno de ellos.

La revelación plena de la pobreza se da en Jesucristo, que «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9). El elige nacer de una familia modesta, en un pesebre. Y al presentarlo en el Templo, José y María hacen la ofrenda de los pobres, un par de pichones (Lc 2,24). Casi toda la vida de Jesús transcurre oculta en Nazaret, en el marco, tan duro y escaso entonces, de un pueblecito galileo de montaña. Durante su vida pública «no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Finalmente, rechazado por el mundo de los poderosos, muere desnudo en la cruz, entre dos malhechores, y es enterrado en un sepulcro prestado. Es éste un gran misterio...

Jesús prefiere la pobreza, que es en él una señal mesiánica: «Esto tendréis por señal: Encontraréis al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Prefiere la pobreza porque es el Hijo, porque en la plenitud de su filiación quiere revelar su absoluta dependencia del Padre providente. Y prefiere la pobreza porque es el Redentor que viene a librarnos del pecado y de sus nefastas consecuencias, una de las cuales es precisamente la maldita pobreza. El va a hacer bendición de la maldición.

Jesús prefiere a los pobres, pues se sabe enviado «para evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). El realiza el designio divino anunciado en los salmos: «Por la opresión de los pobres, por los gemidos de los menesterosos, ahora mismo me levantaré, y les daré la salud por la que suspiran» (Sal 11,6; +71,4. 12-14). La Iglesia Madre, la Esposa de Cristo, al paso de los siglos, declara y expresa con signos eficaces esa especial solicitud amorosa hacia los desvalidos. «Los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviar, defender y liberar a esos oprimidos» (S. Congr. Fe, instr. Libertatis nuntius 68,22-III-1986: DP 1986,67; +Juan Pablo II, 21-XII-1984; 1-II-1985). Jesús entiende como signo mesiánico no sólo su pobreza personal, sino también el hecho de que «los pobres son evangelizados» (Lc 7,22).

Los pobres prefieren a Jesús, pues en él reconocen al Salvador verdadero. Los mismos que le odian, lo atestiguan: «¿Acaso algún magistrado o fariseo ha creído en él? Pero esta gente, que ignora la Ley, son unos malditos» (Jn 7,48-49). Es el mismo reproche, la misma acusación, que hallamos en los inicios de la Iglesia -y que dura hasta hoy-.

Cuenta Minucio Félix, cristiano, que los fieles eran vistos como una «facción miserable vedada por la ley, gavilla de desesperados, hombres ignorantes de la última hez de la plebe, mujercillas crédulas». «Estos infelices» para Luciano de Samosata son simplemente unos pobres diablos (kakodaimones). Y del mismo modo Celso ve a los cristianos como «pobres gentes embaucadas»; es decir, «cardadores, zapateros y bataneros, las gentes, en fin, más incultas y rústicas, que delante de los señores o amos de casa, hombres provectos y discretos, no se atreven ni a abrir la boca; pero apenas toman aparte a los niños y con ellos a ciertas mujercillas sin seso, hay que ver la de cosas maravillosas que sueltan» (BAC 116, 1954: 25, 48, 56, 63).

Sin duda, estas acusaciones contra los primeros cristianos, para tener fuerza polémica, se basaban más o menos en su deslucida condición social; que, por lo demás, y a otra luz, viene también atestiguada por los mismos Apóstoles (1 Cor 1,26-29; Sant 2,5). Ya se ve, pues, que, antes como hoy, al banquete del Reino -de la Iglesia- acuden sobre todo «pobres, tullidos, ciegos y cojos» (Lc 14,21). Y no nos avergoncemos de esto, sino al revés: demos gracias al Padre celestial con María (Lc 1,52) y con Jesús: «Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien» (10,21).

Bienaventurados los pobres

«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). Esta enseñanza de Jesús es diametralmente opuesta al pensamiento del mundo. Para el hombre adámico ésta es una doctrina absurda, escandalosa. Pero ante todo, ¿quiénes son esos pobres (ptojoi), que Jesús considera dichosos? Tres tipos de respuestas se han dado a esta pregunta:

((1ª. -Los pobres del Evangelio son los económicamente pobres, sin más. Según esta tosca concepción -antigua y actual-, la pobreza aparece como un bien en sí, y la riqueza como un mal en sí. O desde otro punto de vista: En la escena criminal del mundo, los pobres serían los buenos, y los ricos, los malos (Lázaro y el rico, Lc 16,25). La Iglesia, ya por el año 1250, condenó los errores de Guillermo Cornelisz: «Ningún pobre puede condenarse, sino que todos se salvarán. Como la herrumbre de los metales al fuego, así todo pecado es consumido en la pobreza y es anulado ante los ojos de Dios» (Guibert 171-172). Santo Tomás enseña que «la pobreza es loable en tanto que libera al hombre de los vicios en que algunos están presos por sus riquezas. Mientras suprima la apetencia que nace de la posesión de las riquezas, es útil a aquellos que pueden aspirar a una vida superior. Pero la pobreza, en la medida en que priva a alguien del verdadero bien que puede emanar de las riquezas, es decir, cuando no permite ayudar a los demás e incluso proveer a la propia subsistencia, es un mal, absolutamente hablando. En efecto, la pobreza no es un bien en sí misma, sino en cuanto libera de las preocupaciones que impiden al hombre dedicarse a las cosas espirituales» (C. Gentes III,133).))

2ª. -Los pobres del Evangelio son los humildes, «los pobres de espíritu» (Mt 5,3). Algunos Padres antiguos -San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Gregorio Magno-, al menos en algunos de sus escritos, entendieron la bienaventuranza de la pobreza en un sentido marcadamente espiritual. San Bernardo, por ejemplo, dice que el Señor en esa bienaventuranza «no habla de aquéllos que son pobres, no por voluntad loable, sino por necesidad miserable»; habla más bien de «los pobres de espíritu, es decir, de los que son pobres con la intención espiritual, con un espiritual deseo, por solo el beneplácito de Dios y la salud de las almas» (Serm. 1 Todos los santos 8; +San Juan de la Cruz, 1 Subida 3,4). Estas interpretaciones, aunque llevan verdad, deben ser consideradas en relación con la 3ª interpretación. De hecho, estos mismos autores valoran altamente la pobreza material y estiman en mucho el peligro de las riquezas; para ellos no da igual ser pobre o rico.

3ª. -Los pobres del Evangelio son los que viven la pobreza efectiva con religiosa humildad de corazón. Esta parece ser la interpretación mas frecuente en los Padres (Staudinger 254). Juan de Maldonado, en el siglo XVI, comentando Mt 5,3, afirma: «Para mí es indiscutible que se trata de los verdaderos pobres, porque el nombre griego que usa el evangelista significa pobres y algo más, mendigos, que es como Tertuliano juzgó acertadamente que se debía traducir. De los humildes se habla en el verso 4, al decir «bienaventurados los mansos». Además se ofrece el reino de los cielos como riqueza que se da a los indigentes: Lucas les contrapone los ricos, y no los soberbios» (BAC 59,233). Es ésta también la interpretación que predomina en los autores actuales (+López Melús 43).

Cristo quiso que sus compañeros y colaboradores más íntimos vivieran pobremente, y de hecho los apóstoles, por iniciativa de Jesús, lo dejaron todo (Mt 19, 27; Lc 18,29). Dejan campos, casas, barcas, redes, la oficina de recaudación de impuestos, en fin, todo lo que tenían, para mejor servir a Jesús entre los hombres. Y los cristianos, cada uno según el modo propio de su vocación, debemos seguir el ejemplo de Jesús pobre (Jn 13,15) y de los Apóstoles llamados a la pobreza (1 Pe 5,3).

¡Ay de los ricos!

«¡Ay de vosotros, ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!» (Lc 6,24-25). La bendición de Jesús sobre la pobreza se entiende mejor cuando se contrapone a esta maldición de la riqueza. En todo caso, la grave peligrosidad de las riquezas debe ser considerada a la luz de todas las enseñanzas de Cristo.

1. -«Toda criatura de Dios es buena» (1 Tim 4,4). Esta es una enseñanza muy fundamental en la Biblia (Gén 1,31; Rm 14,20; 1 Cor 6,12; Tit 1,15), y es la revelación de una verdad que muchas religiones y filosofías antiguas ignoraban. En efecto, todas las criaturas son ontológicamente buenas, aunque en relación al hombre concreto puedan adquirir luego una significación moral buena, mala o indiferente.

2. -Poseer bienes de este mundo es algo bueno, querido por Dios. Fue el mismo Señor quien mandó al hombre poseer la tierra, dominarla y ponerla a su servicio (Gén 1,28-29; Sal 8,7-9). Por tanto, el instinto primario de apropiación en sí es sano, es natural y bueno.

3. -Incluso puede ser bueno poseer riquezas, es decir, una abundancia de bienes claramente superior a la media. Si Dios creó el mundo naturalmente jerárquico y desigual, es indudable que en la Providencia divina ricos y pobres tienen su lugar. No es voluntad de Dios que todos sean iguales en la posesión de bienes de este mundo. O en otras palabras: puede haber riquezas legítimamente adquiridas y honestamente poseídas. Puede haber, sin duda, riquezas benéficas, realmente puesta al servicio de Dios y del bien común de los hombres.

((Es herejía creer que ningún rico puede salvarse. Ebionitas, apostólicos o apotácticos, encratitas o abstinentes, tacianos, cátaros, y no pocos cristianos de hoy, pensaron y piensan que riqueza y caridad son absolutamente incompatibles. La Iglesia ha tenido que rechazar este error no pocas veces al paso de los siglos. El sínodo Diospolitano (a.415) condena la enseñanza de algunos pelagianos que decían: «A los ricos bautizados, a no ser que renuncien a todos sus bienes, no se les contará ni aquello que al parecer hacen de bueno, y no podrán obtener el reino de Dios» (Guibert 52). Durando de Huesca, en 1208, hubo de retractarse y confesar que «se salvan los que permanecen en el mundo poseyendo sus cosas, y hacen limosnas y otras obras buenas con sus propios bienes, guardando los preceptos del Señor» (ib.142: Dz 797). También la Iglesia condenó el error de Guillermo Cornelisz, el cual mantenía que «ningún rico puede salvarse y que todo rico es avaro» (Guibert 171; +Dionisio Foullechat, a.1369, ib.306-308: Dz 1087-1094). Jesús, refiriéndose precisamente a la salvación de los ricos, dijo: «Para los hombres, imposible; mas para Dios todo es posible» (Mt 19,25-26). Santo Tomás, fraile mendicante y gran teólogo de la pobreza, nunca enseñó que las riquezas son algo perverso, un mal en sí; por el contrario, reconoció que «también las riquezas, en cuanto son cierto bien, son algo divino, principalmente en cuanto dan posibilidad de hacer muchas obras buenas» (Quodlibeto 10,q.6, a.12 ad 2m; +a.14; STh II-II,129,8; C.Gentes III,133).))

4. -De hecho, sin embargo, «¡qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos!» (Mt 19,23). Qué raras veces saben los ricos poseer sus riquezas sin apego, poniéndolas al servicio de Dios, procurando con ellas su propio bien verdadero, y haciéndolas benéficas para los hombres. Normalmente la posesión de riquezas ocasiona el apego a ellas, y viene a ser así un grave obstáculo para el crecimiento en la caridad, es decir, en el amor al Señor y en el amor a los hermanos.

El peligro de las riquezas

Jesús señaló el peligro de la «seducción de las riquezas», que son como «espinas» que ahogan la Palabra divina sembrada en las almas (Mt 13,22; +Mc 4,19; Lc 8,14; 21,34). Se pierde aquél que «atesora para sí y no es rico ante Dios» (12,15-21). Al fuego eterno irán los malos ricos, que no supieron compadecerse del pobre Lázaro, aunque lo tenían a su puerta (16,19-31). No supieron ver en él a Cristo: «Tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25,31-46).

No siempre, por supuesto, la riqueza es ocasión de perdición eterna, pero con gran frecuencia impide ir a la perfección: es el caso del joven rico que respondió negativamente, no obstante ser bueno y cumplidor, a la llamada de Cristo, y «se entristeció mucho, porque era muy rico» (Lc 18,18-23).

Los apóstoles hacen también advertencias gravísimas a los ricos (Sant 5,1-5) y a los países ricos (Ap 18,7.16). «Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores» (1 Tim 6,9-10).

La Tradición de la Iglesia hace enseñanza constante de esta doctrina. Un texto muy preciso de Santo Tomás puede darnos la síntesis del pensamiento de los Padres y de los santos: «Desde el momento en que una persona posee bienes de este mundo, ve su alma arrastrada al amor de los mismos. Por eso el primer fundamento para adquirir la perfección de la caridad es la pobreza voluntaria, según dice el Señor: "Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme" (Mt 19,21). La posesión de las riquezas de suyo dificulta la perfección de la caridad, principalmente porque arrastran el afecto y lo distraen; ya se ha dicho que "los cuidados del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra" de Dios (13,22). Por eso es difícil conservar la caridad entre las riquezas. Y así dice el Señor: "Qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos" (19,23). Y esto, ciertamente, debe entenderse de aquel que de hecho posee riquezas, pues de aquel que pone su afecto en las riquezas, dice el Señor que es imposible, cuando añade: "Más fácil es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos" (19, 24)» (STh II-II,186,3 in c. y ad 4m).

El Magisterio apostólico puede aquí ser representado por Pío XII: «¿Qué hombre, partícipe de esa enfermedad que lleva consigo el pecado de nuestro primer padre, a menos de contarse entre los más perfectos que la gracia de Dios ha excepcionalmente suscitado, podrá guardar su corazón completamente desprendido de las cosas de la tierra [pobreza espiritual], si de algún modo no se aparta lo más posible de ellas y no se abstiene valientemente de las cosas terrenas [pobreza material]? Nadie goza de las comodidades de que este mundo abunda, ni toma parte en los placeres de los sentidos, ni se recrea en los goces que ofrece más y más cada día a sus adeptos, sin perder algo de su espíritu de fe y de su caridad con Dios» (11-II-1958; +LG 42e; GS 63c).

((No obstante estos graves avisos del Señor, son muchos los cristianos que no reconocen la peligrosidad de las riquezas. Que los cristianos alejados, habitualmente distantes de la Biblia, de la Iglesia, de la oración y de los sacramentos, estimen la riqueza como una de las mayores bienaventuranzas, y centren su esfuerzo en conservarlas o en adquirirlas, es perfectamente normal y previsible. Hay que elegir entre servir a Dios y servir a las riquezas (Mt 7,24). Y ellos, como no tienen puesta la vida al servicio de Dios, la tienen al servicio del dinero. Normal.

Más extraño resulta que algunos cristianos ricos, siendo ortodoxos y piadosos, no vean en sus altos salarios o en sus crecidas rentas un grave peligro para el crecimiento en la caridad. Consideran, al parecer, que la búsqueda de la perfección cristiana es -al menos en los laicos- perfectamente compatible con un género de vida sólo posible para una pequeña parte de la sociedad en que viven, y sólo asequible para una mínima parte de la humanidad actual, en la que tantos hijos se le mueren a Dios de hambre.

Esto es algo que, por ejemplo, Santa Teresa no podía entender: «Yo lo pienso muchas veces y no puedo acabar de entender cómo hay tanto sosiego y paz en las personas muy regaladas» (Medit. Cantares 2,15). «Gózanse de lo que tienen, dan una limosna de cuando en cuando, no miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos para que repartan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo» (2,8). Es como si ignorasen que de esos formidables presupuestos familiares, de esos viajes y vacaciones costosísimos, de esas necesidades falsas admitidas como reales por mimetismo mundano, y de tanto gasto inútil han de dar estrecha cuenta a Dios: «Y ¡cuán estrecha! Si lo entendiese [el rico], no comería con tanto contento ni se daría a gastar lo que tiene en cosas impertinentes y de vanidad» (2,11). «¡Ay de los ricos!», dice el Señor...))

Los valores de la pobreza evangélica

Los valores fundamentales de la pobreza cristiana son varios, relacionados todos entre sí.

Pobreza de criaturas para enamorarse más de Dios. -El cristiano ha de procurar no tener, o tener como si no tuviera, de modo que su corazón esté siempre libre para amar a Dios. En este sentido, enriquecerse de criaturas suele ser empobrecerse de Dios. Si leemos muchos diarios y revistas fascinantes, dejamos la Biblia a un lado. Si permitimos que la televisión se apodere de nosotros con sus mil variedades, olvidamos el sagrario. Si viajamos de aquí para allá para distraernos, nos vamos incapacitando para estar un rato de oración con el Señor. Y así ocurre con todo, incluso con las cosas de suyo mejores, pero poseídas sin espíritu de pobreza.

San Juan de la Cruz lo explica así: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Y esto es así porque el hombre es pecador, no por las criaturas en sí mismas. Por eso, «aunque es verdad que los bienes temporales, de suyo, necesariamente no hacen pecar, pero porque ordinariamente con flaqueza de afición se ase el corazón del hombre a ellos y falta a Dios -lo cual es pecado, porque pecado es faltar a Dios-, por eso dice el Sabio que [si fueres rico] no estarás libre de pecado» (18,1). De ahí que cada uno, según su estado y vocación, debe empobrecerse de criaturas por el ayuno y la limosna para enriquecerse en el amor a Dios y al prójimo.

Pobreza para vivir como hijo de Dios. -El hijo emancipado vive de los bienes recibidos de su padre, pero separado de éste, mientras que el que vive como hijo vive en la casa del padre, sin nada propio, recibiéndolo todo de él directamente. El rico quiere asegurar su vida con bienes de este mundo: «La riqueza es para el rico fuerte ciudadela; le parece una alta muralla» (Prov 18,11). El pobre, con prudencia espiritual, procura en cambio la inseguridad, el desvalimiento, para que su circunstancia de vida le ayude a buscar siempre en Dios su apoyo: «Sólo Dios basta» (Santa Teresa, poesía 30).

San Ignacio de Loyola cuenta de sí mismo que cuando, a poco de su conversión, quiso ir a Jerusalén -un viaje entonces no poco azaroso-, «aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio. Y así un día a unos que mucho le instaban, él dijo que deseaba tener tres virtudes: caridad y fe y esperanza; y llevando un compañero, cuando tuviese hambre esperaría ayuda de él; y cuando cayese, que le ayudaría a levantar; y así también se confiara de él y le tendría afición por estos respectos; y que esta confianza y afición y esperanza la quería tener en solo Dios. Y esto que decía de esta manera, lo sentía así en su corazón. Y con estos pensamientos él tenía deseos de embarcarse no sólamente solo, mas sin ninguna provisión» (Autobiografía 35). La pobreza es un apasionado deseo de apoyarse directamente en Dios, viviendo como hijo, confiándose gozosamente a la continua solicitud amorosa de la Providencia divina.

Pobreza por amor a Cristo pobre. -Esta motivación de la pobreza es una de las más reiteradas por los santos y los maestros espirituales. Los miembros del Cuerpo quieren participar de la pobreza que su Cabeza eligió para sí, pues no conviene que el siervo sea mayor que su Señor, ni que el discípulo se vea mejor que su Maestro (Jn 15,20). Por eso no se comprende que un cristiano pueda aguantar una vida de riqueza, como no sea que graves razones de bien común así lo aconsejen. San Juan de Avila predicaba en un sermón: «¿Cómo puedes, hombre regalado, llevar tus blanduras y deleites, viendo a Cristo en un pesebre? ¿No has vergüenza, hombre, que buscas altezas? ¿Cómo lo puedes sufrir?» (Serm.4 Navidad 450; +Serm.3 vísp. Navidad 205-245).

Pobreza para participar más de la cruz de Cristo. -Todos los hombres sufren, pero los pobres más. Por eso, el que quiere vivir «crucificado con Cristo» (Gál 2,19), evita hasta la sombra de la riqueza, y busca la pobreza, para colaborar más en la redención del mundo, completando en sí mismo lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). La pobreza, sin duda, tiene no poco de martirio. San Bernardo dice que «con la pobreza se compra lo que con el martirio sufrido por Cristo se obtiene sin dilación alguna» (Serm.1 todos Santos 15).

Pobreza por amor a los pobres. -Los bienes económicos son limitados, y no puede haber limosna sin ayuno. El que ama de verdad a sus hermanos pobres, consume lo menos posible en sí mismo, para poder así ayudarles con más. Pero no sólo es eso; el que ama a los pobres quiere acercarse a ellos, unirse más con ellos, compartir en lo posible sus situaciones precarias -aunque esto no trajere a los pobres ningún beneficio material inmediato-. Y por eso busca y procura vivir la pobreza. Por lo demás, «pobres, en todo tiempo los tendréis con vosotros» (Mt 26,11). Los tenemos en los países pobres, pero también en los pueblos ricos, ya que pobre es un concepto relativo: es pobre el que tiene menos de lo que posee la mayoría de sus conciudadanos.

La cristiana veneración a los pobres queda muy bien reflejada en este texto de San Ignacio de Loyola: «Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo» (+Sal 11,6; Lc 4,18); y Dios «tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el santísimo colegio [apostólico] de entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por príncipes de su Iglesia»... Los pobres «no sólo son reyes, mas hacen participantes a los otros del reino, como en San Lucas (16,9) nos lo enseña Cristo, diciendo: «Granjeaos amigos con esa riqueza de iniquidad, para que cuando os venga a faltar, os reciban en las moradas eternas». Estos amigos son los pobres, por cuyos méritos entran los que les ayudan en los tabernáculos de la gloria, y sobre todo los voluntarios. Según San Agustín, éstos son aquellos pequeñitos de los cuales dice Cristo: «Cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeñuelos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40)» (Cta.39).

Pobreza por humildad. -A los pobres se les dice gente humilde, y hay razón para ello. Cierto que humildad o soberbia pueden hallarse en ricos o en pobres, pero, como dice San León Magno, «no puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres en su indigencia se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia» (ML 54,462). Y a la vanidad.

Pobreza por libertad espiritual. -El hombre ávido de bienes de este mundo -dinero, poder, prestigio-, está perdido para la verdad y el bien. Es inevitable que en uno u otro grado se haga cómplice de los errores y males de su tiempo, pues sin esa complicidad no podría triunfar en el mundo. Por eso Jesús aconseja tanto la pobreza, a fin de que el corazón del hombre quede libre para la verdad y el bien, es decir, quede dócil al Espíritu Santo y a todos sus sorprendentes caminos y luces. Aquí hemos de recordar lo que, tratando de la carne, decíamos de la ascesis liberadora de la voluntad.

San Juan de la Cruz describe bien las distintas relaciones que con las criaturas tienen el que está asido a ellas y el desasido: «Éste, en tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (+2 Cor 6,10); ese otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón, por lo cual, como cautivo, pena» (3 Subida 20,3).

Pobreza por liberarse del Demonio. -Apenas puede el Demonio dañar al hombre si no encuentra en éste avidez de criaturas. Ya sabe Satanás que él mismo no es atrayente para el hombre, y por eso emplea normalmente la fascinación de las criaturas para someterle de este modo a su influjo. Observa Staudinger (187), comentando Mt 6,24, que en la Escritura «ni la riqueza en sí, ni los bienes de la vida como tales son presentados como opuestos a Dios, sino "el Príncipe de este mundo", que los ha tomado a su servicio y los ha convertido en reclamos para el triunfo de su espíritu en la tierra. Frente a ello sólo cabe una actitud: liberarse de todo esto, al menos interiormente, con la disposición de ánimo de la pobreza de espíritu».

Pobreza para el apostolado. -Jesucristo, el Apóstol supremo (Heb 3,1), quiso ser pobre para vivir más profundamente su relación filial con el Padre, para mejor manifestar al mundo esa relación filial, y para mostrarse fidedigno ante los hombres. Fue pobre, dice Santo Tomás, «porque esto convenía para su oficio de predicador» (STh III,40,3). Y por esas mismas razones quiso Jesús que sus apóstoles evangelizasen en pobreza (Lc 9, 3-4), sin oro ni plata (Hch 3,6), dejándolo todo (Mt 19,27).

San Pablo insiste mucho en la conveniencia de la pobreza para el apostolado Debe ser patente que el apóstol busca no los bienes del hombre, sino el bien del hombre (2 Cor 12,14). Y ha de ser también manifiesto que, en el mundo, el lugar del apóstol es el lugar de Cristo: persecución, pobreza, humillación y muerte. En la flaqueza está la fuerza del apóstol (1 Cor 4, 9-13; 2 Cor 4,8-12; 12,9-10). La eficacia de su ministerio no ha de estribar en dinero, organización, métodos, vanas ciencias y elocuencias, sino en «la demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no se funde en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2,1-5).

Medida de la pobreza

El espíritu de pobreza debe crecer sin medida, pero la pobreza material, en su realización concreta, debe tener una medida, según ciertos principios de la prudencia del Espíritu Santo. Tratemos de señalar estos principios.

1. -La pobreza evangélica no está en seguir el nivel de vida general del medio en que se vive, evitando sólamente aquellos gastos que, al no ser comunes, pueden considerarse superfluos. En muchas sociedades actuales la estimulación al consumo -en comida, vestidos, casa, viajes, vacaciones, comodidades, cuidados corporales, etc. etc.- es tan eficaz y exorbitante, que el nivel medio de vida establecido para muchas personas no sólo no es evangélico, pero ni siquiera razonable. Muchas veces lo superfluo es considerado necesario.

2. -Más aún, la pobreza evangélica implica a veces la privación de lo necesario; se entiende, de lo realmente necesario. Jesucristo elogia a aquella pobre viuda «porque todos han echado de lo que les sobra, mientras que ella ha echado de lo que le hace falta, todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,43). Así han entendido los santos la pobreza cristiana, y así la han vivido y enseñado. San Bernardo exhorta al ideal de «procurar a otros las cosas necesarias, padeciendo nosotros necesidad» (Serm. 35 de los tres órdenes 5). No siempre, por supuesto, la pobreza lleva a privarse de lo necesario -sería suicida-, pero si de verdad es evangélica, a veces sí.

((Una pobreza razonable, que limita sólo a lo necesario, no participa a fondo de la pobreza de Cristo, pues el amor de Cristo da a la pobreza una fisonomía crucificada, loca y escandalosa (1 Cor 2,21-24). La verdadera pobreza evangélica, por ejemplo, es aquella pobreza dolorosa de Santa Teresa de Jesús: «¡Oh, qué trabajos, estos atamientos de nuestra pobreza!» (Cta. 202). La pobreza evangélica implica a veces la carencia de lo necesario; y cuando así sea, «no se desconsuelen, que a eso han de venir determinadas; esto es ser pobres, faltarles, por ventura, al tiempo de mayor necesidad» (Constit. 7,1). Santa Teresa del Niño Jesús enseña que «la pobreza consiste no sólo en verse una privada de las cosas agradables, sino también de las indispensables» (Manuscritos autobiográficos VII,16). Implica ante todo un despojamiento radical del espíritu de posesión: «He renunciado a los bienes de la tierra por el voto de pobreza. No tengo, pues, el derecho de quejarme si me quitan una cosa que no me pertenece; antes al contrario, debería alegrarme cuando se me presenta la ocasión de ejercitar la pobreza» (IX,32). Y Santa Bernardita dejó escrito en una libreta de notas: «La pobreza no debe ser sólamente molesta, sino crucificante».))

3. -La pobreza debe ser proporcionada al desarrollo espiritual, y, como ya sabemos, éste se produce según el crecimiento en la caridad. Por tanto, si amamos a Dios poco, pequeña será nuestra capacidad de pobreza, y la carencia de criaturas nos hará vivir más pendiente de ellas que si las tuviéramos en paz. En cambio, si le amamos mucho, las cosas del mundo dejarán de fascinarnos; las amaremos, pero con un corazón libre, y las tendremos sólo en la medida en que Dios lo quiera (+Flp 3,7-8). Ya dice San Juan de Avila que «quien tiene olor de las cosas de Dios, aborrece lo más próspero del mundo» (Serm.12, dom. 4 cuaresma 450). Y del mismo modo, si amamos al prójimo poco, no sentiremos sus necesidades como propias, y necesitaremos muchas cosas para estar contentos; mientras que si le amamos mucho, tendremos aún más contento en dar que en poseer.

Este mismo principio puede ser enunciado de otro modo: poseamos más o menos según «necesitemos tener». Un niño necesita tener juguetes para estar contento. Que los tenga, pues, mientras es niño. Pero que procure crecer, de modo que su corazón se contente con menos cosas y más altas y preciosas. Siempre la paz es un valioso criterio de discernimiento. Tengamos lo que necesitamos tener para vivir en paz; y tengámoslo con acción de gracias, con pobreza de espíritu, y con humildad, reconociendo que nuestra flaqueza o nuestra inmadurez espiritual nos hace necesitar tantas cosas. Esa humildad, unida al espíritu de pobreza, nos hará tender a necesitar cada vez menos criaturas.

4. -La pobreza esté proporcionada al fin de la propia vocación. Una será la pobreza concreta conveniente a éstos o a aquellos otros laicos, según su misión en el mundo; distinta será en laicos, en sacerdotes y religiosos. En religiosos de vida activa será una determinada pobreza, mientras que en los de vida contemplativa será otra, normalmente mayor (C. Gentes III,133). Y puede decirse de todos los estamentos cristianos que «tanto más perfecta será una Orden respecto a la pobreza, cuanto viva una pobreza más acomodada a su fin» (STh II-II,188, 7). Hablando, por ejemplo, San Juan de Avila a sacerdotes les decía: «Si vuestro fin, vos que sois clérigo, es ganar almas a Dios, miremos con qué aparatos y vestidos y aderezos las habéis de llevar; el fin lo descubrirá» (Plát.6 a sacerd. 90).

((Sería un paupertismo erróneo estimar que la pobreza cristiana es tanto más perfecta cuando más extrema en sus concreciones materiales. La pobreza no es en sí misma perfección, no es fin; es medio para la perfección, y en los medios debe haber medida, buscada siempre en la prudencia del Espíritu Santo. En este sentido, Santo Tomás enseña: «Tanto más laudable será ]a pobreza, cuanto el modo pobre de vivir produce menos solicitud [lo cual dependerá no poco, como hemos dicho, del grado de crecimiento espiritual]: no cuanto sea una pobreza cuantitativamente mayor. La pobreza, en efecto, no es un bien en sí misma, sino en cuanto libera al hombre de aquellas cosas que le impiden tender a lo espiritual» (C. Gentes III,133).))

5. -En la duda, procurar tener menos. Como dice Santa Teresa, «mirad siempre con lo más pobre que pudiéredes pasar, así de vestidos como de manjares» como de todo (Medit. Cantares 2,11). Este consejo es válido para todos los cristianos, si bien su realización concreta variará mucho en unos y otros según su vocación y edad espiritual. En el mundo los hombres procuran tener lo más posible. En el Reino los cristianos tienden a tener lo menos posible. Son dos tendencias justamente contrapuestas, dos estilos de vida distintos, el mundano y el cristiano.

Por eso, todo impulso adquisitivo debe ser frenado, ha de ser moderado por la prudencia y el espíritu de la pobreza. No adquiramos nada si estamos en la duda de su necesidad o conveniencia. No compremos algo nuevo, ni mejoremos el modelo viejo, ni nos rodeemos de más cosas, en tanto no estemos moralmente ciertos de que esa adquisición nos es de verdad conveniente o necesaria; es decir, en tanto no estemos seguros de que Dios quiere darnos ese nuevo don. En otras palabras, no queramos tener sino aquello que quiera concedernos nuestro Padre celestial, «de quien desciende todo buen don y todo regalo perfecto» (Sant 1,17).

El cristiano debe sentir verdadera fobia al lujo innecesario. Sólo por razones graves y seguras podrá aceptar en su vida cierto lujo moderado. Pero el lujo superfluo -por ejemplo, viajes innecesarios muy costosos- debe considerarlo con horror, como tener dos esposas, pues es un crimen, es un robo, y mientras haya gente que muere de hambre, puede ser un asesinato. Los Apóstoles no querían en sus fieles ni joyas de oro, ni perlas, ni vestidos o peinados costosos (1 Tim 2,9; 1 Pe 3,3). «Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él. Así que teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos» (1 Tim 6,7-8). Recordemos que en este punto el Evangelio de Cristo hubo de enfrentarse con unas culturas antiguas que apreciaban mucho el lujo, y que incluso lo veneraban como signo inequívoco de honestidad y dignidad. Hoy el Evangelio, en unas coordenadas mundanas semejantes y diversas, debe igualmente enfrentarse con un mundo indeciblemente obsesionado por el consumo material siempre mayor. Pues bien, todo lujo superfluo es un pecado miserable, vergonzoso. San Juan de Avila, como todos los santos, así lo consideraba: «Decí: ¿Qué conciencia hacéis de eso? Ya me ha acontecido a mí no absolver a una buena mujer, honesta y casada, y por tener muchas sayas y locuras, decirla: «Anda a otro confesor, que mi Ego te absolvo no lo llevaréis»» (Serm. 12 dom.4 cuaresma 315).

6. -En fin, la pobreza es una gracia de Dios, y por tanto no debemos decidir su medida según nuestra voluntad, sino mirando cuál sea la voluntad de Dios. Hemos de vivir aquella pobreza que Dios nos quiera conceder: ni mayor, ni menor, ni en otra modalidad distinta. Eso sí, hemos de pedir a Dios la gracia de poder vivir en mayor pobreza. Así lo pedía Santa Teresa, que tantas dificultades e impedimentos encontraba para enderezar el Carmelo por el camino de la pobreza: «En tornando a la oración y mirando a Cristo en la cruz tan pobre y desnudo, no podía poner a paciencia ser rica. Suplicábale con lágrimas lo ordenase de manera que yo me viese pobre como él» (Vida 35,3).

La limosna

La Biblia enseña el gran valor de la limosna, así como su constante necesidad. Hoy, felizmente, se insiste en la justicia social; pero esta insistencia no debe llevar implícito un menosprecio por la limosna -se le dé a ésta el nombre que sea; nosotros usaremos este término bíblico y tan arraigado en la tradición cristiana-. Nosotros damos al prójimo en justicia lo que es suyo; mientras que cuando le damos en caridad le damos de lo que es nuestro.

Verdad es que en este mundo, que acumula históricamente, a lo largo de los siglos, tan innumerables injusticias en la situación económica de personas, familias y naciones, apenas es posible distinguir realmente lo mío de lo tuyo, lo nuestro de lo vuestro. Y aunque en principio hay que atenerse a las leyes, éstas resultan en este punto un indicador moral sumamente ambiguo. Pero en fin, sea en justicia o en caridad, sean posesiones honestas o sean «riquezas injustas» (Lc 16,11), el caso es que los hijos de Dios, si quieren parecerse al Padre y a su Hijo Jesucristo, deben dejarse mover por el Espíritu divino del amor, dando generosamente a los necesitados, aunque no alcancen a saber bien si en cada caso se trata de una restitución o más bien de una limosna.

Por otra parte, así como siempre habrá hombres que -por sus méritos o injustamente- tengan más de lo que necesitan, siempre habrá también hombres que -por su culpa o como víctimas de culpas ajenas- carezcan de lo necesario. Pues bien, aquéllos deben acudir a éstos con la limosna. Es algo apremiantemente requerido por el amor.

En el Antiguo Testamento la espiritualidad de la limosna tiene gran importancia. Si son pobres aquéllos que no alcanzan el nivel económico medio de su pueblo, bien puede afirmarse que «nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso [dice Yavé] yo te doy este mandato: Abrirás tu mano a tu hermano, al necesitado y al pobre de tu tierra» (Dt 15,11). Dar al pobre es una ofrenda cultual, con premio eterno, pues «a Yavé presta quien da al pobre; él le dará su recompensa» (Prov 19,17). Por otra parte, muy importante, «la limosna expía los pecados», purifica, reconcilia con Dios (Sir 3,32; +Tob 4,7-11; 12,9; 14,2; Ez 18,7; Sal 40,1-4).

En el Nuevo Testamento Jesús habla de la tríada sagrada limosna-oración-ayuno nada menos que en el Sermón del Monte (Mt 6,2-18). El Padre premiará al que da humildemente, sin que la izquierda sepa lo que da la derecha (6,3-4). El camino de la perfección se inicia despojándose de todo en favor de los pobres (19,21). Y todos debemos dar, también la viuda pobre, que «de su miseria ha echado todo cuanto tenía, todo su sustento» (Mc 12,44). Dar a los pobres es lo mismo que dar a Cristo, y no asistirles es negarle ayuda a Cristo pobre, hambriento, sediento, desnudo, preso o enfermo. Esta será, nos lo dice el Señor, la cuestión decisiva en el Juicio final (Mt 25,31-46).

Los Apóstoles ven en la limosna un profundo sentido cultual y religioso; no ven en ella sólo un medio para remediar a los necesitados. La limosna ha de hacerse por amor a los hermanos y en honor de Dios (2 Cor 8-9). Por eso «a los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos ni pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios. Que se enriquezcan en buenas obras, que den con buen ánimo, que repartan, atesorándose un buen capital para el porvenir, para adquirir la vida verdadera» (1 Tim 6,17-19). La figura del cristiano «que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,21) produce espanto. San Juan se pregunta: «El que tuviere bienes de este mundo, y viendo a su hermano pasar necesidades, le cierra sus entrañas ¿cómo mora en él la caridad de Dios?» (1 Jn 3,17).

Por otra parte, sustentar a los obreros apostólicos es una obligación de caridad y de justicia. El Señor manda a sus discípulos sin oro ni plata, «porque el obrero es acreedor a su sustento» (Mt 10,9-10). «Así ha ordenado el Señor a los que anuncian el Evangelio: que vivan del Evangelio» (1 Cor 9,14; +9,4-14; Gál 6,6; 1 Tim 5,18). Y quienes den algo, aunque sólo sea un vaso de agua, a los discípulos de Cristo, para ayudarles en su vida y en su ministerio, pueden estar ciertos de que no perderán su recompensa (Mt 10,40-42).

La concepción cristiana de la propiedad difiere no poco del pensamiento del mundo. A la luz de la fe lo primario es el destino universal que Dios ha dado a los bienes creados en favor de todos los hombres; lo secundario es la propiedad privada, que ha de entenderse y ejercitarse como un medio para alcanzar ese fin, el bien común. Esta doctrina, reiterada por los Padres, ha sido frecuentemente enseñada por el Magisterio apostólico (GS 71e). Por eso quienes entienden que lo primario es la propiedad privada, aunque generosamente le reconozcan a ésta, de modo secundario, una cierta función social, se alejan del Evangelio y de la tradición cristiana. Santo Tomás enseña que «no debe el hombre tener las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación en ellas a los otros cuando lo necesiten» (II-II,66,2). Esta es, sin duda, la doctrina de la Iglesia, muchas veces formulada con esas mismas palabras (+León XIII, enc. Rerum novarum 15-V-1891; Vat.II, GS 69,71; Juan Pablo II, enc. Centesimus Annus 1-V-1991, 30).

Santo Tomás precisa más su pensamiento cuando dice: «Los bienes temporales, que divinamente se confieren al hombre, son ciertamente de su propiedad; pero su uso no debe ser sólamente suyo, sino también de aquéllos que puedan sustentarse con lo superfluo de ellos. Por eso dice San Basilio: "Si confiesas que [los bienes] se te han dado divinamente ¿es injusto Dios al distribuir desigualmente las cosas? ¿Por qué tú abundas, y aquél, en cambio, mendiga, sino para que tú consigas méritos con tu bondadosa comunicación y él sea premiado con el galardón de la paciencia? Es pan del hambriento lo que amontonas, vestido del desnudo el que guardas en el arca, calzado del descalzo el que se apolilla, y dinero del pobre el que tienes guardado. Por eso eres envilecido en cuanto no das lo que puedes" (MG 31,275-278). En determinadas circunstancias se peca mortalmente si se omite dar limosna: por parte del que ha de dar, cuando tiene de sobra y no le es necesario en su actual situación, y en lo que prudentemente puede prever; pues no es necesario que prevea todos los reveses futuros, que le pueden sobrevenir; esto sería "pensar en el mañana", prohibido por el Señor (Mt 6,34); antes debe reputar lo superfluo o necesario conforme a lo que ordinariamente y las más de las veces ocurre» (II-II,32,5 ad 2-3m).

La pobreza ignorada y despreciada

El espíritu de la pobreza ha penetrado poco en los cristianos. Da pena reconocerlo, pero es la verdad. Los mismos buenos cristianos que en otras materias, como la castidad, tienen una conciencia sumamente delicada y dócil a la doctrina de la Iglesia, en cuestiones de riqueza y de pobreza piensan y obran a su antojo, y no se hacen problema de conciencia en seguir unas costumbres económicas que, consideradas a la luz del Evangelio, bien pueden ser consideradas como criminales.

Padres de familia, por ejemplo, que en la moral conyugal son «conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b), en cuestiones de riqueza y de pobreza ignoran ampliamente el Magisterio eclesial, y orientan sus vidas y las de sus hijos según el mundo, en patente contradicción al Evangelio.

La Iglesia sabe que hay desigualdades justas, pero también conoce y denuncia otras que son injustas. «Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana» (GS 29c). «Que no sirva de escándalo a la humanidad el que algunos países, generalmente los que tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las enfermedades y toda clase de miserias» (88a).

En efecto, la riqueza de unos a veces «contrasta de manera abierta e insolente» con la pobreza de otros (Juan XXIII, enc. Mater et Magistra 15-V-1961, 69). Estas desigualdades, con los odios y las miserias materiales que ocasionan, «deben desaparecer» (GS 83). Para ello será preciso que la acción política promueva más eficazmente la justicia; pero mientras ésta llega -y parece que va para largo-, los cristianos deben aumentar en mucho más su austeridad de vida, es decir, su ayuno y su limosna.

El cristiano debe sentir hacia el lujo verdadera repugnancia, y como no haya muy altas razones de bien común, en modo alguno debe permitir que tal sierpe venenosa se introduzca en su casa y le pervierta a él y a sus hijos. La gran presión de la propaganda consumista asocia en las mentes constantemente la felicidad con el lujo superfluo de último modelo.

La educación cristiana ha de ir en sentido contrario. En la Utopía de Santo Tomás Moro, por ejemplo, «el oro y la plata sirven para hacer orinales», y las cadenas para esclavos o para criminales son también de esos metales. «Así cuidan de que el oro y la plata sean tenidos entre ellos en ignominia». Con las perlas y piedras preciosas adornan a los niños pequeños, y de este modo «cuando crecen un poco en edad ven que sólo los llevan los niños y, sin que sus padres les hagan advertencia alguna, se avergüenzan, y las abandonan» (lib.II,VI).

Los padres cristianos deben vacunar a sus hijos contra la peste de lo superfluo con el mismo y mayor cuidado con que los vacunan contra el sarampión y la poliomelitis, la tosferina y el tétanos. Y cuando la familia ha de discernir entre necesario y superfluo conviene que no miren al mundo y a los que tienen más, sino al Evangelio y a los que tienen menos.

Pobreza en el tener y austeridad en el usar

Hasta aquí nos hemos referido al espíritu de pobreza sobre todo en referencia al tener más o menos bienes de este mundo. Pero ya se comprende que este mismo espíritu ha de aplicarse al usar más o menos de esos bienes.

Tener, por ejemplo, un aparato de televisión puede ser perfectamente acorde con la pobreza evangélica; pero usar de él normalmente varias horas cada día es un abuso: es un uso desordenado, gravemente nocivo, es un apego desordenado a un bien creado, es un consumo sumamente excesivo de un bien mundano. Nada tiene eso que ver con la austeridad propia del espíritu evangélico. Nada tiene que ver con ese «tener como si no se tuviera» que han de vivir «los que compran, los que disfrutan del mundo» (1 Cor 7,29-31).

Quien así abusa en su consumo del mundo visible -televisión, cine, teatro, deportes, modas, viajes, diversiones, fiestas, videos, comidas caprichosas, revistas, juegos, lecturas superfluas, aprendizajes vanos, etc.- acabará mundanizado, es decir, descristianizado. Y desde luego nunca llegará en este mundo a gozar del amor de Dios.

Traeremos de nuevo el principio enunciado por San Juan de la Cruz, igualmente válido para los seglares, que han de tener bienes de este mundo, o para los religiosos, que lo han «dejado todo» -aunque unos y otros hayan de hacer de él una aplicación concreta diversa-: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Esto es así. De hecho.

Los diezmos

La ley de diezmos y primicias ha sido en la Iglesia una de las más constantes y universales. Los fieles cristianos, sin duda, han de vivir ordinariamente movidos por la caridad, sin necesidad de mucha ley externa; y, de hecho, son muy pocas las leyes positivas de la Iglesia que afectan habitualmente a los fieles. Pero la ley debe venir en ayuda de la caridad cuando ésta, en materias graves, y en la mayoría de los cristianos, no se muestra expedita en su ejercicio. Y este es precisamente el caso de la ayuda económica a la Iglesia y de la comunicación de bienes materiales. Actualmente la Ley canónica universal ordena: «Los fieles presten ayuda a la Iglesia mediante las subvenciones que se les pidan y según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal» (c.1262).

La Iglesia primitiva practicó la comunicación de bienes en forma bastante generalizada, al menos en una cierta medida, suficiente para evitar la pobreza entre los hermanos (Hch 2,42-47; 4,32-37). Los que comunicaban en los bienes espirituales, lo hacían también en los bienes materiales (Rm 15,25-27; 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8-9; Gál 6,10). El mismo ideal y la misma práctica se expresan en otros documentos de los siglos I y II (Dídaque 4,8; Cta. Bernabé 19,8; Pastor Hermas V comparac. 3,7; Arístides, Apología 15,5-7; San Justino, I Apología 14,2-3; 67,1).

Pronto se van configurando los diezmos, siguiendo el antecedente de Israel (Núm 18; Dt 26), y se hallan sus primeras formulaciones en la Dídaque, los Canones Apostolorum, las Constitutiones Apostolorum y otros antiguos documentos eclesiales. Hacia el siglo IV, después de Constantino, los diezmos adquieren ya en la Iglesia su forma típica (San Jerónimo: ML 25,1568-1571; San Agustín: 38,89,522), aunque todavía no son exigidos disciplinarmente y en el fuero externo, sino que sólo gravan la conciencia de los cristianos. Estas ofrendas de los fieles tienen un destino triple: culto, clero y pobres.

Los diezmos -que no solían ser realmente una décima parte de los ingresos, ni mucho menos-, a pesar de abusos e incumplimientos, fueron generalmente una ley eclesial universalmente observada. Y estuvieron vigentes hasta hace no mucho: en Francia hasta 1790, en España hasta 1837. Su extinción -a veces forzada por el Estado- tuvo históricamente varias causas: riqueza de la Iglesia, funciones educativas y benéficas asumidas por el Estado moderno, hostilidad al clero, debilitamiento de la vida cristiana, etc. No deja de ser curioso, y significativo, que los diezmos hayan desaparecido precisamente cuando los países hoy ricos iniciaban un proceso de enriquecimiento acelerado, cuyas proporciones no tienen antecedente histórico semejante. Cuando los países cristianos se enriquecieron, juzgaron imposible la práctica de los diezmos (que, por lo demás, mormones, militantes comunistas y miembros de otros grupos, están en ciertos lugares obligados a entregar). Incluso se considera imposible ayudar a los países pobres con un 1 %, menos aún, con un 0’7 %.

Parece, pues, conveniente que, individualmente o en asociaciones apropiadas, los cristianos se obliguen a unos diezmos proporcionados a sus posibilidades. La experiencia nos muestra que cuando las limosnas quedan abandonadas al eventual impulso de la caridad, incluso en los buenos cristianos suelen ser pequeñas, casi ridículas.

6. La castidad

J. Coppens, Sacerdocio y celibato, BAC 326 (1972); M. M. Croiset, Virginité et vie chrétienne au regard du rituel de la consécration des vierges, «La Maison-Dieu» 110 (1972) 116-128; J. Galot, La motivation évangélique du célibat, «Gregorianum« 53 (1972) 731-758; J. L. Larrabe, La virtud de la castidad según la reflexión teológica de Santo Tomás, «Ciencia Tomista» 100 (1973) 191-214; L. Legrand, La virginité dans la Bible, París 1964, Lectio divina 39; L. Merino, Origen y vicisitudes históricas del celibato ministerial, «Burgense» 21 (1971) 91-162; R. Metz, Le nouveau rituel de consécration des vierges, «La Maison-Dieu» 110 (1972) 88-115; A. M. Sicari, Matrimonio e verginità nella problematica della tradizione, «Ephemerides Carmeliticæ» 28 (1977) 226-277; R. de Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva (tratados patrísticos sobre la virginidad), BAC 45 (1949); P. Zerafa, Matrimonio, verginità e castità in S. Paolo, «Riv. di Ascetica e Mistica» 12 (1967) 226-246.

Véase también Pío XII, const. apost. Sponsa Christi, 21-XI-1950; enc. Sacra Virginitas (= S.Virg.), 25-III-1954; Pablo VI, enc. Sacerdotalis coelibatus (=S.Coelib.), 24-VI-1967; S. Congr. Educ. Católica, Orientaciones sobre la educación para el celibato sacerdotal, «Ecclesia» 35 (1975) 400-428; S. Congr. Fe, decl. Persona humana, 29-XII-1975; texto y comentario en AA.VV., Algunas cuestiones de ética sexual, BAC 1976; catequesis de Juan Pablo II: 10-III-1982ss: DP 1982, 81ss. Catecismo, castidad y vicios contrarios (2337-2391, 2514-2527); virginidad (723, 922-924ss, 1618-1620).

La castidad

La castidad es una virtud sobrenatural que orienta en la caridad el impulso genésico, tanto en lo afectivo como en lo físico. Ella suscita el pudor, «la prudencia de la castidad», como decía Pío XII: «El pudor advierte el peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga de aquellas ocasiones a las que se hallan expuestos los menos prudentes» y los menos castos (S.Virg. 28).

La lujuria, en cualquiera de sus modalidades lamentables, es rechazada con energía por la sagrada Escritura. «Ni fornicarios, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas poseerán el reino de Dios» (1 Cor 6,9 10). Los fornicarios, en efecto, son idólatras; dan culto a la criatura en lugar de al Creador (Ef 5,5; Col 3,5-6; +Rm 1,25). La lujuria repugna en absoluto al que es miembro de Cristo y templo del Espíritu divino (1 Cor 6,12-20). Y se puede pecar de ella con actos sólo internos, pues Cristo nos enseña que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya en su corazón cometió adulterio con ella» (Mt 5,28).

No es la lujuria, por supuesto, el más grave pecado, pero sí es la más grave quiebra de la virtud de la templanza (STh II-II,151,4 ad 3m), y es un vicio capital, esto es, cabeza de otros muchos males: egoísmo, avidez del mundo, olvido de Dios y de la esperanza del cielo, obscurecimiento del juicio, inconstancia, vanidad, infidelidad, mentira, etc. (153,4-5; 53,6).

((Digamos de paso que la sexología moderna apenas sirve para el conocimiento de la castidad, pues cuando, por ejemplo, A. Kinsey, W. H. Masters-V. Johnson, G. Zwang, estudian el impulso sexual humano, consideran normal, o si se quiere natural, todo aquello que aparece como conducta mayoritaria entre los hombres observados. Las consecuencias a que llegan estos estudios son previsibles, si tenemos en cuenta que son hombres adámicos, viejos y pecadores la mayoría de los individuos observados.))

La perfecta castidad es un amor perfecto al prójimo, una gran veneración interpersonal; de modo que con el crecimiento de la caridad, crece la castidad, y viceversa. La castidad evangélica es mucho más que una sexualidad razonable y ordenada: es la calidad de la caridad en la relación sexual entre personas.

La castidad implica madurez personal, la supone y colabora a producirla. La sexualidad del niño es incierta, quizá se orienta a él mismo, a otros niños -posiblemente del mismo sexo- o a los adultos más próximos. El adolescente sano desarrolla una inclinación claramente heterosexual, pero la inmadurez de su tendencia se manifiesta en que todavía es general, hacia las personas del otro sexo. El adulto casado que ha alcanzado la madurez personal, centra su sexualidad en una sola persona, el cónyuge, y se hace incapaz de enamorarse de otras; por eso Gregorio Marañón, con otros autores, ve una clara inmadurez sexual en la figura de un «Don Juan», capaz de enamorarse de muy diversas mujeres. Por otra parte, el cristiano adulto célibe se enamora de Cristo, y al mismo tiempo que este amor le hace incapaz de enamorarse de una persona humana concreta, le hace capaz de amar a todas las personas, con una admirable universalidad oblativa, no posesiva.

El ejercicio de la sexualidad no es requisito necesario para el desarrollo personal del cristiano -ni de cualquier hombre-, como lo vemos en Cristo. Dios es amor interpersonal, y el hombre es su imagen; por eso lo que es imprescindible para la maduración personal es el crecimiento en el amor interpersonal, amor que, según las vocaciones, tendrá una dimensión sexual (matrimonio) o carecerá de ella (celibato).

A virginidad y celibato se da el nombre de perfecta castidad en la terminología tradicional cristiana (+S.Virg. 1), porque, efectivamente, es más fácil lograr la perfecta castidad en tal estado de vida.

Castidad de todo el hombre

La castidad ordena la sexualidad del cristiano en todos los planos de su personalidad. Al estudiar la santidad, veíamos cómo el Espíritu de Jesús va impregnando al hombre entero, hasta los fondos menos conscientes. La gracia sana y perfecciona toda la naturaleza del hombre. Pues bien, la castidad cristiana ha de afectar no sólo al pensamiento o a los actos libres de la voluntad, sino también ha de perfeccionar imaginación, memoria, afectos y deseos, incluso hasta las agitaciones apenas controlables del subsconsciente. Y esto, sea cual fuere el pasado, quizá tormentoso, de la persona.

La espiritualidad cristiana siempre ha conocido esta perfección universal de la castidad sobrenatural. Casiano refiere en sus Colaciones (12,8-16) una interesante enseñanza del abad Queremón. Según éste, yerran quienes estiman que la castidad es posible en la vigilia, mientras que no es posible guardar su integridad en el sueño. Mientras se permanece atraído por la voluptuosidad no se es casto, sino sólo continente. «La perfecta castidad se da en el monje que de día no se deja apresar por el placer malvado, y en el sueño no se ve turbado por ilusiones importunas». Esta doctrina tiene una lógica psicológica perfecta.

La castidad es una virtud, es por tanto una fuerza espiritual, una facilidad e inclinación hacia el bien honesto de la sexualidad, así como es una repugnancia hacia toda forma de sexualidad deshonesta. Cuando tal fuerza espiritual está suficientemente arraigada en la persona, afecta también, evidentemente, a las posibles perturbaciones imaginativas y somáticas subconscientes -dada la unidad de la persona humana-, pacificándolas en la santidad de Cristo Jesús, Salvador del hombre.

Castidad en todos los estados de vida

La castidad evangélica es santa y hermosa en todos los estados de la vida cristiana. Es santa y hermosa la castidad en la virginidad, como en seguida veremos, pero también en todos los estados de la vida laical puede y debe, con la gracia de Cristo, alcanzar la perfección, una perfección que vamos a describir, pues algunos la desconocen y ni siquiera pueden imaginarla.

El novio cristiano no sólo continente, sino perfectamente casto, ama a su novia con el amor de Cristo, sin relacionarla con mal alguno, ni en obra, ni en deseo o imaginación. Su amor, que todavía no tiene ejercicio sexual, es ciertamente profundo, personal, libre y fiel.

El cristiano casado perfectamente casto ama a su esposa como Cristo ama a su Iglesia. Es incapaz de enamorarse de otra mujer, y toda su sexualidad es plenamente conyugal. De tal modo su sexualidad está integrada en la caridad, que el amor puede despertarla, y el amor puede dormirla, según convenga a las mismas exigencias del amor conyugal. Por eso los esposos cristianos -como antes, de novios- pueden abstenerse de la unión sexual, periódica o totalmente, sea por motivos de salud, de regulación de la natalidad o simplemente «por entregarse a la oración» (1 Cor 7,5).

Aquí comprobamos que el amor personal puede y debe ser mucho más fuerte que la mera inclinación sensual, y que ésta, en su ejercicio, debe ser siempre una manifestación elocuente del amor interpersonal. Qué diferencia tan inmensa entre la sexualidad cristiana -personal, libre y digna, siempre amorosa- y la sexualidad adámica -con frecuencia egoísta, animal, compulsiva, apenas libre-.

((Y sin embargo hay autores y editoriales empeñados en que los cristianos se adiestren en los modos de sexualidad mundana. Pero también aquí hay que guardar el vino nuevo en odres nuevos (Mt 9,17). El espíritu y la carne, preciso es reconocerlo, inclinan en todo a obras diversas, también en el ejercicio de la sexualidad (+Rm 8,4-13; Gál 5,16-25). Es un gran error pensar que dentro del matrimonio todo es lícito. «Todo me es lícito», dirá alguno, «pero no todo conviene», le responde el Apóstol (1 Cor 6,12; +10,23; Rm 14,20-21).

Entre la mojigatería ridícula y el sensualismo perverso está el pudor de la castidad conyugal cristiana. El matrimonio cristiano no ha de tomar de los burdeles el modelo de su vida sexual. Los casados cristianos poco tienen que aprender de aquellos idólatras «cuyo dios es el vientre» (Flp 3,19). Más bien el cónyuge, atendiendo a la enseñanza apostólica, «sepa controlar su propio cuerpo (o bien: buscarse su propia mujer) santa y respetuosamente, sin dejarse arrastrar por la pasión, como los paganos que no conocen a Dios» (1 Tes 4,4).))

El cristiano viudo ha de vivir también la perfecta paz de la castidad evangélica. La gracia de Cristo le sitúa providencialmente en un estado de vida singularmente abierto a los valores espirituales.

En el Antiguo y el Nuevo Testamento se dibuja con veneración la fisonomía de la santa viudez (Jdt 8s; Mc 12,42; Lc 2,37; 1 Cor 7,8; 1 Tim 5,3-7). Y lo mismo hicieron los Padres en frecuentes cartas y pequeños tratados. La viuda -en vida de oración, penitencia y servicio de la comunidad- aparece asimilada a la virgen. Dios le ha retirado el esposo a la esposa, es decir, le ha quitado la representación sensible y sacramental de Cristo Esposo; y así la viuda ha pasado del signo a la realidad, quedando a solas con Cristo Esposo -y ésta es la gracia propia de la virginidad-. y esto no implica que la relación entre los cónyuges cristianos se rompa o se debilite con la muerte de uno de ellos -al menos si murió «en el Señor»-, pues el influjo benéfico del difunto hacia la viuda y los hijos no disminuye desde el cielo, sino que aumenta. Pero la viuda cristiana no capta ya hacia el pasado su relación con el cónyuge, en evocaciones vanas o morbosas, sino en el presente y, sobre todo, hacia el futuro escatológico del Reino: «El tiempo es corto... Pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29. 31); y «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30).

La castidad es fácil

Extrañamente, a veces los pecadores y los santos coinciden en decir que la castidad es virtud muy difícil, claro que unos y otros hablan con fines contrarios. Los primeros lo afirman para excusar sus caídas; los segundos para exhortar a la oración y a la vigilancia. Fácil y difícil son términos muy relativos, cuya veracidad en cada caso dependerá del contexto.

La castidad es virtud bastante fácil, al menos si se compara con otras virtudes cristianas que han de vencer enemigos más poderosos y durables: soberbia, vanidad, avaricia, pereza, etc. Es fácil siempre que el cristiano se libere de los hábitos mundanos erotizantes, y siga una vida que merezca ser llamada cristiana, con oración y sacramentos, trabajo santo y santo ocio. Por el contrario, la castidad será imposible al cristiano que vive según el mundo y que no se alimenta habitualmente de Cristo en la palabra, la oración, los sacramentos y la vida virtuosa. Pero en estas condiciones cualquier virtud es muy difícil, prácticamente imposible.

((Algunos dicen que la sexualidad es una tendencia humana tan fuerte que es indomable, es decir, que toda pretensión de conducirla o refrenarla es necesariamente insana y traumatizante. La falsedad de esta tesis resalta claramente cuando se compara con el tratamiento que estos mismos autores dan a la agresividad, otro de los impulsos que consideran fuertes y primarios en el hombre. ¿Por qué la agresividad puede y debe ser socializada sin traumas insanos, y en cambio la sexualidad debe ser abandonada a su propio impulso, so pena de dañar la persona? Cuando dos novios riñen y se enfurecen al máximo, deben reprimir su agresividad y refrenar el impulso de darse bofetadas y arañarse; pero si esa misma pareja de novios se ve fuertemente atraída por el deseo sexual, deben abandonarse a él, si quieren evitar malas consecuencias psicosomáticas. Esto es absurdo. El hombre debe tener dominio (esto es, señorío consciente y libre) igualmente sobre la agresividad, sobre la sexualidad y sobre todos los impulsos e inclinaciones que hay en él, si de verdad quiere ser hombre.

Por otra parte, y siguiendo con la misma analogía, la historia ha conocido sociedades agresivas -duelos, invasiones, venganzas, odios hereditarios- y otras pacíficas o incluso pacifistas -trabajo, negociación, competición atlética, torneo deportivo-. En éstas, lo normal es la convivencia pacífica, y lo raro es la trifulca y la pelea criminal. Aquellas sociedades agresivas nos parecen primitivas y lamentables, y éstas, en las que la agresividad está socializada y dominada, las tenemos por civilizadas y mejores. Verdad es también que en una sociedad pacífica, donde millones de hombres pasan los años sin sentir vehementes deseos de matar a nadie, puede estallar, por iniciativa de los políticos y militares, una guerra -discursos, artículos incendiarios, carteles, asambleas, canciones-, y en poco tiempo puede lograrse que la masa de los ciudadanos -con raras excepciones- se haga capaz de brutalidades increíbles. ¿Qué pensaremos: que en la paz esa agresividad latente estaba reprimida y que en la guerra ha hallado su curso natural? No. En la paz la agresividad estaba felizmente pacificada, y en la guerra se ha visto criminalmente exacerbada por el ambiente.

Pues bien, también la historia conoce sociedades erotizadas, como la nuestra presente occidental, y otras castas, como la China actual -según cuentan- y otros países cristianos de otro tiempo. En una sociedad honesta la sexualidad está pacificada, no reprimida, en el sentido morboso de la palabra; y la gente, aun la que no es especialmente virtuosa, vive la castidad sin mayores problemas o con alguna falla esporádica. Pero en una sociedad pervertida -diarios y revistas, televisión y espectáculos, calles y playas, literatura y anuncios comerciales aunque sean de lentejas- la sexualidad está constantemente exacerbada, y la mayoría de sus miembros cae normalmente en la lujuria, en un grado u otro. Es patente que para los cristianos será muy difícil la castidad si asumen ampliamente ese ambiente corrompido.

Ahora bien, quienes excusan su lujuria por el ambiente condicionante, arguyen a veces simultáneamente su derecho, más aún, su deber de asumir el mundo vigente -según la ley de la encarnación-, y de seguir las costumbres modernas -por aquello de que los cristianos no deben marginarse del curso de la historia-. Es claro que, en tales casos, estamos ante personas sujetas, más o menos, al Padre de la mentira. La verdad es que en las sociedades enfermas de agresividad, los cristianos debemos mantenernos, con la palabra y el ejemplo, en el perdón y la paz. Y en las culturas morbosamente erotizadas, los cristianos, de palabra y de obra, debemos afirmar la castidad y el pudor.))

Cristo célibe, Esposo de la Iglesia

«Cristo permaneció toda su vida en estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres» (S.Coelib. 21). «No es bueno que el hombre esté sólo» (Gén 2,18), pero es que Jesucristo, el Hijo, vive siempre como hijo, en unión filial con el Padre: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). Y él, por otra parte, no ha venido a unirse con una persona humana, sino a unirse con toda la humanidad, dándose entero a todos los hombres. Por eso la virginidad es el estado de vida elegido por Cristo.

La Biblia nos muestra a Yavé como esposo fiel que se une con su pueblo en una Alianza de amor profundo indisoluble (Is 54,4-8; 61,10; 62,4s; Jer 2,2. 20; 31,3; Ez 16 y 23; Os 1-3; Cantar; Sal 44; Sir 15,2; Sab 8,2). Y en la plenitud de los tiempos, las bodas entre Dios y la humanidad se consuman en Cristo Esposo. Los apóstoles son «los amigos del novio» (9,15), los que trabajan por desposar a la humanidad con Cristo (2 Cor 11,2). La Iglesia es la Esposa (Ef 5,25. 32), la Esposa del Cordero, purificada, amada y santificada por su Esposo (Ap 19,7s; 20,9; 21,2 9s; 22,17). Y los cristianos son los invitados a las bodas del Esposo (Mt 22,2-14; Lc 14,15-24), que esperan su venida como las vírgenes prudentes (Mt 25,1-13).

La tradición patrística, litúrgica y teológica ha visto en la unión conyugal de Cristo con la Iglesia la síntesis de los más altos valores evangélicos. El Esposo elige a su Esposa, y la Iglesia es la Señora elegida (2 Jn 1). La Iglesia, en cuanto Esposa, está unida al Señor, pero es distinta de él. El mutuo amor que une a Cristo y la Iglesia hace que ésta sea fiel, siempre obediente, y permanentemente fecunda en hijos para Dios. Entre Esposo y Esposa hay una intimidad total, forman «una sola carne» (Mt 19,5; Ef 5,31). Los Esposos están siempre unidos en una colaboración constante, pues «Cristo, esposo humilde y fiel, no quiere hacer nada sin su Esposa» (Isaac de la Estrella: ML 194, 1729; +SC 7b). Por último, a la Esposa le corresponde estar femeninamente velada, y orientar las miradas de los hombres hacia Cristo, el Señor. Como dijo el Sínodo de 1985, «la Iglesia se hace más creíble si, hablando menos de sí misma, predica más y más a Cristo crucificado» (II,A,2).

Cristo Esposo se une con todos los cristianos en alianza conyugal indisoluble. En el principio, viendo Dios que «no es bueno que el hombre esté solo», decidió: «Voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2,18. 20), y nació el matrimonio. Ahora, en el tiempo de la Iglesia, Dios ha dispuesto para el hombre en Jesucristo una ayuda en todo semejante, menos en el pecado (Heb 2,17; 4,15), y así han nacido el celibato y el matrimonio de los cristianos.

En el matrimonio, el cristiano halla en su cónyuge una sensibilización sacramental de Cristo Esposo; por eso la alianza conyugal cristiana, fortalecida y configurada en el amor de Cristo, logra ser indisoluble, fecunda y fiel (Ef 5,22-33; Juan Pablo II, catequesis 28-VII-1982ss: DP 1982, 218ss).

En el celibato, el cristiano, sin mediación humana sacramental, se une conyugalmente a Cristo Esposo, y dejando casa, padres, familia y todo, viene a formar con él una sola vida (Gén 2,24; Lc 18,28). Como dice Pablo VI, de este modo Cristo «ha abierto un camino nuevo, en el que la criatura humana, adhiriéndose total y directamente al Señor, y preocupada sólamente de El y de sus cosas (1 Cor 7,33-35), manifiesta de modo más claro y completo la realidad profundamente innovadora del Nuevo Testamento» (S.Coelib. 20).

El celibato cristiano

El sentido más profundo del celibato evangélico ha de verse en la unión inmediata de la persona con Cristo Esposo. Jesús mismo dice que el camino de la virginidad se toma «por amor de mi nombre», «por amor de mí y del Evangelio», «por amor al reino de Dios» (Mt 19,29; +19,12; Mc 10,29; Lc 18,29). Por amor a mí: el celibato es ante todo un enamoramiento de Cristo. Por él los cristianos vienen a ser sus «compañeros» (Mc 3,14), sus «amigos» (Jn 15,15), sus «hermanos» (20,17), sus «embajadores» (2 Cor 5,20), y serán llamados con razón «los que estaban con Jesús» (Hch 4,13).

Hombres y mujeres, dejando matrimonio y trabajo, que son las coordenadas habituales de la vida secular, siguen a Cristo en celibato y pobreza, que es una forma de vida nueva y distinta, querida por Jesús: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19).

En la Iglesia primera, el Espíritu Santo suscita asceti, hombres continenti, mujeres virgines, que hacen suya la forma de vida del Bautista, María, Jesús y los Doce (Hch 21,9; San Ignacio de Antioquía: Esmirniotas 13,1; San Justino, I Apología 15). los Padres ven la virginidad como una consagración y una dedicación exclusiva al Señor. Vírgenes son «las que se han dedicado a Cristo» (San Cipriano: ML 4,443), y «la virginidad no merece honores por sí misma, sino por estar dedicada a Dios» (San Agustín: 40,400). «La costumbre de la Iglesia católica es llamar «esposas de Cristo» a las vírgenes» (San Atanasio: MG 25,640; +San Ambrosio: ML 16,202-203). No es raro, pues, que la infracción del voto de virginidad sea considerada como un «adulterio» (San Cipriano: 4,459).

La relación entre matrimonio y virginidad nos puede iluminar la naturaleza espiritual de ésta. Resumiremos así algunos aspectos de la doctrina católica.

-La virginidad es un consejo y una gracia. Es un consejo, y por tanto «un medio más seguro y fácil para lograr que aquéllos a quienes ha sido concedido alcancen más segura y fácilmente la perfección evangélica y el reino de los cielos» (S.Virg. 20). Y es una gracia, una gracia personal que Dios da sólo a algunos, a quienes elige para esa vida (Mt 19,11-12). Por tanto, no se piense que Cristo invita a todos los cristianos a la virginidad, y que únicamente «los más generosos» la aceptan, mientras que «los menos generosos» quedan en el matrimonio. Sería entonces el hombre -más o menos generoso- el que elegiría su vocación, en contra de lo dicho por el Señor: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16).

-La virginidad no es un sacramento, mientras que el matrimonio lo es. En efecto, el matrimonio es sacramento porque es signo de la unión de Cristo con la Iglesia. La virginidad en cambio se sitúa en el plano de la misma realidad significada: es unión inmediata con Cristo Esposo, y por eso no tiene estructura sacramental. Cuando en el cielo cesen los sacramentos, cesa el matrimonio (Mt 22,30), pero no cesa la virginidad, que permanece inalterada. De ahí que los Padres le dieran el nombre de vida angélica.

Es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio» (Trento 1563: Dz 1810). La virginidad «es mejor» (1 Cor 7,35) no sólo porque posee una estructura objetiva superior, por su fin más excelente (STh II-II,152, 3-4), sino también porque, teniendo en cuenta la fragilidad del hombre, ofrece una vía ascética privilegiada, en la que es más fácil guardar para el Señor «el corazón indiviso» (1 Cor 7,32-34; +S.Virg. 11; Vaticano II, LG 42c; OT 10ab; Juan Pablo II, 23 y 30-VI-1982).

De la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio en modo alguno se sigue que sea imprescindible para alcanzar la perfección cristiana» (S.Virg. 20). Sabemos bien que todos los cristianos están llamados por Dios a la santidad (Mt 5,48; LG 39-42), y que el matrimonio cristiano tiene en sí mismo el espíritu de la virginidad evangélica. Debemos, pues, guardarnos de contraponer virginidad y matrimonio, pues ambos estados de vida se complementan profundamente (S. Coelib. 50, 57, 96-97).

Como también debemos guardarnos de un celibato orgulloso, pues Dios a veces da la virginidad a los que más le aman, pero otras veces la da, como camino más fácil y seguro, a cristianos flacos en el amor, para que no se le pierdan. Y es siempre Dios el que da y el que lleva la iniciativa en los cristianos. A otros les dará el matrimonio, camino más difícil, porque los ha hecho fuertes en el amor y sabe que con su gracia podrán santificarse en él.

Señalemos de paso que el soltero (en su sentido etimológico, solutus, suelto) no aparece tipificado en el Evangelio. La condición adulta se realiza en el cristiano por una vinculación personal con Cristo, sea en matrimonio, sea en celibato. Es cierto, sin embargo, que la Providencia dispone en ocasiones la vida de algunos cristianos de tal modo que no cristalizan ni en uno ni en otro estado. Pues bien, este género de vida puede ser -y no pocas veces lo es- altamente santificante y fecundo, cuando la persona, aunque sea en forma atípica, realiza la total entrega de sí misma a Dios y al prójimo. El cristiano, entonces, se desarrolla del todo, pues se entrega en caridad seria y establemente, no eventual y caprichosamente. Pero cuando así hace el cristiano la entrega de sí mismo, se vincula a Cristo y al prójimo en modos análogos al del matrimonio o al de la virginidad. Ahora bien, ya no realiza el tipo de soltero, peyorativamente entendido como solutus, el que está suelto, el que no se debe a nadie.

Los valores del celibato evangélico

La virginidad es un misterio de gracia, una forma de vida que no viene del Génesis, sino del Evangelio, una situación que anticipa la vida celestial, y que implica dedicación a Cristo, consagración a la Iglesia, pobreza y renuncia, contemplación y apostolado.

-El celibato es una forma de pobreza: es no tener esposa, hijos, hogar, donde reclinar la cabeza (Lc 9,58). El celibato, como es una pobreza, participa de todos los valores de la pobreza evangélica, aquellos que más arriba consideramos. El celibato no es tener mujer, hijos y campos «como si no se tuvieran» (1 Cor 7,29-31). Es no tener esos bienes, para tener más al Señor: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 15,5-6). En este salmo encuadra San Jerónimo, por ejemplo, la condición del clero cristiano, y su misma etimología («kleros, en griego, sors en latín»): «El que posee al Señor, y dice con el profeta «el Señor es mi parte», nada debe poseer aparte del Señor. Pues si uno poseyera algo además del Señor, ya el Señor no sería su heredad» (ML 22,531).

-El celibato es amor total a Cristo Esposo, es enamoramiento que debe excluir toda fuga afectiva y toda compensación ilícita. Y se profesa porque permite «unirse más al Señor, libres de impedimentos» (1 Cor 7,35). La unión virginal con Cristo Esposo es tan perfecta, que a su imagen debe ser la unión conyugal del matrimonio cristiano (Ef 5,22-33). Sin embargo, como conocemos más el amor conyugal que el amor virginal, más misterioso, iluminaremos éste con analogías tomadas de aquél.

Como la esposa enamorada se alegra en su esposo, la virgen cristiana ha de alegrarse siempre en el Señor (Flp 4,4). «Los santos Padres exhortan a las vírgenes a que amen a su divino Esposo con más afecto aún que amarían a su propio marido, si estuvieran unidas en matrimonio; y les aconsejan también que se sometan a Su voluntad siempre, y tanto en el pensamiento como en el obrar» (S.virg. 7).

Una buena esposa ordena todos los elementos de su vida -trabajos, casa, vestidos, aficiones, viajes, amistades- siempre en función del amor a su marido; y ésta es, evidentemente, la actitud espiritual que deben tener la virgen y el célibe consagrados a Cristo.

No es bueno que la esposa esté sola, sino que Dios quiso que se apoyara en la ayuda de un cónyuge, semejante a ella (Gén 2,18-24); tampoco es bueno que la virgen esté sola, sino que aprenda a vivir apoyada en Cristo, la ayuda semejante a ella en todo, menos en el pecado, que el Padre le ha dado (Heb 2,17; 4,15).

La esposa busca en el esposo la consolación de sus penas; y la virgen ha de acostumbrarse a buscar inmediatamente en Cristo Esposo la confortación que necesita en sus penas, que, como dice San Ignacio de Loyola, «sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación al alma sin causa precedente», esto es, sin mediación de criatura (Ejercicios 330); aunque habrá veces que el mismo Señor querrá confortarle con la mediación de algún ángel (Lc 22,43).

Una buena esposa no se permite vinculaciones afectivas con otro hombre, si lesionan, aunque sea mínimamente, el amor con su esposo; y un célibe no debe estimar que tiene derecho a compensaciones afectivas que lesionen, aunque sea sólo un poco, el amor con Cristo.

En fin, una buena esposa no debe buscar sino agradar a Cristo Esposo agradando a su marido; y del mismo modo «el célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido. La mujer no casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu» (1 Cor 7,32-34).

-El celibato, como enamoramiento de Cristo, produce una gran autonomía afectiva. Las hostilidades del mundo, lo mismo que los eventuales halagos y éxitos, al corazón centrado en Cristo por la virginidad le traen sin cuidado: no se goza, ni se duele, ni espera, ni teme nada de este mundo, «con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,8). Esto es lo absoluto, lo único necesario (Lc 10,42), y todo lo demás queda trivializado, son sólo añadiduras (Mt 6,33). En el amor de Cristo, para el corazón célibe, todo lo del mundo queda por un lado oscurecido y por otro iluminado.

Oscurecido. «Cuanto tuve por ventaja lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,7-8). Cuando sale el Sol, empalidecen las estrellas, hasta desaparecer. Esto es sabido: cuando una persona se enamora, todas las aficiones que tenía -amigos, viajes, deportes, etc. -, todo queda relativizado, algunas aficiones siguen, otras se transforman, algunas desaparecen, y todas quedan completamente a merced del amor. Así le pasó a Santa Teresa con Jesús: «De ver a Cristo me quedó impresa su grandísima hermosura», y ese amor le dejó el corazón libre de ciertas atracciones de criaturas, que antes la habían atado: «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía» (Vida 37,4).

Iluminado. Al corazón que se enamora de Cristo, todas las cosas del mundo se le transfiguran y embellecen. Y así se abre a una indecible ternura universal. Y es que el Cristo Amado, en palabras de San Juan de la Cruz, «mil gracias derramando - pasó por estos sotos con presura - e, yéndolos mirando, - con sola su figura - vestidos los dejó de hermosura» (Canc. entre el alma y el Esposo).

-El celibato es una ofrenda sacrificial hecha a Dios. Hay en la virginidad renuncia, dejarlo todo, no tener, perder la vida por amor a Cristo (Lc 9,24; 18,28); y hay consagración, dedicación total a Dios. Esta condición sacrificial y cultual del celibato se manifiesta claramente en el Ritual de consagración de vírgenes. Sí, el celibato es sacrificio, y por eso conviene tanto al sacerdote, ministro de la eucaristía: Así, viviendo con fidelidad el celibato, «el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto» (S.Coelib. 29).

-El celibato «acrecienta la idoneidad para oír la Palabra de Dios y para la oración» (S.Coelib. 27). La oración, el trato íntimo y amistoso con el Señor, hace posible el celibato. Pero a su vez el celibato es una situación privilegiada para la vida de oración, pues mientras que el casado ha de «ocuparse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer» (1 Cor 7,33), «la virginidad se ordena al bien del alma según la vida contemplativa, que consiste en "ocuparse de las cosas de Dios"» (STh II-II,152,4; +1 Cor 7,32). Es significativo que la Iglesia, en su disciplina tradicional, ha unido normalmente la obligación de las Horas litúrgicas a la profesión del celibato y la virginidad. Según la norma de San Pedro, los que han sido elegidos por Cristo para la vida apostólica, en calidad de compañeros y colaboradores, deben «dedicarse a la oración y al ministerio de la palabra» (Hch 6,4; +Mc 3,14).

-El celibato es seguimiento e imitación de Cristo. Quienes lo viven «siguen al Cordero adondequiera que vaya» (Ap 14,4), esto es, se configuran a él y a su modo de vida en todo.

-El celibato evangélico es un camino feliz, es una bienaventuranza. Hay también en él rasgos de sacrificio y martirio. Pero, ciertamente, en las bodas del cristiano con Cristo Esposo prevalece la tonalidad festiva, enamorada y gozosa. Al cristiano célibe hay que felicitarle, pues le ha correspondido «la mejor parte» (Lc 10,42; +Sal 15,5-6). San Pablo lo dice muy claramente. Los casados «pasarán tribulaciones en su carne, que yo quisiera ahorraros. Yo os querría libres de cuidados. Esto [la exhortación a la virginidad] os lo digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo. Más feliz sera si permanece así, conforme a mi consejo» (1 Cor 7,28. 32. 35. 40).

Fecundidad de la virginidad

El cristiano célibe, por su especial unión con Cristo Esposo, participa también de peculiar manera en el misterio de María y de la Iglesia.

María es la virgen-madre, la Madre de Cristo, la Madre de la Iglesia, y la fecundidad inmensa de su gloriosa virginidad ha venido a constituirla como Nueva Eva, «madre de todos los vivientes» (Gén 3,20). Por eso, dice Juan Pablo II, «la maternidad divina de María es también, en cierto sentido, una sobreabundante revelación de esa fecundidad en el Espíritu Santo, al cual somete el hombre su espíritu cuando elige libremente la continencia «en el cuerpo»: precisamente la continencia «por el reino de los cielos»» (24-III-1982).

Y la Iglesia es la virgen-madre, ella también, que no se casa con el mundo, sino que sólo reconoce como Esposo a Cristo, que «la alimenta y la abriga» (Ef 5,29). Jesucristo comunica a su Esposa una fecundidad universal. En la Iglesia Madre, «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), nacen todos aquellos que «no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de hombre, sino que de Dios son nacidos» (1,13). La Esposa virginal de Cristo concibe, como la Virgen María, «por obra del Espíritu Santo», y tanto mayor es su fecundidad cuando más unida se mantiene a Cristo Esposo.

Pues bien, el celibato cristiano participa de esa admirable fecundidad virginal de María y de la Iglesia. Y esta verdad tiene una abrumadora confirmación histórica. Los doce Apóstoles célibes, con su palabra y su sangre, pusieron el fundamento constante de una segura transformación del mundo. Los misioneros célibes, entregados a Cristo y a los hombres, han dado a luz pueblos, ciudades y naciones. La contemplación mística y la especulación teológica han alcanzado en el celibato y la virginidad sus alturas máximas. Pío XII, considerando la historia de la Iglesia, enumeraba asombrado los frutos incontables de la virginidad: misiones, parroquias, monasterios, escuelas y universidades, asilos y hospitales. A todos los miembros de la Iglesia y del mundo extiende su solícita eficacia la caridad virginal (S.Virg. 12-13). Este es un «amor todo espiritual», que Santa Teresa describe: «Me diréis: "Esos tales no sabrán querer". Mucho más quieren éstos, y con más pasión y más verdadero amor y más provechoso amor» (Camino Perf. 9,1; 10,2; +11,1).

Celibato y apostolado van muy unidos, como ya Jesús nos lo mostró en la misma vocación de los Doce. Los que son elegidos por Cristo para vivir como compañeros suyos, han de dedicarse a la oración, y para ser fieles colaboradores de su misión, deben aplicarse al ministerio de la palabra (Mc 3,14; Hch 6,4). En efecto, el celibato ofrece un marco de oro para esa vida de oración y de predicación del Reino. El apóstol célibe, centrado exclusivamente en el amor de Cristo, encuentra la máxima potencia y libertad para anunciar el Evangelio a los hombres. En cambio, el apóstol de vida afectiva vulnerable, llena de necesidades sentimentales, deseoso de triunfos y temeroso de persecuciones, está perdido para el servicio de la Verdad. Por eso la Iglesia, al configurar históricamente el sacerdocio ministerial, ha querido unirlo al celibato, viendo entre uno y otro un nexo de «múltiple conveniencia», aunque no sea un vínculo esencial (PO 16; +S.Coelib.17, 18, 21, 31, 35, 44).

Y esto no por razones cuantitativas: un sacerdote célibe sale más barato, tendrá más horas libres para trabajar, y será más fácilmente trasladable. No, no va por ahí la fundamentación del celibato apostólico, pues muchos trabajadores casados, con el testimonio de su propia vida laboral, pondrían muy en duda, con razón, esos supuestos. No. El celibato apostólico nace de razones cualitativas, espirituales, relacionadas con la misteriosa fecundidad de la virginidad. En efecto, el celibato «dilata hasta el infinito el horizonte del sacerdote» y le conduce a una «más alta paternidad» (S.Coelib. 56; +26,30).

Ascesis del celibato

El célibe necesita vivir «una ascesis particular, superior a la exigida a todos los otros fieles» (S.Coelib. 70). Una ascesis en la que el amor ha de ir creciendo con los años, y que implica aspectos negativos y positivos -aunque ya sabemos que en la ascética cristiana, siempre motivada por el amor, en realidad todo es positivo, también las negaciones-.

Negativamente, el cultivo del celibato lleva consigo una fidelidad vigilante, que evite ciertas ocasiones de pecado y que no transija con determinadas costumbres del mundo. El humilde comprende fácilmente la necesidad de proteger los sentidos y el corazón de estimulaciones inconvenientes o simplemente malas (S.Virg. 24-28).

San Agustín decía: Ya que «la virginidad es un espléndido don de Dios en los santos, es preciso velar con suma diligencia, no sea que se corrompa por la soberbia. La guardiana de la virginidad es la caridad, pero el castillo de tal guardiana es la humildad» (ML 40,415. 426). No sólo el celibato, la virtud de la castidad en general, ha de guardarse en la humildad, alejándose de aquellas ocasiones próximas de pecado que son evitables. El uso abusivo de la televisión, por ejemplo, o la aceptación pasiva de modas y costumbres absolutamente indecentes no sólamente dañan con gran frecuencia la castidad, sino también -y antes- la humildad.

Positivamente, todas las virtudes cristianas -obediencia, laboriosidad, castidad, pobreza, etc.-, todas concurren al perfeccionamiento de la virginidad. Pero sobre todo el amor a Jesucristo, la oración asidua, continua, prolongada, que hace crecer en el célibe «su intimidad con Cristo» (S.Coelib. 75), y el amor al prójimo, en una vida de entrega total, hallando siempre a Cristo en los hermanos. Viviendo así, la pretendida soledad del célibe no es sino una plenitud constante de compañía. Y la devoción a María, como lo han enseñado tantos santos desde hace mucho tiempo: «Para mí -decía San Jerónimo- la virginidad es una consagración en María y en Cristo» (ML 22,405).

Significado escatológico del celibato

«El tiempo es corto. Pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29. 31). «Nuestro Señor y Maestro -escribe Pablo VI- ha dicho que «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30). En el mundo de los hombres, ocupados en gran número en los cuidados terrenales y dominados con gran frecuencia por los deseos de la carne (+1 Jn 2,16), el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos, constituye precisamente «un signo particular de los bienes celestiales» (PC 12), anuncia la presencia sobre la tierra de los últimos tiempos de la salvación (+1 Cor 7,29-31) con el advenimiento de un mundo nuevo, y anticipa de alguna manera la consumación del reino, afirmando sus valores supremos, que un día brillarán en todos los hijos de Dios» (S.Coelib. 34).

Premio del celibato

Los evangelios sinópticos nos refieren una escena conmovedora (Mt 19,27-30; Mc 10,28-31; Lc 18,28-30). Un día Pedro, quizá animado por sus compañeros, se atrevió a preguntarle a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué tendremos?» (Mt). Y Jesús le respondió: Nadie que haya dejado «casa, mujer, hermanos, padres o hijos» (Lc) «por amor de mí y del Evangelio, dejará de recibir el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madres e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Mc).

Santa Teresa observa que «no acabamos de creer que aun en esta vida da Dios ciento por uno» (Vida 22,15). Pero así es, ciertamente. Y después la vida eterna.

7. La obediencia

AA.VV., Obedience, the greatest freedom: in the words of Alberione, Ambrose, etc., Boston, Daughters of St.Paul 1966; AA.VV., arts. en «Vie Consacrée» 48 (1976) 195-295; K. Rahner, Marginales sobre la pobreza y la obediencia, Madrid, Taurus 1962; M. Ruiz Jurado, Hacia una pedagogía de la obediencia cristiana, Madrid, Studium 1968; Adrienne von Speyr, Il libro dell’obbedienza, introd. Hans Urs von Balthasar, Padova, Messaggero 1983; J. M. Tillard, Obéissance, DSp 11 (1981) 535-563.

Obediencia y cosmos, desobediencia y caos

Dios creó el universo como un cosmos jerárquicamente ordenado, cuya armonía consiste en la obediencia. La autoridad de Dios es la fuerza inteligente que todo lo acrecienta y dirige por su providencia, manteniendo la unidad de la armonía cósmica. La misma palabra autoridad expresa esa realidad (auctor, creador, promotor; augere, acrecentar, hacer progresar). Ahora bien, Dios hace participar de su autoridad a las autoridades creadas del mundo viviente -jefes de manada, padres, maestros, jefes políticos-, y a través de ellas, y también por otros medios, su Providencia misteriosa gobierna el universo.

Adviértase, pues, que «es ley natural que los seres superiores muevan a los inferiores, por la virtud más excelente que Dios les ha conferido»; como es ley natural que «los inferiores deben obedecer a los superiores» (STh II-II,104,1).

((Es propio de la acción del Diablo en este mundo fomentar por todos los medios la rebelión contra la autoridad de Dios, y el desprecio, la burla, el odio contra toda autoridad humana -familiar, académica, militar, laboral, religiosa o política-, por legítima que ésta sea y por prudente que sea su ejercicio (Gén 3,4; 2 Tes 2,4). Los que están más o menos sujetos a su influjo maligno, consideran autoritaria cualquier autoridad, estiman que toda autoridad es un freno, algo que impide el desarrollo libre de personas y pueblos, y piensan que la mejor autoridad -la única tolerable- es aquella que no se ejerce en absoluto. Esas fuerzas diabólicas -que a veces suelen organizarse en sistemas férreamente jerárquicos-, empleando estos errores como armas, logran allí donde extienden su influjo destrozar las familias, trabar las acciones laborales o escolares, paralizar y debilitar las sociedades políticas o religiosas.

Por el contrario, no hizo Dios el mundo como una yuxtaposición igualitaria de seres diversos -como las iguales briznas de un campo de yerba-, sino que quiso crear un variadísimo cosmos de partes distintas trabadas entre sí en subordinaciones jerárquicas -como un árbol-. Estas relaciones de autoridad, muy leves en animales inferiores -cardumen de anchoas-, más notables en animales superiores -manada de lobos-, son muy complejas, variadas y perfectas en todo tipo de sociedad humana. Por eso en este mundo la igualdad sólo puede imponerse violentando la naturaleza.))

Las criaturas no-libres obedecen siempre al Creador. Todas las criaturas «viven y duran para siempre, y en todo momento le obedecen» (Sir 42,23; +Bar 3,33-36). Los científicos conocen bien esa obstinada obediencia de las criaturas a sus íntimas leyes. No es posible violentar la naturaleza, hay que obedecerla, precisamente porque ella obedece siempre a Dios. El crecimiento de las plantas, los procesos genéticos, la trayectoria de los astros, todo es siempre una perfecta obediencia al Creador; y esa obediencia es la causa de la bondad y belleza del mundo.

También el hombre, criatura libre, ha de obedecer siempre al Creador y a las autoridades por él constituídas, si de verdad quiere perfeccionarse y contribuir a la perfección del mundo humano. Y esa obediencia del hombre, justamente por ser consciente y libre, es la más excelente y benéfica de cuantas obediencias se prestan a Dios en este mundo. Por el contrario, grandes males se producen cuando los hombres se rebelan contra Dios o contra las autoridades por El constituídas, o cuando éstas pervierten el ejercicio de su autoridad, poniéndose al servicio del mal.

Ahí está la raíz de los males que afligen a la humanidad. En efecto, «por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituídos pecadores». Y la creación entera, «sujeta a la vanidad», esto es, al arbitrio abusivo del hombre rebelde, gime dolorosamente como con dolores de parto (Rm 5,19; 8,20). La perversión de la desobediencia es de origen diabólico, y afecta, en mayor o menor medida, a quienes están «bajo el influjo que actúa en los hijos rebeldes» (Ef 2,2).

La salvación por la obediencia de Cristo

La obediencia de Abrahán comienza la historia de la salvación. «Por la fe, Abrahán, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adónde iba» (Heb 11,8). Por la obediencia a Dios, está dispuesto Abrahán a sacrificar a su propio hijo, Isaac: él oye al Señor, cree y obedece. Es decir, se fía totalmente de Dios.

«El no pregunta al Señor por qué -dice San Bernardo-; no murmura, no se queja, no muestra siquiera un rostro dolorido, sino que, desconocedor del motivo de todo lo que se le manda, se apresura con crueldad piadosa a matar al hijo. Por eso en Abrahán se encuentra la virtud de una suprema y admirable obediencia» (Sermón 41,2).

La obediencia de Israel al Señor viene exigida por la Alianza antigua: «Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y obedeceremos» (Ex 24,7). Pero la historia muestra a Israel como una casa rebelde (Ez 2,5), incapaz de obedecer a Yavé y de guardar con fidelidad los preceptos de la Alianza (Sir 51,34; Is 1,2; Mt 23,4; Hch 15,10). Los judíos no podían con la ley, pues aún no habían recibido en plenitud el Espíritu (Jn 7,39). Por eso Juan el Bautista es enviado por Dios «para reducir a los rebeldes» (Lc 1, 17), y él anuncia a Jesús, que viene a buscar a «los desobedientes y extraviados» (Tit 3,3).

La obediencia de Jesucristo causa la salvación del mundo. «Así como por la desobediencia de un solo hombre [Adán], todos fueron constituídos pecadores, así también por la obediencia de uno solo [Cristo, el nuevo Adán] todos serán constituidos justos» (Rm 5,19). El hombre se perdió y se destrozó en la desobediencia, y ahora, obedeciendo a Cristo, va a encontrar su camino y salvación. En efecto, él «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).

Jesús es el Siervo de Yavé, obediente y fiel (Is 42,1s; 49,3s; 52,13s). El es el Hijo, un nuevo Adán que obedece a Dios siempre. Ha venido para eso (Heb 10,7), su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34; 6,38), piensa según el Padre quiere (5,30), y obra según la voluntad del Padre (5,19. 30; 8,28; 10,25. 38; 14,10). Toda su fisonomía es filial: «El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (8, 29). Y como obedece al Padre, obedece también a José y María (Lc 2,51), y se somete a toda autoridad humana (2,42; Mt 17,27; 22,21). No alega para rehusar la obediencia que él es anterior y mayor que todos, y que todos le deben obediencia a él (Jn 4,12; 6,32; 8,58; Mt 22,43; Heb 1,4). El, al asumir la naturaleza humana, asume humildemente la obediencia familiar, cívica y religiosa como parte de la naturaleza humana.

La obediencia de Jesús es alegría, gozo, paz, fecundidad de vida, pues por ella se mantiene filialmente unido al Padre, y por ella permanece en su amor, cierto de ser escuchado y asistido (Jn 5,20; 8,16; 11,42). Esto es así, como regla general. Sin embargo, a veces la obediencia de Jesús es cruz. Concretamente, en la hora final, acepta la cruz como «mandato del Padre» (14, 31), y se hace «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8; +Heb 5,8). El, que siempre había obedecido al Padre, no vacila en esta hora tenebrosa (Jn 12,27), y no quiere aferrarse a su voluntad, sino permanecer fiel a la del Padre (Lc 22,42). Misterio insondable: ¿Cómo pudo reconocer Jesús en la locura y el escándalo de la cruz (1 Cor 1,23) el designio providente de la voluntad del Padre?...

La extrema obediencia de Cristo fue suprema expresión de su amor al Padre. Cristo prestó la espantosa obediencia de la cruz Justamente para declarar infinitamente su amor al Padre: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). También fue en la cruz donde el amor de Jesús a los hombres alcanzó su expresión más inequívoca y elocuente (15,13). En Cristo obediencia y amor se identifican. El pudo evitar morir en la cruz (Mt 26,53; Jn 10,17-18), pero por amor aceptó, sin resistencia, que le despojaran de todo, hasta de la vida (Mt 5,39-41). Obedeció por puro amor.

Obedecer a los hombres, como al Señor

Obedeciendo a los hombres, obedecemos al Señor, pues en la autoridad que ellos tienen sobre nosotros -padres, maestros, gobernantes, pastores de la Iglesia- reconocemos una participación que Dios, en su providencia, ha querido darles de su autoridad. Santa Catalina de Siena dice que «nadie puede llegar a la vida eterna sino obedeciendo, y sin la obediencia nadie entrará en ella, porque su puerta fue abierta con la llave de la obediencia, y cerrada con la desobediencia de Adán» (Diálogo V,1).

Ésta es doctrina claramente enseñada por los Apóstoles.

Deben obedecer los hijos a los padres «en el Señor», pues es justo (Ef 6,1), y es «grato al Señor» (Col 3,20; +Ex 20,12; Dt 5,16). Es grave pecado ser «rebelde a los padres» (Rm 1,30; 2 Tim 3,2).

Debe obedecer la esposa al esposo «como al Señor» (Ef 5,22-24; +1 Cor 11,3; Tit 2,5; 1 Pe 3,1-6) y los jóvenes a los mayores (1 Tim 5,1-2; 1 Pe 5,5).

Deben obedecer los servidores a sus señores, y «escrupulosamente, de todo corazón, como a Cristo, no por ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres, conscientes de que cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere: sea esclavo, sea libre» (Ef 6,5-8; +Col 3,22-24; 1 Tim 6,1-2; 1 Pe 2,18).

Deben obedecer los ciudadanos a los gobernantes, cumpliendo así la voluntad de Jesús: «Dad al César lo que es del César» (Mt 22,21). En tiempos del emperador Nerón (a.54-68), ésta era la enseñanza de San Pedro: «Por amor del Señor, estad sujetos a toda autoridad humana, ya al emperador, ya a los gobernantes... Pues ésta es la voluntad de Dios» (1 Pe 2,13-17). Y lo mismo enseñaba San Pablo: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad, se rebela contra la disposición de Dios, y los rebeldes atraerán sobre sí mismos la condenación... Es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia» (Rm 13,1-7; +1 Tim 2,1-2; Tit 3,1-3).

Del mismo modo, y con más razón, deben obedecer los fieles a sus pastores, pues han sido puestos por el Espíritu divino para regir la Iglesia (Hch 20,28): «Obedeced a vuestros pastores y sed dóciles, pues ellos se desvelan por vuestro bien, sabiéndose responsables. Que puedan cumplir su tarea con alegría y no lamentándose, pues lo contrario no os traería cuenta» (Heb 13,17). A ellos se les debe obediencia y «la mayor caridad», pues nos «presiden en el Señor» (1 Tes 5,12; +Tit 3,1-3).

Ver al Señor en el superior es, en efecto, un rasgo primario de la espiritualidad judía y cristiana. Ya Moisés, cuando en el desierto veía resistida su autoridad y la de sus colaboradores, decía: «No van contra nosotros vuestras murmuraciones, sino contra Yavé» (Ex 16,8). Y de modo semejante San Ignacio de Antioquía considera la jerarquía de la Iglesia como una representación visible del Padre-Jesucristo-Apóstoles, que son la jerarquía invisible: «Hacedlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el Obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los presbíteros, que representan el colegio de los Apóstoles» (Magnesios 6,1; +Tralianos 2,2; Filadelfos 4; Esmirniotas 8,1).

Esta visión bíblica y primitiva de la obediencia en la Iglesia pasa evidentemente a la tradición de los maestros espirituales. San Benito: «La obediencia que se presta a los mayores, a Dios se presta» (Regla 5,15). San Ignacio de Loyola: hay que obedecer «no mirando nunca la persona a quien se obedece, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece. Pues no porque el superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido» (Cta. 83,1-2). SantaTeresa: «Estate siempre preparado al cumplimiento de la obediencia, como si te lo mandase Jesucristo en tu prior o prelado» (Avisos 2,6). Y el concilio Vaticano II (LG 37b, PO 7b, PC 14a).

El Catecismo enseña que a la autoridad de los padres (2221-2231), de los gobernantes (1897-1904, 2234-2243) y de los pastores de la Iglesia (1558,1563), debe corresponder la obediencia filial (2214-2220), presbiteral (1567), religiosa (915), eclesial (1269) y cívica (1900, 2238-2240); una obediencia, por supuesto, que no debe ser irresponsablemente ciega (2313).

La teología cristiana ve al superior como un sacramento del Señor, como un signo visible de su autoridad invisible. Ahora bien, si decimos que los sacramentos son «sacramentos de la fe» (SC 59a, PO 4b), y que sin ésta no son aquéllos ni inteligibles ni santificantes, lo mismo habrá que decir del sacramento de la autoridad -en padres, párrocos, maestros, gobernantes-. La eucaristía, por ejemplo, santifica al que la recibe con fe y amor, viendo en ella al Señor; no al que la recibe como si fuera un trocito de pan común. De modo semejante, la autoridad del superior es santificante para el que obedece en conciencia, «como al Señor»; no para quien obedece por comodidad, por agradar a los hombres o por buscar ventajas personales.

((Algunos objetan que mientras pobreza y celibato quitan medios entre Dios y el hombre, la obediencia los pone, al reconocer en el superior un medio humano que quitaría inmediatez a la obediencia prestada a Dios. Pero esta objeción ignora la naturaleza cuasisacramental del superior en el plan salvífico de Dios. Los sacramentos y los superiores, recibidos con fe, unen a Dios sin medios, y es Dios mismo quien en ellos nos santifica en forma inmediata. Esta verdad aparece más clara si la consideramos en casos extremos: La comunión dada por un ministro pecador santifica al que comulga de buena voluntad, e igualmente el mandato -en sí legítimo- dado por un superior malo o inepto es santificante para el que obedece con fe y amor, porque así hace suyo un impulso de la autoridad del Señor.))

Obediencia y humildad

El humilde ama la obediencia, la busca, la procura. Quiere configurarse así a Cristo, que «tomó forma de siervo» (Flp 2,7). No se fía de sí mismo, sabiéndose pecador, y teme hacer su propia voluntad (Gál 5,17), viéndose abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,3). El humilde se hace como niño, para que el Padre le entre de la mano en el Reino (Mc 10,15). Busca la obediencia porque sabe que ignora lo que le conviene (Rm 8,26), porque no quiere apoyarse en su prudencia sino en la de Dios (Prov 3,5), y porque teme que tratando de proteger avaramente los proyectos de su vida, la perderá (Jn 12,25). El humilde considera superiores incluso a sus iguales (Flp 2,3) y, al menos en igualdad de condiciones, prefiere hacer la voluntad del prójimo a la suya propia.

Santa Catalina de Siena dice que «es obediente el que es humilde, y humilde en la medida en que es obediente» (Diálogo V,1). Y San Juan de la Cruz explica cómo la obediencia verdadera sólo se halla en cristianos adelantados, que ya en la noche pasiva del sentido fueron en buena medida despojados de sí mismos: «Aquí se hacen sujetos y obedientes en el camino espiritual, que, como se ven tan miserables, no sólo oyen lo que les enseñan, mas aun desean que cualquiera les encamine y diga lo que deben hacer. Quítaseles la presunción afectiva que en la prosperidad a veces tenían» (1 Noche 12,9).

Los soberbios odian la obediencia, la huyen como una peste, procuran desprestigiarla, tratan de reducirla a mínimos y hacerla inoperante... Y es que se fían de sí mismos, no se hacen como niños, ni quieren realizar la voluntad de Dios, sino la suya. auscan proteger la vida propia, y la perderán. Creen que la obediencia sólo produce frutos malos: frustración, infantilismo, irresponsabilidad, ineficacia. Consideran que el desarrollo personal es posible sólo en la espontaneidad, en la autonomía, sin interferencias de superiores, por bienintencionados que éstos sean... Quienes mantienen estas actitudes, dice San Juan de la Cruz, son imperfectísimos»: «andan arrimados al gusto y voluntad propia, y esto tienen por Dios»; hasta en las buenas obras «éstos hacen su voluntad», de modo que incluso en ellas «antes van creciendo en vicios que en virtudes». Más aún, si la autoridad les manda hacer esas buenas obras que ellos por su cuenta hacen, «llegan algunos a tanto mal que, por el mismo caso que van [ahora] por obediencia a tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos, porque sola su gana y gusto es hacer lo que les mueve» (1 Noche 6,2-3).

La obediencia es más fácil a los hombres fuertes y maduros que a los débiles e inmaduros. Es interesante señalarlo. El hombre de personalidad adulta obedece sin miedo, no teme verse oprimido por la autoridad, no da mayor importancia a las cosas que suelen ser objeto de mandatos -después de todo, qué más da-, y además, al poseerse, puede darse fácilmente en la obediencia por amor, por la paz, por ayudar al bien común. Por el contrario, el hombre de personalidad adolescente e inmadura, frágil y variable, huye de la obediencia, teme que la autoridad le oprima, procura afirmar su yo no con ella, sino contra ella, da importancia grande a las cosas pequeñas sobre las que suele arbitrar el mandato de la autoridad, y al no poseerse plenamente, le cuesta mucho darse en la obediencia. Eso explica, por ejemplo, que en las comunidades religiosas las personalidades más flojas suelen tener muchos problemas con la obediencia, mientras que ésta no plantea mayores problemas a los religiosos de mayor sabiduría, virtud y madurez.

Obediencia y fe

Escuchar a Dios, creer en él y obedecerle, viene a ser lo mismo, incluso en la etimología de los términos (escuchar: ypakouein, obaudire; obedecer: ypakouein, oboedire). El creyente, como Abrahán, como María, escucha a Dios, y cree en él obedeciéndole (Heb 11,8; Lc 1,38; Hch 6,7). El creyente acepta hacerse discípulo del Señor (11,26), obedece la norma de la doctrina divina (Rm 6,17), y obedeciendo a Cristo, doblega su pensamiento a la sabiduría de Dios (2 Cor 10,5). Por eso los fieles cristianos somos, en contraposición a los «hijos rebeldes» (Ef 2,2), «hijos de obediencia» (1 Pe 1,14), pues hemos sido «elegidos según la presciencia de Dios Padre en la santificación del Espíritu por la obediencia» (1 Pe 1,2).

Por el contrario, la desobediencia es una forma de incredulidad. En la Escritura viene a ser lo mismo «incrédulo y rebelde» (Rm 10,21): «Vosotros fuisteis rebeldes a los mandatos de Yavé, vuestro Dios, no creísteis en él, no escuchasteis su voz» (Dt 9,23). Consideremos, por ejemplo, la norma de la Iglesia en materia conyugal: «Los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b). Pues bien, los esposos que en su vida conyugal desprecian la ley de Dios y de la Iglesia, no sólo caen en lujuria y desobediencia, sino sobre todo en incredulidad. Y la incredulidad es la forma más grave de desobediencia al Señor (Lc 10,16; Jn 3,20.36; Rm 10,16; Heb 3,18-19; 1 Pe 2,8).

Obediencia y esperanza

La obediencia es un acto de esperanza, por el cual el humilde, que no se fía de sí mismo, se fía de Dios. «Dios es veraz y todo hombre falaz» (Rm 3,4; +Tit 1,2; Heb 6,18). El creyente, obedeciendo a Dios, a la Iglesia, a los superiores, no trata de proteger su propia vida, sino que la entrega al Señor en un precioso acto de esperanza: «Yo sé a quién me he confiado, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día» (2 Tim 1,12; +2,19).

Y a veces la esperanza de la obediencia sólo puede afirmarse «contra toda esperanza» (Rm 4,18). Así obedeció Abrahán, «convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (4,20-21). Así obedeció San José, tomando a María encinta por esposa, «porque era justo» y el Señor se lo había mandado (Mt 1,24). Así obedeció Jesús al Padre en el momento de la cruz, en la más completa oscuridad, «contra toda esperanza». Y así debemos nosotros, los cristianos, obedecer a Dios, a la Iglesia y a nuestros superiores: esperando en Dios nuestro Señor.

Obediencia y caridad

Los que aman al Señor son los que obedecen sus mandatos. Esto es lo que la Biblia enseña una y otra vez, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Ex 20, 6; Dt 10,12-13). Si amamos al Señor, guardaremos sus preceptos; y si los obedecemos, permaneceremos en su amor (Jn 14,15; 15,10. 14; 1 Jn 5,2). Obediencia y amor se confunden. El que contrapone una espiritualidad de obediencia con una espiritualidad de amor no sabe de qué está hablando. La cruz de Cristo, el supremo ejemplo, es al mismo tiempo amor infinito al Padre e infinita obediencia: Cristo obedece hasta el extremo porque ama hasta el extremo. Por eso «igualmente ha de decirse que Cristo padeció por caridad o por obediencia, pues los preceptos de la caridad los cumplió por obediencia, o fue obediente por amor al Padre que le daba esos preceptos» (STh III,47,2 ad 3m).

Obediencia y sacrificio

Por la santa obediencia, nosotros hacemos al Padre la ofrenda continua de nuestra vida, participando así del espíritu filial de Jesús y de su sacrificio en la cruz. En toda obediencia a Dios hay sacrificio, hay consagración de nuestra voluntad a la suya, hay muerte y vida. Por la obediencia a Dios estamos «muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,11). Toda obediencia movida por la caridad -la esposa, por ejemplo, que acepta la voluntad del marido, el esposo que cede a lo que su mujer quiere-, toda ofrenda razonable de la propia voluntad a nuestro hermano, es un sacrificio espiritual, una participación en la pasión de Cristo, que entregó su vida por amor.

La naturaleza eucarística de la obediencia cristiana ha sido siempre captada por los grandes maestros espirituales. La Regla de San Benito dispone que el compromiso escrito y solemne de obediencia sea puesto por el monje «con sus propias manos sobre el altar», diciendo: «Recíbeme, Señor»... (58,17-21). También en San Ignacio de Loyola la obediencia es una ofrenda litúrgica, que en el sacrificio de la Eucaristía encuentra su modelo y su fuerza: «La obediencia es el holocausto, en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de la caridad a su Creador y Señor por mano de sus ministros; y puesto que es una entrega entera de sí mismo, por la cual se desposee de sí todo, para ser poseído y gobernado por la divina Providencia por medio del superior, no se puede decir que la obediencia comprende sólamente la ejecución para efectuar y la voluntad para contentarse, sino aun el juicio para sentir [pensar] lo que el superior ordena, en cuanto por vigor de la voluntad puede inclinarse» (Cta. 87,3).

La obediencia es gran ayuda para matar al hombre viejo, para quemar todo resto de apego desordenado, para consumar la perfecta abnegación. Nuestras actividades personales, por buenas que sean, cuando parten de nuestra propia voluntad, rara vez se conforman del todo a la voluntad de Dios; estamos apegados a nuestras ideas, a nuestras obras y a ciertos modos de hacerlas. Pues bien, la obediencia tiene una eficacia admirable para cortar esos lazos de apegos -por eso precisamente muchos la consideran temible-. Y eso explica también que los santos -es decir, los que buscan de todo corazón hacer la voluntad de Dios- hayan amado tanto la obediencia y hayan sido tan radicales en sus planteamientos.

San Francisco de Asís: «Tomad un cadáver y ponedlo donde queráis... tal es el verdadero obediente» (San Buenaventura, Leyenda mayor 6,4). Santa Catalina de Siena: «Está muerto, si es un verdadero obediente» (Diálogo V,3,1). San Ignacio: «Obedecer como una cosa muerta» (Carta 144). Charles de Foucauld: «La obediencia es el último, el más alto, el más perfecto grado del amor, aquél en el que uno mismo cesa de existir, y se aniquila, y se muere, como Jesús murió en la cruz, y se entrega al Bienamado un cuerpo y un alma sin vida, sin voluntad, sin movimiento propio, para que El pueda hacer con ello todo lo que quiera, como sobre un cadáver. Ahí está, ciertamente, el más alto grado del amor. Es la doctrina de todos los Santos» (Cta. a P.Jerôme 24-I-1897).

Obediencia y apostolado

«Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento» (1 Cor 3,7). «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). Y nada puede hacer el apóstol si no es enviado y sostenido por Jesucristo: «Sin mí no podéis hacer nada» (15,5). El Padre envía al Hijo, y el Hijo envía a los apóstoles. En esa misión divina está la clave de toda posible fecundidad apostólica. Es metafísicamente imposible que las actividades «apostólicas» realizadas al margen o en contra de esa misión puedan dar fruto, pues «es Dios quien da el crecimiento», y él no puede bendecir las obras de quienes le desobedecen. La plena comunión con los Pastores de la Iglesia, en sincera obediencia, es por eso la premisa fundamental de donde ha de partir siempre la acción apostólica, al menos si queremos evitar que nuestros «afanes de ahora o de entonces resulten inútiles» (Gál 2,2).

Este es un tema central en las cartas de San Ignacio de Antioquía: «Seguid todos al Obispo como Jesucristo al Padre, y al colegio de presbíteros como a los Apóstoles. Que nadie, sin contar con el Obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. El que honra al Obispo, es honrado por Dios. El que a ocultas del Obispo hace algo, rinde culto al diablo» (Esmirniotas 8-9). San Francisco de Asís nunca predicaba sin ser antes autorizado por el Obispo o el párroco -esto es, sin ser potenciado por Dios para ello-, y lo mismo mandaba a sus frailes (Celano, Vida II,146-147). Santa Teresa, tanto en sus asuntos personales como en sus actividades de reformadora y fundadora, nunca hacía nada sin sujetarse a obediencia, y eso aun cuando el Señor en la oración le hubiese mandado algo diferente de lo dispuesto por los superiores (Vida 26,5; 36,5). Trabajar en el apostolado moviéndose por la propia voluntad, rehuyendo la misión y la obediencia, es una de las maneras más aburridas de perder el tiempo. Y de hacerlo perder a los otros.

Primacía de la obediencia

«Todas las obras de las virtudes no son meritorias ante Dios sino cuando son hechas para obedecerle, enseña Santo Tomás. Pues si uno padeciera hasta el martirio, o diera a los pobres todos sus bienes, si no lo ordenara al cumplimiento de la voluntad divina, lo cual directamente pertenece a la obediencia, no tendría ningún mérito: sería como si hiciera todo eso sin caridad (+1 Cor 13,1-3); no puede haber caridad sin obediencia» (STh II-II,104,3). El mismo ejercicio de la caridad, en sus modos concretos, ha de sujetarse a la obediencia; y si lesiona a ésta, ofende a Dios, no procede de Dios.

«No hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia», decía Santa Teresa (Fundaciones 5,10). ¡Cuántos engaños y trampas suele haber en quien va a su aire, y qué fácilmente confunde su voluntad con la de Dios! En cambio, «yendo con limpia conciencia y en obediencia, nunca el Señor permite que el demonio nos engañe» (4,2). ¡Cuántos trabajos ascéticos y apostólicos quedan estériles por ser hechos quebrando más o menos la obediencia! Y de ahí vienen la frustración, el cansancio, y quizá el abandono. Por el contrario, «la obediencia da fuerzas» (Fundaciones prólogo 2). «Aprovéchese de la obediencia a voluntad ajena -decía San Juan de Avila-, y verá que anda Dios en la tierra para responder a nuestras dudas, para encaminar nuestra ignorancia, para dar fuerza a los que, obrando por nuestra voluntad, no teníamos fuerza para ello» (Carta 220).

La obediencia da fuerzas para la acción, pero también las da para la contemplación. Cuando le preguntaban a San Juan de la Cruz cómo llegar a la oración mística, él no proponía métodos oracionales de infalible eficacia, sino que contestaba: «Negando su voluntad y haciendo la de Dios; porque éxtasis no es otra cosa que un salir el alma de sí y arrebatarse en Dios; y esto hace el que obedece, que es salir de sí y de su propio querer, y aligerado se anega en Dios» (Dichos 158).

((¡Qué perdidos van los que desprecian la obediencia! Cuanto más corren -como caballos desbocados, sin rienda-, más lejos se pierden. Éstos que no quieren alimentarse del Magisterio apostólico, prestándole la debida obediencia intelectual, cuántas porquerías se tragan, y qué amargo tienen el estómago y el aliento. Éstos que trabajan mucho (?) en el apostolado, quebrantando cuando quieren la obediencia al Obispo, y la disciplina canónica y litúrgica, con qué tristeza comprobarán que no consiguen fruto alguno, sino hacer daño a la Iglesia. Aquellos que practican austeridades ascéticas al margen de la obediencia, ignoran que la mortificación sin obediencia es «penitencia de bestias, a la que como bestias se mueven por el apetito y gusto que allí hallan» (1 Noche 6,2). Ni siquiera la comunión frecuente, hecha contra la obediencia, sería santificante. Santa Teresa, de una señora que era de comunión diaria, pero que no quería sujetarse a confesor fijo, comentaba: «Quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión» (Fundaciones 6,18).))

((Apelar a la conciencia propia para rechazar la doctrina o disciplina de la Iglesia es un grave error. Como dice Juan Pablo II, «el Magisterio de la Iglesia ha sido instituído por Cristo, el Señor, para iluminar la conciencia; apelar a esta conciencia precisamente para rechazar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, lleva consigo el rechazo de la idea católica del Magisterio y de la conciencia moral» (12-XI-1988).

A este respecto Pablo VI señalaba que «la conciencia no es por sí sola el árbitro del valor moral de las acciones que inspira, sino que debe hacer referencia a normas objetivas y, si es necesario, reformarse y rectificarse. Hecha excepción de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del Instituto -en cuyo caso la obligación de obedecer no existe-, las decisiones del superior se refieren a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada aparezca objetivamente menos buena, que ella es ilegítima y contraria a la conciencia, significaría desconocer, de manera poco realista, la obscuridad y la ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común. Un religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su conciencia y el de su superior. Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo «que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia»(Heb 5,8)» (exh.apost. Evangelica testificatio 29-VI-1971, 28).

Obedecer a Dios antes que a los hombres

Raras veces el mandato del superior será inadmisible en conciencia, al menos en ambiente familiar o religioso. La autoridad no suele pronunciarse sobre cuestiones ciertas, pues sería innecesario. Suele arbitrar sobre asuntos opinables. Se le manda a una joven, por ejemplo, que vuelva a casa por las noches no más tarde de tal hora; o a un sacerdote que no emplee en la catequesis un cierto texto, sino tal otro, etc. Quizá un mandato sea, a juicio de quien ha de cumplirlo, menos conveniente que otro posible; pero es muy raro que se produzca un mandato ciertamente malo, inadmisible en conciencia.

En la duda, hay que obedecer. El bien común exige que la presunción de acierto se conceda al superior, pues también el súbdito puede equivocarse. Adviértase, por lo demás, que quien está dispuesto a la obediencia sólo en lo cierto, casi nunca está dispuesto para la obediencia, pues el mandato suele versar casi siempre sobre cuestiones opinables.

San Roberto Belarmino enseña en esto: «Según la doctrina común, para que alguien no esté obligado a obedecer, es preciso que el abuso de poder del superior sea cierto, notorio y en cosa esencial. Es universal esta regla que San Agustín formuló y que todos los demás han adoptado después: El subdito debe obediencia no sólo cuando está cierto de que el superior no le manda nada contra la voluntad de Dios, sino también cuando no está cierto de que lo mandado se opone a la voluntad de Dios; en la duda, hay que conformarse al juicio del superior mejor que al propio» (Risposta ad un libretto de Gersone: Opera omnia 1873, VIII, 64).

Convendrá a veces presentar al superior objeciones que quizá él no tuvo en cuenta al decidir un mandato. Es ésta, lo mismo que la obediencia de ejecución, una forma de colaborar con el superior y de ayudarle. Así lo enseñaba San Ignacio de Loyola: «Con esto no se quita que, si alguna cosa se os representase diferente de lo que al superior, y haciendo oración os pareciese en el divino acatamiento convenir que se la representáseis a él, que no lo podéis hacer. Pero, si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indiferencia antes y después de haber representado [la dificultad], no sólamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, sino aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el superior ordenare» (Carta 83,6).

Hay que resistir todo mandato ciertamente malo, cuando «el abuso es cierto, notorio y en cosa esencial», como hemos visto. En tales casos, «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29; +4,19). En cuestiones malas de menor importancia, la consideración del bien común puede llevar a la obediencia. Pero en asuntos de importancia, los mandatos malos que proceden de una autoridad desconectada de Dios, deben ser resistidos. Un soldado debe resistir la orden de fusilar un inocente, aunque le fusilen a él. Una esposa debe ignorar la prohibición que su marido le ha hecho de auxiliar al padre, en extrema pobreza. Un médico o una enfermera no pueden realizar abortos, aunque lo mande quien sea, y pase lo que pase.

Finalmente, a veces convendrá padecer sin resistencia un mandato criminal, siempre que ello no exija la complicidad de actos culpables; es el caso de Cristo en la cruz. Pero no siempre deberá padecerse el mandato injusto: el mismo Cristo defendió su vida, mientras vio que no había llegado «su hora» (Mt 2,13; 21,18-19; Jn 8,59; 10,39; 11,53-54). Y lo mismo hizo San Pablo (Hch 22-26). La caridad y la prudencia habrán de discernir en cada caso si conviene padecer el mal sin resistencia (Mt 5,38-41; 1 Cor 6,3-7) o si conviene defenderse de él.

((Algunos cristianos predican como norma la resistencia a los poderes, y como excepción el deber de la obediencia. Adornan su doctrina con algunas citas bíblicas, en las que se hace alusión peyorativa de «los poderosos» (el Magníficat, por ejemplo, Lc 1,52), pero la verdad es que rechazan la Revelación. Es cierto que los poderes políticos y otras modalidades de autoridad civil están generalmente más o menos corrompidos, y que raras veces son del todo sanos tanto en su origen como en su ejercicio. Sin embargo, aun siendo así las cosas, el deber cristiano de la obediencia cívica está normalmente vigente, y sólo excepcionalmente ha de ceder a otras exigencias morales contrarias. Esto es lo que enseñaron Jesús y los apóstoles en tiempos terribles. Los que aceptan esta doctrina tendrán a veces problemas de discernimiento a la hora de aplicarla a la práctica. Pero quienes rechazan esta doctrina de Cristo ¿cómo podrán aplicarla con prudencia? Errarán siempre, necesariamente.

Algunos cristianos pretenden superar las injusticias de autoridades y leyes venciendo el mal con el mal. Estos quieren el bien sin esperar más, ahora, sin sufrimientos propios, a costa de lo que sea; cualquier medio vale, si se muestra eficaz. Están, pues, dispuestos a presionar, ridiculizar la autoridad y desprestigiarla, armar escándalos, romper la unidad, acudir a intimidaciones, huelgas salvajes o guerras. Estos son los que ven en la cruz de Cristo la raíz de muchos males históricos. Es cosa clara que se averguenzan del Evangelio de Jesús (Rm 1,16; 2 Tim 1,8), y que lo consideran locura y absurdo (1 Cor 1,23). Pues la Revelación divina nos enseña: «Que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino buscad siempre hacer el bien entre vosotros y con todos» (1 Tes 5,15). «No te dejes vencer por el mal [haciéndolo tú], sino vence el mal con el bien» (Rm 12,21). La Iglesia sabe que a veces la violencia puede ser la expresión de la caridad (Jn 2,15); pero sólo la admite en casos extremos (por ejemplo, GS 68c sobre la huelga, 79b-d sobre la guerra), y si se da un conjunto de condiciones (+Pío XI, enc. Firmissimam constantiam 28-III-1937: Dz 3775-3776), que muchas veces ignoran los partidarios de la violencia.))

Obedecer mal

Hay muy diversas modalidades de autoridad, y la obediencia que en una puede ser buena, quizá sea mala en otra. Pero, en todo caso, es posible trazar los rasgos generales de la mala obediencia. Inmoral es la obediencia de quien se somete activamente a mandatos moralmente malos. Irresponsable es la obediencia prestada a órdenes claramente inconvenientes, sin preocuparse de advertir al superior, y desentendiéndose de los resultados. Mala y falsa es la obediencia hecha por mal motivo, por ascender en el cargo, por ganar más dinero, por ahorrarse disgustos y complicaciones. Lamentable es la obediencia cuando se ha forzado el ánimo del superior con presiones y solicitudes excesivas, pues el que así obra, dice San Bernardo, «no obedece él al superior, sino más bien el superior a él» (Sermón 35,5). En este sentido, la libertad de los superiores debe ser cuidadosamente respetada, no sea que, violentada por nosotros, no manifieste ya la voluntad de Dios, sino la nuestra.

La falta de espíritu de obediencia suele manifestarse con señales inequívocas, y hace de la obediencia un problema continuo. Escribe San Bernardo: «Es señal de imperfección de espíritu y de flaqueza de voluntad [en la obediencia] examinar demasiado minuciosamente las órdenes de los superiores, dudar a cada orden que se nos da, pedir razón de todas las cosas, tener mala opinión de todos los preceptos cuyo motivo no se conoce, y no obedecer jamás con gusto sino cuando lo que se nos ordena es conforme a nuestras inclinaciones, o cuando reconocemos que no sería útil ni permitido obrar de otra suerte» (Del precepto y dispensa 10,23). La obediencia para el hombre carnal es algo insoportable, que ha de evitarse en cuanto sea posible. Para el hombre espiritual es «yugo suave y carga ligera» (Mt 11,30), grata ocasión para unirse más al Señor.

Obedecer bien

Los rasgos que caracterizan la obediencia buena son bien conocidos. Como dice San Benito, «la obediencia sólo será grata a Dios y dulce a los hombres, cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta; porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa» (Regla 5,14-15). Analicemos algunos rasgos de la buena obediencia.

-Amor a los superiores. Los cristianos hemos de mirar con amor a los superiores, viendo en ellos personas elegidas por el Señor para representarle, es decir, para hacer llegar a nosotros impulsos de su Autoridad santificante. Y el amor a los superiores ha de expresarse en la obediencia a sus mandatos (Jn 14,15; 15,10) -además de otras formas-, pues por la obediencia nos unimos a ellos y a su acción.

Normalmente los superiores no son los más tontos o malos, pero hay a veces en ellos graves deficiencias. Pues bien, entra en la Providencia divina que en ocasiones nos manden mal para que obedezcamos bien, es decir, con espíritu de fe y entrega. Cuenta Santa Teresa que en un lugar pusieron de superior a «un fraile harto mozo y sin letras, y de poquísimo talento ni prudencia para gobernar, y experiencia no la tenía, y se ha visto después que tenia mucha melancolía, porque le sujeta mucho el humor... Dios permite algunas veces que se haga este error de poner a personas semejantes, para perfeccionar la virtud de la obediencia en los que ama» (Fundaciones 23,9).

-Amor a los hermanos. «Tenéos unos a otros por superiores» (Flp 2,3). Mucho gana el bien común -paz, orden, eficacia, unidad, alegría- si en los miembros de una comunidad hay tendencia a obedecer, incluso a los iguales. Cuando hay amor entre hermanos, esposos, amigos o colaboradores, hay una inclinación a hacer -en igualdad de condiciones- la voluntad de los otros, en vez de empeñarse en sacar adelante el propio gusto o la idea personal. Y las ocasiones de obedecer así son frecuentísimas -«mira si llegó el correo», «hoy podríamos ir al cine», «cierra un poco la ventana», «ya compraremos eso en otra ocasión»-. La verdad es que muchas veces dará más o menos lo mismo hacer esto o lo otro; pero lo que sí tiene, en cambio, un valor decisivo es que cada uno vaya haciendo cada día la ofrenda de sí mismo obedeciendo a los superiores y a los iguales por amor.

En efecto, san Benito dispone que «el bien de la obediencia no sólo han de prestarlo todos a la persona del abad, porque también han de obedecerse los hermanos unos a otros, seguros de que por este camino de la obediencia llegarán a Dios» (Regla 71,1 2). Santa María Micaela de Santísimo Sacramento, antes de ser religiosa, viviendo en su familia, procuraba obedecer siempre: «Ofrecí a la Virgen obedecer a mi cuñada como si fuera mi superiora, y jamás en los años que vivimos juntas después, ni la menor resistencia hice a nada de lo que indicaba, y con la cara alegre, como quien deseaba esto mismo que ella indicaba» (Autobiografía 106).

-Prontitud. San Francisco de Asís decía a sus hermanos: «Obedeced a la primera, y no esperéis a que se os mande por segunda vez. Quien no cumple prontamente el precepto de la obediencia, no teme a Dios ni respeta al hombre, a no ser que haya motivo que necesariamente obligue a diferir el cumplimiento» (Espejo 47,49). Si finalmente vamos a obedecer, obedezcamos al momento, «dejando inacabado lo que se está haciendo», como dice San Benito (Regla 5,8), y con cara alegre, «que Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7). Es Dios quien nos da la vida y la fuerza para hacer lo que estamos haciendo; pues bien, si él por un superior nos manda hacer otra cosa ¿no será robar a Dios fuerza y vida para aplicarlas a lo que nosotros queremos?

Por otra parte, la prontitud no sólo pertenece a la perfección de la obediencia, sino no pocas veces a su misma esencia. En muchos casos -«llaman al teléfono, tómalo»- o la obediencia es pronta o no es -va otro a tomar el teléfono-. Obedecer tarde en no pocos casos es desobedecer, simplemente. Y entonces, cuando la obediencia tiene en un grupo un grado de prontitud y de disponibilidad muy escaso, convivencias que deberían ser gratas -una excursión en familia, por ejemplo-, terminan resultando odiosas, cuando cada uno se empeña en seguir su real gana; y colaboraciones que habrían de ser eficaces -un equipo de trabajo- acaban siendo tan lentas, torpes y forcejeadas, que al final cada uno prefiere hacer su trabajo a solas.

-Obediencia procurada. No sólo no hay que rehuir la obediencia, hay que buscarla y procurarla. El obediente quiere caminar de la mano de Dios, mantenido por Dios (tenido de Su mano), sujetándose en lo debido a sus superiores. Cuenta San Buenaventura que San Francisco, «al renunciar al oficio de ministro general, pidió se le concediera un guardián, a cuya voluntad estuviera sujeto en todo. Aseguraba ser tan copiosos los frutos de la santa obediencia, que cuantos someten el cuello a su yugo están en continuo aprovechamiento. De ahí que acostumbraba prometer siempre obediencia al hermano que solía acompañarle y la observaba fielmente» (Leyenda mayor 6,43.

-Obediencia activa, responsable, inteligente. La autoridad es una fuerza acrecentadora, estimulante, transmisora del impulso de Dios, que es el que da el crecimiento (1 Cor 3,6-7). Por eso la autoridad debe mandar de modo que las personas activen sus potencias obedeciendo, y no se vean condicionadas a atrofiarlas. Y, de la otra parte, es preciso obedecer de forma activa, responsable, prudente, colaborando de verdad con el superior, «empleando las fuerzas de la inteligencia y voluntad, así como los dones de la naturaleza y de la gracia» (PC 14b; +bc; PO 7a, 15b).

((Ahora bien, cuando la obediencia se hace excesivamente deliberativa y dialogante, pierde agilidad para dar respuesta a los problemas, la vida se pasa en reuniones -como si no hubiera otra cosa que hacer-, el ambiente comunitario se pone pesado, se divide quizá en facciones, el trabajo pierde unidad y eficacia, y la obediencia misma se reduce a un consenso en el que «la entrega de la voluntad» -que es lo que más vale- tiende a reducirse al mínimo posible.))

-Audacia valerosa. Muchas veces la obediencia hace patente que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27), pues por ella realizamos con éxito acciones que nunca habríamos acometido por iniciativa propia.

Con razón, pues, dispone San Benito: «Cuando a un hermano le manden alguna vez obedecer en algo penoso para él o imposible, acoja la orden que le dan con toda docilidad y obediencia. Pero, si ve que el peso de lo que le han impuesto excede totalmente la medida de sus fuerzas, exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su imposibilidad, excluyendo toda altivez, resistencia u oposición. Pero si, después de exponerlo, el superior sigue pensando de la misma manera y mantiene la disposición dada, debe convencerse el inferior de que así le conviene, y obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios» (Regla 68).

Una ascesis diaria para todos

Todos los cristianos -religiosos, sacerdotes, laicos- han de santificarse por la obediencia, que tendrá en cada uno, naturalmente, modalidades diversas. Los religiosos, «por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad» (PC 14a). Los sacerdotes, en su ordenación, prometen obedecer al Obispo (Ritual 16). Y también los laicos, aunque no hagan voto o promesa, tienen muchísimas ocasiones de santificarse por la obediencia, como empleados, obreros, profesionales, y sobre todo como miembros de una familia y de una comunidad cívica y religiosa.

Lo malo es que muchos cristianos, incluso de entre aquellos que buscan la perfección, ignoran en buena parte la fuerza que la obediencia tiene para santificar, es decir, para configurar a Cristo. Unos se ayudan mucho con sacramentos, retiros, lecturas, reuniones y otras actividades. Otros no tienen ocasión de frecuentar tanto estos medios de santificación. Pues bien, unos y otros pueden y deben hallar en el humilde y diario sendero de la obediencia el camino que más pronto lleva a la suma perfección evangélica.

La dirección espiritual

AA.VV., Direction spirituelle, DSp 3 (1957) 1002-1214; AA.VV., La Direzione spirituale oggi, Nápoles, Dehoniane 1981; E. Ancilli, Mistagogia e Direzione spirituale, Roma-Milano, Teresianum-Edizioni O.R. 1985; Ch. A. Bernard, L’aiuto spirituale personale, Roma, Ed. Rogate 1981,2a ed.; A. M. Besnard y otros, Le maître spirituel, París, Cerf 1980; J. Casero, S. J. de la Cruz, director de almas, «Teología Espiritual» 31 (1987) 3-55, 161-202; 33 (1989) 141-212; K. G. Culligan (dir.), Spiritual Direction. Contemporary Readings, N.York, Living Flame Press 1983; J. M. Iraburu, Entre el acompañamiento y la dirección espiritual, «Burgense» 38/1 (1997) 183-212; Caminos laicales de perfección, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996, 60-79; L. Mendizábal, Dirección espiritual; teoría y práctica, BAC 396 (1978); P. Penning de Vries, Discernement des esprits, Ignace de Loyola, París, Beauchesne 1979; Y. Raguin, Maestro y discípulo. El acompañamiento espiritual, Madrid, Narcea 1986; G. Rodríguez Melgarejo, Formación y dirección espiritual, Bogotá, OSLAM 1986; M. Ruiz Jurado, El discernimiento espiritual, BAC 544 (1994).

-Necesidad de la dirección espiritual. León XIII, en una carta al cardenal Gibbons, enseñaba que «los que tratan de santificarse, por lo mismo que tratan de seguir un camino poco frecuentado, están más expuestos a extraviarse, y por eso necesitan más que los otros un doctor y guía. Y esta manera de proceder siempre se vio en la Iglesia» (cta. Testem benevolentiæ 22-I-1899: Guibert 568).

En efecto, ya en el monacato primitivo, el cristiano que buscaba la perfección lo hacía acogiéndose a la guía de un maestro espiritual, un abba, al que debía manifestarse con plena sinceridad y obedecer con suma docilidad. Los grandes maestros espirituales, como San Juan de la Cruz, comprendieron siempre la necesidad del discernimiento y de la dirección (2 Subida 22,9-11), e hicieron de ellos un arte espiritual precioso.

La doctrina de la Iglesia sobre este punto ha sido abundante en este siglo. Pío XII, tratando de la santidad sacerdotal, decía: «Al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, buscad y aceptad la ayuda de quien con sabia moderación puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética cristiana. Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina» (exh. ap. Menti Nostræ 23-IX-1950, 27).

Esta doctrina clásica ha sido propuesta con frecuencia por el Magisterio apostólico en los últimos decenios; Vaticano II, PO 11a, 18c; OT 3a,8a,19a; S. Congr. Educación Católica, Ratio Fundamentalis institutionis sacerdotalis 6-I-1970, 44, 48, 55; Cta. circular sobre algunos aspectos más urgentes de la formación espiritual an los Seminarios 6-I-1980; Código de Derecho Canónico 1983, cc. 239,2; 246,4; 630,1; 719,4; Conferencia Episcopal Española, La formación para el ministerio presbiteral, 24-IV-1986, 85,237-241.

-Cualidades del director. Por el sacramento del orden, Dios constituye a los sacerdotes para que «en persona de Cristo Cabeza» enseñen, gobiernen y santifiquen a los fieles (PO 2c). A ellos, pues, corresponde ordinariamente el ministerio de la dirección espiritual, que en ocasiones lleva anexa la confesión sacramental asidua. Sin embargo, muchas veces el Señor confiere el carisma de dirección a monjes y religlosos o rellgiosas no ordenados, y también a laicos, hombres o mujeres. En todo caso, el director espiritual ha de tener ciencia y experiencia de las cosas espirituales, virtud, paciencia, celo por la santificación de los fieles, buena doctrina espiritual y ciertas dotes naturales de penetración psicoiógica.

El director espiritual ha de ser muy humilde, y al mismo tiempo muy maduro, para saber que, como dice San Juan de la Cruz, «a cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo del otro» (Llama 3,59). Por eso el guía espiritual debe «dar libertad a las almas» (3,61), y no tratar de encarrilarlas en un camino férreo.

Santa Teresa del Niño Jesús, que en el Carmelo fue ayudante de la maestra de novicias, recibió de Dios muchas luces sobre este ministerio de ayuda espiritual: «Desde lejos parece fácil y de color de rosa el hacer bien a las almas», pero estando en ello «se comprueba que hacer el bien es tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en medio de la noche. Se comprueba que es absolutamente necesario olvidar los gustos personales, renunciar a las propias ideas, y guiar a las almas por el camino que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el nuestro» (Manus. autobiog. X,11).

Por otra parte, el director espiritual debe también ser humilde para conocer el momento en que conviene hacerse a un lado, dejando que la persona se confíe a otro director quizá más idóneo o que logre con ella un mejor entendimiento. No todo director vale igualmente para guiar el crecimiento espiritual de las personas en todas sus fases (Llama 3,57).

Hay falta de guías idóneos en el camino de la santidad. Y los ineptos pueden hacer aquí daños no pequeños. Recordemos, por ejemplo, el caso de Santa Teresa (Vida 23,6-18; 30,1-7). Ella cuenta que durante diecisiete años, «gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados... Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (5,3). «Los confesores me ayudaban poco» (6,4). Parecerá que, al menos las verdades más fundamentales, cualquier confesor o director las sabrá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me acaeció» (Camino Perf. 5,3). Y ella lamenta mucho aquellos años de andar extraviada: «Si hubiera quien me sacara a volar...; mas hay -por nuestros pecados- tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6; +San Juan de la Cruz, Subida prólogo 3; 2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).

-Cualidades del dirigido. La dirección espiritual es útil cuando el cristiano que se ayuda con ella reune estas condiciones: si tiende realmente a la perfección; si comprende, en fe y humildad, la necesidad de esa dirección; si procura manifestar su alma con sinceridad, sin perderse en palabrerías y temas inútiles; si muestra docilidad intelectual y espíritu de obediencia. Cuanto tales disposiciones faltan en el cristiano, no suele ser conveniente iniciar o continuar la dirección, a no ser que los encuentros se dediquen a suscitar esas condiciones.

La sinceridad y la obediencia son fundamentales en la dirección espiritual, «porque si no hay esto, dice Santa Teresa, no aseguro que vais bien ni que es Dios el que os enseña» (6 Moradas 9,12). «Jamás haga nada ni le pase por el pensamiento, sin parecer de confesor letrado y avisado y siervo de Dios, pues El nos tiene dicho que tengamos al confesor en Su lugar» (3,11). Esa es la norma que ella misma siguió en su vida impetuosa, ajetreada y fecundísima (Vida 26,3; Fundaciones 27,15); y la siguió hasta el extremo: «Siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el mismo Señor a decir que le obedeciese; después Su Majestad le volvía para que me lo tornase a mandar» (Vida 26,5).

-Temas de dirección. Son éstos tantos, que apenas admiten clasificación alguna. El director ha de tocarlos con oportuna gradualidad, mirando las necesidades y posibilidades concretas de la persona que se le confía. He aquí, en todo caso, algunos temas fundamentales: Catequesis individualizada, formar pensamiento y conciencia, orientar lecturas, resolver dudas. Introducir en la liturgia, ayudar a vivir eucaristía, Horas, penitencia, tiempos litúrgicos. Enseñar a amar a Dios, a orar, a vivir en su presencia, a cumplir en todo su voluntad. Enseñar a amar al prójimo en trabajo, perdón, servicialidad, amistad, apostolado, limosna, educación. Localizar los malos apegos de sentido, pensamiento, memoria, voluntad, y orientar bien la lucha ascética que ha de vencerlos con la oración y el ejercicio de todas las virtudes. Ayudar al discernimiento de la vocación personal o de otras cuestiones importantes y a veces dudosas. Y siempre estimular con fuerza hacia la santidad perfecta, superando crisis, desalientos y cansancios.

Hay que pedir a Dios y hay que procurar la gracia grande de un buen director espiritual. Aunque mejor no tenerlo, que tenerlo malo, pues «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya» (Mt 15,14). Sin embargo, también es cierto que «Dios es tan amigo de que el gobierno del hombre sea por otro hombre» (2 Subida 22,9), que aunque el director no sea del todo idóneo, si es humilde y bueno, con tal de que ayude a escapar de la voluntad propia, puede dar una dirección espiritual benéfica, santificante, ciertamente grata a Dios.

8. La ley

G. Abba, Lex et virtus, Roma, LAS 1983; Y. Congar, Variations sur le theme «Loi-Grâce», «Revue Thomiste» 71 (1971) 420-438; P. Delhaye, La «loi nouvelle» dans l’enseignement de St. Thomas, «Esprit et vie» 84 (1974) 33-41, 49-54; W. Gutbrod, nomos, KITTEL IV,1028-1077/VII,1273-1401; J. M. Iraburu, Caminos laicales de perfección, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1996, cp. 4; S. Lyonnet, Libertad cristiana y ley del Espíritu, en La vida según el Espíritu, Salamanca, Sígueme 1967, 175-202.

Véase también Juan Pablo II, const. apost. Sacræ disciplinæ leges, 25-I-1983: DP 1983, 23. En el Catecismo, función salvífica que de la ley (1950-1974, 2052-2074).

Las leyes

Los cristianos hemos de obedecer a Dios obedeciendo a personas y a leyes, a personas constituídas en autoridad -de esto tratamos en el capítulo anterior- y a leyes válida y lícitamente promulgadas -que consideraremos ahora-.

Recordemos que la ley eterna es el plan de gobierno universal que existe en la mente de Dios. La ley natural, a través de la naturaleza misma del hombre y del mundo creado, revela esa ley eterna. Y la ley positiva es aquella que «no ha nacido en el hombre juntamente con la naturaleza o con la gracia, sino que, por encima de ellas, ha sido impuesta por algún principio externo que tiene facultad para imponerla» (Suárez, De legibus I,3,13). Aquí entran todo tipo de leyes civiles o eclesiales, constituciones, normas o reglamentos. Y de estas leyes sobre todo hemos de tratar ahora.

La ley de Moisés

La ley mosaica es «santa, ciertamente, y los mandamientos son santos, justos y buenos» (Rm 7,12). El mismo Dios ha dado a Israel sus admirables decretos, revelándole los sagrados caminos que llevan a la salvación (Dt 5,27; 30,15s; Sal 15,11; 118; Sir 17,6-9). Y los judíos espirituales, aplicándose al cumplimiento de la Ley, se hicieron grandes en la virtud, y al mismo tiempo comprendieron que necesitaban absolutamente un Mesías salvador, pues con sus solas fuerzas humanas no alcanzaban a conocer ni a cumplir perfectamente la voluntad divina. Ellos fueron los que, conociendo su impotencia gracias a la ley, desde el fondo de los siglos ansiaron a Jesús, el Salvador, y aceleraron con sus constantes oraciones el tiempo de su venida.

((Por el contrario, para los judíos carnales «el precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Y esto de tres modos:

1. -El Israel carnal, incapaz de cumplir la Ley, pero obstinado en salvarse por ella, no pide un Mesías, no se salva poniendo la esperanza en la promesa de su venida, sino que elige el camino de la mentira, cumple la Ley de un modo sólo exterior, vaciándola de su espíritu. Es lo que Jesús denuncia con terribles palabras: Sepulcros blanqueados, hipócritas, que cuelan un mosquito y se tragan un camello (Mt 23).

2. -Por otra parte, escribas y fariseos, sentados durante siglos en la cátedra de Moisés, han disfigurado la Ley, pura y santa, sepultándola bajo un cúmulo de preceptos humanos (Mt 5,19; 22,36; 23,1-4; Mc 7,8-9). Han mezclado groseramente la sabiduría humana con la de Dios, han enmarañado la simplicidad de la Ley sacando de ella 613 mandatos particulares -248 positivos, 365 prohibitivos-, han transformado los preceptos de Yavé en «un yugo insoportable» (Hch 15,10). «Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas» (Mt 23,4). Conocen mil artimañas para escaparse de la verdadera observancia, y las enseñan a otros (23,16 33; Mc 7,5-13).

3. -Y esos dos pecados conducen a un tercero, el más grave. Los judíos carnales, los que quieren salvarse por la Ley, por sus fuerzas propias, en una moral de obras, rechazan la fe en Cristo, la salvación por gracia (Gál 5,4). No comprendieron que Yavé dio la Ley a hombres pecadores no sólo para que mejoraran esforzándose en cumplirla, sino sobre todo para que por ella conocieran su pecado, y no pudiendo observarla fielmente, ansiaran al Salvador mesiánico. Pero no fue así. Por el contrario, cuando se produjo ante sus ojos la epifanía de Jesús, no supieron ver en él -pobre, humilde, crucificado- al Enviado de Dios, a aquél de quien hablaron Moisés y los profetas. Prefirieron permanecer como «discípulos de Moisés», rechazando al Mesías que el mismo Moisés anunció (Jn 5,45-47; 9,28; Lc 24,27).))

La ley de Cristo

Cristo, él mismo, es la ley nueva de la Nueva Alianza. Aquello mismo que los rabinos decían de la Ley mosaica -que era luz, agua, pan, camino, verdad, vida-, todo eso lo dice Jesús de sí mismo. El es el Señor del sábado (Mt 12,8; Lc 13,10-17). El viene a perfeccionar la Ley de Moisés, no a destruirla (Mt 5,17-43). Y ahora estamos sujetos a «la Ley de Cristo» (Gál 6,2; 1 Cor 9,21).

La Ley de Cristo es una ley interior, «escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; y no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de vuestros corazones» (2 Cor 3,3). Es, pues, ley del Espíritu Santo, a un tiempo luz y fuerza de nuestras almas. En efecto, la letra mata, pues muestra el deber, pero no da fuerzas para cumplirlo, mientras que «el Espíritu vivifica» (3,6). Todo precepto en Cristo es la formulación exterior de lo que en nuestro interior quiere obrar por su Espíritu. La Ley de Cristo es la caridad de Dios, difundida en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 5,5). Es ley sencilla y universal, que en dos mandatos lo encierra todo (Mt 22,37-40), y que está vigente en todos los pueblos y en todos los siglos. Es una ley liberadora, pues «para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (Gál 5,1), redimiéndonos de la esclavitud de la Ley (3,13; 4, 5). Es, en fin, una ley nueva, que fundamenta una Nueva Alianza entre Dios y los hombres.

J. M. Casabó escribe: «Su novedad no consiste en la formulación de lo que manda [amar al prójimo], pues lo encontramos ya en el Antiguo Testamento (Lv 19,18) y, con formas similares, en pensadores y religiones no cristianos... Juan no usa el vocablo neos (=reciente en el tiempo, joven y por consiguiente inmaduro), sino kainós (=nuevo en su naturaleza, y por consiguiente cualitativamente mejor). La novedad está en que es el amor mismo de Jesús, del Padre -de calidad absolutamente diversa a cualquier otro amor humano-, lo que es comunicado [en el Espíritu] y se vuelve guía del hombre» (La teología moral de S. Juan, Madrid, Fax 1970, 334).

¿Y ahora, qué? «¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? De ningún modo» (Rm 6,15). La Ley nueva de Cristo no viene a abolir, sino a perfeccionar la Ley mosaica, y es mucho más santificante que ésta. La Ley y los profetas llegaron hasta Juan el Bautista; y desde entonces, en Jesucristo, plenitud evangélica de la ley divina, vivimos la novedad santa del Reino de Dios (Lc 16,16).

Las leyes de la Iglesia

Cristo fundó en su Iglesia una sagrada autoridad apostólica con potestad de establecer leyes. Los Apóstoles y sus sucesores, los Obispos, reciben del Señor, a quien ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), una fuerza espiritual para «atar y desatar» (16,19; 18,18). Ellos forman la jerarquía apostólica (hierarchia, es decir, sagrada autoridad). En efecto, como dice el Vaticano II, los Obispos han recibido una «autoridad y sagrada potestad... que ejercen personalmente en el nombre de Cristo», y que les da «el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (LG 27a; +18-25).

La autoridad apostólica no puede juzgar de la conciencia misma de los fieles (de internis neque Ecclesia iudicat), pero puede y debe ejercitar un poder legislativo y judicial que Cristo le dio para el bien de los cristianos. Quiso el Señor que en la Iglesia hubiera leyes, para que ningún cristiano ignorase los caminos de la gracia, ni siquiera aquéllos que, por su gran inmadurez espiritual, no los conocen por la sola luz interior del Espíritu Santo. No hay contraposición en la Igiesia de Cristo entre ley y gracia, porque la ley eclesial es una gracia del Señor.

Los Apóstoles, desde el principio, ejercieron su autoridad en la Iglesia y establecieron leyes. En Jerusalén se tomaron acuerdos disciplinares obligatorios (Hch 15,22s). Pedro juzgó a Ananías y Safira, y también a Simón (5,1-11; 8,18-25). Pablo declaró tener autoridad de Cristo para mandar y castigar (1 Cor 4,18-21; 2 Cor 10,4-8; 13,10; Fil 8). En no pocas ocasiones, los Apóstoles mandaron, juzgaron y castigaron, llegando a excomulgar en los casos más graves, según les había mandado Jesús (Mt 16,19; 18,15-18; Jn 20,22-23; Rm 16,17; 1 Cor 5,1-13; 2 Tes 3,6.14; 1 Tim 5,19-20; Tit 3,10; 1 Jn 2,1819; 2 Jn 10-11; 3 Jn 9s; Ap 1-3).

La Iglesia siempre se ha dado leyes a sí misma. Es un hecho en «la historia ya bimilenaria de la Iglesia la existencia de una ininterrumpida tradición canónica, que viene desde los orígenes de la era cristiana hasta nuestros días, y de la que el Código que acaba de ser promulgado, constituye un nuevo, importante y sabio capítulo» (Juan Pablo II, 3-II-1983, 3).

((Sin embargo, Pablo VI se veía en la necesidad de decir: «No ignoramos que existen numerosos y funestos prejuicios contra el derecho canónico. Muchos, en efecto, al exaltar la libertad, la caridad, los derechos de la persona humana, la condición carismática de la Iglesia, critican exasperadamente las instituciones canónicas y quieren minimizarlas, rechazarlas e incluso destruirlas» (14-XII-1973). Esta fobia anticristiana ignora y desprecia los cánones, la disciplina litúrgica y pastoral, las reglas de los institutos religiosos, y ve en la anomía -ausencia de normas- el campo más propicio para el florecimiento de la vida genuinamente evangélica.

Lutero es el precedente más importante de esta aversión a la ley eclesial. Para él la distinción ley-evangelio es absoluta. La ley es judía, pertenece al Antiguo Testamento, nada puede hacer para salvarnos. Pero el evangelio es la gracia, que nos libera del pecado por la pura fe en Jesús. Por tanto, la ley eclesial es algo abominable, es una judaización del cristianismo, una perversión del mismo. Otros protestantes clásicos -Melanchton, Calvino- o modernos -Barth-, han evitado este radicalismo. Pero otros han llegado a las posiciones de un escatologismo extremo, según el cual Cristo no pensó en fundar una Iglesia, y por tanto toda disciplina eclesial es ajena a él, no tiene en él su origen.))

Jesucristo quiso leyes en la Iglesia por varias razones fundamentales que nos conviene conocer a la luz de la fe y de la reflexión teológica:

-La Iglesia es una sociedad que Cristo edificó (Mt 16,18) como Cuerpo suyo (Col 1,18). Y en ella «la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada por un elemento humano y otro divino» (LG 8a). En este sentido dice Pablo VI que la existencia de una «ordenación jurídica y de unas estructuras de la Iglesia pertenece a la Revelación» (13-XII-1972).

-La Iglesia es «sacramento universal de salvación» (LG 48b; AG la). No es un reino espiritual exclusivamente interior. Precisamente la naturaleza sacramental de la Iglesia implica en ella una visibilidad social, jefes, estructuras, leyes y costumbres. En ella, pues, dice Juan Pablo II, «el derecho no se concibe como un cuerpo extraño, ni como una superestructura ya inútil, ni como un residuo de presuntas pretensiones temporales. El derecho es connatural a la vida de la Iglesia» (3-II-1983,8).

-La Iglesia es una comunión, y como enseñaba Pablo VI, «la ley canónica es como una cierta manifestación visible de la comunión, de tal suerte que sin el derecho canónico la misma comunión no puede realizarse eficazmente» (19-II-1977). Claramente nos dice la experiencia cuántas lesiones sufre la koinonía de la caridad eclesial cuando se menosprecian las leyes de la Iglesia, y cuántas tensiones, ofensas y odiosidades genera la arbitrariedad anómica. «No puede haber caridad sin justicia, expresada en leyes», decía el mismo Papa (14-XII-1973).

-La ley favorece la acción pastoral de la Iglesia. «No puede desarrollarse una labor pastoral verdaderamente eficaz si ésta no encuentra un apoyo firme en un orden jurídico sabiamente establecido» (14-XII-1973).

Es imposible, por ejemplo, que varios párrocos unan sus esfuerzos en una pastoral común si cada uno hace las cosas a su manera, sin ajustarse a la disciplina de la Iglesia. Así se pierden muchas energías, se da lugar a inevitables divisiones, y se hace imposible una continuidad en los trabajos. En tal parroquia el cura enseña y hace lo que la Iglesia enseña y manda; pero en la otra vecina no. Los fieles se confunden, a veces se escandalizan, y frecuentemente se dividen en bandos. Cambia el párroco y se trastorna todo: vuelta a empezar. Por otra parte, no será fácil en ocasiones encontrar sacerdotes que quieran ir a parroquias sometidas largos años a una pastoral arbitraria. Puestos a elegir, prefieren ir a misiones.

-La ley es psicológicamente sana y necesaria, pertenece a la naturaleza social del hombre. El cristiano, como cualquier hombre, no puede partir de cero en todo, no puede andar sin camino, no puede vivir a la intemperie, sin casa espiritual, sin afiliación social a un cuadro estable de leyes y costumbres. Sin estas, no hay posibilidad de un cristianismo popular, y el Evangelio sería sustraído a los pequeños, y reservado para sabios analistas muy reflexivos; lo cual contraría frontalmente el designio de Dios (Lc 10,21).

Erich From, en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, reconoce «la necesidad de una estructura que oriente y vincule» (México, FCE 1970, 59-61). Es evidente. Y experimentalmente comprobado. «En 1966, en Estrasburgo, un interno de hospitales psiquiátricos, también licenciado en teología protestante, O. Printz, estudió desde varias perspectivas la vivencia melancólica. Y escribía: «Del estudio estadístico que hemos hecho se desprende una conclusión unívoca: la confesión protestante suministra un contingente de melancólicos superior a la confesión católica»» (cit. J. P. Schaller, Mélancolie et religion, «Sources» 1976, 236-237). La duda y la inseguridad morbosa rondan al cristiano que lee las Escrituras en libre examen, que carece de guía jerárquica, de leyes eclesiales, de penitencia sacramental. La disciplina eclesial católica es un camino para andar juntos, es una casa donde convivir, expresa y fomenta una vivencia comunitaria y objetiva del Evangelio. Dígase lo que se quiera, los ambientes disciplinados, estructurados, con tradiciones, fiestas, doctrinas, leyes y costumbres, suelen ser alegres y sanos, mientras que son tristes e insanos los ambientes individualistas y subjetivos, informes y anómicos. Esto es así.

-La ley eclesial defiende a débiles e ignorantes. Los defiende de sí mismos, pues sin ella quedarían abandonados a su mediocridad. Y los defiende de las presiones arbitrarias de personas o grupos salvajes, no socializados en la Iglesia, a los cuales no sabrían resistir.

-La ley es un medio salvífico temporal, histórico, que cesa en la plenitud del Reino, donde «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). Es ahora cuando normas y leyes son necesarias en la sociedad familiar, escolar, cívica o religiosa.

El padre Congar hacía ver que «una pura Iglesia del Espíritu es una tentación en la que muchos movimientos sectarios han caído; pero es una tentación. La Iglesia terrestre no es sólamente realidad de comunión, sino también instrumento y sacramento de esta comunión. La Tradición afirma sin cesar que omnis prælatura cessabit, en el sentido de que en la escatología no habrá ya jerarquía -sólo la de la santidad-, ni dogmas, ni sacramentos, ni derecho canónico, ni ningún medio exterior de este género. Ni siquiera habrá evangelio, en el sentido de un texto que se lee, pues el mismo Verbo se comunicará a todos, luminoso y viviente» (Variations 433).

La obediencia eclesial

Hay que obedecer las leyes de la Iglesia en conciencia, con toda fidelidad, pues es obediencia que se presta a nuestro Señor Jesucristo. El es, como definió Trento, verdadero legislador del pueblo cristiano (Dz 1571; +1620), y «los mandamientos de la Iglesia» deben ser obedecidos (1570,1621) porque están dados con la autoridad de Cristo, la que él comunicó a los Apóstoles. Por eso el Vaticano II manda que «los laicos acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes» (LG 37b; +25a; PO 6). Y el Código de Derecho Canónico: «Los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar. Cumplan con gran diligencia los deberes que tienen tanto respecto a la Iglesia universal como en relación con la Iglesia particular a la que pertenecen, según las prescripciones del derecho» (c. 209).

Obedecer a la Iglesia es obedecer a Cristo. Por eso los santos, y especialmente aquellos que tenían vocación divina para renovar la Iglesia -San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa-, han mostrado siempre una suma veneración por los sagrados cánones conciliares y por todas las normas litúrgicas y disciplinares de la Iglesia. Como decía Santa Teresa: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4).

También los grandes teólogos, como Suárez, han entendido que «la ley eclesiástica es de alguna manera divina» (De legibus III,14,4). Veían las leyes de la Iglesia como formulaciones exteriores que señalaban la acción interior del Espíritu de Jesús. Sabían que Cristo ha asegurado a la Iglesia su asistencia hasta el fin de los siglos (Mt 28,20), y que ello garantiza no sólamente la ortodoxia doctrinal, sino también aquella ortopraxis que el pueblo cristiano necesita para llegar al Padre sin perderse.

El padre Faynel precisa el alcance de esa ortopraxis: «En las decisiones de orden general (grandes leyes de la Iglesia, disposiciones permanentes del derecho canónico), la Iglesia goza de una asistencia prudencial infalible, entendiendo por ella una asistencia que garantiza la prudencia de cada una de esas decisiones; así pues, no sólamente no podrán contener nada de inmoral y de contrario a la ley divina, sino que serán todas positivamente benéficas. Lo que no significa: serán perfectas». No necesariamente serán las mejores de todas las posibles. «En las decisiones de orden particular (organización sinodal de una diócesis, proceso de nulidad matrimonial, etc.) la Iglesia goza de una asistencia prudencial relativa, es decir, de una asistencia que garantiza el valor del conjunto de esas decisiones, pero que no garantiza cada una de ellas en particular; de una asistencia, dicho de otro modo, que nos permite pensar que, en el conjunto y en la mayoría de los casos, esas decisiones serán positivamente benéficas» (L’Eglise, París, Desclée 1970, II,100).

La obediencia eclesial, que afecta a todos los fieles, obliga muy especialmente a los pastores, que no gobiernan en nombre propio, sino en el nombre de Cristo. Si Obispos y presbíteros obedecen las leyes de la Iglesia fielmente, vendrán sobre el pueblo cristiano cuantiosos bienes. Pero si no obedecen, los mayores males azotarán y dividirán al pueblo cristiano. Ya se comprende, pues es cosa evidente, que la autoridad pastoral sólamente en la obediencia a la ley eclesial puede ser ejercitada como servicio, pues cuando es ejercitada en una desobediencia arbitraria, se convierte inevitablemente en dominio opresor.

La desobediencia de los pastores a las normas de la Iglesia constituye una injusticia, o si se quiere, un abuso de poder. El pastor arbitrario no manda ya desde la Iglesia, es decir, desde la autoridad de Cristo, sino desde sí mismo. En efecto, la Ley Suprema de la Iglesia, así como establece el deber que tienen los fieles de obedecer a sus pastores (c. 212,1), afirma igualmente que «los fieles tienen derecho a recibir de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos» (c. 213); y, por supuesto, en lo que se refiere a liturgia y sacramentos, «tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos Pastores de la Iglesia» (c.214).

Por tanto, la Iglesia no abandona a los cristianos, ni en lo doctrinal ni en lo disciplinar, a las posibles ocurrencias subjetivas del pastor que les toque. Los fieles tienen la facultad, y el deber a veces, de manifestar a los pastores sus necesidades y deseos (c. 212,2-3). Más aún, «compete a los fieles reclamar legítimamente los derechos que tienen en la Iglesia, y defenderlos en el fuero eclesiástico competente conforme a la norma del derecho» (c. 221,1).

((A veces no se cumplen las leyes de la Iglesia por ignorancia -«yo no sabía eso»-, a veces por impotencia -«ya sé que hay que hacer un inventario, pero es que me resulta imposible»-. Pero la culpa se hace sobre todo patente y cierta cuando la desobediencia es por desprecio de la ley eclesial. Por otra parte, entonces, juntamente con la culpa, suelen darse ciertos errores sobre la naturaleza misma de la ley en la Iglesia, que conviene señalar:

1. -La Iglesia no tiene autoridad del Señor para establecer leyes. Cuando estas se formulan, la jerarquía apostólica no tiene una especial asistencia del Espíritu Santo, y es tan falible como puedan serlo el pastor o el laico que habrían de cumplirlas -y quizá más, pues éstos conocen mejor el campo concreto circunstancial en que habrían de ser aplicadas-. Las normas eclesiásticas expresan, pues, juicios humanos, sujetos a escuelas ideológicas y a situaciones históricas. Por tanto, el que las resiste, no necesariamente desobedece al Señor. Incluso a veces para obedecer al Señor, será preciso desobedecer a la Iglesia. Esta actitud quebranta dogmas de la fe.

2. -Los mandamientos de la Iglesia en realidad no mandan, no son mandatos preceptivos, sino orientaciones, consejos, estímulos que, normalmente al menos, no obligan la conciencia con un vínculo moral verdadero. Cuando, por ejemplo, la Iglesia dispone: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (c. 1247), ha de entenderse tal norma como que los fieles no tienen obligación de participar en la Misa el domingo y los demás días de precepto. Aunque, eso sí, tal participación es algo conveniente, que debe, incluso, ser aconsejado. Sobre esta actitud cae la sombra del Padre de la Mentira.

3. -En caso de conflicto, ha de preferirse el juicio propio al que la Iglesia expresa en sus normas. En el servicio pastoral, por ejemplo, la Iglesia manda que la penitencia sacaramental se celebre de tales y cuales maneras (cc. 960-964), pero si tal párroco ve las cosas de otro modo, convendrá que tenga la honradez de atenerse a su propio juicio... Pero vamos a ver: ¿Este párroco, en su trabajo pastoral, obrando así, no estará esperando más de sí mismo que de Dios, no estará poniendo más su confianza en la eficacia del medio humano que en la fuerza de la gracia de Dios? En otras palabras: ¿No será un poco pelagiano? Si para lograr fruto apostólico no confiara nada en sí mismo, y pusiera toda su confianza en «Dios, que es quien da el crecimiento» (1 Cor 3,6-7), obedecería con la mayor fidelidad la disciplina pastoral y litúrgica de la Iglesia, tratando de «ganarse» así la gracia del auxilio divino. Obrando de otro modo, ¿cómo podrá esperar que Cristo dé fruto a una actividad pastoral, por esforzada que sea, realizada contra la ley de la Iglesia? De hecho estos trabajos pastorales no dan fruto; pero es que además no deben darlo, sería un escándalo, pues ello significaría una de dos: o que no es el Señor quien da fuerza a las leyes de la Iglesia, o que sí lo es, pero asiste y bendice la acción de aquéllos que obran contra lo que él mismo ha mandado por la jerarquía apostólica.))

La ley en las diversas edades espirituales

Cuando una madre quiere comunicarle a su hijo el espíritu de la higiene, comienza por darle ciertas normas, obligándole a cumplirlas incluso antes de que pueda entender su valor. Así, al principio, el niño se lava porque está mandado y se lo exigen; poco a poco va captando el sentido de la higiene; y finalmente la vive en su cuidado personal por convencimiento y por gusto. Pues bien, la Madre Iglesia procede de forma análoga en la educación evangélica de sus hijos, comunicándoles espíritu y obligándoles a ley. Podemos verlo con un ejemplo característico, el de la misa dominical antes aludido.

-Los principiantes, que son como niños, y los pecadores, son los destinatarios principales de la ley; están bajo la ley: «la ley no es para los justos, sino para los pecadores» (1 Tim 1,9). Este cristiano aún escaso en el espíritu, lo tiene suficiente como para obedecer la ley eclesial, que no es poco -y va a misa-; pero todavía es tan carnal que no haría la obra prescrita por la norma si ésta no existiera -no iría a misa los domingos si no fuera obligatorio-. «Para este cristiano, observa Lyonnet (195), la ley ejercerá el mismo papel que la ley mosaica para el judío. La ley se convierte en un pedagogo que conduce a Cristo» (Gál 3,24), no sólo supliendo de alguna manera la luz del Espíritu, escasa en el carnal o pecador, sino haciéndole también tomar conciencia de su condición inmadura o pecaminosa.

-Los adelantados en la vida cristiana, en parte están aún bajo la ley, y en parte se mueven ya por el Espíritu. Estos cumplen mejor los preceptos, pues van teniendo parte en su espíritu. Y si faltaran las leyes, unas veces harían las obras que prescriben y otras no -irían a misa algunos domingos-.

-Los perfectos en Cristo se mueven ya por el Espíritu, y como escribe San Juan de la Cruz en el frontispicio de la Subida, «por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley». En realidad, el justo es el único que cumple la ley perfectamente, con amor y plena libertad -seguiría yendo a misa dominical aunque se quitara el precepto-. El no recibe subjetivamente la presión externa de la ley, pero objetivamente la reconoce y obedece, haciendo incluso más de lo que ella manda -va a misa si puede todos los días-. Es el único que da a la ley una obediencia perfecta y del todo espiritual.

((La opinión mayoritaria, lealmente organizada y expresada, puede ser buena para establecer normas de convivencia en la vida política, en una sociedad recreativa, en un municipio. Pero en comunidades de perfección, un predominio inmoderado de la opinión mayoritaria puede ser muy negativo. En todos los ambientes, también en los religiosos, la mayoría, es decir, la opinión media, suele ser congénitamente mediocre, pues abundan más los hombres carnales que los espirituales. El principiante, por serlo («la ley es espiritual, pero yo soy carnal», Rm 7,14), apenas posee el espíritu que debe animar las leyes, y por eso no es idóneo para generarlas o modificarlas prudentemente. Pero sí puede colaborar a la elaboración de las normas, informando a los mayores de sus posibilidades, dificultades y deseos. Podrá objetarse a esto que muchas veces también los mayores y superiores son carnales, y es cierto.

Ahora bien, esta dificultad real se supera de varios modos: El Señor asiste especialmente a los superiores, y al capítulo que reune a los miembros que han sido considerados como mayores -por su virtud, ciencia o experiencia-; y, por otra parte, las más graves decisiones que toman han de ser confirmadas en un nivel superior, como Roma o la Conferencia Episcopal.))

Leyes ontológicas, determinantes y prácticas

La Iglesia hace leyes para fomentar la santificación de los fieles. Manda unas veces lo que ya por ley divina, natural o positiva, estaba mandado; otras, impone deberes que ya en la ley divina o natural estaban contenidos, aunque fuera de modo indeterminado; en ocasiones manda lo que Dios aconseja; o incluso ordena o prohibe cosas convenientes al bien común, pero no contenidas en la ley divina o natural. Son diversas leyes, que suscitan diversas modalidades de obediencia eclesial.

-Leyes ontológicas. Hay obras que son necesariamente conexas con la gracia -por ejemplo, mantener unido el vínculo conyugal, y no romperlo-. A veces no se da ley sobre ellas, pero otras veces sí, y tenemos entonces leyes ontológicas, es decir, mandatos declarativos de algo que ya de suyo era lícito o ilícito, con independencia de la ley -así son las normas canónicas sobre el matrimonio y el divorcio, al menos las principales de ellas-.

Las leyes ontológicas versan sobre objetos graves, acerca de los cuales hay clara manifestación de la voluntad de Dios, y por ello deben ser rigurosamente exhortadas, urgidas y sancionadas. No parece conveniente, sin embargo, que la ley ontológica -por ejemplo, la visita pastoral del Obispo, que debe conocer sus ovejas (Jn 10,14)- sea propuesta descendiendo a los pequeños detalles minuciosos: frecuencia, manera, etc., pues ello la haría enojosa, y difícilmente aplicable en circunstancias cambiantes.

-Leyes determinantes. Las leyes referidas a deberes no necesariamente conexos con la gracia, y que no fueron establecidas en la primera promulgación de la ley nueva, sino que fueron dejadas por Cristo a la ulterior determinación de la Iglesia, son leyes determinantes. Parten de una necesidad ontológica -por ejemplo, comer el pan de vida-, y determinan una práctica concreta -comulgar al menos una vez al año (c. 920)-.

El uso pastoral de estas leyes ha de ser muy cuidadoso. Si no se insiste en que la Iglesia con esas leyes sólo pretende transmitir un don del amor de Dios -por ejemplo, que los fieles reciban el pan de vida-, fácilmente serán captadas por los cristianos carnales -la mayoría- como pesadas imposiciones arbitrarias de la Iglesia. Por eso el ministerio pastoral, al señalar a los fieles la vigencia de una ley, debe siempre comunicar el espíritu que la informa. Claro está, por otra parte, que cuando hay espíritu en los fieles estas leyes resultan supérfluas. Y si no hay espíritu... son leyes dudosamente aplicables. Es decir, o a un cristiano le interesa recibir sacramentalmente a Cristo o no: si le interesa, lo recibe más de una vez al año; y si no le interesa ¿conviene que le reciba una vez al año?... La Iglesia, en una tradición constante, considera que sí. Muchos cristianos tienen poco espíritu, pero suficiente como para poder responder a la estimulación de una ley eclesial. Notemos, por lo demás, que en la Iglesia Católica las leyes determinantes han sido siempre muy pocas, y sobre cuestiones muy graves.

-Leyes prácticas. Con una base ontológica más lejana, pero real, la Iglesia promulga también ciertas leyes prácticas -los diezmos, normas sobre el ayuno, o el hábito eclesiástico-, considerándolas una ayuda para la santificación de los fieles. Estas leyes no son meramente convencionales -como el circular por la derecha o la izquierda-, ya que, como hemos dicho, tienen una cierta base en la realidad de las cosas. Y de lo dicho ya puede entenderse que las leyes ontológicas no cambian al paso de los siglos -como no sea en aspectos secundarios-, las determinantes cambian poco, en tanto que las leyes prácticas son las más sujetas al cambio a lo largo de la historia de la Iglesia.

En la tradición canónica, no pocos cánones son leyes prácticas, por las cuales la Iglesia, en su camino secular, va configurando en forma concreta aspectos importantes de la vida cristiana. Estas leyes, lógicamente, son las que más cambios exigen al paso del tiempo y en la diversidad de lugares. Por otra parte, cuando los fieles ignoran el sentido espiritual de estas leyes, las incumplen o las cumplen mal -comen, por ejemplo, deliciosos pescados en viernes-, lo que lleva consigo un peligro no desdeñable de hipocresía -«colar un mosquito y tragarse un camello» (Mt 23,24)-.

Ahora bien, si hay peligros en las leyes prácticas, más peligrosa sería su completa ausencia. Muchas costumbres y tradiciones, muchos modos y maneras que dan forma comunitaria y visible al misterio de la gracia, y que hacen el Evangelio más inteligible y asequible al pueblo sencillo, se apoyan en estas leyes. Por eso consideramos que: 1. -las leyes prácticas deben ser fielmente obedecidas, sin que el hecho de que en el futuro puedan ser cambiadas quite de ellas la obligatoriedad presente; 2. -no conviene multiplicarlas demasiado; 3. -el ministerio pastoral debe tener buen cuidado de dar el espíritu que las informa; y 4. -es más conveniente que regulen la vida de los pastores, que la de los laicos. De hecho, en la historia de la Iglesia, se han dictado muchos cánones conciliares y normas para regular la vida del clero (de vita et honestate clericorum), y muy pocos acerca de los laicos.

Notas para una obediencia espiritual de la ley

-Toda ley ha de ser obedecida fielmente, hasta la última letra (Mt 3,18), pues el que es fiel en lo poco, será fiel en lo mucho (25,21-23). Cristo nos dio ejemplo al pagar el tributo del templo (17,24-27), o cuando fue bautizado: «Conviene que cumplamos toda justicia» (3,15).

-La caridad debe ir más allá del mero cumplimiento de la ley. La ley exige mínimos -ir a misa el domingo-. Por eso el que se limita a cumplir la ley, morirá por la letra (2 Cor 3,6). La fidelidad a la ley, bien entendida, debe conducir a la plenitud del amor. Mal entendida, cuando el mínimo se toma como máximo exigido, se hace causa de infantilismo crónico.

-Hay que dar espíritu y ley, y los dos deben ser recibidos por los fieles. Si se da sólo espíritu, el camino evangélico queda sin trazar, resulta incierto, y muchos cristianos de poco espíritu se extraviarán. Si se da sólo ley, los fieles se verán judaizados bajo un yugo que no podrán soportar. Un río es agua y cauce -espíritu y ley-, no es sólo agua, ni sólo cauce. Agua sin cauce no es río, sino tierra encharcada. Cauce sin agua no es río; quizá lo fue.

Por otra parte, no conviene comenzar por la ley -del precepto dominical, por ejemplo-, sino por el espíritu. La ley debe urgirse en cuanto haya un mínimo de espíritu que haga posible -aunque arduo- su cumplimiento. No se cava primero un cauce y luego se busca agua con que llenarlo. Mejor es sacar primero el agua, y que ella vaya formando suavemente su propio cauce. En la Iglesia, la mayoría de las leyes fueron primero costumbres.

-La ley de Cristo es «ley de libertad» (Sant 2,12). Cumplirla nos libera de ser esclavos del pecado, de la carne, del mundo y del Demonio. Haciéndonos por el amor y la obediencia «siervos de Cristo» (1 Cor 7,22), «él nos hace libres» (Gál 5,1; +1 Pe 2,16; Vaticano II: LG 37b, 43a; PO l5b; PC 14b; DH 8a).

((Algunos cristianos, completamente alejados del pensamiento bíblico, consideran que sólo es libre lo espontáneo, aquello que está obrado al margen de toda ley obligatoria. Para ellos el área libre es el área sin-ley. A menos ley -en casa, convento, escuela-, más libertad. Estos, al parecer, hallarán la suprema libertad sólamente en la selva virgen, entre los monos. Allí no hay leyes.))

El hombre sin ley, vive abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,2-3), es carnal, y obrando espontáneamente, peca, y pecando se hace siervo del mundo, del pecado y del Demonio (Jn 8,34; 1 Jn 3,8). Con frecuencia la Escritura da al pecado el nombre de anomía (sin ley, contra ley, Mt 23,28; Rm 4,7;6,19; 1 Jn 3,4). Y llama a los pecadores, a los que hacen el mal, anomoi (hombres sin-ley, 2 Tes 2,8; 2 Pe 2,8).

El hombre de ley, por el contrario, es el que, ateniéndose a las leyes de Dios y de su Iglesia, se hace libre, libera por la gracia su libertad esclavizada al placer, al dinero, al poder, al éxito, al pecado, al mundo, al Demonio. El cristiano, asumiendo la ley, protege y desarrolla su libertad personal; y nunca, ni siquiera en los modos corrientes de hablar, aceptará contraponer ley y libertad -horarios o días de trabajo, y otros libres-, pues para él todos los días, caminos, horarios y trabajos han de ser igualmente libres, ya que vive siempre en «la libertad y la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21).

-La ley estimula actos internos, no sólo externos. La mera ejecución material de la obra prescrita da lugar a una obediencia puramente material, que no es virtud, y que incluso puede tener motivaciones insanas -evitarse líos, quedar bien-. Por el contrario, la ley ha de suscitar una obediencia formal, que es un acto humano, es decir, aquél que implica atención e intención, y que es un acto cristiano, que procede, pues, de fe y caridad. Cuando la Iglesia, por ejemplo, manda ir a misa o rezar las Horas, impulsa a hacerlo con atención e intención, sin las cuales no habría cumplimiento de la ley (sino cumplo-y-miento).

-La simple repetición de actos remisos, prescritos por la ley, como no compromete el espíritu de la persona, apenas vale de nada, no crea virtud, no forma hábito, y hasta puede resultar peligrosa, pues da a la persona una apariencia engañosa de virtud.

((Señalemos algunos errores más frecuentes sobre la ley.

Los despreciadores de la ley de la Iglesia alegan que muchos la cumplieron durante años, y no avanzaron nada -«muchos años en el pueblo yendo a misa, y ya no fue más cuando vivió en la ciudad»-. La respuesta es clara: Si una determinada repetición de actos no llegó a formar hábito-virtud, hay que pensar que tales actos se hicieron sin intensidad, sin atención ni intención, y que la obediencia a la ley que los prescribía fue sin espíritu, vacía, meramente material, sostenida por motivaciones falsas o vanas. Ya vimos esto cuando tratamos de las virtudes y de su formación y crecimiento.

Hay quienes piensan que el incumplimiento material de la ley es pecado. La acusación de pecados involuntarios, relativamente frecuente -«comí sin recordar que había ayuno», «falté un domingo a misa por estar enfermo»-, indica una conciencia cristiana pobremente formada, una mentalidad legal mágica, que cosifica el pecado de un modo muy primitivo. ¿Cómo pudo haber pecado donde no hubo advertencia de la mente o consentimiento libre de la voluntad?

El voluntarista confía demasiado en la fuerza santificante de la ley, y todo espera arreglarlo pronto con un buen número de leyes bien apremiantes. De poco, sin embargo, vale la ley sin el espíritu. San Juan de Avila, en su Primer memorial al concilio de Trento (n.4), ya lo advertía: «Aprovecha poco mandar bien, si no hay virtud para ejecutar lo mandado. Vuelvo a afirmar: que todas las buenas leyes posibles que se hagan no serán bastantes para el remedio del hombre, pues la [Ley] de Dios no lo fue. ¡Gracias a Aquél que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de Vida, con el cual es hecho el hombre amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!»

El cumplimiento de las leyes puede ser ocasión de soberbia. El fariseo se decía: «Yo no soy como los demás hombres... ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo». El publicano, mientras tanto, sin atreverse a alzar los ojos, golpeaba su pecho: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, pecador!». Esta parábola, siempre actual, la dijo Jesús acerca de «algunos que confiaban mucho en sí mismos, teniéndose por justos, y despreciaban a los demás», porque habían cumplido con unos pocos mínimos prescritos por la ley (Lc 18,9-14). Debemos cumplir la ley fielmente, pero con toda humildad, diciendo: «Somos siervos inútiles, lo que teníamos que hacer, eso hicimos» (17,10). De todos modos, si en la obediencia a la ley a veces puede haber soberbia, en la desobediencia a la ley siempre hay soberbia.))

¿Cuándo es lícito no cumplir la ley?

¿Hay que seguir obedeciendo una norma eclesial que la mayoría incumple con la tolerancia de la jerarquía? Esta es la pregunta que viene a centrar el tema. Antes de entrar en doctrina, vengamos a algunos casos concretos del tiempo presente.

-La regulación de la natalidad. El Vaticano II enseña que, en tan grave cuestión, «los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b). Ahora bien, la Iglesia establece que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (Pablo VI, enc. Humanæ vitæ 25-VII-1968, 11), y enseña que estas normas son «exigencias imprescriptibles de la ley divina» (25a). Es evidente que, en esta materia, estamos ante unas leyes ontológicas de la Iglesia, que no hacen sino declarar la realidad misma -licitud o ilicitud- de las cosas a la luz del Creador que las hizo.

-Los ritos litúrgicos. El concilio Vaticano II, fiel a la tradición, reservó la reglamentación de la liturgia al Papa y los Obispos; «por tanto, que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC 22). Pero en algunos lugares esto es mayoritariamente desobedecido, con anuencia o silencio de la jerarquía, hasta el punto de que la celebración litúrgica según las leyes de la Iglesia puede resultar chocante. Observemos que las normas litúrgicas, según de qué traten, suelen ser leyes determinantes o a veces leyes prácticas.

-El vestir de sacerdotes y religiosos ha sido objeto, hace muchos siglos, de leyes de la Iglesia, y también ahora es tema regulado en el Derecho Canónico (cc. 284 y 669). Ahora bien, las normas vigentes, en ciertas Iglesia locales, son generalmente incumplidas con el consentimiento de los Obispos. ¿Obligan todavía?... No siempre los Obispos en sus diócesis obligan a observar las leyes que ellos mismos elaboraron en Roma. Juan Pablo II, respecto del Código de Derecho Canónico, hacía notar que a lo largo de veinticinco años, la «nota de colegialidad [episcopal] ha caracterizado especialmente el proceso de elaboración del presente Código» (25-I-1983). Por supuesto que las normas sobre el vestir de sacerdotes y religiosos son leyes prácticas.

Pues bien, el incumplimiento de las leyes determinantes o prácticas es lícito con tres condiciones que señala Suárez, recogiendo una doctrina clásica: tolerancia de la autoridad, causa razonable y mayoría de incumplidores. En efecto, «la ley canónica, si no es aceptada por la costumbre y esa costumbre se tolera, termina por no obligar, y eso aunque tal vez al principio hubiese habido culpa en no cumplirla. Pero es preciso que esa costumbre tenga alguna causa razonable. Y además es necesario, y basta, que no observe la ley la mayor parte del pueblo, pues si la mayor parte la observa, aunque los otros no la acepten, conserva su vigor» (De legibus IV,16,9).

-La tolerancia de la autoridad, claro está, no puede inferirse a la ligera. En ocasiones la jerarquía no corrige a los infractores de la ley, o no urge la obligatoriedad de ésta, por evitar males mayores, por falta de medios, o incluso por miedo invencible.

-También la mayoría de incumplidores constituye un punto delicado, especialmente en las circunstancias presentes de muchas Iglesias particulares, en las que dos tercios de los bautizados habitualmente no practica. Una gran mayoría de bautizados no va a misa el domingo, y el Obispo lo tolera... ¿Y qué va a hacer?). ¿Significa esto que el precepto dominical (canon 1247) queda prácticamente abolido y ya no obliga? En estas cuestiones ya se entiende que la referida mayoría ha de considerarse en relación a los bautizados creyentes y practicantes, en comunión habitual con la Iglesia.

-La causa razonable, finalmente, no podrá ser evaluada sin más por cualquiera, es evidente, sino que su apreciación, sobre todo si se trata de temas difíciles e importantes, requerirá el juicio de «varones prudentes», es decir, virtuosos y competentes en la materia. Todo esto queda dicho acerca del incumplimiento de las leyes determinantes o prácticas de la Iglesia.

Las leyes ontológicas, por el contrario, han de ser obedecidas siempre, aunque su transgresión fuera en un lugar mayoritaria y tolerada, pues nunca habrá causa razonable para desobedecer las leyes divinas o naturales que son propuestas por las normas ontológicas. Pensemos, por ejemplo, en las normas morales sobre la regulación conyugal de la natalidad, al menos en sus aspectos substanciales.

¿Pero cómo saber si una ley eclesial es ontológica, y exige, por tanto, de modo absoluto la obediencia? ¿Qué debe hacer un cristiano si su conciencia personal dice algo contrario a lo que manda una ley no infaliblemente ontológica, allí donde es mayoritariamente incumplida, con cierta tolerancia de la jerarquía? ¿Es éste el caso de algunos aspectos de la moral conyugal cristiana?...

En teoría, el cristiano, cuando su conciencia, debidamente formada e informada, y estando libre para el bien, entra en conflicto con una norma no infalible de la Iglesia, debe atenerse a su conciencia y obrar según ella -evitando el escándalo-, pues «todo lo que no es según conciencia es pecado» (Rm 14,23). Pablo VI precisaba este principio con algunas observaciones (12-II-1969). No se trata de emancipar la conciencia del hombre ni de normas objetivas, ni del reconocimiento de unas autoridades docentes y rectoras (GS 16). La conciencia no es, por sí misma, el árbitro del valor moral de las acciones, sino el intérprete de una norma interior y superior, no creada por ella sino por Dios. Por tanto, la conciencia, para ser norma válida del obrar humano, debe ser recta -debe estar segura de sí misma-, y debe ser verdadera -no incierta, ni culpablemente errónea-. La conciencia, en fin, tiene obligación grave de formarse a la luz del Evangelio enseñado por el Magisterio de la Iglesia (50b).

En la práctica se debe obediencia a las normas de la Iglesia aun cuando éstas no sean presentadas como declaraciones dogmáticas infalibles. Así lo enseña el Vaticano II (LG 25a). En efecto, muy pocas veces será prudente, y por tanto lícito, para el cristiano fiarse más del dictamen de su conciencia que del dictamen de la Iglesia, aunque éste no haya sido formulado como infalible. La infalibilidad de la Iglesia, tanto en la fe como en las costumbres, se extiende mucho más allá de las declaraciones dogmáticas explícitamente definidas ex cathedra.

Quienes tan fácilmente consideran falibles las enseñanzas de la Iglesia -condicionamientos de época, escuelas teológicas, inercias tradicionales, etc. -, no parecen considerarse a sí mismos falibles, cuando en realidad son sumamente vulnerables al error: Son como «niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error» (Ef 4,14). Críticos y suspicaces ante el sagrado magisterio de la Iglesia, dan muestras de una credulidad que ronda con la estupidez ante maestros que «no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1 Tim 1,7). Éstos sí que tienen su doctrina condicionada a las modas del mundo y dependiente de ideologías humanas. Por eso escribía Pío XI, tratando concretamente sobre cuestiones de moral conyugal: «Cuántos errores se mezclarían con la verdad si a cada uno se dejara examinarlas tan sólo con la luz de la razón o si tal investigación fuese confiada a la privada interpretación de la verdad revelada. [Por eso los cristianos] obedezcan y rindan su inteligencia y voluntad a la Iglesia, si quieren que su entendimiento se vea inmune del error, y sus costumbres libres de la corrupción» (enc. Casti connubii 31-XII-1930).

La cantidad conveniente de leyes

Los institutos religiosos y seculares, y no pocas asociaciones de fieles, tienen reglas que, sobre las leyes universales de la Iglesia, incluyen un conjunto de normas propias. Y cuando la Iglesia da aprobación canónica a una regla, viene a decir públicamente: «El camino trazado por estas leyes ciertamente conduce a la perfección evangélica». Pues bien, como estas sociedades, que gozan de gran homogeneidad y cohesión interna, se forman por una voluntaria adscripción de cristianos, en ellas todos tienen medios y fines comunes, y todos profesan obediencia a un buen número de leyes y normas, en las que a veces se regulan cosas muy pequeñas.

La primera Regla de San Francisco de Asís, con ser muy espiritual y general, prescribe, por ejemplo, que los hermanos no hablen a solas con mujeres (cp.12) o que no viajen a caballo (cp.15). Las reglas detallistas tienen el valor de concretar mucho un estilo espiritual propio; pero tienen el peligro de que pocos las cumplan, y de que necesiten cambiar con el paso del tiempo.

Las leyes de la Iglesia, en cambio, son muy pocas, pues miran a la generalidad de los fieles, que viven vocaciones y carismas personales, y circunstancias culturales, muy diversas. Al paso de los siglos, la Iglesia ha ido estableciendo bastantes normas para regular la vida del clero; leyes unas veces prácticas, más sujetas al cambio con el tiempo, otras veces ontológicas o determinantes, de gran estabilidad tradicional. En todo caso, no son muchas las normas de clericis, al menos si las comparamos con las que rigen otros gremios importantes de la sociedad civil. Por lo que a los laicos se refiere, puede decirse que en la historia de la Iglesia el número de leyes ha sido siempre más o menos constante -domingo, ayunos, diezmos, comunion anual-, y siempre muy escaso.

¿Cuándo es conveniente la ley? Estimamos que la ley debe darse cuando: 1-actos gravemente urgidos por la caridad, 2-son mayoritariamente incumplidos, 3-a pesar de que sobre ellos la predicación da suficientemente el espíritu, 4-y hay una prudente esperanza de que con la ley pueda verse estimulado el espíritu a ciertas buenas obras. Con un ejemplo: Quizá fuera conveniente, al menos en los países ricos, que se restaurara en la Iglesia -o al menos en asociaciones privadas- la ley de los diezmos, pues parecen darse las cuatro condiciones señaladas.

En todo caso, la mayoría de los cristianos no puede vivir sin ley, pues la mayoría todavía es carnal. Y adviértase que de esta mayoría, muchos fieles de buena fe buscan hoy en asociaciones y movimientos ese conjunto de normas y costumbres, ese marco de referencia, que a veces no hallan en la parroquia y en el amplio ámbito de la Iglesia universal.

El amor a la ley eclesial

La verdadera espiritualidad cristiana incluye el amor a las leyes de la Iglesia. Los cristianos debemos amar la ley eclesial más que los judíos la ley mosaica, pues la nuestra es mucho más perfecta y salvífica. Por eso, reconociendo la ley de Cristo en las leyes de la Iglesia, debemos seguir haciendo nuestras las oraciones de los salmistas judíos:

«La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante; los mandamientos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos; la voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y eternamente justos; más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila» (Sal 18,8-11; +1;118).

La veneración a los sagrados cánones de la Iglesia ha sido una constante en la Tradición católica de Oriente y Occidente, y por eso ha de considerarse como una nota esencial de la espiritualidad cristiana. Juan Pablo II habla de «un triángulo ideal: en lo alto está la sagrada Escritura; a un lado las actas del Vaticano II y, en el otro, el nuevo Código canónico» (3-II-1983,9). En el lenguaje cristiano de la Tradición, son tres sacralidades diversas, pero unidas: las sagradas Escrituras, los sagrados Concilios y los sagrados cánones. Estos libros -como se besa en una parroquia la fuente bautismal en la que se nos dio la vida- deben ser venerados con amor, pues por ellos permanecemos en la luz y en el camino de Cristo.

((Las espiritualidades que fomentan el menosprecio o la aversión a las leyes de la Iglesia en materia doctrinal y moral, pastoral, litúrgica o social, son falsas. Los despreciadores de la ley eclesial bien pueden ser, pues, considerados como «hijos del maligno» que, mientras todos dormían, sembraron cizaña en el trigal de Jesús (Mt 13,25. 38-39). Son «ladrones y salteadores», que se introdujeron en el aprisco de las ovejas «sin entrar por la puerta» (Jn 10,1-9). Son aquellos que dicen «burocracia romana» para referirse a la Santa Sede, y «centros del poder» para aludir a las Congregaciones que asisten al Papa en su ministerio universal como Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro. Están perdidos.))

Los votos

El voto es «la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor», y pertenece a la virtud de la religión (c. 1191). Por el voto el cristiano se obliga libremente con una especie de ley personal que se añade a las leyes generales de la Iglesia. Unos votos son públicos, es decir, aceptados por la Iglesia, como es el caso de los votos religiosos; otros son privados, formulados individualmente, a veces con el consejo del director.

La materia de los votos puede ser muy variada: rezar las Horas, obedecer a alguien, dar limosna, privarse de algo, guardar virginidad, hacer un servicio de caridad o de apostolado, etc. Los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad, obediencia- y la tríada penitencial -oración, ayuno, limosna- dan amplia materia para votos muy valiosos.

Santa Teresa, siendo ya religiosa, hizo voto privado de obediencia al padre Gracián (Cuenta conciencia 30), y pensaba que «aunque no sean religiosos, sería gran cosa -como lo hacen muchos- tener a quien acudir, para no hacer en nada su voluntad» (3 Moradas 2,12). Santa Micaela, como ya vimos, se sometió con voto a su cuñada, sin saberlo ésta (Autobiografía 106). Pío XII elogia a quienes hacen voto privado de virginidad (enc. Sacra virginitas 25-III-1954, 3).

El voto es una alianza pactada entre Dios y el hombre. El hombre hace voto de una obra buena porque ha llegado al convencimiento de que Dios quiere dársela hacer. Es decir, si el cristiano se compromete con voto a cierto bien posible y mejor, también Dios, antes y más, se compromete a asistirle en ese intento con su gracia. Por tanto, en el pacto del voto la parte más preciosa, firme y santificante es la que corresponde a Dios. Esto ya lo entendía así, en el año 529, el concilio II de Orange: «Nadie haría rectamente ningún voto al Señor, si no hubiera recibido de él mismo lo que ha ofrecido en voto; según se lee: «Lo que de tu mano hemos recibido, esto te damos» (1 Crón 29,14)» (Dz 381).

Hay en el voto tres valores fundamentales (STh II-II,88,6; +Iraburu, Caminos laicales... 44-59 ):

1. -El voto es un acto de la virtud de la religión, que es la principal de las virtudes morales. La obra buena cumplida bajo el imperio de la virtud de la religión dobla su mérito: por ser buena y por ser ofrendada como un acto de culto espiritual.

2. -El voto aumenta el mérito de la obra buena, pues el hombre, en la obra buena prometida con voto, no sólo ofrece a Dios la obra, sino la misma potencialidad optativa de hacerla o no. Como dice Santo Tomás en el lugar citado, «más se da a un hombre al que se le da un árbol con sus frutos, que si se le dan los frutos solamente».

3. -El voto «afirma fijamente la voluntad en el bien», señala el mismo Doctor. Fácilmente se omiten las obras buenas dejadas a la gana o al impulso eventual: «Sí, debo orar -se dirá uno-, pero ¿cuánto tiempo? ¿precisamente esta tarde?». «Hay que dar limosna, ciertamente -considerará otro-, pero ¿cuándo, cuánto, cómo querrá Dios que yo dé?». Pues bien, la persona afirma su voluntad en un cierto bien, y obra con más prontitud y constancia, cuando un voto, prudentemente prometido, le asegura interiormente: «Puedes estar cierto de que Dios te da su gracia para hacer eso, pues te concedió la gracia de prometerlo con voto».

Algunas observaciones complementarias:

-El buen propósito del voto debe ser concebido en la más intensa luz de Dios, cuando la fe y el amor son mayores: en una fiesta litúrgica, al final de unos ejercicios espirituales, leyendo la Biblia, etc. Con un ejemplo: Un hombre camina perdido en un bosque inmenso. Sube a lo más alto de un árbol, divisa desde allí la ciudad a la que va, baja del árbol y, ya sin ver nada, camina en la buena dirección que descubrió desde la altura.

-Puede convenir hacer un voto cuando alguien ve que Dios quiere darle hacer algo bueno, y comprueba que una y otra vez, por pereza, por olvido, por lo que sea, falla a esa gracia y la pierde.

-La consagración obrada por el voto, dice el Vaticano II, «será tanto más perfecta cuanto por vínculos más firmes y estables» se haya establecido (LG 44a). En principio, unos votos públicos, solemnes, perpetuos, son más preciosos que una simple promesa.

-Conviene cierta gradualidad prudente en la formulación del voto. Una persona, por ejemplo, se compromete durante un mes a rezar Laudes y Vísperas; después promete hacerlo un año; finalmente se compromete a todas las Horas de por vida, cuando comprueba que es capaz de rezarlas, es decir, que Dios se lo da.

-Conviene formular claramente las condiciones del voto -mejor por escrito-, para que el paso del tiempo no dé lugar a olvidos, dudas, infidelidades o escrúpulos de conciencia.

-El voto puede cesar por sí mismo, una vez cumplido o si en la situación de la persona se dan cambios decisivos. También, si se ve conveniente, puede ser anulado, suspendido, dispensado o conmutado. Nunca el voto debe venir a ser una pesada cadena (así lo entendieron Lutero, Molina y otros: Dz 2203, 3345), sino como un camino que ayuda a acercarse a Dios.