3ª PARTE

La lucha contra el pecado

 

1. El pecado

2. La penitencia

3. El Demonio

4. La carne

5. El mundo

 

1. El pecado

AA.VV., en KITTEL, amartía, I,267-339/I,715-910; adikía, I,150-163/I,401440; anomía, IV,1077-1080/VII,1401-1408; AA.VV., El misterio del pecado y del perdón, Santander, Sal Terræ 1972; AA.VV., Peccato e santità, Roma, Teresianum 1979; F. Bourassa, Le peché, offense de Dieu, «Gregorianum» 49 (1968) 563-574; M. García Cordero, Noción y problemática del pecado en el AT, «Salmanticensis» 17 (1970) 3-55; S. De Guigui, Il peccato personale e i peccato del mondo, «Rivista di Teologia Morale» 7 (1975) 49-82; I. Hausherr, Penthos; la doctrine de la componction dans l’Orient chrétien, Roma 1944, Orientalia Christiana Analecta 132; J. Pegon, componction, DSp II (1953) 1312-1321; M. Sánchez, Sobre la división del pecado, «Studium» 14 (1974) 119-130; +2 (1970) 347-356; C. V. Truhlar, Imperfezione positiva e carità, «Rivista di ascetica e mística» 6 (1961) 87-114; B. Zomparelli, imperfection morale, DSp 7 (1970) 1625-1630.

Véase también Juan Pablo II, exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia (2-XII-1984): DP 1984, 335; catequesis sobre el pecado, VIII-XII-1986.

El pecado en el Antiguo Testamento

El conocimiento de Dios y el conocimiento del pecado van unidos. Aquellas oscuras religiones que apenas sabían de un Dios personal y que tampoco conocían la condición libre del hombre, consideraban el pecado como infracción de un tabú, como impureza ritual, como algo quizá involuntario, como una quiebra social por la que los dioses debían ser aplacados. Es la luz de la revelación bíblica la que suscita en Israel un conocimiento profundo al mismo tiempo de la santidad de Dios y del pecado del hombre.

Ya en el Génesis (2,17-3,24), el pecado primero se muestra en Adán y Eva como desobediencia al mandato de Dios, como orgullosa voluntad de autonomía ante el Creador: ellos quieren «ser como Dios», y así caen bajo el influjo maléfico del Demonio. La naturaleza misma del pecado aparece clara en este relato primitivo, y también sus terribles consecuencias: Adán y Eva, que eran amigos de Dios, ahora «se esconden» de él, avergonzados y temerosos. El hombre culpa a la mujer -desolidarizándose de ella-, y la mujer culpa al Diablo. Arrojados del paraíso, ya no tienen acceso al árbol de la vida, se ven en la aflicción y el trabajo penoso, y conocen el tenebroso rostro de la muerte. Eso es el pecado.

Más tarde, la misma historia de Israel va a ocasionar la revelación del pecado, de un pecado que la Biblia siempre contempla en el marco luminoso de la misericordia del Señor. El pueblo elegido no es un pueblo inocente y virtuoso. Aunque fue sacado de la abyecta idolatría (Jos 24,2. 14; Ez 20,7. 18), y constituído por Dios como «hijo primogénito» (Ex 4,22), multiplicó una y otra vez sus rebeldías contra su Salvador (Dt 9,7). La historia de Israel, siempre considerada en relación a Yavé, es una sucesión de infidelidades, ingratitudes, ofensas contra Dios...

Israel en el desierto no se fía del Señor, y cae en la infidelidad. Tras salir de Egipto, pasada la primera euforia, murmura una y otra vez contra Yavé (Ex 16,2-12; 17,7). Añora las carnes, melones, cebollas y alimentos de Egipto, se queja del maná, que no le sabe a nada (Núm 11,4-6), y llega a ser para Moisés un pueblo «insoportable» (11,14; +Ex 17,4).

Los pecados abren entre Yavé y su pueblo un abismo de separación (Is 59, 2; Jer 2,13). En esa separación hay rebeldía, un intento miserable de sacudirse el yugo bendito de Yavé, y hay también mentira, falsedad y engaño. El Señor se lamenta de ello: «¡Ay de ellos, por haberse apartado de mí!; ¡desgraciados! por rebelarse contra mí. Yo los salvaba y ellos me mentían» (Os 7,13; Sal 2,3).

El pecado de Israel es siempre una abominable ingratitud. Los judíos son «hijos desnaturalizados, que se han apartado de Yavé, que han renegado del Santo de Israel, y le han vuelto las espaldas» (Is 1,4). Más aún, el pecado es un terrible adulterio: Israel, la mujer miserable y deshonrada, la que fue purificada y adornada por Yavé, la que él tomó como esposa, se prostituye después indecentemente con el primero que pasa (Ez 16). Los judíos se hacen siervos del «espíritu de fornicación, desconocen a Yavé, traicionan a Yavé, engendrando hijos extraños» (Os 5,4.7); «han preferido la ignominia a la gloria de Yavé» (4,18). Y el Señor se lo echa en cara: «como la infiel a su marido, así has sido tú infiel a mi, Casa de Israel» (Jer 3,20).

Es patente que nunca en la Biblia se muestra el pecado como si sólo fuera el quebrantamiento moral de unas normas éticas anónimas. Muy al contrario, en la revelación bíblica el pecado es siempre una ofensa contra Dios. El nos dio sus mandamientos con tanto amor, «para que fuéramos felices siempre» (Dt 6,24), y nosotros, rechazando sus preceptos, le rechazamos a él miserablemente. Contra Dios es nuestro pecado: «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,6). Y no es que nuestro pecado, al ofender a Dios, logre dañarle. Como Santo Tomás explica, «Dios no es ofendido por nosotros sino en cuanto [pecando] obramos contra nuestro propio bien» (Summa C. Gentes III,122). Los hombres «perjuran, mienten, matan, roban, adulteran, oprimen, homicidios sobre homicidios» (Os 4,2), y esto ofende a Dios porque daña al hombre, que es Su amado. Los mismos pecados de blasfemia o idolatría, más directamente contrarios a Dios, ofenden al Señor en cuanto destrozan al hombre mismo. Y Así dice Yavé, «para irritarme hacen libaciones a dioses extranjeros. ¿Es a mí a quien irritan? ¿No es más bien para su daño?» (Jer 7,18-19).

Por eso, si el pecado fue apartarse de Dios, la conversión será volver al Señor, reintegrarse a su amor, a la unión con él. El alma adúltera del pecador se dice a sí misma: «Voy a volverme con mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora», y el Dios-Esposo la recibe dulcemente: «Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y en compasión» (Os 2,9. 21).

El pecado en el Nuevo Testamento

La Ley antigua no fue capaz de salvar a los judíos del pecado. «El precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Por eso ya el Antiguo Testamento anuncia un Salvador que «justificará a muchos y cargará con sus culpas» (Is 53,11). Y este Salvador es Jesucristo, que «se manifestó para destruir el pecado, y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él no peca» (1 Jn 3,5-6). El fue enviado por el Padre para «llamar a los pecadores» (Mc 2,17), «para quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29).

El pecado había hecho de nosotros «hijos rebeldes», «hijos de ira» (Ef 2,2-3), «enemigos de Dios» (Rm 5,10; 8,7), esclavos de nuestro mal corazón (1,24. 28), más aún, esclavos del Demonio (Jn 8,34; 1 Jn 3,8). El pecado se había adueñado de todo el hombre, mente, voluntad, sentimientos, cuerpo, palabras y obras (Rm 7,15-24), y de todos los hombres: «todos pecaron y todos están privados de la presencia de Dios» (3,23).

¿Cómo pudo Dios permitir una tragedia tal? Dios permitió el pecado de Adán y su descendencia «porque» había decidido salvar a los hombres por Cristo. Si el Señor permitió que en torno a Adán se formara una tenebrosa solidaridad en el pecado, fue porque había decidido que en torno a Cristo, segundo Adán, surgiera una luminosa solidaridad en la gracia. «Si por el pecado de uno solo [Adán] reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Por eso la Iglesia, en el pregón de la noche pascual, canta llena de gozo: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!». Feliz el hombre, pues «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

El doble abismo, la Miseria del hombre pecador y la Misericordia divina salvadora, se ve simbolizado en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32; +Juan Pablo II, enc. Dives in Misericordia 30-XI-1980, 5-6). El pecador es el hijo que busca ser feliz lejos del Padre, como no-hijo, y termina en la abyección, fuera de Israel, hambriento, cuidando cerdos -animal impuro para los judíos-. En este sentido, Antiguo y Nuevo Testamento coinciden al manifestar la naturaleza del pecado. Lo que trae de nuevo de este evangelio es la revelación suprema de la misericordia del Padre hacia su hijo, el hombre pecador. Lo nuevo es esa misericordia divina revelada en Jesucristo (Jn 3,16; Rm 5,8; 8,35-39; Tit 3,4). Y lo nuevo es que el retorno a la casa del Padre se hace por Cristo («yo soy el Camino; nadie viene al Padre sino por mí», Jn 14,6; «yo soy la Puerta; el que entrare por mí se salvará», 10,9).

Naturaleza del pecado

El pecado es separarse de Dios, alejarse de él, más o menos. Es buscar el bien propio al margen de Dios, contra él. Es por tanto, renegar de la condición de hijos suyos. Este misterio de horror se da en cualquier pecado. Por ejemplo, una mujer casada siente que en su situación no es feliz, no se realiza; y llega un momento en que se junta con otro hombre en adulterio, porque trata de realizarse y ser feliz... alejándose de Dios. La fornicación no es lo peor en esta situación de pecado; lo peor es que esa persona trata de vivir, intenta realizarse, ganar realidad, separándose de Dios: ése es el corazón mismo del pecado. Por eso dice Santo Tomás: «El pecado mortal implica dos cosas: separación de Dios y dedicación al bien creado; pero la separación de Dios (aversio a Deo) es el elemento formal, y la dedicación (conversio ad creaturam) es el material» (STh III,86, 4 ad 1m).

El pecado es rechazar un don de Dios, y de este modo rechazarle a él. Puesto que en Dios «vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28), de él vienen a nosotros constantemente impulsos de naturaleza y de gracia: «Todo buen regalo, todo don perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Pues bien, siempre que pecamos, rechazamos en mayor o menor medida estos dones de Dios. El pecado será mortal si el don rechazado es necesario para vivir con Dios; será, en cambio, venial si el don rechazado es conveniente, pero no estrictamente necesario para vivir en unión con él. Volviendo al anterior ejemplo: Dios quería conceder a aquella esposa la gracia de permanecer fiel a su marido, participando de la cruz de Cristo; pero ella, entregándose al adulterio, no ha querido recibir esa gracia, ha rechazado el don de Dios.

El pecado es siempre un acto humano, que implica por tanto conocimiento suficiente de la malicia del acto (advertencia) y que exige consentimiento libre de la voluntad -al menos indirecto, pues el que quiere la causa, directa o indirectamente quiere el efecto previsible- (deliberación). Sin plena advertencia y deliberación, no puede haber pecado mortal, aunque la materia del acto sea grave. Es evidente que quien comete algo malo sin conocimiento y sin voluntad libre, comete sólo un pecado material, inculpable, que no es pecado formal. Hay, por otra parte, pecados positivos de comisión, o negativos por omisión de actos debidos. Hay pecados externos, y otros que son internos, que sólamente se dan en la mente y el corazón. Hay, en fin, pecado original, propio de la naturaleza humana, y personal, actualmente imputable a la persona.

((Los errores sobre el pecado son innumerables. Hay ignorantes o escrupulosos que estiman posible el pecado sin advertencia («he pecado haciendo tal cosa sin saber que estaba prohibida»); o que creen posible el pecado sin deliberación voluntaria («me obligaron a beber, y por más que me resistí, me emborraché»). Pero quizá el error más común es el pecado sin referencia a Dios, es decir, el pecado entendido como una falla personal que humilla la soberbia («no supe dominarme, y bebí hasta perder la conciencia»), o como un fracaso social que hiere la vanidad («todos me vieron borracho perdido»). Para otros que tienen un hondo sentido estético moral, el pecado es simplemente algo feo, degradante («estuve borracho, grité a la gente, rompí cosas: fue algo horrible»). El pecado, sin duda, es falla personal, fracaso social y algo muy feo; y así entendido, puede producir gran dolor y también lágrimas -que serán, por cierto, muy amargas-. Pero el pecado es algo mucho más serio que todo eso: es ofensa de Dios, separación de él, rechazo de sus dones. Sólo si el pecador entiende y vive así su pecado, podrá llegar al verdadero arrepentimiento.))

Universalidad del pecado

«Todos, judíos y gentiles, nos hallamos bajo el pecado», dice el Apóstol; por tanto, «que todo el mundo se confiese culpable ante Dios» (Rm 3,9. 19). «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros»; más aún, «dejaríamos a Dios por mentiroso» (1 Jn 1,8-10). Esta es la verdad: «Todos se extravían igualmente obstinados, no hay uno que obre bien, ni uno solo» (Sal 13,3). Cualquiera de nosotros puede hacer suya la confesión de San Pablo: «No sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que detesto, eso hago... Es el pecado que habita en mí» (Rm 7,15-24).

((Algunos, con presunta bonachonería, afirman que el hombre en el fondo es bueno, pero olvidan que también en el fondo es malo. «Vosotros sois malos», dice Jesús (Mt 12,34; Lc 11,13). El bien, ciertamente, es más connatural al hombre que el mal; pero no se debe ignorar que en el hombre adámico hay una inclinación al error y al mal tan persistente que no puede ser corregida sin la gracia de Cristo.

Algunos quieren ignorar que el hombre pecador es un enfermo gravísimo, condenado a muerte, y que morirá, ciertamente, si no hace penitencia (Lc 13,3.5). Es como si dijeran: «No estamos tan graves, no necesitamos medicinas y regímenes severos de vida, podemos hacer de todo y vivir sin tantos cuidados, como viven todos». Se tiende a trivializar el verdadero mal del hombre, el pecado, empleando otras palabras más tranquilizadoras: «enfermedades de la conducta», «actitudes inadaptadas», «trastornos conductuales»... Si el pecado del hombre no es más que eso, con un poco más que progrese la medicina psicológica y la terapia sociológica se verá ya el hombre libre de sus males... Esta actitud relaja por completo la vigorosa ascética que el Evangelio propone, y hace también que el apostolado hacia los otros hombres cese o se debilite grandemente.))

Los tratados de gracia, como el de M. Flick - Z. Alszeghy, sintetizan la fe en breves tesis: «El hombre, en estado de pecado, no puede cumplir, sin la gracia, los preceptos de la ley natural, ni siquiera según las exigencias de la ética natural, durante un período largo de tiempo». El hombre «no ha perdido la libertad, ni es capaz tan sólo de cometer pecados; puede, con sus solas fuerzas naturales, realizar algunos actos moralmente buenos». Por otra parte, «la gracia es absolutamente necesaria para todo acto saludable [meritorio de vida eterna]; incluso para el comienzo de la justificación» (El Evangelio de la gracia, Salamanca, Sígueme 1967, 814). El hombre, pues, es un enfermo tan grave que no puede curarse a sí mismo de su mortal enfermedad. Necesita absolutamente la gracia divina. Bien claro lo dice Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Conviene en todo esto recordar que no existe un orden natural cerrado en sí mismo, aunque por abstracción de la realidad actual podamos extraer su concepto. Existe un orden sobrenatural que incluye el natural, lo cual es muy distinto. Por eso precisamente no puede la naturaleza alcanzar una perfección puramente natural, pues si la lograra, sería con el auxilio de la gracia, y tendría entonces calidad sobrenatural. En otras palabras: Hoy los hombres o están en gracia de Dios o están en pecado mortal. O crecen como hijos de Dios o se van desarrollando como monstruos, es decir, en formas contrarias a su vocación.

((Hay, sin embargo, cristianos que, dejando a un lado la fe, piensan y dicen que puede ser bueno el hombre que niega a Dios. Se trata de un optimismo ingenuo, más derivado de Rousseau que de Pelagio: «Yo conozco ateos que son buenísimas personas»... Tres respuestas hay para esta objeción implícita a la doctrina de la gracia:

1ª.-«Muchos actos parecen buenos y son malos». Concretamente, todas las obras que -más o menos conscientemente- no están finalizadas en Dios son obras malas -más o menos-, pues se finalizan en criaturas, en valores creados: autocomplacencia, ganar dinero o prestigio, evitarse líos, tener comodidad, solidaridad, afán de perfección, etc. Puede decirse que la moral de quien no cree en Dios es muy poco de fiar, sobre todo ante las grandes pruebas de la vida, cuando la virtud, para poder afirmarse, necesita ser heroica. No puede haber una moral absoluta en quien sólo cree en valores creaturales, limitados y relativos.

2ª.-«Muchos que se dicen ateos no lo son realmente». Les falta una idea de Dios suficientemente aceptable, pero en sus conciencias hay una tendencia, una adhesión a veces heroica, a un Absoluto misterioso, al que sirven sinceramente, y que es Dios, aunque ellos ignoren su nombre, o incluso lo nieguen con ignorancia invencible (+ Rm 2,14-15).

3ª.-«No puede ser muy bueno quien niega a Dios, pues esta negación es el mayor pecado posible». Cuando alguien dice: «Qué bueno es Fulano; lástima que sea ateo», eso viene a sonar como si dijera «Qué bueno es Mengano; lástima que asesine tanto». Incredulidad y homicidio son objetivamente dos crímenes enormes; mayor la incredulidad, por supuesto. Otra cosa es que, en las personas concretas, tales crímenes puedan tener una responsabilidad subjetiva muy pequeña, o incluso nula, por ignorancia invencible. Enseña Santo Tomás que «todo pecado consiste formalmente en la aversión a Dios, y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad [no creer en Dios] es lo que más aleja de Dios, porque priva hasta de su verdadero conocimiento -y el conocimiento falso de Dios no acerca, sino que aleja más al hombre de él-. En consecuencia, es manifesto que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral» (STh II-II,10,3). Y quien nada oyó de la fe -dice el mismo Doctor- está excusado del pecado de infidelidad, pero no de los demás pecados (Ad Romanos 10,3).

Aún hemos de señalar otro error, el de quienes dicen: «El pecador no suele conocer la maldad de su pecado; y por tanto apenas es culpable». Es verdad que en la cruz dijo Jesús: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pero también dijo en otra ocasión: «Todo el que obra el mal odia la luz y no viene a la luz, para que no se manifiesten sus obras; en cambio el que realiza la verdad viene a la luz, para que se manifieste que sus obras están hechas en Dios» (Jn 3,20-21). Es decir, el hombre bueno busca la luz, se acerca a ella, la encuentra: cree en Dios («Dios es la luz», 1 Jn 1,5), acepta sus mandatos, y distingue así el bien del mal. En cambio, el hombre malo, bajo el influjo del padre de la mentira (Jn 8,44), puede llegar a una oscuridad tal que confunda en ella el mal y el bien -creyendo, por ejemplo, que «el aborto puede ser una obra de caridad»-. N es posible, sin embargo, caer en ese abismo de tinieblas -Dios no lo permite- sin que los hombres hayan traicionado antes su conciencia grave y reiteradamente. Es así como ahora «su mente y su conciencia están contaminadas» (Tit 1,15): perdieron la buena conciencia y naufragaron en la fe (1 Tim 1,19), no supieron «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura» (3,9); enfermados sus ojos, el cuerpo entero quedó en ellos tenebroso (Mt 6,23); y es que «amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3,21). «¡Ay de los que al mal llaman bien y al bien mal!» (Is 5,20).))

Pecado mortal y pecado venial

Juan Pablo II, en la Reconciliatio et pænitentia (nº 17), expone los fundamentos bíblicos y doctrinales de la distinción existente entre pecados mortales, que llevan a la muerte (1 Jn 5,16; Rm 1,32), pues quienes los cometen no poseerán el reino de Dios (1 Cor 6,10; Gál 5,21), y pecados veniales, leves o cotidianos (Sant 3,2), que ofenden a Dios, pero que no separan de él. Esta es, en efecto, la doctrina tradicional, que Santo Tomás enseña (STh I-II,72,5) y que el concilio de Trento propone (Dz 1573, 1575, 1577).

El pecado mortal es algo tan terrible, produce consecuencias tan espantosas, que no puede producirse a no ser que se den estas tres condiciones: materia grave, o al menos apreciada subjetivamente como tal; plena advertencia, es decir, conocimiento suficiente de la malicia del acto; y perfecto consentimiento de la voluntad. Un solo acto, si reune tales condiciones, puede verdaderamente separar de Dios, es decir, puede causar la muerte del pecador. En este sentido, dice Juan Pablo II que se debe «evitar reducir el pecado mortal a un acto de «opción fundamental» -como hoy se suele decir- contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo» (Reconciliatio 17). La maldad del pecado mortal consiste en que rechaza un gran don de Dios, una gracia que era necesaria para la vida sobrenatural; mata, por tanto, ésta; separa totalmente al hombre de Dios, de su amistad vivificante; desvía gravemente al hombre de su fin, Dios, orientándole hacia bienes creados.

El pecado venial rechaza un don menor de Dios, algo no imprescindible para mantenerse en vida sobrenatural; no produce muerte, sino enfermedad y debilitamiento; no separa al hombre de Dios completamente, no excluye de su gracia y amistad (Trento 1551, Errores Bayo 1567: Dz 1680, 1920); no desvía al hombre totalmente de su fin, sino que implica un culpable rodeo en el camino hacia él. Un pecado puede ser venial (de venia, perdón, venial, perdonable) por la misma levedad de la materia, o bien por la imperfección del acto, cuando la advertencia o la deliberación no fueron perfectos.

Conviene recordar, sin embargo, que no siempre el pecado venial es sinónimo de pecado leve, apenas culpable, sin importancia. Así como la enfermedad admite una amplia gama de gravedades diversas, teniendo al límite la muerte, de modo semejante el pecado venial puede ser leve o grave, casi mortal.

Juan Pablo II, en el lugar citado, recuerda que «el pecado grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal». Sin embargo, ya se comprende que también el pecado venial puede tener modalidades realmente graves. Cayetano usa la calificación de «gravia peccata venialia», y Francisco de Vitoria, con otros, usa expresiones equivalentes (Sánchez 120-123). Pero, como es lógico, son particularmente los autores espirituales los que más insisten en la posible gravedad de ciertos pecados veniales. Así Santa Teresa: «Pecado por chico que sea, que se entiende muy de advertencia que se hace, Dios nos libre de él. Yo no sé cómo tenemos tanto atrevimiento como es ir contra un tan gran Señor, aunque sea en muy poca cosa, cuanto más que no hay poco siendo contra una tan gran Majestad, viendo que nos está mirando. Que esto me parece a mí que es pecado sobrepensado, como quien dijera: «Señor, aunque os pese, haré esto; que ya veo que lo véis y sé que no lo queréis y lo entiendo, pero quiero yo más seguir mi antojo que vuestra voluntad». Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece, sino mucho y muy mucho» (Camino Perf. 71,3). La reincidencia desvergonzada agrava aún más la culpa: «que si ponemos un arbolillo y cada día le regamos, se hará tan grande que para arrancarle después es menester pala y azadón; así me parece es hacer cada día una falta -por pequeña que sea- si no nos enmendamos de ella» (Medit.Cantares 2,20).

Por otra parte, grandes autores nos hablan de las imperfecciones, junto a los pecados mortales y veniales (San Juan de la Cruz, 1 Subida 9,7; 11,2). La imperfección suele definirse como «la deliberada omisión de un bien mejor». Pudiendo hacer un bien mayor, se elige hacer un bien menor. ¿Realmente es pecado? Algunos piensan que la imperfección es una obra buena, aunque no perfecta. Otros -y nosotros con ellos- que es un pecado venial, aunque sea muy leve.

No creemos que existan actos humanos moralmente indiferentes (decimos actos humanos, por tanto conscientes y deliberados). Podrá haber actos del hombre (andar, comer, escribir) indiferentes por su especie, es decir, considerados en abstracto. Pero considerados en concreto, en la acción individual, tales actos serán buenos o malos, según la moralidad derivada de las circunstancias y del fin del agente (STh I-II,18,9). Ahora bien, si no hay actos morales indiferentes, no hay imperfecciones: los actos humanos o son buenos o son malos -mortal o venialmente pecaminosos-. Así pues, «la imperfección moral es pecado venial» (Zomparelli 1628).

Dejemos a un lado en esto si tal cosa es de precepto o consejo, bien en sí mayor o menor, etc., y veamos la cuestión sencillamente: Siempre que el hombre rechaza la íntima moción de la gracia de Dios, peca -mortal o venialmente-; trátese de precepto, consejo, bien mayor o menor. Si, por ejemplo, una persona tiene conciencia de que Dios quiere darle su gracia para que vaya a misa diariamente, si no va y se aplica a otra obra buena (trabajar, estudiar, lo que sea), eso no es simplemente una imperfección: eso es un pecado venial -pues el don rechazado no es vital, sino sólo conveniente y precioso-.

Evaluación subjetiva del pecado concreto

La división teórica de la gravedad de los distintos pecados es relativamente sencilla, pero a la hora de evaluar en concreto la gravedad de ciertos pecados cometidos, surgen a veces en las conciencias problemas no pequeños. Señalemos, pues, algunos criterios en orden al discernimiento.

1.-Aunque somos personas humanas, hacemos pocos «actos humanos», si entendemos por éstos los que proceden de advertencia y libertad. Los hombres espirituales tienen una vida muy consciente y deliberada, pero son pocos. La mayoría de los hombres son carnales, y el sector consciente y libre de sus vidas es bastante reducido. En gran medida, muchas veces, «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; +Rm 7,15). Más aún, los que pecan mucho -antes lo veíamos- ponen sus almas tan oscuras, que acaban confundiendo vicio y virtud, mal y bien. Todos, más o menos, sufrimos estas oscuridades, y todos hemos de decir ante el Señor: «¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta» (Sal 18,13).

Ahora bien, si en aquello que en nuestra conciencia hay de consciente y libre nos empeñamos sinceramente en no ofender a Dios, llegaremos a no ofenderle tampoco en aquellas cosas de las que hoy apenas somos conscientes. Es decir, la reducción de los pecados formales, amplía e ilumina cada vez más nuestra conciencia, y nos va librando incluso de aquellos que llamamos pecados materiales, que no son realmente culpables, pues falta en ellos conocimiento o voluntariedad.

2.-La gravedad o levedad de un pecado concreto ha de ser juzgada según el pensamiento de la fe, esto es, a la luz de la sagrada Escritura y de la enseñanza de la Iglesia; y no según el temperamento personal o el ambiente en que se vive. De otro modo, los errores en la evaluación pueden ser enormes.

((Las personas juzgan frecuentemente la gravedad de un pecado según su temperamento y modo de ser. Tal caballero antiguo no hace casi problema de conciencia si comete adulterio o mata a otro en un duelo de pura vanidad, pero si dijera una mentira grave sentiría terriblemente manchado su honor y su conciencia. Esta señora rezadora es incapaz de faltar contra la castidad en los más mínimo, pero maltrata a su empleada, y no ve en ello nada de malo; ve en ello, más bien, una muestra noble de energía y autoridad.

Influye también mucho el ambiente, el mismo medio eclesial concreto. Faltas, por ejemplo, contra la abstinencia penitencial que son muy tenidas en cuenta en tal época o Iglesia particular, en otro tiempo y lugar apenas se consideran. Se dan, pues, en esto errores de época, graves errores colectivos, de los cuales, por supuesto, no se libran los cristianos carnales de nuestro tiempo.))

3.-A todo pecado, sea mortal o venial, hay que dar mucha importancia. El dolor por la culpa ha de ser siempre máximo, y en este sentido no tiene mayor interés llegar a saber si ésta fue mortal o venial, venial leve o grave. Por lo demás, insistimos en que un pecado, aunque no sea mortal, puede ser muy grave. En pecados, por ejemplo, contra la caridad al prójimo, desde una antipatía apenas consentida, pasando por murmuraciones y juicios temerarios, hasta llegar al insulto, a la calumnia o al homicidio, hay una escala muy amplia, en la que no se puede señalar fácilmente cuándo un pecado deja de ser venial para hacerse mortal.

4.-EI pecado de los cristianos tiene una gravedad especial. «Si pecamos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad» ¿qué castigo mereceremos? Si era condenado a muerte el que violaba la ley de Moisés, «¿de qué castigo más severo pensáis que será juzgado digno el que haya pisoteado al Hijo de Dios, y haya profanado la sangre de su Alianza, en la que fue santificado, y haya ultrajado al Espíritu de la gracia?» (Heb 10,26. 29). A éstos «más les valía no haber conocido el camino de la justificación, que, después de haberlo conocido, echarse atrás del santo mandamiento que se les ha transmitido. Les ha pasado lo del acertado proverbio: «El perro ha vuelto a su propio vómito», y «el cerdo, recién lavado, se revuelca en el lodo»» (2 Pe 2,21-22).

5.-El cristiano que habitualmente vive en gracia de Dios, en la duda, debe presumir que su pecado no fue mortal. Y la presunción será tanto más firme cuanto más intensa sea su vida espiritual. Recordemos que gracia, virtudes y dones son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en el hombre. Y el hábito es «qualitas difficile mobilis», que implica permanencia y estabilidad, como dice Santo Tomás (STh I-II, 49,2 ad 3m). La gracia da al hombre una habitual inclinación al bien, así como una habitual tendencia a evitar el pecado (De veritate 24,13). Tanto la vida en pecado como la vida en gracia poseen estabilidad, y la persona no pasa de un estado al otro con facilidad y frecuencia. Por eso aquellos buenos cristianos que con excesiva facilidad piensan que su pecado fue mortal suelen estar equivocados, quizá recibieron una mala formación, o son escrupulosos.

Tengamos en cuenta sobre todo que cuando el Señor agarra al hombre fuertemente por su gracia, no consiente tan fácilmente que por el pecado mortal se le escape. Como dice Jesús, «lo que me dio mi Padre es mejor que todo, y nadie podrá arrancar nada de la mano de mi Padre» (Jn 10,29). Y San Pablo: «¿Quién podrá arrancarnos al amor de Cristo?... [Nada] podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35.39).))

6.-No conviene cavilar en exceso tratando de evaluar exactamente la gravedad de un pecado. Lo que hay que hacer es arrepentirse de él con todo el corazón.

((Los que atormentan su alma intentando evaluar su culpa, dándole vueltas y más vueltas, no sacan nada en limpio. Muchas veces son escrupulosos. Imaginemos que un niño, desobedeciendo a su madre, ha dado un portazo -por prisa, por mal genio, por negligencia, por lo que sea-. Triste sería que luego el niño, arrugado en un rincón, se viera corroído por interminables dudas: «¿Fue un portazo muy fuerte? No tanto. ¿Quizá trato de quitarme culpa? Muy suave no fue, ciertamente. ¿Pero hasta qué punto me di cuenta de lo que hacía?» etc, etc, etc. Poco tiene eso que ver con la sencillez de los hijos de Dios, que viven apoyados siempre en el amor del «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1,3). En no pocos casos, estas cavilaciones morbosas proceden en el fondo de un insano deseo de controlar humanamente la vida de la gracia y cada una de sus vicisitudes. Pero muchas veces la evaluación del pecado concreto es moralmente imposible: «Ni a mí mismo me juzgo -decía S.Pablo-. Quien me juzga es el Señor» (1 Cor 4,3-4).))

Efectos del pecado

El pecado original produjo en el hombre y en el mundo terribles consecuencias, efectos que se ven actualizados en cierta medida por todos los pecados personales posteriores. El pecado, enseña Trento, deja al hombre sujeto al Demonio y enemigo de Dios; «toda la persona de Adán fue mudada en peor, según cuerpo y alma» (Dz 1511; +Orange II: Dz 371, 400). La creación entera se hizo hostil al hombre, por cuyo pecado fue «maldita la tierra» (Gén 3,17), y quedó sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21).

El pecado mortal separa al hombre de Dios, lo arranca del Cuerpo místico de Cristo, y desnudándole del hábito resplandeciente de la gracia, profana el Templo vivo de Dios. Por él se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas obras -aunque la vuelta a la gracia puede hacerlos revivir (STh 111,89,5)-. El pecador, sujeto a Satanás, se hace merecedor de la condenación eterna. «Cayó la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que pecamos!» (Lam 5,16)...

El pecado aniquila de algún modo la persona humana, al separarla de Dios, al romper en ella la imagen de Dios. San Agustín dice que «el que va por el camino contrario a Aquél que verdaderamente es, camina hacia el no-ser» (ML 36,431). El Señor le dice a Santa Catalina de Siena: «El que está en el amor propio de sí mismo, está solo, ya que está separado de mi gracia y de la caridad de su prójimo; estando privado de mí por su pecado, se convierte en nada, porque sólo yo soy el que soy» (Diálogo II,4,3). Y la misma santa escribía: «La criatura se convierte en lo que ama: si yo amo el pecado, el pecado es nada, y he aquí que me convierto en nada» (Lettere, Florencia, Giunti 1940, I,105-106).

El pecado, con inexorabilidad ontológica, aplasta al hombre, lo atormenta, enferma y mata, al separarle de Dios, que es su vida. Con razón llora el salmista: «No tienen descanso mis huesos, a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas; mis llagas están podridas y supuran por causa de mi insensatez; voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío, tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne, estoy agotado, deshecho del todo» (Sal 37,4-9).

La condición monstruosa del pecador ha sido vista por los santos con gran lucidez. Santa Teresa escribe: «No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que [el pecador] no lo esté mucho más... Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar». Todo el hombre se ve profundamente trastornado: «¡Qué turbados quedan los sentidos! Y las potencias ¡con qué ceguera, con qué mal gobierno!... Oí una vez a un hombre espiritual que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1 Morada 2,1-5).

El pecado venial no mata al hombre, pero le debilita y enferma; le aleja un tanto de Dios, aunque no llega a separarle de él. Las funestas consecuencias de los pecados veniales podrían resumirse en estas cuatro 1.-Refuerzan la inclinación al mal, dificultando así el ejercicio de aquellas virtudes que, con los actos buenos e intensos, debieran haberse acrecentado. 2.-Predisponen al pecado mortal, como la enfermedad a la muerte, pues «el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho» (Lc 16,10). 3.-Nos privan de muchas gracias actuales que hubiéramos recibido en conexión con aquellas gracias actuales que por el pecado venial rechazamos. Uno, por ejemplo, rechazando por pereza la gracia de asistir a un retiro, se ve privado quizá de un encuentro que hubiera sido decisivo para su vida. Los pecados veniales no hacen perder la gracia de Dios, pero desbaratan muchas gracias actuales de gran valor. 4.-Impiden así que las virtudes se vean perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo.

El padre Lallement (+1635) decía: «Es extraño ver a tantos religiosos» que no llegan a la perfección evangélica «después de haber permanecido en estado de gracia cuarenta o cincuenta años», con misa y oración diarias, ejercicios piadosos, etc. «No hay por qué extrañarse, pues los pecados veniales que continuamente cometen tienen como atados los dones del Espíritu Santo; de modo que no es raro que se vean en ellos sus efectos... Si estos religiosos se dedicasen a purificar su corazón [de tantos pecados veniales], el fervor de la caridad crecería en ellos cada vez más, y los dones del Espíritu Santo resplandecerían en toda su conducta; pero jamás se los verá manifestarse mucho en ellos, viviendo como viven, sin recogimiento y sin atención al interior, dejándose llevar por sus inclinaciones, descuidando las cosas pequeñas y evitando únicamente los pecados más graves» (Doctrina espiritual 4 pº,3,2).

Nótese, por otra parte, que en todo pecado mortal o venial hay culpa, que atrae sobre el pecador una pena eterna y una pena temporal. El perdón de Dios quita del pecador la culpa y la pena eterna; pero queda en el pecador, como consecuencia de su pecado, la pena temporal, cuya importancia no debe ser ignorada. En efecto, la pena temporal consiste ante todo en el debilitamiento para el bien y el reforzamiento de la inclinación al mal, y trae consigo muchos sufrimientos.

¿Nos damos cuenta del daño que los mismos pecados veniales hacen en nosotros y en los prójimos, tanto en lo espiritual como en lo material? Un hombre, con su frivolidad, puede perjudicar gravemente a una muchacha, y ésta puede sufrir graves daños por su curiosidad o su ligereza. Una mujer, con su desorden, su impuntualidad o su charlatanería, puede llevar a su marido al borde de la desesperación. Un jefe de taller o de oficina, con sus manías, puede hacer que el trabajo sea para sus subordinados un verdadero purgatorio. Un negocio, levantado con grandes sacrificios familiares, puede ser arruinado por las pequeñas negligencias de un tarambana. El mal genio ocasional de un cura puede alejar de la Iglesia a una persona de poca fe. Un joven, que por vanidad, conduce su moto con imprudencia, puede matar a un niño... Sí, las culpas pueden ser leves, pero los males por ellos causados pueden ser muy grandes. Es decir, la gravedad de los pequeños pecados puede ser apreciada por la importancia de los males que a veces producen. Y aún son más terribles, por supuesto, los daños causados por los pecados mortales.

Por eso, como veremos en el próximo capítulo, es muy grande la importancia de un arrepentimiento intenso, pues cuanto más profunda es la contrición por el pecado, más concede Dios la reducción o incluso la anulación de la pena temporal. La contrición, con la gracia de Dios, puede y debe aniquilar (conterere, triturar, despedazar) en el corazón la culpa, la pena eterna, y también la pena temporal. Por eso la compunción, es decir, la actualización frecuente del arrepentimiento, y la reiteración del sacramento de la penitencia tienen tanta importancia para el crecimiento espiritual.

Por otra parte, no debemos ignorar ni olvidar las consecuencias del pecado en la otra vida, aunque la misericordia de Dios nos libre del infierno. Recordemos que en el purgatorio (purificatorio) han de expiarse todas las penas temporales no redimidas en esta vida, sean debidas a pecados mortales ya perdonados, o derivadas de pecados veniales, perdonados o no antes de la muerte. En fin, ya vemos que las consecuencias del pecado llegan incluso al cielo, aunque sólo sea en forma negativa. La glorificación de Dios, la bienaventuranza del justo, y su poder de intercesión en favor de los hombres, tendrán un grado correspondiente al grado de crecimiento en la gracia alcanzado en este vida. Pero los pecados, también los veniales, si no fueron seguidos de una penitencia suficientemente profunda, frenan el crecimiento en la gracia, y producen así en la persona disminuciones cuyas consecuencias pueden ser eternas.

Pruebas y tentaciones

Pruebas (tentatio probationis). -Como las virtudes crecen por actos intensos, y como la persona no suele hacerlos como no se vea apremiada por la situación, por eso Dios permite en su providencia ciertas pruebas que aprietan al hombre -enfermedades, éxitos, desengaños, etc.-, dando su gracia para que sea ocasión provechosa la dificultad que ha permitido (Rm 8,28). Con ocasión de una prueba, una persona enferma, por ejemplo, puede crecer en paciencia y esperanza más en un mes de enfermedad que en diez años de salud.

Dios nos pone a prueba para acrisolar nuestro corazón (Dt 13,3; Prov 17, 3; 1 Pe 4,12-13). Y con la prueba, da su gracia: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que dispondrá con la tentación el modo de poderla resistir con éxito» (1 Cor 10,13). Por eso, «tened por sumo gozo veros rodeados de diversas tentaciones, considerando que la prueba de vuestra fe engendra paciencia» (Sant 1,2-3). Y merece el premio prometido: «Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le aman» (1,12). En este sentido, toda la vida del hombre es una prueba que debe conducirle al cielo.

Tentaciones (tentatio seductionis). -Por la misma razón, Dios permite que el hombre sufra tentaciones, estos es, inducciones al mal que proceden del Demonio, del mundo y de la propia carne. Estos son los tres enemigos, según enseña Jesús, que hostilizan al hombre. En la parábola del sembrador, por ejemplo, el Maestro señala la acción del Demonio: «Viene el Maligno y le arrebata lo que se habla sembrado en su corazón». Alude a la carne: «No tiene raíces en sí mismo, sino que es voluble»; y es que «el espíritu está pronto, pero la carne es flaca». Indica también el influjo del mundo: «Los cuidados del siglo y la seducción de las riquezas» (Mt 13,1-8. 18-23; 26,41). Los cristianos, como dice el concilio de Trento, estamos en «lucha con la carne, con el mundo y con el diablo» (Dz 1541). En tres capítulos analizaremos después la lucha contra estos tres enemigos.

Pues bien, conocemos perfectamente el proceso de la tentación, pues desde el principio de la revelación la Biblia nos describe sus fases, ya tipificadas en el pecado de nuestros primeros padres (Gén 3,1-13):

La tentación parte de Demonio, y se inicia como una sugestión primera, aparentemente inocua («la serpiente, el más astuto de los animales», pregunta a la mujer: «¿Cómo es que Dios os ha dicho «No comáis de ninguno de los árboles del jardín»?»). Tal sugestión, envenenada por la mentira, debe ser desechada al instante. Pero el pecado entra en diálogo, también inocente en apariencia, con la tentación: sólo se trata de dejar la verdad en su sitio (Eva respondió: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín, pero del fruto del árbol que está en el medio del jardín, ha dicho Dios «No comáis de él, ni lo toquéis, bajo pena de muerte»»). Viene entonces ya la tentación descarada y punzante («No, no moriréis. Es que Dios sabe que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»). He aquí la fascinación de la felicidad, de la autonomía, en una independencia gozosa (la mujer vio «que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría»). Es el momento terrible y misterioso del consentimiento del mal, de la desobediencia (Eva «tomó de su fruto y comió»). Pero en seguida, tras el pecado, viene el escándalo, inexorablemente, como la sombra sigue al cuerpo, surgiendo así una nefasta solidaridad en el mal («y dio también a su marido, que igualmente comió»). Así se llega a la vergüenza inherente al pecado («entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta que estaban desnudos», desnudos ante todo del hábito de la gracia divina; y «el hombre y la mujer se escondieron de Yavé Dios por entre los árboles del jardín»). Así los hombres se separan de Dios. Y esa separación entraña la des-solidarización entre ellos mismos, las acusaciones y las excusas («la mujer que me diste por compañera me dio de él y comí», «la serpiente me engañó y comí»). Esta es la sutil gradualidad de la tentación: el hombre puede hundirse en la muerte del pecado con extrema suavidad.

La lucha contra las tentaciones

La vida del hombre sobre la tierra es milicia (Job 7,1). El cristiano, como «buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3), ha de librar «el buen combate» (1 Tim 1,18).

Los enemigos son, como ya vimos, el Demonio, la carne y el mundo. O como dice San Juan: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida» (1 Jn 2,16). Evagrio Póntico señala ocho principales pensamientos malos (logismoi), gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedía, vanagloria y soberbia (Practicós 6-33; De octo spiritibus malitiæ: MG 79,1145-1164). Y su enseñanza se hace clásica. También Santo Tomás la acepta, con alguna variante: son siete los pecados o vicios capitales -soberbia o vana gloria, envidia, ira, avaricia, lujuria, gula y pereza o acedía (STh I-II,84)-. Estos pecados son como principios o cabezas de todos los demás («capitale a capite dicitur», 84,3). La avaricia (avidez desordenada de riquezas) y la soberbia (afán desordenado de la propia excelencia) son especialmente peligrosos: la avaricia es raíz de todo pecado (1 Tim 6,10; I-II,84,1), y la soberbia está al inicio de todo pecado (84,2).

Las actitudes del cristiano en su lucha contra el pecado están igualmente bien definidas. Ante todo la confianza en la gracia de Cristo Salvador: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). Fuera todo temor desordenado, aunque haya que atravesar un valle de tinieblas (Sal 22,4). Fuera todo temor, pues Cristo nos asiste, y además, como dice San Agustín, «necesitamos» las tentaciones, «ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones» (CCL 39,766).

Y con la confianza, la humildad, pues Dios «resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (Sant 4,6; 1 Pe 5,5). Nadie se fíe de su propia fuerza, y «el que cree estar de pie, mire no caiga» (1 Cor 10,12). A veces Dios permite que un defecto -el mal genio, por ejemplo- humille a un cristiano muchos años, por más que haga para superarlo. Y sólo cuando el cristiano, reconociendo su impotencia, llega a la perfecta humildad, es entonces cuando Dios le da su gracia para superar ese pecado con toda facilidad. Ya no hay peligro de que el cristiano considere esa gracia, no como un don, sino como fruto de sus propias fuerzas.

((Los soberbios se exponen, sin causa, a ocasiones próximas de pecado, y caen en él: «El que ama el peligro caerá en él» (Sir 3,27). Para excusar su pecado se reconocen débiles («es que no puedo evitarlo», «con ese ambiente es imposible»), pero para adentrarse en la situación pecaminosa se creen fuertes («todo es puro para los puros», Tit 1,15; «a mí esas cosas no me hacen daño»). ¿En qué quedamos? Algunos, incluso, parecen sentirse autorizados por su propia vocación secular para someterse a la tentación («todos van, yo no quiero ser raro, ni tengo vocación de monje»), a una tentación en la que con frecuencia sucumben. Es como si se creyeran autorizados para pecar. Al fondo de todo esto, obviamente, está «el padre de la mentira» (Jn 8,44).))

Las armas principales del cristiano en la lucha contra la tentación son aquellas que le hacen participar de la fuerza de Cristo Salvador: Palabra divina, sacramentos y sacramentales, oración y ascesis. Como Jesús venció la tentación en el desierto (Mt 4,1-11), así hemos de vencerla nosotros. La oración y el ayuno (Mc 9,29), y sobre todo la Palabra, nos harán poderosos en Cristo para confundir y ahuyentar al Demonio, que como león rugiente busca a quién devorar (1 Pe 5,8-9).

«Reforzáos en el Señor y en el vigor de su fuerza. Revestíos la armadura de Dios para que podáis resistir a las maniobras del diablo: pues vuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los Dueños mundanales de las tinieblas de este siglo, contra los espíritus del mal que hay en los espacios cósmicos. Por eso, tomad la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y manteneros en pie después de realizarlo todo. Estad, pues, alerta, ceñida la cintura con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia, y con los pies calzados de celo para anunciar el evangelio de la paz; embrazando en todo momento el escudo de la fe, con que podáis hacer inútiles las encendidas flechas del Malo. Tomad el casco de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, con toda oración y súplica, rezando en toda ocasión con el Espíritu, y para ello velando con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Ef 6,10-18).

((Muy equivocados van quienes pretenden vencer la tentación apoyándose sobre todo en medios naturales -métodos, técnicas de concentración y relajación, regímenes dietéticos, dinámicas de grupo, etc.-. Todo eso es bueno y tiene cierta eficacia benéfica. Pero quienes ahí quieren hacer fuerza parecen olvidar que «el pecado mora en nosotros», que «no hay en nosotros, esto es, en nuestra carne, cosa buena» (Rm 7,17-18), y, sobre todo, que no es tanto nuestra lucha contra la carne, sino contra los espíritus del mal (Ef 6,12). Son como niños que salieran a enfrentar la artillería enemiga armados con un palito. No; los cristianos, «aunque vivimos, ciertamente, en la carne, no combatimos según la carne; porque las armas de nuestra lucha no son carnales, sino poderosas por Dios para derribar fortalezas» (2 Cor 10,3-4).))

Las tácticas convenientes para vencer las tentaciones también nos han sido reveladas. La tentación hay que combatirla desde el principio, desde que se insinúa. Hay que apagar inmediatamente la chispa, antes de que haga un incendio. Hay que aplastar la cabeza de la Serpiente tentadora en cuanto asoma, en seguida, sin entrar en diálogo, sin darle ninguna opción. Por otra parte, la tentación debe ser vencida o por las buenas («si tu ojo es puro, tu cuerpo entero estará iluminado», Mt 6,22) o bien por las malas («si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti», 5,29), sin temor alguno a las medidas radicales -cambiar de domicilio, dejar de ver a alguien, renunciar a un ascenso-, y sin dramatizar los despojamientos que fueran precisos, que siempre serán una nada. Por último, otra táctica importante es manifestar al director espiritual los propios combates, con toda humildad.

Hablando de los antiguos monjes, decía Casiano: «Se enseña a los principiantes a no esconder, por falsa vergüenza, ninguno de los pensamientos que les roen el corazón, sino a manifestarlos al anciano [maestro espiritual] desde su mismo nacimiento; y, para juzgar esos pensamientos, se les enseña a no fiarse de su propia opinión personal, sino a creer malo o bueno lo que el anciano, después de examinarlo, declarare como tal. De este modo el astuto enemigo ya no puede embaucar al principiante aprovechándose de su inexperiencia e ignorancia» (Instituta 4,9).

((Algunos, como Lutero y Bayo (Dz 1950) confunden concupiscencia y pecado, sin saber que no hay pecado en sentir la inclinación al mal, sino en consentir en ella. Otros, al verse tentados, ceden la voluntad, alegando su debilidad congénita o que «todos lo hacen». Pero es mayor la corrupción de quienes, ante la tentación, ceden también el intelecto, viendo lo malo como bueno (2 Tim 3,1-9; 4,3-4; Tit 1,10-16). Otros, en actitud que recuerda el luteranismo primitivo o el quietismo, creen que no se debe resistir activamente contra la tentación (Errores Molinos 1687: Dz 2237s). Y no faltan quienes consideran el pecado como una experiencia enriquecedora. Sin el pecado, no podría llegar a conocerse bien la misericordia de Dios. Además, toda experiencia, incluso la culpable, implicaría una dilatación positiva de la personalidad. Según esto, la personalidad de los santos conversos sería más rica que la de los santos que mantuvieron la inocencia. Prolongando esta línea, se llegaría a pensar que las personalidades de Jesús o de María, al no haber conocido el pecado, serían en algo incompletas. Gran error: nadie conoce el pecado tanto como los santos. Los pecadores, conocen algo de él, en la medida en que se convierten y se alejan de él; pero en la medida en que pecan, son los que menos saben del pecado: «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; +Rm 7,15; 1 Tim 1,13).))

Fase purificativa: no pecar

La vida cristiana pasa por fases sucesivas, bien caracterizadas. Pues bien, como enseña Santo Tomás siguiendo la tradición de los maestros espirituales, «en el primer grado [purificación] la dedicación fundamental del hombre es la de apartarse del pecado y resistir sus concupiscencias, que se mueven contra la caridad. Este grado corresponde a los principiantes, en los que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa. En el segundo grado [iluminación], el adelantado ha de procurar crecer en el bien, aumentando y fortaleciendo la caridad. En el tercer grado [unión], el perfecto ha de unirse plenamente a Dios y gozar de él, y ahí se consuma la caridad. Sucede aquí como en el movimiento físico: lo primero es salir del término original; lo segundo es acercarse al otro término; y lo tercero es descansar en la meta pretendida» (STh II-II,24,9). Salir de Egipto (pecado), atravesar el Desierto (penitencia), y llegar a la Tierra Prometida (santidad).

Según esto, el principiante ha de vencer el pecado mortal, el adelantado centra su lucha contra el pecado venial, y el perfecto llega a una relativa impecabilidad (+San Ignacio, los grados de humildad, Ejercicios 164-167).

Lo primero de todo es la victoria sobre el pecado. Esto antes que nada. Sería, pues, un grave error no enfrentar el tema seriamente en el trato espiritual con el cristiano principiante. Sería igualmente una insensatez, mientras ande enredado en pecados, impulsarle con insistencia a la acción apostólica, en la que sólo podrá tener frustraciones. Pero veamos, con ayuda de San Juan de la Cruz (1 Subida 11) algunos aspectos de esta victoria progresiva sobre el pecado.

1.-Tendencias naturales. La perfecta unión con Dios es imposible mientras tendencias voluntarias se opongan más o menos a la gracia. Pero esa unión con Dios no se ve imposibilitada porque todavía ciertas desordenadas inclinaciones naturales subsistan en sus primeros movimientos, siempre que no sean consentidas y hechas así voluntarias.

«Los apetitos naturales [desordenados: deseos de saber, de ser feliz, de no enfermarse, de tener compañía, etc.] poco a nada impiden para la unión del alma [con Dios] cuando no son consentidos; ni pasan de primeros movimientos todos aquellos en que la voluntad racional ni antes ni después tuvo parte. Porque quitar éstos -que es mortificación del todo en esta vida- es imposible, y éstos no impiden de manera que no se pueda llegar a la divina unión, aunque del todo no estén mortificados, porque bien los puede tener el natural, y estar el alma según el espíritu racional [y la voluntad] muy libre de ellos» (1 Subida 11,2). Eso sí, al serles negada la complicidad de la voluntad, irán desapareciendo con el tiempo, sanados por la gracia de Cristo. Por eso, si una tendencia natural desordenada (por ejemplo, una antipatía hacia alguien que nos dañó gravemente) no va desapareciendo, si perdura obstinadamente, es clara señal de que tal sentimiento halla un consentimiento mayor o menor en la voluntad. Pero, por el contrario, mientras subsiste, si tiene la voluntad en contra, no es señal de pecado, sino sólo de inmadurez espiritual.

2.-Tendencias voluntarias. Estas, si son desordenadas, son las que frenan la obra de la santificación e impiden la unión plena con Dios, por mínimas que sean.

«Todos los apetitos voluntarios [desordenados], ahora sean de pecado mortal, que son los más graves, ahora de pecado venial, que son menos graves, ahora sean sólamente de imperfecciones, que son los menores, todos se han de vaciar y de todos ha de carecer el alma para venir a esta total unión con Dios, por mínimos que sean. Y la razón es porque el estado de esta divina unión consiste en tener el alma según la voluntad con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad sólamente de Dios; pues si esta alma quisiere alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad con Dios, pues el alma tenía voluntad de lo que no la tenía Dios; luego claro está que, para venir el alma a unirse a Dios perfectamente por amor y voluntad, ha de carecer primero de todo apetito [desordenado] de voluntad por mínimo que sea, esto es, que advertida y conocidamente no consienta con la voluntad en imperfección, y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo» (1 Subida 11,2-3).

Nótese la última observación. La santidad se ve impedida por el pecado que era conocido (a veces una persona, por ejemplo, habla demasiado, pero no se da cuenta) y que era evitable (o quizá se da cuenta, pero no puede evitarlo). «Digo conocidamente, porque sin advertirlo o conocerlo, o sin estar en su mano [evitarlo], bien caerá en imperfecciones y pecados veniales y en los apetitos naturales que hemos dicho; porque de estos tales pecados no tan voluntarios y subrepticios [ocultos] está escrito que «el justo caerá siete veces en el día y se levantará» (Prov 24,16)» (1 Subida 11,3).

3.-Pecados actuales y habituales. A veces un cristiano incurre en actos malos, aunque está en lucha para matar el hábito malo del cual proceden. Es comprensible. Lo más grave y alarmante es que todavía tenga hábitos malos no mortificados, es decir, consentidos en cuanto hábitos. Es cosa evidente que quien incurre en pecados habituales y deliberados, aunque sean muy leves, no puede ir adelante en la perfección.

Tratándose de personas con vida espiritual no suele ser cuestión de graves pecados, sin más bien de pequeños apegos. Concretamente, «estas imperfecciones son: como una común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, habitación, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oir, y otras semejantes». Como se ve, cosas nimias; pero «cualquiera de estas imperfecciones en que el alma tenga asimiento y hábito hace tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud que, si cayese cada día en otras muchas imperfecciones y pecados veniales sueltos, que no proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le impedirá tanto cuanto tener el alma asimiento en alguna cosa, porque, en tanto que le tuviera, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección, aunque la imperfección sea muy mínima. Porque lo mismo me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso en tanto que no lo quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar, pero, por fácil que sea, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión» (1 Subida 11,4).

Adviértase, sin embargo, que la mera reiteración de un pecado no arguye necesariamente que haya en la persona hábito consentido en cuanto tal. Una persona, siempre la misma, viviendo en las mismas circunstancias, es previsible que incurra más o menos en los mismos pecados, aunque esté en lucha sincera contra ellos, y no esté por tanto asida a su mal hábito.

4.-No adelantar, es retroceder. Éste es un axioma repetido por los maestros espirituales. Si un cristiano no adelanta, es esto signo claro de que está limitando de un modo consciente, voluntario y habitual su entrega a Dios. No quiere amar a Dios con todo el corazón. Le ofrece su vida, pero como una hostia mellada, no circular. Guarda escondida en su mano una monedita, muy poca cosa, pero que se la reserva, sin querer darla al Señor. Las consecuencias de esto son desastrosas.

«Es lástima de ver algunas almas como unas ricas naves cargadas de riquezas y obras y ejercicios espirituales y virtudes y gracias que Dios les hace [nótese que es gente, según suele decirse, «muy buena»], y que por no tener ánimo para acabar con algún gustillo o asimiento o afición -que todo es uno-, nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección... Harto es de dolerse que les haya hecho Dios quebrar otros cordeles más gruesos de aficiones de pecados y vanidades y, por no desasirse de una niñería que les dijo Dios que venciesen por amor de El, que no es más que un hilo y que un pelo, dejen de ir a tanto bien. Y lo peor es que no sólamente no van adelante, sino que por aquel asimiento vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo con tanto trabajo han caminado y ganado; porque ya se sabe que en este camino el no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo... El que no tiene cuidado de remediar el vaso, por un pequeño resquicio que tenga basta para que se venga a derramar todo el licor que está dentro. Y así, una imperfección basta para traer otras, y éstas otras; y así casi nunca se verá un alma que sea negligente en vencer un apetito, que no tenga otros muchos que salen de la misma flaqueza e imperfección que tiene en aquél, y así siempre van cayendo. Y ya hemos visto muchas personas a quien Dios hacía gracia de llevar muy adelante en gran desasimiento y libertad, y por sólo comenzar a tomar un asimientillo de afección y (so color de bien) de conversación y amistad, írseles por allí vaciando el espíritu y gusto de Dios, y caer de la alegría y entereza en los ejercicios espirituales, y no parar hasta perderlo todo» (1 Subida 11,4-5).

5.-Impecabilidad de los perfectos. El santo se une tanto al Señor, con un amor tan fuerte, que apenas puede ya pecar, y puede decirle como el salmista: Dios mío, «en esto conozco que me amas, en que mi enemigo no triunfa sobre mí» (Sal 40,12).

Santa Teresa confesaba con humildad y verdad: «Guárdame tanto Dios en no ofenderle, que ciertamente algunas veces me espanto, que me parece veo el gran cuidado que trae de mí, sin poner yo en ello casi nada» (Cuenta conciencia 3,12). El cristiano adulto en Cristo está ya decidido a no ofender a Dios por nada del mundo, «por poquito que sea, ni hacer una imperfección si pudiese» (6 Moradas 6,3).

6.-En la victoria sobre el pecado se da la plena potencia apostólica. Antes no, porque los pecados, aunque sean veniales, oscurecen en el cristiano el resplandor de la gracia divina, y el testimonio así dado sobre Dios apenas resulta inteligible y conmovedor. Ya nos dijo Cristo: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen al Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

((Es normal que apenas dé fruto apostólico la persona que aún peca deliberada y habitualmente, aunque sea en cosas mínimas. En esa falta de santidad personal y comunitaria radica sin duda la causa principal de la ineficacia apostólica que la Iglesia sufre en algunos lugares. Cuando un sacerdote, por ejemplo, que está lejos de la perfección y no tiende hacia ella seriamente, dice con desánimo: «Yo he hecho todo lo que he podido en mi trabajo pastoral, pero esta gente no ha respondido», se está engañando lamentablemente. Cuando fue ordenado, ejerció quizá el apostolado con cierto entusiasmo -aunque junto a la caridad hubiera no pocas motivaciones más bien carnales-. Todavía no se habían formado en su vida hábitos negativos que inhibieran el ejercicio de la acción pastoral. Pero pasaron los años, y después de tantas misas, oraciones, sacramentos y trabajos, aunque es posible que el grado real de su celo apostólico sea mayor, sin embargo, como en su vida se han ido formando muchos pequeños malos hábitos que él no ha combatido suficientemente (comodidad, seguridad, respeto humano, etc.), resulta que el ejercicio concreto de ese celo apostólico se ha ido viendo cada vez más inhibido por trabas diversas, y de hecho cada vez trabaja menos por el Reino de Dios. No se ha decidido a morir del todo al pecado, y el resultado es patente. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,24).))

La compunción

Uno de los rasgos fundamentales de la espiritualidad del cristiano es esa conciencia habitual de ser pecador, que los latinos llamaban «compunctio» y los griegos «penthos». Es la compunción una tristeza por el pecado, no una tristeza amarga, sino en la paz de la humildad, y en lágrimas, que a veces son de gozo, cuando en la propia miseria se alcanza a contemplar la misericordia abismal del Señor. «La tristeza conforme a Dios origina una conversión salvadora, de la que nunca tendremos que lamentarnos; en cambio, la tristeza producida por el mundo ocasiona la muerte» (2 Cor 7,10).

En la tradición cristiana la compunción de corazón ha sido un rasgo muy profundo. En los Apotegmas de los padres del desierto, leemos que uno de ellos confesaba: «Si pudiera ver todos mis pecados, tres o cuatro hombres no serían bastantes para lamentarlos con sus lágrimas» (MG 65,161). Y otro explica la causa de esa actitud: «Cuanto más el hombre se acerca a Dios, tanto más se ve pecador» (65,289). Pero ese acercamiento a Dios, a su bondad, a su hermosura, explica a su vez por qué la compunción no es sólo tristeza, sino también gozo inmenso y pacífico, un júbilo que a veces conmueve el corazón hasta las lágrimas. Así lo describe Casiano: en el monje «a menudo se revela el fruto de la compunción salvadora por un gozo inefable y por la alegría de espíritu. Prorrumpe, entonces, en gritos por la inmensidad de una alegría incontenible, y llega así hasta la celda del vecino la noticia de tanta felicidad y embriaguez espiritual... A veces está [el alma] tan llena de compunción y dolor, que sólo las lágrimas pueden aliviarla» (Colaciones 9,27).

((«El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». Esta afirmación de Pío XII (Radiomensaje 26-X-1946) es recogida por Juan Pablo II, que señala varias causas: -«Oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado». -El secularismo, «que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de «perder la propia alma», no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre». Pero «es vano esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado». También están los equívocos de la ciencia humana mal entendida: -La psicología, cuando se preocupa «por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer jamás una falta». -La sociología conduce a lo mismo, si tiende a «cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente». -Un cierta antropología cultural, «a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad [su libertad] que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar». -Una ética afectada de historicismo «relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y niega, consecuentemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos».

«Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial -sigue diciendo el Papa- algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones: pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte... ¿Y por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana», por ejemplo, en lo referente a la moral conyugal, «termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco deben ser silenciados algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramental». El Papa quiere que «florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la Penitencia» (Reconciliatio et pænitentia 18).))

Entre el don y el perdón de Dios

Dios siempre dona o perdona a los hombres que quieren vivir en su amistad. Si obramos el bien, es porque recibimos el don de la gracia divina. Y si obramos mal, es porque rechazamos el don de Dios; pero entonces, si nos arrepentimos, Dios nos concede su perdón, es decir, nos da de nuevo el don intensivo, reiterado, sobreabundante. Por eso siempre vivimos del don o del perdón de Dios, y «donde abundó el pecado [un abismo], sobreabundó la gracia» (otro abismo) (Rm 5,20). San Agustín, como San Pablo, contempla con frecuencia estos dos abismos: «En la tierra abunda la miseria del hombre y sobreabunda la misericordia de Dios. Llena está la tierra de la miseria humana, y llena está la tierra de la misericordia de Dios» (ML 36,287).

2. La penitencia

AA.VV., La conversione, «Sacra Dottrina» 11 (1966) 173-270; J. P. Audet, La penitenza cristiana primitiva, ib. 12 (1967) 153-177; J. Behm, metanoeometanoia, KITTEL IV,994-1002/VII,1169-1188; F. J. J. Buytendijk, El dolor: psicología, fenomenología, metafísica, Madrid, Rev. Occidente 1958; C. Jean-Nesmy, La alegría de la penitencia, Madrid, Rialp 1970; H. Karpp, La pénitence, París, Delachaux-Niestlé 1970; J. H. Nicolas, L’amour de Dieu et la peine des hommes, París, Beauchesne 1969; C. Vogel, Le pécheur et la pénitence dans l’Eglise ancienne, París, Cerf 1966; y...au Moyen àge, ib. 1969; E. Würthwein , metanoeometanoia, KITTEL IV,976-985/VII,1121-1143.

Véase también Pablo VI, const. apost. Poenitemini 17-II-1966; Nuevo Ritual de la Penitencia (=NRP), Madrid 1975; Juan Pablo II, cta. apost. Salvifici doloris 11-II-1984, 39: DP 1984,39; exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia 2-XII-1984: DP 1984,335.

El Catecismo, actos que integran la penitencia (1422-1460, 1471-1479); días penitenciales (1438).

La penitencia en la Biblia

En las religiones naturales primitivas el hombre intenta purificarse de su pecado aplacando a los dioses con ritos exteriores -abluciones, sangre, transferencia del pecado a un animal expiatorio-; y experimenta su pecado como un mal social, que afecta a la salud de la comunidad. En las religiones más avanzadas, crecen juntamente el sentido personal de culpa y la condición fundamentalmente interior de la penitencia. En todo caso, como dice Pablo VI, la penitencia ha sido siempre una «exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad» (Poenitemini 32).

En la historia espiritual de Israel se aprecia también un importante desarrollo en la idea y en la práctica de la penitencia. Esta aparece pronto ritualizada en días y celebraciones peculiares (Neh 9; Bar 1,5-3,8), y siempre los actos principales de la penitencia son oración y ayuno (1 Sam 7,6; Job 2,8; Is 22,12; Lam 3,16; Ez 27,30-31; Dan 9,3; Os 7,14; Joel 1,13-14; Jon 3,6). Los profetas acentúan en la penitencia la interioridad y la individualidad. Las culpas no pasan de padres a hijos como una herencia fatal (Ez 18). Por otra parte, si el pecado fue alejarse de Dios, la conversión será regresar a Yavé (Is 58,5-7; Joel 2,12s; Am 4,6-11; Zac 7,9-12), escucharle, atendiendo sus normas, recibiendo sus enviados (Jer 25,2-7; Os 6,1-3), fiarse de él, apartando otros dioses y ayudas (Is 10,20s; Jer 3,22s; Os 14,4); será, en fin, alejarse del mal, que es lo contrario de Dios (Jer 4,1; 25,5).

Pero ¿es posible realmente la conversión? ¿Podrá el hombre cambiar de verdad por la penitencia? «¿Mudará por ventura su tez el etíope, o el tigre su piel rayada? ¿Podréis vosotros obrar el bien, tan avezados como estáis al mal?» (Jer 13,23)... La Biblia revela que con la gracia santificadora del Señor la penitencia es posible (Is 44,22; Jer 4,1; 26,3; 31,33; 36,3; Ez 11,19; 18,13; 36,26; Sal 50,12). Es posible con la gracia de Dios -suplicada, recibida- y con el esfuerzo del hombre: «Conviérteme y yo me convertiré, pues tú eres Yavé, mi Dios» (Jer 31,18; +17,14; 29,12-14; Lam 5,21; Is 65,24; Tob 13,6; Mal 3,7; Sant 4,8).

La predicación del Evangelio comienza por llamar a la penitencia. La plenitud de los tiempos implica una plenitud de metanoia (Mc 1,4), palabra equivalente a penitencia, conversión, arrepentimiento. «Juan el Bautista apareció en el desierto, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados» (ib.). Jesús «fue levantado por Dios a su diestra como príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y remisión de los pecados» (Hch 5,31). La predicación del Bautista y la de Jesús comienza, pues, con el mismo envite: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; =Mc 1,15).

La penitencia es igualmente el núcleo central de la predicación apostólica. Los apóstoles fueron enviados por Cristo en la ascensión «para que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). San Pablo, por ejemplo, recibe de Jesús la misión apostólica en estos términos: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18).

La penitencia es presentada como absolutamente necesaria y urgente: «Si no hiciéreis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3. 5); ya la conversión no puede postergarse (19,41s; 23,28s; Mt 11,20-24). La penitencia evangélica va a ser a un tiempo don de Dios y esfuerzo humano (Mc 10,27; Hch 2,38; 3,19.25; 8,22; 17,30; 26,20; Ap 2,21); va a ser principalmente interior, pero también exterior (Mt 6,1-18; 23,26); individual, interior y moral, pero también social, exterior y sacramental (Mt 18,18; Mc 16,16; Jn 3,5; 20, 22-23). No va a ser asunto exclusivo de la conciencia con Dios, sino algo verdaderamente eclesial, pues la Iglesia convierte a los pecadores no sólo por los sacramentos, sino también por las exhortaciones y correcciones fraternas, y sobre todo por las oraciones de súplica ante el Señor (Mt 18,15s; 2 Cor 2,8; Gál 6,1; 1 Tim 5,20; 2 Tim 2,25-26; 1 Jn 1,9; 5,16; Sant 5,16).

En la Iglesia antigua

En la predicación de los Apóstoles hay una clara conciencia de que evangelizar es anunciar a Jesús y la conversión de los pecados. En este sentido puede decirse que una predicación es evangélica en la medida en que suscita la fe en Cristo y la verdadera conversión del pecado. Así San Pablo resume su obra apostólica: «Anuncié la penitencia y la conversión a Dios por obras dignas de penitencia» (Hch 26,20; +2,38; 14,22; 17,30; 20,21; Mc 6,12; Lc 24,47).

Hay que apartarse del mal (Hch 8,22; Ap 2,22; 9,20-21;16,11) y volverse incondicionalmente a Dios (Hch 20,21; 26,20) por la fe en Cristo (20,21; Heb 6,1), abriéndose así a la gracia de Dios (Hch 11,18). La conversión es ante todo un acto del amor de Dios al hombre: «Yo reprendo y corrijo a cuantos amo: sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,19). Pero el que rechace este amor, esta gracia, y rehuse hacer penitencia, será castigado (2,21s; 9,20s; 16,9. 11).

En los Padres apostólicos la penitencia designa con frecuencia toda la vida cristiana. El pecador no puede acercarse al Santo y vivir de él, si no es por la penitencia. «Dios habita verdaderamente en nosotros, en la morada de nuestro corazón; dándonos la penitencia, nos introduce a nosotros, que estábamos esclavizados por la muerte, en el templo incorruptible» (Bernabé 16,8-9).

Así que «el que sea santo, que se acerque; el que no lo sea, que haga penitencia» (Dídaque 10,6). Y que sepa que «no hay otra penitencia fuera de aquella en que bajamos al agua y recibimos la remisión de nuestros pecados pasados» (Hermas, mandato 4,3,1). Jesucristo bendito es quien nos ha traído la verdadera penitencia; él es quien ha quitado realmente el pecado del mundo (Jn 1,29); por eso «fijemos nuestra mirada en la sangre de Cristo, y conozcamos qué preciosa es a los ojos de Dios y Padre suyo, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo» (1 Clemente 7,4).

En la teología protestante

((Enseña Lutero que la justificación es sólo por la fe, y consiguientemente el hombre trata en vano de borrar su pecado con obras penitenciales -examen de conciencia, dolor, expiación-. Todo en él es pecado. Tratando de hacer penitencia, negaría la perfecta redención que nos consiguió el Crucificado, dejaría Su gracia para apoyarse en las propias obras, en una palabra: judaizaría el genuino Evangelio. Cierto que los discípulos de Jesús hicieron penitencias, pero eso no significa sino que «en el umbral mismo de la historia neotestamentaria de la metanoia en la Iglesia antigua aparece inmediatamente el malentendido judaico» (Behm 1002/1191).))

En la doctrina católica

«Cristo es el modelo supremo de penitentes; él quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás» (Poenitemini 35). Y a los que sí somos pecadores, él quiso participarnos su espíritu de penitencia: él nos da conocimiento de nuestros pecados y de la misericordia de Dios, dolor por nuestras culpas, capacidad de expiación, y gracia para cambiar de vida. El no quiso hacer penitencia solo, sino con nosotros, que somos su cuerpo. En Cristo, con él y por él hacemos penitencia.

Y por otra parte, la penitencia cristiana es en la Iglesia, ella misma «a un tiempo santa y necesitada de purificación» (LG 8c). Es la Iglesia la que llama a los pecadores, la que -como la viuda de Naim, que lloraba su hijo muerto- intercede ante el Señor por los pecadores. Ella es la que realiza sacramentalmente la reconciliación de los pecadores con Dios, y la que, con los ángeles, se alegra de su conversión (Lc 15,10). El es la que llama siempre y a todos a la penitencia: «La Iglesia proclama a los no creyentes el mensaje de salvación, para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a los creyentes les debe predicar continuamente la fe y la penitencia» (SC 9b).

La virtud de la penitencia

Existe la virtud específica de la penitencia, que como dice San Alfonso Mª de Ligorio, «tiende a destruir el pecado, en cuanto es ofensa de Dios, por medio del dolor y de la satisfacción» (Theologia moralis VI,434; +STh III,85). Y esta virtud implica varios actos distintos, que iremos estudiando uno a uno:

La virtud de la penitencia, por tanto, constituye una virtud especial, con una serie de actos propios que la integran, y es una de las principales de la vida espiritual. En efecto, aunque el bautismo perdona los pecados, persiste en el cristiano esa inclinación al mal que se llama concupiscencia, la cual no es pecado, pero «procede del pecado y al pecado inclina» (Trento 1546: Dz 1515). En este sentido, todo cristiano es pecador, y en el ejercicio de cualquier virtud hallará una dimensión penitencial, ya que le hace volverse a Dios. Y también en este sentido, todas las virtudes cristianas son penitenciales, pues todas tienen fuerza y eficacia de conversión.

Examen de conciencia

El examen de conciencia hay que hacerlo en la fe, mirando a Dios. «Cada uno debe someter su vida a examen a la luz de a palabra de Dios» (NRP 384). El hombre -avaro, soberbio, murmurador, prepotente, perezoso-, cuanto más pecador es, menos conciencia suele tener de su pecado. Si mirase más a Dios y a su enviado Jesucristo, si recibiera más la luz de su palabra, si leyera más el evangelio y la vida de los santos, se daría mejor cuenta de su miserable situación, y la vería en relación a la misericordia divina. Por eso la liturgia del sacramento de la penitencia pide: «Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia» (NRP 84).

Santa Teresa explica esto muy bien. «A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes. Hay dos ganancias en esto: la primera, está claro que una cosa parece blanca muy blanca junto a la negra, y al contrario, la negra junto a la blanca; la segunda es porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y dispuesto para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios, y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias es mucho inconveniente. Pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí aprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y se ha de ennoblecer el entendimiento, y el propio conocimiento no hará [al hombre] ratero y cobarde» (1 Moradas 2,9-11).

Cuando el alma llega a verse iluminada en la alta oración contemplativa, «se ve claramente indignísima, porque en pieza a donde entra mucho sol no hay telaraña escondida; ve su miseria... Se le representa su vida pasada y la gran misericordia de Dios» (Vida 19,2). «Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara; si da en él, se ve que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación: antes de estar el alma en este éxtasis le parece que trae cuidado de no ofender a Dios y que, conforme a sus fuerzas, hace lo que puede; pero llegada aquí, que le da este Sol de Justicia que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría volver a cerrar... se ve toda turbia. Se acuerda del verso que dice: "¿Quién será justo delante de ti?" (Sal 142,2)» (20,28-29).

Cuando el examen de conciencia se hace mirando a Dios el pecador ve su pecado no simplemente como falla personal, sino como ofensa contra Dios. Y ve siempre su negrura en el fondo luminoso de la misericordia divina.

El examen, también, ha de hacerse en la caridad, actualizándola intensamente, pues sólo amando mucho al Señor, podrá ser advertida una falta, por mínima que sea; en la abnegación de la propia voluntad, pues ésta influye en el juicio, y en tanto permanezca asida a su mal, no nos dejará verlo como malo; en la humildad, ya que el soberbio o vanidoso es incapaz de reconocer sus pecados, es incorregible, mientras que sólo el humilde, en la medida en que lo es, está abierto a la verdad, sea cual fuere; y en la profundidad, no limitando el examen a un recuento superficial de actos malos, sino tratando de descubrir sus malas raíces, esas resistencias a la gracia que son ya habituales. Así realizado, el examen de conciencia hecho diariamente -como en el canon 664 la Iglesia establece para los religiosos- o con otra periodicidad, sobre un punto particular o en general, ayuda mucho al crecimiento espiritual.

Contrición

La contrición hay que procurarla en la caridad, mirando a Dios. Cuanto más encendido el amor a Dios, más profundo el dolor de ofenderle. Pedro, que tanto amaba a Jesús, después de ofenderle tres veces, «lloró amargamente» (Lc 22,61-62). Es voluntad clara de Dios que los pecadores lloremos nuestras culpas: «Convertíos a mí -nos dice-, en ayuno, en llanto y en gemido; rasgad vuestros corazones» (Joel 2,12-13). Es absolutamente necesaria la contrición para la conversión del pecador. Si Cristo llora por el pecado de Jerusalén (Lc 19,41-44), ¿cómo no habremos de llorar los pecadores nuestros propios pecados?

El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El concilio de Trento las define así:

«La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento [de la penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del sacramento, que en ella se incluye».

La atrición, por su parte, «se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que sólamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia» (Trento 1551: Dz 1676-1678).

((Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado. O, por ejemplo, en la preparación de la penitencia sacramental, darlo por supuesto, y centrar la atención casi exclusivamente en el examen de conciencia. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al sacramento, y en modo alguno debe omitir su actualización intensa, distraído quizá en hacer sólo el recuento de sus faltas, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlas. Pero el mayor error es que no duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso social, como ocasión de perjuicios y complicaciones. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.))

La contrición es el acto más importante de la penitencia, y por eso debemos pedirla -pedir, con la liturgia, «la gracia de llorar nuestros pecados» (orac. Santa Mónica 27-VIII)-, y debemos procurarla mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad lejos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas, conocemos qué hacemos al pecar. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.

Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo demoníaco, apasionado, oscuro, falso. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo y consciente, personal y profundo, donde más verídicamente se expresa la personalidad del cristiano. Y cuando la contrición es muy intensa, no sólamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: tras la ofensa, si en la reconciliación hubo dolor y amor sinceros, quedan más unidos que antes.

Propósito de enmienda

El propósito penitencial es un acto de esperanza, que se hace mirando a Dios. El es quien nos dice: «Vete y no peques más» (Jn 8,11), él es quien nos levanta de nuestra postración, y quien nos da su gracia para emprender una vida nueva.

((Gran tentación para el hombre es verse pecador y considerarse irremediable. Tras una larga experiencia de pecados, de impotencia para el bien, al menos para el bien más perfecto, tras no pocos años de mediocridad aparentemente inevitable, va posándose en el fondo del alma, calladamente, el convencimiento de que «no hay nada que hacer», «lo mío no tiene remedio». De este lamentable abatimiento -falta fe en la fuerza de la gracia de Dios, falta fe en la fuerza de la propia libertad asistida por la gracia- sólo puede sacarnos la virtud de la esperanza: «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; +Jer 32,27). Muchos propósitos no se cumplen, pero son muchos más los que ni se hacen.))

Los propósitos han de ser firmes, prudentes, bien pensados, sinceros, bien apoyados en Dios, y no en las propias fuerzas. Han de ser altos, audaces: «Aspirad a los más altos dones» (1 Cor 12,31). Toda otra meta sería inadecuada para el cristiano, para el hijo de Dios, que no está hecho para andar, sino para volar.

«La vida entera de un buen cristiano se reduce a un santo deseo», dice San Agustín: «Imagínate que quieres llenar un recipiente y sabes que la cantidad que vas a recibir es abundante; extiendes el saco o el odre o cualquier otro recipiente, piensas en lo que vas a verter y ves que resulta insuficiente; entonces tratas de aumentar su capacidad estirándole. Así obra Dios: haciendo esperar, amplía el deseo; al desear más, aumenta la capacidad del alma y, al aumentar su capacidad, le hace capaz de recibir más. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos colmados. En esto consiste nuestra vida: en ejercitarnos a fuerza de deseos. Pero los santos deseos se activarán en nosotros en la medida en que cortemos nuestro deseo del amor del mundo. Lo que ha de llenarse, ha de empezar por estar vacío» (SChr 75 ,230-232) .

Los propósitos no deben ser excesivamente vagos y generales, que en el fondo a nada concreto comprometen. A ciertas personas les cuesta mucho dar forma a su vida, asumir unos compromisos concretos. Les gusta andar por la vida sin un plan, sin orden ni concierto, a lo que salga, según el capricho, la gana o la circunstancia ocasional. Y esto es muy malo para la vida espiritual. Pero tampoco conviene hacer propósitos excesivamente determinados, pues «el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

El propósito, como acto intelectivo («proponer» una obra mentalmente, según la fe), responde a la naturaleza inteligente del hombre, y es conforme a su modo natural de obrar. Pero el propósito, entendido como acto volitivo («decidir»: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año, y negociaremos y lograremos buenas ganancias», Sant 4,13), aunque intente obras espirituales, en sí mismas muy buenas, puede presentar resistencias a los planes de Dios, que muchas veces no coinciden con los nuestros («no sabéis cuál será vuestra vida de mañana, pues sois humo, que aparece un momento y al punto se disipa», 4,14). Otra cosa es si el propósito, aun siendo volitivo, es claramente hipotético, condicionado absolutamente a lo que Dios quiera y disponga («En vez de esto debíais decir: Si el Señor quiere y vivimos, haremos esto o aquello», 4,15).

Y es que el cristiano carnal quiere vivir apoyándose en sí mismo, controlando su vida espiritual, andando con mapa, por un camino claro y previsible. Y muchas veces Dios dispone que sus hijos vayan de su mano sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia, lo que implica un no pequeño despojamiento personal.

Expiación

La necesidad de expiar por el pecado ha sido siempre comprendida por la conciencia religiosa de la humanidad. Pero aún ha sido mejor comprendida por los cristianos, con sólamente mirar a Cristo en la cruz. ¿Dejaremos que él solo, siendo inocente, expíe por nuestros pecados o nos uniremos con él por la expiación? El hijo pródigo, cuando vuelve con su padre, quiere ser tratado como un jornalero más (Lc 15,18-19), y Zaqueo, al convertirse, da la mitad de su bienes a los pobres, y devuelve el cuádruplo de lo que a algunos hubiera defraudado (19,8). Está claro: hay espíritu de expiación en la medida en que hay dolor por el pecado cometido. Hay deseo de suplir en la propia carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) en la medida en que hay amor a Jesús crucificado.

Por eso la devoción al Corazón de Jesús, al centrarse en la contemplación del amor que nos ha tenido el Crucificado, y en la respuesta de amor que le debemos, necesariamente se centra también en la espiritualidad de la expiación, de la reparación y el desagravio. No se trata, pues, de una moda espiritual piadosa, que pueda ser olvidada por la Iglesia Esposa, ya que ésta encuentra en ella el cumplimiento perfecto de su propia vocación.

Es un gran honor poder expiar por el pecado. Un niño, un loco, no pueden satisfacer (satisfacere, hacer lo bastante, reparar, expiar) por sus culpas: a éstos se les perdona sin más. Pero la maravilla del amor de Dios hacia nosotros es que nos ha concedido la gracia de poder expiar con Cristo por nuestros pecados y por los de toda la humanidad. Por supuesto que nuestra expiación de nada valdría si no se diera en conexión con la de Cristo. Pero hecha en unión a éste, tiene valor cierto, y nos configura a él en su pasión. Como dice Trento: «Al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo (Rm 5,10; 1 Jn 2,1s), «y de quien viene toda nuestra suficiencia» (2 Cor 3,5). Verdaderamente, no es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados tal que no sea por medio de Cristo Jesús, en el que satisfacemos «haciendo frutos dignos de penitencia» (Lc 3,8), que de él tienen su fuerza, por él son ofrecidos al Padre, y por medio de él son aceptados por el Padre» (Dz 1692).

-La expiación es castigo. En todo pecado hay una culpa que le hace merecer al pecador dos penalidades: una pena ontológica (se emborrachó, y al día siguiente se sintió enfermo), y una pena jurídica (se emborrachó, y al día siguiente perdió su empleo). Los cristianos al pecar contraemos muchas culpas, nos atraemos muchas penalidades ontológicas, y nos hacemos deudores de no pocas penas jurídicas o castigos, que nos vendrán impuestas por Dios, por el confesor, por el prójimo o por nosotros mismos.

El bautismo quita del hombre toda culpa y toda pena temporal o eterna. Quita también la pena jurídica por completo, pero no necesariamente la pena ontológica (un borracho, bautizado, sigue con su dolencia hepática). Ahora bien, la penitencia, incluso la sacramental, borra del cristiano toda culpa, pero no necesariamente toda pena, ontológica o jurídica (STh III,67, 3 ad 3m; 69,10 ad 3m; 86,4 in c.et ad 3m). Por eso el ministro de la penitencia debe imponer al penitente una expiación, un castigo. Y por eso es bueno también que el mismo cristiano expíe, imponiéndose penas por sus pecados y los del mundo.

Santo Tomás enseña que «aunque a Dios, por parte suya, nada podemos quitarle, sin embargo el pecador, en cuanto está de su parte, algo le sustrajo al pecar. Por eso, para llevar a cabo la compensación, conviene que la satisfacción quite al pecador algo que ceda en honor de Dios. Ahora bien, la obra buena, por serlo, nada quita al sujeto que la hace, sino que más bien le perfecciona. Por tanto no puede realizarse tal substracción por medio de una obra buena a no ser que sea penal. Y por consiguiente para que una obra sea satisfactoria, es preciso que sea buena, para que honre a Dios, y que sea penal, para que algo se le quite al pecador» (STh Sppl. 15,1).

-La expiación es medicina.La contrición quita la culpa, pero la satisfacción expiatoria ha de sanar las huellas morbosas que el pecado dejó en la persona. Esta función de la penitencia tiene una gran importancia para la vida espiritual. En efecto, por medio de actos buenos penales la expiación tiene un doble efecto medicinal: 1.-sana el hábito malo, con su mala inclinación, que se vio reforzado por los pecados, y 2.-corrige aquellas circunstancias y ocasiones exteriores proclives al mal que en la vida del pecador se fueron cristalizando como efecto de sus culpas. En una palabra, la expiación ataca las raíces mismas que producen el amargo fruto del pecado (STh Sppl. 12,3 ad 1m; +III,86, 4 ad 3m). Y adviértase aquí que la misma contrición tiene virtud de expiar, pues rompe dolorosamente el corazón culpable.

La perfecta conversión del hombre requiere todos los actos propios de la penitencia. No basta, por ejemplo, que el borracho reconozca su culpa, tenga dolor de corazón por ella, y propósito de no emborracharse otra vez. La conversión (la liberación) completa de su pecado exige además que expíe por él con adecuadas obras buenas y penales (por ejemplo, dejando en absoluto de beber en Cuaresma), que le sirvan de castigo y también de medicina. Sólo así podrá destruir en sí mismo el pecado y las consecuencias dejadas por el pecado. Dicho de otro modo: Cristo salva a los pecadores de sus pecados no sólamente por el reconocimiento del mismo, por la contrición y el propósito, sino también dándoles la gracia de la expiación penitencial. Por lo demás, notemos que en cualquier vicio arraigado, por ejemplo, en el que bebe en exceso, no es posible pasar del abuso al uso, sino a través de una abstinencia más o menos completa.

El cristiano es sacerdote en Cristo, y por serlo está destinado a expiar por los pecados, no sólamente por los suyos, sino por los de todo el mundo. En efecto, Jesucristo es a un tiempo sacerdote y víctima, y en la cruz ofreció su vida «por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Y el cristiano, al participar de Cristo en todo, participa ciertamente de este sacerdocio victimal (LG 10,34), «completando» con la expiación de su propia sangre lo que falta a la pasión de Cristo para la salvación de su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24).

Pío XII decía: Es preciso que «todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el Sacrificio Eucarístico; y eso de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, y ofrezcan con él aquel sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan también a sí mismos. Jesucristo, en verdad, es sacerdote... y es víctima... Pues bien, aquello del Apóstol, «tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5), exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias; exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, en fin, que todos nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz junto con Jesucristo, de modo que podamos decir como S.Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo» (Gál 2,19)» (enc. Mediator Dei 20-XI-1947, 22).

¿Cuáles son los modos fundamentales de participar de la pasión de Cristo, y de expiar con él por los pecados? El modo fundamental, desde luego, es la participación en la eucaristía. Pero además de ello, hay tres vías fundamentales: las penas de la vida, las penas sacramentales impuestas por el confesor, y las penas procuradas por la mortificación. Así lo enseña Trento: «Es tan grande la largueza de la munificencia divina que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para castigar el pecado [penas de mortificación] o por las penas impuestas a juicio del sacerdote según la medida de la culpa [penas sacramentales], sino que también -lo que es máxima prueba de su amor- por los azotes temporales que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente [penas de la vida]» (Dz 1693; +1713).

Penas de la vida

El cristiano participa de la cruz de Cristo aceptando las penas de la vida, enfermedad, sufrimientos morales, decadencia psíquica y física, problemas económicos, fatiga, prisa, trabajo duro, convivencia difícil, inseguridad, ignorancia, impotencia, muerte. Las penas de la vida son las más permanentes, desde la cuna hasta el sepulcro; las más dolorosas, mayores sin duda que cualquier penalidad asumida por iniciativa propia; las más humillantes, las que con elocuencia más implacable nos muestran nuestra condición inerme de criaturas; las más providenciales, pues son inmediatamente regidas por el amor de Dios; las más voluntarias, aunque pueda parecer otra cosa, pues su aceptación las hace realmente nuestras, y requiere actos muy intensos de la voluntad; y en fin, las más universales, ya que todos los hombres, conozcan o no a Jesucristo, todos las llevan de uno u otro modo sobre sus hombros.

Hay grados muy diversos en la aceptación de la cruz. Pues bien, dice el Vaticano II, «recuerden todos que con el culto público y con la oración, con la penitencia y la libre aceptación de los trabajos y desgracias de la vida, con la que se asemejan a Cristo paciente (2 Cor 4,10; Col 1,24), pueden llegarse a todos los hombres y ayudar a la salvación del mundo» (AG 16g).

Así como veneramos la cruz de Cristo, la besamos y ponemos en ella la esperanza de nuestra salvación, veneremos nuestra cruz, y conozcamos bien la virtualidad santificante que tiene para nosotros y para el mundo. Sepamos que la cruz nuestra es cruz de Cristo, pues somos sus miembros. Veamos en cada sufrimiento un peldaño en la escala ascendente hacia el cielo. Oremos y esforcémonos por aceptar y ofrecer todos y cada uno de nuestros sufrimientos.

La fe nos da aceptación y paciencia ante el dolor, nos hace ver que tendríamos que sufrir mucho más, y que el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). La esperanza nos hace sufrir con buen ánimo (Rm 8,18; 2 Cor 4,17-18). Y la caridad nos da a conocer la alegría de compartir la cruz con Cristo (Hch 5,41; Gál 6,14; Col 1,24; 1 Tes 1,6; 1 Pe 4,13).

((Algunos piensan que las penas impuestas, no pueden ser voluntarias ni meritorias. Ven, por ejemplo, el mérito de un ayuno voluntario, pero no ven el posible valor de cruz de una pobreza obligada. Es un error muy grave. Identifican la acción libre, voluntaria, con la acción espontánea, realizada por propia iniciativa. Dejan así sin explotar la mina preciosísima de los sufrimientos diarios, como si fueran materia sin valor. Olvidan que la cruz de Cristo fue una pena de la vida, una pena impuesta, no espontáneamente decidida por él, sino aceptada con un acto absoluta y máximamente voluntario (Jn 10,17-18; 14,31).

Algunos temen que la aceptación del dolor les lleve a una pasividad cobarde y estéril, y así justifican indirectamente la rebeldía contra la providencia de Dios, como si los males se vencieran mejor desde la amargura. El cristiano tiene en las penas la paz de la aceptación, y con paz y buen ánimo trabaja por superarlas. No hay en ello contradicción alguna: un enfermo, por ejemplo, con el buen ánimo de la aceptación, debe tratar de curarse. Y con buen ánimo se curará antes.

Otros, más o menos conscientemente, ven el sufrimiento como un mal absoluto, contra el cual todo es lícito: cualquier medio -el aborto o el divorcio, el terrorismo, la guerra o la huelga salvaje- todo es lícito si, al menos a corto plazo, muestra alguna eficacia para neutralizar la cruz. Esta es una atroz negación del Evangelio. «Nunca hagamos el mal para que venga el bien», aunque venga sobre nosotros ignominia, ruina o muerte, sino venzamos «el mal con el bien» (Rm 3,8; 12,21).

En fin, otros hay que aceptan las penas limpias, pero no las sucias; es decir, están dispuestos a aceptar aquellas penas que no proceden de culpa humana -una sequía, un terremoto-, pero se sienten autorizados a rebelarse contra las que vienen de pecados -injusticias, calumnias, egoísmos-. Así, el mismo que puede dormir con el ruido de la calle, queda insomne por el ruido de la casa, aunque sea menor, porque éste le indigna y le subleva, aquél no. La misma mujer que sufre con paciencia que su hermana no pueda ayudarle porque se ha puesto enferma, se desespera si ésta no le ayuda por pereza e irresponsabilidad. Pues bien, todos los sufrimientos de la vida deben ser cristianamente aceptados como cruz que son de Cristo -nuestra cruz es su cruz (Mt 25,42-45; Hch 9,1-5)-. Toda cruz, limpia o sucia, debe ser tomada cada día, para seguir a Jesús (Lc 9,23; 14,27), cuya cruz fue la más sucia de todas. Ninguna cruz, como aquella del Calvario, procede de tantas y tan terribles culpas.))

Penas sacramentales

El acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento «hace participar de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos» (Poenitemini 42).

Por eso el confesor, al imponer la penitencia, añade: «La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados y premio de vida eterna» (NRP 104). Todo ello nos indica que las penitencias sacramentales, bien aplicadas, pueden tener un influjo sumamente benéfico sobre la vida espiritual del cristiano.

En efecto, «el objeto y la cuantía de la satisfacción deben acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo renueve la vida» (NRP 6; +Trento 1551: Dz 1692). En la práctica, la aplicación de esta norma resulta difícil, sobre todo cuando el confesor no conoce personalmente a los penitentes, que es lo más frecuente: teme que una penitencia severa, enérgicamente medicinal, pueda resultar inconveniente o suscitar una reacción negativa. Por otra parte, los que necesitarían penitencias más graves suelen ser los menos capaces de asumirlas, y los que están más dispuestos, los que menos las merecen. Por eso el Episcopado Español propone que la obra penitencial expiatoria, «sin quitar nada al valor de ser impuesta por el ministro, pueda ser sugerida por el penitente o considerada por ambos» (Orientaciones 65, anexas a NRP). De este modo, además, las mortificaciones privadas pueden ser elevadas a la dignidad y eficacia de las penas sacramentales, que tienen especial fuerza para unir a la pasión de Cristo.

((A veces las penas sacramentales son meramente simbólicas, no hay proporción alguna entre la culpa y la pena, ni ésta tiene especial condición medicinal, todo lo cual contraría la voluntad de la Iglesia. Esta deficiencia está justificada cuando median circunstancias pastorales como las que aludíamos; pero es injustificable cuando procede de una falta de fe en el valor espiritual de la expiación. En este sentido, las levísimas, casi inexistentes, penas que en nuestra época se imponen en el sacramento de la penitencia, contrastan notablemente con el peso y la fuerza medicinal de las penitencias aplicadas en la antigüedad, en la edad media, en el renacimiento o hasta hace no mucho. Esto hace pensar que la espiritualidad cristiana actual padece un déficit grave en la captación del misterio de la cruz y de la expiación cristiana por el pecado.))

Penas procuradas (mortificación)

Finalmente, el cristiano expía con Cristo por los pecados asumiendo por iniciativa propia ciertas penalidades, que afligen alma o cuerpo, es decir, «con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (Poenitemini 59). El Magisterio eclesial sobre el culto al Corazón de Jesús ha expresado en nuestro tiempo con especial fuerza esta necesidad de la mortificación voluntaria. Sin duda, «entregarse por completo a la voluntad de Dios» y «tolerar con paciencia las penalidades que sobrevinieren» lleva en sí la penitencia fundamental; pero es preciso además «castigarse espontáneamente» (Pío XI, enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20,1928, 176). Y esa multiforme expiación espontánea implicará por ejemplo, entre otras cosas, «mortificaciones externas del cuerpo», «abstenerse, aunque cueste, de cosas agradables», «de los espectáculos, de los juegos públicos y de las delicias del cuerpo, aun de las lícitas» (enc. Caritate Christi: AAS 24,1932, 189-193).

Ésta ha sido siempre, por otra parte, la doctrina de la Iglesia. San Agustín decía: «El pecado no puede quedar impune, no debe quedar impune, no conviene, no es justo. Por tanto, si no debe quedar impune, castígalo tú, no seas tú castigado por él» (ML 38,139). Es la doctrina de Trento (Dz 1713), la de Juan XXIII en la encíclica Pænitentiam agere (1-VII-1962), la del concilio Vaticano II sobre los laicos (SC 105a; 110a; OT 2e; AG 36c) y especialmente sobre sacerdotes y religiosos (CO 33b; PO 12, 13, 16, 17; PC 7, 12b; AG 24, 40b). Y es también la enseñanza espiritual de la Liturgia de la Iglesia, cuando, por ejemplo, en los prefacios cuaresmales, nos habla del «ayuno corporal» o de las «privaciones voluntarias».

((La impugnación doctrinal de la mortificación voluntaria, hoy no infrecuente, apenas fue conocida en la antigüedad, puede decirse que comenzó en Lutero, y en el s.XVII la continuó también, bajo otras premisas muy diversas, Miguel de Molinos: «La cruz voluntaria de las mortificaciones es una carga pesada e infructuosa, y por tanto hay que abandonarla» (Dz 2238). Trento condenó el error de los que dicen que «en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es sólamente la nueva vida» (1713).

Otros hay que sólamente impugnan la mortificación corporal, como si ésta implicara un dualismo antropológico hostil al cuerpo. Quienes así piensan son, precisamente, los que en realidad se ven afectados de una mala antropología dualista, como si el hombre fuera el alma, y el cuerpo algo ajeno y accidental, que no se hubiera visto implicado en el pecado ni en sus consecuencias. «La verdadera penitencia -dice Pablo VI con más verdad- no puede prescindir en ninguna época de la ascesis física; todo nuestro ser, cuerpo y alma, debe participar activamente en este acto religioso. Este ejercicio de mortificación del cuerpo -ajeno a cualquier forma de estoicismo- no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario», considera al cuerpo unido al alma, y no como objeto extraño a ésta (Poenitemini 46-48).))

Por otra parte, Jesucristo y todos los santos se han mortificado con penas voluntarias. Cristo, al comienzo de su vida pública, se retiró al desierto cuarenta días, en oración y ayuno total (Mt 4,1-2; como lo hizo Moisés, Dt 9,18). Y el Espíritu de Jesús ha iluminado y movido a todos los santos para que hicieran mortificaciones voluntarias, a veces durísimas. Santa Teresa comenzó a mortificarse con mucho miedo, pensando que «todo nos ha de matar y quitar la salud. Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada y sin valer nada. Vi claro que en muchas [cosas], aunque yo de hecho soy harto enferma, era tentación del demonio o flojedad mía; y que después que no estoy tan mirada y regalada, tengo mucha más salud» (Vida 13,7). Así, con grandes expiaciones penitenciales, han querido siempre vivir los santos, bien unidos a la cruz de Cristo. Y así han querido morir: San Pedro de Alcántara murió de rodillas, según nos cuenta la misma Santa (27,16-20), como también San Juan de Dios. Y San Francisco de Asís quiso morir desnudo, postrado en tierra (Celano, II Vida 217). En fin, no acabaríamos si hiciéramos memoria de las penitencias de los santos cristianos. Y probablemente nuestros relatos no serían suficientes para persuadir a quienes se atreven a pensar que todos los santos estaban equivocados.

El Código de Derecho Canónico reciente afirma que «todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad, y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia» (c. 1249).

La Conferencia Episcopal Española (7-VII-1984) precisó: «A tenor del canon 1253, se retiene la práctica penitencial tradicional de los viernes del año, consistente en la abstinencia de carnes; pero puede ser sustituida, según la libre voluntad de los fieles, por cualquiera de las siguientes prácticas recomendadas por la Iglesia: lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Santa Misa, rezo del rosario, etc.) y mortificaciones corporales. En cuanto al ayuno, que ha de guardarse el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, consiste en no hacer sino una sola comida al día; pero no se prohibe tomar algo de alimento a la mañana y a la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos» (DP 1984, 219).

Oración, ayuno y limosna

La Iglesia ha visto siempre «en la tríada tradicional oración-ayuno-caridad la formas fundamental para cumplir con el precepto divino de la penitencia» (Poenitemini 60). Es doctrina clásica, enseñada en el Catecismo de la Iglesia (1434-1435; +2443-2449)-

Y es una convicción expresada bellamente en la oración de la liturgia: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que nos otorgas remedio para nuestros pecados por medio del ayuno, la oración y la limosna, mira con amor a tu pueblo penitente, y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (or. 3 dom. cuaresma). Precisamente, nuestro Señor Jesucristo enseñó en el sermón del monte, corazón de su evangelio, cómo hay que orar, ayunar y hacer limosna (Mt 6,1-18).

La sagrada Escritura siempre enseñó el valor penitencial de la ascética triada: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; +Jdt 8,5-6; Dan 10,3; Lc 2,37; 3,11). Jesucristo, en el desierto, confirma esta tradición ascética (Mc 1,13; +Ex 24,18), y la enseñó, como hemos visto, en el sermón del monte. En la Iglesia antigua, de hecho, oraciones, ayunos y limosnas vienen a formar el marco fundamental de la vida evangélica (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2. 4. 31; 13,2-3; 14,23; 1 Cor 9,25-27; 2 Cor 6,5; 11,27).

Los Padres apostólicos exhortan igualmente a los fieles para que desarrollen sus vidas en esa tríada penitencial que hace posible al hombre la verdadera metanoia (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comparación 5,3; +San Justino, I Apología 61,2).

La enseñanza de los Padres de la Iglesia se muestra de modo excelente en este texto de San León Magno: «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas, según hemos recibido. Pues por la oración se busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne, por las limosnas se perdonan los pecados (Dan 4,24). Al mismo tiempo, por todas estas cosas se restaura en nosotros la imagen de Dios, si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación, y si constantemente procuramos la sustentación del prójimo. Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de Dios y nos hace inseparables del Espíritu Santo. Porque en las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la benignidad» (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4: BAC 291, 1969, 48; +,1; Hom. 10ª cuaresma; San Juan Crisóstomo: PG 51,300).

Padres y concilios organizaron la vida del pueblo cristiano con oraciones (las Horas), ayunos (días penitenciales) y limosnas (diezmos y primicias), considerando que ese triple ejercicio establece el espacio espiritual más favorable para el crecimiento de la vida en Cristo. Juan Pablo II hace notar que «oración, limosna y ayuno han de ser comprendidos profundamente. No se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-III-1979; +21-III-1979).

El ayuno es restricción del consumo del mundo, es privación del mal, y también privación del bien, en honor de Dios. Hay que ayunar de comida, de gastos, de viajes, de vestidos, lecturas, noticias, relaciones, espectáculos, actividad sexual (1 Cor 7,5), de todo lo que es ávido consumo del mundo visible, moderando, reduciendo, simplificando, seleccionando bien. La vida cristiana es, en el más estricto sentido de la palabra, una vida elegante, es decir, que elige siempre y en todo; lo contrario, justamente, de una vida masificada y automática, en la que las necesidades, muchas veces falsas, y las pautas conductuales, muchas veces malas, son impuestas por el ambiente. Es únicamente en esta vida elegante del ayuno donde puede desarrollarse en plenitud la pobreza evangélica.

La oración hace que el hombre, liberado por el ayuno de una inmersión excesiva en el mundo, se vuelva a Dios, le mire y contemple, le escuche y le hable, lea sus palabras y las medite, se una con él sacramentalmente. Pero sin ayuno no es posible la oración; es el ayuno del mundo lo que hace posible el vuelo de la oración. Y sin oración, sin amistad con el Invisible, no es psicológica ni moralmente posible reducir el consumo de lo visible. Es la oración la que posibilita el ayuno y lo hace fácil.

La limosna, finalmente, hace que el cristiano se vuelva al prójimo, le conozca, le ame, le escuche, y le preste ayuda, consejo, presencia, dinero, casa, compañía, afecto. Pero difícilmente está el hombre disponible para el prójimo si no está libre del mundo y encendido en Dios. El cristiano sin oración, cebado en el consumo de criaturas, no está libre ni para Dios por el ayuno, ni para los hombres por la limosna. Está preso, está perdido, está muerto.

Ya se ve, según esto, cómo oración, ayuno y limosna se posibilitan y exigen mutuamente, forman un triángulo perfecto, que abarca la vida del cristiano en todas sus dimensiones. Estos son los tres consejos evangélicos más adecuados para fomentar la vida de perfección en los laicos consagrados sólamente por el bautismo.

Por la triada penitencial se produce la conversión perfecta del hombre a Dios y la completa expiación por los pecados. San Pedro Crisólogo decía: «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (ML 52,320). Con razones profundas explica Santo Tomás la conversión del pecador a Dios por esta triple vía: «La satisfacción por el pecado debe ser tal que por ella nos privemos de algo en honor de Dios. Ahora bien, nosotros no tenemos sino tres clases de bienes: bienes de alma, bienes de cuerpo, y bienes de fortuna o exteriores. Nos privamos de los bienes de fortuna por la limosna; de los bienes del cuerpo por el ayuno; en cuanto a los bienes del alma no conviene que nos privemos de ellos ni en cuanto a su esencia, ni disminuyéndolos en cantidad, ya que por ellos nos hacemos gratos a Dios; lo que debemos hacer es entregarlos totalmente a Dios, y esto se hace por la oración» (STh Sppl 15,3).

La penitencia hoy

En una alocución notable, Pablo VI, comentando la ley renovada de la penitencia, decía: «No podremos menos de confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta, pues constituye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza, nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en general falta la persuasión [de su necesidad]. ¿Por qué razón hemos de entristecer nuestra vida cuando ya está llena de desventuras y dificultades? ¿Por qué, pues, hemos de imponernos algún sufrimiento voluntario añadiéndolo a los muchos ya existentes?... Acaso inconscientemente vive uno tan inmerso en un naturalismo, en una simpatía con la vida material, que hacer penitencia resulta incomprensible, además de molesto» (28-II-1968. El diagnóstico es muy grave, porque sin la penitencia queda distorsionada gravemente toda la espiritualidad cristiana, hasta quedar irreconocible. ¿No estará aquí la enfermedad más grave del cristianismo actual?

López Ibor, analizando El dolor en el mundo moderno, en su obra El descubrimiento de la intimidad, afirma que «la apetencia del hombre moderno es la de ser dichoso, buscando la dicha en la evitación del dolor y no en la profundización de su existencia» (Madrid, Aguilar 1958,260). Y en la misma línea, Buytendijk (22) observa que «el hombre moderno se irrita contra muchas cosas que antes admitía serenamente. Se indigna contra la vejez, contra la enfermedad larga, contra la muerte, pero desde luego contra el dolor. El dolor no debe existir... Se ha originado una algofobia que en su desmesura se ha convertido incluso en una plaga y tiene por consecuencia una pusilanimidad que acaba por imprimir su sello a toda la vida».

Por lo que se refiere a nuestra sagrada tríada, bien sabemos hasta qué punto la sociedad actual dificulta el ayuno, estimulando sin cesar al hombre a un consumo de criaturas cada vez más avido y cuantioso; cómo dificulta la oración, alejando de Dios el mundo secular, captando la atención del hombre de mil maneras, distrayéndole de Dios, y haciéndole gastarse en un activismo vacío; y cómo dificulta la limosna, al haber cegado sus fuentes, que son la oración y el ayuno.

Pues bien, «si alguno tiene oídos, que oiga» (Mc 4,23). Esta es la palabra de Jesús: «Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y amplio el camino que llevan a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué angosta es la puerta y que estrecho el camino que llevan a la vida! Y qué pocos dan con ellos» (Mt 7,13-14).

No ha cambiado el Señor de idea. La liberación de los cristianos quiere hacerla hoy Jesucristo, como siempre, por el camino de la penitencia, en oración, ayuno y caridad. No hay otro camino para salir de Egipto, atravesar el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. No hay otra salida para los cristianos empantanados en el mundo. Es la de siempre: «Si no hiciéreis penitencia, todos igualmente moriréis» (Lc 13,3. 5).

3. El Demonio

AA.VV., Satan, Etudes carmélitaines, Desclée de B. 1948; AA.VV., Démon, DSp III (1957) 141-238; AA.VV., arts. sobre El Diablo y la espiritualidad, «Rev. de Espiritualidad» 44 (1985) 185-336; C. Balducci, La posesión diabólica, Barcelona, Mtz. Roca 1976; A. Cini Tassinario, II Diavolo secondo l’insegnamento recente della Chiesa, Roma, Diss. Pont. Ateneo Antonianum 1984; W. Foerster, daimon, KITTEL II,1-21/II,741-792; M. García Cordero, El ministerio de los ángeles en los escritos del N. T., «Ciencia Tomista» 118 (1991) 3-40; Los espíritus maléficos en los escritos del N. T., ib. 119 (1992) 209-249; H. Haag, El diablo, su existencia como problema, Barcelona, Herder 1978; W. Kaspers-K. Lehmann, Diavolo-Demoni-Possessione, Brescia, Queriniana 1983; J. V. Rodríguez, La imagen del diablo en la vida y escritos de S. Juan de la Cruz, «Rev. Espiritualidad» 44 (1985) 301-336; J. A. Sayés, El demonio ¿realidad o mito?, Madrid, San Pablo 1997; C. Spicq, El diablo en la revelación del NT, «Communio» 1 (1979) 30-38; C. Vagaggini, Teología de la liturgia, BAC 181 (1965) 342-423.

Véase también estudio encargado por S. C. Doctrina de la Fe, Fe y demonología, «L’Osservatore Romano» 29-VI-1975 = «Ecclesia» 35 (1975) 1057-1065; Pablo VI, 29-VI y 15-XI-1972;23-II-1977; Juan Pablo II, 13 y 20-VIII-1986: DP 1986, 166, 170.

Catecismo enseña la fe en los ángeles (328-336) y en los demonios (391-395), y ve en el Maligno el enemigo principal de la vida cristiana (2850-2854).

El origen del mal

¿Cómo es posible el mal en la creación de Dios, tan buena y armoniosa? Aquí y allá, con desconcertante frecuencia, dice Pablo VI, «encontramos el pecado, que es perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, y que es además ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el demonio. El mal no es sólamente una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misterio y pavorosa... Y se trata no de un solo demonio, sino de muchos, como diversos pasajes evangélicos nos lo indican: todo un mundo misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco» (15-XI-1972).

Sin embargo, aunque no sabemos muchos, debemos hablar del demonio según lo que nos ha sido revelado, debemos denunciar sin temor a nada su existencia y su acción. Como decía San Juan Crisóstomo, «no es para mí ningún placer hablaros del demonio, pero la doctrina que este tema me sugiere será para vosotros muy útil» (MG 49,258).

El Diablo en el Antiguo Testamento

Aunque en forma imprecisa todavía, los libros antiguos de la Biblia conocen al Demonio y disciernen su acción maligna. Es la Serpiente que engaña y seduce a Adán y Eva (Gén 3). Es Satán (en hebreo, adversario, acusador) el ser viviente enemigo del hombre, que tienta a Job (1,6-2,7) y acusa al sumo sacerdote Josué (Zac 3). Es el espíritu maligno que se alzó contra Israel y su rey David, inspirando proyectos malos (1 Crón 21,1). Es «el espíritu de mentira» que levanta falsos profetas (1 Re 22,21-23).

El Demonio es el gran ángel caído que, no pudiendo nada contra Dios, embiste contra la creación visible, contra su jefe, el hombre, buscando que toda criatura se rebele contra el Señor del cielo y de la tierra. La historia humana es el eco de aquella inmensa «batalla en el cielo», cuando Miguel con sus ángeles venció al Demonio y a los suyos (Ap 12,7-9). Y por eso hay en la historia humana una sombra continua pavorosa, pues por esta «envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 2,24).

El Diablo en el Nuevo Testamento

La lucha entre Cristo y Satanás es tema central del Evangelio y de las cartas apostólicas. El Nuevo Testamento da sobre el Demonio una revelación mucho más clara y cierta que la que había en el Antiguo. El evangelio relata la vida pública del Salvador comenzando por su encontronazo con el Diablo: «fue llevado Jesús por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1-11). Así se inicia y manifiesta su misión pública entre los hombres.

De un lado está Satanás, príncipe de un reino tenebroso, formado por muchos ángeles malos (Mt 24,41; Lc 11,18) y hombres pecadores (Ef 2,2). El Diablo (diabolos, el destructor, engañador, calumniador), el Demonio (daimon, potencia sobrehumana, espíritu maligno), tiene un poder inmenso: «el mundo entero está puesto bajo el Maligno» (1 Jn 5,19; +Ap 13,1-8). El «Príncipe de los demonios» (Mt 9,34), «Príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14, 30; 16,11), más aún, «dios de este mundo» (2 Cor 4,4; +Ef 2,2), forma un reino opuesto al reino de Dios (Mt 12,26; Hch 26,18), y súbditos suyos son los pecadores: «Quien comete pecado ése es del Diablo» (1 Jn 3,8; +Rm 6,16; 2 Pe 2,19).

Así pues, con el orgullo de este poder, Satanás le muestra con arrogancia a Jesús «todos los reinos y la gloria de ellos», y le tienta sin rodeos: «Todo esto te daré si postrándote me adoras». Satanás, en efecto, puede «dar el mundo» a quien -por pecado, mentira, riqueza- le adore: lo vemos cada día. Tres asaltos hace contra Jesús, y en los tres intenta «convertir a Jesús al mesianismo temporal y político del judaísmo contemporáneo, compartido en gran parte por los Apóstoles hasta la iluminación interior de Pentecostés» (Spicq 31). Satán tienta realmente a Jesús (Heb 2,18; 4,15), ofreciéndole una liberación de la humanidad «sin efusión de sangre» (9,22). La misma tentación habrían de sufrir después, a través de los siglos, sus discípulos: «He aquí por qué Jesús tuvo que revelar por sí mismo a sus Apóstoles este primer ataque del Diablo, que no es una ficción didáctica, sino una realidad histórica» (Spicq 31).

Del otro lado está Jesús, dándonos en el austero marco del desierto la muestra primera de su poder formidable. Ahí, desde el principio de la vida pública, se ve que «el Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del Diablo» (1 Jn 3,8), y se hace patente que el Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30), porque en él no hay pecado (8,46; Heb 4,15). Este primer enfrentamiento termina cuando Jesús le impera «Apártate, Satanás». Lo echa fuera como a un perro.

Lucha entre los cristianos y Satanás. -«El Diablo, desde esta primera aparición en el ministerio de Jesús, es considerado como el tentador por excelencia, exactamente como lo había sido en figura de serpiente, engañando a Eva con su astucia (Gén 3,1s; +2 Cor 11,3; 1 Tim 2,14), y como seguirá haciéndolo con los discípulos del Salvador (1 Cor 7,5; Ap 2,10). Siempre se esforzará por «descarriar» a los fieles, en sustraerlos del Señorío de Cristo para arrastrarlos consigo (1 Tim 5,15). Su arma siempre es la misma, la que ha empleado respecto a Jesús: la astucia (2 Cor 2,11). Es un mentiroso (Jn 8,44; +Ap 2,9;3,9), que adquiere las mejores apariencias para seducir a sus víctimas. Lobo con piel de oveja (Mt 7,15), este ángel de las tinieblas va incluso a disimularse como ángel de luz (2 Cor 11,14). He aquí por qué su actividad es constantemente señalada como engañosa y de extravío para las naciones o la tierra entera (Ap 12,9; 20,3. 8. 10). Por estas razones, se opone tan radicalmente como la noche al día (2 Cor 6,14-15; Jn 8,44) a Cristo, que es la Verdad (Jn 14,6; 18,37; 2 Cor 11,10) y la Luz (Mt 4,16; Jn 1,4.9; 8,12; 9,5; 12,46)» (Spicq 32).

En este sentido, la victoria cristiana sobre el Demonio es una victoria de la verdad sobre el error y la mentira. La redención cristiana es siempre una «santificación en la verdad» (Jn 17,17). Por eso Juan Pablo II, comentando las palabras de Jesús sobre la acción engañadora del Demonio (+Gén 3,4; Jn 8,31-47), dice: «Los que eran esclavos del pecado, porque se encontraban bajo el influjo del padre de la mentira, son liberados mediante la participación de la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios ellos mismos alcanzan «la libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21)» (3-VIII-1988). Por eso para los demonios, que ostentan «el poder de las tinieblas» (Lc 22,53), nada hay tan temible con la acción iluminadora de los que evangelizan, nada temen tanto como «la espada de la Palabra de Dios» (Ef 6,17).

En efecto, ante el embate del poder apostólico de la verdad, los demonios, sostenidos en la mentira del mundo, caen vergonzosamente de sus tronos. Por eso los setenta y dos discípulos vuelven alegres de su misión: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El les dijo: Yo estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,17-18). «Con estas palabras -comenta Juan Pablo II- el Señor afirma que el anuncio del reino de Dios es siempre una victoria sobre el diablo, pero al mismo tiempo revela también que la edificación del reino está continuamente expuesta a las insidias del espíritu del mal» (13-VIII-1986). Si el reino de Cristo avanza, el de Satanás retrocede. El es «el enemigo» que siembra la cizaña (Mt 13,25), el pájaro maléfico que arrebata lo sembrado por Dios en el corazón del hombre (Mc 4,15). Pero los apóstoles reciben de Cristo grandes poderes contra él (Lc 10,19). Por eso Satanás combate especialmente a los apóstoles de Jesús (Lc 22,31-32). Logra a veces «entrar» en un apóstol, lo que para él es gran victoria (22,3; Jn 13,2. 27; +6,70-71). Pero el Colegio apostólico, como tal, es una roca, sobre la cual se fundamenta la Iglesia, que resistirá hasta el fin los ataques del infierno (Mt 16,18).

Los influjos diabólicos. -Del Demonio viene el pecado, y por éste trae sobre los hombres la enfermedad, que no siempre es influjo diabólico (Jn 9,2-3), pero a veces sí (Lc 13,16; +2 Cor 12,7); y también por el pecado, consigue el Demonio que «entre la muerte en el mundo» (Sab 2,24). Por eso Cristo acepta la cruz, «para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al Diablo» (Heb 2,14; +Jn 8,44). Tan grande es el poder del Maligno entre los hombres que llega a veces a la posesión corporal de algunos de ellos.

Hoy se admite generalmente que los relatos de expulsión de demonios pertenecen al fondo más antiguo de la tradición sinóptica (Mc 1,25; 5,8; 7,29; 9,25). «Jesús tiene conciencia de haber sido enviado a destruir el poder del demonio y de sus ángeles, ya que en él está presente el Reino de Dios en la humanidad (Mt 12,28). La curación de endemoniados es por tanto un aspecto esencial de los relatos evangélicos y de los Hechos; significativamente, los demonios vienen echados con el poder de Dios y no [como en la magia] con un conjuro dirigido a un espíritu, ni con el recurso a medios materiales» (Foerster 19/788). El mismo Cristo entiende su poder de echar los demonios como señal clara de que ha llegado el reino de Dios (Mt 12,28).

Victoria de Cristo sobre el Demonio.-Tras el combate en el desierto, «agotada toda tentación, el Diablo se retiró de él temporalmente» (Lc 4,13). Por un tiempo. Al final del ministerio de Cristo en la tierra, vuelve a atacar con todas sus abominables fuerzas. En la Cena, «Satanás entró en Judas» (22,3; Jn 13,27). El Señor es consciente de su acción: «Viene el Príncipe de este mundo, que en mí no tiene poder» (14,30). En Getsemaní dice: «Esta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas» (Lc 22,53). La victoria de la cruz está próxima: «Ahora es el juicio del mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32; +16,11).

Victoria de la Iglesia sobre el Demonio. -Aunque vencido en la Cruz, sigue Satanás hostilizando a los discípulos de Cristo, especialmente a los apóstoles, cuya misión trata de impedir y paralizar («pretendimos ir... pero Satanás nos lo impidió», 1 Tes 2,18; +Hch 5,3; 2 Cor 12,7). Todos los cristianos deben estar alertas, «para no ser víctimas de los ardides de Satanás, pues no ignoramos sus propósitos» (2 Cor 2,11). Ciertamente, la Iglesia en esta lucha lleva las de ganar: «El Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies» (Rm 16,20). «El Príncipe de este mundo ya está condenado» (Jn 16,11). Está en las últimas.

El Apocalipsis contempla la historia de la Iglesia como una inmensa batalla entre los que son de Cristo y los que son del Diablo. Éste combate frenéticamente y «con gran furor, por cuanto sabe que le queda poco tiempo» (1,12). Lo sabe, y dirige ahora su acción rabiosa «contra los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17). A veces lucha atacando él personalmente (12,3), pero normalmente ataca sirviéndose de personas, instituciones e imperios que están bajo su influjo (12,9; 13,1-8 14,9; 17,1; 19,19). En efecto, es el Dragón satánico quien da poder a la Bestia (13,2), que profiere blasfemias y palabras insolentes, pues tiene fuerza efectiva para luchar contra los santos y vencerlos (13,3-7). Todos deben venerar la Bestia mundana, y todos deben recibir su marca en la frente y en la mano, en el pensamiento y la acción; quien le resista, no podrá «comprar ni vender» en el mundo (13,11-17). Muchos ceden a su poderío; pero otros no, y por ello «fueron degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, y cuantos no habían adorado a la Bestia, ni a su imagen, y no habían recibido la marca sobre su frente y sobre su mano» (20,4).

Habrá poco antes del fin de la historia un milenio misterioso, en el cual Satanás será encadenado, y reinará Cristo con sus fieles (20,2-6; +Sto. Oficio 1944: Dz 3839). Pasado el milenio, de nuevo será soltado Satanás, aunque «por poco tiempo» (20,3.7-8). Y entonces se dará la batalla final, que también San Pablo conoce, anuncia y describe: «Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de la perdición, el Adversario, que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto... Entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida» (2 Tes 2,1-10).

Ahora es la definitiva victoria de Cristo y de la Iglesia. «Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el Acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche. Pero ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio, y menospreciaron su vida hasta morir. Por eso, alegráos, cielos y todos los que moráis en ellos» (Ap 12,10-12).

Errores

Antes de seguir adelante, convendrá que señalemos algunos errores sobre el Demonio que alteran profundamente el mensaje evangélico. Como dice Juan Pablo II, es preciso en este punto «aclarar la recta fe de la Iglesia frente a aquellos que la alteran exagerando la importancia del diablo o de quienes niegan o minimizan su poder maligno» (13-VIII-1986).

((Algunos niegan la existencia de Satanás y de los demonios, que en la Escritura serían sólamente personificaciones míticas del mal y del pecado que oprimen a la humanidad. Sería incluso preciso reconocer que «en la fe en el diablo nos enfrentamos con algo profundamente pagano y anticristiano» (Haag 423).

Pablo VI en cambio cree que «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer la existencia [del Demonio]; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» (15-XI-1972; +Spicq 38).

Algunos piensan que Cristo, sobre los demonios, dependería de la creencia de sus contemporáneos, al menos en los modos de hablar.

«Sostener hoy que lo dicho por Jesús sobre Satanás expresa sólamente una doctrina tomada del ambiente y que no tiene importancia para la fe universal, aparece en seguida como una información deficiente sobre la época y la personalidad del Maestro» (Fe y demonología 1058). «El que bajó del cielo» (Jn 6,38), Jesús, pensó, habló y actuó siempre con una gran libertad respecto a los condicionamientos del mundo.

Por otra parte, en tiempos de Jesús unos judíos creían en la existencia de los demonios y otros no (Hch 23,8). Por eso cuando acusaron a Jesús de «expulsar los demonios» de los hombres «con el poder del demonio», si él no hubiera reconocido la existencia de los demonios, hubiera podido dar una respuesta muy simple y eficaz: «Los demonios no existen». Por el contrario, Jesús responde que si él y los suyos arrojan los demonios, eso es señal de que el poder del Reino de Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 10,22-30; Mc 3,22-30; Lc 10,17-19).

Algunos, de ciertas representaciones del Diablo que estiman ingenuas o ridículas, deducen que la fe en Satanás corresponde a un estadio religioso primitivo o infantil. No sería serio continuar creyendo en el Demonio.

Es cierto que a veces tales representaciones han sido lúgubres y falsas, pero hay que afirmar en general que los artistas no hicieron sino plasmar en piedra o lienzo aquellas figuras del Diablo -serpiente, dragón o bestia- que venían dadas en los mismos textos sagrados, inspirados por Dios, y que no confundían el signo con la realidad significada. Tenían los antiguos facilidad para captar el lenguaje de los símbolos. No eran en esto tan analfabetos como el hombre moderno (+Spicq 38).

Otros piensan que son tan horribles «las consecuencias de la fe en el diablo» -posesiones, brujería, satanismo, prácticas mágicas, sacrilegios-, que bastan para descalificar tal fe (Haag 323-425).

Las aberraciones aludidas han sido combatidas siempre en Israel y en la Iglesia (Ex 22,17; Lev 19,26-31; 20,27; Dt 18,10-12; ML 89,810-818; Toledo I 400, Braga I 561, Pío IV 1564: Dz 205, 459, 1859, etc.). No son, pues, «consecuencias de la fe», sino de la superstición y de la ignorancia. Por otra parte, negar el Demonio lleva a consecuencias iguales o peores.

Por último, otros hay que, sin entrar en discusión sobre la existencia del Demonio, sea de ello lo que fuere, opinan que no conviene hablar hoy de Satanás, que no vale para nada, y que sólo crea dificultades innecesarias para la fe.

Ciertamente, la predicación debe ser prudente y sobria en la presentación del misterio pavoroso del Maligno. Pero en la Biblia y la tradición es evidente que «Satanás no es una pieza adicional o secundaria que pudiese ser eliminada sin perjuicio de la Revelación. Es el elemento esencial del misterio del mal. Es, primero y ante todo, el Adversario por excelencia. Afiliarse a Jesucristo implica el renunciar a Satanás» (Spicq 38).))

Tradición y Magisterio

Los Padres de la Iglesia enseñaron un amplia doctrina demonológica, y apenas hallaríamos uno que no dé doctrina sobre el combate cristiano contra el Demonio. Sólo haremos aquí una breve alusión a la espiritualidad monástica antigua (G. M. Colombás, El monacato primitivo II, BAC 376, 1975, 228-278). Los monjes salían al desierto no sólo para librarse del mundo, y atenuar así las debilidades de la carne, sino para combatir al Demonio en su propio campo, como lo hizo Cristo (Mt 4,1; Lc 11,24).

Evagrio Póntico y Casiano son, quizá, los autores más importantes en la demonología monástica. Los demonios son ángeles caídos, que atacan a los hombres en sus niveles más vulnerables -cuerpo, sentidos, fantasía-, pero que nada pueden sobre el hombre si éste no les da el consentimiento de su voluntad. Para su asedio se sirven sobre todo de los logismoi -pensamientos, pasiones, impulsos desordenados y persistentes-, que pueden reducirse a ocho: gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, acedía, vanagloria y orgullo. Pero no pueden ir en sus ataques más allá de lo que Dios permita (Evagrio: MG 79,1145-1164; SChr 171,506-577; Casiano, Institutiones 5-11; Collationes 5).

El Demonio sabe tentar con mucha sutileza, como se vio en el jardín del Edén, presentando el lado aparentemente bueno de lo malo, o incluso citando textos bíblicos, como hizo en el desierto contra Cristo. El cristiano debe resistir con «la armadura de Dios» que describe el Apóstol (Ef 6,11-18), y muy especialmente con la Palabra divina, la oración y el ayuno, que fueron las armas con que Cristo resistió y venció en las tentaciones del desierto. Pero debe resistir sobre todo apoyándose en Jesucristo y sus legiones de ángeles (Mt 26,53). Como dice San Jerónimo, «Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una espada, y avanza siempre delante de nosotros, y vence a los adversarios. El es nuestro jefe: luchando él, vencemos nosotros» (CCL 78,63).

El Magisterio de la Iglesia afirma que Dios es creador de todos los seres «visibles e invisibles» (Nicea I 325, Romano 382: Dz 125, 180). Los demonios, por tanto, son criaturas de Dios, y en modo alguno es admisible un dualismo que ve en Dios el principio del bien y en el Diablo «el principio y la sustancia del mal» (Braga I 561: Dz 457). El concilio IV de Letrán afirma solemnemente que Dios es el único principio de cuanto existe: «El diablo y los demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos por sí mismos se hicieron malos» (800; +Florent. 1442, Pío IV 1564, Vat.I 1870: Dz 1333, 1862, 3002).

El Catecismo de la Iglesia enseña que, cuando en el Padre nuestro pedimos la liberación del mal, «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El "diablo" [diabolos] es aquel que "se atraviesa" en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» (2851).

Por otra parte, siempre la Iglesia entendió la redención de Cristo como una liberación del poder del Demonio, del pecado y de la muerte, como lo afirma en innumerables concilios y documentos (Dz: 291, 1347, 1349, 1521, 1541, 1668). El concilio Vaticano II, siguiendo esta tradición, enseña que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS 37b). Por eso es necesario revestirse de «la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del diablo» (LG 48d; +35a; GS 13ab; SC 6; AG 3a). Con todo fundamento, pues, afirmaba Pablo VI, como vimos, que quien niega la existencia y acción del Demonio «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica» (15-XI-1972; +Juan Pablo II, 13-VIII-1986).

La liturgia de la Iglesia incluye la «renuncia a Satanás» en el Bautismo de los niños (150), y dispone exorcismos en el Ritual para la iniciación cristiana de los adultos (101, 109-118, 373). Esa renuncia a Satanás la renueva cada año el pueblo cristiano en la Vigilia Pascual.

En los Himnos litúrgicos de las Horas, ya desde antiguo, son frecuentes las alusiones a la vida cristiana como lucha contra el Demonio. Estas alusiones son más frecuentes en Completas: «Tu nos ab hoste libera», «insidiantes reprime»; «visita, Señor, esta habitación, aleja de ella las insidias del enemigo» (or. domingo). Precisamente en las lecturas breves de esta Hora (martes y miércoles) la Iglesia nos recuerda que es necesario resistir al Diablo, que nos ronda como león rugiente (1 Pe 5,8-9), y no caer en el pecado, para no darle lugar (Ef 4,26-27).

Las tentaciones diabólicas

El Demonio es el Tentador que inclina a los hombres al pecado. «El oficio propio del Diablo es tentar» (STh I,114,2). Cierto que también somos tentados por el mundo y la carne, pues «cada uno es tentado por sus propios deseos, que le atraen y seducen» (Sant 1,14; +Mt 15,18-20); de modo que no todas las tentaciones proceden del Demonio (STh I,114,3). Pero al ser él el principal enemigo del hombre, y el que se sirve del mundo y de la carne, bien puede decirse que «no es nuestra lucha contra la carne y ]a sangre, sino contra los espíritus malos» (Ef 6,12).

Hay señales del influjo diabólico, aunque oscuras. Ya dice San Juan de la Cruz que de los tres enemigos del hombre «el demonio es el más oscuro de entender» (Cautelas 2). Cuando hablamos del padre de la mentira, observa Pablo VI, «nuestra doctrina se hace incierta, por estar como oscurecida por las tinieblas mismas que rodean al Demonio» (15-XI-1972). Conocemos, sin embargo, suficientemente sus siniestras estrategias, que siempre operan por la vía de la falsedad: convicciones, por ejemplo, absurdas («me voy a condenar»), ideas falsas persistentes, que no parecen tener su origen en temperamento, educación o ideas personales...

Santa Teresa, describiendo una tentación contra la humildad, nos señala los elementos típicos de la tentación diabólica: Esta era «una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y probar si puede traer el alma a desesperación. Se ve claro [que es cosa diabólica] en la inquietud y desasosiego con que comienza y el alboroto que da en el alma todo el tiempo que dura, y la oscuridad y aflicción que en ella pone, la sequedad y mala disposición para la oración o para cualquier cosa buena. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo para que de nada aproveche» (Vida 30,9).

Inquietud, desasosiego, oscuridad, alboroto interior, sequedad... pero sobre todo falsedad. El Demonio «cuando habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Todo en él es engaño, mentira, falsedad; por eso en la vida espiritual -¿qué va a hacer, si no?- intenta falsear y falsificar todo. San Juan de la Cruz dice que, si se trata de humildad, el Demonio pone en el ánimo «una falsa humildad y una afición fervorosa de la voluntad fundada en amor propio»; si de lágrimas, también él «sabe muy bien algunas veces hacer derramar lágrimas sobre los sentimientos que él pone, para ir poniendo en el alma las afecciones que él quiere» (2 Subida 29,11). Si se trata de visiones, las que suscita el Demonio «hacen sequedad de espíritu acerca del trato con Dios, y dan inclinación a estimarse y a admitir y tener en algo las dichas visiones; y no duran, antes se caen en seguida del alma, salvo si el alma las estima mucho, que entonces la propia estimación hace que se acuerde de ellas naturalmente» (24,7).

Es importante en la vida espiritual iluminar en Cristo los fondos oscuros donde actúan las tentaciones del Maligno. Decía Santa Teresa: «Tengo yo tanta experiencia de que es cosa del demonio que, como ya ve que le entiendo, no me atormenta tantas veces como solía» (Vida 30,9).

Nada puede el Demonio sobre el hombre si éste no le cede sus potencias espirituales. «El demonio -enseña San Juan de la Cruz- no puede nada en el alma si no es mediante las operaciones de las potencias de ella, principalmente por medio de las noticias [que ocupan la memoria], porque de ellas dependen casi todas las demás operaciones de las demás potencias; de donde, si la memoria se aniquila de ellas, el demonio no puede nada, porque nada halla de donde asir, y sin nada, nada puede» (3 Subida 4,1). Dios puede obrar en la substancia del alma inmediatamente o también mediatamente, con ideas, sentimientos, palabras interiores. Pero el Demonio sólo mediatamente puede actuar sobre el hombre, induciendo en él sentimientos, imágenes, dudas, convicciones falsas, iluminaciones engañosas. Sin la complicidad de las potencias espirituales del hombre, el alma misma permanece para él inaccesible.

Sentidos, imaginación. Hasta en personas de gran virtud «se aprovecha el demonio de los apetitos sensitivos (aunque con éstos, en este estado, las más de las veces puede muy poco o nada, por estar ya ellos amortiguados), y cuando con esto no puede, representa a la imaginación muchas variedades, y a veces levanta en la parte sensitiva muchos movimientos, y otras molestias que causa, así espirituales como sensitivas; de las cuales no está en mano del alma poderse librar hasta que «el Señor envía su ángel y los libra»» (Cántico 16,2).

Memoria, fantasía. La acción del Diablo «puede representar en la memoria y fantasía muchas noticias y formas falsas que parezcan verdaderas y buenas, porque, como se transfigura en ángel de luz (2 Cor 11,14), le parece al alma luz. Y también en las verdaderas, las que son de parte de Dios, puede tentarla de muchas maneras» para que caiga «en gula espiritual y otros daños. Y para hacer esto mejor, suele él sugerir y poner gusto y sabor en el sentido acerca de las mismas cosas de Dios, para que el alma, encandilada en aquel sabor, se vaya cegando con aquel gusto y poniendo los ojos más en el sabor que en el amor» (3 Subida 10,1-2).

Entendimiento. El padre de la mentira halla su mayor ganancia cuando pervierte la mente del hombre, pero si no lo consigue con falsas doctrinas -que es su medio ordinario-, puede intentarlo echando mano de locuciones y visiones espirituales o imaginarias. El Demonio a estas personas «siempre procura moverles la voluntad a que estimen aquellas comunicaciones interiores, y que hagan mucho caso de ellas, para que se den a ellas y ocupen el alma en lo que no es virtud, sino ocasión de perder la que hubiese» (2 Subida 29,11). Estima Santa Teresa que en las visiones imaginarias es «donde más ilusiones puede hacer el demonio» (Vida 28,4; +6 Moradas 9,1).

El Demonio tienta a los buenos. A los pecadores les tienta por mundo y carne, y con eso le basta para perderlos. Pero se ve obligado a hostilizar directamente, a cara descubierta, a los santos, que ya están muy libres de mundo y carne. Por eso en las vidas de los santos hallamos normalmente directas agresiones diabólicas. Esto se supo ya desde antiguo; lo vemos, por ejemplo, en la Vida de San Antonio: los demonios «cuando ven que los cristianos, y especialmente los monjes, se esfuerzan y progresan, en seguida los atacan y tientan, poniéndoles obstáculos en el camino; y esos obstáculos son los malos pensamientos (logismoi)» (MG 26,876-877).

San Juan de la Cruz da la causa: «Conociendo el demonio esta prosperidad del alma -él, por su gran malicia, envidia todo el bien que en ella ve-, en este tiempo usa de toda su habilidad y ejercita todas sus artes para poder turbar en el alma siquiera una mínima parte de este bien; porque más aprecia él impedir a esta alma un quilate de esta su riqueza que hacer caer a otras muchas en muchos y graves pecados, porque las otras tienen poco o nada que perder, y ésta mucho» (Cántico 16,2).

Santa Teresa confesaba: «Son tantas las veces que estos malditos me atormentan y tan poco el miedo que les tengo, al ver que no se pueden menear si el Señor no les da licencia, que me cansaría si las dijese» (Vida 31,9). Por otra parte, en estas almas tan unidas a Dios, «no puede entrar el demonio ni hacer ningún daño» (5 Morada 5,1). Por eso muchos santos mueren en paz, sin perturbaciones del Diablo (Fundaciones 16,5). Lo mismo atestigua San Juan de la Cruz: la purificación espiritual adelantada «ahuyenta al demonio, que tiene poder en el alma por el asimiento [de ella] a las cosas corporales y temporales» (1 Subida 2,2). «Al alma que está unida con Dios, el demonio la teme como al mismo Dios» (Dichos 125). En ella «el demonio está ya vencido y apartado muy lejos» (Cántico 40, 1).

Se da, pues, la paradoja de que el Demonio ataca sobre todo a los santos, a los que teme mucho, y en quienes nada puede. Cuando al Santo Cura de Ars le preguntaban si temía al Demonio, que durante tantos años le había asediado terriblemente, contestaba: «¡Oh no! Ya somos casi camaradas» (R. Fourrey, Le Curé d’ Ars authentique, París, Fayard 1964, 204).

El Demonio tienta a lo que parece bueno. «Entre las muchas astucias que el demonio usa para engañar a los espirituales -dice San Juan de la Cruz-, la más ordinaria es engañarlos bajo especie de bien, y no bajo especie de mal; porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán» (Cautelas 10). «Por lo cual, el alma buena siempre en lo bueno se ha de recelar más, porque lo malo ello trae consigo el testimonio de sí» (3 Subida 37,1). A Santa Teresa, por ejemplo, el Demonio le tentaba piadosamente a que dejase tanta oración «por humildad» (Vida 8,5).

A la persona especialmente llamada por Dios a una vida retirada y contemplativa, el Demonio le tentará llamándola a una vida excelente, pero más exterior, por ejemplo, al servicio de los pobres. Y si el Señor destina a alguien a escribir libros espirituales, el Diablo le impulsará, con apremios difícilmente resistibles, a que se dedique a la predicación y a la atención espiritual de muchas personas, y a que de hecho deje de escribir. A estas personas el Padre de la Mentira no les tienta con algo malo, pues sabe que se lo rechazarán, sino que procura desviarles del plan exacto de Dios sobre ellas con algo bueno, es decir, con algo que, siendo realmente bueno -el servicio de los pobres, la predicación, la dirección espiritual-, no permitirá, sin embargo, la perfecta santificación de la persona y su plena colaboración con la obra de la Redención.

Obsesión y posesión

Las tentaciones del Diablo revisten a veces caracteres especiales que conviene conocer, siquiera sea a grandes rasgos.

En la obsesión el Demonio actúa sobre el hombre desde fuera -aquí la palabra obsesión tiene el sentido latino de asedio, no el vulgar de idea fija-. La obsesión diabólica es interna cuando afecta a las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas inclinaciones malas, repugnancias insuperables, impresiones pasionales muy fuertes, angustias, etc.; todo lo cual, por supuesto, se distingue difícilmente de las tentaciones ordinarias, como no sea por su violencia y duración. La obsesión externa afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista, oído, olfato, gusto, tacto. Aunque más espectacular, ésta no tiene tanta peligrosidad como la obsesión interna. Las obsesiones diabólicas, sobre todo las internas, pueden hacer mucho daño a los cristianos carnales; por eso Dios no suele permitir que quienes todavía lo son se vean atacados por ellas.

En la posesión el Demonio entra en la víctima y la mueve despóticamente desde dentro. Pero adviértase que aunque el Diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio extrínseco y violento, que es ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede estar en gracia durante la misma posesión.

Sobre las posesiones diabólicas (Mc 5,2-9), Juan Pablo II dice: «No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos e intervenciones directas al demonio; pero en línea de principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás puede llegar a esta extrema manifestación de su superioridad» (13-VIII-1986).

Espiritualidad de la lucha contra el Demonio

El Demonio es peor enemigo que mundo y carne. Esto es algo que el cristiano debe saber. «Sus tentaciones y astucias -dice San Juan de la Cruz- son más fuertes y duras de vencer y más dificultosas de entender que las del mundo y carne, y también se fortalecen [sus hostilidades] con estos otros dos enemigos, mundo y carne, para hacer al alma fuerte guerra» (Cántico 3,9).

Un tratado de espiritualidad que, al describir la vida cristiana y su combate, ignore la lucha contra el Demonio, difícilmente puede considerarse un tratado de espiritualidad católica, pues se aleja excesivamente de la Biblia y de la tradición. Por lo demás, sería como un manual militar de guerra que omitiera hablar -o sólamente lo hiciera en una nota a pie de página- de la aviación enemiga, que es sin duda hoy el arma más peligrosa de una guerra.

La armadura de Dios es necesaria para vencer al Enemigo. En el cristianismo actual muchos ignoran u olvidan que la vida cristiana personal y comunitaria implica una fuerte lucha contra el Diablo y sus ángeles malos. A esto «hoy se le presta poca atención -observa Pablo VI-. Se teme volver a caer en viejas teorías maniqueas o en terribles divagaciones fantásticas y supersticiosas. Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de prejuicios, y tomar actitudes positivas» (15-XI-1972). Pero la decisión de eliminar ideológicamente un enemigo que sigue siendo obstinadamente real sólo consigue hacerlo más peligroso. Quienes así proceden olvidan que, como decía León Bloy, «el mal de este mundo es de origen angélico, y no puede expresarse en lengua humana» (La sangre del pobre, Madrid, ZYX 1967,87). Por esa vía se trivializa el mal del hombre y del mundo, y se trivializan los medios para vencerlos.

Es necesaria la armadura de Dios que describe San Pablo: «Confortáos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis resistir ante las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-18)...

La espada de la Palabra y la perseverancia en la oración: son las mismas armas con las que Cristo venció al Demonio en el desierto. La Palabra divina es como espada que corta sin vacilaciones los nudos de los lazos engañosos del Maligno. «Orad para que no cedáis en la tentación» (Lc 22,40). Ciertos especie de demonios «no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración» (Mc 9,29).

La coraza de la justicia: venciendo el pecado se vence al Demonio. «No pequéis, no deis entrada al diablo» (Ef 4,26-27). «Sometéos a Dios y resistid al diablo, y huirá de vosotros» (Sant 4,7). «¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio? -se preguntaba Pablo VI-. Podemos decir: Todo lo que nos defiende del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible» (15-XI-1972).

El escudo de la fe: dejando a un lado visiones y locuciones, aprendiendo a caminar en pura fe, pues el Demonio no tiene por dónde asir al cristiano si éste sabe vivir en «desnudez espiritual y pobreza de espíritu y vacío en fe» (2 Subida 24,9).

La fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia es necesaria para librarse del Demonio. Decía Santa Teresa: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará -no lo permitirá Dios- al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe»; a esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12). El que da crédito a «quien enseña cosas diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad» (1 Tim 6,3), no sólo cae en el error -lo cual es grave-, sino que cae bajo el influjo del padre de la mentira -lo cual es más grave aún-.

Los sacramentales de la Iglesia, la cruz, el agua bendita, son ayudas preciosas. Como un niño que corre a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el Diablo tiende, bajo la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la Madre Iglesia. Y los sacramentales son auxilios «de carácter espiritual obtenidos por la intercesión de la Iglesia» (SC 60). Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios: «No hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la tomo». Y añade algo muy de ella: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4; +31,1-11).

No debemos temer al Demonio, pues el Señor nos mandó: «No se turbe vuestro corazón ni tengáis miedo» (Jn 14,27). Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada, que no puede dañar al cristiano si éste no se le entrega. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor, que los emplea para nuestro bien como castigos medicinales (1 Cor 5,5; 1 Tim 1,20) o como pruebas purificadoras (2 Cor 12,7-10).

Los cristianos somos en Cristo reyes, y participamos del Señorío de Jesucristo sobre toda criatura, también sobre los demonios. En este sentido escribía Santa Teresa: «Si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios -y de esto no hay que dudar, pues es de fe-, siendo yo sierva de este Señor y Rey ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: «Venid ahora todos, que siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer»». Y en esta actitud desafiante, concluye: «No hay duda de que me parecía que me tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casi miedo, antes me parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza» (Vida 25,20-21).

Señales del Demonio

«¿Existen señales, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? -se pregunta Pablo VI-. Podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; donde la mentira se afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1 Cor 16,22; 12,3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde se afirma la desesperación como última palabra» (15-XI-1972)...

Si esto es así, es indudable que nuestro tiempo se dan claramente las señales de la acción del Diablo. Estas señales también en otras épocas se han dado, pero no quizá como en el presente. Los últimos Papas, al menos, no han dudado en atribuir el «lado oscuro» de nuestro siglo al influjo diabólico.

«Ya habita en este mundo el «hijo de la perdición» de quien habla el Apóstol (2 Tes 2,3)» (San Pío X, enc. Supremi apostolatus cathedra: AAS 36, 1903,131-132). «Por primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculadora y arteramente preparada por el hombre «contra todo lo que es divino» (2 Tes 2,4)» (Pío XI, enc. Divini Redemptoris 19-III-1937, 22). «Este espíritu del mal pretende separar al hombre de Cristo, el verdadero, el único Salvador, para arrojarlo a la corriente del ateísmo y del materialismo» (Pío XII, Nous vous adressons 3-VI-1950). «Se diría que, a través de alguna grieta, ha entrado el humo de Satanás en el Templo de Dios... ¿Cómo ha ocurrido todo esto? Ha habido un poder, un poder perverso: el demonio» (Pablo VI 29-VI-1972).