EL
MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
LA REVELACIÓN DE LA TRINIDAD EN SAN JUAN
El alma de San Juan
El Cristo de San Pablo era el Cristo según el espíritu, resucitado y
glorioso. El Cristo de San Juan es ante todo el de su experiencia
concreta, el que, cuando su primer encuentro, dijo a Andrés y sin
duda también a Juan: «Venid y lo veréis» (I, 39). Es el Cristo a quien
Juan ha escuchado, ha visto con sus ojos, contemplado y tocado
con sus manos (1 Epist., I, 1). Es, pues, a un hombre, al
hombre-Jesús, a quien Juan ha conocido primeramente. El
encuentro en las riberas del lago está en el inverso del camino de
Damasco. Allí, era Cristo fulgurante de gloria, divino, aquí, la
simplicidad del encuentro con un extraño de quien no se descubre
nada de su gloria de Dios. Mas Juan calará el misterio del joven
Maestro de la orilla del lago. Y todo su Evangelio será escrito para
entregarnos el mensaje de Aquel que venía para revelar a Dios: «A
Dios nadie le ha visto jamás: el Unigénito Hijo, el que está en el
regazo del Padre mirándole cara a cara, Él es quien le dió a
conocer» (I, 18). Toda su alma ha quedado impresionada por un
misterio que el Maestro revelaba proponiéndose como enviado de
Dios, como su revelador, no menos que como signo de su presencia
entre los hombres.
Además, Juan escribe su Evangelio con intenciones muy
determinadas. Más aún que completar el mensaje de los Sinópticos,
Juan quiere enviar el suyo a cristianos cuya fe está amenazada. En
efecto, al fin del siglo I, dos errores se introducen en la Iglesia
naciente. El primero niega que Cristo sea verdadero Dios: es el
error del «gnosticismo» 33. El segundo es el del «docetismo», que
niega que Cristo sea verdadero hombre 34. Por esto su Evangelio,
de un extremo a otro, afirma que Jesús es Dios y que sus gestos y
sus palabras nos convidan a descubrirlo. El Prólogo (capítulo I,
1-18), escrito con posterioridad al resto, viene a reforzar la
demostración. Todo ello no nos interesa, sin duda, más que
indirectamente, pero nos dará pie, sin embargo, para sentir mejor la
fuerza que San Juan pone en hablar de Jesús, verdadero hombre y
Dios verdadero, revelador del Padre y causa de la misión del
Espíritu Santo.
El Padre, fuente de salvación, glorificado por Jesús
Aquí, como en San Pablo, el nombre propio del Padre es
frecuentemente Dios. San Juan nos dice que es el Invisible revelado
por Jesús (I, 18). Jesús ha venido a manifestar su nombre a los
hombres (XVII, 6) y nadie lo sabe si Jesús no se lo hace conocer (V,
31-38).
El Padre es Aquel que obra siempre (V, 17), Aquel a quien Jesús
imita (V, 19-20), El que le transmite todos sus poderes (V, 21-30;
XX, 21). ;
El Padre es además la fuente de la salvación: Él envía a su Hijo
para salvarnos, apremiado por el amor (III, 16). Desde luego, que es
por tal razón por lo que San Juan le da ese nombre: Amor.
«DIOS» (es decir, el Padre) es amor. El amor de Dios para con
nosotros se ha manifestado en que Dios ha enviado a su Hijo único
al mundo, para que viviésemos por Él» (I Epist., IV 8-9).
Fuente de salvación, el Padre es también su término. Como en
San Pablo, hacia él se dirigen todas las cosas. La obra de Cristo
era revelar al Padre (1, 18), mas la vida eterna es conocerle con su
enviado, Jesucristo (XVII, 3). El final del discurso y de la oración de
Jesús resume el alcance de su misión: «Yo les manifesté Tu
nombre, y se lo manifestaré, para que el amor con que me amaste
sea en ellos, y yo también esté en ellos» (XVII, 26).
Como en San Pablo, la obra de Cristo consistió menos en salvar a
los hombres, que glorificar al Padre salvándoles (XVII, 26).
El Hijo, Verbo de Dios y su testimonio
El Hijo, Verbo de Dios.
La palabra «verbo» es la transcripción de la palabra latina
«Verbum». Ese término traduce el griego «Logos», que San Juan es
el único que utiliza.
El Verbo de Dios tiene, en San Juan, una originalidad que es su
bien propio. Jamás, antes, se había hablado todavía de una palabra
que hubiese existido en Dios, viviente como una persona, antes de
aparecer entre los hombres con sus rasgos propios. Ni los griegos,
en sus teologías naturales en que describían el nacimiento de los
dioses y el mundo, ni siquiera Filón, aquel judío teólogo y filósofo,
contemporáneo de Jesucristo, habían imaginado que Dios fuese un
viviente hasta el punto de expresarse a si mismo en una Palabra
eterna, de la que hoy se sabe que es una persona. La audacia de
San Juan es, pues, haber aplicado al Hijo de Dios las enseñanzas
que los escritores del Antiguo Testamento habían dado respecto de
la «Palabra de Dios». Mas allí era sólo una acción divina. A partir de
entonces, el Evangelista nos dice que es el Hijo de Dios, encarnado
para salvarnos. Aquí también San Juan no tiene igual por su
intuición teológica, más que en el gran Apóstol, que identificó la
Sabiduría y la «Imagen» de Dios con la persona misma de Cristo.
La palabra «Verbo» es empleada seis veces por San Juan: cuatro
veces en el Prólogo, una en la primera Epístola y una vez en el
Apocalipsis.
En el primer versículo de su Evangelio, San Juan utiliza tres veces
ese término:
«En el principio existía el Verbo,
Y el Verbo estaba cabe Dios,
Y el Verbo era Dios».
San Juan subraya, pues, ante todo, la preexistencia del Verbo
respecto de las criaturas: «En el principio existía el Verbo», era
cuando las cosas fueron creadas. El tiempo imperfecto empleado
aquí es intemporal y no implica tampoco que el Verbo tuviese un
comienzo. Así se encuentra opuesto a las criaturas, que han
comenzado. Ese primer versículo de San Juan viene, pues, a
subrayar la diferencia que existe entre el Verbo y las criaturas, de
las que el primer versículo del Génesis nos dice que fueron creadas
al comienzo del tiempo: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra».
Además el Verbo goza de una situación privilegiada: estaba,
antes de que fuese creado el mundo, cabe Dios. Más todavía: era
Dios. Lo que nos ilustra sobre su naturaleza y trascendencia.
El versículo 3 insiste sobre ello: no sólo era antes que el mundo
existiese, sino que el universo mismo ha sido hecho por Él, a El es a
quien le debe el ser. De golpe, San Juan nos transporta más allá de
todo cuanto es posible imaginar: el Verbo es la causa universal de
todo cuanto existe, nada escapa a su acción creadora.
Los versículos siguientes lo subrayan aún. El Verbo nos es
presentado revestido con las mismas cualidades que el Padre. El
Padre es Vida y Luz (I Epíst., I, 7; V, 11), el Verbo también (I, 4, 9).
El versículo 14 nos da el cuarto empleo de la palabra «Verbo». Lo
que precedía interesaba a la creación o a la venida del Verbo antes
de su Encarnación: aun en el Antiguo Testamento, iluminaba a todo
hombre (I, 9): a Él, en efecto, es a quien San Juan atribuye las
Teofanías 35. Pero el Verbo ha hecho más: se hizo carne y habitó
entre nosotros, para traernos la gracia, que es la posesión de la
vida de Dios, y la verdad, que es la Revelación. A Él es a quien
conocemos a partir de entonces con el nombre de Jesús, Hijo de
Dios.
En el versículo primero de su Epístola, San Juan vuelve a
emplear la misma expresión, mas el Verbo es llamado en ella:
«Verbo de vida». Es El quien la da, como decía el Evangelio (I, 16).
Por último, el libro del Apocalipsis, XIX, 12-13, contempla en visión
a un jinete montado en un caballo blanco: «Tenía un nombre
escrito, que nadie sabe sino él; e iba envuelto en un manto
salpicado de sangre, y es llamado por nombre el Verbo de Dios».
Bajo los rasgos de justiciero nos es presentado aquí: con su
espada afilada, símbolo de la palabra exterminadora, como ya se
vió en el libro de la Sabiduría (XVIII, 16), reducirá a la nada a las
naciones que se oponen a Él. Su victoria está, por dicha razón,
significada bajo otro nombre: «Rey de reyes y Señor de señores» y
la imagen de la espada se precisa ahora por la de la sangre en la
que ha empapado su túnica.
Hijo de Dios, igual al Padre, he aquí el Verbo de Dios. Existía
antes de la creación; es una persona distinta del Padre, mas posee
también su poder de creador, de Salvador y de juez del mundo. La
«Palabra de Dios» ha venido a ser verdaderamente una persona
actuante: crea, revela, salva, juzga. Se comprenderá ahora la razón
porque, en el tiempo de Navidad, la Iglesia nos hace releer, con
gozo, situándolo en la perspectiva del Verbo de Dios encarnado, el
suntuoso texto de Sabiduría, XVIII, 14-16. Nada puede orientar
mejor nuestra meditación sobre el Verbo de Dios de San Juan, que
releer esos versículos en la perspectiva nueva en que ahora se nos
muestran.
La persona de Jesus: el Dios-hombre testigo del Padre
Un primer rasgo sitúa al Jesús del Evangelio de San Juan: es
igual al Padre. En el vigoroso sentido en que nos hablaba en el
Prólogo acerca de Él, es como hay que entender ahora los textos
del cuerpo del Evangelio. San Juan lo declara con energía: (Estos
milagros han sido escritos) «para que creáis que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyéndolo tengáis vida en
nombre suyo» (XX, 31).
Jesús es, pues, el Hijo de Dios, e Hijo por excelencia (V, 19, 22,
XX, 17). Tiene el mismo poder que el Padre: «Mi Padre sigue hasta
el presente obrando, y yo también obro» (V, 17). Conoce todos sus
secretos (III, 11-13) por esta razón de que es del Padre de quien los
ha recibido (VIII, 23-28). Su acción y su conocimiento son paralelos
a los del Padre; es, pues, su igual, Dios mismo.
Y sin embargo—segundo de los rasgos de este Evangelio—,
Jesús depende del Padre. De El ha recibido cuanto es: «Como el
Padre tiene vida en sí mismo, así también dio al Hijo tener vida en sí
mismo» (V, 26)... «Todas las cosas ha entregado en sus rnanos (al
Hijo)» (III, 35).
Dependencia que conserva también en su actividad (VIII, 28; V,
19-22).
Esa dependencia del Hijo con relación al Padre funda su envío
por Él. En el Antiguo Testamento, ante todo, lo hemos dicho. San
Juan estaba íntimamente persuadido de que era el Verbo, o sea el
Hijo, el que se manifestaba a los patriarcas. VIII, 56 alude a Génesis,
XVII, 15-17, y XVIII. XII, 41, remite explícitamente a Isaías, VI, 1-6.
Pero mejor aún, Jesús vino entre nosotros como Salvador y fue el
amor del Padre quien combinó esta venida (III, 16). (Puede también
verse, V, 3, 6, y I Epíst., IV, 9.) Ahora bien, su venida tenía una
finalidad precisa que determina el papel cumplido por Jesús:
Jesús tenía que dar a conocer al Padre (I, 18; XVII, 6);
debía dar a conocer su gloria, su perfección soberana (XVII, 4).
Y, sin embargo, a pesar de su condición de «enviado», no vamos
a creer que Jesús pasaba a ser, en lo que fuere, inferior al Padre.
Si le proclama «mayor que Él» (XIV, 28), es porque el Padre, se
advierte, continúa siendo el misterio mismo de Dios, Aquel a quien
nadie ha visto ni puede ver, más que a través del Hijo y de sus
obras (XIV, 9, y VIII, 19). El Legado aparece en inferioridad respecto
del que le envía; sin embargo, si no tuviese la misma naturaleza que
Él, no podría realizar su misión. Jesús es enviado por el Padre, mas
lo tiene todo en común con Él (XIV, 15) y sus obras son las de un
Dios. Ellas se resumen en este don específicamente divino: la
Gracia y la Verdad que nos aporta (I, 17).
El Espiritu Sonto, fuente de verdad y de vida
Con igual título que el Hijo, el Espíritu Santo tiene, en San Juan,
una actividad divina. Mas lo que el Hijo era para el Padre, el Espíritu
Santo lo es para el Hijo.
El Hijo ha glorificado al Padre (XVII, 4), el Espíritu Santo glorificará
al Hijo (XVI, 14).
El Hijo ha manifestado al Padre (XVII, 6), el Espíritu Santo
manifestará al Hijo. En otras palabras, nos hará comprender la
revelación que nos ha aportado (XIV, 26; XV, 26; XVI, 14-15).
El Hijo nada decía de sí mismo (VII, 18), el Espíritu Santo tampoco
(XVI, 13-15).
Jesús era el «Defensor» o el «Abogado» de los Apóstoles (I Epís.,
II, 1), el Espíritu Santo será «el otro Defensor»: reemplazará a Jesús
cerca de ellos (XIV, 16, 26).
Por último, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Ahora,
cuando Jesús está resucitado y glorificado, Él le procura la Vida:
«El último día de la fiesta, el gran día, Jesús, de pie, lanzó a plena
voz:
«¡Si alguien tiene sed,
que venga a mí
y que beba,
el que creyere en mí! »
según la expresión de la Escritura:
de sus entrañas manarán ríos de agua viva.
«Decía esto del Espíritu que debían recibir los que creerían en
Él; pues no había aún Espíritu, porque Jesús no había sido
glorificado» (VII, 37-39, trad. de la Biblia de Jerusalén).
El Espiritu es, pues, el agua viva que mana del costado abierto de
Jesús, dada a la Iglesia ahora que Jesús está glorificado. Esos
versículos son los más sugestivos para orientar nuestras
meditaciones hacia el don de Jesús a su Iglesia. Ya a la Samaritana
lo había anunciado el Mesías bajo el símbolo del agua viva (IV, 14).
La teología sacramental bebe en ello uno de sus fundamentos más
ricos para relacionar los ritos cristianos con el flanco abierto de
Cristo, con el Señor glorificado y con el Espíritu fuente de agua viva.
Por más que de mano diferente de los Hechos de los Apóstoles,
ese texto nos explica, en perfecta armonía con éstos, el vivo relato
de la primera gesta cristiana.
La gran revelación trinitaria
Los capitulas XIV a XVI de San Juan han atraído la atención de los
exegetas, desde hace tiempo 36. Éstos hicieron notar que en la
última conversación que Jesús tuvo con los suyos, el Maestro había
llevado a su perfección la revelación del mensaje trinitario. San
Gregorio Nacianceno observaba que hay, incluso en dichos
capitulos, una progresión en el esclarecimiento de las tres
personas.
Retendremos cuatro textos, en que esa progresión es más
evidente y el papel de las tres personas está expresado de una
forma más clara.
«Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, para que esté con
vosotros perpetuamente: el Espíritu de la Verdad, que el mundo no
puede recibir, porque no le ve ni conoce» (XIV, 16-17).
Jesús orará al Padre y, a sus súplicas, será enviado «el otro
Intercesor», para morar permanentemente cabe los fieles, en su
casa y en ellos.
«El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas las
cosas que os dije yo» (XIV, 26).
El Padre enviará al Espíritu Santo a causa de Jesús. El fin de esta
misión es revelado: dar a conocer el mensaje de Jesús, hasta el
momento ininteligible todavía para los Apóstoles. Esto es muy
luminoso: querer descubrirlo todo en sólo las palabras de Jesús es
vano. La verdad está toda en lo que El ha dicho, pero sólo como el
río está en la fuente. Esta fuente necesita ser captada por la Iglesia
en la que se convierte en un gran río, gracias al Espíritu prometido
y enviado al efecto. Sin Él, las enseñanzas de Jesús serían letra
muerta, sin desarrollos ulteriores ni fecundidad. Con Él el colegio
Apostólico y, con toda evidencia, sus sucesores en la historia—pues
la misión del Espíritu Santo no se limitó al tiempo en que se fundaba
la Iglesia—gozan de lo que se llama hoy día el don de la infalibilidad
en la interpretación de las palabras de Jesús.
En Juan, XV, 26, Jesús dice: «Cuando viniere el Paráclito que yo
os enviaré de cabe el Padre, el Espiritu de verdad, que procede del
Padre, Él dará testimonio de mí».
Aquí, Jesús mismo es quien envía el Espiritu siempre con el fin de
que testifique a su respecto, para que nosotros conociésemos y
atestiguásemos a nuestra vez. Es evidente, también, una vez que el
EspIritu nos haya dado a conocer al Hijo y nos haya introducido en
su intimidad, que habrá conocimiento del Padre, dado que conocer
al Hijo es saber al Padre (XIV, 9-10, y XVII, 26).
Cáptase el movimiento admirable del pensamiento: el Padre ha
enviado al Hijo. El Hijo, una vez glorificado, ruega al Padre que
envíe al Espíritu o también le envía Él mismo. El Espiritu viene,
pues, del Padre por el Hijo. Pero, a su vez, el Espíritu nos pone en
el conocimiento del Hijo, que es la vida de intimidad con El, de
suerte que, introducidos en la cámara nupcial del Esposo, entramos
finalmente en el conocimiento amoroso del Padre. Así nos
remontamos a Él.
Jesús dijo, por último (XVI, 7-15), que la condición de la venida del
Espíritu es su propia partida. Es necesario que vuelva al Padre para
enviárnoslo. El Espíritu, dice también, nos introducirá en la verdad,
haciendo conocer a su Iglesia y murmurando al corazón de los fieles
todo lo que ha conocido en el seno de la Trinidad: lo que anunciará,
de Él, de Jesús, lo habrá recibido.
Admirable discurso esta suprema conversación de Jesús con los
suyos. Nos sumerge en las profundidades de Dios. San Juan nos
dice las relaciones íntimas de las Tres Personas: el Padre está en el
Hijo y el Hijo en el Padre (Juan, X, 30; XIV, 11, 20), mas el Espíritu
también está en ellos, ya que allí toma todo lo que nos anuncia (XVI,
15). Pero San Juan nos lleva a contemplar, también, los pasos de
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, profundamente comprometidos en
la historia de nuestra salvación: hacia nosotros se vuelven para
vivificar nuestras almas. La Trinidad bienaventurada pasa a ser en
ese mundo luz y santidad.
Es también ese mismo diseño del Dios Trinidad lo que evoca el
último cuadro fulgurante del Apocalipsis, XXII, 1. El ángel muestra a
San Juan «un río de agua de vida, límpido como cristal, que salía
del trono de Dios y del Cordero». Ese río es el Espíritu de santidad
que viene del Padre y del Hijo. Es el agua viva que Jesús prometía a
la samaritana, para que ella saciase su alma sedienta; es el agua
misteriosa que Juan vió salir del costado abierto de Cristo en la
Cruz. El Padre y el Hijo son su fuente. En las festividades de
Pentecostés, la Iglesia ruega continuamente para que venga a
nosotros:
«Accende lumen sensibus,
Infunde amorem cordibus»...
«Prende tu luz a nuestros sentidos,
Infunde en nuestros corazones tu amor»
Himno Veni, creator Spiritus.
* * * * *
Es tiempo ya de que detengamos nuestra lectura de las
Escrituras y que pongamos fin a esta primera parte.
Con los Sinópticos, los Hechos, San Pablo y San Juan hemos
penetrado en el misterio de Dios. Sin apresurarnos, hemos leído los
textos con la preocupación de no encontrar en ellos nada más que
lo que los autores sagrados habían encerrado, pero también todo lo
que aquellos habían querido incluir. El haber aprovechado su
«catequesis» viva nos ha iluminado. El Antiguo y el Nuevo
Testamentos son desde ahora libros menos sellados, puesto que
hemos hallado en ellos algo del misterio de Dios. El Espíritu de
Jesús nos ha mostrado su sentido. Mas nuestra tarea no está
terminada; veinte siglos de reflexión cristiana quedan aún por
explorar ¿Pero qué es lo que, durante este tiempo, ha podido
revelar a la Iglesia de Cristo, su Espíritu? Las Partes II y III van a
mostrárnoslo. En la segunda veremos a la herejía suscitar la
investigación. Frente a los errores, la fe de los primeros doctores
cristianos busca la verdad, elabora catequesis vivas, ora y afirma.
«Profesiones de fe», símbolos, etc., se derraman en la Iglesia. Los
cristianos viven de esta fe y mueren por ella. Mas la ley de su
oración pasa a ser la de su fe. El Dios Trinidad es para ellos un
Dios vivo.
En la tercera parte reflexionaremos, ayudados por las luces de
doctores como San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Las luchas
para defender la fe, los esfuerzos por precisarla no son ya
necesarios. Pero hay que instalarse en el corazón mismo de Dios.
La razón nos conducirá hasta él. «Creo que Dios es Trinidad»,
pasará a ser, humildísimamente todavía: «Sé el Dios Trinidad», sé
lo que es en sí mismo y advierto, gracias a Él, lo que es el hombre
formado a su imagen.
........................
33. Gnosticismo, doctrina que pretendía que la salvación reside no en el
Salvador, Jesús-hombre, sino en una multitud de seres espirituales cuyo
papel es libertar al espíritu de la materia en la que se halla inmergido. La
salvación se obtiene, entonces, por el conocimiento (o según la palabra
griega, la «gnosis») de este orden de cosas.
34. Docetismo, del verbo griego «dokei»; Cristo parece sólo un hombre,
pero su carne no es real.
35. Véase VIII, 56. Los Padres griegos dirán más tarde que era el Verbo
el que venía entre los hombres cuando Dios se manifestaba en el Antiguo
Testamento. San Ireneo explicará que se acomodaba a las costumbres de
este mundo y preludiaba con ello su Encarnación.
36. Exegeta, hombre que hace la exégesis, ciencia que consiste en
interpretar los Libros Santos de las Escrituras.
LAS PROFESIONES DE FE CRISTIANA
CAPITULO PRIMERO
EL SIGLO SEGUNDO
Primeras herejías, primeras luchas
Las herejías1.
La fe en la Trinidad se hallaba expresada con riqueza por San
Pablo y San Juan. Los fieles no tenían que buscar otra cosa para
nutrir su fe y su amor. Sin embargo, quedaban serias dificultades
que no se tardó mucho en sentir. Los medios de vida y pensamiento
del siglo segundo dieron pie a ello
Había en primer lugar el medio judío. La fe en la Trinidad no
dejaba de chocar profundamente con la de los judíos, aferrados con
todas las fibras de su ser al Dios único. Al punto resultó evidente
que una fracción importante del medio judío no pudo admitir el
nuevo dogma, que parecía tenerle en jaque. La dificultad se
cristalizó inmediatamente alrededor de la persona de Jesús. Había
que explicar el misterio de su aparición, de su vida, de sus palabras,
de sus actos. En esa corriente negadora se encuentra uno en
primer lugar, desde el tiempo de San Pablo, a los «ebionitas», es
decir, según la etimología, los pobres. Son fieles a las
prescripciones de la Ley de Moisés y no buscan en manera alguna
sobrepasar la revelación que les fue transmitida sobre la naturaleza
del único Dios. Más tarde, a finales del siglo, en el momento en que
escribe San Juan, se encuentra en Efeso un doctor judío de
Alejandría, de nombre Cerinto. Ha llegado a esa ciudad para
combatir en ella la fe que le aporta San Pablo. Pues bien, los
ebionitas y Cerinto, manteniendo firme su fe en el Dios único,
presuponen que Jesús no es Dios. No hay que ver en El más que a
un hombre como los demás, hijo de José y de Maria. Los ebionitas
admiten de grado que sea el Mesías prometido. Por su parte,
Cerinto pretende que en su Bautismo en el Jordán un espíritu
celestial, de nombre Cristo, vino a Él para conferirle una misión
especialisima: anunciar al Padre. De todas maneras, Jesús no es
verdadero Dios, sino el Mesías, o un profeta.
Frente a esos primeros herejes, esclavizados demasiado
fielmente a la revelación antigua, otros, deseosos de conciliar la fe
judía, la fe cristiana y la filosofía, no resultan menos peligrosos. Son
los «gnósticos».
Ya en tiempo de San Pablo—los Hechos de los Apóstoles, VIII,
9-10, nos lo refieren—un tal Simón, dedicado a las prácticas de la
magia, hacía gran impresión en el pueblo de Samaria. Se
proclamaba «un gran poder de Dios», es decir, un hombre habitado
por un espíritu celestial, como hacía poco tiempo Jesús. Todos le
prestaban gran atención, pues su prestigio era muy grande.
Pero más temible y complejo es el error de los hombres a
quienes la historia da los nombres de Basílides, Valentín y Marción,
entre los años 100 y 150. Su doctrina acerca de Dios era sutil, por
cuanto que era una fusión de varias otras. Aquellos hombres eran
judíos. No querían abandonar, por consiguiente, la unicidad divina.
Por otra parte, cierta filosofa, de tipo neoplatónica y gnóstica,
constituye la base de su formación humana. Ahora bien, esa
filosofía les enseña que la materia, los cuerpos, son realidades
esencialmente malas, cuyo autor no puede ser el Dios espiritual y
bueno. ¿Quién ha hecho, entonces, el mundo material, sino esos
espíritus llamados «eones», situados entre éste y Dios, aunque muy
por debajo de Dios, puro espíritu? Pues bien, colmo de la iniquidad,
no sólo un «eón» creó la materia, sino que uno de ellos ha
encerrado en ella una chispa de luz, que debía sólo poseer el
mundo espiritual. ¿Quién la liberará ahora? —El cristianismo ofrece,
en tercer lugar, un elemento de solución. Un «eón» divino pasó a
habitar en Jesús y se unió con Él. ¿Para qué?—Para convertirle en
Salvador. No es que Jesús haya redimido el mundo corporal malo
por su Pasión y Resurrección. No es Dios para poder hacerlo. Sino
que el papel de Jesús fue dar a los hombres una ciencia superior, la
«gnosis» o conocimiento de los caminos de salvación. Esos caminos
consisten en desprenderse de la materia para hacerse puramente
espiritual.
Pues bien, tales doctrinas iban a evacuar totalmente el misterio
de Dios. La salvación no es ya más que evasión y el hombre se
apodera de ella por sí solo, siguiendo el ejemplo de Cristo, sin la
ayuda de la gracia. Además, como se habrá advertido, el interés se
dirigía a la persona de Jesús; el Espíritu Santo no ocupaba lugar
alguno en esas especulaciones.
Primeras luchas en favor del Dios trino
Los doctores inspirados.
Otra vez hallamos aquí a San Pablo... Ya en Colosas y en Efeso,
para anclar allí la fe en Cristo, Hijo de Dios, luchaba contra los
«judaizantes».
A los Colosenses (I, 15-20) San Pablo explica que Cristo es «la
imagen» de Dios, la causa y la cabeza de todas las cosas, pues hay
en Él un «pleroma» 2 que hace que todo lo compendie y
«recapitule». Plenitud que hay que entender en el sentido de que,
habiéndolo el Padre puesto todo en Él, Cristo es la síntesis de la
divinidad, de todos los Poderes celestiales, de todo el Universo que
ha creado y de toda la Iglesia redimida. Es, pues, igual a Dios,
superior a todos y a cada uno de los espíritus celestes; está por
encima de los «elementos del mundo», que son los seres
espirituales de quienes se creía que sostenían el universo.
En el capítulo siguiente, léanse los versículos 4 a 10. San Pablo
declara que la «plenitud» habita en Cristo «corporalmente», es
decir, en su naturaleza humana. Toda «filosofía» que aleja de El es,
por consiguiente, falsa. No hay nada que buscar fuera de Cristo,
cabeza de todo «Principado» y de toda «Dominación» 3 Es
suficientemente poderoso para triunfar de las «Potestades» del mal,
los ángeles caídos.
El otro doctor inspirado es San Juan. Sus adversarios son a la
vez los «docetas» y los «gnósticos». Contra esos últimos tiene el
deber de mostrar que Jesús es verdadero Dios. Recordamos el
Prólogo, escrito contra ellos y para reforzar la fe de los primeros
cristianos. El Verbo creador es Dios perfecto. Jesús es ese Verbo.
Luego, Jesús es Dios.
Algunos doctores cristianos.
La lucha no estaba terminada. A comienzos del siglo II se ve al
santo obispo Ignacio de Antioquía, que debía morir mártir, triturado
entre los dientes de las fieras, volver a ella. Cuando habla a los
romanos del suplicio que debe sufrir en Roma, les describe su
alegría al pensamiento de que «imitará la pasión de su Dios» (Rom.,
VI, 3). ¿Qué profesión de fe más magnífica podría hallarse?
A los Efesios dirige una advertencia contra los falsos doctores.
Jesús, dice, ha conocido dos estados: nació de María como médico,
con la mira puesta en nuestra salvación, bajo este respecto
engendrado según la carne, con capacidad para sufrir, pero es
también «inengendrado», con lo que Ignacio quiere decir:
verdadero Dios.
«Unos hombres provistos de perversa astucia tienen la
costumbre de hablar por todas partes del nombre de Dios, mas
obran distintamente y de una manera indigna de Dios; a aquellos
hay que evitarlos como fieras salvajes. Son perros rabiosos, que
muerden arteramente. Debéis guardaros de ellos, pues sus
mordiscos son difíciles de curar. No existe más que un solo médico,
carnal y espiritual, engendrado e inengendrado hecho carne, Dios,
en la muerte vida verdadera, nacido de Maria y nacido de Dios,
primero pasible y ahora impasible, Jesu-Cristo nuestro Señor»
(Efes., VII, 1-2).
Pero Ignacio no conoce sólo el Dios-Hijo, sino que sabe tambien
hablar de las tres Personas. En forma magnífica, hace de la
Trinidad el modelo de toda comunidad humana:
«Tened, pues, cuidado, dice a los de Magnesia, de afirmaros
en las enseñanzas del Señor y de los Apóstoles, a fin de que en
todo cuanto hagáis alcancéis el éxito (Salmo I, 3) de carne y espíritu
en la fe y la caridad, en el Hijo y en el Padre y el Espíritu, en el
principio y en el fin, con vuestro tan digno obispo, y la preciosa
corona espiritual de vuestro presbiterio y con vuestros santos
diáconos. Estad sometidos al obispo y los unos a los otros (San
Pablo, Efes., V, 21) como el Cristo según la carne estuvo sometido
al Padre, y los Apóstoles a Cristo y al Padre y al Espíritu, a fin de
que la unión sea a la vez carnal y espiritual» (Magn., XIII, 2).
Por último, ese texto admirable en que, oponiéndose como San
Pablo a los falsos doctores, deja ya entrever todo el misterio de
nuestro retorno en Dios:
«Me he enterado de que algunos, viniendo de allá abajo, se han
pasado a vosotros, portadores de una mala doctrina; pero que no
les habéis dejado sembrar entre vosotros, tapándoos los oídos,
para no recibir lo que siembran, recordando que sois piedras del
templo del Padre, preparadas para la edificaciónn de Dios Padre,
elevados hasta lo alto por la máquina de Jesu-Cristo que es la Cruz,
sirviéndoos como de cable el Espíritu Santo» (Efes., IX, 1).
El segundo doctor en el que nos detendremos es San Justino 4.
Éste ofrece un doble interés, pues ha hablado del misterio de Dios,
así a los judíos como a los paganos. Su método, fundado en la
discusión de los fundamentos de su fe y en su justificación ha
inducido a colocarle entre los Padres apologistas.
Justino dialoga al principio con un judío llamado Trifón, negador
también del Dios-Trino. Pues bien, va a demostrarle que la venida
de Jesús al mundo no se opone a las sagradas Escrituras del
Antiguo Testamento, en las que cree Trifón. ¿No era el Verbo el
que ya se manifestaba a los patriarcas, preludiando así su
Encarnación al venir entre los hombres? Sin duda las expresiones
de que se sirve San Justino no son siempre muy exactas. Por
ejemplo, proclama que no podría convenir al Padre encarnarse. De
ahí esta consecuencia:
«Por consiguiente, hay que creer que hay por debajo del
Creador del universo otro Dios y Señor que es llamado «ángel» 5
para anunciar a los hombres todo cuanto quiere anunciarles el
Creador del universo por encima del cual no existe otro Dios»
(Diálogo 61).
Cristo parece, pues, colocado por debajo del Padre, el Dios por
excelencia. Mas lo que Justino quiere decir aquí, es sobre todo que
el Padre es invisible y que ha tenido necesidad de un mensajero
para darse a conocer.
San Justino escribió también dos Apologías dirigidas al
emperador filósofo, Marco-Aurelio. Habilísimamente le explica que
él, filósofo estoico, cree en un «verbo seminal», es decir, en una
especie de «germen» de donde ha podido salir el universo. Pues
bien, habiendo anticipado esto, encontrará mejor dispuesto al
oyente para exponerle cómo el Verbo de Dios es algo análogo y
que el mundo de Él ha nacido.
Por otra parte, como las acusaciones dirigidas contra los
cristianos van a inculparles de ateísmo 6, hace una exposición de
su fe en el Dios en que cree:
«Nosotros no somos ateos, los que veneramos al Creador del
Universo... Y os demostraremos también que tenemos razón para
honrar a Aquel que nos enseñó esta doctrina y que fue engendrado
para ello Jesucristo, que fué crucificado bajo Poncio Pilato,
gobernador de Judea en tiempos de Tiberio-César; nos han
enseñado a reconocer en Él al Hijo del verdadero Dios y lo
colocamos en segundo lugar y, en tercero al Espíritu profético» (1ª
Apología, XIII, 1-3).
Teología muy en mantillas todavía, pero que permitía, sin
embargo, responder a los adversarios de la fe cristiana. La
grandísima trascendencia de Dios Padre llevaba infaliblemente a
instituir en la Trinidad un rango, cayo segundo escalón ocupaba el
Verbo y el tercero el Espíritu Santo. Igualmente San Justino parecía
decir que el Verbo de Dios no adquiría su independencia y realidad
personal más que al venir al mundo, en la Creación o la
Encarnación. Mas, ante todo, lo que preocupaba a San Justino era,
afirmando la realidad de las tres personas, salvaguardar la situación
incontestada del Padre, que no había aparecido en este mundo, y
el valor de la obra de Cristo, valor de revelación y redención de los
hombres. La historia retendría esa lección.
De excepcional importancia es el santo obispo y mártir de Lyon,
Ireneo 7. También él combate a los «gnósticos» y principalmente a
aquel hombre llamado Marción, cuya desenvoltura frente al Nuevo
Testamento, y sobre todo frente al Evangelio de San Lucas, es bien
conocida. Dado que no era preciso que Jesucristo hubiese nacido
de una mujer, pues la materia y la generación son totalmente malas,
Marción suprimía arbitrariamente la flor de los escritos de San
Lucas, los relatos de la Anunciación y de la infancia.
Ireneo va a establecer, pues, que Dios está en el origen de la
materia. Mas la humanidad, creada en un estado espiritual bastante
rudimentario, debía ser educada por Dios y elevada de la
imperfección a un estado más perfecto. Como excelente educador
que es, Dios conducía al hombre hacia la perfección. Mas el pecado
de Adán y Eva se intercala aquí. Poco capaces aún de
discernimiento, en la aurora de la humanidad, fueron engañados
por el diablo, pecador mucho más que ellos. El talento de Dios —y
su poder—fué derrotar la astucia del demonio y la caída real del
hombre prosiguiendo su educación. El Verbo proveyó a ello. En
esta visión impresionante de los designios de Dios, el pecado de
Adán y la restauración de la humanidad encontraban, pues, una
explicación fácil y coherente. El Verbo, en las teofanías del Antiguo
Testamento y posteriormente en su Encarnación, era constituido su
Salvador.
La vida del hombre y su progreso espiritual, será, pues, en
adelante, compartir la vida de Dios, que le ha sido dada en
Jesucristo. La vida de la Trinidad, he ahí lo que conduce a la
intimidad divina. Para explicarlo, San Ireneo se complace en
comentar el símbolo bautismal. He aquí recordada la regla de la fe:
«El error se ha apartado extrañamente de la verdad en tres
artículos principales de nuestro bautismo. En efecto, o bien ellos
(los gnósticos) desprecian al Padre, o bien no aceptan el Hijo
hablando contra la economía de la Encarnación, o bien no admiten
el Espiritu Santo, es decir, que desprecian la profecía. Hemos de
descontar de todos esos incrédulos y huir de su sociedad, si
verdaderamente queremos ser agradables a Dios y por Él llegar a la
salvación» (Demostración, 100).
He aquí, ahora, el orden de la salvación:
«El Padre lleva a la vez la creación y su Verbo, y el Verbo llevado
por el Padre da el Espíritu a todos, según el Padre lo quiere. A
algunos, como conviene al «ser» creado que es obra de Dios; a
otros, como conviene a adoptados que son hijos de Dios. Y así se
manifiesta un solo Dios Padre, que está por encima de todas las
cosas, y presente a todas las cosas y en todas las cosas. Por
encima de todas las cosas el Padre y El es la cabeza del Cristo;
presente en todas las cosas, a su vez el Verbo, y El es la cabeza de
la Iglesia; en todos nosotros el Espíritu y El es el agua viva, que el
Señor da a los que creen en Él con fe verdadera y le aman» (Contra
las herejías, V, XVIII, 2).
Con mayor precisión todavía describe San Ireneo el papel de las
tres personas en la divinización del cristiano: el Padre envía al Hijo,
el Hijo se hace hombre para que nosotros nos hagamos «dioses»,
pero el Espíritu es el que nos aporta las arras y nos entrega al
Padre:
«Cuando estamos regenerados por el bautismo que nos es dado
en nombre de estas tres personas, somos enriquecidos en este
segundo nacimiento con los bienes que están en Dios Padre, por
medio de su propio Hijo con el Espíritu Santo. Pues los que son
sacados de la fuente reciben el Espíritu de Dios que les da al
Verbo, es decir, al Hijo; y el Hijo los toma y los ofrece a su Padre y
el Padre les comunica la incorruptibilidad. Así, pues, sin el Espíritu
no se puede ver al Verbo de Dios; y sin el Hijo nadie puede llegar al
Padre, ya que el conocimiento del Padre es el Hijo, y el
conocimiento del Hijo se obtiene por medio del Espíritu Santo; pero
el Hijo es quien, por oficio, distribuye el Espíritu según el gusto del
Padre, a los que el Padre quiere y como el Padre lo quiere»
(Demostración, 7).
Tal era la enseñanza dada a los cristianos del siglo lI. Poseyendo
el Hijo y el Espíritu Santo el poder de divinizar, por esta razón son
Dios. El argumento cerraba la boca al hereje y los cristianos del
siglo segundo podían desplegarse en esta fe viva en las tres
personas, fuentes de vida.
La fe del símbolo de los Apóstoles
De una forma muy viva, asimismo, nació el «Creo en Dios» de
nuestra oración cotidiana y de las grandes circunstancias de la vida.
¿Se sabe cuándo padrino y madrina lo rezan en nombre de su
ahijado? Cuando los jóvenes confirmados en la fuerza del Espíritu
Santo lo repiten y cuando nuestros niños, en el día de su
compromiso personal en la fe del bautismo lo repiten, ¿se piensa
bastante en todo el trabajo que representó en los primeros siglos de
la Iglesia?
Creo en Dios Padre,
Creo en Dios Hijo,
Creo en el Espíritu Santo.
Fórmulas viejas de casi veinte siglos, que suscriben aún nuestros
compromisos en casi todos los sacramentos cristianos, ya que el
clérigo lo dice también en el día de su ordenación sacerdotal, que le
constituirá en ministro de la Palabra y doctor de la fe entre los fieles;
ya que, al morir, al exhalar su postrer suspiro, repetirá la fe
inalterada de veinte siglos de cristianismo y, deseémoslo, la de toda
su vida.
Cristo había dicho: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes,
bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo» (Mat., XXVIII, 1). Así que, después de Pentecostés, los
Apóstoles parten, enseñan y bautizan. La fe crece en los corazones
y la Iglesia crece sin cesar (Hechos, II, 41, 47). Mas había necesidad
de cristianos convencidos. Aceptar como miembro de la Iglesia a un
nuevo candidato suponía, en los primeros siglos, una decisión
voluntaria de su parte, una fe asegurada, que se quisiera encontrar
hoy día entre nuestros cristianos y en los adultos que se preparan
para el Bautismo. Ahora bien, la condición previa para la admisión al
Bautismo era el conocimiento de los misterios de la salvación, que
se resumían en el de la Santísima Trinidad. En seguida se había
sentido que la orden de Cristo: «Id... Enseñad...» era formal, pero
que el baño de la regeneración no podía ser concedido más que a
los creyentes. Así, para asegurarse de la preparación intelectual y
espiritual de los candidatos, se ve nacer numerosas profesiones de
fe, que los catecúmenos 8 debían aceptar y proferir en el día de su
Bautismo. La «profesión del símbolo» en la noche de Pascua,
desde el siglo IV, culminaba una práctica de origen más modesto,
aunque idéntica en su fondo a los desarrollos ulteriores. Era la
orden del Señor, que se respetaba así.
San Pedro había proclamado en el día de Pentecostés: el
Bautismo debe ser administrado en nombre de Jesu-Cristo, es decir,
por su palabra y autoridad (léanse Hechos, II, 38; X, 48; XXII, 16, y I
Epist. de San Pedro, III, 18-22).
San Pablo reclamaba, a su vez, la profesión de fe en Cristo como
condición indispensable de salvación (léase Rom., X, 9; I Cor., VIII.
6; XII, 3-11; véase también San Juan, I Epist., IV, 2-3).
Y el diácono Felipe, según algunos de los manuscritos, había
exigido del eunuco de la reina de Etiopía, a quien acababa de
catequizar, las mismas disposiciones (Hechos, VIII, 37).
Quedaba, pues, trazada una línea de conducta. En adelante no
se podría, pues, conferir el Bautismo de Cristo sin escuchar, de
boca del catecúmeno, la profesión de fe cristiana. Los ejemplos de
esa norma de conducta abundan en el siglo II, ya se trate de la
enseñanza dada, ya del rito mismo.
La enseñanza preparatoria para el Bautismo.
La Didajé, o doctrina del Señor enseñada a los pueblos por los
doce Apóstoles 9, consagra seis capítulos a señalar al cristiano el
camino que debe seguir para ser discípulo del Señor. En el capítulo
VII se declara entonces:
«En lo que concierne al Bautismo, bautizad así: después de
haber enseñado todo lo que precede, bautizad en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espiritu Santo en el agua viva».
San Ireneo de Lyon, como hemos visto, daba a sus fieles una
enseñanza pura y fuerte.
Tertuliano, hacia el año 200, atestigua, por lo que toca a la
Iglesia de Africa, la misma doctrina y práctica
«La ley del Bautismo ha sido así establecida y su fórmula
prescrita: Id, enseñad a las naciones, bautizándolas en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. A esa ley se añade la
siguiente decisión: Nadie, a menos que nazca de nuevo del agua y
el Espíritu Santo, entrará en el reino de los cielos, lo que somete la
fe a la necesidad del bautismo. Desde entonces todos cuantos
creen son bautizados» 10.
El rito bautismal, en los siglos II, lll y IV.
El rico texto de San Ireneo, acerca del sentido del Bautismo, que
se habrá podido releer más arriba, no nos describe el rito bautismal.
Mas la Didajé lo hace. Después de haber dado la enseñanza de
fondo, dice:
«Bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
en el agua viva. Si no tienes agua viva (es decir, una corriente de
agua) bautiza en otra agua; si no puedes en agua fría, hazlo en
agua caliente. Si no tienes ni una ni otra, vierte tres veces agua en
la cabeza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»
(cap. VII).
Tertuliano nada nos dice sobre el rito mismo, salvo en su escrito
contra el hereje Práxeas, donde habla de una triple confesión de fe
en las tres Personas.
Sobre todo en los siglos III y IV encontramos en los documentos
descripciones del rito bautismal. Nos permitimos anticipar la época
que estudiamos para leer el ritual, que fue sin duda el romano, en el
siglo III, semejante al de la Iglesia de Milán en el IV.
La Tradición Apostólica, de Hipólito de Roma, es un documento
precioso acerca de los usos del siglo III. En aquella época, el
Bautismo no se administraba más que a los adultos, tras una larga
iniciación en los misterios de la fe. Ahora bien, éstos se hallaban
resumidos en una profesión de fe o «símbolo». En el momento de la
administración del primero de los sacramentos cristianos, el rezo del
símbolo manifestaba, en el catecúmeno, su acto de adhesión
personal al Dios-Trinidad. Mas no se imagine nadie que un rito
furtivo como éste es demasiado frecuente hoy: un delgado hilillo de
agua corría por la frente. El rito raramente se limitaba sólo a verter
agua sobre la frente. Más generalmente se bautizaba en los ríos o
ya en espléndidos baptisterios que el arte de los siglos IV y V llevará
a su perfección y de los que conservan aún gloriosos vestigios el
suelo de Africa, Italia, España y Francia 11. El candidato al
Bautismo descendía entonces en el agua del río o de la piscina
bautismal. Interrogábasele sobre los principales articulos de la fe,
sobre la que debía tener en la Trinidad A cada respuesta afirmativa,
se le inmergia. Veamos el texto de la Tradición, de Hipólito:
«Que éste (el catecúmeno) baje al agua y que el que le bautiza
le imponga la mano sobre la cabeza diciendo: «¿Crees en Dios
Padre todopoderoso?» Y el que es bautizado, que responda:
«aCreo». Bautícele entonces una vez teniéndole la mano colocada
sobre la cabeza.
Después diga: «¿Crees en Cristo-Jesús, el Hijo de Dios, que
nació por el Espíritu Santo de la Virgen María, que murió y fue
sepultado, resucitó vivo de entre los muertos al tercer día, subió a
los cielos, está sentado a la diestra del Padre, vendrá a juzgar a los
vivos y a los muertos?» Y cuando haya dicho: «Creo», que le
bautice de nuevo.
Diga nuevamente: «¿Crees en el Espíritu Santo, en la Santa
Iglesia y en la resurrección de la carne?» El que es bautizado diga:
«Creo». Y así, bautícesele por tercera vez».
En el siglo siguiente, San Ambrosio de Milán, en su explicación
de los «sacramentos» o ritos sagrados de la Iglesia, refiere un ritual
idéntico 12.
El símbolo actual
Nuestro «Creo en Dios Padre» actual encuentra su origen, pues,
en esta antigua tradición de la Iglesia: la profesión de fe bautismal.
En el fondo nada ha cambiado, salvo tal vez la evacuación del
sentido espiritual, que no sabemos ya descubrir en dicho texto.
Parécenos como un pariente pobre, comparado con el esplendor de
los otros ritos litúrgicos de la Iglesia. Y tal vez lo despreciemos,
substituyéndolo por nuestras oraciones propias, cargadas
exclusivamente con nuestra propia historia, con nuestra sola fe, con
nuestro amor extenuado, en lugar de ir a buscar todavía en esa
oración litúrgica veinte siglos de fe viva.
Pues eso es lo que nos queda aún por precisar. El símbolo de
nuestra fe, el de las grandes efemérides de nuestra vida, tiene toda
su historia mezclada a la vez con los ritos del Bautismo y con las
luchas contra la proliferación de las primeras herejías.
El que nosotros rezamos siempre se llama «texto recibido». Es
tal cual, sin duda desde el siglo VI. Mas la liturgia casi no lo ha
empleado, en Occidente, más que desde la época carolingia (siglo
IX). Sin embargo, antes que él, existió un hermano menor suyo, muy
humilde, aunque rico en enseñanzas en su humildad y brevedad. Ha
sido descubierto hace menos de cuarenta años. Se limita a
enunciar, sobriamente, la fe trinitaria:
«Creo en el Padre todopoderoso,
y en Jesu-Cristo, nuestro Salvador,
y en el Espíritu Santo Paráclito,
en la Santa Iglesia y para la remisión de los pecados»
(a veces también «para la resurrección de la carne»).
Se adivina la razón de esta sobriedad. En los primeros siglos, los
errores trinitarios están todavía poco desarrollados, pero son
totales. Un formulario muy sencillo de la fe bastaba, pues. Mas,
poco a poco, nacen las herejías. Afectan a la vez al dogma trinitario
y a la persona de Cristo. Se advierte, pues, la necesidad de hacer
más explícitas las profesiones de fe. Hay que creer no sólo en la
Trinidad y en Cristo, sino en la obra de la Trinidad y en las diversas
manifestaciones de Cristo. La formula trinitaria tiene su origen en su
orden (Mat., XXIX, 19); la fórmula cristológica nace en las exigencias
de San Pablo (Rom., X, 9; véase Hechos, VIII, 37): es necesario
creer en Jesús Salvador 13.
Hacia el año 200 los dos formularios, ya amplificados, debían
reunirse para formar un símbolo, llamado «símbolo» romano, poco
más corto que el nuestro. Semejante símbolo era, y el nuestro sigue
siéndolo, la piedra de toque de la fe cristiana: resume la fe de los
Apóstoles.
Una última advertencia pondrá fin a nuestras reflexiones sobre el
símbolo que empleamos hoy. Un sabio erudito, el Reverendo Pedro
Nautin, ha hecho ver de qué manera había que entender la tercera
interrogación bautismal. Los escritos de los Padres de la Iglesia de
los primeros siglos nos dicen bastante comúnmente que la Iglesia es
santa porque el Espiritu vive en ella, y que el Espiritu es dado a la
vez para la remisión de los pecados y, en último lugar, para la
resurrección de la carne. Se habrá advertido que ése era el sentido
de la profesión de fe en el Espiritu Santo en nuestro antiquísimo
«Credo». La tercera de las interrogaciones bautismales debía,
pues, ser ésta:
«¿Crees en el Espíritu Santo,
en la Santa Iglesia
para la resurrección de la carne?»
Se leerá, pues, mejor y con un mejor sentido el fin de nuestro
símbolo:
«Creo en el Espíritu Santo,
en la Santa Iglesia Católica, Comunión de los Santos,
para la remisión de los pecados,
la resurrección de la carne y la vida perdurable» 14.
La oración cristiana
Las profesiones de fe no son los únicos documentos que deben
consultarse para conocer la vida cristiana en el siglo Il. La oración
cotidiana personal, la de la Asamblea cristiana, nos proporcionan
cierto número de indicaciones. La oración de los primeros cristianos
viene desde luego enteramente a prolongar la de un San Pablo o
de un San Juan, con la única diferencia casi, de que en el primer
siglo no se ora a la Trinidad, ni al Espíritu Santo, no se dirige uno
más que al Padre y a Cristo A partir del siglo Il, las orientaciones
espirituales se modifican: la alabanza va toda a la Trinidad. Vamos a
reproducir algunas de las plegarias de los primeros cristianos,
anticipándonos incluso al siglo III, a fin de constituir un florilegio más
rico.
Las doxologías eucarísticas.
Son las que hallamos en la Misa, ya tan viva en un San Justino.
En la oración que hoy llamamos Prefacio y los griegos designan con
el nombre de «anáforas» 15, encontramos una conclusión muy
parecida a la nuestra. La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma,
será también aquí nuestra fuente. La anáfora de Hipólito comienza
como nuestro Prefacio, con un diálogo. Se continúa con una
alabanza a Dios, incluye la consagración y la oración memoratoria
que reporta a los grandes acontecimientos de la vida de Cristo
(Unde et Memores), y concluye así:
«Os alabemos (Padre) y glorifiquemos por vuestro Hijo
Jesu-Cristo, por quien tenéis gloria y honor, al Padre y al Hijo con el
Espíritu Santo, en vuestra santa Iglesia, ahora y en los siglos de los
siglos. Amén».
Como se hace hoy todavía, el sacrificio de la Misa era ofrecido a
Dios Padre por Jesu-Cristo. Mas obsérvase también en ese texto
que el Hijo y el Espíritu Santo son alabados conjuntamente con el
Padre. En los ritos de bendición de aquella época este giro es
constante.
Las doxologías no eucarísticas.
San Pablo era amigo de esas oraciones que brotaban
espontáneamente de su pluma, fórmulas breves en las cuales se
desahogaba su alma en Dios Padre y en Cristo. A partir del siglo Il
dos clases de doxologías, que nos son familiares, se integraron en
la oración cristiana.
La fórmula usada más corrientemente suplica o da gloria al
Padre por el Hijo en comunión con el Espíritu Santo. Ése era el
deseo que San Pablo expresaba al final de la segunda Carta a los
corintios. Sigue siendo así, todavía, la formna como oramos en las
«colectas» de las misas: «Per Dominum nostrum Jesum Christum...
in unitate Spiritus Sancti...».
GLORIA-PATRI-ET-F/HT: Pero otra fórmula, más breve, formaba
ya parte del patrimonio cristiano. Todavía hoy, el canto de nuestros
salmos o de nuestras decenas del rosario terminan con la alabanza,
en pie de igualdad, del Padre, Hijo y Espíritu Santo: es nuestro
«Gloria Patri et Filio, et Spiritui Sancto». Nacida a fines del siglo II,
conocida por San Ireneo, pasó a convertirse, en el siglo IV, en un
arma utilísima para combatir a la herejía arriana. San Basilio
demostrará victoriosamente a los negadores de la divinidad del
Espiritu que su error va contra la fe tradicional de la Iglesia, que no
teme tributar al Espíritu un honor igual al que tributa a las otras dos
personas. Y San Ambrosio, asediado por los arrianos en su basílica
de Milán, halló, en el «Gloria Patri» un sostén espiritual para sus
fieles: «Hizo con esa doxología un estribillo, que introdujo entre los
versículos de los Salmos, y que la multitud repitió con fervor,
glorificando a Dios y protestando así contra la herejía tenaz que
negaba la igualdad de las tres Personas.
Los himnos.
Dar vehemente salida a los sentimientos religiosos bajo la forma
ritmada, es propiamente el himno. Los judíos y paganos los habían
compuesto. Los primeros cristianos no debían despreciar esa
manera de orar. Ya con San Pablo hemos escuchado los primeros
himnos a Cristo. Y el pagano Plinio el Joven lo había referido al
emperador Trajano: «Los cristianos cantan himnos a Cristo, como a
un Dios». Pero el segundo siglo, también en este punto, es trinitario.
El himno trinitario más antiguo que conocemos es, sin duda, el
llamado «Luz gozosa», que servía en Oriente como himno vesperal.
Las tres Personas son alabadas en un pie de igualdad perfecta:
«¡Luz gozosa de la gloria santa del Padre inmortal, celeste, santo
y bienaventurado, Jesu-Cristo! Llegados a la hora de ponerse el sol
y viendo la luz del atardecer, entonamos himnos al Padre, al Hijo y
al Espíritu Santo de Dios. Tú eres digno en todo tiempo de ser
alabado por potentes voces, Hijo de Dios, que das la vida. Por esto
el mundo te glorifica».
Otro himno, más conocido de nosotros, es el Gloria in excelsis de
la Misa. Hay algunos manuscritos que nos lo transmiten sin hacer
mención del Espíritu Santo. Pero otros nos han conservado este
texto que cantamos siempre en nuestras Asambleas litúrgicas.
* * * * *
¿Nos hallamos tan lejos de aquel tiempo de fe y de su oración?
Veamos los hechos. Hoy día, como en el Africa de Tertuliano, el
cristiano hace la señal de la Cruz, signo de la Redención. Y además
la acompaña con palabras trinitarias. Nuestro Gloria Patri no ha
cambiado, como tampoco el Gloria in excelsis de nuestra Misa.
Oímos siempre la conclusión de las oraciones solemnes que nos
recuerdan el misterio de nuestra Redención por Cristo y de nuestra
divinización por el Espíritu Santo, para gloria de Dios Padre. Nuestro
«canon» conoce el admirable «Per insum», que proclama que, por
Cristo, en el Espíritu, todo es entregado al Padre. Y, antes de la
comunión, podemos, como el sacerdote hace, decir las tres
oraciones suplicantes, la segunda de las cuales es trinitaria. Cada
año, finalmente, celebramos la Santísima Trinidad en una
solemnidad, de la que un escritor del siglo XI, Ruperto de Tuy, podía
escribir:
«Después de haber celebrado la venida del Espíritu Santo,
cantamos, el domingo siguiente, la gloria de la Santísima Trinidad,
pues inmediatamente después de la venida del divino Espíritu
comenzaron la predicación y la fe, y en el Bautismo, la fe y la
confesión en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Para cerrar determinadas solemnidades o para significar a Dios
Uno y Trino su acción de gracias, la Iglesia prorrumpe en el Te
Deum triunfal. Los tiempos se suceden, la fe no cambia, no hace
más que adormecerse. ¡Que esta oración cristiana, que hunde sus
raíces en las fuentes mismas de la fe, pueda despertarla!
BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958
..............
1. Herejía, error que mina la base de la fe de la Iglesia, en uno de los
artículos principales del Credo.
2. Pleroma o plenitud.
3. Tales expresiones designan categorías «de ángeles», los seres
espirituales, en quienes los colosenses ponían toda su fe y confianza.
4. Doctor cristiano en Roma, Justino murió mártir hacia 165-166.
Justino se había convertido al cristianismo. Cansado de todas las filosofías
porque no daban una respuesta satisfactoria al misterio del hombre y del
mal, el cristianismo se presentó a él como el único camino que le
aportaba la luz.
5. Alusión al profeta Malaquías, III, 1. Ángel hay que entenderlo en el
sentido de «enviado».
6. Por esta razón los cristianos del siglo II se negaban resueltamente
a sacrificar a los dioses del paganismo.
7. Muerto hacia 202-203.
8. Catecúmeno, el que «escucha» la enseñanza de Jesucristo y la
pone en práctica, para hacerse digno de la gracia bautismal.
9. Dicho documento es, sin duda, de mediados del siglo II. No procede
de los Apóstoles, pero aspira a enseñar su doctrina.
10. Tratado del Bautismo, capítulo XIII, 3.
11. Véase en Roma el baptisterio de San Juan de Letrán y, en Francia,
el de Frejus, por ejemplo (en España puede visitarse el que debió ser un
baptisterio de los siglos IV-V, en la villa de Constantí, prov. de Tarragona)
conocido popularmente con el nombre de Centcelles.
12. II, VII, 20.
13. En griego, las iniciales de «Jesús-Cristo, Hijo de Dios, Salvador»
significan igualmente «pez». De ahí que el pez se convirtiera en un
símbolo de Jesucristo, Hijo de Dios, nuestro Salvador.
14. Véase P. NAUTlN, Je crois a l,Esprit Saint, pág. 68, «Éditions du
Cerf».
15. Término que significa «hacer subir», o acción de gracias.