EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO

LA REVELACIÓN DE LA TRINIDAD EN SAN JUAN


El alma de San Juan

El Cristo de San Pablo era el Cristo según el espíritu, resucitado y 
glorioso. El Cristo de San Juan es ante todo el de su experiencia 
concreta, el que, cuando su primer encuentro, dijo a Andrés y sin 
duda también a Juan: «Venid y lo veréis» (I, 39). Es el Cristo a quien 
Juan ha escuchado, ha visto con sus ojos, contemplado y tocado 
con sus manos (1 Epist., I, 1). Es, pues, a un hombre, al 
hombre-Jesús, a quien Juan ha conocido primeramente. El 
encuentro en las riberas del lago está en el inverso del camino de 
Damasco. Allí, era Cristo fulgurante de gloria, divino, aquí, la 
simplicidad del encuentro con un extraño de quien no se descubre 
nada de su gloria de Dios. Mas Juan calará el misterio del joven 
Maestro de la orilla del lago. Y todo su Evangelio será escrito para 
entregarnos el mensaje de Aquel que venía para revelar a Dios: «A 
Dios nadie le ha visto jamás: el Unigénito Hijo, el que está en el 
regazo del Padre mirándole cara a cara, Él es quien le dió a 
conocer» (I, 18). Toda su alma ha quedado impresionada por un 
misterio que el Maestro revelaba proponiéndose como enviado de 
Dios, como su revelador, no menos que como signo de su presencia 
entre los hombres. 
Además, Juan escribe su Evangelio con intenciones muy 
determinadas. Más aún que completar el mensaje de los Sinópticos, 
Juan quiere enviar el suyo a cristianos cuya fe está amenazada. En 
efecto, al fin del siglo I, dos errores se introducen en la Iglesia 
naciente. El primero niega que Cristo sea verdadero Dios: es el 
error del «gnosticismo» 33. El segundo es el del «docetismo», que 
niega que Cristo sea verdadero hombre 34. Por esto su Evangelio, 
de un extremo a otro, afirma que Jesús es Dios y que sus gestos y 
sus palabras nos convidan a descubrirlo. El Prólogo (capítulo I, 
1-18), escrito con posterioridad al resto, viene a reforzar la 
demostración. Todo ello no nos interesa, sin duda, más que 
indirectamente, pero nos dará pie, sin embargo, para sentir mejor la 
fuerza que San Juan pone en hablar de Jesús, verdadero hombre y 
Dios verdadero, revelador del Padre y causa de la misión del 
Espíritu Santo. 

El Padre, fuente de salvación, glorificado por Jesús

Aquí, como en San Pablo, el nombre propio del Padre es 
frecuentemente Dios. San Juan nos dice que es el Invisible revelado 
por Jesús (I, 18). Jesús ha venido a manifestar su nombre a los 
hombres (XVII, 6) y nadie lo sabe si Jesús no se lo hace conocer (V, 
31-38). 
El Padre es Aquel que obra siempre (V, 17), Aquel a quien Jesús 
imita (V, 19-20), El que le transmite todos sus poderes (V, 21-30; 
XX, 21). ;
El Padre es además la fuente de la salvación: Él envía a su Hijo 
para salvarnos, apremiado por el amor (III, 16). Desde luego, que es 
por tal razón por lo que San Juan le da ese nombre: Amor. 
«DIOS» (es decir, el Padre) es amor. El amor de Dios para con 
nosotros se ha manifestado en que Dios ha enviado a su Hijo único 
al mundo, para que viviésemos por Él» (I Epist., IV 8-9). 
Fuente de salvación, el Padre es también su término. Como en 
San Pablo, hacia él se dirigen todas las cosas. La obra de Cristo 
era revelar al Padre (1, 18), mas la vida eterna es conocerle con su 
enviado, Jesucristo (XVII, 3). El final del discurso y de la oración de 
Jesús resume el alcance de su misión: «Yo les manifesté Tu 
nombre, y se lo manifestaré, para que el amor con que me amaste 
sea en ellos, y yo también esté en ellos» (XVII, 26). 
Como en San Pablo, la obra de Cristo consistió menos en salvar a 
los hombres, que glorificar al Padre salvándoles (XVII, 26). 

El Hijo, Verbo de Dios y su testimonio

El Hijo, Verbo de Dios. 
La palabra «verbo» es la transcripción de la palabra latina 
«Verbum». Ese término traduce el griego «Logos», que San Juan es 
el único que utiliza. 
El Verbo de Dios tiene, en San Juan, una originalidad que es su 
bien propio. Jamás, antes, se había hablado todavía de una palabra 
que hubiese existido en Dios, viviente como una persona, antes de 
aparecer entre los hombres con sus rasgos propios. Ni los griegos, 
en sus teologías naturales en que describían el nacimiento de los 
dioses y el mundo, ni siquiera Filón, aquel judío teólogo y filósofo, 
contemporáneo de Jesucristo, habían imaginado que Dios fuese un 
viviente hasta el punto de expresarse a si mismo en una Palabra 
eterna, de la que hoy se sabe que es una persona. La audacia de 
San Juan es, pues, haber aplicado al Hijo de Dios las enseñanzas 
que los escritores del Antiguo Testamento habían dado respecto de 
la «Palabra de Dios». Mas allí era sólo una acción divina. A partir de 
entonces, el Evangelista nos dice que es el Hijo de Dios, encarnado 
para salvarnos. Aquí también San Juan no tiene igual por su 
intuición teológica, más que en el gran Apóstol, que identificó la 
Sabiduría y la «Imagen» de Dios con la persona misma de Cristo. 
La palabra «Verbo» es empleada seis veces por San Juan: cuatro 
veces en el Prólogo, una en la primera Epístola y una vez en el 
Apocalipsis. 
En el primer versículo de su Evangelio, San Juan utiliza tres veces 
ese término: 
«En el principio existía el Verbo, 
Y el Verbo estaba cabe Dios, 
Y el Verbo era Dios». 

San Juan subraya, pues, ante todo, la preexistencia del Verbo 
respecto de las criaturas: «En el principio existía el Verbo», era 
cuando las cosas fueron creadas. El tiempo imperfecto empleado 
aquí es intemporal y no implica tampoco que el Verbo tuviese un 
comienzo. Así se encuentra opuesto a las criaturas, que han 
comenzado. Ese primer versículo de San Juan viene, pues, a 
subrayar la diferencia que existe entre el Verbo y las criaturas, de 
las que el primer versículo del Génesis nos dice que fueron creadas 
al comienzo del tiempo: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra». 
Además el Verbo goza de una situación privilegiada: estaba, 
antes de que fuese creado el mundo, cabe Dios. Más todavía: era 
Dios. Lo que nos ilustra sobre su naturaleza y trascendencia. 
El versículo 3 insiste sobre ello: no sólo era antes que el mundo 
existiese, sino que el universo mismo ha sido hecho por Él, a El es a 
quien le debe el ser. De golpe, San Juan nos transporta más allá de 
todo cuanto es posible imaginar: el Verbo es la causa universal de 
todo cuanto existe, nada escapa a su acción creadora. 
Los versículos siguientes lo subrayan aún. El Verbo nos es 
presentado revestido con las mismas cualidades que el Padre. El 
Padre es Vida y Luz (I Epíst., I, 7; V, 11), el Verbo también (I, 4, 9). 
El versículo 14 nos da el cuarto empleo de la palabra «Verbo». Lo 
que precedía interesaba a la creación o a la venida del Verbo antes 
de su Encarnación: aun en el Antiguo Testamento, iluminaba a todo 
hombre (I, 9): a Él, en efecto, es a quien San Juan atribuye las 
Teofanías 35. Pero el Verbo ha hecho más: se hizo carne y habitó 
entre nosotros, para traernos la gracia, que es la posesión de la 
vida de Dios, y la verdad, que es la Revelación. A Él es a quien 
conocemos a partir de entonces con el nombre de Jesús, Hijo de 
Dios. 
En el versículo primero de su Epístola, San Juan vuelve a 
emplear la misma expresión, mas el Verbo es llamado en ella: 
«Verbo de vida». Es El quien la da, como decía el Evangelio (I, 16). 

Por último, el libro del Apocalipsis, XIX, 12-13, contempla en visión 
a un jinete montado en un caballo blanco: «Tenía un nombre 
escrito, que nadie sabe sino él; e iba envuelto en un manto 
salpicado de sangre, y es llamado por nombre el Verbo de Dios». 
Bajo los rasgos de justiciero nos es presentado aquí: con su 
espada afilada, símbolo de la palabra exterminadora, como ya se 
vió en el libro de la Sabiduría (XVIII, 16), reducirá a la nada a las 
naciones que se oponen a Él. Su victoria está, por dicha razón, 
significada bajo otro nombre: «Rey de reyes y Señor de señores» y 
la imagen de la espada se precisa ahora por la de la sangre en la 
que ha empapado su túnica. 
Hijo de Dios, igual al Padre, he aquí el Verbo de Dios. Existía 
antes de la creación; es una persona distinta del Padre, mas posee 
también su poder de creador, de Salvador y de juez del mundo. La 
«Palabra de Dios» ha venido a ser verdaderamente una persona 
actuante: crea, revela, salva, juzga. Se comprenderá ahora la razón 
porque, en el tiempo de Navidad, la Iglesia nos hace releer, con 
gozo, situándolo en la perspectiva del Verbo de Dios encarnado, el 
suntuoso texto de Sabiduría, XVIII, 14-16. Nada puede orientar 
mejor nuestra meditación sobre el Verbo de Dios de San Juan, que 
releer esos versículos en la perspectiva nueva en que ahora se nos 
muestran. 

La persona de Jesus: el Dios-hombre testigo del Padre

Un primer rasgo sitúa al Jesús del Evangelio de San Juan: es 
igual al Padre. En el vigoroso sentido en que nos hablaba en el 
Prólogo acerca de Él, es como hay que entender ahora los textos 
del cuerpo del Evangelio. San Juan lo declara con energía: (Estos 
milagros han sido escritos) «para que creáis que Jesús es el 
Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyéndolo tengáis vida en 
nombre suyo» (XX, 31). 
Jesús es, pues, el Hijo de Dios, e Hijo por excelencia (V, 19, 22, 
XX, 17). Tiene el mismo poder que el Padre: «Mi Padre sigue hasta 
el presente obrando, y yo también obro» (V, 17). Conoce todos sus 
secretos (III, 11-13) por esta razón de que es del Padre de quien los 
ha recibido (VIII, 23-28). Su acción y su conocimiento son paralelos 
a los del Padre; es, pues, su igual, Dios mismo. 
Y sin embargo—segundo de los rasgos de este Evangelio—, 
Jesús depende del Padre. De El ha recibido cuanto es: «Como el 
Padre tiene vida en sí mismo, así también dio al Hijo tener vida en sí 
mismo» (V, 26)... «Todas las cosas ha entregado en sus rnanos (al 
Hijo)» (III, 35). 
Dependencia que conserva también en su actividad (VIII, 28; V, 
19-22). 
Esa dependencia del Hijo con relación al Padre funda su envío 
por Él. En el Antiguo Testamento, ante todo, lo hemos dicho. San 
Juan estaba íntimamente persuadido de que era el Verbo, o sea el 
Hijo, el que se manifestaba a los patriarcas. VIII, 56 alude a Génesis, 
XVII, 15-17, y XVIII. XII, 41, remite explícitamente a Isaías, VI, 1-6. 
Pero mejor aún, Jesús vino entre nosotros como Salvador y fue el 
amor del Padre quien combinó esta venida (III, 16). (Puede también 
verse, V, 3, 6, y I Epíst., IV, 9.) Ahora bien, su venida tenía una 
finalidad precisa que determina el papel cumplido por Jesús: 
Jesús tenía que dar a conocer al Padre (I, 18; XVII, 6); 
debía dar a conocer su gloria, su perfección soberana (XVII, 4). 

Y, sin embargo, a pesar de su condición de «enviado», no vamos 
a creer que Jesús pasaba a ser, en lo que fuere, inferior al Padre. 
Si le proclama «mayor que Él» (XIV, 28), es porque el Padre, se 
advierte, continúa siendo el misterio mismo de Dios, Aquel a quien 
nadie ha visto ni puede ver, más que a través del Hijo y de sus 
obras (XIV, 9, y VIII, 19). El Legado aparece en inferioridad respecto 
del que le envía; sin embargo, si no tuviese la misma naturaleza que 
Él, no podría realizar su misión. Jesús es enviado por el Padre, mas 
lo tiene todo en común con Él (XIV, 15) y sus obras son las de un 
Dios. Ellas se resumen en este don específicamente divino: la 
Gracia y la Verdad que nos aporta (I, 17). 

El Espiritu Sonto, fuente de verdad y de vida 

Con igual título que el Hijo, el Espíritu Santo tiene, en San Juan, 
una actividad divina. Mas lo que el Hijo era para el Padre, el Espíritu 
Santo lo es para el Hijo. 
El Hijo ha glorificado al Padre (XVII, 4), el Espíritu Santo glorificará 
al Hijo (XVI, 14). 
El Hijo ha manifestado al Padre (XVII, 6), el Espíritu Santo 
manifestará al Hijo. En otras palabras, nos hará comprender la 
revelación que nos ha aportado (XIV, 26; XV, 26; XVI, 14-15). 
El Hijo nada decía de sí mismo (VII, 18), el Espíritu Santo tampoco 
(XVI, 13-15). 
Jesús era el «Defensor» o el «Abogado» de los Apóstoles (I Epís., 
II, 1), el Espíritu Santo será «el otro Defensor»: reemplazará a Jesús 
cerca de ellos (XIV, 16, 26). 
Por último, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Ahora, 
cuando Jesús está resucitado y glorificado, Él le procura la Vida: 
«El último día de la fiesta, el gran día, Jesús, de pie, lanzó a plena 
voz: 
«¡Si alguien tiene sed, 
que venga a mí 
y que beba, 
el que creyere en mí! » 
según la expresión de la Escritura: 
de sus entrañas manarán ríos de agua viva. 
«Decía esto del Espíritu que debían recibir los que creerían en 
Él; pues no había aún Espíritu, porque Jesús no había sido 
glorificado» (VII, 37-39, trad. de la Biblia de Jerusalén).
El Espiritu es, pues, el agua viva que mana del costado abierto de 
Jesús, dada a la Iglesia ahora que Jesús está glorificado. Esos 
versículos son los más sugestivos para orientar nuestras 
meditaciones hacia el don de Jesús a su Iglesia. Ya a la Samaritana 
lo había anunciado el Mesías bajo el símbolo del agua viva (IV, 14). 
La teología sacramental bebe en ello uno de sus fundamentos más 
ricos para relacionar los ritos cristianos con el flanco abierto de 
Cristo, con el Señor glorificado y con el Espíritu fuente de agua viva. 

Por más que de mano diferente de los Hechos de los Apóstoles, 
ese texto nos explica, en perfecta armonía con éstos, el vivo relato 
de la primera gesta cristiana. 

La gran revelación trinitaria

Los capitulas XIV a XVI de San Juan han atraído la atención de los 
exegetas, desde hace tiempo 36. Éstos hicieron notar que en la 
última conversación que Jesús tuvo con los suyos, el Maestro había 
llevado a su perfección la revelación del mensaje trinitario. San 
Gregorio Nacianceno observaba que hay, incluso en dichos 
capitulos, una progresión en el esclarecimiento de las tres 
personas. 
Retendremos cuatro textos, en que esa progresión es más 
evidente y el papel de las tres personas está expresado de una 
forma más clara. 
«Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, para que esté con 
vosotros perpetuamente: el Espíritu de la Verdad, que el mundo no 
puede recibir, porque no le ve ni conoce» (XIV, 16-17). 

Jesús orará al Padre y, a sus súplicas, será enviado «el otro 
Intercesor», para morar permanentemente cabe los fieles, en su 
casa y en ellos. 
«El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi 
nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas las 
cosas que os dije yo» (XIV, 26). 
El Padre enviará al Espíritu Santo a causa de Jesús. El fin de esta 
misión es revelado: dar a conocer el mensaje de Jesús, hasta el 
momento ininteligible todavía para los Apóstoles. Esto es muy 
luminoso: querer descubrirlo todo en sólo las palabras de Jesús es 
vano. La verdad está toda en lo que El ha dicho, pero sólo como el 
río está en la fuente. Esta fuente necesita ser captada por la Iglesia 
en la que se convierte en un gran río, gracias al Espíritu prometido 
y enviado al efecto. Sin Él, las enseñanzas de Jesús serían letra 
muerta, sin desarrollos ulteriores ni fecundidad. Con Él el colegio 
Apostólico y, con toda evidencia, sus sucesores en la historia—pues 
la misión del Espíritu Santo no se limitó al tiempo en que se fundaba 
la Iglesia—gozan de lo que se llama hoy día el don de la infalibilidad 
en la interpretación de las palabras de Jesús. 
En Juan, XV, 26, Jesús dice: «Cuando viniere el Paráclito que yo 
os enviaré de cabe el Padre, el Espiritu de verdad, que procede del 
Padre, Él dará testimonio de mí». 
Aquí, Jesús mismo es quien envía el Espiritu siempre con el fin de 
que testifique a su respecto, para que nosotros conociésemos y 
atestiguásemos a nuestra vez. Es evidente, también, una vez que el 
EspIritu nos haya dado a conocer al Hijo y nos haya introducido en 
su intimidad, que habrá conocimiento del Padre, dado que conocer 
al Hijo es saber al Padre (XIV, 9-10, y XVII, 26). 
Cáptase el movimiento admirable del pensamiento: el Padre ha 
enviado al Hijo. El Hijo, una vez glorificado, ruega al Padre que 
envíe al Espíritu o también le envía Él mismo. El Espiritu viene, 
pues, del Padre por el Hijo. Pero, a su vez, el Espíritu nos pone en 
el conocimiento del Hijo, que es la vida de intimidad con El, de 
suerte que, introducidos en la cámara nupcial del Esposo, entramos 
finalmente en el conocimiento amoroso del Padre. Así nos 
remontamos a Él. 
Jesús dijo, por último (XVI, 7-15), que la condición de la venida del 
Espíritu es su propia partida. Es necesario que vuelva al Padre para 
enviárnoslo. El Espíritu, dice también, nos introducirá en la verdad, 
haciendo conocer a su Iglesia y murmurando al corazón de los fieles 
todo lo que ha conocido en el seno de la Trinidad: lo que anunciará, 
de Él, de Jesús, lo habrá recibido. 
Admirable discurso esta suprema conversación de Jesús con los 
suyos. Nos sumerge en las profundidades de Dios. San Juan nos 
dice las relaciones íntimas de las Tres Personas: el Padre está en el 
Hijo y el Hijo en el Padre (Juan, X, 30; XIV, 11, 20), mas el Espíritu 
también está en ellos, ya que allí toma todo lo que nos anuncia (XVI, 
15). Pero San Juan nos lleva a contemplar, también, los pasos de 
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, profundamente comprometidos en 
la historia de nuestra salvación: hacia nosotros se vuelven para 
vivificar nuestras almas. La Trinidad bienaventurada pasa a ser en 
ese mundo luz y santidad. 
Es también ese mismo diseño del Dios Trinidad lo que evoca el 
último cuadro fulgurante del Apocalipsis, XXII, 1. El ángel muestra a 
San Juan «un río de agua de vida, límpido como cristal, que salía 
del trono de Dios y del Cordero». Ese río es el Espíritu de santidad 
que viene del Padre y del Hijo. Es el agua viva que Jesús prometía a 
la samaritana, para que ella saciase su alma sedienta; es el agua 
misteriosa que Juan vió salir del costado abierto de Cristo en la 
Cruz. El Padre y el Hijo son su fuente. En las festividades de 
Pentecostés, la Iglesia ruega continuamente para que venga a 
nosotros: 
«Accende lumen sensibus, 
Infunde amorem cordibus»...
«Prende tu luz a nuestros sentidos, 
Infunde en nuestros corazones tu amor»
Himno Veni, creator Spiritus. 
* * * * *
Es tiempo ya de que detengamos nuestra lectura de las 
Escrituras y que pongamos fin a esta primera parte. 
Con los Sinópticos, los Hechos, San Pablo y San Juan hemos 
penetrado en el misterio de Dios. Sin apresurarnos, hemos leído los 
textos con la preocupación de no encontrar en ellos nada más que 
lo que los autores sagrados habían encerrado, pero también todo lo 
que aquellos habían querido incluir. El haber aprovechado su 
«catequesis» viva nos ha iluminado. El Antiguo y el Nuevo 
Testamentos son desde ahora libros menos sellados, puesto que 
hemos hallado en ellos algo del misterio de Dios. El Espíritu de 
Jesús nos ha mostrado su sentido. Mas nuestra tarea no está 
terminada; veinte siglos de reflexión cristiana quedan aún por 
explorar ¿Pero qué es lo que, durante este tiempo, ha podido 
revelar a la Iglesia de Cristo, su Espíritu? Las Partes II y III van a 
mostrárnoslo. En la segunda veremos a la herejía suscitar la 
investigación. Frente a los errores, la fe de los primeros doctores 
cristianos busca la verdad, elabora catequesis vivas, ora y afirma. 
«Profesiones de fe», símbolos, etc., se derraman en la Iglesia. Los 
cristianos viven de esta fe y mueren por ella. Mas la ley de su 
oración pasa a ser la de su fe. El Dios Trinidad es para ellos un 
Dios vivo. 
En la tercera parte reflexionaremos, ayudados por las luces de 
doctores como San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Las luchas 
para defender la fe, los esfuerzos por precisarla no son ya 
necesarios. Pero hay que instalarse en el corazón mismo de Dios. 
La razón nos conducirá hasta él. «Creo que Dios es Trinidad», 
pasará a ser, humildísimamente todavía: «Sé el Dios Trinidad», sé 
lo que es en sí mismo y advierto, gracias a Él, lo que es el hombre 
formado a su imagen. 
........................
33. Gnosticismo, doctrina que pretendía que la salvación reside no en el 
Salvador, Jesús-hombre, sino en una multitud de seres espirituales cuyo 
papel es libertar al espíritu de la materia en la que se halla inmergido. La 
salvación se obtiene, entonces, por el conocimiento (o según la palabra 
griega, la «gnosis») de este orden de cosas. 
34. Docetismo, del verbo griego «dokei»; Cristo parece sólo un hombre, 
pero su carne no es real. 
35. Véase VIII, 56. Los Padres griegos dirán más tarde que era el Verbo 
el que venía entre los hombres cuando Dios se manifestaba en el Antiguo 
Testamento. San Ireneo explicará que se acomodaba a las costumbres de 
este mundo y preludiaba con ello su Encarnación. 
36. Exegeta, hombre que hace la exégesis, ciencia que consiste en 
interpretar los Libros Santos de las Escrituras. 


LAS PROFESIONES DE FE CRISTIANA

CAPITULO PRIMERO
EL SIGLO SEGUNDO

Primeras herejías, primeras luchas

Las herejías1. 
La fe en la Trinidad se hallaba expresada con riqueza por San 
Pablo y San Juan. Los fieles no tenían que buscar otra cosa para 
nutrir su fe y su amor. Sin embargo, quedaban serias dificultades 
que no se tardó mucho en sentir. Los medios de vida y pensamiento 
del siglo segundo dieron pie a ello 
Había en primer lugar el medio judío. La fe en la Trinidad no 
dejaba de chocar profundamente con la de los judíos, aferrados con 
todas las fibras de su ser al Dios único. Al punto resultó evidente 
que una fracción importante del medio judío no pudo admitir el 
nuevo dogma, que parecía tenerle en jaque. La dificultad se 
cristalizó inmediatamente alrededor de la persona de Jesús. Había 
que explicar el misterio de su aparición, de su vida, de sus palabras, 
de sus actos. En esa corriente negadora se encuentra uno en 
primer lugar, desde el tiempo de San Pablo, a los «ebionitas», es 
decir, según la etimología, los pobres. Son fieles a las 
prescripciones de la Ley de Moisés y no buscan en manera alguna 
sobrepasar la revelación que les fue transmitida sobre la naturaleza 
del único Dios. Más tarde, a finales del siglo, en el momento en que 
escribe San Juan, se encuentra en Efeso un doctor judío de 
Alejandría, de nombre Cerinto. Ha llegado a esa ciudad para 
combatir en ella la fe que le aporta San Pablo. Pues bien, los 
ebionitas y Cerinto, manteniendo firme su fe en el Dios único, 
presuponen que Jesús no es Dios. No hay que ver en El más que a 
un hombre como los demás, hijo de José y de Maria. Los ebionitas 
admiten de grado que sea el Mesías prometido. Por su parte, 
Cerinto pretende que en su Bautismo en el Jordán un espíritu 
celestial, de nombre Cristo, vino a Él para conferirle una misión 
especialisima: anunciar al Padre. De todas maneras, Jesús no es 
verdadero Dios, sino el Mesías, o un profeta. 
Frente a esos primeros herejes, esclavizados demasiado 
fielmente a la revelación antigua, otros, deseosos de conciliar la fe 
judía, la fe cristiana y la filosofía, no resultan menos peligrosos. Son 
los «gnósticos». 
Ya en tiempo de San Pablo—los Hechos de los Apóstoles, VIII, 
9-10, nos lo refieren—un tal Simón, dedicado a las prácticas de la 
magia, hacía gran impresión en el pueblo de Samaria. Se 
proclamaba «un gran poder de Dios», es decir, un hombre habitado 
por un espíritu celestial, como hacía poco tiempo Jesús. Todos le 
prestaban gran atención, pues su prestigio era muy grande. 
Pero más temible y complejo es el error de los hombres a 
quienes la historia da los nombres de Basílides, Valentín y Marción, 
entre los años 100 y 150. Su doctrina acerca de Dios era sutil, por 
cuanto que era una fusión de varias otras. Aquellos hombres eran 
judíos. No querían abandonar, por consiguiente, la unicidad divina. 
Por otra parte, cierta filosofa, de tipo neoplatónica y gnóstica, 
constituye la base de su formación humana. Ahora bien, esa 
filosofía les enseña que la materia, los cuerpos, son realidades 
esencialmente malas, cuyo autor no puede ser el Dios espiritual y 
bueno. ¿Quién ha hecho, entonces, el mundo material, sino esos 
espíritus llamados «eones», situados entre éste y Dios, aunque muy 
por debajo de Dios, puro espíritu? Pues bien, colmo de la iniquidad, 
no sólo un «eón» creó la materia, sino que uno de ellos ha 
encerrado en ella una chispa de luz, que debía sólo poseer el 
mundo espiritual. ¿Quién la liberará ahora? —El cristianismo ofrece, 
en tercer lugar, un elemento de solución. Un «eón» divino pasó a 
habitar en Jesús y se unió con Él. ¿Para qué?—Para convertirle en 
Salvador. No es que Jesús haya redimido el mundo corporal malo 
por su Pasión y Resurrección. No es Dios para poder hacerlo. Sino 
que el papel de Jesús fue dar a los hombres una ciencia superior, la 
«gnosis» o conocimiento de los caminos de salvación. Esos caminos 
consisten en desprenderse de la materia para hacerse puramente 
espiritual. 
Pues bien, tales doctrinas iban a evacuar totalmente el misterio 
de Dios. La salvación no es ya más que evasión y el hombre se 
apodera de ella por sí solo, siguiendo el ejemplo de Cristo, sin la 
ayuda de la gracia. Además, como se habrá advertido, el interés se 
dirigía a la persona de Jesús; el Espíritu Santo no ocupaba lugar 
alguno en esas especulaciones. 

Primeras luchas en favor del Dios trino

Los doctores inspirados. 
Otra vez hallamos aquí a San Pablo... Ya en Colosas y en Efeso, 
para anclar allí la fe en Cristo, Hijo de Dios, luchaba contra los 
«judaizantes». 
A los Colosenses (I, 15-20) San Pablo explica que Cristo es «la 
imagen» de Dios, la causa y la cabeza de todas las cosas, pues hay 
en Él un «pleroma» 2 que hace que todo lo compendie y 
«recapitule». Plenitud que hay que entender en el sentido de que, 
habiéndolo el Padre puesto todo en Él, Cristo es la síntesis de la 
divinidad, de todos los Poderes celestiales, de todo el Universo que 
ha creado y de toda la Iglesia redimida. Es, pues, igual a Dios, 
superior a todos y a cada uno de los espíritus celestes; está por 
encima de los «elementos del mundo», que son los seres 
espirituales de quienes se creía que sostenían el universo. 
En el capítulo siguiente, léanse los versículos 4 a 10. San Pablo 
declara que la «plenitud» habita en Cristo «corporalmente», es 
decir, en su naturaleza humana. Toda «filosofía» que aleja de El es, 
por consiguiente, falsa. No hay nada que buscar fuera de Cristo, 
cabeza de todo «Principado» y de toda «Dominación» 3 Es 
suficientemente poderoso para triunfar de las «Potestades» del mal, 
los ángeles caídos. 
El otro doctor inspirado es San Juan. Sus adversarios son a la 
vez los «docetas» y los «gnósticos». Contra esos últimos tiene el 
deber de mostrar que Jesús es verdadero Dios. Recordamos el 
Prólogo, escrito contra ellos y para reforzar la fe de los primeros 
cristianos. El Verbo creador es Dios perfecto. Jesús es ese Verbo. 
Luego, Jesús es Dios. 

Algunos doctores cristianos. 
La lucha no estaba terminada. A comienzos del siglo II se ve al 
santo obispo Ignacio de Antioquía, que debía morir mártir, triturado 
entre los dientes de las fieras, volver a ella. Cuando habla a los 
romanos del suplicio que debe sufrir en Roma, les describe su 
alegría al pensamiento de que «imitará la pasión de su Dios» (Rom., 
VI, 3). ¿Qué profesión de fe más magnífica podría hallarse? 
A los Efesios dirige una advertencia contra los falsos doctores. 
Jesús, dice, ha conocido dos estados: nació de María como médico, 
con la mira puesta en nuestra salvación, bajo este respecto 
engendrado según la carne, con capacidad para sufrir, pero es 
también «inengendrado», con lo que Ignacio quiere decir: 
verdadero Dios. 
«Unos hombres provistos de perversa astucia tienen la 
costumbre de hablar por todas partes del nombre de Dios, mas 
obran distintamente y de una manera indigna de Dios; a aquellos 
hay que evitarlos como fieras salvajes. Son perros rabiosos, que 
muerden arteramente. Debéis guardaros de ellos, pues sus 
mordiscos son difíciles de curar. No existe más que un solo médico, 
carnal y espiritual, engendrado e inengendrado hecho carne, Dios, 
en la muerte vida verdadera, nacido de Maria y nacido de Dios, 
primero pasible y ahora impasible, Jesu-Cristo nuestro Señor» 
(Efes., VII, 1-2). 
Pero Ignacio no conoce sólo el Dios-Hijo, sino que sabe tambien 
hablar de las tres Personas. En forma magnífica, hace de la 
Trinidad el modelo de toda comunidad humana: 
«Tened, pues, cuidado, dice a los de Magnesia, de afirmaros 
en las enseñanzas del Señor y de los Apóstoles, a fin de que en 
todo cuanto hagáis alcancéis el éxito (Salmo I, 3) de carne y espíritu 
en la fe y la caridad, en el Hijo y en el Padre y el Espíritu, en el 
principio y en el fin, con vuestro tan digno obispo, y la preciosa 
corona espiritual de vuestro presbiterio y con vuestros santos 
diáconos. Estad sometidos al obispo y los unos a los otros (San 
Pablo, Efes., V, 21) como el Cristo según la carne estuvo sometido 
al Padre, y los Apóstoles a Cristo y al Padre y al Espíritu, a fin de 
que la unión sea a la vez carnal y espiritual» (Magn., XIII, 2). 
Por último, ese texto admirable en que, oponiéndose como San 
Pablo a los falsos doctores, deja ya entrever todo el misterio de 
nuestro retorno en Dios: 
«Me he enterado de que algunos, viniendo de allá abajo, se han 
pasado a vosotros, portadores de una mala doctrina; pero que no 
les habéis dejado sembrar entre vosotros, tapándoos los oídos, 
para no recibir lo que siembran, recordando que sois piedras del 
templo del Padre, preparadas para la edificaciónn de Dios Padre, 
elevados hasta lo alto por la máquina de Jesu-Cristo que es la Cruz, 
sirviéndoos como de cable el Espíritu Santo» (Efes., IX, 1). 

El segundo doctor en el que nos detendremos es San Justino 4. 
Éste ofrece un doble interés, pues ha hablado del misterio de Dios, 
así a los judíos como a los paganos. Su método, fundado en la 
discusión de los fundamentos de su fe y en su justificación ha 
inducido a colocarle entre los Padres apologistas. 
Justino dialoga al principio con un judío llamado Trifón, negador 
también del Dios-Trino. Pues bien, va a demostrarle que la venida 
de Jesús al mundo no se opone a las sagradas Escrituras del 
Antiguo Testamento, en las que cree Trifón. ¿No era el Verbo el 
que ya se manifestaba a los patriarcas, preludiando así su 
Encarnación al venir entre los hombres? Sin duda las expresiones 
de que se sirve San Justino no son siempre muy exactas. Por 
ejemplo, proclama que no podría convenir al Padre encarnarse. De 
ahí esta consecuencia: 
«Por consiguiente, hay que creer que hay por debajo del 
Creador del universo otro Dios y Señor que es llamado «ángel» 5 
para anunciar a los hombres todo cuanto quiere anunciarles el 
Creador del universo por encima del cual no existe otro Dios» 
(Diálogo 61). 
Cristo parece, pues, colocado por debajo del Padre, el Dios por 
excelencia. Mas lo que Justino quiere decir aquí, es sobre todo que 
el Padre es invisible y que ha tenido necesidad de un mensajero 
para darse a conocer. 
San Justino escribió también dos Apologías dirigidas al 
emperador filósofo, Marco-Aurelio. Habilísimamente le explica que 
él, filósofo estoico, cree en un «verbo seminal», es decir, en una 
especie de «germen» de donde ha podido salir el universo. Pues 
bien, habiendo anticipado esto, encontrará mejor dispuesto al 
oyente para exponerle cómo el Verbo de Dios es algo análogo y 
que el mundo de Él ha nacido. 
Por otra parte, como las acusaciones dirigidas contra los 
cristianos van a inculparles de ateísmo 6, hace una exposición de 
su fe en el Dios en que cree: 
«Nosotros no somos ateos, los que veneramos al Creador del 
Universo... Y os demostraremos también que tenemos razón para 
honrar a Aquel que nos enseñó esta doctrina y que fue engendrado 
para ello Jesucristo, que fué crucificado bajo Poncio Pilato, 
gobernador de Judea en tiempos de Tiberio-César; nos han 
enseñado a reconocer en Él al Hijo del verdadero Dios y lo 
colocamos en segundo lugar y, en tercero al Espíritu profético» (1ª 
Apología, XIII, 1-3). 
Teología muy en mantillas todavía, pero que permitía, sin 
embargo, responder a los adversarios de la fe cristiana. La 
grandísima trascendencia de Dios Padre llevaba infaliblemente a 
instituir en la Trinidad un rango, cayo segundo escalón ocupaba el 
Verbo y el tercero el Espíritu Santo. Igualmente San Justino parecía 
decir que el Verbo de Dios no adquiría su independencia y realidad 
personal más que al venir al mundo, en la Creación o la 
Encarnación. Mas, ante todo, lo que preocupaba a San Justino era, 
afirmando la realidad de las tres personas, salvaguardar la situación 
incontestada del Padre, que no había aparecido en este mundo, y 
el valor de la obra de Cristo, valor de revelación y redención de los 
hombres. La historia retendría esa lección. 

De excepcional importancia es el santo obispo y mártir de Lyon, 
Ireneo 7. También él combate a los «gnósticos» y principalmente a 
aquel hombre llamado Marción, cuya desenvoltura frente al Nuevo 
Testamento, y sobre todo frente al Evangelio de San Lucas, es bien 
conocida. Dado que no era preciso que Jesucristo hubiese nacido 
de una mujer, pues la materia y la generación son totalmente malas, 
Marción suprimía arbitrariamente la flor de los escritos de San 
Lucas, los relatos de la Anunciación y de la infancia. 
Ireneo va a establecer, pues, que Dios está en el origen de la 
materia. Mas la humanidad, creada en un estado espiritual bastante 
rudimentario, debía ser educada por Dios y elevada de la 
imperfección a un estado más perfecto. Como excelente educador 
que es, Dios conducía al hombre hacia la perfección. Mas el pecado 
de Adán y Eva se intercala aquí. Poco capaces aún de 
discernimiento, en la aurora de la humanidad, fueron engañados 
por el diablo, pecador mucho más que ellos. El talento de Dios —y 
su poder—fué derrotar la astucia del demonio y la caída real del 
hombre prosiguiendo su educación. El Verbo proveyó a ello. En 
esta visión impresionante de los designios de Dios, el pecado de 
Adán y la restauración de la humanidad encontraban, pues, una 
explicación fácil y coherente. El Verbo, en las teofanías del Antiguo 
Testamento y posteriormente en su Encarnación, era constituido su 
Salvador. 
La vida del hombre y su progreso espiritual, será, pues, en 
adelante, compartir la vida de Dios, que le ha sido dada en 
Jesucristo. La vida de la Trinidad, he ahí lo que conduce a la 
intimidad divina. Para explicarlo, San Ireneo se complace en 
comentar el símbolo bautismal. He aquí recordada la regla de la fe: 

«El error se ha apartado extrañamente de la verdad en tres 
artículos principales de nuestro bautismo. En efecto, o bien ellos 
(los gnósticos) desprecian al Padre, o bien no aceptan el Hijo 
hablando contra la economía de la Encarnación, o bien no admiten 
el Espiritu Santo, es decir, que desprecian la profecía. Hemos de 
descontar de todos esos incrédulos y huir de su sociedad, si 
verdaderamente queremos ser agradables a Dios y por Él llegar a la 
salvación» (Demostración, 100). 
He aquí, ahora, el orden de la salvación: 
«El Padre lleva a la vez la creación y su Verbo, y el Verbo llevado 
por el Padre da el Espíritu a todos, según el Padre lo quiere. A 
algunos, como conviene al «ser» creado que es obra de Dios; a 
otros, como conviene a adoptados que son hijos de Dios. Y así se 
manifiesta un solo Dios Padre, que está por encima de todas las 
cosas, y presente a todas las cosas y en todas las cosas. Por 
encima de todas las cosas el Padre y El es la cabeza del Cristo; 
presente en todas las cosas, a su vez el Verbo, y El es la cabeza de 
la Iglesia; en todos nosotros el Espíritu y El es el agua viva, que el 
Señor da a los que creen en Él con fe verdadera y le aman» (Contra 
las herejías, V, XVIII, 2). 
Con mayor precisión todavía describe San Ireneo el papel de las 
tres personas en la divinización del cristiano: el Padre envía al Hijo, 
el Hijo se hace hombre para que nosotros nos hagamos «dioses», 
pero el Espíritu es el que nos aporta las arras y nos entrega al 
Padre: 
«Cuando estamos regenerados por el bautismo que nos es dado 
en nombre de estas tres personas, somos enriquecidos en este 
segundo nacimiento con los bienes que están en Dios Padre, por 
medio de su propio Hijo con el Espíritu Santo. Pues los que son 
sacados de la fuente reciben el Espíritu de Dios que les da al 
Verbo, es decir, al Hijo; y el Hijo los toma y los ofrece a su Padre y 
el Padre les comunica la incorruptibilidad. Así, pues, sin el Espíritu 
no se puede ver al Verbo de Dios; y sin el Hijo nadie puede llegar al 
Padre, ya que el conocimiento del Padre es el Hijo, y el 
conocimiento del Hijo se obtiene por medio del Espíritu Santo; pero 
el Hijo es quien, por oficio, distribuye el Espíritu según el gusto del 
Padre, a los que el Padre quiere y como el Padre lo quiere» 
(Demostración, 7). 
Tal era la enseñanza dada a los cristianos del siglo lI. Poseyendo 
el Hijo y el Espíritu Santo el poder de divinizar, por esta razón son 
Dios. El argumento cerraba la boca al hereje y los cristianos del 
siglo segundo podían desplegarse en esta fe viva en las tres 
personas, fuentes de vida. 

La fe del símbolo de los Apóstoles

De una forma muy viva, asimismo, nació el «Creo en Dios» de 
nuestra oración cotidiana y de las grandes circunstancias de la vida. 
¿Se sabe cuándo padrino y madrina lo rezan en nombre de su 
ahijado? Cuando los jóvenes confirmados en la fuerza del Espíritu 
Santo lo repiten y cuando nuestros niños, en el día de su 
compromiso personal en la fe del bautismo lo repiten, ¿se piensa 
bastante en todo el trabajo que representó en los primeros siglos de 
la Iglesia? 
Creo en Dios Padre, 
Creo en Dios Hijo, 
Creo en el Espíritu Santo. 
Fórmulas viejas de casi veinte siglos, que suscriben aún nuestros 
compromisos en casi todos los sacramentos cristianos, ya que el 
clérigo lo dice también en el día de su ordenación sacerdotal, que le 
constituirá en ministro de la Palabra y doctor de la fe entre los fieles; 
ya que, al morir, al exhalar su postrer suspiro, repetirá la fe 
inalterada de veinte siglos de cristianismo y, deseémoslo, la de toda 
su vida. 
Cristo había dicho: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes, 
bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu 
Santo» (Mat., XXVIII, 1). Así que, después de Pentecostés, los 
Apóstoles parten, enseñan y bautizan. La fe crece en los corazones 
y la Iglesia crece sin cesar (Hechos, II, 41, 47). Mas había necesidad 
de cristianos convencidos. Aceptar como miembro de la Iglesia a un 
nuevo candidato suponía, en los primeros siglos, una decisión 
voluntaria de su parte, una fe asegurada, que se quisiera encontrar 
hoy día entre nuestros cristianos y en los adultos que se preparan 
para el Bautismo. Ahora bien, la condición previa para la admisión al 
Bautismo era el conocimiento de los misterios de la salvación, que 
se resumían en el de la Santísima Trinidad. En seguida se había 
sentido que la orden de Cristo: «Id... Enseñad...» era formal, pero 
que el baño de la regeneración no podía ser concedido más que a 
los creyentes. Así, para asegurarse de la preparación intelectual y 
espiritual de los candidatos, se ve nacer numerosas profesiones de 
fe, que los catecúmenos 8 debían aceptar y proferir en el día de su 
Bautismo. La «profesión del símbolo» en la noche de Pascua, 
desde el siglo IV, culminaba una práctica de origen más modesto, 
aunque idéntica en su fondo a los desarrollos ulteriores. Era la 
orden del Señor, que se respetaba así. 
San Pedro había proclamado en el día de Pentecostés: el 
Bautismo debe ser administrado en nombre de Jesu-Cristo, es decir, 
por su palabra y autoridad (léanse Hechos, II, 38; X, 48; XXII, 16, y I 
Epist. de San Pedro, III, 18-22). 
San Pablo reclamaba, a su vez, la profesión de fe en Cristo como 
condición indispensable de salvación (léase Rom., X, 9; I Cor., VIII. 
6; XII, 3-11; véase también San Juan, I Epist., IV, 2-3). 
Y el diácono Felipe, según algunos de los manuscritos, había 
exigido del eunuco de la reina de Etiopía, a quien acababa de 
catequizar, las mismas disposiciones (Hechos, VIII, 37).
Quedaba, pues, trazada una línea de conducta. En adelante no 
se podría, pues, conferir el Bautismo de Cristo sin escuchar, de 
boca del catecúmeno, la profesión de fe cristiana. Los ejemplos de 
esa norma de conducta abundan en el siglo II, ya se trate de la 
enseñanza dada, ya del rito mismo. 

La enseñanza preparatoria para el Bautismo. 
La Didajé, o doctrina del Señor enseñada a los pueblos por los 
doce Apóstoles 9, consagra seis capítulos a señalar al cristiano el 
camino que debe seguir para ser discípulo del Señor. En el capítulo 
VII se declara entonces: 
«En lo que concierne al Bautismo, bautizad así: después de 
haber enseñado todo lo que precede, bautizad en el nombre del 
Padre, del Hijo y del Espiritu Santo en el agua viva». 
San Ireneo de Lyon, como hemos visto, daba a sus fieles una 
enseñanza pura y fuerte. 
Tertuliano, hacia el año 200, atestigua, por lo que toca a la 
Iglesia de Africa, la misma doctrina y práctica 
«La ley del Bautismo ha sido así establecida y su fórmula 
prescrita: Id, enseñad a las naciones, bautizándolas en el nombre 
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. A esa ley se añade la 
siguiente decisión: Nadie, a menos que nazca de nuevo del agua y 
el Espíritu Santo, entrará en el reino de los cielos, lo que somete la 
fe a la necesidad del bautismo. Desde entonces todos cuantos 
creen son bautizados» 10.

El rito bautismal, en los siglos II, lll y IV. 
El rico texto de San Ireneo, acerca del sentido del Bautismo, que 
se habrá podido releer más arriba, no nos describe el rito bautismal. 
Mas la Didajé lo hace. Después de haber dado la enseñanza de 
fondo, dice: 
«Bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo 
en el agua viva. Si no tienes agua viva (es decir, una corriente de 
agua) bautiza en otra agua; si no puedes en agua fría, hazlo en 
agua caliente. Si no tienes ni una ni otra, vierte tres veces agua en 
la cabeza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» 
(cap. VII). 
Tertuliano nada nos dice sobre el rito mismo, salvo en su escrito 
contra el hereje Práxeas, donde habla de una triple confesión de fe 
en las tres Personas. 
Sobre todo en los siglos III y IV encontramos en los documentos 
descripciones del rito bautismal. Nos permitimos anticipar la época 
que estudiamos para leer el ritual, que fue sin duda el romano, en el 
siglo III, semejante al de la Iglesia de Milán en el IV. 
La Tradición Apostólica, de Hipólito de Roma, es un documento 
precioso acerca de los usos del siglo III. En aquella época, el 
Bautismo no se administraba más que a los adultos, tras una larga 
iniciación en los misterios de la fe. Ahora bien, éstos se hallaban 
resumidos en una profesión de fe o «símbolo». En el momento de la 
administración del primero de los sacramentos cristianos, el rezo del 
símbolo manifestaba, en el catecúmeno, su acto de adhesión 
personal al Dios-Trinidad. Mas no se imagine nadie que un rito 
furtivo como éste es demasiado frecuente hoy: un delgado hilillo de 
agua corría por la frente. El rito raramente se limitaba sólo a verter 
agua sobre la frente. Más generalmente se bautizaba en los ríos o 
ya en espléndidos baptisterios que el arte de los siglos IV y V llevará 
a su perfección y de los que conservan aún gloriosos vestigios el 
suelo de Africa, Italia, España y Francia 11. El candidato al 
Bautismo descendía entonces en el agua del río o de la piscina 
bautismal. Interrogábasele sobre los principales articulos de la fe, 
sobre la que debía tener en la Trinidad A cada respuesta afirmativa, 
se le inmergia. Veamos el texto de la Tradición, de Hipólito: 
«Que éste (el catecúmeno) baje al agua y que el que le bautiza 
le imponga la mano sobre la cabeza diciendo: «¿Crees en Dios 
Padre todopoderoso?» Y el que es bautizado, que responda: 
«aCreo». Bautícele entonces una vez teniéndole la mano colocada 
sobre la cabeza. 
Después diga: «¿Crees en Cristo-Jesús, el Hijo de Dios, que 
nació por el Espíritu Santo de la Virgen María, que murió y fue 
sepultado, resucitó vivo de entre los muertos al tercer día, subió a 
los cielos, está sentado a la diestra del Padre, vendrá a juzgar a los 
vivos y a los muertos?» Y cuando haya dicho: «Creo», que le 
bautice de nuevo. 
Diga nuevamente: «¿Crees en el Espíritu Santo, en la Santa 
Iglesia y en la resurrección de la carne?» El que es bautizado diga: 
«Creo». Y así, bautícesele por tercera vez». 
En el siglo siguiente, San Ambrosio de Milán, en su explicación 
de los «sacramentos» o ritos sagrados de la Iglesia, refiere un ritual 
idéntico 12. 

El símbolo actual 
Nuestro «Creo en Dios Padre» actual encuentra su origen, pues, 
en esta antigua tradición de la Iglesia: la profesión de fe bautismal. 
En el fondo nada ha cambiado, salvo tal vez la evacuación del 
sentido espiritual, que no sabemos ya descubrir en dicho texto. 
Parécenos como un pariente pobre, comparado con el esplendor de 
los otros ritos litúrgicos de la Iglesia. Y tal vez lo despreciemos, 
substituyéndolo por nuestras oraciones propias, cargadas 
exclusivamente con nuestra propia historia, con nuestra sola fe, con 
nuestro amor extenuado, en lugar de ir a buscar todavía en esa 
oración litúrgica veinte siglos de fe viva. 
Pues eso es lo que nos queda aún por precisar. El símbolo de 
nuestra fe, el de las grandes efemérides de nuestra vida, tiene toda 
su historia mezclada a la vez con los ritos del Bautismo y con las 
luchas contra la proliferación de las primeras herejías. 
El que nosotros rezamos siempre se llama «texto recibido». Es 
tal cual, sin duda desde el siglo VI. Mas la liturgia casi no lo ha 
empleado, en Occidente, más que desde la época carolingia (siglo 
IX). Sin embargo, antes que él, existió un hermano menor suyo, muy 
humilde, aunque rico en enseñanzas en su humildad y brevedad. Ha 
sido descubierto hace menos de cuarenta años. Se limita a 
enunciar, sobriamente, la fe trinitaria: 
«Creo en el Padre todopoderoso, 
y en Jesu-Cristo, nuestro Salvador, 
y en el Espíritu Santo Paráclito,
en la Santa Iglesia y para la remisión de los pecados» 
(a veces también «para la resurrección de la carne»). 
Se adivina la razón de esta sobriedad. En los primeros siglos, los 
errores trinitarios están todavía poco desarrollados, pero son 
totales. Un formulario muy sencillo de la fe bastaba, pues. Mas, 
poco a poco, nacen las herejías. Afectan a la vez al dogma trinitario 
y a la persona de Cristo. Se advierte, pues, la necesidad de hacer 
más explícitas las profesiones de fe. Hay que creer no sólo en la 
Trinidad y en Cristo, sino en la obra de la Trinidad y en las diversas 
manifestaciones de Cristo. La formula trinitaria tiene su origen en su 
orden (Mat., XXIX, 19); la fórmula cristológica nace en las exigencias 
de San Pablo (Rom., X, 9; véase Hechos, VIII, 37): es necesario 
creer en Jesús Salvador 13. 
Hacia el año 200 los dos formularios, ya amplificados, debían 
reunirse para formar un símbolo, llamado «símbolo» romano, poco 
más corto que el nuestro. Semejante símbolo era, y el nuestro sigue 
siéndolo, la piedra de toque de la fe cristiana: resume la fe de los 
Apóstoles. 
Una última advertencia pondrá fin a nuestras reflexiones sobre el 
símbolo que empleamos hoy. Un sabio erudito, el Reverendo Pedro 
Nautin, ha hecho ver de qué manera había que entender la tercera 
interrogación bautismal. Los escritos de los Padres de la Iglesia de 
los primeros siglos nos dicen bastante comúnmente que la Iglesia es 
santa porque el Espiritu vive en ella, y que el Espiritu es dado a la 
vez para la remisión de los pecados y, en último lugar, para la 
resurrección de la carne. Se habrá advertido que ése era el sentido 
de la profesión de fe en el Espiritu Santo en nuestro antiquísimo 
«Credo». La tercera de las interrogaciones bautismales debía, 
pues, ser ésta: 
«¿Crees en el Espíritu Santo, 
en la Santa Iglesia 
para la resurrección de la carne?» 
Se leerá, pues, mejor y con un mejor sentido el fin de nuestro 
símbolo: 
«Creo en el Espíritu Santo, 
en la Santa Iglesia Católica, Comunión de los Santos, 
para la remisión de los pecados, 
la resurrección de la carne y la vida perdurable» 14.


La oración cristiana

Las profesiones de fe no son los únicos documentos que deben 
consultarse para conocer la vida cristiana en el siglo Il. La oración 
cotidiana personal, la de la Asamblea cristiana, nos proporcionan 
cierto número de indicaciones. La oración de los primeros cristianos 
viene desde luego enteramente a prolongar la de un San Pablo o 
de un San Juan, con la única diferencia casi, de que en el primer 
siglo no se ora a la Trinidad, ni al Espíritu Santo, no se dirige uno 
más que al Padre y a Cristo A partir del siglo Il, las orientaciones 
espirituales se modifican: la alabanza va toda a la Trinidad. Vamos a 
reproducir algunas de las plegarias de los primeros cristianos, 
anticipándonos incluso al siglo III, a fin de constituir un florilegio más 
rico. 

Las doxologías eucarísticas. 
Son las que hallamos en la Misa, ya tan viva en un San Justino. 
En la oración que hoy llamamos Prefacio y los griegos designan con 
el nombre de «anáforas» 15, encontramos una conclusión muy 
parecida a la nuestra. La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma, 
será también aquí nuestra fuente. La anáfora de Hipólito comienza 
como nuestro Prefacio, con un diálogo. Se continúa con una 
alabanza a Dios, incluye la consagración y la oración memoratoria 
que reporta a los grandes acontecimientos de la vida de Cristo 
(Unde et Memores), y concluye así: 
«Os alabemos (Padre) y glorifiquemos por vuestro Hijo 
Jesu-Cristo, por quien tenéis gloria y honor, al Padre y al Hijo con el 
Espíritu Santo, en vuestra santa Iglesia, ahora y en los siglos de los 
siglos. Amén». 
Como se hace hoy todavía, el sacrificio de la Misa era ofrecido a 
Dios Padre por Jesu-Cristo. Mas obsérvase también en ese texto 
que el Hijo y el Espíritu Santo son alabados conjuntamente con el 
Padre. En los ritos de bendición de aquella época este giro es 
constante. 

Las doxologías no eucarísticas. 
San Pablo era amigo de esas oraciones que brotaban 
espontáneamente de su pluma, fórmulas breves en las cuales se 
desahogaba su alma en Dios Padre y en Cristo. A partir del siglo Il 
dos clases de doxologías, que nos son familiares, se integraron en 
la oración cristiana. 
La fórmula usada más corrientemente suplica o da gloria al 
Padre por el Hijo en comunión con el Espíritu Santo. Ése era el 
deseo que San Pablo expresaba al final de la segunda Carta a los 
corintios. Sigue siendo así, todavía, la formna como oramos en las 
«colectas» de las misas: «Per Dominum nostrum Jesum Christum... 
in unitate Spiritus Sancti...». 
GLORIA-PATRI-ET-F/HT: Pero otra fórmula, más breve, formaba 
ya parte del patrimonio cristiano. Todavía hoy, el canto de nuestros 
salmos o de nuestras decenas del rosario terminan con la alabanza, 
en pie de igualdad, del Padre, Hijo y Espíritu Santo: es nuestro 
«Gloria Patri et Filio, et Spiritui Sancto». Nacida a fines del siglo II, 
conocida por San Ireneo, pasó a convertirse, en el siglo IV, en un 
arma utilísima para combatir a la herejía arriana. San Basilio 
demostrará victoriosamente a los negadores de la divinidad del 
Espiritu que su error va contra la fe tradicional de la Iglesia, que no 
teme tributar al Espíritu un honor igual al que tributa a las otras dos 
personas. Y San Ambrosio, asediado por los arrianos en su basílica 
de Milán, halló, en el «Gloria Patri» un sostén espiritual para sus 
fieles: «Hizo con esa doxología un estribillo, que introdujo entre los 
versículos de los Salmos, y que la multitud repitió con fervor, 
glorificando a Dios y protestando así contra la herejía tenaz que 
negaba la igualdad de las tres Personas. 

Los himnos. 
Dar vehemente salida a los sentimientos religiosos bajo la forma 
ritmada, es propiamente el himno. Los judíos y paganos los habían 
compuesto. Los primeros cristianos no debían despreciar esa 
manera de orar. Ya con San Pablo hemos escuchado los primeros 
himnos a Cristo. Y el pagano Plinio el Joven lo había referido al 
emperador Trajano: «Los cristianos cantan himnos a Cristo, como a 
un Dios». Pero el segundo siglo, también en este punto, es trinitario. 

El himno trinitario más antiguo que conocemos es, sin duda, el 
llamado «Luz gozosa», que servía en Oriente como himno vesperal. 
Las tres Personas son alabadas en un pie de igualdad perfecta: 
«¡Luz gozosa de la gloria santa del Padre inmortal, celeste, santo 
y bienaventurado, Jesu-Cristo! Llegados a la hora de ponerse el sol 
y viendo la luz del atardecer, entonamos himnos al Padre, al Hijo y 
al Espíritu Santo de Dios. Tú eres digno en todo tiempo de ser 
alabado por potentes voces, Hijo de Dios, que das la vida. Por esto 
el mundo te glorifica». 
Otro himno, más conocido de nosotros, es el Gloria in excelsis de 
la Misa. Hay algunos manuscritos que nos lo transmiten sin hacer 
mención del Espíritu Santo. Pero otros nos han conservado este 
texto que cantamos siempre en nuestras Asambleas litúrgicas. 

* * * * *

¿Nos hallamos tan lejos de aquel tiempo de fe y de su oración? 
Veamos los hechos. Hoy día, como en el Africa de Tertuliano, el 
cristiano hace la señal de la Cruz, signo de la Redención. Y además 
la acompaña con palabras trinitarias. Nuestro Gloria Patri no ha 
cambiado, como tampoco el Gloria in excelsis de nuestra Misa. 
Oímos siempre la conclusión de las oraciones solemnes que nos 
recuerdan el misterio de nuestra Redención por Cristo y de nuestra 
divinización por el Espíritu Santo, para gloria de Dios Padre. Nuestro 
«canon» conoce el admirable «Per insum», que proclama que, por 
Cristo, en el Espíritu, todo es entregado al Padre. Y, antes de la 
comunión, podemos, como el sacerdote hace, decir las tres 
oraciones suplicantes, la segunda de las cuales es trinitaria. Cada 
año, finalmente, celebramos la Santísima Trinidad en una 
solemnidad, de la que un escritor del siglo XI, Ruperto de Tuy, podía 
escribir: 
«Después de haber celebrado la venida del Espíritu Santo, 
cantamos, el domingo siguiente, la gloria de la Santísima Trinidad, 
pues inmediatamente después de la venida del divino Espíritu 
comenzaron la predicación y la fe, y en el Bautismo, la fe y la 
confesión en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». 
Para cerrar determinadas solemnidades o para significar a Dios 
Uno y Trino su acción de gracias, la Iglesia prorrumpe en el Te 
Deum triunfal. Los tiempos se suceden, la fe no cambia, no hace 
más que adormecerse. ¡Que esta oración cristiana, que hunde sus 
raíces en las fuentes mismas de la fe, pueda despertarla!

BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958

..............
1. Herejía, error que mina la base de la fe de la Iglesia, en uno de los 
artículos principales del Credo. 
2. Pleroma o plenitud. 
3. Tales expresiones designan categorías «de ángeles», los seres 
espirituales, en quienes los colosenses ponían toda su fe y confianza. 
4. Doctor cristiano en Roma, Justino murió mártir hacia 165-166. 
Justino se había convertido al cristianismo. Cansado de todas las filosofías 
porque no daban una respuesta satisfactoria al misterio del hombre y del 
mal, el cristianismo se presentó a él como el único camino que le 
aportaba la luz.
5. Alusión al profeta Malaquías, III, 1. Ángel hay que entenderlo en el 
sentido de «enviado». 
6. Por esta razón los cristianos del siglo II se negaban resueltamente 
a sacrificar a los dioses del paganismo. 
7. Muerto hacia 202-203.
8. Catecúmeno, el que «escucha» la enseñanza de Jesucristo y la 
pone en práctica, para hacerse digno de la gracia bautismal. 
9. Dicho documento es, sin duda, de mediados del siglo II. No procede 
de los Apóstoles, pero aspira a enseñar su doctrina.
10. Tratado del Bautismo, capítulo XIII, 3.
11. Véase en Roma el baptisterio de San Juan de Letrán y, en Francia, 
el de Frejus, por ejemplo (en España puede visitarse el que debió ser un 
baptisterio de los siglos IV-V, en la villa de Constantí, prov. de Tarragona) 
conocido popularmente con el nombre de Centcelles.
12. II, VII, 20.
13. En griego, las iniciales de «Jesús-Cristo, Hijo de Dios, Salvador» 
significan igualmente «pez». De ahí que el pez se convirtiera en un 
símbolo de Jesucristo, Hijo de Dios, nuestro Salvador. 
14. Véase P. NAUTlN, Je crois a l,Esprit Saint, pág. 68, «Éditions du 
Cerf».
15. Término que significa «hacer subir», o acción de gracias.