CAPÍTULO 6

La comunión de la Trinidad:

Crítica e inspiración para la sociedad y la Iglesia


33. Más allá del capitalismo y del socialismo real

La comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, constituyendo un solo Dios, es un misterio de inclusión. Las tres divinas personas se abren hacia fuera e invitan a las personas humanas y a todo el universo a participar de su comunidad y de su vida. Lo dijo muy bien Jesús: "Que todos sean una sola cosa; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros" (Jn 17,21). La presencia de la comunión trinitaria en la historia permite que se superen todas las barreras que transforman las diferencias en desigualdades y discriminaciones; así, en el misterio del Hijo (segunda persona de la Trinidad) no hay judíos ni paganos, ni hombres ni mujeres; todos son una sola cosa (Gál 3,28). En el nivel económico surge la comunión de bienes entre todos (He 4,31-35); y en el nivel social "tenían un solo corazón y una sola alma" (He 4,32). Tenemos que ver aquí unas realidades utópicas: caminamos en dirección hacia esos ideales. Desencadenan energías para alcanzar niveles cada vez mayores de participación y de comunión y, al mismo tiempo, relativizamos y criticamos cada conquista alcanzada, conservándola abierta a nuevos perfeccionamientos.

Hay un anhelo humano fundamental: el de participación, el de igualdad, el de respeto a las diferencias y a la comunión con todo y con Dios. La comunión de los divinos tres promueve una fuente de inspiración en la realización de estos anhelos ancestrales de todas las personas y de todas las sociedades. Cada persona divina participa totalmente de las otras dos: en la vida, en el amor y en la comunión. Cada una de ellas es igual en eternidad, en majestad y en dignidad; ninguna es superior o inferior a la otra. Aunque iguales en la participación de la vida y del amor, cada persona es distinta de la otra. El Padre es distinto del Hijo y del Espíritu Santo, y así también las otras dos personas. Pero esta distinción permite la comunión y la entrega mutua. Las personas son distintas para poder dar de su riqueza a las otras y formar así la comunión eterna y la comunión divina. La santísima Trinidad es la mejor comunidad.

¿Cómo realizan este ideal nuestros sistemas de convivencia que hoy dominan, el capitalismo y el socialismo? El capitalismo se asienta sobre el individuo y su evolución personal, sin ninguna ligación esencial con los otros y con la sociedad. En el capitalismo los bienes están apropiados privadamente, con la exclusión de las grandes mayorías. Se valora la diferencia, en perjuicio de la comunión. En el socialismo se valora la participación de todos; por eso está estructuralmente más cerca del proyecto de Dios que cualquier otro sistema; pero se valoran poco las diferencias personales. La sociedad tiende a ser masa y no ya una red de comunidades en las que cuentan las personas. El misterio trinitario apunta hacia formas sociales en las que se valoran todas las relaciones entre las personas y las instituciones, de forma igualitaria, fraternal y dentro del respeto de las diferencias. Sólo así se superarán las opresiones y triunfarán la vida y la libertad.

En todos los problemas radicalmente humanos y sociales trabaja un sueño infinito, se hace presente una exigencia última de vida para todos, empezando por los últimos, de inclusión de todos y de comunión con todo y con todos. En otras palabras, siempre hay una cuestión teológica que tiene que ver con lo supremo y lo decisivo de nuestra historia. Es la aparición del misterio de la Trinidad, en el que las tres personas, por causa del amor recíproco, convergen para ser un único Dios vivo y dador de vida.


34. De una Iglesia-sociedad hacia una Iglesia-comunidad
 

La Iglesia tiene una dimensión de misterio que sólo puede captarse por la fe. Es portadora de la memoria de Jesucristo, de la fuerza del Espíritu y de la tradición de los apóstoles. Creemos que la sustancia de la encarnación se perpetúa en la historia a través de ella: por Cristo y por el Espíritu Santo, Dios está definitivamente cerca de cada uno de nosotros y dentro de la historia humana. Este misterio gana cuerpo en la historia, ya que se organiza en grupos y comunidades. Las comunidades, a su vez, asumen los elementos de cada época, de forma que la Iglesia tiene tantos rostros como encarnaciones ha conocido a lo largo de su historia. La concepción monárquica del poder fue la que marcó más profundamente a la Iglesia y a la forma con que ha organizado la distribución del poder entre sus miembros. En este caso predominó, no ya una reflexión sobre la santísima Trinidad, sino el monoteísmo pretrinitario o atrinitario. Todavía hoy se sigue diciendo: como hay un solo Dios, como hay un solo Cristo, tiene que existir en la tierra un solo representante oficial de Cristo, que es el papa para toda la Iglesia, el obispo para la diócesis, el párroco para la parroquia y el coordinador para la comunidad de base. Aquí se verifica una inmensa concentración de poder en una sola figura. Al relacionarse con los otros, asume fatalmente una actitud paternalista y asistencialista. El portador de poder se siente investido de grandes responsabilidades, ya que debe representar a Dios delante de los demás. Tiene que ejercer ese poder en beneficio de los otros, en orden a su salvación eterna. Lo hará todo para el pueblo. Y como solamente él es el representante oficial de Dios, difícilmente lo hará con el pueblo o a partir del pueblo. De este modo deja de reconocer y de valorar la inteligencia del pueblo, su experiencia de fe, su capacidad evangelizadora y su carácter de representante también de Dios y de Cristo. Dentro de esta práctica monárquica, fácilmente surge el autoritarismo, por un lado, y la supervivencia, por otro. De una Iglesia-comunión de fieles, todos iguales y corresponsables, se pasa a una Iglesia-sociedad con una distribución desigual de funciones y de tareas.

Por el contrario, si partimos de que la santísima Trinidad es la mejor comunidad, de que la comunión de los divinos tres hace que ellos sean un solo Dios, entonces veremos que nace otro tipo de Iglesia. Esa Iglesia es fundamentalmente comunidad. Cada uno tiene en ella sus propias características y sus dones, pero todos viven en función del bien de todos. Surge una comunidad con diversidades, que se respetan y se valoran como expresión de la riqueza de comunión de la misma Trinidad. Cada uno, en la medida en que crea comunión y se inserta en la comunión, es representante de la santísima Trinidad. En la Trinidad, lo que hace la unión de los divinos tres es la comunión entre ellos y la entrega total de una persona a las otras. Es lo mismo que tiene que ocurrir en la Iglesia: superando la centralización del poder y distribuyéndolo entre todos, surgirá la unidad dinámica, reflejo de la unión trinitaria.

Cuando la Iglesia se olvida de la fuente de donde nació —la comunión de las tres divinas personas—, deja que su unidad se transforme en uniformidad; que un grupo de fieles asuma él solo todas las responsabilidades, poniendo trabas a la participación de los demás; dejar que los intereses confesionales predominen sobre los intereses del Reino; correr el riesgo de que el arroyo de aguas cristalinas se convierta en un charco de aguas estancadas... Es preciso convertirse a la Trinidad, para recuperar la diversidad y la comunión, que crea la unidad dinámica y siempre abierta a nuevos enriquecimientos.