El Espíritu Santo en actividad
dentro de la Iglesia
Entiéndase bien este titulo. El Espíritu actúa fuera de las
«fronteras» de la Iglesia o de las Iglesias oficiales: en las Iglesias
separadas de Roma desde luego que si, pero también fuera de
ellas. Recuerdo esta frase acertada del ortodoxo Paul Evdokimov:
«Sabemos dónde está la Iglesia, pero no nos es dado emitir un
juicio y decir dónde no está». Como dice Congar, existen «venidas
del Espíritu sin descifrar, no reveladas». y cita a Péguy:
«Yo veo la flota invisible,
Son todas las oraciones
que ni siquiera fueron articuladas.
Pero yo las conozco.
Esos obscuros movimientos del corazón,
los buenos movimientos secretos
que inconscientemente brotan,
nacen e inconscientemente suben hasta mí.
Ni el mismo que los tiene los percibe,
pero yo los reúno, dice Dios,
y los cuento y los peso».
Así pues, no tenemos la pretensión de reservar el Espíritu (ni
por lo tanto la salvación), ·exclusivamente para nosotros» los
católicos. No estamos ya en los tiempos en que era posible
empecinarse en la fórmula «fuera de la Iglesia no hay salvación»
(y, por consiguiente, tampoco hay fuera de ella, actuación del
Espíritu). Así lo reconocía en 1971 la Asamblea plenaria del
episcopado francés, reunida en Lourdes: «¿No vale más decir:
fuera de la Iglesia no hay salvación reconocida? La Iglesia es la
salvación que se afirma y se expresa porque se sabe».
Excluida la pretensión indicada, el titulo que hemos elegido
significa simplemente nuestra intención de circunscribirnos a la
Iglesia propiamente dicha -especialmente a la nuestra (la católica) ,
y también a los períodos (los últimos) que más huella han dejado
en nosotros
¿En qué ha quedado el hermoso impulso de la Iglesia primitiva?
Aquella Iglesia primitiva nos servirá de punto de referencia. Sin
duda alguna, a pesar del cuadro un poco idílico que de ella nos
pinta San Lucas en los Hechos (más que una descripción de lo que
sucedía siempre y en todas partes, era un ideal que él presentaba
a sus cristianos), sabemos que aquellas Iglesias de los orígenes
tuvieron sus inevitables debilidades, espejismos (la inminencia de
la segunda Venida), y hasta sus nacientes herejías (cf. los
primeros docetas que niegan a «Jesucristo venido en carne», 1 Jn
4,2 y 2 Jn v.7). Y el mismo Lucas, tras haber alabado a la
comunidad cristiana («un solo corazón y una sola alma»), y su
sentido de la participación (Hech 4,32-3~7), nos relata algunos
casos de signo contrario: la historia de Ananías y Safira (Hech
5,1-11), la disputa entre cristianos de origen griego y hebreo
respectivamente (Hech 6,1-ó), los antagonismos entre Pedro y
Pablo o entre Pablo y Bernabé (Hech 15,36-40 y Ga 2,11-14). Ahí
están también, siempre rodeadas de sombras, aquellas eucaristías
desfiguradas, condenadas por Pablo (1 Cor 11,17-22)
Pero, a fin de cuentas, estamos ante una Iglesia (Iglesias)
audaz, abierta, creadora, dócil al Espíritu que la impulsa hacia los
imprevisibles caminos de la misión. E insisto en el aspecto
«creador» de aquella Iglesia: una Iglesia que tiene que «idear»
mucho, ya que lo que Jesús le legó no fue un programa ni una
organización planificados.
Otro rasgo nos interesa también, muy particularmente en
nuestros días en que volvemos a descubrir que ese rasgo es fruto
del Espíritu: se trata de la profunda comunión que mantenían entre
sí aquellas primeras comunidades, a la vez que mantenían la
pluralidad en sus modos de organización y gobierno. Pensemos,
por ejemplo, en las siete Iglesias del Apocalipsis y en la invitación
que allí se repite las siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que
el Espíritu dice a las Iglesias».
¿Hay que hablar de decadencia o de paulatina desviación,
después de haber visto aquel impulso real de los orígenes y
aquella notable y masiva fidelidad al Espíritu? Hacerlo sería
profundamente injusto, si se afirmara del conjunto de la historia de
la Iglesia. Y no vamos ahora a contabilizar ni a historiar las
fidelidades o infidelidades al Espíritu, para repartir puntos buenos
o malos al periodo en cuestión. Digamos simplemente -sin animo
de hablar de infidelidad caracterizada-, que se impone levantar
acta: en determinados períodos, que además nos conciernen
directamente por haberlos heredado, el Espíritu Santo ha estado
marginado y prácticamente como olvidado con carácter bastante
general (lo mismo en la vida cristiana que en la teología,
particularmente en la eclesiología). Esta afirmación requiere
explicaciones y pruebas (y matizaciones, por supuesto), aunque,
añadamos enseguida, parece apuntar un renacimiento
prometedor.
Cierto subdesarrollo» de la doctrina sobre el Espíritu Santo
Nos referimos por supuesto al catolicismo occidental y al de las
regiones influenciadas por él.
Arranquemos de una observación muy concreta, verificable y
en gran manera significativa. Las definiciones que se han dado de
la Iglesia en el siglo XIX, y digamos que también en los dos
primeros tercios del XX (en términos generales con anterioridad al
Vaticano II), no daban ni espacio de margen de actuación al
Espíritu Santo. Y hablo en primer lugar, del lenguaje de la teología;
los catecismos no serán más que un reflejo suyo, con frecuencia
endurecido. Ahí está el Dictiounaire de théologie catholique, todo
un «monumento» en quince volúmenes que abarca la primera
mitad del siglo XX. En el artículo dedicado al Espíritu Santo, habla
de él evidentemente, pero no le menciona para nada cuando
define a la Iglesia: «La Iglesia es la sociedad de los fieles unidos
por la profesión integra de la misma fe cristiana, la participación en
los mismos sacramentos y la sumisión a la misma autoridad
sobrenatural que emana de Jesucristo, principalmente a la
autoridad del romano pontífice, vicario suyo»
Estas teologías han acarreado, sobre todo con el privilegiado
instrumento de los pequeños catecismos sacados de ellas, una
enorme sobrevaloración y una insistencia casi exclusiva en lo
concerniente a las estructuras institucionales de la Iglesia y del
funcionamiento rígido y centralizado de su actividad. Así, los
católicos han dado la impresión de querer «ahorrarse el Espíritu
Santo»; un Espíritu Santo no negado, naturalmente, pero sí puesto
enteramente al servicio del magisterio, que detentaría su
monopolio en todos los campos: interpretación de la Escritura,
reflexión teológica con tendencia a convertirse en el instrumento
único, oficial, muy ajustado y nada crítico para con la autoridad,
reglas morales ultraprecisas que llevadas al extremo hacen inútil
recurrir a la reflexión responsable y a la conciencia: «En una
palabra, al Espíritu se le ha visto así: como el principio de una vida
santa privada, llevada por las almas, -su misión interior- y, por otro
lado, como la garantía de los actos de la institución,
particularmente de su enseñanza infalibles (Congar, op. cit., I, p.
216).
Sin querer en absoluto «caricaturizar ni ignorar el pasado» -ni
olvidar que el Espíritu Santo estaba presente en la oración diaria
de los fieles (el «Veni Sancte Spiritus»), o en la liturgia
(Pentecostés, con su himno «Veni Creator»...)-, numerosos
teólogos han llegado a ser conscientes de este «subdesarrollo»
católico en lo referente a la doctrina sobre el Espíritu Santo. Estos
teólogos están de acuerdo en señalar ciertos aspectos de la
doctrina o de la práctica eclesial considerablemente
desequilibrados, en perjuicio del Espíritu Santo.
«Subdesarrollo» notorio, en primer lugar de la teología sobre el
Espíritu Santo («pneumatologia», en términos cultos), en
comparación con la teología sobre Dios considerado en general
(existencia, naturaleza y atributos de Dios). Esta teología de «Dios
uno», o más bien esta teodicea, «presentaba ante todo la unidad
primordial de Dios bajo la forma de una esencia divina previa a las
tres personas»; una especie de Dios pretrinitario, de Dios en
general: es una forma de ese deísmo vigorosamente denunciado
por nuestros obispos en su «texto de referencia» para la
«catequesis de los niños». Quien «pagaba los costos» de este
lenguaje era el Espíritu Santo. Incluso cuando se llegaba a lo
específicamente cristiano, como la encarnación y la redención, con
dificultad se precisaba su papel junto al del Padre y al del Hijo: el
Espíritu Santo era como un «doble» de Cristo bastante desvaído,
«carente de función e interés propios».
«Subdesarrollo» llamativo sobre todo en eclesiología, como
hemos sugerido: nos encontramos ante una concepción de la
Iglesia «sociedad visible como la república de Venecia» (y la frase,
que es de Bellarmino, en los labios de su autor no es
caricaturesca), con notoria «inflación del magisterio», hasta el
punto de que, para el pueblo cristiano en su conjunto, se
canalizaba al Espíritu Santo bajo una vigilancia estrecha y hasta
sospechosa, por estar monopolizada por la jerarquía: «La teología,
la enseñanza oficial, y hasta la catequesis y la predicación, habían
impuesto una visión de la Iglesia definida primero como sociedad
desigual, jerárquica, que ante todo y por derecho divino
comportaba una distinción (y nótese que yo añadirla que «rigurosa
y recalcitrante»), entre clérigos y laicos, jerarquía y fieles». Y al
levantar acta de esto Y. Congar (op. Cit., II, p. 195), cita esta
«deliciosas fórmula de Mohler, uno de los pioneros de la
renovación teológica sobre el Espíritu Santo: «¡Dios creó la
jerarquía, y ya con eso proveyó ampliamente a cuanto se
necesitaba hasta el fin de los tiempos!». Así resumía él la
eclesiología sin Espíritu Santo, usual en su tiempo y que él
naturalmente rechazaba.
¿Y los carismas? ¡Sin embargo, San Pablo había hablado de
ellos!
Otro aspecto del mismo «subdesarrollo»: una doctrina de la
Iglesia muda acerca de los carismas, en el pleno sentido de la
palabra, -a no ser que se quiera llamar carismas a los siete «dones
del Espíritu Santo»-, de los que sí se hablaba en la Confirmación
(cf más adelante, cap 5), aunque sobre todo, con un sentido
individual, pietista y moralizante. ¡Y sin embargo, San Pablo había
hablado de ellos, y los Hechos muestran estos carismas en acción
para «construir la Iglesia»! Pero la opinión más extendida
consideraba los carismas como unos dones especiales válidos y
necesarios para los períodos fundacionales de la Iglesia, -y
consiguientemente transitorios-; en lo sucesivo su lugar quedaría
ocupado por la institución. De ahí la oposición que se produjo,
artificial y desafortunada, entre institución y carismas.
Históricamente se explica debido a los pésimos recuerdos de
hechos que se produjeron: muy pronto (s. III), en nombre del
Espíritu y contra la jerarquía, los montanistas se encasquillaron
«en un profetismo cerrado y contestatario», lo cual contribuyó a
reforzar el reflejo de miedo por parte de la autoridad («miedo a los
carismas, miedo a las manifestaciones del Espíritu»). En esta
misma línea, hubo excesos a cargo de determinados movimientos
espirituales desviados que invocaban en su favor a Joachim de
Fiore (éste del s. XII); y finalmente, más cercanos a nosotros,
excesos de cierta teología protestante que denunciaba (con
algunas razones válidas, digámoslo), los defectos de la institución
romana.
Pues bien, todavía hoy cabe preguntarse: «¿Quién puede
temer a los carismas?»; cabe responder todavía hoy, y siempre, lo
mismo: una determinada Iglesia que aprovechara el pretexto del
peligro muy real de posibles desviaciones (como lo demuestra la
historia), para endurecer su autoridad, sospechar y reprimir. El
deseo de prevenirse contra toda clase de aventuras conduce
forzosamente, en un momento dado, a «apagar el Espíritu», que
es «aventurado» de por sí (sopla «donde quiere»).
Volvamos a nuestra teología occidental, para advertir que es
objeto de discusión no sólo su contenido relativo al Espíritu Santo
sino también su estilo, su modo de proceder, la trayectoria de su
pensamiento y su lógica habitual: esta teología es muy
especulativa y objetivante, con sus tratados y sus tesis que
dividen, diseccionan y etiquetan, con olvido excesivo de los nexos,
los pasos y los puntos de vista unificadores. Así, debido a su
mentalidad, se encontraba mal preparada para hablar del Espíritu;
porque éste se encuentra en todas partes, en todos los tratados
para vivificarlos, y porque descompone las elaboraciones eruditas
excesivamente bien ensambladas y demasiado compartimentadas:
«El Espíritu, que es Revelante» no «revelado», no se deja
manipular, ni en lo conceptual ni en lo iconográfico, como si de un
objeto de escaparate se tratara».
Suplencias equivocas del Espíritu Santo
Este tendón de Aquiles de la teología del Espíritu conduce en
ocasiones -para responder a las necesidades de la piedad no
satisfechas- a curiosas substituciones. Con una pizca de
humorismo, pueden citarse unas cuantas «invenciones» sin duda
alguna bienintencionadas, «conmovedoras» para las almas
sensibles, pero que patentizan este olvido del Espíritu y este
equilibrio de la teología y de la piedad. Así, en el siglo XIX se dirá
bastante comúnmente (y no sólo en alocuciones piadosas de
teología aproximativa): «Existen tres santuarios: la gruta del
Nacimiento, el Sagrario y el Vaticano» (Mons. Mermillod). «La
Eucaristía, María y la Santa Sede son los ligamentos principales
que consolidan la Iglesia» (Schoeben). «Hay tres encarnaciones
de Nuestro Señor: en el seno de María, en la Eucaristía y en el
Papa». Monseñor Lépicier hablaba a los cristianos de Abisinia de
«la gran devoción católica a estas tres cosas blancas: la Hostia, la
Virgen María y el Papa» (Congar, op. cit., I, p. 218-224). Y Mons.
Lefebvre recordaba en Econe (en 1977), «los tres dones
principales que Dios nos hizo: el Papa, la Santísima Virgen y el
Sacrificio eucarístico».
En idéntico sentido y apoyándose en los mismos hechos,
puede concluir Laurentin: «Se transferían al Papa funciones
eclesiológicas propias del Espíritu: se habla cambiado la
espiritualidad de obediencia al Espíritu en espiritualidad de
obediencia al Papa (llegando a ser éste, así, el sustituto jurídico y
jerárquico del Espíritu». «Otros hacían de la Virgen María un
sustituto místico del Paráclito,> El Cardenal Suenens cita esta
frase de un protestante inglés: «Cuando empecé a estudiar la
teología católica, cada vez que esperaba encontrarme con una
exposición sobre el Espíritu Santo, me encontraba con María: a
ella se le atribuía lo que nosotros (protestantes) unánimemente
consideramos como la acción propia del Espíritu Santo».
Entendámonos bien. Estas observaciones no pretenden
desacreditar al Papa, a la Virgen ni a la Eucaristía. Ni tampoco
ignorar la vinculación real del Espíritu con el Papa, con María o
con la Eucaristía. Por lo que se refiere a la Eucaristía, volveremos
a hablar de ella, subrayando el importante papel de la epiclesis
(invocación al Espíritu). En cuanto a la Virgen María, no se trata de
minimizar su papel, sino de restituirlo a su verdadero lugar, de
subordinarlo al del Espíritu del que ella estaba llena. Es lo que, por
ejemplo, hace de manera admirable san Ildefonso de Toledo (s.
VII): «Te pido, Virgen Santa, que de ese Espíritu que te hizo
engendrar a Jesús, reciba yo mismo a Jesús. Que mi alma reciba a
Jesús por medio de ese Espíritu que hizo que tu carne concibiera a
ese mismo Jesús (...). Que ame a Jesús en ese Espíritu en el que
tú misma le adoraste como a tu Señor y le contemplas como a tu
hijo».
Es preciso medir bien los efectos de esta «carencia» doctrinal a
propósito del Espíritu en la vida de la Iglesia. ¿Y cómo podemos
caracterizarles y evaluar el hueco que tenemos que recuperar, sin,
por eso, erigirnos en jueces del pasado, sin considerarnos más
fieles que los que nos precedieron en la fe y sin suponer que el
Espíritu Santo fue incapaz de abrir caminos de santidad superando
los obstáculos, cosa en la que él es especialista?
Recurramos a una imagen de Rey-Mermet: «Cuando la Iglesia
se pone a olvidar al Espíritu Santo, cosa que ocurre de vez en
cuando, se pone enferma». Y el autor enumera unas cuantas
enfermedades cuyos nombres terminan en «ismo»: clericalismo,
autoritarismo, juridicismo, minimalismo moral. En este mismo
sentido denuncia Congar la presión clerical que tan onerosamente
imperó -¿ha cesado ya del todo?- en nuestras actitudes
pastorales, o el funcionamiento eclesiástico ávido de seguridad y
esclerotizado (op. cit., II, p. 170-171).
Con otras imágenes se puede precisar los efectos de este
olvido del Espíritu: «Se detiene el movimiento, se paraliza todo (...).
La institución eclesial se crispa, pasando a ser una organización
conservadora y uniforme. El cristianismo se encierra en si mismo y
se convierte en uno de tantos sistemas religiosos, administrando
sus recuerdos y sus ritos. La pesantez triunfa sobre la gracia. Ya
no hay inspiración». «Cuando se olvida al Espíritu, empiezan para
la Iglesia los grandes glaciares». Aquí acude espontáneamente al
pensamiento el ejemplo de la liturgia.
Se habla quedado realmente estancada en la minuciosidad de
su ritos, prohibiendo no sólo todo capricho sino también toda
creatividad: por eso, «tras un estancamiento de las formas
litúrgicas excesivamente prolongado, la reforma decidida por el
Concilio Vaticano II dio la señal del deshielo». Tal estancamiento
explica probablemente el «que las aguas, demasiado tiempo
contenidas», presentaran en ocasiones los caracteres de una
avalancha y provocaran una crisis. Evidentemente, ninguna de
esas posibles consecuencias pone en entredicho una reforma que
se habla hecho indispensable: la reanudación del movimiento de la
vida. ¡Sí, «ven, Espíritu creador!». Y aquí habría que citar otra vez
el texto de Mons. Hazin que hemos reproducido en páginas
precedentes.
¿Una «inspiración» nueva procedente del Concilio?
Sí; creo que puede afirmarse esto y considerarse uno
afortunado por el beneficio que ello representa. Después de lo
escrito, podría desearse una verdadera renovación en profundidad
de la doctrina sobre el Espíritu Santo, pero no con dosificaciones y
remiendos, claro está, sino mediante una nueva conexión de todos
los tratados (por ejemplo, cristología, eclesiología, sacramentos),
con el Espíritu, que les asegure precisamente «la inspiración vital».
Sería de desear además, en la vida de la Iglesia, un mayor
equilibrio entre la institución, la autoridad de la jerarquía
(indispensable) y la libertad creadora del Espíritu. Este progreso
fue preparado, con anterioridad al Vaticano II, por teólogos como
Congar en Francia o Heribert Mühlen en Alemania. Pero el impulso
decisivo lo dio el último concilio. No se limitó a «espolvorear un
poco con Espíritu Santo>, todos los textos elaborados: es verdad
que algo de esto se hizo, a veces a destiempo, a petición de
algunos obispos y un poco artificiosamente; pero, aunque se
nombra al Espíritu Santo 258 veces, eso no bastaba. En realidad,
el concilio hizo más: en muchos puntos inició un significativo giro
de tendencia.
Por ejemplo, se presenta a la Iglesia como «una muchedumbre
reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
(Lumen Gentiam, n.° 4, citando a San Cipriano). Esta idea de la
Iglesia Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu,
muchas veces repetida (cf. Presbyterorum ordinis, n.° 1; Ad
gentes, no 3 y final del 9), ha contribuido mucho a invertir la
pirámide eclesial, haciéndola descansar de nuevo sobre su base,
principalmente cuando el Pueblo de Dios es presentado, ya desde
el principio, por Lumen Gentium (cap. 2) antes que la jerarquía
(cap. 3) y que los laicos (cap. 4).
Y por «Pueblo de Dios» ha de entenderse, por supuesto, todos
los cristianos -laicos y clérigos- confundidos en lo que representa
su dignidad fundamental: «Esta forma de considerar a la Iglesia
por la base difiere mucho de considerarla por la cúspide. Pero es
también tradicional. Permite comprender que todos los cristianos
son absolutamente iguales entre sí. Permite situar a los ministros
(sacerdotes y obispos) en las comunidades, al servicio de ellas,
como testigos de la presencia de Cristo resucitado y como lazo de
unión entre las Iglesias. Proporciona una visión nueva de la
función del Papa: ya no es el director gerente sino el que tiene
bajo su incumbencia la unidad y el diálogo entre todas las Iglesias»
(Paul Guérin, Je crois en Dieu, Le Centurion, p. 119).
No obstante, es preciso añadir lo siguiente: sólo gracias a la
muy acentuada revalorización que el Vaticano II hace de los
carismas, esta noción de «pueblo de Dios» se hace «operativa»,
esto es, transforma (o puede llegar a transformar... a la larga) algo
en las costumbres intraeclesiales, en las relaciones
autoridad/obediencia, y acabará desembocando en
fórmulas-programa tales como «todos responsables en la Iglesia»,
o «el ministerio presbiteral en una Iglesia toda ella ministerial».
Demos la bienvenida a esta importante entrada del Espíritu Santo
en la eclesiología oficial, al soslayo de los carismas. Es cierto, dice
Laurentin que «la redacción del texto de Lumen Gentium sobre los
carismas fue laboriosa y difícil».. ¡Siempre el mismo temor pertinaz
a «que el reconocimiento de los carismas en todos los miembros
del pueblo de Dios, haga la competencia a la autoridad»! Tan es
así, que esta sospecha inconfesada dicta aun, en el n.° 4 de
Lumen Gentium la fórmula que distingue entre «dones jerárquicos
y carismáticos». ¿Por qué «esta preocupación por colocar a la
jerarquía delante de los carismas y someter éstos
incondicionalmente a la autoridad», que parece crear así dos
categorías completamente diferentes de beneficiarios del
Espíritu?
Con preferencia a los mencionados textos de Lumen Gentium
-todavía un poco híbridos y titubeantes- recojamos el texto, muy
abierto, relativo a los carismas de todos los miembros del pueblo
de Dios, que está en el documento sobre el apostolado de los
laicos (Apostolicam Actuositatem, n.° 3), publicado un año después
que Lumen Gentium (en 1965): «De la recepción de estos
carismas, incluso de los más sencillos, le viene a cada uno de los
creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos en la Iglesia, en
la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere (Jn 3,8);
cosa que deberán hacer en unión con los hermanos en Cristo,
sobre todo con sus pastores». La reflexión ha progresado (gracias
al Espíritu), y el texto es equilibrado, abierto y no altanero. Se
muestra más confiado y es de advertir cómo va perfilándose «un
nuevo rostro de la Iglesia, bastante diferente del expresado por la
eclesiología piramidal y clerical». (Congar, op. cit., I, p. 232).
Otro testimonio más de esa «inspiración nueva», de esa «vuelta
del Espíritu»: el pleno reconocimiento y la valorización de las
Iglesias locales, que «son, cada una en su propio territorio, el
Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo» (Lumen
Gentium n.° 26,1). El Espíritu es quien en ellas reparte sus
distintos dones para enriquecer con ellos a toda la catolicidad. Por
él, esas «Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias»,
entrañadas en una cultura y muy caracterizadas, son incitadas
simultáneamente a la apertura, la participación y la comunión (cf. el
bellísimo n.° 13 de Lumen Gentium).
Por último, debemos señalar también todos los Rituales
renovados nacidos del Concilio, queridos por él y que reservan un
lugar notable al Espíritu Santo. (Véanse las nuevas fórmulas de
absolución, epiclesis eucarísticas...). De ellas volveremos a hablar
en el capitulo 4.
¿La renovación «carismática»
será una respuesta al «llamamiento del Espíritu»?
¡Bien -se dirá- por los textos conciliares y bien por los nuevos
Rituales! Pero los textos más hermosos pueden estar muy
distantes de la vida real. En 1973, Pablo VI deseaba «un estudio
nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo como complementos
indispensables de la enseñanza del Concilio». ¿Sería la
renovación «carismática» la respuesta a este deseo? Sin duda es
demasiado pronto para poder afirmarlo con seguridad. Pero nada
nos impide ir considerando ya lo que está sucediendo: lo que
veamos constituirá para nosotros un ejemplo privilegiado -por lo
que tiene de actual y por estar al alcance de nuestros ojos- de una
posible actuación del Espíritu. Pero a condición de no hacer de ella
una forma de actuación exclusiva. Pues «recuperar el sitio del
Espíritu Santo no es un lujo de la piedad, sino que viene a ser un
acto vital de la fe». Pero, por otra parte, lo que podamos observar
en los carismáticos -las posibilidades que ellos pueden
representar, las ilusiones que ellos mismos pueden hacerse y la
necesidad de un serio discernimiento espiritual- será de gran
utilidad para todo el mundo.
La regla de oro en esta materia se remonta a la primera epístola
de San Pablo: «No extingáis el Espíritu; examinadlo todo y quedaos
con lo bueno» (1 Tes 5,19-21). Desde luego, siempre será
necesario precisar esta regla de oro, pero siempre tendrá
vigencia. Así, pues, insistiré mucho en ese discernimiento y sus
dificultades, extendiéndolo también a otros que no son los
«carismáticos». Por otra parte, ¿es correcto denominarlos así?
Congar, que les dedica más de ochenta páginas en el segundo
volumen de Je crois en l'Esprit Saint, prefiere hablar de
«Renovación en el Espíritu». Hay que hacer, pues, algunas
aclaraciones a propósito de los carismas. Abordaremos este
problema.
CARISMATICO/MOVIMIENTO: Antes, dos palabras de
presentación. El movimiento «carismático» nació en 1967, en
Pittsburg, al menos en lo que se refiere a la renovación católica,
-pues el pentecostismo (protestante) es muy anterior. En Europa la
Renovación (católica) cuenta una docena larga de años; ha
celebrado ya importantes congresos y cuenta con numerosos
grupos que, por lo general, no aspiran a la publicidad. En
ocasiones, estos grupos son animados desde las altas esferas
(cardenal Suenens), cosa que por sí misma no les libra
automáticamente de caer en ilusiones: no todos estos grupos son
igualmente fiables, auténticos y equilibrados. Podremos, por lo
tanto, hacerles preguntas, eventualmente someterles a critica, y
sobre todo, habrá que ver lo que pueden aportar de positivo a la
Iglesia; pues «la Renovación es una gracia que Dios ha otorgado a
nuestro tiempo», opina Congar, quien por otra parte se mantiene
objetivamente critico, y pone el siguiente subtitulo a su capitulo
sobre la Renovación: «Promesas e interrogantes».
En consecuencia, mi primer sentimiento global es: prejuicio a su
favor, pero a reserva de practicar la indagación conveniente. Los
casos de carácter aberrante que pudieran darse, no deben
desacreditar el movimiento Sin embargo, esto pone de relieve «las
extraordinarias responsabilidades de los líderes» o moderadores
de esas asambleas carismáticas que evidentemente (si el
temperamento contribuye), pueden acabar en manipulación, cosa
que seria, precisamente, la negación del Espíritu.
¿Es necesario intentar describir una reunión de oración
carismática? Aquí está, por ejemplo, la de un grupo de jóvenes
(claro que esto sería válido, poco más o menos, si el grupo fuera
mixto): «Ambiente cálido y fraterno, expresión alegre y espontánea
de la alabanza, la adoración, el agradecimiento y la contrición, con
un susurro colectivo que se levanta de cuando en cuando, especie
de aleluya, salido de lo profundo; cada cual acepta a su vecino, se
ayuda de su vecino, ya sea que cante, lea un texto de la Escritura,
hable de la abundancia de su corazón o se ponga de repente a
farfullar algo ininteligible. Luego, alguien de la masa orante se
levanta: pide a todos que recen por él con mayor ahinco; pide a los
responsables la efusión del Espíritu. Toda la oración se centra en
él. Seguramente no ha pasado nada que tenga carácter
verdaderamente extraordinario. Pero las personas salen de allí con
una especie de calor invencible en el corazón. ¡Como los
discípulos de Emaus!»
Pero de hecho, ¿no somos todos «carismáticos»?
Tras esta somera presentación, entremos ya en el corazón del
tema. En efecto, ¿que hay de los carismas? Son gracias (del
griego «jaris»), dones gratuitos de Dios (pero ya sabemos que
«todo es gracia», que todo es gratuito) del Dios Trino: Dios (el
Padre, en el Nuevo Testamento), el Señor (Jesús, Cristo), el
Espíritu (a los tres se les nombra en 1 Cor 12,4-6); con clara
insistencia, señalando cierta «especialización» en el Espíritu
(continuación de 1 Cor 12,7...). Pero entonces, ¿no todo cristiano
es carismático? En particular los religiosos, ¿no son carismáticos
por vocación? ¿Por qué un movimiento, unos grupos, van a
reivindicar esta «denominación controlada»?
No cabe duda. Y volveremos a hablar de este rechazo del
monopolio. Pero los términos «gracias», «dones», «carismas»
habían alcanzado tal grado de desvalorización que en ciertos
estratos profundos del pueblo cristiano, se hizo sentir una inmensa
necesidad de renovación, de una «bocanada de aire», como si a la
Iglesia «le faltara la respiración». Volvió entonces a ser estimado el
término, pensando en San Pablo (I Cor. capts. 12, 13 y 14) aunque
sin respetar, a veces, su equilibrio y las prioridades establecidas
por el Apóstol: «El uso que los cristianos hacen hoy de la palabra
'carisma' pone de manifiesto que la palabra 'gracia' está
desgastada, que suena a antiguo, que se desconfió de ella. Se la
encuentra demasiado etérea, harto vaga, como una especie de
comodín excesivamente cómodo (...). Hablar de carismas es
proclamar: no; a Dios no se le recluye entre las guatas de nuestros
sentimientos e ideas; si; Dios puede manifestarse en lo real e
inmediato. Hablar de carismas es creer en un Dios capaz de
estampar su firma, 'Dios', en su paso público por nuestra vida real.
Es creer en el Espíritu».
Los miembros de la Renovación definieron de buen grado los
carismas, por lo que a ellos se refiere, como unas
«manifestaciones sensibles de la presencia y la acción del
Espíritu». El cardenal Suenens añadirla muy atinadamente: «para
el bien de la totalidad del cuerpo de la Iglesia». (Esto es paulino,
esencial y no siempre suficientemente subrayado por todos los
carismáticos). A esta primera puntualización (el bien de la
comunidad), habría que añadir una segunda: estos dones no
pueden quedar reservados para unos cuantos, para un grupo
particular reconocible, designado como carismático y que, en
última instancia, se hubiera fundada para ser carismático:
«Cuando un grupo de oración, una comunidad de creyentes, se
hallan colmados de los dones del Espíritu (...), lo reconocemos
diciendo: 'es un grupo carismático', y alabamos al Señor por ello.
Pero si llegáramos a decir: 'Queremos fundar un grupo
carismático', tal expresión no seria aceptable. Causaríamos la
impresión de inspirar al Espíritu Santo, como si pudiéramos
disponer de él a nuestro antojo; no nos corresponde a nosotros
decir si una reunión va a ser carismática o no» (Sor Jeanne
d'Arc).
Por otra parte, esta misma autora no ve con buenos ojos como
se puede hablar de oración carismática: toda oración verdadera,
intensa y profunda, hecha en nombre de Jesucristo, ¿no se hace
naturalmente bajo la acción del Espíritu, que ora en nosotros y nos
permite decir «Padre»?
Y yo creo que de esto se debe sacar la siguiente conclusión: no
se puede hacer de la palabra «carismático» sinónimo de
«supercristiano», o decir, como en el Congreso de Roma
(Pentecostés de 1975): «Ser carismático es ser plenamente
cristiano». El único superlativo conocido por Pablo se refiere al
amor: en 1 Cor 12,13 y todo el 13.
Estas sencillas puntualizaciones parecen caerse de su peso,
tanto es lo que nos acercan a San Pablo: sin negarlos, atribuyen
un carácter relativo a algunos carismas más perceptibles y hasta
espectaculares o un tanto extraños, como es el don de la
«glosolalia» (hablar en lenguas desconocidas o de modo
indescifrable), -señalemos, entre paréntesis, que el fenómeno de
Pentecostés es un fenómeno diferente: en él, cada oyente oía
hablar en su lengua nativa (cf. Hech 2,8). Fenómenos que, por
otra parte, son ambiguos, máxime si se los quiere considerar como
prueba indiscutible de la presencia del Espíritu: requieren un
discernimiento especial, porque pueden proceder de una causa
completamente distinta de la acción del Espíritu: «Humanamente
estos fenómenos (que por otra parte se dan también fuera del
cristianismo), pueden considerarse incluidos en la categoría del
estado de trance leve, que implica cierta disociación de la
conciencia, un descenso en el control del yo voluntario y, así,
cierta irrupción del inconsciente. El valor de estos fenómenos está
en que se apoderan del ser con amplitud y profundidad mayores,
relativizan y sobrepasan los limites del intelecto y de la conciencia
critica (...). Pero también tienen sus riesgos, sobre todo tratándose
de fenómenos colectivos: riesgos de un retroceso del yo, de una
invasión incontrolada de los fantasmas inconscientes y de una
dependencia afectiva respecto del grupo» (P. Y. Emery).
Es ilusorio pensar en hallar o experimentar el Espíritu «en
estado puro». Un buen experto en la materia, Olivier Clément, es
de esta misma opinión: «Ante tal experiencia vivida colectivamente,
cabria preguntarse si se trata de una experiencia propiamente
pneumática, espiritual, o si de una experiencia psíquica. Cierta
glotonería psíquica no es buena cosa. En el Oriente cristiano, se
observa una actitud de gran sobriedad y de gran vigilancia».
Finalmente, estas precisiones revalorizan otros carismas, menos
llamativos desde luego pero más útiles a la Iglesia y más cercanos
a la caridad, siempre según los criterios paulinos. Y no me resisto
al placer de transcribir, a este propósito, una hermosa pagina del
Hermano Pierre-Yves Emery, de Taizé:
DONES/CARISMAS/OTROS: «El don de simpatía, la capacidad
de consolar a los demás, de escucharles y confortarles, el don de
discernimiento; las posibilidades de que algunos gozan para
hablar, cantar, dirigirse a una multitud, presidir una liturgia; el valor
para creer y perseverar en la oración, incluso cuando no se recibe
de ella ninguna resonancia sensible; el talento teológico, la
capacidad de experimentar la fe en función de los problemas
humanos del momento y, antes, de ponerlos de relieve; la lucidez
para descifrar los signos de los tiempos y adivinar el porvenir
preparándose para él; el sentido del lenguaje, la inspiración
poética, la atención del corazón, la concentración del espíritu; las
cualidades requeridas para animar una reflexión, presidir una
deliberación, conducir a una decisión, renovar el modo de plantear
las cuestiones; la entrega de si que llega hasta compartir las
condiciones de vida de los más pobres y a hacerse cargo de los
más desvalidos: ¿no son éstos, por citar algunos, otros tantos
dones que, comparados con el don de hablar en lenguas tienen
tantas posibilidades como él de estar al servicio del Espíritu y
deberse a su gracia?».
La Renovación en el Espíritu, «una gracia para nuestro
tiempo»
Con las observaciones precedentes puedo haber dado la
impresión de haber sentado en el banquillo a los carismáticos. No
hay nada de eso. Pronto volveré a hablar de algunas
«tentaciones» específicas suyas. Pero antes quiero repetir la frase
de Congar: la Renovación en el Espíritu, «una gracia para nuestro
tiempo» Insistiré en afirmar que la Renovación puede decirle a
nuestra Iglesia, y consiguientemente a todos nosotros, cuál es el
signo para nuestro tiempo de que esa Renovación es portadora:
—La Renovación puede contribuir a restablecer el equilibrio
apetecible entre los aspectos institucionales de la Iglesia (que
corren peligro de petrificarse o burocratizarse), y la libertad
soberana y creadora del Espíritu.
—Puede interpelar a los cristianos excesivamente
intelectualizados, demasiado cerebrales y un poco elitistas,
recordándoles que los más pobres, un cualquiera del pueblo de
Dios, son capaces de recibir el don de Dios; un poco como cuando
antaño instruía Jesús a Nicodemo, «maestro en Israel», para que
renaciera en el Espíritu.
—Puede interpelar también a los cristianos muy
comprometidos, a los militantes tentados de olvidarse -en sus
desvelos en pro de la justicia y de los oprimidos-, de que todo es,
en primer lugar, don y gracia que es necesario recibir.
TEMPORALISMO ESPIRITUALISMO Son esos «cristianos
superadultos, que tienden a petrificar el Evangelio exclusivamente
en la prestación activa para construir el mundo en que saben que
están insertos», a los que tiene presentes ·Helder-Cámara
cuando escribe: «Hermanos míos carismáticos, ayudad a los
cristianos enfrascados en sus conflictos de tendencias, a
comprender que oración y compromiso cristiano son una sola
cosa; que un brazo horizontal no se basta para ser una cruz; que
tampoco un brazo vertical es una cruz él solo; que para tener la
cruz de Cristo, suma del amor a Dios y del amor a los hombres, se
necesita la conjunción de ambos brazos» No está de más el
reproche, cuando se sabe que algunos cristianos comprometidos
políticamente acusan de buena gana a los carismáticos de
minimizar el compromiso social, sindical y político, e incluso
«revolucionario», y de desmovilizar a sus miembros de la acción en
el mundo, replegándoles en la oración intimista y en una vida
vivida en el seno de comunidades cálidas y fraternas.
TEOLOGIA-LIBERACION: El contexto sudamericano de las
«teologías de la liberación» no es ajeno al clamor de Helder
Camara. Si la mayoría de los teólogos que la invocan saben hacer
la síntesis evangélica entre oración, acción de gracias y
compromiso con los oprimidos, otros más sistemáticos utilizarían de
buena gana la lucha como condición previa a toda oración posible
en los oprimidos y auténtica en los que se han declarado a su
favor: «Los oprimidos -afirma uno de estos teólogos- sólo pueden
creer en Jesucristo y confesarle, en la medida en que hayan
llegado a liberarse de toda opresión. No pueden ser testigos del
Espíritu que libera y transforma sino en la medida en que luchen al
mismo tiempo por conquistar un nuevo orden de justicia» (Raul
Vidales). Las expresiones subrayadas son inadmisibles en sus
excesos. «Políticos» y «místicos» deben convivir (y en la misma
persona): «El que ora y exige la redención en nombre de Cristo, no
puede avenirse a la opresión. Al que lucha por la justicia se le
manda orar por la redención. Cuanto más se comprometen los
cristianos en favor de la vida de los hambrientos, de los derechos
de los oprimidos y de la identificación con los menesterosos, con
más intensidad deben dejarse llevar a orar sin interrupción» (J.
Moltmann).
—La Renovación puede liberar también a algunos cristianos de
una forma de vida religiosa muy marcada por el juridicismo y el
moralismo, y cuya relación con Dios está poco desarrollada y
atascada, es malsana y no florece en una verdadera relación de
caridad con los demás. Estos cristianos pueden vivir su
participación en los grupos de Renovación como una explosión de
sus inhibiciones y bloqueos, como una liberación del grillete de
unas prácticas rígidas, para entregarse a la oración filial v a la
acción de gracias.
—Puede ayudar a un cristiano «cualquiera», no sólo a las
«almas selectas, a recuperar una oración auténtica, un espacio de
libertad y de gratuidad para con Dios; y en un mundo utilitario,
agitado, superprogramado para el lucro, puede permitir un retorno
a las fuentes vivas, con espontaneidad, sencillez y cierta «infancia
del corazón». Por otra parte, la religión misma (por ejemplo la
liturgia), ¿no participa de esa manía por la organización y el
didactismo huérfano de calor?
—Los mejores grupos de Renovación tienden incluso a
recuperar, en una síntesis que hasta hace poco podía parecer
inimaginable, valores y prácticas cristianas muy diversos: «Todo
puede tener cabida: retiro y apostolado, sentido del pecado y de la
penitencia (muy vivo tratándose del ayuno); pero también sentido
de fiesta. Cuando por la oración personal, pero también por la
colectiva y la litúrgica; sed contemplativa y misionera, eremitismo y
participación; en fin, en términos más generales, un
redescubrimiento de todas las formas de oración diurna y
nocturna, litúrgica o inmersa en las ocupaciones cotidianas, nuevo
atractivo hacia la Eucaristía y la Virgen María».
«Una gracia para nuestro tiempo»... con ciertas condiciones
CARISMATICOS/TTS: La Renovación tiene sus tentaciones
peculiares, a nadie le extrañará. Lo mejor es localizarlas, para así
evitar caer en ellas. Y los dirigentes o líderes de grupos
«carismáticos», dada la influencia a veces decisiva que tienen
sobre el grupo, deben prestar particular atención a esas
tentaciones.
—El mayor peligro o la máxima tentación -infrecuente entre los
católicos pertenecientes a la Renovación- seria desdeñar la
institución y la autoridad, para vivir su vida al margen de ellas,
enteramente al compás de su «antojo espirituales. Prescindamos
de esto.
—Más frecuente es la tentación de descuidar la reflexión sólida y
rigurosa que se debe practicar en la fe, para conformarse en
cambio con efusiones sentimentales, incluso con fusión afectiva,
aceptando la vaporosidad en la creencia o practicando el recurso
bastante primario o ingenuo a la Escritura. «El antiintelectualismo
un poco pietista es un peligro (. ); el profetismo sin doctrina podría
convertirse en ilusión» (Congar, op. cit., II, p. 201). Y este mismo
teólogo pone el dedo en la llaga: a la actitud de espíritu que
acecha a los «carismáticos», la llama él «la inmediatez», o dicho en
otros términos: piensa que es posible acceder directamente a las
realidades de la fe, de la experiencia de Dios y del mensaje de la
Biblia por atajos que evitan la reflexión, el estudio y el trabajo serio.
Al buscar una respuesta que permita vivir, se cree que se la va a
encontrar en una «revelación corta, inmediata y personal» que
eluda las dificultades y los trámites obscuros, «se trate del acceso
exegético a las Escrituras, de los problemas sociales o de las
cuestiones planteadas por la crisis de la Iglesia ligada a la
fantástica mutación del mundo» (Congar, op. cit., II, p. 215). Todo
esto queda sumergido por un enorme entusiasmo que lleva a leer,
sin dejar lugar a dudas (?), la voluntad de Dios o los signos de su
Providencia en nuestras vidas (o por el contrario, los indicios de la
acción del demonio).
BI/JUEGO-DE-RULETA: La utilización «inmediata»,
fundamentalista, de la Escritura se presta fácilmente a este juego:
«No es raro ver en algunos círculos carismáticos como hombres
indecisos ante su porvenir, realizan sus opciones mediante una
especie de «juego de ruleta» místico. Abren al azar la Biblia y,
según el pasaje que ha salido, logran conjurar su temor y su
desconcierto ante el futuro, atribuyendo al Espíritu de Dios lo que
muchas veces no es más que una negativa, por parte de ellos, a
asumir plenamente los riesgos inherentes a la condición humana».
Personalmente puedo afirmar el asombro que experimenté al
escuchar una conferencia acerca del «final de los tiempos», en la
que los pasajes «apocalípticos» de los evangelios -y por supuesto
el mismo Apocalipsis- eran interpretados al pie de la letra,
utilizando para su interpretación claves sacadas de la coyuntura de
la hora presente. Esto son excesos y desviaciones que no se
deben abultar (y por eso subrayo ahora la expresión «algunos
círculos», carismáticos o de otra índole); «patinazos» que,
evidentemente, no pretenden en modo alguno condenar el recurso
a la Escritura para encontrar en ella aliento y esperanza en
momentos de desconcierto o de prueba.
—Otra tentación frecuentemente atribuida a los «carismáticos»:
la del compromiso social. Es un aspecto más de la «inmediatez»:
en este caso, el olvido de las mediaciones materiales y sociales de
las estructuras, para ir directamente a lo absoluto de la oración y
de la conversión interior. Casi siempre los grupos de Renovación y
sus dirigentes están muy atentos a este riesgo. Además, casi
siempre son cristianos políticamente muy comprometidos los que
denuncian vigorosamente esta tentación como algo inherente al
movimiento carismático. Estos tienden a considerar la Renovación
no como un nuevo Pentecostés, sino como una nueva forma de
alienación en sus adeptos; y en los pastores que les guían tienden
a ver un modo insidioso y hábil de reforzar la influencia de la
institución. Ya he aludido a esto. Estos cristianos críticos,
acostumbrados a dar preferencia, hasta el exclusivismo, al aspecto
sociopolítico, ni siquiera toman en consideración «la hipótesis de
que Dios podría estar actuando en este movimiento».
CRMO/PELIGRO-ACTUAL: En suma, hay que predicar todavía,
y siempre, en pro de un indispensable equilibrio cristiano y del
rechazo de los anatemas o las polarizaciones: «Uno de los peligros
actuales del cristianismo consiste en la ruptura entre el cristianismo
político, carente del sentido de la transcendencia, y la renovación
espiritual no encarnada en la historia».
«Hay diversidad de carismas, pero un solo Espíritu» (1 Cor 12,4)
¿Hay que señalar también como inaceptable una actitud que
han podido mantener algunos grupos carismáticos, pero que va
siendo cada vez más rara? Consiste en la pretensión de que todo
cristiano auténtico ha de entrar por la vía carismática; y en casos
extremos, cierta intolerancia con un tinte de «fanatismo». Está muy
claro que la Renovación no posee el monopolio del cristianismo;
dentro de la fidelidad al mismo Espíritu existen otras vías, otros
estilos y otros tipos de reuniones. Yo añadirla que el pertenecer
única y exclusivamente a un grupo de Renovación, en la idea de
que en él puede encontrarse todo lo necesario para alimentar la
propia vida cristiana, me parece insuficiente, y, llevado al extremo,
malsano. Aparece que es mejor pertenecer a varios grupos
diferentes que se equilibren», como sugería uno de los
participantes en un espacio religioso televisivo. Por otro lado, no
basta invocar al Espíritu y declararse adepto a él para serle fiel:
ese estilo de asamblea, con su dirigismo y su «indiscreción»,
podría contradecir a cuanto el Nuevo Testamento nos enseña
acerca del Espíritu, y parecer más bien una manipulación.
Yo, por mi parte, sacarla la siguiente conclusión: el mismo
Espíritu que obra en todos (¡aunque no todos estén «conectados»
con él!), habla en varias lenguas y transita por caminos distintos, a
veces desconcertantes. Cada cristiano posee su propio carisma, y
generalmente se compromete y camina por la vía preferencial que
más se le acomoda; pero debe rechazar la intolerancia que niega o
menosprecia los otros caminos. Al elegir un aspecto de la vida
cristiana, no debe ir contra los demás aspectos. Como Santa
Teresa del Niño Jesús, más bien debería sentir la tentación de
«elegirlo todo»; admira en todo caso lo que el Espíritu Santo
suscita en otros cristianos, sabiendo bien que el no puede vivirlo
todo con igual intensidad y el mismo grado de compromiso. «Hay
un umbral que no se debe traspasar. No es bueno que la Iglesia se
convierta en una federación inmensa de asambleas carismáticas.
No se llegara a eso, por múltiples razones. La más patente es que
hoy son muchos los cristianos que no tienen ningún deseo de
pertenecer a un grupo carismático. La razón más profunda está
íntimamente relacionada con todo lo que la revelación nos dice del
Espíritu Santo. Es propio del 'temperamento' del Espíritu -si se me
permite expresarme así- desconcertar en la Iglesia a todos los
miembros de ella, a unos por medio de otros, para que en ella
nadie que crea poseer al Espíritu lo pierda» (D. Bertrand). Con
gusto hago mía esta conclusión.
Pero dejando atrás el ejemplo de la Renovación, significativo sin
embargo para nuestro tiempo, desearla hacer unas últimas
puntualizaciones acerca de los «carismas». En primer lugar, decir
que para todo lo concerniente a ellos, la referencia obligada es
evidentemente la primera epístola a los Corintios, capitulas 12, 13
y 14 Pero debemos añadir también 12,4-8; en este pasaje no se
nombra al Espíritu Santo, pero el razonamiento es exactamente el
mismo que el de 1 Cor 12,12-14, en que si se le nombra (un solo
cuerpo de Cristo y diferentes dones). Y también habría que añadir
Efesios 4,7-12, donde se trata del «don de Cristo» (v. 7), don con
múltiples facetas «para edificación del cuerpo de Cristo» (v. 12);
haciendo notar, con todo, que no está lejos el Espíritu: «un solo
cuerpo y un solo Espíritu» (v. 4).
No es mi intención comentar estos textos tan densos. Reléalos
cada cual. Tan sólo quiero señalar tres o cuatro puntos que tienen
peligro de pasar desapercibidos. Ante todo, que el primer don
absolutamente fundamental del Espíritu es la fe en Jesús
resucitado. Lo dijimos desde un principio: «Nadie puede decir:
¡Jesús es Señor!, sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).
Después deseo señalar que no existe lista-tipo de los carismas,
que suponga un imperativo ne varietur (no se cambie en absoluto).
Sin embargo, podrían señalarse dos listas de carismas: la primera,
referente más bien a dones personales brotados de modo más
espontáneo según el temperamento de cada uno (1 Cor 12,8-10);
la segunda, más estable, tiende a enumerar unos dones que
fundamentan la institución: se trata de cristianos establecidos
como apóstoles o profetas o doctores, con una jerarquía
cuidadosamente marcada («primeramente», «en segundo lugar»),
invitados para este servicio del cuerpo de Cristo, a «aspirar a los
carismas superiores» (1 Cor 12,28-31). Este segundo tipo de
carismas (cuasi-institucionales) puede volver a encontrarse en Ef
4,11-12, donde se dice que «El mismo (Cristo) dio a unos el ser
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores...
Y no se puede dejar de subrayar que, siempre en el segundo
supuesto, a continuación de los apóstoles, está la presencia de los
profetas. Si es difícil delimitar con exactitud su papel
«institucional», su importancia no ofrece ninguna duda para San
Pablo: «Aspirad también a los dones del Espíritu, especialmente a
la profecía» (1 Cor 14,1).
PROFECIA/DON/QUE-ES PROFETA/QUIEN-ES: Además todo
el capitulo 14 está dedicado a hacer ver la gran utilidad de este
don para «edificar la asamblea» (v. 3,4,12), sobre todo en
comparación con el de «hablar en lenguas». Esta diferencia de
trato salta a la vista en los últimos versículos (1 Cor 14,39):
«Aspirad al don de la profecía, y no estorbéis que se hable en
lenguas». No proyectemos, desde luego, la idea popular acerca de
lo que es el profeta -el que predice el porvenir- sobre este
excelente don, tan excelente que se inscribe en las estructuras
mismas de la Iglesia: profeta es el que habla en nombre de Dios a
sus hermanos creyentes, bajo la inspiración del Espíritu, para
«edificarles, exhortarles y consolarles» (v. 3), y les revela el
misterio de su plan y de su voluntad para los tiempos que viven (v.
6).
Pero en última instancia, todos los dones, desde el más
apetecible (la profecía) hasta el último de la lista (el de las
lenguas), se desvanecen en la insignificancia cuando falta la
caridad fraterna (cf. 1 Cor 13,1-3 y 8).
«Examinadlo todo con discernimiento» (1 Tes 5,21)
DISO/NORMAS: Llegamos a la regla de oro que rige toda la
vida «según el Espíritu»: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis
el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo
bueno» (1 Tes S,19-21).
¿Por qué este apremiante llamamiento a distinguir lo auténtico
de lo adulterado o del embuste? ¿No esta todo claro, puesto que
es el Espíritu quien nos gula? No; pues el cristiano, al apelar al
Espíritu, puede muy bien confundir los deseos de su propio
espíritu con los llamamientos del Espíritu Santo, e incurrir en un
entusiasmo desenfrenado y completamente irreal. Es la tentación
denunciada por San Pablo: olvidar el camino que el Espíritu Santo
invitó a Jesús a seguir; olvidar al Crucificado, para entregarse
incontroladamente a la embriaguez de una pretendida vida en el
Espíritu desconectada de la historia de Jesús de Nazaret. Por otra
parte, San Juan invita, a su manera, a hacer el mismo
discernimiento, poniendo el acento en la encarnación, como es
habitual en él: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino
examinad si los espíritus vienen de Dios (..). Podréis conocer en
esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo,
venido en carne, es de Dios, y todo espíritu que no confiesa a
Jesús, no es de Dios» (1 Jn 4,1-3).
También puede suceder que se interprete erróneamente la
afirmación «El viento sopla donde quiere» (Jn 3,8), dándole el
sentido de: no importa dónde, cómo ni en quién; ¡según las
propias fantasías personales! Pues bien, un cristiano que esté
realmente influido por el Espíritu, deberá comprender que el
«donde quiere» ha de traducirse («querer» equivale a «amar»),
como «donde ama», «donde se encuentre el mayor amor». Pero
por muy luminosas que sean estas anticipaciones, necesitan
concretarse. ¿Qué es discernir? ¿Cuáles son las dificultades y
ambigüedades del discernimiento? ¿Cuáles son los criterios y
garantías con que se le puede practicar? ¡Presentimos que estas
preguntas son capitales!
¿De qué se trata? Puede tratarse de discernir antes de
emprender una acción o de tomar una decisión, para saber si
están de acuerdo con el Espíritu, máxime en los momentos
importantes: elección de estado de vida, vocación, iniciativa,
fundación en proyecto, adhesión a un grupo, compromiso
apostólico nuevo... También puede tratarse de discernir después,
para saber si lo que se ha hecho o decidido, o si la situación en
que uno se ha colocado, están en plena conformidad con la
voluntad de Dios, según Cristo y si provienen, por consiguiente,
del Espíritu.
Pero en todos los casos en que entran en juego las imágenes,
distinguir los signos del Espíritu es una operación delicada y en
ocasiones ambigua. Esto es prácticamente inevitable, pues el
Espíritu nunca se manifiesta en estado «químicamente puro», por
decirlo así, que excluya toda búsqueda, duda o vacilación: en
efecto, para que actúe el Espíritu ha de pasar por nuestro propio
temperamento, nuestra educación, nuestra cultura y nuestros
puntos de vista: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu»
(/Rm/08/16) No podemos hacer que el Espíritu avale cualquier
cosa: nuestro juicio ha de mantenerse en permanente escucha,
colocarse en la «frecuencia» correcta, acomodarse; convertirse,
en una palabra. Los obispos franceses reconocen esta dificultad:
«La acción del Espíritu en el mundo no cae bajo nuestros sentidos.
Por la fe afirmamos su intervención, que nos esforzamos por
descubrir en ciertas señales».
Antes de pasar a precisar algunos criterios de discernimiento,
parece útil señalar en el Nuevo Testamento algunos principios
acerca de esta cuestión. Además del texto de 1 Tes 5,19-21,
todavía muy general pero que tiene el mérito de alertarnos, y de 1
Jn 4,1-3 anteriormente citado, señalo dos pasajes de las epístolas
de Pablo. Romanos 12,2 recalca mucho que no hay discernimiento
automático, sin una exigente rectificación de nuestras opiniones:
«Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma
que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto». Efectivamente, como el Espíritu ora en
nosotros convirtiendo nuestros deseos desordenados, así también
viene a decidir en nosotros v con nosotros, conformando nuestros
planes con la voluntad de Dios.
El segundo texto, Filipenses 1,9-10, es también muy interesante
y excluye igualmente todo automatismo: «Y lo que pido en mi
oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en
conocimiento perfecto y en todo discernimiento, con que podáis
aquilatar lo mejor». En otras palabras: no hay discernimiento válido
si no hay amor efectivo. Es la vida entregada, el compromiso sin
segunda intención de obtener provecho o de hacer carrera, lo que
lleva a ser clarividente. Se aprende a discernir, actuando lo mejor
que uno sabe en la linea de un amor que se entrega. No se
discierne actuando como diletante o en vacío, esto es, sin voluntad
de actuar.
Por último, pudiera decirse que dentro del orden cristiano, hay
un principio supremo que condiciona, precede y engloba todos los
criterios particulares de discernimiento, confiriéndoles autenticidad:
si es el Espíritu quien nos gula, tiene que conducirnos a Jesucristo
y a cuanto constituyó su vida y su misión, sin que andemos
rebuscando en su ministerio lo que nos gusta a nosotros: «Se
humilló (...). Por lo cual Dios le exaltó'' (Flp 2,7-9). No lo uno sin lo
otro.
Algunos criterios «cristianos» que no confunden
Si descendemos de las alturas del principio absoluto que
antecede, a saber, que todo lo que va en la misma dirección de lo
que Jesús practicó (el Espíritu es el Espíritu de Jesús, hemos
recalcado), podemos llegar a algunos criterios de discernimiento
fiables:
—Del Espíritu procede lo que va en dirección a los pobres, a lo
gratuito, a lo desinteresado, sin intención de promoción personal o
de ideología partidista (no servirse de los pobres para favorecer a
la propia causa o al propio partido, sino para servirles a ellos).
Añadamos esto: un servicio que utiliza los medios modestos y
rechaza las mismas tentaciones seductoras que Cristo rechazó:
«Por lo que se refiere a nosotros, que estamos buscando un
criterio con que distinguir el Espíritu Santo del espíritu del hombre
que se exalta, descubrimos uno en la cruz de Cristo: por el eco que
la cruz encuentre en la vida de un cristiano, se puede discernir a
qué espíritu pertenece ese cristiano; por la humildad con que ese
hombre da testimonio de lo que entendió de la verdad, por su
olvido de si, por la transformación de la idea que él se forma
espontáneamente sobre la grandeza y el poder, por su deseo de
amar de veras la verdad».
En el apóstol, el gusto por la oración es también una buena
señal: testimonio de gratuidad, «la oración pacifica que no
desmovilice ni cierre los ojos». Y también todo lo que va en
dirección a una liberación personal e interior para abrirse al amor
verdadero: «Habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis
de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos
por amor los unos a los otros. (Ga 5,13). En otras palabras, esa
liberación interior ha de fructificar en gestos concretos de
liberación («frutos del Espíritu»), practicados personalmente o
activamente mantenidos (con explotados, inmigrados, refugiados,
prisioneros, gitanos, víctimas de la represión o de la tortura...).
—Del Espíritu procede todo lo que va en dirección a la
comunicación, al diálogo y al intercambio, puesta la mira en
favorecer la unidad y la comunión: entre razas, clases, edades,
temperamentos y espiritualidades, tipos de actividades en la
Iglesia... Con tal que se haga con transparencia, y quizás al precio
de algún enfrentamiento si hay voluntad de superarlo. «Voluntad
de superar los enfrentamientos»: este término es importante, pues
la paz y la comunión son los únicos absolutos que se han de
querer (cf. las palabras del Resucitado: «La paz con vosotros...»),
aunque nuestras vidas se vean laceradas por conflictos
(excepcionalmente) y tensiones (más habitualmente), incluso al hilo
de nuestros compromisos apostólicos. Esta voluntad de comunión
en la transparencia, supone una gran apertura de espíritu y mucho
respeto a los caminos de cada uno. Porque «el peligro actual es
acusar las diferencias, sobreestimar las oposiciones, como si la
autenticidad de las relaciones humanas necesitara convertir cada
reunión de estudio y de trabajo en una dinámica de grupo» (P. Y.
Emery).
PLURALISMO/ES: El espíritu de casta, el espíritu de banderías,
la apología incondicional de un movimiento, de una clase o de un
tipo de compromiso no proceden del Espíritu; como tampoco, por
otra parte, el idealismo ingenuo que piensa que se va a
desembocar en la comunión inmediata (eso es vivir soñando). Y
vuelvo a insistir en la idea de que el Espíritu -sin que por eso salga
fiador de todo- está en el origen de iniciativas muy diversas dentro
de la Iglesia. Ahora bien, ninguno de nosotros puede «pretender
vivirlo todo, hacerlo todo, ser todo. Otros realizan otra cosa, viven
del Espíritu de manera distinta, comunican a la fe una coloración
diferente. Y lo hacen de mi parte, en mi nombre: me expresan a mi,
como yo deseo expresarles a ellos con mi manera de recibir el
Espíritu. Así, la reciprocidad tal como la quiere y la organiza el
Espíritu, me justifica en mi originalidad y en los limites confesados
de ella. Pero primero me interpela imperiosamente para que viva
esta originalidad de modo serio y profundo, pues pertenece a los
demás. Después, para que la exprese con una apertura de espÍritu
y una disponibilidad tales que los demás puedan reconocerse en
ella» (P. Y. Emery).
—Para discernir atinadamente, tampoco se debe olvidar que el
Espíritu despista y desconcierta en ocasiones; y no por el placer
de despistar, sino por ser el Espíritu que crea, inventa y renueva.
Así, pues, si en la práctica parece que el Espíritu siempre dice lo
que a mi me apetece decir o hacer o discernir; si nunca me
inquieta y zarandea ni me saca de lo mío, me debo resultar
sospechoso. Si llego a canturrear siempre la misma cantinela, a
repetir continuamente los mismos slogans solo o en mi grupo, sin
siquiera matizarlos o flexibilizarlos gracias a la aportación de los
demás o a las lecciones de los acontecimientos, ¡eso también es
sospechoso! «La libertad es espiritual cuando es osada. Nos
abrevemos a decir. ¡Y también a hacer! Porque el Espíritu es
siempre sorprendente. Su presencia no puede quedar reducida a
unos signos estereotipados ni excesivamente repetidos, como a
veces ocurre en algunas revisiones de vida o en ciertas maneras
de leer los signos del Reino o de escuchar las llamadas de Dios. El
Espíritu está Vivo».
Es necesario hacer notar que esta llamada de atención vale
para los cristianos que gozan de buena salud moral y están
seguros de si mismos; no para los intranquilos, angustiados o
escrupulosos: el Espíritu provoca a las psicologías, pero no las
maltrata.
¿Existen garantías de un buen discernimiento?
Por lo menos es posible poner en juego el máximo de
posibilidades de que se dispone. Por ejemplo, utilizando a la vez
varios criterios de los anteriormente señalados. Sobre todo
haciendo que se discierna, se planee o se evalúe juntamente con
otros, en comunidad, en Iglesia. Creo que es un indicio serio de
que se trata de una auténtica investigación de las llamadas del
Espíritu la costumbre de abrirse a otros; yo diría más: se deberla
estar deseoso de practicar este recurso, control o reajuste
fraterno, y de buscarlo. Esto no significa renunciar a lo que
íntimamente piensa uno mismo, ni «cerrar el pico» -lo cual
equivaldría a la pérdida del carisma propio-, sino escuchar,
rectificar, integrarse en una visión de conjunto.
Además, para discernir con mayor seguridad, conviene
detenerse más en secuencias significativas que en puntos
concretos muy determinados. Al árbol sólo se le puede juzgar por
sus frutos, y eso requiere tiempo: «Cuando se trata de períodos de
vida demasiado cortos, ya se hace difícil captar sus componentes
psicológicos, sociológicos, culturales... Con mayor razón resulta
delicado determinar su relación con el Espíritu Santo».
Teniendo todo esto en cuenta, nunca la validez de mis opciones
(según el Espíritu) estará garantizada en un ciento por ciento. El
riesgo y la ambigüedad son patrimonio de la condición humana.
Pero el Espíritu de nuestro Dios es estimulador de libertades
responsables. El representa esa acción secreta de Dios en el
corazón de nuestras libertades para suscitarlas, estimularlas y
mantenerlas. Y si somos fieles, a la larga se desarrolla en nosotros
cierto sentido del Espíritu, una especie de «tacto» espiritual que
mantiene el rumbo.
Por la lectura de las páginas precedentes, podemos tener la
impresión de que es muy complicado discernir debidamente; y
quizás se nos venga la idea de que, puesto que hay que verificar
tan cuidadosamente todas las condiciones, existe el peligro de
quedarse parados, sin decidirse por nada. Digamos que siempre
sucede que hace falta largos razonamientos para explicar los actos
simples que están cargados de vida y experiencia. En última
instancia, es al vivir un compromiso verdadero cuando se afina el
discernimiento. Pero cuando se esta bien instalado en un
determinado tipo de actividad (de servicio de Iglesia quiero decir),
o demasiado seguro de la pureza de los propios puntos de vista, a
lo cual ayuda la costumbre, es bueno oir formular de nuevo ciertas
exigencias que lleva consigo el discernimiento auténtico.
ANDRE
FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE
35
Santander-1985Págs. 89-133