EL ESPÍRITU EN LA IGLESIA Y EN LA HUMANIDAD


Josep Mª. ROVIRA BELLOSO
Profesor en la Facultat de Teología
de Catalunya. Barcelona


1. Preliminar
El Espíritu Santo es el don que Jesús promete a la Iglesia 
apostólica. A su vez, el Espíritu y la Iglesia suplican que venga el 
Señor Jesús. Son tres magnitudes distintas que la fe cristiana ha 
de tener muy en cuenta: Jesús glorioso, el Espíritu Santo y la 
Iglesia. En el nivel invisible, Jesús glorioso es el donador del 
Espíritu. En el nivel visible, está la Iglesia de los pecadores, a 
quienes el Padre ama y, por eso, les hace hijos suyos al 
comunicarles su propio Espíritu (de filiación) a partir de la 
resurrección de Jesús. Este artículo quiere repasar algunos 
principios teológicos sobre el Espíritu y la Iglesia, para contemplar, 
en seguida, las consecuencias prácticas derivadas de esa 
correlación o «amistad» entre el Espíritu del Padre del cielo y la 
congregación de la fe que, en la tierra, se llena de su luz y de su 
vida.

2. El eje central de nuestra reflexión
El eje que vertebrará todo este artículo es bien sencillo: donde 
está la Iglesia, allí está el Espíritu 1. Pero en la Iglesia no todo 
tiene la misma densidad y profundidad vital. ¿Cuál es el principio 
vital y salvífico de la Iglesia? ¿Qué hay en ella, más hondo que su 
estructura y su organización, que la hace mediación de la vida de 
Jesús para los hombres, es decir, sacramento de la salvación de 
Cristo (=sacramentum salutis Christi)? Este principio vital se 
despliega en las dos alas de la Iglesia: la caridad y los 
sacramentos. La caridad de los cristianos expresa la forma de. 
vida de Cristo, la vida misma del Espíritu, tal como puede vivirse 
por gentes de condición terrena y carnal. Los sacramentos son las 
reuniones institucionales de oración de los cristianos que se 
congregan para recibir los dones de la Palabra y del Espíritu del 
Padre a través de los símbolos que Jesús vivo dejó a la Iglesia 
apostólica.
Pues bien, ahí, en lo más vivo y vivificador de la Iglesia, en la 
caridad y en los sacramentos, es donde encontramos al Espíritu 
Santo como Don del Padre del cielo y del Cristo glorioso. Podemos 
decir estas dos cosas: Él acude para que los cristianos puedan 
amar como hijos de Dios. Él acude para que, convocados por la 
Palabra, puedan reunirse en la comunidad de alabanza que son 
los sacramentos cristianos.
En síntesis: el Espíritu Santo es el Don del Amor de Dios que 
nos permite amar como hijos, porque nos ha elevado y vivificado 
-por el Bautismo, la Eucaristía y los demás sacramentos- hasta 
colocamos en este nivel de hijos del Padre.
Dondequiera que hay caridad, allí está el Espíritu Santo, y 
donde se celebra la Eucaristía (y los demás sacramentos), allí 
tenemos el ámbito vital del Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso 
Pablo VI, después de la Misa de apertura de la tercera sesión del 
Concilio Vaticano II, pudo decir con énfasis y sin tomar el nombre 
de Dios en vano: «Spiritus est hic». «El Espíritu está aquí» 2: lo 
invocamos, lo esperamos, lo seguimos, añadía el Papa. El nos une 
con Cristo vivo. El llena «el vacío humillante de nuestra miseria» 3. 
En efecto: la caridad, la oración y los sacramentos de la Iglesia son 
los signos visibles de que allí está el Espíritu, uniéndonos a Jesús 
vivo.

3. La unidad entre la Palabra y el Espíritu
Volvemos, pues, a las tres magnitudes distintas: Jesús vivo, el 
Espíritu y la Iglesia. Es curioso: la Iglesia del Nuevo Testamento 
decía ya «Ven, Señor Jesús» aun antes de haber compuesto el 
himno -«Ven, Espíritu Santo»- que implora su venida. Desde 
siempre, la Iglesia, como una esposa, rebosante del amor del 
Espíritu Santo, no cesa de clamar: «Ven, Señor Jesús» 4.
En un artículo sobre el Espíritu Santo ¿acaso nos domina el 
escrúpulo de subrayar una cierta principalidad de la Palabra de 
Dios? No se trata de eso, ni mucho menos. Mi intención es 
presentar la unión estrecha de la palabra de Dios con el Espíritu. 
No hay Palabra sin Espíritu que la haga entender. No hay Espíritu 
sin Jesús que lo aliente sobre la comunidad para vivificarla.
Empecemos, pues, por la Palabra: la Palabra de Dios es y ha de 
ser soberana en la comunidad de la fe. Cristo vivo es la Palabra de 
Dios, y por eso decimos de él que «es el Señor» (Jn 21,7). La 
revelación de Dios es una revelación en la Palabra y por la 
Palabra, que será comunicación gratuita, anuncio, memorial, 
promesa o imperativo. Pero a la comunidad nunca se le comunica 
tan sólo la Palabra. La Palabra nunca está sola o separada del 
Espíritu. Así como Cristo es el ungido por el Espíritu, que lo llena y 
lo impulsa, así la comunidad recibe una Palabra llena de la fuerza 
del Espíritu. Por eso Pablo pudo decir que su Evangelio no fue 
predicado con palabras solamente, sino también con obras 
poderosas y con los dones del Espíritu Santo (1 Tes 1,5).
Tan fuerte es la unión entre la Palabra y el Espíritu que quienes 
la escuchan y la reciben con el corazón abierto, lo hacen 
«acogiendo la Palabra en medio de mucha tribulación, pero con 
gozo del Espíritu Santo», como dice Pablo al completar su 
pensamiento sobre la predicación en Palabra y en Espíritu (1 Tes 
1,5-6). Realmente, el clima donde se escucha, se entiende y se 
recibe con fruto la Palabra no es otro que el clima del Espíritu 
Santo.
C/ES: ES/C: La unidad estrecha entre la Palabra y el Espíritu 
permite entender la fe y la comunidad de la fe. La fe es la 
recepción de la Palabra en la luz del Espíritu. La comunidad de la 
fe no es otra cosa sino el lugar donde se puede escuchar y 
entender la Palabra, porque dicha comunidad «hermenéutica» 
empieza por reconocer, «en un mismo Espíritu», a Cristo-Palabra 
como Señor de ella.
Aquí se da algo muy curioso. La Iglesia apostólica afirmó del 
Espíritu lo mismo que afirmó de la Palabra: que ambos tenían el 
señorío sobre la comunidad. Con gran intuición, Pablo llama 
«Señor» al Espíritu Santo (1 Cor 3,17) y, en seguida, con afilada 
precisión, dice de El que es el Espíritu del Señor Jesús.
Éste es el ideal supremo de la Iglesia: que se disponga a recibir 
el señorío pleno de la Palabra y del Espíritu. ¿Por qué este interés 
en presentar la Iglesia abierta al señorío de Jesús glorioso y del 
Espíritu Santo? Porque en estos tiempos de crisis eclesial 
podemos sentir de diversas maneras la tentación de «salvar a la 
Iglesia». Por eso es necesario, más que nunca, creer y vivenciar 
que la Iglesia tiene como Señor al Crucificado, que ahora vive 
glorioso, y que esa misma Iglesia, pluriforme y a veces surcada por 
tensiones contradictorias, es conducida por la sabiduría y la vida 
del Espíritu Santo. El señor que preside la Iglesia no es Apolo, 
Pedro o Pablo, ni siquiera alguna de las características excelsas 
aunque humanas de estos hombres. Jesús donador del Espíritu es 
quien preside su Iglesia.
Cuando tanto se habla de la «nueva» evangelización, es 
necesario deponer toda actitud prometeica, pelagiana o 
semipelagiana. A eso voy. El centro de iniciativa de la 
evangelización no es la carne, la sangre o el querer del hombre, 
sino el amor de Dios. ¿Cuál es el antídoto para las veleidades 
prometeicas o pelagianas? «Dejar que Cristo sea el Señor», 
«dejar hacer al Espíritu». Esto no supone ninguna dejadez ni falsa 
relajación en la misión. Al contrario. Es algo parecido a la 
receptividad activa de María Virgen, quien dice «hágase en mí 
según tu Palabra» e, inmediatamente, atraviesa las montañas para 
ayudar a una parienta, seguramente abrumada por lo inesperado 
que se le venía encima.
Para llegar a esa actitud receptiva-activa es necesaria, ante 
todo, una estima cordial, sencilla, sin límites, de ese Jesús en 
quien creemos sin verlo, de quien no tenemos miedo de llamarnos 
discípulos, y que aparece como el centro de expansión de la 
acción renovadora del Espíritu Santo, el que con su gracia y 
santidad es la única fuente del testimonio cristiano y del buen 
anuncio explícito del Evangelio de Jesús. Esta apertura es la que 
supera el miedo al mundo o la angustia de insuficiencia del 
pequeño rebaño, mediante el talante contemplativo, confiado a 
Cristo y al Espíritu.

4. Carisma e institución
Vamos a sacar consecuencias del señorío de Jesús, donador 
del Espíritu a su Iglesia. Un teólogo tan ponderado como Walter 
Kasper ha insistido una y otra vez en que la Iglesia se halla «sub 
Verbo Dei»: «bajo la Palabra de Dios». Pues bien, en virtud de la 
estrecha unidad entre Palabra y Espíritu, es perfectamente lógico 
que ese mismo teólogo conciba la institución eclesial como ungida 
y «carismatizada» por el Espíritu vivificador que la llena, la impulsa 
y la libera del anquilosamiento:

«La institución debe ser continuamente vivificada, dinamizada y 
desanquilosada por el poder del Espíritu. Por eso, los elementos 
institucionales no son garantía y seguro de la obra del Espíritu. Más bien, la 
Iglesia es, en su forma visible -institucional-, sacramento, es decir, realidad 
significante [gracias al Espíritu]. Tanto las fórmulas dogmáticas como las 
normas jurídicas tienen el carácter de signo y de indicación» 5.

Walter Kasper ensaya enseguida una ley de contrastes, 
inspirada en el cambio de mentalidad que supone la doctrina 
paulina de la justificación por la fe. Quisiera aclarar y completar 
aquí esa ley de contrastes kasperiana. Si se te escapa la mano, 
puede resultar una retahila ofensiva a los oídos piadosos; pero, si 
se entiende bien, nos proporciona la perspectiva correcta. 
Veamos: no es el cumplimiento de la letra lo que garantiza la 
presencia del Espíritu, sino el Espíritu quien nos infunde respeto 
para no despreciar la «yota» de la Ley. No es el «observante» el 
que se encuentra con la experiencia de Dios, sino que es la 
experiencia de Dios la que nos hace observantes. No es el 
cumplimiento de la ley lo que justifica, sino la justificación gratuita 
la que nos permite acertar qué quiere la voluntad de Dios. No es 
tan sólo el Magisterio quien garantiza la unidad de la fe, sino la fe 
iluminada y vivificada por el Espíritu es la que nos permite 
entender el Magisterio, con el recto sentido de sus proposiciones, 
a fin de interiorizarlo religiosamente y confesar la fe del único 
Cuerpo «místico». No es la materialidad de la sucesión apostólica 
la que garantiza la autenticidad del ministerio pastoral, sino el 
carisma del Espíritu el que hace ininterrumpida la sucesión del 
ministerio instituido y ordenado, haciéndolo fecundo para la 
predicación, la santificación y el pastoreo. Me decía un obispo 
amigo: no es 'el estado episcopal el que garantiza el fruto de mi 
ministerio, sino el carisma apostólico otorgado por el Espíritu el 
que me empujará a dar el fruto que permanezca.
No es bueno imaginar la Iglesia del Espíritu del Señor privada de 
autoridad, privada de la «letra» de las observancias de la fe y de 
las costumbres, privada de normas, etc. Pues es literalmente 
imposible concebir esa Iglesia prescindiendo de la fuente suprema 
de todos los carismas -el Espíritu del Señor Jesús-, porque la 
autoridad al margen del Espíritu, y separada del carisma del 
servicio, degenera en autoritarismo, así como la letra y las normas 
degeneran en rigidez burocrática y en decadencia. La Iglesia del 
Espíritu de Cristo es renovación, crecimiento y tendencia a la 
universalidad. Valga la provocación: la Iglesia ha de concebirse 
como constantemente «carismática», entendiendo por «carisma» 
el don que edifica la comunidad, no el subjetivismo individualista.

5. El Espíritu y la Iglesia
ES/CREADOR: Sin necesidad de enmendar lo dicho hasta aquí, 
hay que reconocer que, junto al «Ven, Señor Jesús», la Iglesia 
aprendió muy pronto a decir: «Veni Sancte Spiritus» y «Veni 
Creator Spiritus».
Espíritu Creador, no sólo porque planeaba sobre las aguas en la 
creación del mundo, sino porque crea comunidad y la hace crecer, 
suscitando en ella misioneros y evangelizadores (Hch 9,31; 13,2). 
Podríamos añadir un número más a la anterior lista de contrastes: 
no es tan sólo escrutando la letra de Evangelii Nuntiandi como se 
aprende a evangelizar, sino desarmando nuestros prejuicios y 
poniéndonos en disponibilidad gozosa al Espíritu, que suscita la 
predicación eficaz para los de cerca y para los alejados.
El principio según el cual «ningún elemento visible de la Iglesia 
puede prescindir del Don invisible del Espíritu» ha de iluminar a 
práctica pastoral. El Espíritu Santo puede renovar una Iglesia 
diocesana o una parroquia de forma que el polvo de la decadencia 
o de la rutina burocrática se transforme en vitalidad. Señalaré 
algunos elementos y dimensiones visibles y terrestres de la Iglesia 
que, si ponemos empeño en dejarlos vivificar por el Espíritu, 
volverán a adquirir su papel mediador, que consiste en conducir a 
los fieles a Cristo:

- Tensiones en la Iglesia. El Espíritu barre los prejuicios y la 
dureza de los juicios; suaviza la tensión ideológica y acerca a las 
personas. Por eso es bueno que el contraste y las tensiones 
entren en contacto con el Aliento espiritual e invisible de la unidad, 
que no relativiza banalmente las posiciones, pero reconoce el 
fondo bueno de cada una.

- La predicación. Está bien que las palabras abstractas y a 
veces interminables de la predicación se transformen en palabras 
sencillas que hablan de Cristo y «hieren el corazón» de los 
oyentes (ver la predicación de Pablo que llegaba al corazón de 
Lidia, en Hch 16,14). En efecto, la claridad invisible y la sobria 
embriaguez del Espíritu ayudan a entender el mensaje evangélico 
-que es Jesús mismo- y nos hacen sentir el gozo de la fe.

- La teología. Es bueno que la letra de una teología que oscila 
entre la espesura del racionalismo, las agudezas de la subjetividad 
y las aristas de la ideología, se ilumine con la Luz del Espíritu, el 
que realmente «sabe» acerca de Cristo y es nuestro Maestro 
interior, a fin de poder mostrar el rostro -la Imagen- del Señor 
Jesús a la cultura -o sub-culturas- de hoy.

- El crecimiento de la comunidad. El Espíritu desarrolla los 
recursos personales y de grupo que existen en la comunidad 
-recursos seguramente dormidos- , a fin de que la falta de acogida 
de los alejados se transforme en afecto que, a través de las 
junturas de la caridad (ver Ef 4,16), es decir, a base de crear 
relaciones sencillas y acogedoras, edifique la comunidad, para que 
sea «mansión de Dios en el Espíritu» (Ef 2,22).

- La evangelización. Tan sólo el Espíritu configurará a los 
cristianos con aquellas formas de vida evangélicas que permiten 
dar un testimonio basado en la experiencia de la vida de Jesús y 
pasar a anunciar explícitamente, con toda naturalidad, quién es 
ese Jesús vivo capaz de dar fundamento y vertebración a todos los 
valores dispersos y que a veces están sin raíces en nuestra 
sociedad.

En resumen: en la realidad vivida, los elementos que proceden 
del Espíritu (dones y carismas) llenan y edifican la Iglesia. En 
teología, la Pneumatología debe iluminar la Eclesiología. Así 
podremos entender la Iglesia de Jesús como la institución de la fe 
y de la caridad, es decir, como la institución de los carismas.

6. Universalidad del Espíritu. Conversión y conservación
ES/UNIVERSALIDAD: El hecho de que el Espíritu de Jesús se 
mueva a gusto en el interior de la Iglesia no debe hacernos olvidar 
que ese Espíritu -por su misma índole («espiritual», expansiva)- 
rebasa todo límite, incluso las fronteras de la Iglesia, para darse 
sin medida a la humanidad. Por eso la Iglesia no posee en 
exclusiva el Espíritu: no tiene el monopolio sobre él y se sabe 
alegrar sinceramente cuando alguna manifestación del Espíritu 
aparece «en tierra extraña». Aparentemente extraña, ya que toda 
«la tierra está llena del amor de Dios» (/Sal/033/05). Nadie, en 
efecto, posee en propiedad el Espíritu de la Verdad y del Amor, 
sino que somos poseídos por Él.
CV/CONSERVACION: Todo el que se convierte a él puede 
recibir su Soplo. Por eso la conversión -el que sale de sí mismo 
hacia Dios y hacia los otros- es lo contrario de la conservación, 
propia del que cierra las puertas de sí mismo creyendo encerrar 
con ellas al Espíritu universal y expansivo. Cuando alguien quiere 
conservar, podrá conservar la letra, la documentación, no el 
sentido, la vitalidad, la orientación. No quiero decir que esté mal el 
conservar, pero véanse claros sus límites. No es posible conservar 
el Espíritu sin convertirse a Él. ¿Es posible conservar sin 
conversión? ¿Y qué conversión se nos pide hoy, en la Iglesia de la 
comunión, a los dones y a los carismas espirituales?

7. El Espíritu y la letra
Jesús era observante y libre. No vino a abolir la ley, pero se 
sabía Señor del sábado, y el sábado era «para el hombre». En la 
síntesis de estas dos sentencias está la sabiduría.
Quizá haya que cambiar poco para que todo cambie. Un poco de 
levadura fermenta toda la masa. La feligresía no entiende 
«impetrar». .Por qué no decir «suplicar»? Hacerlo con paz y 
humildad.
En cambio, la feligresía no entiende «Cordero de Dios». Pues lo 
explicamos con un poco de sal: si los feligreses son andaluces, 
basta mentar cómo Jesús fue llevado al matadero como un manso 
cordero. Si son catalanes, tenemos el dicho: «Como un anyell ... ». 
Estas referencias bastan para que se entienda la metáfora de 
Jesús, entregado y solidario con el dolor del mundo.
Pocas cosas habrá que cambiar: las que el sentido común dice 
que son imperfecciones o errores obvios, o quizás excesos por 
deformación profesional de los mismos traductores. Ejemplo: en la 
conocida parábola, en vez de «talentos», dijeron «millones». Eso 
producía un efecto de cortocircuito: como si el Evangelio hablara 
de repente el lenguaje de la Banca.
En Liturgia, inventar no ayuda mucho: cuando inventamos, 
derivamos hacia el subjetivismo barroco. Por todas partes brotan 
adherencias éticas, sentimentales, perfectistas o, como diría 
Hamlet: «palabras, palabras, palabras». Para que fulgure la 
presencia de Cristo glorioso y del Espíritu, es suficiente la pobreza 
del canon de Hipólito, el sencillo Canon II. No son necesarios los 
«cánones pirata». Participación, no protagonismo. Construcción de 
los lazos comunitarios, no necesariamente mando, intransigencia y 
codazos.

8. Hay que hacer aprendizaje de la vida según el Espíritu
En otro sitio he escrito: «La bendición de Dios por fuerza ha de 
ser algo real en el hombre. Por eso, espero que haya una manera 
de amar cristiana, evangélica. Es imposible que la bendición de 
Dios sea un camino cerrado, sin itinerario ni aprendizaje 
practicables» 6. Tiene que haber un nivel espiritual, propio del 
Reino de Dios, que, al mismo tiempo que don, fruto de la promesa 
y de la bendición, sea objeto de aprendizaje y de iniciación. La 
comunidad cristiana es el lugar, mejor dicho, el hogar de ese 
aprendizaje.
Las finalidades de la comunidad cristiana aparecen dibujadas en 
Hch 2,42, que señala claramente las cuatro líneas específicas de 
la actividad de los cristianos: la oración, la adhesión a la doctrina 
de los Apóstoles, la práctica de la Koinonía, entendida como la 
pluriforme caridad y comunión que suscita el Espíritu de Cristo, y la 
Fracción del pan eucarístico.
Estas cuatro líneas coinciden con el aprendizaje que la 
comunidad ha de ofrecer a los cristianos. Es necesario un 
aprendizaje para iniciar: a) en la oración; b) en la catequesis 
suficiente para ayudar a los creyentes a realizar la función que 
desempeñen en el mundo; c) en las diversas formas de la caridad 
evangélica (koinomía), de tal manera que la vida cristiana tenga el 
alzado ético y religioso propio del Reino de Dios; y d) en la 
Eucaristía y en los demás sacramentos.
Es bueno que nos digamos mutuamente esto: más que 
angustiarnos pensando cómo evangelizar o cómo poner orden en 
la Iglesia de hoy, debemos emplear nuestro esfuerzo en edificar y 
robustecer las diversas comunidades eclesiales locales 7 como 
centros de potente iniciativa para acoger a la gente, para ayudarla 
a dar testimonio de Jesús en el mundo, con el consiguiente 
anuncio explícito de quién es el Señor a quien seguimos, y para 
iniciarla en la oración y en la Eucaristía.
La súplica «Ven, Espíritu Santo» la dirigimos para que nuestras 
comunidades, pobres e insuficientes, sean transfiguradas de tal 
forma que su pobreza e insuficiencia se convierta en fecundidad 
(«A mí, el último de todos los santos ... »: Ef 3,8). No pedimos al 
Espíritu que las convierta en comunidades ideales. Éstas no 
existen en la tierra.
El aprendizaje siempre va de lo visible a lo invisible; del detalle a 
la esencia, como en una suerte de fenomenología. En la clase de 
teología hicimos hace pocos días un aprendizaje muy sencillo: 
tratamos simplemente de contemplar, a través de la serie de 
aproximadamente cincuenta sentencias breves de Jesús (logia 
Christi), la figura concreta del Señor Jesús. La letra de sus 
sentencias dibujaba su Rostro e incluso nos advertía de los rasgos 
inaprehensibles de su Espíritu.

9. El gozo del Espíritu
ALEGRIA/ES: Como mucha gente, he creído durante mucho 
tiempo que el gozo, la alegría, era algo accidental en la vida 
cristiana. Sabía que había santos alegres y santos tristes, porque 
los tiempos no dan para más; pero no veía toda la fuerza -la 
«malicia»- que tiene el «triste santo» del dicho.
La alegría es el secreto del Reino y de la vida según el Espíritu. 
La Palabra y el Espíritu se pueden recibir con tribulaciones, pero 
también con el gozo del Espíritu, como dice el pasaje de 1 Tes con 
que iniciábamos estas reflexiones. Es cierto que no podemos ir por 
el mundo con la sonrisa arrogante de los triunfadores, pero sí 
podemos poner al alcance de los que sufrimos -uno mismo es el 
primer beneficiario del gozo espiritual- los siguientes recursos, que 
nacen todos ellos de una reserva intangible de gozo espiritual: 
esperanza renovada, confianza creciente, agilidad mental, 
capacidad de desdramatizar, saber achicar distancias y tensiones, 
compartir el gozo de la presencia del Señor en la comunidad, 
resolución de la timidez en la amistad, transformación del temor en 
el reconocimiento del bien del otro, atención para captar 
diferencias y agravios, no para encanarse con ellos, sino para 
ponerlos con respeto y objetividad en el camino de la 
reconciliación...

10. La homogeneidad por exclusión, 
o bien la inclusión de lo diferente 
Una comunidad cristiana está llamada a alcanzar la comunión y 
la unidad por el camino gratuito del Espíritu, no por su polo 
opuesto, que es la imposición de la uniformidad. Hay un principio 
interior de unidad, como hay un principio interior de ortodoxia. La 
ortodoxia incluye a Tomás, a Duns Escoto y a Newman, y sería 
bueno hacer un cuadro sinóptico de sus diferencias en cuestiones 
importantes. Una fe, muchas teologías. Lo que en la Iglesia es 
temible es la pura anarquía y el relativismo fácil, pero no las 
escuelas teológicas sabias y maduras. Lo que en la Iglesia es 
temible es, como decía san Basilio, esa especie de combate naval 
en que vienen a parar las disputas apasionadas, pero no la 
diversidad o pluriformismo que enriquece, ya que «la verdad es 
sinfónica» 8.
La condición para el pluralismo sinfónico consiste en dejar la 
primacía, la iniciativa y el señorío al Don de Dios, Don que es 
Palabra y Espíritu. Ese Don único se ha de reflejar en los mil 
espejos humanos, en vez de ser el desgajamiento de los mil 
espejos el que muestre el vacío de la Imagen que debiera 
reflejarse en ellos. Una buena comunidad es aquella en la que 
surgen las diferencias no allanadas por la uniformidad del 
racionalismo puro y duro o de la voluntad de poder no menos 
arrolladora. «México moderno» supone el respeto y la valoración 
de Chiapas. «Europa unida» supone la presencia de minorías 
turcas o magrebíes en la convivencia europea, entendida como 
una unidad superior que resulta ser, no como una unidad 
preestablecida por una u otra ideología. Dialogar con la minoría no 
allanada es el signo de una comunidad acogedora y sana, ya que 
dialogar con el otro es una forma de entenderse a sí mismo. Mejor 
dicho: dialogar es mostrarse a sí mismo en una relación con el otro 
exenta de temor y de avasallamiento. Cuando se consigue, ¿no es 
el milagro del Espíritu, que muestra su iniciativa yendo más allá e 
iluminando lo más íntimo de nosotros mismos?
* * * * *
* * *
Lo mejor de la Iglesia es esa iniciativa central del Espíritu que va 
delante, dentro y fuera de ella. También es buena la pluriformidad 
de iniciativas que abre el Soplo del Espíritu en un mundo de 
pluralidad de culturas, pero también de intentos de uniformidad 
forzada. Así, amamos el ecumenismo, no el relativismo ni la 
liquidación total por desvalorización de las existencias evangélicas. 
Amamos apasionadamente la humanidad, lo que no implica 
adhesión a la «new age» o al sincretismo. Una Iglesia obediente y 
disponible a la Palabra que la ilumina y al Espíritu que la conduce, 
quizá provoque una fecunda alianza entre «profecía» y 
«observancia» en el seguimiento espiritual de Jesús pobre, 
entregado en máxima respuesta a los pobres y marginados de su 
tiempo... y del nuestro. Así, la gran cosecha del único Espíritu será 
unir estrechamente la adoración al Padre y la amistad y el servicio 
incansable e insustituible a los marginados. En efecto, lo que 
quiere el Espíritu Creador es enseñarnos a llamar «Padre» a Dios, 
y «hermanos» a todos los hombres.
(·ROVIRA-BELLOSO-JMª. _SAL-TERRAE/94/03. Págs. 
197-208)
....................
1. PABLO VI, «Discurso de apertura de la III Sesión del Concilio Ecuménico 
Vaticano II» (14.IX. 1964), en Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1966, p. 782: 
«Si aquí está la Iglesia, aquí está el Espíritu Paráclito que Cristo prometió a 
sus Apóstoles para la edificación de la Iglesia misma».
2. PABLO VI, o. c., p. 785.
3. Ibid.
4. Las citas implícitas o explícitas de este párrafo son: Apoc 22, 10; 21,2; 
22,17.
5. W.KASPER, Introducción a la fe, Salamanca 1976, pp. 159-160. Lo que 
sigue es más oscuro, y por eso voy a reelaborarlo en el texto. La oscuridad 
proviene, sin duda, de la traducción: «Y la sucesión histórica de los 
ministerios no es tampoco la continuidad de la Iglesia con su origen 
apostólico. Es solamente signo de la continuidad que posee, en último 
término, su realidad sólo en el Espíritu (...). La Ley del NT consiste en la 
gracia del Espíritu Santo que es otorgado por la fe. Por consiguiente, para él 
(para Tomás de Aquino) es una ley escrita en los corazones».
6. J. M. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino, Salamanca 1993, 
p. 451.
7. Tal como son descritas en Lumen Gentium 26 a. 
8. Ése es el título de un libro de H.U. VON BALTHASAR, La Verdad es 
sinfónica. Aspectos del pluralismo cristiano, Madrid 1977.