¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?

Intentemos "denominarle''


Naturalmente que «sabemos» quien es el Espíritu Santo: es la 
tercera persona de la Trinidad, el Espíritu del Padre y del Hijo, «es 
Señor y vivifica», e igual en todo al Padre y al Hijo. Y estas 
afirmaciones clásicas, nunca cuestionadas por cristianos como 
nosotros, pueden parecer lo más natural, y que estuvieron claras y 
evidentes desde el primer momento: «Procede del Padre y del Hijo 
(téngase presente que el Oriente ortodoxo dice «sólo del Padre»); 
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». Ahora 
bien, es inevitable hacerse algunas preguntas: ¿cómo se ha 
llegado a semejantes afirmaciones? (no son en absoluto 
originales).
Además, quiérase o no, se pregunta uno por qué razón el 
Espíritu es como menos conocido que.el Padre y que el Hijo. No 
cabe duda de que Jesús habló de él, pero mucho menos que de 
su Padre (sobre todo en San Juan, la desproporción es flagrante). 
Sucede todo como si el Espíritu fuera más misterioso, como si 
resultara más difícil identificarle, «aislarle» por sí mismo y 
«denominarle».

¿Cómo se ha llegado a las precisiones del Credo, 
de la teología y de los catecismos?
Por supuesto, el punto de partida obligado es el Nuevo 
Testamento, que es, también él, fruto madurado en Iglesia, de una 
vida y de una experiencia que, poco a poco, han ido cuajando en 
un lenguaje: digamos, por lo tanto, que si la identidad del Espíritu y 
su divinidad no se encontraran ya en el Nuevo Testamento, por lo 
menos en estado nativo (no elaborado), no tendríamos ninguna 
posibilidad de descubrirlas después. O lo que es igual, la reflexión 
de los concilios y de los teólogos no partió de cero, de una pura 
experiencia quiero decir. Aunque las afirmaciones del Nuevo 
Testamento son del orden de la vida, de la acción, de la 
exhortación pastoral (Pablo), de la misión y crecimiento de la 
Iglesia (Lucas) más que del estilo de «tratado teológico», sin 
embargo, tienen un valor de fundamento ineludible, de «semilla» 
que encierra en germen los ulteriores desarrollos. Las 
afirmaciones del Nuevo Testamento tienen también valor de 
«fuentes» a las que será preciso volver para beber en ellas (no 
nos olvidemos del «Espiritu-agua viva»), pues en definitiva la vida 
no se encuentra en las definiciones ni en los tratados
Y no obstante, la inteligencia cristiana procura comprender, 
intenta aproximarse al misterio del Espíritu: poco a poco, de las 
afirmaciones del Nuevo Testamento en que se trata del Espíritu 
Santo (las que acabamos de presentar), va a ir deduciendo todas 
las consecuencias, retocándolas y siguiéndolas hasta llegar a su 
punto de convergencia, para desembocar en la única conclusión 
que les da validez a todas ellas: que el Espíritu Santo es Dios lo 
mismo que el Padre y el Hijo: Pero fijémonos en que los discípulos 
y los primeros cristianos, partiendo de un monoteismo estricto, 
aunque «rico», problemático, en trance de alumbramiento, como 
vimos en páginas anteriores, antes de llegar a reconocer 
plenamente la divinidad del Espíritu Santo fueron llevados a llamar 
a Jesús «Señor» y «Cristo», «Hijo único», «Hijo amado» y «Verbo 
de Dios».
Este progresivo «descubrimiento» de cada una de las personas 
de la Trinidad trae a la memoria el famoso texto de San Gregorio 
Nacianceno (+ 390): «El Antiguo Testamento predicaba 
manifiestamente al Padre, y menos claramente al Hijo; el Nuevo ha 
manifestado al Hijo e insinuado la divinidad del Espíritu. Ahora, el 
Espíritu habita en nosotros y se manifiesta con mayor claridad. 
Pues cuando aun no se confesaba la divinidad del Padre, era 
imprudente predicar abiertamente al Hijo; y con anterioridad al 
reconocimiento de la divinidad del Hijo era imprudente -¡estoy 
hablando con demasiada audacia!imponernos, para remate, el 
Espíritu Santo. Era mas conveniente ir avanzando, de claridad en 
claridad, hacia la luz de la Trinidad». Podemos quizás prescindir de 
la forma tajante y abrupta que este texto presenta, y matizarle en 
algunos extremos; pero quedémonos al menos con la idea que 
expresada con tanta fuerza: que el «descubrimiento» de la 
divinidad plena del Espíritu Santo (y antes, incluso, la de Jesús), 
forzosamente hubo de ser progresiva, y no por principios, a priori, 
sino simplemente por el carácter histórico de la revelación y por 
respeto a las libertades humanas afectadas y a su proceso.
«Descubrimiento» del Espíritu Santo, decimos. Pero, ¿de qué 
texto del Nuevo Testamento se parte? Considero muy 
sorprendente la costumbre de San Pablo, en numerosos pasajes 
de sus epístolas, de nombrar juntos -puede decirse que sin ningún 
precedente- al Padre, o simplemente «Dios», o «el Padre de 
nuestro Señor Jesucristo»; al Hijo, o «el Señor», o «el Señor 
Jesucristo»; y al Espíritu Santo. Costumbre de nombrarlos en 
cualquier orden, pero asociados siempre en la obra de nuestra 
salvación o/en lo que constituye nuestra vocación cristiana. Dos o 
tres ejemplos nada más: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu (...). 
Un solo Señor, una sola fe (...), un Dios y Padre de todos...» (Ef 
4,4-6). «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; 
diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo 
en todos» (1 Cor 12,4-6). «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, 
el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con 
todos vosotros» (2 Cor 13,13). (Cf. también Ga 4,6; 1 Cor 6,11; 
Rm 1,1-4; Rm 8,11; Ef 2,21-22). A la vista está que no son textos 
teóricos, sino en cierto modo un atestado fundado en la 
experiencia: tal es la vida cristiana vivida bajo el signo conjunto del 
Padre, del Señor Jesús y del Espíritu de nuestro Dios. La teología 
ulterior, los concilios, no harán otra cosa que extraer las 
conclusiones de todo ello y vaciarlas en fórmulas más rigurosas. 
Pero siempre tendrá interés la vuelta a estas fuentes primitivas y a 
esa sencillez de las experiencias originales, cuando nos parezca 
que dichas fórmulas están secas como flores de herbario.
Con todo, es necesario mencionar otro texto, sin duda aislado 
pero de gran fuerza para cimentar la afirmación de la divinidad del 
Espíritu Santo. Se trata de Mt 28,19: «Id, pues, y haced discípulos 
a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo 
y del Espíritu Santo». Los términos de esta fórmula, se deban al 
Señor Resucitado o sean más tardíos como estiman algunos 
exegetas, testifican una fe muy antigua, la de la Iglesia de Mateo: 
hacia el año 70, puesto que con anterioridad se bautizaba «en el 
nombre del Señor Jesús».
Pues bien: en la mencionada fórmula de San Mateo, se nombra 
al Espíritu Santo en términos de perfecta igualdad con el Padre y 
el Hijo. No cabe desear una fórmula trinitaria ni más clara ni más 
breve, sobre todo estando unida como está al acto esencial que 
marca la conversión: el bautismo.
Para resumir, de todo este sólido substrato del Nuevo 
Testamento arrancarán los primeros grandes teólogos, los Padres 
de la Iglesia, como Ireneo, Atanasio y Basilio: las reflexiones de 
estos dos últimos acerca de la divinidad del Espíritu Santo (hacia 
360-370), están por otra parte en el origen de las últimas 
afirmaciones dogmáticas sobre el Espíritu Santo, del concilio de 
(Constantinopla (año 381). Y lo que nosotros creemos a este 
respecto, no ha experimentado variación desde entonces. Esto no 
excluye sin embargo nuestras preguntas, particularmente ésta. 

¿Por qué se conoce tan mal al Espíritu Santo?
¿A qué se debe, en el fondo, que sea tan difícil conocer al 
Espíritu Santo? Tiene que haber unas razones «objetivas» para 
esta dificultad. Pienso que la razón principal es que el Espíritu da 
la impresión de carecer de «rostro», de no ser una persona a la 
que se ve «enfrente». En efecto, hay frente a frente (uno frente a 
otro) en el caso Padre/Hijo; pero no lo hay en Padre/Espiritu, o en 
Hijo/Espiritu. Nunca ora Jesús dirigiéndose al Espíritu como a un 
«tú»; más bien parece que su oración se produce «bajo la moción 
del Espíritu». Testimonio de esto es el texto ya dictado de Lc 
10,21: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te 
bendigo, Padre...». Por lo que a nosotros se refiere, sucederá lo 
mismo: el Espíritu es el que, ante todo, ora en nosotros, es la 
fuente de nuestra verdadera oración; él es lo primero que pedimos 
al Padre y a Jesús para poder orar, más bien que aquel a quien 
directamente oramos (aunque se puede hacer).
Digamos además con C. Moeller y luego con Urs von Balthasar, 
que el Espíritu es «el Revelante no revelado» Entiéndase por tal 
no el que habla para revelarse a sí mismo, sino el que «hace 
hablar» (habló por los profetas), el que hace escribir y escuchar y 
dar gracias. Y no por eso su papel es menos importante que el del 
Padre y el del Hijo; y no por eso se puede poner entre paréntesis 
al Espíritu sin que de ello se siga daño: siendo menos 
explícitamente conocido o reconocido, sin embargo la experiencia 
que de él se tiene es previa y fundamental; ya lo decíamos al 
principio: su acción íntima, discreta, nos permite reconocer, 
nombrar y orar al Padre, y nos da el confesar que Jesús es 
Señor.
También puede intentarse la aproximación por medio de 
imágenes o símbolos, para intentar mostrar que este «misterio del 
Espíritu» es como normal. El Espíritu es la luz en que vivimos 
inmersos, alcanzamos nuestro pleno desarrollo y descubrimos al 
Padre, un poco en el sentido del Salmo 36,10: «En tu luz vemos la 
luz». Es la mirada misma con que divisamos al Padre y al Hijo y 
vislumbramos el misterio de Dios. Urs von Balthasar dirá de él: «No 
quiere ser visto, sino ser en nosotros el ojo que ve». Un cántico 
reciente intenta otra imagen: «Espíritu, tu nos recorres como la 
sangre». En fin, el Espíritu es en lo profundo de nosotros el amor 
que nos certifica que Dios ama, que nos ama a nosotros. Este es 
el verdadero sentido del versículo que nos es tan conocido: «EI 
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5); 
«el amor que Dios nos tiene y no el amor que nosotros tenemos a 
Dios», puntualiza la nota de la traducción ecuménica de la Biblia. 
El Espíritu Santo es también el amor que hace que nosotros 
amemos. Resumiendo, en el fondo todas estas imágenes vienen a 
decir lo mismo: no se conoce al Espíritu, tan sólo se le adivina «de 
rebote», indirectamente, por lo que hace decir, orar y obrar a 
aquellos en quienes «habita». Y si es tan indispensable y a la vez 
tan misterioso, se debe a que representa lo más secreto del 
misterio de Dios: «El Espíritu todo lo sondea, hasta las 
profundidades de Dios (. ) Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el 
Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 10-11). ¡Extraordinario texto!
Tal es la dificultad con que tropezamos cuando tratamos de 
conocer al Espíritu Santo. Pero esta dificultad no debe detenernos, 
sino más bien estimularnos para avanzar más en este 
conocimiento, con respeto y audacia, hasta llegar a «denominar» 
al Espíritu Santo y trazar el perfil de su identidad propia. El Nuevo 
Testamento nos permite decir: el Espíritu Santo es el Espíritu del 
Padre y del Hijo. Pero pienso que para denominarle de manera 
justa y plena, bastaría que le llamáramos «el Espíritu del Hijo», «el 
Espíritu de Jesús» ¿Por qué? Sencillamente porque tenemos la 
encarnación, y porque Jesús es la manifestación (la revelación) 
última y suprema de la gloria, la sabiduría y el amor del Padre: 
«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). «El Hijo es 
reflejo de su gloria (del Padre), impronta de su ser» (Hb 1,3). 
Cuando la epístola de los Efesios habla del misterio, tiene 
presente «el misterio de Cristo», y «el misterio de Cristo ha sido 
revelado ahora por el Espíritu» (Ef 3,4-6). Por esta razón, mostrar 
cómo el Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús constituye la manera 
correcta de denominarle. Sin el Espíritu, en actividad en el secreto 
de los corazones, no sabríamos en realidad quién es Jesús. Pero 
recíprocamente, sólo por Jesús salió del incógnito el Espíritu si es 
licito expresarse así; y por medio de las obras realizadas por él en 
Jesús y en sus discípulos pudo manifestar quién era.

El Espíritu de Jesús:
un Espíritu «por encima de toda sospecha»
Hagamos un alto prolongado en la denominación «el Espíritu de 
Jesús»: es muy ilustrativo para nuestra vida cristiana. Lo mismo 
que dijo Jesús «Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre», podía 
decir también: Quien me ve actuar a mi, ve actuar al Espíritu 
Santo; pues todo lo que yo hago lo inspira él de acuerdo con la 
voluntad de Padre. Así, pues, la vida y la forma de actuar de Jesús 
de Nazaret, el Hijo amado, enviado en misión por el Padre, enviado 
a los pobres para anunciarles una buena nueva y para dar a esta 
buena nueva un lugar, un cuerpo social visible (el Reino), esa vida 
y esa forma de actuar, serán la referencia obligada para entender 
tanto el misterio del Espíritu como, por otra parte, el misterio del 
Padre y finalmente el misterio de Dios en nuestras vidas y en la 
historia.
Al Espíritu sólo se le. puede denominar, con verdad y de forma 
que esté «por encima de toda sospecha», diciendo que es el 
Espíritu de Jesús de Nazaret. En efecto, creer que se es del 
Espíritu, sin tener por base de la propia forma de actuar la forma 
de actuar de Jesús de Nazaret, es exponerse a todo tipo de 
ilusiones. «Si no queremos agotarnos persiguiendo sueños 
inconscientes, se impone que demos un rodeo pasando por 
Jesús». Este «rodeo» -dado que lo sea, pues más bien es un 
recurso obligado- afianza fuertemente nuestras raíces y nuestra 
memoria cristiana contra todas las fantasías que pretendan 
construir un modelo idílico. Basta pensar en l as elucubraciones de 
quienes, tras una era de Dios-Padre y luego otra del Hijo, 
anunciaban la época del Espíritu Santo exclusivamente. Fue la 
teoría de las «tres edades», lanzada por el monje calabrés 
Joachim de Fiore, unos años anterior a Francisco de Asís, con 
todas las falsas esperanzas que esta teoría hizo concebir. Yves 
Congar, en el primer volumen de su obra Je crois en l'Esprit Saint, 
trata de demostrar, al hilo de la historia, los nefastos resultados de 
aquel movimiento pseudoespiritual (c. VII, p. 175 s.). El paso 
obligado por Jesús de Nazaret representa, por el contrario, el 
principio de realidad (y no de evasión) que exige que el Espíritu 
sea «valorado» sobre el patrón de las palabras y de la vida de 
Jesús.
«El Espíritu Santo -nos hace saber Jesús en San Juan- nos 
recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). «El Espíritu 
rememora la objetividad histórica de Jesús. Si nos conforma con el 
Hijo no es según un orden imaginario, sino según la realidad (...). 
Jesús es la roca que sirve de cimiento a toda interpretación» 
(Duguoc). «No basta con ir pregonando: El Espíritu, el Espíritu, 
para experimentar el Espíritu. El acceso al Espíritu es una 
aventura espiritual larga, poco locuaz, muchas veces inesperada. 
Se entra en la vía del Espíritu no tomando un camino paralelo al 
de Jesús, sino entendiendo mejor el vinculo entre Jesús y el 
Espíritu» (Henri Bourgeois). Un teólogo protestante ha dado, creo 
yo, con la fórmula exacta y contundente: «El Espíritu Santo es 
cristológico. No tiene intención de hablar sino de uno sólo: de 
Jesucristo Desde el momento en que al Espíritu Santo se le separa 
de Cristo y de su propio cometido de testigo, se esconde y sólo se 
tiene de él un residuo, si no un falso Espíritu Santo. El error en 
que con más frecuencia se ha incurrido, acerca de él es haber 
olvidado su gravitación cristológica». (A. Maillot).

El Espíritu Santo, nuestra memoria cristiana, fiel y viviente
ES/MEMORIA-FIEL-J: Esta formulación es una nueva manera, 
más concreta, de subrayar la misma afirmación que acabamos de 
hacer. El Espíritu, que nos recuerda cuanto dijo Jesús, es nuestra 
memoria fiel. Fiel porque no añade nada substancialmente nuevo 
al mensaje legado por Jesús: Jesús es «la palabra definitiva de 
Dios», una palabra insuperable. Escuchemos una vez más a Juan: 
«El Espíritu dará testimonio de mí» (15,26). «Recibirá de lo mío y 
os lo comunicará a vosotros» (16,14). «No hablará por su cuenta, 
sino que hablará lo que oiga» (16,13). Memoria fiel porque lo dice 
todo, para asegurar sin menoscabo alguno la plena progresión del 
don de Dios en Jesucristo. Tal es el sentido del siguiente versículo 
tan trinitario: «Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho 
(habla Jesús): Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» 
(16,15).
Pero entonces, ¿el Espíritu Santo es un simple «repetidor», un 
mero «eco»? No, porque es una memoria viviente. El Espíritu 
restituye incesantemente a la palabra de Jesús toda su novedad y 
su fuerza contundente. Crea en nosotros un «corazón nuevo», 
para que la acojamos, la meditemos y la interioricemos. Nos ayuda 
a descubrir sus inagotables riquezas, hasta entonces inadvertidas 
para nosotros. Este es sin duda el sentido del texto-faro: «Mucho 
podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga 
él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» 
(/Jn/16/12-13). Pues bien, ¿cuáles son esas cosas que los 
discípulos no pueden soportar aún, algo así como los ojos no 
pueden aguantar una luz demasiado viva? ¿Cuál es esa «verdad 
completa» que todavía están por descubrir? Sin duda, llegar a 
comprender la muerte y resurrección de Jesús (¡buen paso el que 
hay que dar!): el porqué de esa vida y esa muerte, así como su 
significado dentro del plan de Dios: «¿No era necesario que el 
Cristo padeciera eso...?» (Lc 24,27); la verdad definitiva acerca 
del misterio de su persona tan sólo vislumbrado bajo la forma de 
una pregunta («¿Quién es este hombre?»), pero puesto a plena 
claridad después de Pentecostés.
Una memoria viviente quiere decir, en el sentido amplio del 
término, la memoria de «el que vive» (Ap 1,18). Por lo demás, en 
esta misma linea se debe entender el «Haced esto en memoria 
mía». Sólo el Espíritu puede hacer que el memorial no sea un rito 
vacío, un puro recuerdo; de ahí la revalorización de las «epiclesis» 
o invocaciones al Espíritu, en las nuevas plegarias eucarísticas. 
Más adelante volveremos a hablar de este tema: «la letra de los 
ritos sacramentales y el Espíritu». Pero, ¿cómo no citar, ya desde 
ahora, este admirable texto de Mons. Hazim?
«Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo se queda en el 
pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una mera 
organización, la autoridad una dominación, la misión una 
propaganda, el culto una mera evocación, el comportamiento 
cristiano una moral de esclavo. Pero en El, el cosmos es elevado y 
gime en el alumbramiento del Reino, Cristo Resucitado se hace 
presente, el Evangelio es capacidad de vida, la Iglesia significa la 
comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la misión 
un Pentecostés, la liturgia memorial y anticipación, el 
comportamiento humano queda deificado». (Declaración en la 
asamblea del Consejo ecuménico de las Iglesias, en Upsala, el 4 
de julio de 1968).

Memoria viviente significa la conciliación entre un sólido arraigo 
y un impulso colmado de esperanza: esperanza con un lastre de 
realismo, de lo contrario es mero prurito de cambio, huida hacia el 
futuro al que se adorna ilusoriamente con todos los méritos, 
mientras se devalúa y niega el pasado (y aquí se trata de nuestro 
pasado cristiano). Pero «buscar al Espíritu Santo en la dirección 
de nuestras raíces», no implica de ningún modo una actitud 
«retro» que se complace en los recuerdos.
Conclusión (parcial y provisional): dentro del régimen cristiano, 
nunca se puede afirmar, de manera directa y exclusiva, que se es 
del Espíritu, si no se pasa por Jesús de Nazaret, imagen histórica 
del Dios invisible, mediante su vida terrena, correctamente y 
honradamente leída, con la densidad de su humanidad y con sus 
misteriosas profundidades: esta es la norma definitiva a la que el 
Espíritu nos remitirá siempre. El Espíritu del Resucitado, que da la 
capacidad de llamar a Jesús Señor y Cristo, nunca hace «olvidar» 
su vida terrena: «Al glorificarle Dios (el Padre), no entregó al 
olvido, como si dijéramos, su vida terrena para eternizar otra cosa 
distinta de ella, sino que aceptó (en el sentido de salir fiador) esa 
vida y ese origen».
A esto puede añadirse también que de tal modo es el Espíritu el 
«Espíritu de Jesús», que a partir de la Pascua no tiene otra cosa 
que hacer sino edificar el Cuerpo de Cristo: «El Espíritu es quien 
nos hace miembros del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12,13; Rm 8,12 
s.); pero ese cuerpo no es el del Espíritu Santo, es el de Cristo» 
(Congar, op cit., II, p. 268). En este Cuerpo es donde se realiza 
nuestra adopción filial (Ef 1).

El ser y la misión de Jesús, conocidos gracias al Espíritu
Llamar al Espíritu Santo «Espíritu de Jesús» es afirmar también, 
de modo más preciso, que por él «descubre» Jesús su ser y su 
propia misión. Sí, se trata verdaderamente de un descubrimiento 
que hace el mismo Jesús, cosa que puede extrañar. Por eso me 
permito colocar aquí, ya de entrada y como justificación de esta 
postura, la extensa cita de Congar que ofrezco a continuación. (El 
autor está comentando la escena del Bautismo y el «Tú eres mi 
Hijo amado», de /Mc/01/11). J/CONCIENCIA-DE-SI
«El mismo Jesús adquiere entonces conciencia plena de que él 
es 'Aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo' (Jn 
10,36). Abordamos aquí un punto delicado, y difícil de poner en 
claro y de expresar: el del crecimiento, en la conciencia humana de 
Jesús, de la conciencia que tuvo de su condición y su misión. El 
acontecimiento de su bautismo, su encuentro con Juan Bautista, la 
venida del Espíritu sobre él y la Palabra que la acompañaba 
representan en realidad un momento decisivo en la explicación de 
la conciencia que él tuvo, en su alma humana, de su condición de 
elegido, enviado, Hijo de Dios y Servidor-cordero de Dios. Hoy día 
cobra fuerza una aquiescencia (teológica) en este sentido (...). Es 
un hecho atestiguado por las Escrituras que Jesús creció en 
sabiduría y gracia ante Dios (/Lc/02/52), ignoró ciertas cosas e 
incluso quizás se equivocó, y experimentó la dificultad de una 
obediencia perfecta a su Padre. Desde la infancia a la cruz, vivió 
su misión sometido al régimen de la obediencia, es decir, de no 
poder disponer de sí, y de ignorar el resultado de lo que vivía 
¿Hasta dónde y cómo fue consciente, en el plano de su 
experiencia de hombre, de su misma condición ontológica de Hijo 
de Dios? La representación y la expresión de esa condición fueron 
haciéndose explicitas según las experiencias, las coyunturas y sus 
propias acciones. Fue comprendiendo su misión a medida que iba 
ejerciéndola: por una parte, descubriéndola delineada en la ley de 
Moisés, en los profetas y en los salmos; y por otra parte, al recibir 
del Padre las realizaciones milagrosas y las palabras proféticas, y 
vivir en obediencia la voluntad del Padre sobre él: 'En aquel 
momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te 
bendigo, Padre...'». (Op. cit., I, pp. 37-39).

Expliquemos este texto preliminar, colocado aquí en atención a 
la claridad, y al que me adhiero plenamente:
a) El ser de Jesús. Jesús alcanza, en lo humano, clara 
conciencia de su ser de Hijo por excelencia, por medio del Espíritu 
Santo. Y esto se señala claramente en los evangelios cuando 
describen esos momentos privilegiados, esa especie de claros y 
rompientes de luz en su vida terrena, como son el Bautismo y la 
Transfiguración: «los cielos que se abren» (Bautismo); «una nube 
luminosa» (Transfiguración). Fijémenos bien en el «Tú eres mi Hijo 
amado», de Mc 1,11 (Mateo 3,17 habla en tercera persona: «Este 
es...»): es el «Tú» personalizado del diálogo y de la oración, 
oración que Lucas señala expresamente en el Bautismo (3,21) lo 
mismo que en la Transfiguración (9,29). Pero a estos dos 
primeros episodios hay que añadir otro que muestra claramente 
esa condición de Hijo, esa relación y esa intimidad absolutamente 
únicas. Al «Tú eres mi Hijo amado», pronunciado por el Padre, 
responde el «Yo te bendigo, Padre», dicho por Jesús. Y el diálogo 
se produce bajo la acción del Espíritu Santo. (Lc 10,21-22).

Por el Espíritu comprende humanamente Jesús su propia 
misión
b) Desde el Bautismo, el «Tú eres mi Hijo amado» va seguido 
de «En ti me complazco» (Mc 1,11). Y se trata indudablemente «no 
de una arbitraria veleidad, sino de una elección con miras a una 
misión», advierte la traducción ecuménica de la Biblia. Por otra 
parte, al apelativo «Hijo amado», de la Transfiguración, los tres 
Sinópticos añaden esta invitación: «Escuchadle» El más explícito 
es Lucas: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle» (Lc 9,35). 
Decir esto es, evidentemente, señalar a Jesús como el profeta 
semejante a Moisés, al que todo el mundo debe escuchar (cf. Hech 
3,22). Está claro que no se nombra expresamente al Espíritu 
Santo, pero la afinidad con la escena del Bautismo es tan 
evidente, que se le puede descubrir en acción al ver al Padre 
hacerse fiador del «profeta» Jesús.
Por otra parte, para convencerse de esto basta con volver a los 
acontecimientos que siguieron al Bautismo. Cuando, en las 
tentaciones en el desierto, se trata de someter a Jesús en su 
rechazo de una misión falseada con aspectos espectaculares, 
pero absolutamente inútiles en orden a la verdadera salvación de 
los hombres, los tres Sinópticos nombran al Espíritu Santo. Y 
entonces Lucas enlaza enseguida con lo que puede denominarse 
la consagración mesiánica y profética de Jesús. Lucas 4,14-18 
está plagado de la presencia del Espíritu. Consagración misionera 
que San Pedro recalca de manera inequívoca en casa de 
Cornelio: «Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, 
comenzando por Galilea, después que Jesús predicó el bautismo; 
cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con 
poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los 
oprimidos por el Diablo» (Hech 10,37-38) La misma consagración 
consta en Mateo, pero desplazada en cuanto al tiempo (Mt 
12,15-21 y no al comienzo de la misión), menos solemne y más 
neutra que en Lc 4, con una referencia a otro texto de Isaias, 
42,1-4: «He aquí mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien 
se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él...», texto que 
hace hincapié en los recursos modestos («no apagará la mecha 
humeante»), y en la universalidad de la misión («en su nombre 
pondrán las naciones su esperanza»).
Volvamos al capítulo 4 de Lucas, para precisar quiénes son los 
beneficiarios de esta misión a la que Jesús es conducido por el 
Espíritu: los beneficiarios son los pobres. Y no para ser objeto de 
una salvación abstracta, sino para su liberación (Lucas 4,18 está 
bastante claro). Lo cual significa que, si no se tiene derecho a 
reducir esa salvación a una mera liberación social o política (para 
hablar en lenguaje actual), tampoco hay derecho alguno a atenuar 
el vigor realista de esa salvación. Por otra parte, dicha 
salvación-liberación empieza con unas acciones realizadas con 
carácter de continuidad: expulsa un demonio impuro (Lc 4,31 s.); a 
continuación del episodio que acabamos de mencionar, Mateo 
muestra paralelamente unos «demonios expulsados por el Espíritu 
de Dios» (Mt 12,28): así, pues, los liberados y reintegrados son 
posesos, enfermos, gente rechazada.
Finalmente, reparemos en que esa «buena nueva anunciada a 
los pobres» no está reservada exclusivamente a Israel, pues ese 
«año de gracia del Señor» (Lc 4,19) y esa salvación graciosa 
-gratuita- es para todos. La ira de los habitantes de Nazaret 
cuando Jesús les habla de los que fueron curados en Sidón y Siria 
(la viuda de Sarepta, Naamán; Lc 4,25-30), demuestra que habían 
entendido bien la «abolición de los privilegios». Tanto, que el 
episodio del centurión Cornelio que ya hemos mencionado y el 
furor de los circuncisos, a los que tanto trabajo le cuesta a Pedro 
apaciguar (Hech 10 y 11), están en linea con Lucas 4,25-30: la 
salvación-liberación ya no es «¡sólo para nosotros!». 
Paralelamente son incorporados a ella todos los demás.

El Espíritu es el que, también a nosotros, 
nos confiere nuestra identidad de hijos y nuestra misión
Con nosotros sucede otro tanto que con Jesús. Nuestra 
identidad de hijos y nuestra misión nos las confiere el Espíritu de 
Jesús, y ambas de forma inseparable. Así pues, la intimidad de 
nuestra relación con el Padre y el sentido de la oración y de la 
acción de gracias -así como el compromiso fraterno- son los 
componentes necesarios de toda experiencia cristiana autentica. 
Además, viendo a Jesús animado por el Espíritu, hay que añadir 
que pretender hablar del Espíritu sin contenido, en cierto modo, 
sin experiencia de vida (al menos inicial) y sin voluntad de misión 
constituye una falta de honestidad.
Para cerrar esta segunda parte, diría con gusto que si es en 
verdad Jesús el que se ha posesionado de nosotros, él será en 
nosotros:
-fuerza de profecía, es decir, de contestación, de clamor y de 
desestabilización de los sistemas abusivamente establecidos en la 
injusticia y en la exclusión de los más débiles;
-fuerza de propuesta orientada a establecer, aunque sólo sea 
en proporciones modestas y limitadas, un orden social nuevo (el 
Reino);
-fuerza de testimonio y de entrega de sí;
-espíritu de libertad que haga crujir las fronteras que limitan y 
rechace toda ideología y todo espíritu de sistema 

En resumen, en el cristiano habrán de encontrarse siempre 
juntos, en virtud del Espíritu: el evangelio de Jesús llevado a la 
practica, la oración, la acción de gracias y la misión o el amor que 
se entrega. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8). 

ANDRE FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE 35
Santander-1985 Págs. 67-87