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DIOS, EL ANTI-MAL (2)

5. El Dios de Jesús ante el mal del mundo

En este punto, pues, nuestro discurso se hace expresamente cristiano. Se remite a esa experiencia que fue fraguando en la tradición bíblica y culminó de modo definitivo en Jesús de Nazaret y en su destino. Ya se comprende que no cabe entrar ahora en análisis detallados, ni sería bueno repetir cuanto llevamos dicho -sobre todo en el capítulo anterior- acerca de la bondad de Dios. Dándolo por supuesto, trataremos de ordenar los datos más relevantes y destacar aquellos que ofrezcan alguna novedad para nuestro tema.

a) Dios como Salvador en el Antiguo Testamento

1. RV/CONCEPTO-INGENUO: Cuando uno se introduce metódicamente en el estudio de la problemática en torno al mal en el Antiguo Testamento, sorprende la enorme oscuridad y los siglos de angustia que lo envuelven. Nos encontramos ante una dura y prolongada «lucha con el misterio»28 que no logra una mediana claridad hasta muy poco antes del nacimiento de Cristo. Pero tal circunstancia sólo podría constituir un escándalo para quien tuviera una concepción ingenua de la revelación como algo «dictado» por Dios29 sin tener en cuenta las posibilidades concretas del hombre en su historia; en cambio, eso sí, hace sentir la seriedad del problema y, digámoslo así, el supremo «respeto» de Dios ante el mismo.

Con todo, la dirección fundamental, la actitud que la experiencia bíblica va descubriendo como propia de Dios, aparece con nitidez.

D/LIBERADOR: De hecho, la liberación de Egipto como acontecimiento fundante de toda la tradición -en cuanto que recoge todo lo anterior y abre una nueva historia- pone en el meollo mismo de la comprensión de Dios su carácter de liberador. Y «liberador» significa, justa y precisamente, que se pone del lado del sufrimiento del hombre y en contra del mal que lo oprime y lo limita.

2. Mantener en su pureza y consecuencia esta visión era, naturalmente, muy difícil. Los prejuicios, la dura crónica de fracasos y catástrofes, la continua proyección sobre la imagen de Dios de los instintos humanos de poder y de venganza, las ideas ambientales, los símbolos y mitos del entorno religioso-cultural..., todo se conjuraba para oscurecer la evidencia central. Sin embargo, cabe interpretar el avance de la fe yahvista como una progresiva recuperación de esa evidencia, liberándola de sus deformaciones y profundizándola hacia adelante. Dios va quedando limpio de todo terror «demoníaco» para ser descubierto como «aliado» y -sobre todo en los profetas- como promotor ético de la justicia, como amor al hombre e incluso -ya en Oseas (11,8-9) como perdón incondicional.

El simbolismo del «paraíso», que a tantas falsas interpretaciones dio lugar en este contexto, está en esta misma línea, como ya hemos indicado más arriba. Muestra que la intención de Dios al crear al hombre fue únicamente la felicidad plena de éste. Felicidad, como meta final, a través del necesario desenvolvimiento de la historia, con sus atascos y sus dificultades; pero meta real perseguida por Dios con la tenacidad del amor. Y resulta bien curioso comprobar cómo, «a lo largo del Antiguo Testamento, el tema del paraíso deja de utilizarse para hablar sólo de los comienzos, y pasa progresivamente a ponernos en contacto con el porvenir»30. Algo que ya había visto agudamente Hegel y que la teología actual, con la visión aguzada por la nueva sensibilidad evolucionista, admite prácticamente como bien común: la protologia es la escatologia31; es decir, la narración de los comienzos profetiza la plenitud del fin; la saga del Génesis desvela la gloria del Apocalipsis, conquistada a través del sufrimiento de la historia32e y representada por el Cordero, a un tiempo glorioso y degollado (Ap 5,6).

Para una hermenéutica no estrecha, que contemple los detalles de la tradición desde el movimiento del conjunto, incluso las ideas de castigo y expiación, de juicio y amenaza, adquieren el sentido fundamental de exhortación pedagógica: en su fondo último responden a la experiencia profunda de un Dios percibido únicamente como Salvador. El «no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» de Ezequiel (33,11) abre un arco de misericordia gratuita que se cierra en el joánico «no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que por El sea salvado el mundo» (Jn 3,17; cfr. el texto no seguro, aunque profundamente cristiano, de Lc 9,56: «porque el Hijo del hombre no vino para condenar las vidas de los hombres, sino para salvarlas»).

3. En la etapa final del Antiguo Testamento, el misterio, planteado incorrectamente desde el esquema de la retribución -el mal como consecuencia del pecado- y oscurecido por la ignorancia de la vida futura, se hace críticamente agudo. Pero, aun así, el Dios intuido como amor impide que «resbalen los pies» del justo, ya al borde de la desesperación (Sal 73,2), porque en la oscuridad misma se siente acompañado por el Dios que le «toma de la mano derecha» (v. 23).

Y en el propio libro de Job, donde la crisis lleva casi a la blasfemia y donde la luz de la revelación no logra romper el velo de la ignorancia humana, Dios se pone del lado del que sufre. No condena a Job, que le acusa en su desesperación, sino a los amigos, que lo «defienden» presentándolo como el que castiga. Dios eleva el problema por encima del «planteamiento judicial»33, negando así su participación activa en el mal del hombre y remitiendo a éste al Misterio de lo real.

Sucede como si, a la espera de mayores luces -no accesibles en aquel momento histórico-, zanjara bruscamente la falsa solución negando el supuesto que todo lo envenena: por lo menos, que quede claro que él, Yahvé, no quiere el mal. Las dos respuestas de Job simbolizan la nueva situación: «yo pongo la mano en mi boca» (40,4), reza la primera, como rompiendo el discurso que inculpa a Dios atribuyéndole el mal «tan sólo de oídas te conocía; ahora te han visto mis ojos» (42 5), dice la segunda, como remitiéndose confiado a su misterio, sabiendo ya que de El no puede venir el mal.

Hay que aludir, finalmente, a los poemas del Siervo Sufriente. Tampoco en esta figura se descorre aún el velo, pero de un modo ya claro e inequívoco, quien aquí sufre no está al otro lado de Dios, sino con Dios; o, mejor, Dios está con él, identificado con su dolor y con su trabajo, apoyándolo frente al mal que lo envuelve: «mi Dios es mi fuerza» (Is 59,5), «mirad, el Señor viene en mi ayuda: ¿quién me condenará?» (Is 50,9).

En la culminación de la crisis, en la punta más aguda del sufrimiento y de la fidelidad, se está dando el cambio radical. Todo sigue oscuro, pero ya empieza a comprenderse que Dios sólo puede estar en la zona de la luz: el mal está al otro lado, en las tinieblas, contra el hombre y contra Dios. Pero la comprensión definitiva de esto pertenece ya al último paso a la hoguera de la resurrección frente al abismo de la cruz. Una vez más, la claridad final hemos de buscarla en el Dios de Jesús.

b. Dios como Anti-mal en la acción y en el destino de Jesús

1. Cuando se llega aquí por el camino que acabamos de recorrer, hay una cosa que asombra profundamente: la capacidad que tienen los prejuicios para impedir ver lo evidente. ¿Cómo, si no, se explica que, con el Evangelio a la vista, se mantuviese -y se siga manteniendo- durante tanto tiempo el supuesto de un Dios que, pudiendo, no quiere evitar el mal? Se admite la total identificación de Dios con Jesús, de modo que, por la unión hipostática, afirmamos que cuanto dice y hace Jesús lo dice y lo hace Dios: El es su revelación definitiva, «su sí sin vuelta de no» (cfr. 2 Cor 1,19-20). Jesús aparece en toda su vida y su conducta compadeciéndose de los que sufren, defendiéndolos de quienes los oprimen, luchando contra el mal, hasta el punto de dar por ello su vida. Y, a pesar de todo, se sigue con la vieja idea de que Dios «puede y no quiere». ¿Es que alguien, mirando a Jesús, puede atreverse a afirmar que, pudiendo, no iba El a barrer el mal del mundo? Entonces, ¿no es en El donde se nos revela el corazón de Dios?

Seria horrible que estas preguntas sonasen a retórica. Pero de alguna manera hay que resaltar la «injusticia» que se le hace a Dios al deformar su revelación, no acabando de verla como lo que es: amor puro y salvación incondicional que no «envió» el mal al hombre, sino que se compadece de él y padece con él.

Esto resulta tan evidente que, en realidad, no necesitaría glosa alguna. Tanto sus palabras como, sobre todo, sus obras son una continua proclamación de Dios como el Anti-mal, como el que llega a la humanidad para romper el dominio absoluto de todas las fuerzas que la esclavizan y atormentan.

2. ¿Qué otra cosa significa la proclamación de la llegada del Reino?: con «el dedo de Dios» (Lc 11,20) son expulsados los demonios, símbolo omnicomprensivo de todo cuanto se opone al bien del hombre. La predicación de la «buena noticia»; la invitación a la confianza incondicional en Dios; el anuncio de su ser como Padre -Abbá como abismo insondable de amor y solicitud activa-; el perdón que comprende y no tiene limites; el padre que no sólo no impone los males de la vida, sino que espera con los brazos abiertos al hijo descarriado en las regiones de la pérdida del sentido, de la explotación por los poderosos, de la necesidad física -disipación insensata de los bienes, privación del salario, hambre de la comida misma de los cerdos-, y que espera únicamente a introducirlo en la alegría de la casa y de la fiesta...

En esta perspectiva, el anuncio del Reino que se acerca y se hace ya presente enlaza maravillosamente con la profecía del Génesis: lo que allí era anuncio remoto empieza aquí a ser realidad efectiva, primicia que se deja sentir en la anticipación de los «signos». El poder del mal aparece quebrado por el poder de Dios; lo que estaba implícito se explicita ahora sin ambigüedad: Dios contra el mal, a fin de llevar al hombre a la plenitud final para la que fue creado. La intención de la creación brillará entonces en todo su esplendor: «El enjugará las lágrimas de sus ojos: ya no habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor, pues lo de antes ya pasó» (/Ap/21/04).

Jesús, pues, que no elabora «teorías» sobre el mal, lo sitúa inconfundiblemente en la verdadera perspectiva: como el enemigo del hombre y, por lo tanto, al otro lado de Dios, el cual, a favor del hombre, lo combate. Pero, más allá de su palabra y de su obra, aparece con claridad meridiana en su propio destino. Jesús constituye la demostración palpable e irrefutable del carácter forzoso del mal como consecuencia inevitable que Dios «no puede» impedir, si es que desea de veras que la creatura exista y sea ella misma; pero es también la demostración de su derrota definitiva, la prueba de que el mal no tiene la última palabra y de que, por ello, el mundo vale la pena.

D/SADICO

3. También ahora conviene volverse a lo elemental, abrir los ojos para ver lo que está delante. Cuando vemos a Jesús machacado por el sufrimiento y sometido a la injusticia por la maldad de los hombres, ¿podemos pensar que eso lo «manda» Dios? ¿Cómo, si «pudiera», no iba el Padre bueno a evitar la horrible tragedia del «Hijo bienamado»? El que pudieran excogitarse teorías para anular tal evidencia indica el enorme poder de los prejuicios en juego; el que ciertas expresiones del Nuevo Testamento que parecen insinuar lo contrario se convirtieran en principio interpretativo, anulando la fuerza de la corriente central de toda la revelación, muestra cuán difícil resulta mantenerse fieles a la intuición de Dios como amor. Pero la monstruosidad de ciertas teorías a que conduce esa postura -Dios exigiendo la sangre de Jesús como precio de su perdón- demuestra la deformación radical del proceso.

REDENCION/ANSELMO: El daño que en este sentido hizo la teoría de San Anselmo34 -necesidad de la muerte de Jesucristo para reparar el honor de Dios- resulta incalculable, aun teniendo en cuenta sus atenuantes en el contexto de la concepción medieval del honor. Por eso mismo resultan increíbles ciertas afirmaciones que, partiendo de Lutero, perviven en grandes teólogos protestantes actuales (y de un modo menos crudo, pero asimismo inaceptable, en algún católico como von Balthasar): que en la cruz es el propio Padre quien está descargando su ira contra Jesús, el cual sufre así el castigo a nosotros destinado, convirtiendo de ese modo en asunto «entre Dios y Dios»35 lo que es claramente un asunto entre Jesús, unido a Dios, y las fuerzas del mal.

Si no conociéramos la intención de fondo que anima estas teorías -mostrar la gratuidad absoluta de la gracia y la horrible gravedad del pecado-, habría que acusarlas de blasfemas. En la cruz, Dios no está contra Jesús -¿cómo iba a estar el Santo contra el Inocente, el Padre amado contra el Hijo querido y obediente?-, sino que está a su lado, apoyándolo y sufriendo con El, dándole la razón a su inocencia contra los que en su nombre -«¡ha blasfemado!»: Mt 26,65- se hacen instrumento del mal. Cuando lo resucita de entre los muertos y lo llena de su gloria, no proclama otra cosa, pues lo que hace es reivindicarlo, ante toda la historia, frente a cualquier posible equívoco.

4. J/MUERTE-CAUSA: Con razón, el cristianismo ha visto siempre en la dialéctica cruz-resurrección la clave decisiva de su propia experiencia. La cruz evidencia el carácter forzoso e inevitable del mal en la historia. Si Jesús quería permanecer fiel a su conciencia y a su mensaje, tenía que afrontar las consecuencias: la violencia maligna de los que se levantaban contra El y contra Dios. Jesús no muere por su gusto, sino que afronta -¡angustiado! (cfr. Mc 14,33 = Mt 26,37- el que lo maten, porque no tiene otra alternativa si no quiere negarse a sí mismo y su misión (el caso de Oscar Romero es una entre tantas -¡también de no creyentes!- ilustraciones recientes de lo mismo). Por su parte, el Padre no quería que le matasen a su Hijo, pero no podia evitarlo sin anular la libertad de la historia y, en definitiva, la consistencia misma de la creación.

Sin embargo, en ese carácter forzoso del mal se va a manifestar el otro polo de la dialéctica: la resurrección, la cual no niega la cruz ni suprime su presencia en la historia, sino que la incluye en un horizonte más amplio que la relativiza, quiebra su fuerza y la vence, en definitiva. La resurrección introduce un dato fundamental: lo que se ve de inmediato, las relaciones de fuerza que se imponen en la historia controlable por el hombre, ni lo es todo ni es lo último y más importante. Jesús, derrotado sin remedio en la visibilidad histórica, confió a pesar de todo, porque sabe que en un contexto más amplio -en el único contexto definitivamente verdadero- la derrota no es cierta. Es real, porque él quería seguir ayudando y predicando a la gente; pero no es total, porque sabe que el destino último, tanto de El como de la humanidad, está en las manos del Padre. Y en ese destino Jesús tiene la razón.

La resurrección demuestra que ni el sentido ni la realidad de su vida pudieron ser destruidos. Todo lo contrario: quedaron definitivamente afirmados e infinitamente potenciados: en El -resucitado en la gloria, en la fuerza y en la felicidad de Dios- se cumple el proyecto creador de plenitud y felicidad para el hombre. Más aún: en la misma historia empírica, su acción sigue actuando en contra del mal y en favor del hombre: en el impacto sobre los mismos que lo habían derrotado, en la memoria de sus discípulos y en el movimiento que en ella se apoya y de ella se alimenta; memoria que es presencia activa desde Dios, misteriosa pero real (eso querían enseñarnos las apariciones del Resucitado y su promesa de estar siempre con nosotros; eso presuponemos cada vez que en la oración o en la praxis del amor vivimos desde El nuestra vida [recuérdese a Pablo: «es Cristo quien vive en mi»: Gal 2,20]).

Por eso la resurrección le da la vuelta a todo el problema del mal, que ahora queda, paradójicamente, iluminado como misterio máximo del amor y de la fuerza salvadora de Dios. Intentemos verlo como final de nuestra reflexión.

6. La inversión radical de las perspectivas

a) El mal como lugar de la revelación suprema del amor

1. Si hasta aquí hemos tratado de acoger en todo su rigor la seria dureza de la dificultad, ahora llega el momento de abrirnos cordialmente a la gloria de la respuesta. Porque, en verdad, desde la nueva visión global que la resurrección hace posible, lo que antes era objeción o, por lo menos, interrogante angustiado frente a Dios se convierte ahora en revelación del amor y en admiración ante su grandeza insondable.

Claro que ello únicamente es posible si de algún modo se accede a la experiencia viva de ese amor y de su promesa. Algo que va en la dirección de lo que San Pablo quiere expresar cuando afirma: «...pues pienso que no hay comparación entre los padecimientos de la vida presente y la gloria venidera que se va a revelar en nosotros» (Rm 8,18). Cuando esto se vive en la experiencia, el desequilibrio es tan grande que hasta se puede exclamar: «¡Más aún: nos gloriamos incluso en las tribulaciones!» (Rm 5,3), pues son signos de la «esperanza que no falta» (Rm 5,5). Contra esto nada puede la misma dureza de la vida: «Los sufrimientos pasajeros y leves nos preparan una gloria eterna, por encima de toda medida» (2 Cor 4,17). Y es que el mal, con toda su real y dura oscuridad, queda envuelto y vencido en la confianza de una luz más poderosa: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios!» (Rm 11,33).

2. Pero esto es tan sólo un paso hacia una inversión más radical. Por amor, para entregarle esa plenitud al hombre, a todo hombre, crea Dios el mundo. El, que es y vive la plenitud, sabe que nada más grande puede haber; que el poder participar en ella constituye la felicidad y el gozo supremos; por eso la quiere dar, porque, pase lo que pase, nada puede anular el valor de la existencia como condición de posibilidad de dicha participación. A fin de conseguir ese bien para otros, está El dispuesto a pagar el precio que sea necesario, incluso el de asumir sobre si la «responsabilidad» de crear un mundo que, al ser finito, comporta necesariamente la carga terrible del mal.

Un mal que afecta directamente a su creatura, pero que El com-padece como Padre: por el bien de la felicidad total, acepta con dolor de Padre el sufrimiento de la historia, que constituye el camino inevitable (renunciar a dicho sufrimiento equivaldría a «escoger» la nada, a no dar a nadie su felicidad). Un mal que incluso puede comportar la frustración -libre pero real: eso es la «condenación»- de algunos que se niegan a la plenitud: por el bien de los que quieren soportar la perdición de los que se niegan. (Con verdadero dolor de Padre: por eso habría que ser muy cautos al hablar del «infierno» como algo que impone Dios36, cuando sólo puede ser algo que también El sufre por respeto a la libertad de la creatura; también esto -concíbase como se conciba- es un mal que Dios «no puede» evitar).

Da cierto pudor hablar así de Dios, pero no tenemos otros recursos. Lo importante sería que lográramos situarnos en la perspectiva auténtica. No ya «pedirle cuentas» a Dios por el mal del mundo, sino asombrarnos ante la infinita generosidad de quien sufre el mal por amor al bien de las creaturas. La imagen que de algún modo podría aproximarse a esto sería la del hombre y la mujer auténticos que por amor llaman hijos a la existencia, sabiendo lo que ésta comporta: ¿les pide alguien cuentas por la enfermedad de sus hijos?; ¿no se les supone, más bien, junto a ellos, com-padeciendo con ellos, ayudándoles a superarla? Sólo el prejuicio imaginativo y anti-cristiano de un Dios que «no quiere» -porque «podría» hacer el circulo-cuadrado de un mundo perfecto- explica el que haya muchos que no vean aún que es eso exactamente lo que la mejor tradición bíblica está queriendo decirnos de Dios: «¿Puede una madre olvidarse de su hijo (...)? Pues aunque ella se olvide, yo no me olvidaré de ti» (Is 49,15).

3. Desde Dios, el mal únicamente resulta comprensible como «el precio del amor»37, la terrible condición que el Creador tiene que soportar para que sea posible la felicidad de la creatura. Una idea que, por lo demás, no está ausente en la tradición. Con su estilo abstracto, y sin sacar todas las consecuencias, ya lo dijo Tomás de Aquino: «Dios ama más el mayor bien, y por eso prefiere la presencia de un bien mayor que la ausencia de un mal menor»38. De un modo más vital lo expresa Romano Guardini:

«Con toda evidencia, lo infinito es tan importante para El que "osa" esta posibilidad. Esta es la "osadía" de Dios, la misteriosa osadía en la que sólo con supremo respeto se puede pensar; pero entonces aparece que la "seriedad" de esta osadía consiste en que el Creador "desde el primer momento" asume la responsabilidad del acontecimiento del mal a través de su creatura»39.

Y von Balthasar llega a hablar de una «tragedia de Dios» a propósito de la posibilidad del fracaso de los que no se salvan. Cosa que induce en los mismos textos del Nuevo Testamento un dramatismo cada vez más trágico y sin salida:

«Más trágico no sólo para el hombre, que puede perder el sentido de su existencia, su salvación, sino también para el propio Dios, que se ve forzado a juzgar allí donde quería salvar y que -en el caso extremo- debe juzgar precisamente porque quería traer el amor»40.

Mirando ahora a la cruz de Jesús, la evidencia se hace pasmosa: ella constituye la inconfundible «marca de sangre» de esa verdad descubierta. Dios no sólo ayuda al hombre, lo empuja hacia adelante y le perdona su pecado, sino que se compromete personalmente sin reservarse nada. No se detiene siquiera ante el sufrimiento supremo: que le asesinen a su propio Hijo. «Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación...» El mal no sólo ya no es causado -o «permitido»- por Dios, sino que es combatido por El hasta la propia sangre. Y no sólo es combatido «fuera»; es también sufrido en la propia carne para que, simultáneamente, se revele que no es maldición o castigo para quien lo padece ni es algo voluntario para Dios. Es algo que también El tiene que soportar por amor -y sólo por amor- a los hombres.

La apuesta era tan seria y la decisión del amor tan irrevocable que Dios ni siquiera dio marcha atrás ante el dilema supremo: o cortar el experimento, rompiendo la historia y anulando el mundo (a eso equivaldría el «bajar de la cruz» a Jesús), o consentir que le maten a su Hijo. San Pablo lo dice: «no escatimó a su propio Hijo» (Rm/08/32).

Pero la inversión prosigue todavía: la resurrección muestra que en la derrota estaba justamente la victoria.

b) Lo definitivo: Dios quiere y puede vencer el mal

1. Porque, ahora sí, ganada la perspectiva global, podemos retomar el dilema para negarlo de raíz: Dios quiere y puede vencer el mal. El juego de la historia, en cuanto inmediato y visible, no es todo el juego. En la totalidad de lo real, el mal tiene desde siempre perdida la batalla. El hombre, todo hombre, está capacitado para luchar con él; y en esa lucha tiene asegurada la victoria. Asegurada ya aquí, en cuanto que ninguna forma posible de mal -«ni lo alto ni lo profundo»: recuérdese Rm 8,38-39, comentado en el capitulo anterior- puede romper el sentido de nuestra vida, la cual es verdaderamente una vida salvada, una «vida eterna». Y asegurada de modo definitivo y completo en lo global: mirado en la integridad de su condición, en cuanto que incluye historia y transhistoria, el hombre es un ser que, por la comunión con el Dios infinito, vence y aniquila el mal. En este sentido, Walter Kasper situó perfectamente la perspectiva teológica:

«La respuesta cristiana sólo se puede entender partiendo del centro del anuncio cristiano: la victoria de Dios en Jesucristo sobre todos los poderes y dominaciones del mal; una victoria de la verdad, la justicia y el amor, que ahora está todavía oculta, pero que escatológicamente se ha de revelar un día de modo definitivo. Esta esperanza escatológica en la liberación del mal presupone en la Escritura la convicción de que Dios es, protológicamente, señor de toda la realidad. El "Deus spes" no puede ser aducido contra el "Deus creator", como lo intenta E. Bloch»41.

También por este costado se nos abre un abismo de luz. Todo se reordena, y al «escándalo del mal» le sustituye el «milagro del bien». Ahora amanece la experiencia -porque experiencia es cuando el Evangelio entra de algún modo en la vida- de que en el orden total del ser, en la vida que se realiza desde la comunión con Dios, el mismo mal, permaneciendo inevitable, queda totalmente funcionalizado por la dinámica del bien: «Sabemos además que todo colabora para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28).

No son meras palabras y, al menos en alguna dimensión de su vida, todo cristiano ha experimentado esta verdad. En cierto modo, la vida cristiana consiste en este aprendizaje: acogerlo todo, incluso lo negativo, como materia posible para el crecimiento hacia la plenitud definitiva. En los mejores se hace visible lo que para todos nosotros es también, aunque oscura, una realidad auténtica: «todo es gracia»42. Gracia para el cura pecador de Bernanos y gracia para la limpia inocencia de Teresa de Lisieux. Gracia, en definitiva, para cada hombre, porque para todos vale lo que, con un simbolismo que ahora tal vez podamos leer un poco mejor, había explicado magnificamente San Pablo:

«Pero de ningún modo hay comparación entre el delito y el don. Porque, si por el delito de uno murieron todos los demás, mucho más por el favor de un solo hombre, Jesucristo, la gracia y el don de Dios se desbordarán sobre todos (...) Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,15.20).

2. Peligro de misticismo escapista o de idealismo desencarnado lo hay siempre, naturalmente. Pero no es algo fatal. Y justamente esta cumbre en la contemplación del misterio remite por sí misma a la realidad -no a la teoría- como único lugar válido y legítimo. Si Dios quiere y no puede vencer al mal y, con su gracia, nos capacita para hacerlo nosotros, no cabe otra actitud cristiana que la de luchar contra él.

Luchar en las circunstancias de la vida y en la concreción de la historia, en los problemas individuales y en las estructuras sociales, en la raíz interior del pecado y en su visibilización en las realidades, relaciones y poderes opresivos. Todo lo que se oponga a la plenitud humana, desde la falta de pan a la de libertad, desde la ausencia de esperanza a la escasez de vivienda, desde el desconocimiento del Evangelio a la falta de trabajo..., todo debe ser combatido, porque está al otro lado de Dios: contra El y contra el hombre. Si la perspectiva es la plenitud final, tal como la intuimos en la resurrección de Cristo, nada que merme al hombre, ya sea material o espiritual, cuadra con el plan de Dios.

De hecho, como ya queda indicado, Jesús no elaboró una teoría contra el mal. Luchó contra él en todas sus formas, desenmascarándolo como el anti-Dios y abriendo así nuestra esperanza. No hay otra predicación posible ni existe otro lugar de verificación para nuestra teología. Que Dios no quiere el mal lo tiene que demostrar la actitud de los cristianos. Que Dios puede vencerlo es algo que toca a nuestra praxis anticiparlo en los signos concretos de liberación.

3. Tal es, por lo demás, el destino fundamental de nuestro tiempo: «La actitud específica de la Edad Moderna ante el mal se muestra menos en su aclaración teórica que en la propuesta de medidas prácticas para su eliminación», dice A. Hügli43. Por su parte, W. Oellmüller44, buen conocedor de la «modernidad», señala que el planteamiento actual se mueve en el ámbito abierto por Kant, Marx y Freud, situándose en el terreno donde, en este libro, tratamos de descubrir el lugar radical de encuentro entre la fe y el ateísmo: el mal no es para ellos ninguna «negación de lo divino y del ser, sino la negación de lo humano por la acción culpable del propio hombre».

No es casualidad el que una de las dimensiones más vivas de la teología actual se aplique a mostrar justamente que lo específico y único de la experiencia cristiana reside en la posibilidad de dar una respuesta coherente al sufrimiento de la historia. En el destino de Jesús aparece como posible lo imposible: la «solidaridad anamnésica»45 con el sufrimiento de los derrotados y hasta con los muertos. El Dios que creó por amor le asegura a todo hombre la posibilidad de darle sentido a su vida; la seguridad de que, a pesar de todo, «el verdugo no triunfará sobre la victima» (Horkheimer). Lo que en este aspecto están aportando -en el plano teórico- las teologías de la liberación y las diversas modalidades de la teología politica y -en el plano práctico- el compromiso liberador de tantos cristianos resulta de una trascendencia incalculable para el destino de la fe en el mundo y, por lo mismo, de su servicio al hombre.

En realidad, las reflexiones deberían terminar aquí, abiertas verticalmente sobre el amor insondable de Dios y, horizontalmente, sobre el compromiso solidario contra todo cuanto oprime al hombre. Pero resta todavía una última objeción que conviene afrontar.

c) Respuesta a la última dificultad: la salvación desde la historia

1. Con toda probabilidad, en la mente de más de uno de los lectores habrá aparecido una dificultad que se agranda justamente con la grandeza misma de la perspectiva descubierta: si Dios, con amor gratuito, destina todo eso para el hombre, ¿por qué no se lo da ya desde el comienzo? Hasta ahora la respuesta ha sido: porque es imposible, dada la finitud de la creatura. Pero en este punto surge la contrarréplica: si es posible al final para la creatura finita, también tendría que serlo al comienzo.

Expresémoslo con palabras de Edward Schillebeeckx, un autor con el que coinciden ampliamente -cuando habla «en positivo»- las reflexiones anteriores. De él tomamos la sugestiva calificación de Dios como «el Anti-mal». Con Santo Tomás, él busca la raíz del mal en la finitud de la creatura: «Para Tomás no tiene sentido, desde el punto de vista filosófico, buscar en Dios una causa concreta, un principio o motivo del mal y del sufrimiento, los cuales, si bien no son una consecuencia necesaria de nuestra finitud, tienen en ésta la fuente principal de su posibilidad». Sin embargo, cuando llega a la encrucijada decisiva, abandona el hilo de este discurso (ya de por sí cauto y hasta ambiguo en su formulación) y argumenta así:

«La finitud no implica, por sí misma, sufrimiento y muerte. Si así fuese, la fe en una vida superior y supraterrena -que no deja de ser una vida de seres finitos- sería una contradicción intrínseca. Las creaturas nunca serían Dios»46.

Objeción formidable, sin duda, que además el autor ni siquiera discute, dándola por evidente. Y lo es, desde luego, en una evidencia abstracta y de puro principio. Pero algo falta en esa evidencia: falta justamente la mediación de la historia.

Que en la creatura se da la posibilidad absoluta de ser plena y feliz, resulta innegable (en eso nos apoyamos nosotros para afirmar que, a pesar de todo, el mundo vale la pena y que Dios creó por amor). Pero que esa posibilidad sea actualizable en cualquier momento, eso ya no se sigue sin más. Lo que va a ser actualizable al final no siempre puede serlo al principio. ¡Que sea posible en absoluto para el hombre comer carne no implica que pueda comerla ya un niño de pecho! Que la salvación plena sea posible al final, en la transhistoria, no quiere decir que lo sea ya en la historia.

También esto es evidente. Y hacemos a propósito la alusión al niño de pecho y a la carne. Se trata de un ejemplo de San Ireneo47 (en un contexto ligeramente diferente, pero válido). Indica la necesidad del tiempo y de su «pedagogía» como factor esencial en la constitución de la libertad finita. El hombre se forja en el lento y entrañable madurar de la historia. Constituido de repente, instalado sin más en la claridad de la conciencia, sería un auténtico «aparecido» para si mismo; no se poseería a sí mismo en libre consciencia; no sería él mismo.

2. Tal vez estas ideas suenen algo abstractas e inseguras. Sin embargo, como acabamos de insinuar a propósito de Ireneo y como lo demostró históricamente Henri de Lubac48, son ideas que siempre han sido captadas y constituyen una adquisición común: «La gran tradición, desde el comienzo de la patrística hasta Tomás y mucho más acá de él, siempre negó esto»49 (la posibilidad de una libertad creada ya perfecta), comenta el P. de Lubac. Por un lado, «semejante perfección sería una perfección padecida, impuesta [subie]»; por otro, «la creación, incluso de un ángel intemporal, en el estado de una visión sobrenatural de Dios, que implica la libertad, es intrínsecamente contradictoria»50.

Difícil, acaso; pero todos podemos sospecharlo cuando se nos entreabre algo de la auténtica constitución de la conciencia finita: un hombre que apareciese de pronto ya adulto, totalmente lúcido y feliz, seria una quimera, un absurdo. De nuevo, un «circulo-cuadrado». Algo que coincide con la otra intuición fundamental: si Dios, que se mostró como amor sin reserva ni medida, no lo hizo, es porque no era posible.

Tal constatación no hace imposible la salvación. Resalta, sí, la maravilla incomprensible de su misterio: cómo, conservando la propia identidad -y, por lo mismo, la finitud y la distinción respecto de Dios-, puede el hombre sentirse plenamente realizado y feliz, más allá de todo mal. Pero intuimos la posiblidad. El misterio de la comunión personal, cuyas realizaciones más puras nos asombran ya en esta vida, entreabre la puerta. El poder maravilloso y paradójico del amor, que tanto fascinó a Hegel desde su juventud, permite entrever que la comunión con Dios hace posible esa última realización del hombre:

«Porque el amor es una distinción de dos que, sin embargo, no son en definitiva distintos entre sí. El sentimiento y la conciencia de esta identidad es el amor, ese "estar fuera de mí": tengo mi autoconciencia no en mi, sino en otro; pero este otro (...), en cuanto que también él está fuera de sí, tiene su autoconciencia únicamente en mi, y ambos somos únicamente esta conciencia del estar fuera de si y de la propia identidad»51.

No cometen ninguna arbitrariedad los teólogos que, a este propósito, hablan de una especie de «infinitización» del hombre, la cual, sin embargo, no suprime la identidad, porque el don de Dios se inserta en el esfuerzo de la historia. Al revés de lo que sucede en la hipótesis de una creación en estado perfecto, lo que aquí se da es una potenciación de la propia «mismidad», de aquello que se escogió libremente ser. No hay, por tanto, alienación, sino implementación de lo que queremos ser, de la plenitud adivinada y deseada por nuestra más intima y radical saudade52.

3. No se trata, pues, de que Dios decida hacer al final lo que podia haber hecho al principio. No decreta una espera que podría evitar. Al contrario: crea para la plenitud y hace todo lo posible para que ésta llegue, sin alienar al hombre. Por eso «apresura los tiempos», presiona con su gracia, lucha contra el mal. Pero respetando siempre la legalidad y la maduración de nuestra historia, para que, cuando llegue el final, seamos nosotros los que entremos en la realización plena de su comunión.

Esa comunión nos la tiene destinada ya desde el principio -tal es el significado profundo del símbolo del paraíso-, pero ha de atravesar necesariamente el espesor y el combate de la historia, realizándose en la negatividad del sufrimiento y aguantando los embates del mal. Todo eso no es su «voluntad», sino la necesidad de la finitud: la condición de posibilidad de nuestra existencia, porque sólo si existimos puede El regalarnos su felicidad. Su amor nos lo asegura como plenitud en el éxito final y nos acompaña en la vida, codo a codo con nosotros, en la lucha contra el mal.

El día en que, ante el sufrimiento de la enfermedad o la dureza de la vida, nuestra sensibilidad espontánea no reaccione diciendo: «Señor, ¿por qué me mandas esto?, ¿qué pecado cometí?, ¿por qué no lo remedias?...», sino más bien: «Señor, sé que esto te duele como a mi y más que a mi; sé que Tú me acompañas y me apoyas, aunque no te sienta...», ese día el Dios de Jesús recuperará para nosotros su verdadero rostro: el del Anti-mal que nos sostiene y acompaña con su amor. Entonces podremos anunciar a los demás la «buena noticia» de un Dios que no sólo no aliena, sino que «con-siste» en potenciar, liberar y salvar. Entonces nuestra praxis, en el seguimiento de Jesús, cobrará su sentido en el servicio a los demás en la lucha contra el mal: en el vaso de agua individual y en el compromiso por el pan, la libertad y la justicia para todos.

A lo mejor ese día comprenderemos también una de las mejores definiciones que se han dado de Dios: The great companion -the fellow sufferer who understands53, «el gran compañero, el que sufre con nosotros y nos comprende».

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA: CREO EN DIOS PADRE
El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre
Sal Terrae. Col.: Presencia Teológica, 34. Santander 1997

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28. Cfr. J. ALONSO, En lucha con el misterio. El alma judía ante los premios y castigos y la vida ultra- terrena. Santander 1966 (excelente panorama sintético).

29. Cfr. A. TORRES QUEIRUGA. A revelación de Deus na realización do home. Vigo 1985, espec. pp. 9-36.

30. F.L. LADARIA, Antropología tleológica. Madrid-Roma 1983, p. 193.

31. Cfr. K. RAHNER «Reflexiones sobre antropología y escatología», en Mysterium Salutis II, Madrid 1977 (2ª ed.) pp. 341-352.

32. G.W.F. HEGEL, Philosophie de; Religion II (ed. Suhrkamp, 17), Frankfurt a.M. 1969, pp. 74~79.

33. Cfr. el comentario de L.A. SCHÓKEL en (L.A. Schökel - J L. Sicre) Job. Comentario teológico y literario. Madrid 1983. pp. 557~558, 224-226.

34. Cfr. H.U. VON BALTHASAR. Herrlichkeit II, Einsiedeln 1962, pp. 219-236: Theodramatik lIl, Ein- siedeln 1980, pp. 235-241: G. GRESHAKE. Gottes Heil - Glück des Menschen, Freiburg i.B. 1983, pp. 80-104.

35. J. MOLTMANN, El Dios crucificado. Salamanca 1975. p. 216.

36. Cfr. A. TORRES QUEIRUGA, Recupera -la salvación, Vigo 1977, pp. 71-75 (trad. cast.: Ed. En- cuentro, Madrid 1979, pp. 68-72).

37. Cfr. G. GRESHAKE, Der Preis der Liebe, Freiburg i.B, 1982 (2ª ed.).

38. De Verit. 5, a.5, ad 3.

39. R. GUARDINI, Theologische Briefe an einen Freund, München-Paderborn-Wien 1976, p. 10.

40. H.U. VON BALTHASAR, Theodramatik IV, Einsiedeln 1983, p. 173.

41. W. KASPER. Op. cit. en nota 19.

42. La conocida frase de Teresa de Lisieux que recoge Bernanos al final de su Diario de un cura rural.

43. A. HÜGLI, «Malum», en (J. Ritter K. Gründer, eds) Historisches Wörterbuch der Philosophie V, Basel-Stuttgart 1960, p. 686.

44. W. OELMÜLLER, «Mal», en Conceptos Fundamentales de Filosofa II, Barcelona 1978, pp. 493- 494.

45. Cfr. J.-B. METZ, La fe, en la historia y en la sociedad. Madrid 1979. pp. 92-95, 237-244.

46. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Madrid 1982. pp. 711 y 818.

47. IRENEO. Adv. Haer. IV. 38, 1.

48. H. DE LUBAC, Surnaturel. Paris 1946. pp. 187-391.

49. lbid.. p. 189.

50. H.U. VON BALTHASAR. Theodramatik IV (cit.), p. 369. cfr. para todo esto Theodramatik ll/l, Ein- siedeln 1976. pp. 195-701, con agudas referencias patrísticas.

51. G.W.F. HEGEL. Philosophie der Re/igion ll (cit.). p. 222.

52. Acerca de este término, cfr. R. PIÑEIRO, Filosofia da saudade. Vigo 1984; A. TORRES QUEI- RUGA, Nova aproximación a unha filosofia da saudade. Vigo 1981.

53. A.N. WHITEHEAD, Process and Reality. New York 1926, p. 532.