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DIOS, EL ANTI-MAL (1)

1. Planteamiento general

a) Propósito: del escándalo a la manifestación suprema del amor

A primera vista, nada más opuesto a cuanto acabamos de decir acerca del Dios de Jesús como Padre de amor y de bondad infinita que la presencia del mal en el mundo creado por El. Presencia terrible y asediante que se extiende a todos los tiempos y a todos los seres sin excepción. En forma de catástrofe cósmica, de enfermedad y sufrimiento orgánico, de padecimiento o deformación moral, el mal se alza como una barrera, en apariencia infranqueable, entre la sensibilidad espontánea del hombre y la bondad proclamada de Dios.

Para los que no creen, el mal constituye el gran argumento: «roca del ateísmo» lo llamó alguien1. Para los que tienen fe, una espina dolorosa, un tropiezo difícil, cuando no un escándalo incomprensible. Además, sobre el tema han llovido demasiadas palabras y demasiadas teorías. De ordinario, el que habla de él piensa que ya «sabe» la respuesta; o, por lo menos afronta la cuestión desde presupuestos que ya la dan por resuelta.

RAZON/REVELACION RV/RAZON: La búsqueda de claridad resulta imprescindible. Acaso no tanto para encontrar una «solución» cuanto para abrirnos limpiamente a la realidad de los datos. Datos que no son independientes, porque, como lo muestra el largo y durísimo proceso del pensamiento bíblico en este punto -una cierta claridad no se logra hasta poco antes del nacimiento de Jesús-, la revelación va abriendo muy lentamente su camino a través de las preguntas de los «justos que sufren», de la reflexión de los sabios y del angustiado desconcierto de todos los creyentes. Razón y revelación constituyen una unidad. Unidad que en muchos aspectos es «circular», en cuanto que la búsqueda de la razón abre -o cierra- el lugar donde puede acontecer la revelación; y la revelación profundiza, confirma o desmiente las sospechas de la razón.

Esto explica de algún modo el proceso de nuestra reflexión, la cual tendrá primero una parte más filosófica que trate de ajustar los datos del problema o, mejor, del misterio. Su propósito principal consiste en sacar a la luz de la consideración expresa los pre-juicios que, de otro modo, se dan por obvios y supuestos. Sólo de esa manera resultará posible liberarse de las trampas de la imaginación, de la «ambigüedad de lo imaginario».

Será un proceso bastante difícil. Pero parece indispensable, porque de él depende en gran medida la visión global. Su resultado -en síntesis: que Dios «no puede» evitar el mal- condiciona de raíz la lectura de los datos bíblicos. Si bien es seguro que, a su vez, son estos datos los que hicieron posible dicho resultado: ahí radica justamente el nudo del circulo hermenéutico para nuestro caso. Pero ello no anula la validez de la reflexión, sino que la confirma: la visión racional -que, como se va a ver, procuraremos lo sea en sentido estricto- permite una lectura coherente y luminosa de la revelación; ésta, captada así desde el fondo de sí misma, confirma las intuiciones de aquélla. (Esperemos que la marcha concreta de la exposición permita comprender mejor esto que ahora decimos en abstracto).

MAL/RV-SUPREMA-A-D: Con lo cual ya queda dicho que habrá un segundo momento estrictamente teológico. En él asistiremos a la confrontación directa entre la realidad del mal y la realidad del Dios de amor y salvación que se nos manifiesta en Jesús. Puede suceder -y tal es nuestra esperanza- que se dé un giro paradójico: desde esta perspectiva, el mal no sólo aparece como contrario a la bondad divina, sino que, sin perder un átomo de su horror, se convierte en el escenario de la manifestación suprema del amor de Dios. No es -adelantémoslo- que el mal se haga bueno, sino que, en su horror, nos permite reconocer a Dios como su opositor radical, siempre a nuestro lado, sufriendo con nosotros y apoyándonos con todos los medios de su amor, hasta la prueba suprema de consentir que le maten a su Hijo. De ahí el titulo del capítulo: «Dios, el Anti-mal».

Es posible que para muchos no resulten convincentes las presentes reflexiones. Estamos ante el misterio insondable, y entran aquí en juego muchos y muy profundos factores, ni siquiera todos ellos conscientes. La experiencia de la propia vida -o, mejor, la propia experiencia de la vida- y la opción radical de cada uno marcan siempre de modo decisivo la «gramática del sentimiento» en las cuestiones que son verdaderamente transcendentales. En cualquier caso, nunca será inútil una confrontación, con tal de que ésta nos «dé que pensar» y nos permita ganar un poco más de claridad en este misterio, en el que se juegan a un tiempo el honor de Dios y el destino más sensible del hombre.

b) El mal en las religiones: el dilema de Epicuro

Precisamente por ser tan agudo, el problema del mal se plantea en todas las religiones. Pero lo hace con distinta intensidad.

En los diversos tipos de religión natural y en el politeísmo se relativiza bastante su dureza: la pluralidad de dioses y manifestaciones de lo sagrado ofrece múltiples agarraderos para diluir la insuficiencia de las soluciones.

En el dualismo, el problema se hace central y organiza el conjunto de la vida religiosa: existen dos principios originarios, uno bueno y otro malo, que explican respectivamente la presencia del bien y la del mal. Pero su claridad aparente no resiste un análisis racional, porque dos «dioses» que se limitan mutuamente demuestran con eso mismo que no lo son. Por eso alguien calificó al dualismo de «teología perezosa»2,indecisa entre lo filosófico y lo mitológico. De hecho, un dualismo estricto apenas se ha dado nunca -tal vez se le acercó el maniqueísmo-, y tiende a resolverse en monismo o en monoteísmo. En cambio, en forma vaga y diluida es una continua tentación para la sensibilidad religiosa espontánea; en el propio cristianismo muchas formas de hablar del demonio -¡también en la teología!-, más que ser fieles a la centralidad de la gracia de Cristo, representan un pobre remedo dualista.

En el monismo, la unidad de lo divino con lo humano y su preeminencia ontológica son afirmadas con tal vigor que la realidad del mal acaba por disolverse. La desgracia, el sufrimiento o la muerte serían, en rigor, mera apariencia, fruto de la «ignorancia» (una ignorancia de corte más religioso, como en las religiones de la India, o más filosófico, como en Plotino y Spinoza). El rigor del pensamiento y la grandeza de la concepción pueden ser impresionantes; pero la realidad se hace abstracta y no se respeta la tremenda seriedad del sufrimiento: difícilmente se puede encontrar ahí una respuesta efectiva.

Donde el problema se afronta con toda dureza es en el monoteísmo: a diferencia del monismo, la distinción Dios-mundo impide negar la realidad del mal; y, a diferencia del dualismo, no cabe buscar una causa activa fuera de Dios.

En el monoteísmo judeo-cristiano, en el Dios de Jesús, por lo mismo que la concepción es llevada a toda su pureza, la cuestión se hace definitivamente aguda e ineludible. El mal se presenta en él como el desafío a la esencia misma del Dios que se fue revelando simultáneamente como origen omnicomprensivo de lo real y como amor sin límite ni medida. ¿Cómo, en esas condiciones, resulta posible el mal? No cabe buscar un origen fuera de Dios, que a sí mismo se reveló como puro amor que tan sólo quiere la salvación. Entre estos dos escollos parecen irse a pique todas las teorías y naufragar todas las «justificaciones» (que eso quiere decir teodicea: «justificación de Dios»).

MAL/EPICURO: Resulta significativo el que la dificultad fuera reconocida así desde antiguo. Los Padres de la Iglesia recogieron el famoso dilema en el que Epicuro planteó de modo definitivamente agudo la cuestión3:

«O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, no es el Dios bueno y, además, es impotente; si puede y quiere -y esto es lo más seguro-, entonces, ¿de dónde viene el mal real y por qué no lo elimina?»

Expresado de modo más resumido, tal como en realidad operó en la discusión filosófico-teológica, sería así: O Dios quiere evitar el mal y no puede, y entonces no es omnipotente; o Dios puede y no quiere, y entonces no es bueno.

No cabe negar la aportación que esta drástica disyuntiva supuso para la seriedad del planteamiento y para su profundización. Pero también es cierto que su claridad puede ser engañosa. En realidad, creemos que su lógica sólo en apariencia es neutral; en el fondo, ya está presuponiendo una solución o, por lo menos, condicionándola fatalmente. Por eso mismo puede servir muy bien para centrar la reflexión.

2. El prejuicio: Dios puede y no quiere

a) La contaminación del imaginario cristiano

Resulta curiosa, en efecto, la reacción ante el dilema. En el fondo, todos están presuponiendo que Dios «puede y no quiere» evitar el mal; pero, al mismo tiempo, hay una clara resistencia a asumir expresamente ese presupuesto. Con lo cual, su influjo en los razonamientos resulta aún más eficaz, por no controlado. De ahí la necesidad urgente de hacer una especie de rastreo de lo «imaginario cristiano», sacando a la luz las suposiciones, evidencias, miedos y hasta resentimientos que habitan la subconsciencia común.

MAL/JUSTIFICACIONES: Que se da por supuesto el «quiere y no puede», resulta evidente ya en el mismo planteamiento del problema. ¿Por qué, si no, esa necesidad de «justificar» a Dios? El lenguaje espontáneo lo deja ver inequívocamente: ¿por qué permite Dios el mal?; ¿por qué me manda Dios esto a mi?; ¿no será eso un castigo de Dios?; ¿por qué consiente Dios tanta maldad en el mundo?... Y en la forma afirmativa actúa idéntico presupuesto: si El te manda esa enfermedad, será para tu bien; si se llevó a tu ser querido, será porque así era mejor para él; Dios aprieta, pero no ahoga; Dios escribe derecho con renglones torcidos...

El verbo siempre en activa muestra la «evidencia» de la voluntad positiva de Dios: eso no se pone en duda, aunque se acepten y justifiquen o se reconozcan sus misteriosas razones. Piénsese en el mismo libro de Job, que tan profundamente ha marcado y sigue marcando toda reflexión sobre el asunto: ¿qué sentido puede tener la discusión con Dios o la rebelión contra El si no se parte del presupuesto de que El podia evitar ese mal? Castigo merecido (como dicen los amigos) o mal inmerecido (como afirma Job), Dios es llamado a cuentas, porque es El quien manda o permite, como lo afirma expresamente, por lo demás, el prólogo del libro...

La verdad es que hay aquí en juego factores muy poderosos que facilísimamente escapan al control de nuestra conciencia despierta y de nuestro expreso afirmar la bondad de Dios. Para empezar, la imagen de Dios como «potencia» está inviscerada en los más primitivos estratos de la conciencia religiosa de la humanidad: la reacción primaria, casi instintiva, de las capas profundas de nuestra sensibilidad prefiere negar -o dejar en la sombra- la bondad de Dios antes que poner en cuestión su omnipotencia; evidentemente, da menos miedo. Por otro lado, la imaginación colectiva está llena de fantasmas, símbolos y mitos en los que la divinidad aparece directamente implicada en toda clase de mal y de sufrimiento humano.

RV/PROGRESO: La comprensión bíblica de Dios no podia borrar todo esto de un plumazo. El mundo de la Biblia, como no podia por menos, está empapado del mundo simbólico de su entorno cultural. Su maravilla consiste no en encontrarse desde el comienzo con una imagen de Dios ya hecha, caída directamente del cielo pura y sin mancha, sino justamente en la dura conquista de la imagen que desde Moisés, pasando por los profetas, culmina en Jesús de Nazaret. Por eso el camino está plagado de fantasmas y hasta de monstruosidades: recuérdese tan sólo el herem, el mandato expreso por parte de Yahvé del exterminio de pueblos enemigos enteros, sin reparar en ancianos, enfermos, mujeres o niños; o piénsese en los castigos colectivos, «hasta la tercera y cuarta generación», o arbitrarios, como el del hijo del sumo sacerdote que quería ¡salvar el Arca! («David tuvo miedo del Señor aquel día»: /2S/06/09).

Lo asombroso es cómo, a través de esa selva de amenazas, represiones, cóleras, venganzas y castigos, pudo abrirse paso la revelación del rostro verdadero de Dios: su perdón incondicional, su amor salvador, su ayuda sin descanso, su entrega sin limites. La culminación en el Abbá, en el Padre maternal de Jesús, cuando de algún modo logra brillar mínimamente en nuestra experiencia, ordena y jerarquiza todo eso como sombra transitoria, como rostro desfigurado, por no visto aún con claridad. Pero incluso así, tiende a borrarse y debe ser continuamente reconquistado de sus recaídas en las fantasías de nuestro temor, en las deformaciones de nuestra voluntad de poder, en las trampas de nuestro egoísmo, en las estrecheces de nuestro resentimiento. La gloria del amor de Dios, la limpia e irrestricta entrega de su generosidad, tal como se nos revelan en lo mejor de la experiencia cristiana, son, bien mirado, el objeto más difícil y decisivo de nuestra fe.

Por eso es tan importante tratar de hacer luz en lo «imaginario cristiano». En este sentido, la predicación y la teología deberían ser infinitamente más cuidadosas al hablar de ciertos temas que posiblemente nadie toma en su literalidad, pero que de hecho pueblan el subconsciente de auténtico terror religioso. Nunca se podrá calcular el inmenso daño que han ocasionado, v. gr., ciertas interpretaciones simplistas del pecado original según las cuales toda la humanidad es «castigada» a lo largo de toda la historia porque una pareja inicial desobedeció y comió una manzana; o la doctrina de la predestinación, que en San Agustín era «absoluta» para aquellos hombres que, sin motivo alguno por su parte, eran incluidos en la massa damnata («una idea de Dios que nos hace estremecer», dice Altaner4); o la mayoría de las predicaciones acerca del infierno...

Como todo esto juega principalmente a nivel emotivo y no consciente, modela con devastadora eficacia la precomprensión cristiana de Dios; es decir, ejerce de filtro distorsionante para la comprensión de su revelación expresa. La afirmación, sincera y asumida en la conciencia expresa, de que «Dios es amor» queda, en los niveles profundos, envuelta en una fatal ambigüedad. Ambigüedad que muchas veces deja su marca incluso en las más refinadas especulaciones teológicas, desembocando en una idea de Dios que, en ocasiones, justifica el que pueda hablarse de «masoquismo cristiano» o de «sadismo teogico».

Resulta indispensable, pues, bajar a estos niveles. Y para ello no queda otro camino que el de romper el encanto de lo imaginario, sacar a la luz todos los presupuestos y disipar la ambigüedad con la claridad rigurosa del concepto. No por afán racionalista ni como fin en sí mismo, sino justamente como preparación y camino para la experiencia.

b) El fracaso de la teodicea tradicional

Si consciente o inconscientemente, afirmándolo directamente o suponiéndolo de modo indirecto, se parte de la premisa de que Dios pudo evitar el mal en el mundo, pero -por las razones que sea- no quiso hacerlo, entonces todo resulta deformado y muy difícilmente se podrá escapar sin «mala fe» a las objeciones. Efectivamente, el mal, en su realidad efectiva, resulta tan terrible para el hombre, tan «injustificable» (J. Nabert5), que ninguna razón «superior» podría validar su presencia, si ésta fuese evitable. De ahí un cierto aire de «disculpa» o de artificio que cobran muchas veces las respuestas que se dan a las dificultades.

Empecemos por la más obvia, que, con toda probabilidad, constituye el fondo -tal vez inexpresado, pero decisivo- de todas las objeciones: ¿Quién de nosotros, si pudiera, no evitarla los inmensos sufrimientos del mundo: las tragedias de los terremotos, los incontables padecimientos de las guerras, los estragos del hambre...? Ante su magnitud e irreparabilidad, algo nos dice que ninguna razón de ningún tipo puede justificar, si son evitables, tamañas «pirámides de sacrificio»6. Más modestamente: ante el sufrimiento insoportable y ya inútil de un enfermo de cáncer, ¿quién de nosotros, si pudiera, no lo evitaría? Digámoslo con el realismo, algo basto pero eficaz, del lenguaje común: admitamos que Dios es, por lo menos, tan bueno como nosotros y que, «si pudiera», también El lo evitaría...

Las explicaciones ordinarias poco pueden hacer frente a esta evidencia. Acudir al demonio o a las «fuerzas del mal» no soluciona nada, o tan sólo disimula, aplazando la dificultad. Si no se quiere caer en el dualismo -un principio del mal opuesto a Dios e independiente de El-, hay que explicar por qué Dios iba a permitir su actuación, por qué el dueño del mundo dejaría suelto al gran asesino. Eso, si no se pregunta antes cómo se hizo malo el demonio sin ningún demonio que lo hiciera malo...

También produce cierto asombro una explicación como la de Karl Barth, que acude a una indefinible «no-realidad» intermedia entre Dios y el mundo: das Nichtige (la «nadeidad»)7, lo opuesto a Dios y a su Creación; lo que llevó a Cristo a la cruz, aunque será al final vencido por El; lo que no es creado por Dios, aunque viene de El como no querido y rechazado, producto de su «mano izquierda»... Evidentemente, un mal fruto de la retórica en la que incurre a veces este enorme y genial teólogo. Tiene razón John Hick cuando diagnostica: «Esta visión puede ser criticada, tanto desde dentro del propio pensamiento de Barth (...) como desde fuera de él, en cuanto construcción ingenuamente mitológica que no puede resistir una critica racional»8.

El recurso al pecado está, a nivel lógico, en circunstancias parecidas, si no peores. El axioma, que viene ya de San Agustin, «todo lo que se llama malo o es pecado o pena del pecado»9 no resiste un examen mínimamente riguroso. Dejemos ya la pregunta primera: siendo el pecado el mal supremo, ¿cómo aparece?; ¿hubo un pecado causa del pecado...? Más grave aún es lo que implica: ¿cabe pensar que Dios, pudiendo evitarlo, someta a miles (tal vez a millones) de hombres al castigo por un pecado que hace miles (acaso millones) de años cometieron sus primeros antepasados? ¿Habrá una persona con un mínimo de moralidad que se atreva siquiera, si está en su mano evitarlo, a castigar a un solo hijo por un delito de su padre? Además, previendo la catástrofe y pudiendo impedirla en su misma raíz, ¿cómo es que Dios no evitó ya el primer pecado? De hecho, ya Bayle, después de Marción, aplicó aquí el dilema general:

«Si [Dios] previó el mal en el mundo y no tomó medidas muy seguras para evitarlo, carece de buena voluntad para con el hombre (...). Si hizo todo lo que pudo para impedir la caída del hombre y no pudo evitarla, entonces no es todopoderoso, como suponiamos»10.

Quedaria el recurso de la permisión: Dios no quiere, sólo permite. Pero, obviamente, esta distinción no vale para Aquel que tiene en su mano la totalidad del mundo y de sus circunstancias. Kant señaló, hace ya tiempo, que una permisión en el Ser que es «causa total y única del mundo» equivale a un querer positivo11. Y H. Haag recuerda al respecto que el mismo Derecho Penal moderno da por sentado que «no se hace culpable solamente el que causa el mal, sino también el que no lo evita»12.

Haríamos un mal servicio a la reflexión y, por supuesto, a la teología si rebajásemos todas estas consideraciones a un simple juego lógico. Se trata de la más cruda, seria y punzante realidad de la vida, en la que el mal es tan obvio y su «injustificabilidad» global tan evidente que resulta intolerable apelar a razones «ocultas» tras el escenario de la existencia. En un conocido pasaje, Dostoievski lo expresa con cauta pero inflexible firmeza:

«...porque toda la ciencia del mundo no vale lo que las lágrimas de esa pobre niña implorando a Dios. (...) Además, demasiado cara tasaron esa armonía: no tenemos dinero suficiente para pagar la entrada. (...) No es que no acepte a Dios, Alioscha; pero le devuelvo con todo respeto mi billete»13.

Albert Camus lo expresa más brutalmente, pero con idéntica pasión: «Yo despreciaría hasta la muerte el amar a una creación en la que los niños son torturados»14.

Se trata de una experiencia honda y dolorosamente clavada en la sensibilidad moderna. El horror de Auschwitz y de Hiroshima, el hambre en el mundo y la amenaza del holocausto nuclear la mantienen constantemente viva en un mundo angustiado. Si la respuesta no alcanza hasta esa hondura, todas las razones llegarán demasiado tarde, estarán ya invalidadas: ni siquiera se puede plantear el problema de su verdad, porque de antemano carecen de sentido15.

Unicamente desenmascarando el presupuesto, mostrando que Dios está libre de toda complicidad con esa situación, cabe situar la pregunta en su sitio y, tal vez, abrir el camino a la respuesta. Lo cual supone una inversión radical del planteamiento.

3. La realidad: Dios quiere, pero «no puede»

a) Mundo perfecto = circulo cuadrado

De un modo abrupto, casi brutal, lo que queremos afirmar es esto: Dios quiere, pero «no puede» eliminar el mal del mundo. Ahi está lo fundamental, lo que debería clavarse en nuestro subconsciente como antídoto contra los fantasmas y prejuicios que se agarran viscosamente a nuestra imaginación. Si bien, inmediatamente conviene aclarar el significado de ese «no puede» (que por algo va entre comillas).

En realidad, se trata de un lenguaje improcedente, consecuencia de nuestra limitación al hablar de Dios. De suyo, es un non-sense, un sin-sentido; algo que en apariencia tiene un significado normal, pero que en rigor no significa nada. No cabe entrar ahora en análisis de detalle. Digamos tan sólo que se trata de un enunciado paralelo al siguiente: Dios «no puede» hacer un circulo cuadrado. Aquí resulta más fácil intuir dónde está el fallo. Se ve claramente que no se trata de que a Dios le falte algo y que no sea omnipotente; lo que sucede es que «circulo-cuadrado» sólo en apariencia significa algo, porque en realidad es un absurdo, es nada, y la nada no se puede hacer...

La dificultad radica, naturalmente, en demostrar ese paralelismo, es decir, en hacer ver que un mundo sin mal -un mundo-finito-perfecto- seria un circulo-cuadrado. Pero, si se logra demostrar, el avance en la clarificación resultará evidente y de un valor inestimable.

En primer lugar, se hará justicia a lo más profundo de la intuición religiosa que se enfrenta con el mal: Dios es bueno y no puede ser la causa del mal. Platón, reaccionando con su razón critica -¡en un contexto donde por primera vez en la historia aparece la palabra «teología»!- contra la concepción inframoral que Homero presentaba de los dioses, lo expresó perfectamente:

«La divinidad, que en realidad es buena, no puede ser la causa de todas las cosas, como dice la mayoría, sino solamente de unas cuantas de las que les ocurren a los hombres. Pues son muchas menos, en realidad, las cosas buenas que las cosas malas. Unicamente las primeras deben atribuirse a la divinidad; la causa de las malas debe buscarse en otra parte, en otro ser que no sea divino»16.

Bien mirado, no otra es la intención decisiva del relato bíblico del Paraíso: mostrar que Dios, al crear, busca únicamente la felicidad del hombre; si aparece el mal, ha de tener otra causa. El relato del «árbol de la ciencia» -que, al lado de otras simbolizaciones míticas, se encuentra casi a la letra en culturas que nada tienen que ver con la Biblia- fue desafortunadamente usado para decir más cosas de las que dice. Su apertura simbólica se tomó como una explicación racional: el símbolo paradisíaco se interpretó como una descripción del estado real de los primeros hombres -¿dónde quedan los datos de la prehistoria?-, y el símbolo de la caída como una indicación de la causa concreta de la presencia del mal en el mundo -¿dónde queda la primacía absoluta de Dios, dónde su perdón, dónde el «mucho más» (Rm 5) de la eficacia de la gracia sobre la fuerza del pecado...?- No se trata, claro está, de negar la profunda doctrina del pecado original, en la que no podemos entrar en este momento. Por otro lado, nuestra explicación recogerá lo mejor del simbolismo bíblico, sin degradarlo en una lectura racionalista y sin caer en las dificultades históricas y teológicas señaladas, que hoy, por lo demás, nadie puede ni debe ignorar.

En segundo lugar, se supera el «escándalo», ya irreversible para el hombre moderno -recuérdese a Camus y a Dostoievski-, de un Dios que, pudiendo hacerlo, no quiere suprimir el mal. Y se supera sin por ello mermar su omnipotencia ni degradar su ser. Lo que esto significa se entiende perfectamente observando la reacción de Voltaire ante el terremoto de Lisboa:

«Cuando el único recurso que nos queda para disculparlo [a Dios] es confesar que su poder no pudo triunfar sobre el mal físico y moral, ciertamente yo prefiero adorarlo como limitado, más que como malo»17.

Punto clave: lo que nosotros afirmamos evita el escándalo. Afirmamos que Dios «no puede» suprimir el mal del mundo, pero sin caer en la consecuencia inaceptable de un Dios limitado: «no puede» indica simplemente que el supuesto es absurdo, pues un mundo sin mal es palabrería sin sentido, circulo-cuadrado.

Aun cuando a primera vista parezca incomprensible, de este modo todo se mantiene: 1) Dios quiere, como aparece en el relato bíblico, únicamente la felicidad del hombre, porque Dios es bueno; 2) no causa ni quiere el mal; 3) la existencia no querida, no causada y no evitable del mal no merma la omnipotencia de Dios.

Ya se comprende que tales afirmaciones suponen una inversión radical de las perspectivas y piden que nos apliquemos ya a aclarar su fundamento.

b) La finitud implica necesariamente imperfección

La gran dificultad radica aquí en los espejismos de la imaginación y en la magia fascinadora de las palabras: eso que la filosofía analítica denunció como «enfermedades del lenguaje» y trató de curar -a veces con criterios demasiado estrechos- buscando el rigor y la claridad. Lo grave, para nosotros, es que al hablar del mundo y del mal, partimos de realidades y conceptos tan amplios que ofrecen espacio para todas las trampas y hacen casi imposible la percepción de las líneas maestras.

No estará mal, pues, que partamos del ejemplo lineal y sencillo que nos ofrece el mismo círculo-cuadrado. ¿Por qué es un absurdo? La primera respuesta resulta clara: porque una cosa contradice la otra; si es circulo, no puede ser cuadrado, y viceversa. Pero intentemos dar un paso más: ¿dónde está el fundamento de la contradicción? Evidentemente, en el carácter limitado, finito, de toda figura como tal. Ser una figura determinada implica necesariamente no ser otra: tener la perfección del círculo en una figura finita significa intrínsecamente no poder tener la del cuadrado, y viceversa.

Suprimiendo la finitud, se suprime la incompatibilidad; pero por eso mismo se anula también la figura: hablando con rigor metafísico -cosa que no pretenden las convenciones matemáticas-, una figura no puede, por definición, ser infinita, pues se destruiría a sí misma. Para ser, la figura tiene que ser finita; consiguientemente, por el mismo hecho de ser, una figura concreta excluye intrínsecamente ser al mismo tiempo otra figura. Se pueden juntar las palabras -círculo-cuadrado, triángulo-cuadrangular...-, pero no se dice nada. Nadie acusará de ignorante a un matemático que «no pueda» trazar una elipse-pentagonal. Ignorante es, sencillamente, quien, llevado por la magia de la lengua, no ve que su proposición no dice nada.

Pues bien, dado que la raíz fundamental está en la finitud, eso mismo vale con idéntica fuerza -aunque no resulte tan claramente visible- para cualquier realidad finita. Ser una cosa implica no ser otra; y tener una cualidad supone carecer de la contraria. El hombre no puede ser león; con lo cual gana la inteligencia, pero pierde la seguridad del instinto, la fuerza y la agilidad de la fiera (no se trata de que sea mejor o peor, sino de que, aun en lo «mejor», tiene que renunciar a aquello que él no es). El hombre que tiene las cualidades del alto carece, por ello mismo, de las del bajo; el tiempo dedicado al estudio hay que robárselo al trabajo manual; ser blanco equivale a no ser negro; ser hebreo implica no ser griego ni indio ni africano (piénsese en las consecuencias que esto tiene para la teología: Jesús, que fue la presencia de Dios para todos, tuvo que serlo de un modo particular; si perteneció a una cultura, no pudo pertenecer a otras; si estuvo históricamente en un lugar y en un tiempo determinados, no pudo estar en otros...).

Pasando de una consideración estática a otra dinámica, aparecen con más fuerza las consecuencias. Donde está un ser finito no puede estar otro; y lo que él come no puede comerlo otro. Más grave todavía: si vive, tiene que emplear energías, lo cual supone la destrucción de otros seres...; otros seres que, a medida que sube el nivel del organismo, empiezan ya a ser seres vivos. Hay algo de trágico en la necesidad interna de la vida: mors tua, vita mea, «tu muerte es mi vida». Ni el jainista más rígido de la India -llegan a ponerse paños en la boca para no «herir» al aire- ni el vegetariano más consecuente pueden librarse de esta ley tremenda: tampoco ellos pueden vivir sin destruir vida vegetal... e incluso animal, y a miriadas, si atendemos a los microorganismos.

¿Qué pretenden estas consideraciones elementales, que podrian prolongarse de mil modos? Pretenden allanar el camino para una intuición fundamental: que lo finito no puede ser perfecto. La finitud es siempre perfección a costa de otra perfección: «perfección imperfecta» por definición. Por eso no puede darse en ella el acabado perfecto, la ausencia de desajustes, la falta absoluta de fallos o anomalías. Cuando nos acercamos contemplativamente a estas profundidades, podemos sentir el vértigo del abismo; pero acaso intuyamos también que lo perfecto y lo infinito coinciden.

La finitud tiene, por fuerza, las puertas y ventanas abiertas a la irrupción del fracaso, de la disfunción y de la tragedia: del mal. Un mundo-finito-perfecto es, pues, un sueño de la razón que tiene su lugar en la ensoñación mítica -mito inicial del paraíso o mito final de la sociedad perfecta, da igual-, pero que no responde ni al rigor ni a la seriedad de la vida. Un mundo sin mal es el circulo-cuadrado soñado por la nostalgia del mito o proyectado por la fantasía del deseo. (De ahí la resistencia a abandonarlo e incluso, a veces, la agresividad contra quien intenta deshacerlo...).

c) El «mal metafísico», condición estructural de los males concretos

Como es bien sabido, Leibniz denominó «mal metafísico» a esta limitación intrínseca de la creatura. Si prescindimos ahora de su vinculación con el sistema y la tomamos en sí misma, esta categoría supone un reconocimiento radical de la autonomía filosófica del problema del mal y su «secularización», liberándolo a este nivel de las contaminaciones teológicas que lo perturban. No es casual que suceda en la entrada misma de la modernidad. De este modo, la posible inteligibilidad del mal se busca en la misma constitución de la realidad tal como se nos aparece en el mundo. (Acaso tampoco sea casual el que haya sido tan escasamente comprendida: desde la defensa religiosa o desde el ataque ateo, las discusiones están, de ordinario, demasiado marcadas por el «afecto teológico»).

Lo «metafísico» del «mal» no es una metáfora, sino una denominación rigurosa, puesto que radica en la esencia misma de la finitud; pretender eliminarlo supone una contradicción estricta. Sería hacer de la creatura Dios o, lo que es lo mismo, hacer In-finito lo finito (ya Leibniz decia: «Dios no podia darle todo sin hacer de ella Dios»18). En cambio, el «mal» cualificado por ese «metafísico» no lo es en sentido estricto: constituye más bien la condición estructural que hace inevitable la aparición del mal concreto.

De ahí se derivan, en efecto, el mal fsico, como consecuencia de los inevitables desajustes de la realidad finita en su funcionamiento (lo no perfecto no puede funcionar perfectamente...), y el mal moral, como posibilidad inseparable de la libertad finita (una libertad finita no puede ser perfecta...).

Que el mal físico pertenece a la constitución misma de la realidad física no resulta hoy difícil de percibir, y la actual concepción evolutiva del mundo lo muestra intuitivamente: «mal de crecimiento», «mal de desorden y fracaso», lo llamó Teilhard. El mal moral es más profundo, pero se sigue con idéntica lógica: «igual que no puede [Dios] crear un triángulo cuadrado o un palo de hierro, tampoco puede querer una libertad sin asumir el riesgo de la libertad», dice Walter Kasper19 (el cual, sin embargo, manifiesta cierta reticencia para admitir con todas sus consecuencias el principio general). Se trata de una idea que se impone cada vez con mayor y más unánime claridad:

«El fundamento que posibilita el mal está en la voluntad misma, porque la voluntad es finita: en cuanto voluntad finita, está en desventaja con respecto al origen que la precede, y por eso tiene que superarse a si misma en cada caso»20.

Naturalmente, en este punto se ofrece una dificultad grave: ¿no se convertiría así el mal moral en una necesidad física y, por lo mismo, no dejaría de ser moral? Pero en esa tensión consiste justamente la esencia de la libertad-finita: verdadera, pero «falible», como dice Paul Ricoeur21, el cual señala que éste es el motivo de que no resulte totalmente racionalizable, sino que deba expresarse y comprenderse en el registro simbólico: la «simbólica del mal»22. Y Hegel habló del «misterio de la libertad», sin escapar a la dureza de la paradoja: «Con este aspecto de la necesidad del mal está también absolutamente unido el hecho de que este mal está determinado como lo que necesariamente no debe ser»23.

Acaso estas reflexiones resulten demasiado abstractas y no fácilmente controlables. Con todo, son de un enorme realismo, porque no parten de una lógica a priori (en este sentido, tomando pie en Leibniz, se alejan decididamente de él), sino que tratan de comprender lo real partiendo de lo real mismo: vemos que, de hecho, la realidad física produce desajustes y tragedias, y que la libertad finita origina culpas y miserias; y desde ese hecho buscamos su inteligibilidad, encontrándola en la finitud. Muy conscientemente, prescindimos de los juegos lógicos de lo posible: «podría haber un mundo en el que...»; «podría Dios organizar una libertad finita que, pudiendo escoger el mal, de hecho no lo escogiese nunca...»; «podría crear un mundo con menos mal, con mucho menos mal, con ningún mal...»

La verdad es que en este tipo de cuestiones la mente humana carece de agarraderos fiables y resbala irremediablemente hacia el no-sentido. Por eso tampoco planteamos la cuestión -por ilegitima- del mejor de los mundos posibles. Basta con lo dicho: cualquier mundo -si es que esta insinuación de pluralidad tiene sentido- tendria siempre que ser finito y, por lo tanto, no perfecto, abierto al mal; acaso podrían cambiar los modos y las proporciones, pero la «estructura metafísica» sería exactamente la misma, e idéntico sería el problema.

De hecho, resulta curioso comprobar cómo la visión de que un mundo finito comporta por necesidad intrínseca la presencia del mal va ganando, lenta pero inexorablemente, el asentimiento general. Lo que sucede es que no raras veces se manifiesta un extraño pudor o un inconfesado temor a seguir la lógica de la afirmación hasta el final: tal vez por no estar suficientemente clarificados, se alzan los fantasmas del miedo para atentar contra la grandeza o el carácter absoluto de Dios. Ya dijimos que es más bien lo contrario, y ahora trataremos de mostrarlo más en concreto.

4. El dilema auténtico: ¿vale la pena un mundo finito?

Sería ingenuo pensar que por situar el fundamento del mal en la finitud del mundo, mostrando así que no es algo que Dios quiera o «permita», ya está todo resuelto. El misterio del mal continúa. Pero algo fundamental sí que se ha conseguido: situarlo en su lugar verdadero. No se trata de preguntar por qué creó Dios un mundo malo, pudiendo haberlo creado bueno, sino por qué, sabiendo Dios que el mundo, al ser finito, implicaría necesariamente el mal, lo creó a pesar de todo. Aquí está la cuestión: ¿valía verdaderamente la pena la creación del mundo al precio enorme de sus males, sus catástrofes, sus sufrimientos y sus tragedias? En definitiva, volvemos al realismo más sencillo y elemental: ¿vale el mundo la pena?

Aunque, tal vez, no todos lo vean a primera vista, este nuevo modo de preguntar cambia de nivel el planteamiento y lo sitúa en su verdadero lugar. Tanto respecto de Dios como de nosotros, esa pregunta posee un carácter implicativo que lleva al fondo de las actitudes. De cómo se responda dependerá el posicionamiento último y radical ante el misterio.

a) Mirando del mundo a Dios

Empecemos por nosotros. La cuestión de si vale la pena el mundo puede parecer abstracta, pero en realidad toca lo más concreto y coincide con la aceptación o el rechazo del misterio que somos nosotros mismos como creaturas. En rigor, no puede haber una respuesta de transparencia total, y la argumentación teórica amenaza con enredarse en propuestas y contrapropuestas sin fin. Optimistas y pesimistas tienen aquí el mutuo desafío; y entre ellos caben mil posturas intermedias

Con todo, fuera de situaciones claramente patológicas en el individuo -caso de los suicidas- o de hondas crisis de valores en la sociedad -cambios de época, existencialismos...- en que parece eclipsarse el «coraje de existir»24, el hombre escoge la vida. Aunque Bayle y Voltaire afirmen que pocos hombres volverían voluntariamente a recomenzar la vida, y Kant llegue a afirmar que, de hecho, nadie, ni el individuo ni la humanidad, quiere seguir viviendo, el dato evidente de que los hombres y las mujeres se aferran a la vida y continúan engendrando hijos constituye una especie de referéndum perpetuo y universal a favor del «sí al mundo», a pesar de todo. Cuando Platón, a la cabeza de toda una larga tradición, define el mal como «lo contrario del bien» (Teeteto 176a), está señalando la primacía en el ser de lo positivo sobre lo negativo. Leibniz supo expresarlo intuitivamente cuando dijo que, después de todo, «hay más casas que prisiones»25.

Claro que cabe argüir en contrario y señalar que el aferrarse a la vida obedece, antes que nada, a instintos ciegos que pueden quedar barridos por la lucidez. De hecho, hay gente que vive agobiada y parejas que se niegan expresamente a engendrar hijos. Y cuando la presencia del mal se hace sofocante, nadie puede dispensarse de escuchar con todo respeto las razones de lo negativo:

«Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede por menos de ver en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino»26.

Téngase muy en cuenta que el problema así planteado no incluye aún la cuestión de Dios, sino que remite directamente al mundo, preguntando si, tal como se presenta, tiene justificación. Es decir, que a este nivel se trata de una cosmodicea, no aún de una teodicea. Cosmodicea que sólo tiene sentido, por lo demás, si se prolonga en una historiodicea, esto es, en la justificación del mundo en cuanto mundo de los hombres que intentan realizarse en la gloria y en la miseria del tiempo.

Personalmente, me inclino a pensar que en el mundo y en la historia nos brilla, a pesar de todo, la presencia del sentido, más fuerte que el no-sentido. Pero comprendo que muy difícilmente puede sustentarse en sí mismo ese sentido frente a los embates del mal si una Presencia más abarcante y poderosa no aporta los datos de una superior integración. Ahí, pero sólo ahí, debe plantearse la cuestión de Dios.

Cuestión que, como dijimos, puede afrontarse en una doble dirección. La primera -que es la que acabamos de insinuar- va del «mundo-con-mal» a Dios, y se pregunta si semejante mundo no postula, para su inteligibilidad, un Dios que lo garantice más allá de los datos que ofrece la pura inmanencia. Lo cual equivale a retorcer la argumentación que, apoyándose en el mal, desemboca en el ateísmo. Algo muy serio, aunque inusual, si bien ya lo dijo Santo Tomás: si malum est, Deus est27, «Si hay mal, existe Dios». Pero ahora nos interesa más la segunda dirección, la que va de Dios al «mundo-con-mal»: ¿cómo pudo Dios determinarse a crearlo?

b) Mirando de Dios al mundo

Llegamos así al núcleo del «quiere, pero no puede». A priori, y aun manteniéndonos todavía a nivel no de fe estricta, sino de «teología natural», cabe ya afirmar que, si Dios crea el mundo sabiendo todo el mal que ello necesariamente comporta, es porque, en definitiva, vale la pena. Dios, como Absoluto, no precisa de nada; el egoísmo está intrínsecamente excluido de su actuación. Si crea, sólo puede hacerlo por el bien de la creatura; lo cual implica la imposibilidad de que el mal tenga la última palabra. Luego, de algún modo -el que sea-, el mal, que se impone por la finitud de la creatura, tiene que estar, en última instancia, bajo su control.

A nivel racional, difícilmente puede avanzarse más. Pero lo avanzado no es poco, y puede cambiarlo todo. Tratemos de sintetizar, para concluir. Si Dios crea, no puede crearse a sí mismo: tiene que crear un mundo finito. Pero si el mundo es finito, comporta necesariamente el mal: al concepto de mundo finito pertenece en la historia la presencia del mal. En este sentido, si Dios se decide a crear, «no puede» evitar dicha presencia (como «no puede» hacer un círculo-cuadrado). Ahora bien, si se decide, sólo puede hacerlo por amor a la creatura, y sólo el bien puede querer para ella. Lo cual significa que la existencia vale la pena para ésta y que, por lo tanto, el mal no puede destruirla: el mal es impedimento, pero no definitivo.

Síguese aún una consecuencia que conviene explicitar, pues tal vez sea la que mejor aclare todo el significado del «no puede» como inversión radical del planteamiento. El mundo no es algo estático, sino algo en trance de realización: la creatura es, constitutivamente, ser carencial a la búsqueda de la plenitud (el hombre, con su apertura infinita, constituye la prueba suprema y más palpable). Visto desde el Creador -de algún modo tenemos que hablar-, esto significa que Dios crea en vistas a la realización máxima de la creatura. Por lo mismo, toda su fuerza va a estar aplicada a ayudar a ésta para que, en lo posible, lo consiga. Es decir, que Dios está del lado de la creatura y en contra de los límites que tienden a frenar su expansión: está luchando en ella y con ella contra todo lo que la oprime, la hiere, la distorsiona... Dios está del lado de la creatura y en contra del mal.

Esto, tan simple, constituye una auténtica «revolución copernicana» en el problema del mal. Si lográramos comprenderla, sentirla y «realizarla», cambiaría todas las preguntas y transformaría de raíz nuestro modo de relacionarnos con Dios cuando nos vemos acosados por el sufrimiento, la maldad o el absurdo. Cambiaría incluso nuestra lectura de la Biblia y de su revelación, ordenando todos los datos bajo una nueva perspectiva.

Justamente esta afirmación introduce la parte teológica de nuestras reflexiones. Porque resulta evidente que cuanto acabamos de decir está en la frontera misma de lo alcanzable por la razón. Para una comprensión creyente, la verificación definitiva de su verdad, la seguridad de que no se trata de un hermoso sueño de nuestro deseo, sólo puede venir de la revelación. Una vez más, no queremos ocultar la presencia del «círculo hermenéutico»: estamos convencidos de que el razonamiento anterior tiene legitimidad «racional» y, como tal, puede someterse a la discusión; pero no estamos ya tan seguros de que habríamos sido capaces de descubrirlo si la experiencia creyente no hubiera orientado nuestra mirada en esa dirección. Y creemos también que lo que vamos a decir de la revelación bíblica responde a la objetividad de los textos; pero es muy probable que no habríamos logrado hacer esa lectura si «racionalmente» no hubiéramos partido de la perspectiva enunciada.

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA: CREO EN DIOS PADRE
El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre
Sal Terrae. Col.: Presencia Teológica, 34. Santander 1997

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1. G. Büchner, citado por H. KÜNG, Ser cristiano, Madrid 1977, p. 547.

2. M. NÉDONCELLE, La réciprocité des consciences. Paris 1942, p. 271.

3. Cfr. Epicurus. ed. por O. Gigon, Zurich 1949. p. 80; LACTANCIO, De ira Dei. 13 (PL 7,121).

4. B. ALTANER, Patrología. Madrid 1962. p. 423.

5. J. NABERT, Le problème du mal, Paris 1966.

6. P.L. BERGER, Pirámides de sacrificio. Etica política y cambio social. Santander 1979.

7. Cfr. principalmente K. BARTH, Kirchliche Dogmatik lIl/3, pp. 327-422.

8. J. HICK, Evil and the Cod of Love (rev. ed.), New York 1978, p. 135; cfr. pp. 126-144.

9. S. AGUSTIN, De Gen. ad Litt., imperfectus liber 1, 3; cfr. De vera rel, Xll, 23; XX, 39, p. 18.

10. Citado por J.P. JOSSUA, Discours chretiens et scandale du mal, Paris

11. I. KANT, Über das Miblingen aller philosaphischen Versuche in der Theodizee (ed. de W. Weische- del, XI), Frankfurt a.M. 1978 (2ª ed), p 109

12. H. HAAG, Vor dem Bösen ratlos? München-Zürich 1978; p. 243 (hay traducción castellana).

13. F. DOSTOIEVSKI, Los hermanos Karamasovi, en «Obras Completas», Madrid 1961, pp. 202-203.

14. A. CAMUS. La peste. Paris 1947, p. 179.

15. Esta insistencia en el esclarecimiento racional, tal como venimos señalándola nos parece indispen- sable. En este sentido, no podemos estar de acuerdo con la «renuncia a la razón» en nombre de la sola experiencia de la fe, como aún recientemente insinúa J.L. RUIZ DE LA PEÑA. Teología de la creación. Santander 1986. pp. 157-159.

16. PLATON, Politeía 379 c.

17. VOLTAIRE. Dict. Phil 2, 1589 (cit. en A. Hügli [cfr. infra, nota 43].

18. G.W. LEIBNIZ,Théodicée I, parr. 1.

19. W. KASPER, Negativität und Böses (Col. «Christlicher Glaube in moderner Gesellschaft», nº 9), Freiburg i.B. 1981, p. 177 (traducción castellana en curso).

20. W. POST, «Teorías filosóficas sobre el mal»: Concilium 56 (1970), p. 426.

21. P. RICOEUR, Finitude et culpabilité 1: «L'homme faillible». Paris 1960 (hay traducción castellana: Madrid 1969).

22. Ibid. ll: «La symbolique du mal».

23. G.W.F. HEGEL, Grundlnien der Philosophie des Rechts (ed. de H. Reichnelt), Freiburg i.B. 1972. pp. 127, 128.

24. Cfr. P. TILLICH, The Courage to Be, London-Glasgow 1952 (trad. cast.: El coraje de existir, Barcelona 1973 [3ª ed.]).

25. Cfr. referencias sobre Bayle, Voltaire, Kant y Leibniz en J. P. JOSSUA, Op. cit., pp. 45, 341.

26. Th.W. ADORNO, Dialéctica negativa, Madrid 1975, p. 361.

27. Contra Gentes 3, 71.