DIOS PADRE DE JC Y PADRE NUESTRO

 

El Dios de la plegaria de Jesús

Los discípulos de Jesús observaban admirados la facilidad con que el Maestro, siempre asediado por las multitudes, sabía rehuirlas para orar en soledad. Son muy numerosos los pasajes de los evangelios que hacen referencia a la plegaria de Jesús. Marcos, por ejemplo, recuerda que «al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, se levantó temprano, salió hacia un lugar solitario, y allí se puso a orar. Simón y los demás corrieron a buscarle, y cuando le hallaron le dijeron: todo el mundo te busca...» (Mc 1,35-37). Junto a esta plegaria matutina, Mateo recordará otra plegaria vespertina: «Entonces despidió a las multitudes y subió a la montaña solo a orar. Al atardecer estaba allí solo» (Mt 14,23). Lucas hablará de una manera más general: «Su fama se extendía y se reunían grandes multitudes... pero él se retiraba a lugares desiertos y oraba» (Lc 5,15-16). Hay referencias a la plegaria de Jesús en momentos especiales: antes de la multiplicación de los panes (Mt 14,19); antes de la confesión mesiánica de los discípulos (Lc 9,18); antes de la transfiguración (Lc 9,28); antes de la resurrección de Lázaro (Jn 11,41); antes de la elección de los apóstoles (Lc 6,12). Hacia el final de la vida terrena de Jesús, la plegaria del huerto de Getsemaní (Mc 14,36 par.) y la plegaria de la última cena (Jn 17,1ss) tienen especial relieve.

Los discípulos no sólo contemplaban admirados cómo Jesús se retiraba a orar: de alguna manera participaban de la intimidad de su plegaria. Es notable cómo Lucas (9,18) relata que, «mientras Jesús se encontraba rezando en un lugar solitario, los discípulos le acompañaban». Y, dada la práctica entonces habitual de rezar en voz alta, los discípulos podían conocer no sólo el hecho de que Jesús rezaba, sino las palabras con que Jesús rezaba. Ahora bien, el trazo más característico que los discípulos retuvieron de la plegaria de Jesús es que se dirigía a Dios siempre como a «Padre» (1); incluso quisieron retener la palabra aramea con que Jesús oraba, «Abba», que por esta razón se convirtió en invocación habitual de las primeras comunidades, como lo atestiguan las cartas de Pablo y otros documentos primitivos (2).

El hecho de que esta invocación aramea se haya conservado aun en comunidades de habla griega, como eran las comunidades de Pablo, indica que se trata de una fórmula venerable, tal como Jesús mismo la pronunciaba y tal como El les había enseñado.

La tradición del Antiguo Testamento D/PADRE/AT

Esta forma de invocar a Dios como Padre, hoy tan universalmente extendida, era, sin embargo, en el ambiente del judaísmo palestino, algo muy nuevo y singular (3). En las tradiciones religiosas del antiguo Oriente y de Grecia es bastante frecuente el apelativo «padre» aplicado a un dios, generalmente implicando la idea de que aquel dios es como el primer antepasado genealógico que, literalmente, «engendró» la vida de los dioses inferiores y de los hombres. Esta idea es absolutamente ajena a la Biblia, con su monoteísmo estricto y su fe en un Yahvé absolutamente trascendente. En el Antiguo Testamento Dios es denominado «padre» en muy contados pasajes: quince en total, y jamás con la connotación directa de engendrador, sino más bien como una forma de subrayar las disposiciones benévolas de Dios respecto a su pueblo, como «creador» y «protector» suyo.

«¿No es Yahvé tu padre y tu protector?» (Dt 32,6). «No tenemos todos un solo Padre, y no nos ha creado un mismo Dios?» (Mal 2,10). Moisés se presenta a reclamar la libertad al Faraón diciendo: «Esto dice el Señor: Israel es mi primogénito» (Ex 4,22). Y Jeremías dirá: «El será un padre para Israel: Efraim, su primogénito» (Jer 31,9). El Salmista expresará de manera semejante la relación de Yahvé con los suyos: «Como un padre tiene ternura con sus hijos, así Yahvé es tierno con sus fieles: él conoce de qué barro estamos formados y se acuerda de que somos polvo» (Ps 103,13-14).

Lo singular en la concepción de la paternidad divina tal como la encontramos en Israel es que no se trata de una paternidad concebida con connotaciones genealógicas: los hombres no son hijos de Dios por generación biológica (4). Hay una distancia infinita entre el Dios trascendente y los hombres que no permite esta concepción. Pero los hombres son considerados por Dios como hijos suyos por libre elección de su amor históricamente manifestada:

«Lo que modifica profundamente la noción de padre es que la paternidad de Dios es puesta en relación con una acción histórica. La certeza de la paternidad de Dios y de la filiación de Israel no se fundamenta ya en un mito, sino en la experiencia concreta de un gesto salvador único en su género, realizado por Dios en la historia. A través de los siglos Israel sintió como uno de sus privilegios más grandes esta cualidad de ser así hijo de Dios. El mismo Pablo, cuando enumera los dones gratuitos concedidos por Dios a Israel (Rom 9,4), menciona en primer lugar la filiación adoptiva» (5).

Este es uno de los elementos más característicos de la predicación de los profetas. Quizá sea Jeremías quien lo ha expresado de una manera más explícita:

«Tú me dices: Eres mi Padre, el amigo de mi juventud; y piensas; no me guardará rencor eterno. Y así continúas, tranquilamente, obrando iniquidades... Yo ciertamente había decidido contarte entre mis hijos, darte una tierra envidiable, la perla de las naciones en herencia, esperando que me llamaras "Padre mío" y que no te apartaras de mi...» (Jer 3,4-5 y 19-20).

También el último Isaías se mueve en el marco de la misma concepción:

«¡Que no se contengan tus misericordias, ya que Tú eres nuestro Padre! Porque Abraham no sabe nada de nosotros; Israel ya no os reconoce. Eres Tú, Yahvé quien eres nuestro Padre, nuestro redentor desde siempre...» (Is 63,15-16).

«Has escondido tu rostro ante nosotros y nos has hecho derretir por nuestras culpas. Y, a pesar de todo, Yahvé, tú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla y tú el alfarero. Todos somos obra de tus manos, no te irrites demasiado, Yahvé» (Is 64,6-8).

La invocación «Tú eres nuestro padre» la hallamos en diversos contextos (6). Algunos piensan que en la época del exilio se había convertido en una fórmula estereotipada de plegaria para pedir el perdón y la ayuda de Yahvé.

La intimidad de Jesús con su Padre J/ABBA:

Para comprender el sentido de la plegaria de Jesús al Padre hemos de tener en cuenta esta tradición del Antiguo Testamento. Israel había conseguido plena conciencia de Yahvé como Padre perdonador y protector. El Dios de Jesús está en plena continuidad con esta tradición. Pero en su relación personal con Dios hay algo singular y absolutamente nuevo. Jesús invoca a Dios no como Padre del pueblo, sino como Padre suyo, personal, y lo hace con aquella invocación, Abba, que, proveniente del balbuceo infantil, era utilizada en el lenguaje familiar para dirigirse afectuosamente al propio padre. En la literatura religiosa del judaísmo palestino anterior a los tiempos de Jesús parece que no hay ejemplos de nadie que se dirigiera a Dios en esta forma tan familiar. Esta manera de dirigirse a Dios era completamente nueva y completamente personal de Jesús: los discípulos debían de ser conscientes de ello, y por eso retuvieron en su recuerdo esta fórmula inusitada.

«A causa de la sensibilidad judía, habría sido una falta de respeto y, por tanto, algo inconcebible dirigirse a Dios con un término tan familiar. Que Jesús se atreva a dar este paso significa algo nuevo e inaudito. El hablaba con Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, con la misma ternura, con la misma seguridad. Cuando Jesús le dice a Dios Abba, nos revela el corazón mismo de su relación con El... Este Abba contiene la entrega total del Hijo que se entrega al Padre en obediencia (Mc 14,36: Mt 11.25-26). Pero esta invocación dice mucho más: nos lo indica el hecho de que, cuando Jesús reza, nunca se junta a sus discípulos en un "Padre nuestro", así como también distingue al hablar de "mi Padre" y"'vuestro Padre"... En labios de Jesús, Abba es la expresión de una relación única con Dios» (7).

Jesús no piensa ni dice que es «Dios»: decir esto en el contexto monoteístico de Israel sólo habría provocado un equívoco que, además de producir escándalo (como se ve en los textos del evangelio de Juan que refieren el escándalo de los judíos cuando la comunidad ya se ha atrevido a denominar a Jesús «Dios»), más bien podía proyectar oscuridad sobre su verdadera naturaleza y sobre su real relación con Dios-Padre. Lo que Jesús declara -en su plegaria y en su manera de hablar y de actuar en relación con Dios- es tener conciencia de estar en una singular e íntima familiaridad con aquel a quien denomina «Padre», hasta el punto de que desaparece el sentimiento de respeto y de distancia con que los hombres han de dirigirse necesariamente a Dios. El tiene conciencia de ser sencillamente «el Hijo», y que Dios es su «Abba», con toda la singularidad que esto comporta. Dicho de otra manera, la conciencia que Jesús tiene no es una conciencia que acabe en sí mismo, sino que acaba en Dios como Padre suyo. Es una conciencia de ser «Hijo-de-Dios-Padre»: una conciencia toda ella relacional, referencial. Por eso, ya en todos los estratos de la tradición sinóptica -y mucho más en el evangelio de Juan- encontramos que Dios es denominado sencillamente «el Padre», en correlación con la manera como Jesús se autodenomina a sí mismo «el Hijo» (Mc 13,32; Mt 11,27; Lc 10,22) (5).

Por el hecho, pues, de manifestarse Jesús como Hijo-de-Dios, Dios queda manifestado como su Padre, con quien mantiene una intimidad de relación que funda su «pretensión» de actuar y hablar en nombre de Dios mismo, reinterpretando y fijando el alcance y sentido de la intocable Ley divina, perdonando pecados y anunciando la salvación en nombre de Dios, obrando milagros y presentándose como presencia definitiva, escatológica y salvadora de Dios mismo entre los hombres. Cuando exclama Abba, Jesús manifiesta tener conciencia de no ser un hombre como los demás, sino de ser el hombre «Hijo-de-Dios», Dios-como-Hijo del Dios-como-Padre. Y es así como manifiesta que en Dios se da aquella doble modalidad real de «ser-como-Padre» y de «ser-como-Hijo», que implica a la vez identidad -ya que el Hijo no es «otro» Dios- y distinción -ya que el Hijo no es sencillamente el Padre. Hallamos ya aquí, a la espera de la revelación del Espíritu que habrá de venir, como el embrión de la doctrina trinitaria posterior. Al dirigirse a Dios como a su Abba, Jesús manifiesta que participa de la vida divina que es propia de Dios como Padre: manifiesta que Dios es esencialmente el Padre del Hijo, y que es en la comunicación de amor, de conocimiento y de vida entre el Padre y el Hijo, que redunda en el Espíritu común a uno y a otro, donde se realiza el ser de Dios. Un texto particular de los sinópticos nos ayudará a comprender mejor cómo es esto.

La exultación de Jesús: revelar al Padre

Los evangelistas Mateo y Lucas recogen de manera sustancialmente idéntica las palabras de una singular plegaria de Jesús que algunos han denominado «himno de exultación»:

«Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los humildes. Sí, Padre, porque así te ha agradado. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré...» (/Mt/11/25-28; Lc/10/21-22).

La crítica liberal tendía a considerar este texto como una elaboración de la comunidad bajo la influencia helénico-gnóstica, e incluso se había dicho que se trataba de un «logion juánico», inserto inexplicablemente en el contexto sinóptico. La investigación bíblica más reciente considera, por el contrario, que se trata de una unidad literaria de origen arameo que, especialmente tal como la refiere San Mateo, encaja perfectamente en el contexto de la polémica histórica que Jesús sostenía con los fariseos y con los maestros de la Ley y que tiene las máximas posibilidades de referir palabras auténticas del mismo Jesús (9). La plegaria se encuentra en la sección narrativa del capítulo 11 de San Mateo, dedicada toda ella a la incomprensión que los responsables de los judíos manifiestan respecto del Reino que Jesús anuncia. Son las obras de acogida y curación de los desvalidos que Jesús ha efectuado ante los discípulos enviados por Juan las que dan testimonio de su misión (Mt 11,3-6). Juan ha dado su testimonio del Mesías que llegaba (Mt 11,7-15), pero los judíos no quieren aceptar aquel testimonio (Mt 11,16-24). Es entonces cuando el corazón de Jesús estalla en aquella plegaria, en la forma bien conocida de «bendición» o de acción de gracias: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...» . Jesús se duele de que «los sabios y entendidos» -maestros de la Ley y fariseos- no acepten el mensaje de acogida, de perdón y de salvación gratuita por los hombres desvalidos que El trae de Dios mismo. Pero «exulta» (Lc 10,21), porque «estas cosas han sido reveladas a los sencillos», a los pobres y pecadores, que las acogen con aquella disposición de pobreza de espíritu y limpieza de corazón que, en el sermón de la montaña, él había declarado como indispensable para los seguidores del Reino.

J/REVELADOR-DE-D: Jesús afirma entonces, ante los que le rechazan, sus credenciales: «Todo me ha sido dado por mi Padre...». Descubrimos aquí, como de repente, todo lo que estaba implicado en el hecho de que él se dirigía a Dios en total intimidad como Abba, como Padre. Es que el Padre se le ha dado por entero, se le ha entregado totalmente. Jesús se siente completamente donación del Padre, de «su» Padre, y por eso se presenta como revelador del Padre, como aquel para quien no hay distancias con el Padre, con quien no tiene secretos. Esto es lo que «ha complacido al Padre» y lo que Jesús desarrolla en las frases que siguen: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre: y nadie conoce al Padre, sino el Hijo...». La primera parte de esta sentencia, por sí misma sería banal: es obvio que sólo Dios tiene conocimiento pleno de todo y de todos. Pero, puesta en conexión con la segunda parte -«nadie conoce al Padre, sino el Hijo»-, sirve para reforzar la inaudita afirmación que en ella se contiene. En realidad, como subrayan los expertos en lenguas semíticas, se trata de sugerir una relación recíproca: como el Padre me conoce a mí, así también yo le conozco a él; se trata de un conocimiento total por ambas partes que revela la total intimidad y compenetración que Jesús tiene con el Padre, por el hecho de que «todo le ha sido entregado» por el Padre.

Esto sí que es algo inaudito: ningún simple hombre, ni Moisés ni ninguno de los grandes profetas, habría podido hablar de esta manera. Sólo el Hijo conoce adecuadamente al Padre, a la manera como el Padre conoce adecuadamente al Hijo: ambos se hallan recíprocamente en una relación absolutamente única, por encima de toda otra relación entre Dios y hombre. Yo diría que, de todo el Nuevo Testamento, este pasaje es el que más claramente afirma la «naturaleza divina» de Jesús. Juan desarrollará este dato de los sinópticos: en la alegoría del buen pastor, Jesús dice: «Conozco mis ovejas, y las mías me conocen a mí; como el Padre me conoce a mí, así también conozco al Padre, y doy mi vida por mis ovejas» (Jn 10,15) (11). Aquí se desarrolla lo que en los sinópticos sólo se insinuaba: el conocimiento íntimo que Jesús tiene del Padre, igual al que el Padre tiene de él, se relaciona con el conocimiento que Jesús tiene de los suyos y el que los suyos tienen de Jesús: para los suyos, Jesús es el revelador del Padre, el que manifiesta el corazón del Padre, el amor paternal de Dios, aquí bajo la imagen del «buen pastor», dispuesto incluso a dar la vida por sus ovejas. Lo mismo se había dicho de otra forma y en otro contexto: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único»; y se añade todavía: «para que todo aquel que cree en El no se pierda, sino que tenga vida eterna. Que Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo sea salvado por medio de El» (Jn 3,16-17). Este es el corazón del Padre, el amor paternal de Dios que sólo Jesús conoce, que él viene a «revelar» y que, a partir de su revelación, nosotros, los suyos -«los sencillos y humildes», no «los sabios y entendidos»-, podemos conocer también. Porque «a Dios no le ha visto jamás nadie, pero el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien le ha revelado» (Jn 1,18). Esta revelación del Hijo es superior a la de Moisés y a la de los profetas; es de otro nivel: porque «por Moisés» fue dada la Ley; pero la gracia y la verdad se nos han dado por Jesucristo» (Jn I,17).

Así pues, el conocimiento de Dios que se atribuye a Jesús, tanto en el texto sinóptico como en Juan, no es un conocimiento humano, ni que fuera el máximo humanamente posible, sobre Dios; es un conocimiento capaz de revelar la intimidad de Dios y que, por eso, procede de la misma intimidad de Dios; viene del hecho de que Jesús puede decir: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Tenemos aquí, expresado en términos de plenitud de conocimiento, lo que la teología posterior intentará expresar, ya en categorías helénicas, como identidad de naturaleza. Pero la formulación bíblica tiene sobre la formulación teológica posterior la ventaja de afirmar no sólo la identidad substancial o de naturaleza, sino, al mismo tiempo, la distinción y la función reveladora del Hijo respecto al Padre. Jesús puede ser revelador total y definitivo de Dios como Padre -del corazón paternal de Dios, que libre y gratuitamente ha decidido no condenar al mundo, sino salvarlo-, porque proviene de la misma intimidad de Dios, porque está al mismo nivel de Dios, hasta el punto de presentarse, por decirlo de alguna manera, como instrumento intrínseco al mismo Dios en orden a la autorrevelación y la salvación que Dios ha querido ofrecernos. Nada ni nadie inferior a Dios podría presentarse como autorrevelación de Dios ni como salvación de Dios.

Jesús no transmite sólo un conocimiento o anuncia una salvación de parte de «Otro», como lo hacían los profetas. El mismo es la revelación total de Dios como Padre, la salvación dada gratuitamente por Dios Padre en forma de «Hijo», del que ha recibido todo el ser íntimo y toda la fuerza salvadora de Dios' (12). Jesús expresa así su categoría única, su transcendencia: no denominándose a sí mismo simplemente «Dios», como si en él se agotara la divinidad, sino expresando como Dios-Hijo, Dios-comunicación (Logos), Dios-salvación, la correlación esencial y substancial con Dios-Padre, Dios-comunicador, Dios-salvador.

Esta manera de hacerse presente Dios sólo son capaces de aceptarla «los sencillos», no los sabios y entendidos; es decir: es algo que ha de ser acogido con fe humilde y confiada, no con la pretensión de quien quiere llegar por sí mismo a Dios con esfuerzo racional, o con prácticas religiosas, o con méritos morales o legales. Es algo que sólo se obtiene con fe en Cristo como Revelador de Dios-Padre y de la salvación que El nos ofrece.

«Vuestro Padre del cielo» D/PADRE Jesús no sólo tiene conciencia de estar en una intimidad absolutamente única con Dios su Padre -una intimidad de «conocimiento» que podrá ser interpretada como identidad de «naturaleza»-, sino que considera como misión suya «revelar» la paternidad, el corazón paternal de Dios respecto a los hombres. No sólo afirma que Dios es su Padre, sino que además, siendo él hombre como nosotros en todo «menos en el pecado» y hermano nuestro, nos quiere comunicar que la autodonación total de Dios al Hijo hecho hombre es donación de Dios a todos los hombres, en la medida en que los hombres sean solidarios del Hijo, se identifiquen con él y «le sigan». Por eso Jesús no sólo se refiere a Dios como a «su» Padre, sino que, cuando habla con sus seguidores, les habla de Dios como de «vuestro» Padre (Mt 5,16; 6,1; 6,6; 7,11, etc.).

El momento más solemne en que Jesús enseña a los discípulos que han de tener a Dios como «Padre» es, sin duda, cuando les enseña la manera como han de orar, con la que será fórmula primaria de oración cristiana, el «Padre nuestro» (Mt/06/09-13; /Lc/11/01-04). El evangelista Lucas nos ha conservado las circunstancias en que tuvo lugar la instrucción de Jesús sobre la plegaria. Los discípulos pedían: «Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos». Lo que aquí piden los discípulos no es, pues, sólo una instrucción general sobre la plegaria (como la que se halla, por ejemplo, en Mt 6,5-8), sino que piden una fórmula de plegaria que les identifique, que sea como una síntesis de la actitud particular que los seguidores de Jesús han de tener ante Dios, a la manera como los seguidores de Juan, y también los esenios, los fariseos y otros grupos tenían sus fórmulas, que les identificaban y expresaban su propia forma de concebir su relación con Dios. Cuando Jesús responde, pues, a la petición de los discípulos enseñándoles el «Padre nuestro», Jesús les da una oración que ha de ser como el signo distintivo de sus seguidores y que es como un compendio de la actitud que éstos han de tener respecto a Dios y respecto a los demás. Entonces es cuando Jesús autoriza a sus discípulos a denominar a Dios «Abba», como él mismo hacía. Este tratamiento será ya para siempre el distintivo de sus discípulos. Al autorizarles para que invoquen a Dios como «Abba», les declara que ellos también participan de su propia intimidad y comunión con Dios. Dios ya no es para ellos aquel ser distante y lejano en su trascendencia que sólo infundía respeto: Dios es aquel que gratuita y generosamente quiere acoger a los hombres como hijos y quiere que entren en una comunión confiada y amorosa con él. Y es muy de subrayar que esto es lo que Pablo, algunos años después, entendió también como distintivo propio de los cristianos: los cristianos son los que, habiendo recibido el Espíritu de Dios -es decir, por don gratuito de Dios-, pueden clamar confiadamente a Dios «Abba» con confianza de hijos (/Rm/08/15; /Ga/04/06). Las más antiguas liturgias cristianas habían comprendido muy bien la grandeza y la novedad de este don cuando, a manera de introducción a la recitación de la plegaria del Señor, comenzaban confesando: «fieles al mandamiento del Salvador, nos atrevemos a decir: Padre nuestro... ». Había inicialmente, antes de que la costumbre hiciera perder el sentido de singularidad de esta plegaria, plena conciencia de que decir a Dios «Padre» era una audacia, un atrevimiento que sólo se podía asumir con confianza desde la enseñanza de Jesús.

El Padre y el Reino RD/PATER:

«Jesús no anuncia el Reino de Dios el Señor, sino el Reino de Dios su Padre. No es el señorío lo que califica la paternidad de Dios, sino que la paternidad de Dios califica al señorío y al Reino que Jesús anuncia... En este Reino Dios no es Señor, sino Padre misericordioso. En este Reino no hay esclavos, sino hijos de Dios: no se pide obediencia o sumisión, sino amor y libre participación» (13).

El hábito de la recitación cotidiana del «Padre nuestro» seguramente nos ha embotado la sensibilidad para percibir la profundidad de esta nueva plegaria. En ella se resume admirablemente todo lo que Jesús venía a enseñarnos sobre la relación de los hombres con Dios y, consiguientemente, sobre la relación de los hombres entre sí. Lo más esencial de esta enseñanza es que la salvación del hombre -el sentido pleno y definitivo de la vida humana- es aceptar ser hijo de Dios y portarse como tal. A la manera como el ser del Hijo Único es completamente relacional y consiste en reconocerse y aceptarse como totalmente procedente de la gratuita comunicación de ser por la que Dios es su Padre, así los seguidores de aquel Hijo único también han de comprender y admitir que su ser es totalmente relacional, primero respecto a Dios y, consecuentemente, los unos para con los otros. Se trata de reconocer que somos hijos de Dios y hermanos unos de otros: que nuestra vida verdadera procede toda de Dios de una manera gratuita, porque El nos ha amado gratuitamente, sólo porque El es bueno -no porque nosotros lo hayamos merecido-, con un generoso amor de Padre comunicador de vida.

FILIACION/FRATERNIDAD  Vivir de esta manera la filiación en la fraternidad es la condición para el Reino de Dios; o, mejor dicho, es ya el Reino de Dios en la medida en que se puede dar aquí en la tierra, esperando su cumplimiento perfecto en el cielo.

Esta proclamación de Dios como Padre y del Reino de la filiación en fraternidad es algo que trastorna totalmente las ideas habituales sobre Dios de las religiones. El hombre religioso piensa a Dios como todopoderoso, lejano e inasequible, un «mysterium tremendum» que, antes que nada, causa temor y respeto, a quien no es posible acceder directamente y de cualquier manera, sino que ha de ser propiciado y aplacado con un extremo esfuerzo moral y con costosas prácticas religiosas -sacrificios materiales y espirituales-, según un ritual adecuado. Seguramente, no hemos puesto atención en la revolución que implica el mandamiento de Jesús que nos hace decir «Padre nuestro que estas en los cielos...». El aspecto de trascendencia, de lejanía, de respeto religioso, está ciertamente marcado en las palabras «que estás en los cielos»; pero, al anteponer a ellas la palabra «Padre», inmediatamente se nos hace sentir que Dios no quiere ser el señor lejano, ultraterreno, que impone respeto sólo por su omnipotencia trascendente. Ciertamente, la suprema y fundamental determinación de todo viene del mundo celestial; la tierra está bajo el dominio de una realidad ultraterrena. Pero el cielo y la tierra no se contraponen antagonísticamente; al contrario: la tierra, y los hombres en ella, son objeto de amor y de cuidado por parte del «Padre del cielo». El Ser Supremo deviene así próximo e íntimo, y por eso se podrá pedir que se cumpla la voluntad de Dios «en la tierra como en el cielo», no resignada, sino confiadamente (14).

Se ha dicho que la revelación de Dios como Padre es «el mensaje central del Nuevo Testamento». Quisiera subrayar ahora que esta revelación se halla en conexión con otro aspecto, quizás igualmente central, del mensaje de Jesús: el anuncio del Reino de Dios como algo inminente que Jesús mismo viene a inaugurar y a hacer presente. Los evangelistas recuerdan que éste es el tema inicial de la predicación de Jesús: «convertíos, porque ha llegado a vosotros el Reino de los cielos» -o «el Reino de Dios» (15) (Mt 4,17; Mc 1,15). Casi toda la actividad posterior de Jesús consistirá en explicar con parábolas las características de este Reino y en mostrar con obras de curación de enfermos y de acogida de pobres y pecadores de qué manera quiere Dios realizar este Reino ya aquí en la tierra. El Reino no es más que la realización del designio paternal de Dios respecto del mundo y de los hombres: es la nueva forma que ha de tomar el mundo en la medida en que los hombres reconozcan la paternidad de Dios viviendo en fraternidad.

El Reino surge cuando, ante la constatación de que el mundo, a consecuencia de los pecados, egoísmos e injusticias de los hombres, no es lo que Dios quisiera que fuera, Dios nos declara que aún ama a este mundo; que ha decidido salvarlo, no condenarlo; y que por eso ha decidido intervenir definitivamente enviando a su Hijo, Jesús, a invitar a los hombres a que quieran, finalmente, vivir como hijos de Dios, cosa que implica vivir como hermanos. Este Reino no consiste en la restauración de Israel como unidad política, como lo esperaban los judíos de la época; consiste en la restauración e integración de la humanidad -desintegrada por el pecado y por la insolidaridad- en una nueva forma de relación con Dios y de los hombres entre sí. Por eso el gran mandamiento del Reino es el «nuevo» mandamiento del amor, que es más que un precepto moral: es como la ley intrínseca y constitutiva del Reino. Son del Reino aquellos que se aman como Dios les ama y como Dios quiere que se amen: «en esto conocerán que sois mis discípulos» (Jn 13,35).

Se trata de un nuevo y definitivo ofrecimiento de Dios a los hombres: un nuevo ofrecimiento de perdón que comporta la necesidad de «conversión» a la filiación y a la fraternidad. Las denominadas «parábolas del Reino» explican las características de esta nueva oferta de Dios a los hombres. Algunas subrayan el aspecto de gratuidad del Reino, fruto de la bondad paternal de Dios, que ofrece acogida y perdón a todos porque El es bueno, no por nuestros méritos: porque ha decidido mostrarse acogedor y perdonador. Tenemos, por ejemplo, las tres parábolas del «gozo de Dios» al «recobrar lo que se le había perdido», en la forma del gozo del buen pastor que recobra la oveja perdida, la mujer que recobra la moneda perdida y, sobre todo, la gran parábola del padre bueno que manifiesta su corazón de padre haciendo una gran fiesta cuando vuelve a casa el «hijo pródigo» que le había dilapidado la herencia (Lc 15,1-32). Tenemos igualmente la parábola de los que van a trabajar a la viña a horas diversas, que muestra la bondad del Padre al dar sus dones más allá de lo que uno pueda haber merecido (Mt 20,1ss). Otras parábolas, en cambio, subrayan principalmente la responsabilidad de los hombres en la acogida del Reino, ya que éste, si es gratuito, no es impuesto a la fuerza, sino que pide conversión a una vida nueva de filiación; son, entre otras, las parábolas de los invitados a la boda (Mt 22,2), del tesoro escondido (Mt 13,44), del sembrador (Mt 13,3), de los administradores (Lc 16,1; Mt 25,14)...

El Reino, cuya venida pedimos en el «Padre nuestro» de manera que se cumpla la voluntad del Padre «así en la tierra como en el cielo», Jesús no sólo lo explica y proclama con sus palabras, sino que, sobre todo, comienza a hacerlo presente con sus obras. Jesús actúa de tal manera que se pueda reconocer en El la presencia del amor paternal de Dios para con todos los hombres, y en particular para con aquellos que están más necesitados del mismo. Por eso Jesús acoge y ofrece la salvación a los pecadores, a los enfermos y minusválidos, a las prostitutas y a los publicanos, es decir, a todos los que se hallaban marginados religiosa y socialmente: a ellos particularmente les quiere hacer presente que también ellos son objeto del amor paternal de Dios. Toda sociedad tiende a estigmatizar y marginar a aquellos que no viven según los valores, costumbres y modos de vida que las clases dominantes de la misma sociedad imponen; y una sociedad, además, religiosa y teocrática, como era la de Israel, tiende a hacer que la estigmatización social sea a la vez religiosa, de manera que el marginado social es considerado a la vez como pecador: los que son rechazados por los hombres han de ser además rechazados por Dios. Así se les puede despreciar con la conciencia más tranquila. Jesús proclama, en cambio, que Dios no rechaza a nadie que se quiera sentir hijo suyo y hermano de los demás. El amor y la salvación de Dios se ofrecen gratuitamente a todos, y no dependen de los méritos morales o de las prácticas religiosas, rituales o legales, sino de la acogida humilde y responsable de aquella oferta gratuita. Esto provoca la protesta de los que pensaban estar mejor situados y con más derechos ante Dios por el hecho de haber conseguido -¿a costa de qué y de quién?- una mejor situación en el sistema socio-religioso dominante. Esta es la gran lección de la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,9-14): uno es justificado ante Dios no por las obras de que pueda gloriarse, sino por la fe humilde y confiada en el amor gratuito de Dios. Dios no se complace en nuestras obras externas, sino en nuestro corazón. Es evidente que esta parábola contiene ya toda la teología paulina de la justificación por la fe y no por las obras (a menos que las obras sean manifestación de aquella fe). Entonces se entiende cómo las denominadas «bienaventuranzas» (Mt 5, 1 ss) son como la condición de la pertenencia al Reino: son «los pobres en el espíritu», «los limpios de corazón»... los que gozarán del reino de Dios, sólo porque son objeto del amor paternal de Dios.

El Reino de Dios que Jesús inaugura no es, pues, el tiempo del juicio de Dios sobre los méritos de los hombres (que siempre serían hallados en falta), sino el tiempo de ofrecimiento de salvación gratuita a todos los que quieran acogerla. Este acogimiento comporta, sin embargo, un radical cambio de valores y de vida. Mientras que el reino de este mundo está estructurado a partir de las apetencias de poder, de seguridad egoísta, de autoafirmación social o religiosa.... el Reino de Dios es una invitación -no una imposición- a reintroducir en el mundo los principios de la fraternidad, la solidaridad, el servicio, la pobreza, la humildad, la no-violencia... Por eso dirá Jesús que «el hombre vale más que la ley del sábado» (Mt 6,26) y que «el amor vale más que los sacrificios cultuales» (Mc 7,6); y prescribirá a sus seguidores que no busquen los primeros lugares (Mt 18,1; Mc 10,33), que no se angustien en acumular tesoros (Mt 6,19 y 24; 19,28), que han de buscar más bien servir que ser servidos (Mt 20,24; Mc 10,45), que han de perdonar como ellos mismos son perdonados (Mt 6,12; 18,21; Lc 17,4)... La ley suprema del nuevo Reino es la que se expresará como conclusión de la primera parte del sermón del monte (/Mt/05/45ss): se trata de imitar la «perfección» del mismo Padre celestial, «que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos»; es decir: amar gratuitamente, totalmente, siempre, en todas condiciones, sin hacer distinción de personas, sin esperar recompensa, como ama el mismo Padre celestial, «así en la tierra como en el cielo». En una palabra, ser hijos de Dios amándonos como él nos ama.

NOMBRE/SANTIFICAR: La profundidad del «Padre nuestro» sólo se puede captar a partir de estos presupuestos de la predicación y acción de Jesús acerca del nuevo Reino que el Padre quiere establecer en el mundo: un Reino en el que verdaderamente todos los hombres se sientan hermanos y actúen como tales, porque todos se saben hijos de Dios y objeto de su amor de Padre. Sólo en la fraternidad efectivamente vivida es «santificado el nombre de Dios». En el Antiguo Testamento, Yahvé se quejaba de que «su nombre era blasfemado» por el hecho de que su pueblo era oprimido; pero anunciaba: «vendrá día en que mi pueblo conocerá mi nombre y comprenderá que soy el que he dicho: estoy con vosotros» (Is 52,5-6). Los jóvenes torturados en el horno de Babilonia oraban: «Líbranos, Señor, con tu poder, y da gloria a tu nombre» (Dan 3,43). Pero es en el profeta Ezequiel donde hallamos la mejor explicación de la primera petición del «Padre nuestro»: el nombre de Yahvé había sido entre los gentiles objeto de irrisión a causa de las desgracias en que había caído el pueblo por sus pecados. Decían: «Mirad, son el pueblo de Yahvé, y se han visto forzados a abandonar su propia tierra». Pero Yahvé replica: «Yo tendré consideración de mi santo nombre... Así dice el Señor Yahvé: no lo haré por consideración a vosotros, casa de Israel, sino por la santidad de mi nombre que vosotros habéis profanado entre las naciones donde habéis estado. Santificaré mi gran nombre profanado por vosotros entre las naciones. Y las naciones sabrán que yo soy Yahvé, cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad a la vista de todos» (Ez/36/20ss). Este es el trasfondo de la petición «santificado sea tu nombre»: el nombre de Dios es ultrajado y blasfemado cuando los hombres viven una vida de injusticia y de pecado. El desorden que se introduce en el mundo es como un descrédito y una irrisión del Dios que lo ha creado. Y, al contrario, el nombre de Dios es santificado y glorificado en la medida en que los hombres viven como les corresponde, como hijos de Dios y como hermanos; en la medida en que se hace efectivo su Reino aquí en la tierra «como en el cielo». La invocación de Dios como Padre comporta la conversión a los principios y valores del Reino; es decir, la voluntad decidida de vivir como hijos en la fraternidad, la solidaridad, el amor y la justicia. Este es el sentido profundo de la revelación que Jesús nos trae de Dios como Padre: nos interpela y nos pide comprometernos a vivir como hijos. Por eso mismo es una revelación liberadora, ya que, en la medida en que vivamos como hijos, el mundo se verá liberado de las opresiones, injusticias y extorsiones que provienen del egoísmo individualista e insolidario. La gloria de Dios está en que «todos vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo» (Mt 5,16). El «mensaje central del Nuevo Testamento» es, a la vez, la revelación del corazón paternal de Dios y la revelación de la exigencia de que vivamos como hermanos: sólo cuando se asumen a la vez estos dos aspectos, la revelación se hace humanizadora y liberadora; de otro modo, podría ser más bien alienante (16).

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1. Sólo hay una plegaria de Jesús en la que no se denomina «Padre» a Dios: es cuando, en la cruz, exclama: «¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado'?» (Mc 15.34); pero se trata del comienzo de un salmo el -22- puesto en boca de Jesús.

2. Ver Mc 14.36: Rom 8,15; Gal 4.6.

3. Entre la amplia bibliografía referente a esta cuestión, puede verse: J. JEREMÍAS, El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1966; Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1981 (reproducción y ampliación del estudio anterior); W. MARCHEL, Abba, Padre, Barcelona 1967. Diversos estudios sobre el tema: «¿Un Dios Padre?», número monográfico de Concilium, 163 (1981), pp. 309-472; S. SABUGAL, Abba: la oración del Señor, Madrid 1986.

4. Por ejemplo, HOMERO, Iliada, 1, 544: Odisea, I. 123. PLATÓN, República, Vl, 506; Timeo, 28 c; PLOTINO, Enéadas, 5,1,8.

5. J. JEREMÍAS, Abba. El mensaje central del N.T.. cit., pp. 20-21.

6. Jer 3,4; Ps 89,27; Is 63.16 (dos veces); 64,7.

7. J. JEREMÍAS, Abba..., cit., p. 70.

8. Ver esto argumentado por G. SCHRENK en Theologisches Wörterbuch zum N.T (ed. E. Kittel), vol. V, p. 989.

9. Puede verse: G. SCHRENK, op. cit., pp. 994ss.; J. JEREMÍAS, Abba..., cit., pp. 52ss.; R. FEUILLET, «Jésus et la sagesse d'après les Synoptiques», en Revue Biblique 62 (1965), pp. 161ss.; L. CERFAUX, «Les sources scripturaires de Mt 11, 25-30», en Ephem. Theol. Lovanienses 31 (1951), pp. 33ss.; «Le logion sur le Fils révelateur», en La notion biblique de Dieu (ed. J. Coppens), Lovaina 1976, pp. 245ss.

10. En el A.T. y en la literatura intertestamentaria se halla la fórmula tradicional, «te bendigo», seguida de invocaciones como «Yahvé». «Señor mío». «Dios mío». «Dios de mis padres»...; pero nunca se halla la invocación «Te bendigo, Padre...». Cf. J. JEREMÍAS, Abba..., cit.. pp. 65-66.

11. Este tema del «conocimiento» del Padre por parte de Jesús es habitual en los discursos del evangelio de Juan: «Yo le conozco, porque de él procede mi existencia» (Jn 7,25). Ver también Jn 8,55; 13,3. En la plegaria sacerdotal dirá Jesús: «...pero yo te he conocido» (Jn 17,25).

12. J. JEREMÍAS (Abba..., cit., p. 59) ha subrayado que detrás del texto sinóptico de Mt 11,25 podría subyacer la idea de que, así como un hijo es aleccionado por su padre en los secretos de un oficio o en la sabiduría de la vida, y sólo él conoce estos secretos de su padre, así Jesús declara estar en posesión, como Hijo de Dios, de los secretos de Dios.

13. J. MOLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983. p. 86.

14. Puede verse esto más desarrollado y argumentado por G. SCHRENK en Theologisches Wörterbuch zum N.T. (ed. E. Kittel), vol. V, pp. 986ss.

15. Es sabido que estas dos expresiones. «del cielo» y «de Dios», son perfectamente equivalentes: la primera parece ser una reliquia de la práctica judía de no utilizar directamente, por respeto, el nombre de Dios, sustituyéndolo por la expresión más genérica «el cielo» o «los cielos».

16. D/PADRE/ALIENACION: Actualmente, algunos piensan que, después de las interpretaciones freudianas sobre el rechazo inconsciente del «padre», y una vez que los cambios sociales han hecho que disminuya de valor la figura del padre en la familia, seguir hablando de Dios como «Padre» tiene cada vez menos sentido. Yo pensaría, más bien, que los nuevos conocimientos psicológicos y las nuevas estructuras sociales deberían llevarnos a recobrar la imagen bíblica de Dios Padre tal como he intentado exponerla. El símbolo de «padre» aplicado a Dios en la Biblia no hace referencia a una relación afectiva y de dependencia que pueda ser interpretada a la manera freudiana, ni tampoco pretende proyectar en Dios los trazos de una supuesta paternidad ideal. Con su extrema sobriedad, la Biblia no ofrece propiamente ninguna imagen de Dios: tan sólo desea sugerir que todo lo que es verdadera vida del hombre procede de Dios, y que el hombre puede vivir su vida confiada y responsablemente. Por eso me parece importante no separar la revelación de Dios como Padre del anuncio de su Reino ya aquí en la tierra: sólo así la imagen del padre excluye toda posibilidad de alienación y se hace verdaderamente liberadora, haciendo que el hombre no se sienta aplastado ni por su propia pequeñez o debilidad ni por una potencia dominadora omnipresente. Esto debería tenerlo muy en cuenta toda catequesis cristiana sobre Dios Padre.

SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACIÓN CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
JOSEP VIVES
Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48
SANTANDER 1988, págs. 139-154