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¿HABLAR DE DIOS EN EL UMBRAL DEL SIGLO XXI?


4. LA TRANSPARENCIA DE UNA EXPERIENCIA DE DIOS: DIOS UNO Y TRINO

Quisiera comenzar remarcando una cosa: la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo proviene de una experiencia que es anterior a la explicación de cómo un sólo Dios puede ser Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es decir, la fe precede a la explicación, a la teología.

4.1. LA EXTRAÑA TRINIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS

La doctrina trinitaria no surgirá como resultado de una especulación teológica de algunas mentes penetrantes sobre lo que puede ser Dios en sí mismo, sino que será el resultado de una necesidad de formular y explicar, en la medida de lo posible, la experiencia de Dios que habían tenido aquellos que reconocieron la presencia de Dios mismo en Jesús de Nazaret y creyeron que Dios mismo actuaba entre los hombres con la acción de su Espíritu.

Será precisamente la capacidad de perseverar en la fidelidad a esta experiencia originaria lo que determinará la aceptación o el rechazo de determinadas expresiones teológicas posteriores. Serán aceptadas las fórmulas que sean coherentes con aquella experiencia y se rechazarán las que aparecen incapaces de preservarla.

Como ya hemos remarcado, los cristianos viven de la convicción que en "la encarnación" del Hijo y en la "gracia" o efusión del Espíritu han tenido una singular experiencia de Dios mismo. Jesús y el Espíritu no son para ellos mediaciones extrínsecas de Dios, a través de las que Dios se comunicaría a los hombres como lo había hecho, por ejemplo, a través de la Ley o los profetas: son Dios mismo que, para salvar a los hombres, se les comunica desde el seno de su divinidad. Se trata de acoger una original propuesta salvífica de Dios, que se presenta queriendo hacerse presente y actuante entre los hombres por medio de Jesús y por su Espíritu.

Esto lleva a tener que pensar a Dios de una manera nueva: Dios no es "el trascendente", el Ser remoto, inaccesible, cerrado sobre sí mismo en eterna soledad. Por la experiencia de la comunicación de Dios en Jesús y en el Espíritu se levanta una puntita del velo que esconde la realidad inefable de la divinidad y vislumbramos que Dios ha de ser más bien Aquel que tiene su gozo y su plentitud en comunicarse, en darse, en vivir y amar como quiere, con soberana libertad: previamente a la creación y a la acción temporal en el mundo, Dios es esencialmente y eternamente vida y comunión de vida en el intercambio inefable de los tres que llamamos Padre, Hijo y Espíritu. Puesto que Dios es en sí mismo, eternamente y esencialmente comunión y comunicación de vida, podrá comunicársenos, haciéndonos participar, por el Hijo y por el Espíritu, de su propia vida eterna.

4.2. ALGUNAS CONCEPCIONES DEMASIADO SIMPLES

1. Resultaba tentador querer resolver la cuestión trinitaria de una manera simple y lógica. Por ejemplo, algunos querían resolver todo el problema diciendo que Padre, Hijo y Espíritu eran sólo tres nombres o, como mucho, tres modos o formas de manifestación del único Dios indiviso e indivisible. Se trataba de una interpretación nominalista: la realidad de Dios es única e indivisa, pero podemos aplicarle tres nombres según las circunstancias. De este modo se salvaría la estricta unicidad de Dios y también la tradición de referirnos a él con una triple denominación. 6 (Temo que la mayoría de cristianos actuales más bien piensan inconscientemente la Trinidad de esta manera nominalista...)

Pronto se vio que esta solución resultaba inaceptable, sencillamente porque despojaba de sentido prácticamente todo el Nuevo Testamento, además de ser incompatible con la experiencia cristiana originaria. En efecto, si Padre, Hijo y Espíritu solamente son tres nombres –o tres manifestaciones– de una misma e idéntica realidad, ¿qué sentido tiene decir que el Padre ha enviado al Hijo, o que el Padre y el Hijo envían al Espíritu, o que el Hijo nos lleva al Padre...? El Nuevo Testamento supone con toda claridad una distinción real entre estas realidades. La experiencia de los primeros cristianos había reconocido en Jesús algo divino procedente de Dios Padre, enviado del Padre, pero, por esto mismo distinto de él. Y lo mismo podría decirse del Espíritu.

2. Otro intento simplista de hacer compatible la afirmación de un único Dios con el uso tradicional de las tres denominaciones divinas recibió el nombre de subordinacionismo: se afirmaba que sólo el Padre podía considerarse Dios en un sentido propio y estricto. El Hijo y el Espíritu serían realidades inferiores a Dios, seres intermediarios entre Dios y el hombre y, como decía Arrio, el más famoso defensor de esta interpretación, en definitiva pertenecientes al ámbito de lo temporal y creado, no al ámbito propiamente eterno y divino. Esta propuesta fue rechazada –a lo largo de largas disputas– porque tampoco expresaba adecuadamente la experiencia originaria de Jesús y del Espíritu.

En efecto, los primeros seguidores de Jesús llegaron, sobre todo a partir de su resurrección, a la íntima convicción de que Jesús era alguien venido de Dios mismo, presencia del Dios eterno entre nosotros, autodonación de Dios a los hombres. Era una experiencia que cristalizó en expresiones como:

"Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 3,16); o bien: "Jesucristo, que era de condición divina, no se mantuvo celosamente en su igualdad con Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres; se abajó a ser tenido por un hombre cualquiera, obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz..." (Fil 2,6ss);

"Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo único, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para que liberara a los que vivíamos bajo la Ley y recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,4ss).

La experiencia cristiana había sido que algo de Dios mismo, del mismo seno de Dios, había entrado en nuestra historia actuando en ella. Precisamente por esto la presencia del Hijo y del Espíritu tenía una nueva fuerza salvadora. El autor del prólogo del cuarto evangelio lo expresa ya con una fórmula de amplios horizontes:

"En el principio existía la Palabra: la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros: y nosotros hemos visto su gloria: la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad..." (Jn 1,1ss)

Reducir el Hijo y el Espíritu al ámbito de criaturas intermediarias –por muy elevadas que fueran– no sólo contradecía estos textos, sino también el sentido profundo de la salvación que estos textos suponen.

¿Podemos afirmar todavía, como había creído la tradición, que somos salvados porque Dios mismo se ha encarnado y ha entrado en nuestra historia transformándola? ¿Alguien que no fuera el Hijo de Dios, Dios de Dios, nos podría permitir llamar a Dios "Padre"? ¿Quién fuera del Espíritu de Dios nos puede hacer participar en una comunión inefable en la que se realiza nuestra salvación?

Si el Hijo y el Espíritu son inferiores a Dios, tendríamos que decir que no ha existido verdadera comunicación de Dios; desaparece la especificidad de la experiencia cristiana y nos quedamos, al igual que en el Antiguo Testamento, en una relación con un Dios lejano e inasequible, a través de unos intermediarios que no irían mucho más allá que Moisés o los profetas.

4.3. LA COMUNIÓN EN EL MISMO CORAZÓN DE DIOS

La experiencia de Dios que los primeros cristianos realizaron en Jesús y en el Espíritu nos obliga a modificar las anticipaciones que nosotros haríamos sobre el ser de Dios. Nosotros tendemos a objetivar a Dios considerándolo un "objeto supremo", supracósmico, sustancia suprema, autosuficiente, eterna, simple, inmutable, impasible. Si no vamos con cuidado quizás, sin darnos cuenta, llegaríamos a pensar a Dios como una "cosa" suprema, estática, inerte, estéril... a costa de tanta simplicidad e impasibilidad.

El cristianismo, en cambio, a partir de la experiencia de Jesús y del Espíritu, nos lleva a pensar a Dios dentro de un sistema simbólico en el que Dios es Padre, principio de vida, de comunicación, de amor, que eternamente se expresa y se da al que es Hijo, término eterno de comunicación de la propia vida, en una comunión que se consuma en el Espíritu Santo, vida increada y divina, amor y don que se ofrecen mutuamente el Padre y el Hijo. Los tres constituyen en autoimplicación esencial, eterna e inseparable, la plenitud de ser del Dios único.

Los teólogos intentarán elaborar este sistema simbólico básico: hablarán de una naturaleza o esencia en tres personas, de la manera de concebir las relaciones intratinitarias "ad intra" y "ad extra", etc. Los conceptos y el lenguaje humano resultan siempre insuficientes, (como lo es todo sistema simbólico), pero necesarios para preservar la realidad de la comunicación de Dios que se encuentra en el origen del cristianismo.

La terminología de la teología trinitaria, con toda su limitación, nos permite intuir algo muy importante sobre Dios. En Dios existe cierto dinamismo interno y eterno de comunión perfecta, que hace que Dios sea uno y múltiple simultánemente, unidad y comunidad. Así vislumbramos que Dios, más que ser o sustancia, es Fecundidad eterna, Principio de vida.

Dios es ciertamente uno, pero con una unidad vital, en la que la vida divina se comunica a partir de su Fuente (Padre) al Hijo (con una comunicación tan plena y total que el Hijo tiene efectivamente todo lo que tiene el Padre) y es poseída gozosamente por uno y otro en el Espíritu, que es gozo, fruto y encuentro entre los dos.

Así Dios se nos presenta simultáneamente como uno y como comunión: unidad de comunión vital perfecta, en la que cada uno posee todo lo que el otro tiene; en la que cada uno se afirma, no al margen del otro, sino por donación del otro, porque la esencia de Dios es comunicarse, darse, entregarse, amar... y siendo así es como Dios es el Dios viviente por toda la eternidad.

El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica (n.254) dice, con una bella frase de una antigua confesión, que "Dios es único, pero no solitario". Un Dios solitario sería un Dios muy triste. ¿Cómo podríamos imaginar a Dios viviendo en soledad eterna e inactiva durante toda la eternidad previamente a la creación del mundo? ¿Cuál puede ser su actividad propia, esencial, necesaria, a parte de su libre acción creadora? No podemos pensar que Dios sólo se comunica con nuestro mundo: eso haría a Dios dependiente de la creación para poder subsistir como Dios viviente. No. Dios no puede ser un eterno solitario que busca en nuestro mundo una salida a su aburrida soledad... La experiencia de Cristo y del Espíritu nos han ayudado a entrever que Dios es eterna comunión.

4.4. DIOS QUIERE LA COMUNIÓN EN EL CORAZÓN DE LOS HOMBRES

El Dios comunión no sólo resulta más plausible que el rígido Absoluto de las filosofías, sino que es el único Dios que el hombre puede realmente tolerar. Como ya veía Sartre, el Absoluto aplastaría al hombre, no le dejaría espacio vital. La simbólica trinitaria del Dios de vida y amor atenua la dureza insoportable del Ser Necesario y Absoluto, que todo lo sometería a la ciega necesidad de la fatalidad. El Dios cristiano no es el Absoluto incondicionado, sino el eternamente autocondicionado a la vida, al amor, al bien, a la comunión: esta es la aportación de la simbólica de la Trinidad. Dios, siendo esencialmente comunión, hace surgir la creación como el lugar de expansión de la comunión trinitaria original, colocando al hombre como ser a imagen del mismo Dios Trinidad, hecho para la comunión.

La simbólica trinitaria nos muestra que al principio de todo no existe el Uno exluyente, sino la Comunión; no el Ser, sino el Bien; no la Fatalidad o la Arbitrariedad, sino el Amor; no existe al principio el Poder, sino la Igualdad radical en distinción real. El Dios a cuya imagen hemos sido creados es un Dios que se realiza eternamente en un entramado de relaciones "interpersonales", que se sustentan en la alteridad sin antagonismo, que se fundamentan en la afirmación y acogida del otro sin posesión o dominación.

La filosofía occidental a menudo ha considerado a la persona humana como el ser que se afirma frente al otro que le condiciona y limita. Por eso algunos afirman que la categoría de persona no es aplicable a Dios (Fichte). Pero la consideración de la comunión trinitaria nos puede ayudar a descubrir que el otro no es necesariamente como el muro que me limita o el obstáculo que me estorba, sino la apertura que me posibilita, me acoge y enriquece, o bien como el espejo en el que reconozco mi propia imagen, con la constatación de que su realización es verdaderamente la mía, y la mía es al mismo tiempo la suya.

La persona es el ser de la comunión, en y para la comunión: una comunión que es perfecta y total en Dios, y que esperamos que se realice plenamente en nosotros cuando el mismo Dios nos llame a participar plenamente de su propia vida. La persona humana, creada a imagen del Dios Trinidad, es invitada a vivir a semejanza de la Trinidad. Se ha de realizar, no en la afirmación de sí misma contra los otros, sino en la relación y en la comunión más perfecta posible con los demás –a pesar de los límites que imponen la temporalidad y la materialidad–, convencida de que el ser, el bien y el gozo del otro son verdaderamente su propio ser y bien.

4.5. LA TRINIDAD, ¿PROGRAMA SOCIAL?

Intentando responder a la inhumanidad del comunismo, los eslavófilos proclamaban hace años: "Nuestro programa social es la Trinidad". Quizás la Trinidad no es exactamente un programa social, pero sí que se encuentran en ella las bases más sólidas para defender un nuevo concepto de hombre y de sociedad. La teología trinitaria reciente ha puesto en relieve la relación que existe entre la doctrina trinitaria y el Reino de Dios, "así en la tierra como en el cielo"7. El Reino es la nueva época en la que se reconoce la paternidad efectiva de Dios sobre todos nosotros en la efectiva y práctica vivencia de la fraternidad, tal como Jesús nos enseñó, y por la fuerza del Espíritu. Creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no es afirmar un dogma teórico, un incomprensible rompecabezas. Es reconocer que:

"el misterio de la Trinidad nos ha abierto una perspectiva completamente nueva: que el fondo del ser es comunión... Si podemos superar todas las crisis que nos llevarían a desesperar de la aventura humana es porque, gracias a la revelación de este misterio, nos sabemos amados". 8

De esta nueva perspectiva tendría que vivir la Iglesia, que tendría que ser toda comunión y promotora de comunión a imagen de la Trinidad. Este valor, el de la primacía de la comunión, debería ser la aportación específica que el cristianismo, por todos los medios posibles, tendría que hacer realidad en nuestro mundo tan destrozado por la violencia. Si no aportamos ésto, somos sal insípida y luz que no alumbra.

No se trata solamente de honrar a la trinidad con fórmulas dogmáticas que preserven la ortodoxia perfecta de lo que afirmamos de Dios, sino, sobre todo, de imitar a Jesús, llevados por su Espíritu, estableciendo entre los hombres unas relaciones que hagan de la sociedad una imagen verdadera de la comunión trinitaria. En definitiva, esto sería realizar aquello que fue el último deseo de Jesús en la víspera de su muerte:

"Que todos sean uno; como tú Padre lo eres en mí y yo en tí, que también ellos sean uno en nosotros, y así el mundo creerá que tú me has enviado" (Jn 17,21-22).

En definitiva, creer en Dios es entregarse a la fuerza de Dios que quiere realizar efectivamente la comunión entre todos los hombres, sus hijos. Creer en Dios no es afirmar la existencia de un extraño ser extracósmico: es comprometerse para la comunión.

5. CREER IMPLICA CONVERTIRSE AL AMOR

Una religiosa que esta consumiendo su vida y su corazón en el servicio de los pobres de uno de esos barrios malditos –hacinamiento, insalubridad, paro, droga...– me decía hace poco angustiada: "No he sido capaz de hablar de las bienaventuranzas a los mozalbetes de la escuela del barrio. Decirles a esos desgraciados que los pobres son bienaventurados me parecía no sólo algo que ellos no pueden aceptar, sino algo que les ha de sonar a burla y sarcasmo". La buena mujer denotaba una sensibilidad que uno quisiera mas frecuente en ambientes eclesiales. Las bienaventuranzas –y todo el evangelio– no se pueden predicar indiferentemente desde cualquier parte, ni tampoco de la misma manera y con el mismo sentido a cualquier persona en cualquier situación.

Jesús predicó las bienaventuranzas desde una situación bien concreta: la del que "siendo rico, se hizo pobre por nosotros"; la del que "se humilló tomando forma de siervo"... Y no las predicó en el mismo sentido a todos: para los ricos tenían que sonar al trallazo que recogió San Lucas cuando escribió: "¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestra consolación!". Para los pobres tenia que ser aquella confortadora palabra de esperanza que recogió el mismo Lucas en aquella escena inaugural de Nazaret: "He sido enviado a dar una buena noticia a los pobres".

5.1 ¿DESDE DÓNDE SE DIVISA A DIOS?

1. ¿Dios avalador de los egoísmos?

No se puede creer igualmente en Dios (¡o quizá no se puede creer en el mismo Dios!) desde cualquier situación: es que no desde todas las situaciones se puede hablar igualmente del sentido de la vida. Ahí están los aprovechados, los poderosos, los ricos, los que se han propuesto como ideal de vida el gozar de lo que logran arrebatar a los demás. De estos dice San Pablo sin tapujos que "su Dios es su vientre", es decir, lo que permita colmar su insaciable voracidad de poseer, de poder y de placer, a costa de quien sea. In God we trust: "En Dios confiamos", han escrito sobre su moneda los adoradores del dólar: Dios seria el que me permite conservar y aumentar la situación adquirida frente a los azares de la fortuna o los embates de los demás hombres, presumiblemente tan ávidos como yo mismo. Aquí Dios no puede ser otra cosa que el garante y soporte de los egoísmos particulares, y por eso hay tantos dioses –ídolos– como individuos egoístas.

2. Dios esperanza de los pobres

En la otra cara del mundo están los desvalidos, los desheredados, los desposeídos, los que no pueden constatar ya que su vida tenga ningún sentido, bien porque un accidente de su suerte –enfermedad, disminución física o mental, hostilidad ambiental– parece haberles cerrado los caminos, bien porque otros les hayan arrebatado no sólo lo que hacen, sino aun el derecho a ser. También estos buscarán a Dios como principio de sentido: pero su Dios ya no será el apoyo para conservar lo que tienen –porque no tienen nada que valga la pena conservar–, sino la fuerza y la esperanza que les hace descubrir un sentido en su vida, aun con las limitaciones que no pueden superar, o que les impele a conquistar lo que sin justicia ni razón les ha sido arrebatado.

Todos buscan en Dios protección y salvación; pero para unos la salvación está en conservar y aumentar lo que ya tienen, mientras que para otros estará en vivir sin lo que no pueden tener y en luchar por alcanzar lo que pueden y debieran tener.

No es cosa de demagogia fácil: se trata de fidelidad a Dios mismo tal como se nos ha manifestado en la tradición judeocristiana. En esta tradición, Dios no es un remedio Objeto Abstracto (Ser Supremo, Absoluto, Necesario...) ni tampoco un Dios de cosas (de los astros, de fuerzas naturales o fenómenos atmosféricos, o de la fertilidad de los campos...). Esos eran los dioses de los babilonios y los baales cananeos. El Dios de Israel fue desde el comienzo un Dios de personas: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El Dios que se preocupa de los hombres en su situación concreta, y que por eso puede ser reconocido por ellos desde su situación concreta, en la que se presenta como garantía de valor y de sentido de sus vidas o, en el lenguaje bíblico, como "promesa" de bendición y protección. Es el Dios que oye los gemidos de su pueblo, aplastado por la dura esclavitud de Egipto, y le incita y le ayuda para liberarse de ella.

3. Un Dios verdaderamente de todos

La sensibilidad moderna toma en este punto una postura decidida: o Dios es justo, es decir, ama a todos los hombres y se preocupa por igual de todos ellos, o, en caso contrario, no hay lugar para Dios. Un Dios injusto aparece como inadmisible. Pensar que yo puedo estar embelesado en mi capilla dando gracias a la divina Providencia, porque me ha aliviado mi mal de muelas o porque ha hecho que no me faltara nada, y pensar que la misma Providencia no se preocupa para nada de los niños esqueléticos que se consumen de hambre en el Zaire o de los campesinos que son llevados a la muerte por los intereses de unos pocos en El Salvador, es algo simplemente inadmisible.

Si hay Dios, Dios ha de querer que todos los hombres puedan vivir una vida digna de hombres; si esto no es así, es que algo se ha interferido con la voluntad de Dios, o es que no hay Dios. Como es sabido, buena parte del ateísmo moderno proviene de elegir esta última alternativa. Los creyentes, en cambio, hemos de defender que las injusticias, desigualdades, opresiones y abusos entre los hombres son algo que no es ni puede ser querido por Dios: son algo que quizás en cierta parte pueda ser achacado a las limitaciones mismas de la condición del ser finito, pero, sobre todo, a la voluntad del hombre contra Dios, que por eso mismo es una voluntad "pecadora".

La sensibilidad moderna, como digo, percibe esto muy lúcidamente: pero no se trata de algo nuevo. En la Biblia lo tenemos afirmado de manera insuperable: "reconocer a Yahvé", identificarlo como Dios verdadero y autentico al lado de los dioses falsos o ídolos, es comprobar que él hace justicia, mientras que los ídolos están al servicio de los intereses particulares de sus devotos. El liberó al pueblo de la esclavitud de Egipto; el protege en todo momento al huérfano, a la viuda, al desvalido, al extranjero, que eran los posibles sujetos de opresión en aquel tipo de sociedad.

— El que experimenta el mal y la injusticia podrá creer en Dios si puede reconocer que este mal e injusticia no son queridos por Dios.

— Difícilmente reconocerá esto si constata que el mal y la injusticia vienen inferidos y fomentados por los que dicen creer en Dios.

— Por el contrario, podrá ser inducido a creer si constata que la fe en Dios es fuerza eficaz para la lucha contra los males e injusticias que se dan entre los hombres.

Creer en Dios será entonces creer en una interpelación y una exigencia verdaderamente absolutas de justicia entre los hombres.

5.2 CREER ES CONVERTIRSE

En suma, "creer desde" es siempre un "convertirse desde". Para el que vive en la experiencia del mal y de la injusticia, creer será conver tirse, desde la desesperación o la apatía opiácea, a la responsabilidad activa en favor de la justicia, que surge y se afirma garantizada con una promesa que, por ser divina, ha de ser indefectible. Para los que viven autosatisfechos a costa de los demás en un orden injusto, creer en Dios será convertirse, desde su satisfacción, a una efectiva justicia y solidaridad que sólo se dará con renuncias efectivas y dolorosas.

En definitiva, quizás sólo se trata de cumplir aquello de San Juan:

"En esto sabemos que le conocemos, en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo le conozco, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está con él" (1 Jn 2,4).

Creer en Dios, reconocerle como tal, es guardar sus mandamientos, cada uno desde su situación: y su mandamiento no es otro que amar como él ama, y en esto está toda justicia. 

Vives-Josep CRISTIANISME 75

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NOTAS

1. Obras, I, Madrid, 1969, 31.

2. El Fet de Creure, Barcelona, 1967, 27.

3. De Potentia, 7, 5, 14.

4. Y. de Motcheuil, Problèmes de vie spirituelle, 186.

5. El relato de la creación de la mujer del costado del primer hombre es también una maravillosa expresión mítica tanto de la igualdad básica entre hombre y mujer "es hueso de mis huesos y carne de mi carne" , como de la necesidad de la comunión "no es bueno que el hombre esté solo" .

6. Históricamente esta postura se llamada "modalismo", porque hablaba de tres "modos" de manifestación divina sin admitir ninguna triple "realidad".

7. Consultar, por ejemplo: J. Moltmann, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca, 1985; L. Boff, La trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid, 1987; K. Pikaza, Trinidad y Comunidad Cristiana, Salamanca, 1990; A. González, La Trinidad y la liberación, San Salvador, 1994.

8. H. de Lubac, La Fe cristiana, Madrid, 1970, 13.