EL PLACENTERO ESTADO DEL BIENESTAR
Javier Paredes
En la sesión parlamentaria de 25 de noviembre de 1844, Calderón
Collantes remató su discurso en el Congreso de los Diputados con la
siguiente frase: La pobreza, señores, es signo de estupidez. Y el
copista de las Cortes, que siempre dejaba constancia de las
reacciones de los diputados y del público de las tribunas poniendo
entre paréntesis anotaciones tales como risas o abucheos o muestras
de aprobación o de desaprobación, en esta ocasión no anotó nada,
por la sencilla razón de que todos los allí presentes compartían la
"filosofía" del orador y por lo tanto aquel atentado contra la dignidad
humana no podía provocar en ninguno de ellos la más mínima
reacción.
Tan unánime consenso se fundaba en una concepción materialista
del hombre, cuya capacidad era por lo tanto medible en términos
monetarios. Así las cosas, sólo a los más capaces, esto es, sólo a los
más ricos se les concedía el derecho a voto, que eso es lo que se
conoce como sufragio censitario que dividía a los hombres en
ciudadanos activos y pasivos. La responsabilidad política quedaba así
fijada a partir de un determinado nivel de renta. Semejante barbaridad
conceptual de lo que es el hombre al reducirle a la pura materialidad
se ha perpetuado en el tiempo y así, por ejemplo, el nivel de vida
sigue definiéndose todavía hoy de acuerdo con la posesión de unos
cuantos dólares por cabeza y nada más que por eso, ya que se parte
del prejuicio de que sólo existen las realidades materiales.
Semejante prejuicio seguirá vigente en nuestra organización
sociopolítica mientras se sostenga el principio de que el hombre es
materia y sólo materia, de manera que nos rija esa gran mentira que
consiste en identificar al Estado del bienestar con la distribución de
unos bienes materiales, desinteresándose de los bienes que
alimentan el espíritu, tan reales y tan propios de la naturaleza humana
como los materiales. Planteadas así las cosas, con tal reduccionismo
de la persona, equiparando bienestar con placer, se desarrolla una
tosca tiranía, una auténtica esclavitud del hombre. Porque nada hay
tan manejable para el poder político que una sociedad que come,
viste, descansa, se relaciona, se educa, legisla y -en suma- vive con
el supremo y único afán de darle gusto al cuerpo.