LA SOLIDARIDAD EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

 

José Luis Sicre

 

Antes de entrar en materia conviene salir al paso de dos posibles equívocos con respecto al tema de la solidaridad en la Biblia.

El primero es un equívoco terminológico. Mucha gente piensa que el término solidaridad significa siempre un valor positivo, una virtud en relación con el bien. Sin embargo, El Diccionario de María Moliner define el término como “la relación entre las personas que participan con el mismo interés en cierta cosa”, “la actitud de una persona con respecto a otra y otras cuando pone interés y esfuer­zo en una empresa o asunto de ellas”. Por consi­guiente, lo esencial de la solidaridad no es el hecho de unirse para el bien, sino el simple hecho de sentirse unidos, aunque la causa sea mala desde nuestro punto de vista. También los narco­tra­fi­cantes son solida­rios entre ellos, aunque su empresa no sea digna de imitación para nosotros. Igual que, en términos bíbli­cos, eran solidarios los asirios cuando devastaban los territorios conquis­tados. Lógicamente, no pienso convertir este artículo en una exhorta­ción al mal ni al egoísmo. Me fijaré en la solidari­dad para el bien. Por otra parte, la solidaridad es un concepto que no existe en la Biblia, y que más bien deberíamos sustituir por el de fraterni­dad. Pero no me detengo en estas minucias.

Un segundo equívoco significa concebir la Biblia como un gran canto a la solidaridad o fraternidad universal. Esto respon­de a una mentalidad romántica sin base en la realidad. La Biblia constata con un realismo cruel que la humanidad se divide desde el comienzo en fuertes y débiles, asesinos y asesinados, Caín y Abel. Y en ningún momento intenta recomponer de forma paradisíaca esta ruptura de la familia humana, que es también la familia de Dios. Por eso, a lo largo de todos los libros consta­tamos una división crecien­te, que culmina en el último, el Apoca­lip­sis, donde la sangre de Abel se con­vierte en la sangre de los innumerables mártires de Cristo, y el astuto Caín adquiere las dimensiones devastadoras del Imperio romano.

Sin embargo, esta triste experiencia va acompañada de un esfuerzo por salvar la fraternidad o solidaridad. Dada la abun­dancia del material bíblico me limitaré a exponer ciertos aspec­tos del mensaje contenido en el Pentateuco, con una palabras finales sobre profetas y sabios.


 

1. El Génesis.

 

Quizá sea este libro el más rico de la Biblia a propósito del tema que nos interesa. En él se expone la base inicial de la solidaridad, las cuatro rupturas posteriores, y el esfuerzo por recomponer esa fraternidad perdida.

 

La solidaridad inicial y las cuatro rupturas posteriores

 

El primer capítulo del libro del Génesis pone ya la base de la solidaridad, que se encuentra en la creación. Precisa­mente una de las mayores manifestaciones de la insolidaridad es la que se da a nivel del mismo género humano entre sus dos elementos componentes, el hombre y la mujer. Es igual que hable­mos de feminismo o de machismo. En cualquier caso, los términos reflejan una tensión, que ha provocado y sigue provocan­do grandes injusticias, y que en muchos casos ha intentado fundamentarse con ideas filosóficas y teológicas. El primer capítulo del Génesis nos dice que esto no pertenece al plan originario de Dios.

Cuando se habla de la crea­ción de la primera pareja humana, la mayoría de la gente sólo recuerda el relato de la formación de Adán a partir del barro y de Eva a partir de la costilla de Adán (Génesis 2). Pero el capítulo primero enfoca las cosas de manera distinta. Al llegar al sexto día de la creación, después de haber realizado todas sus obras en el cielo, en el mar y sobre la faz de la tierra, Dios decide: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza; que dominen los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles. Y creó Dios al ser humano a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gn 1,26s). En cualquier forma que se interprete la imagen y semejanza de Dios -tema muy discutido- lo importante es que, para el autor de este capítulo, la imagen y semejanza de Dios, el reflejo de su gloria, la misión de dominar el mundo, es algo que no corresponde sólo al varón, sino al varón y a la mujer de forma indisoluble. La Biblia, tan acusada de antifeminis­mo, se abre con la afirmación más tajante de la igualdad de los dos sexos. Y así pone el fundamento para aclarar todos los otros problemas de in-solidari­dad que iremos encontrando a lo largo de la historia. Esa solidaridad no sólo existe entre el hombre y la mujer, sino entre ambos y Dios, continuando su obra creadora y participando en su mismo proyecto histórico.


 

Sin embargo, esta solidaridad inicial se rompe de inmediato según el mismo relato bíblico. Casi siempre nos fijamos en la ruptura con Dios por la desobediencia. Pero es igual de clara y trágica la ruptura que se produce entre Adán y Eva. En el capítu­lo tercero, después del pecado original, Dios interroga a los culpables. Comienza por Adán, y éste se excusa cargando la responsabili­dad sobre Eva y sobre el mismo Dios: “La mujer que me diste por compañera me alargó el fruto y comí” (Gn 3,12). Eva ya no es para Adán “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, como había exclamado en el momento de su creación (Gn 2,23). Ahora la ve como algo distinto de él, que Dios ha puesto en su camino para desgracia suya. Adán, buscando una excusa, deja de identifi­carse con su mujer y establece un abismo entre ambos.

El que estos relatos no reflejen la realidad histórica no significa que carezcan de profundo valor. Igual que los mitos griegos, expresan en lenguaje poético los más profundos problemas de la vida humana. Los autores bíblicos intentan decirnos que, cuando comienza la experiencia histórica de la humanidad, cuando se sale del paraíso, la humanidad está ya dividida.

Después de la unión del hombre y la mujer en el matrimonio, la segunda experiencia fundamental de unión es la que debe existir entre hermanos. Y también ésta se rompe desde el comien­zo con el asesinato de Caín. El autor lo cuenta de forma tan escueta que resulta desconcertante y misteriosa. Entre Caín y Abel no han mediado discusiones ni disputas. Leyendo el texto bíblico, sólo podríamos decir que el único responsable es Dios, más inclinado hacia Abel y su ofrenda que hacia Caín y la suya. Con esto, el autor nos deja con un interrogante sin respuesta. ¿Por qué mata un hombre a su hermano? ¿Cómo es posible que se rompa una unión tan sagrada sin motivos aparentes? El autor ha tenido la profunda sabiduría de no querer buscar explicaciones, porque no las  hay. En definitiva, nos encontramos ante un misterio. Pero la respuesta de Caín a Dios después del crimen vuelve sobre un tema ya conocido. Cuando Dios le pregunta dónde está Abel, tu hermano, Caín responde: “No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). Si la base de la solidari­dad, de la fraternidad, consiste en sentirse íntimamente unidos, como carne y sangre, el principio de la in-solidaridad radica en sentirse distintos, individuos al margen de los otros, cada cual con su propia historia y destino, marcando límites y establecien­do barreras.


 

Prescindiendo de otros detalles, paso al relato de la Torre de Babel (Gn 11,1-9). Después del diluvio, la humanidad se recupera, aumenta, y se muestra unida. El autor lo expresa haciendo referencia a que todos hablaban la misma lengua con las mismas palabras. Y surge un proyecto común, en el que todos se muestran solidarios: “Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra”. Es frecuente ver aquí un nuevo pecado de orgullo, no ya de la primera pareja, que pretende “ser como dioses”, sino de toda la humanidad, que intenta escalar el cielo. Sin duda, hay un matiz de orgullo en las palabras de la humanidad, pero no parece tan marcado como a veces se dice. Lo que más llama la atención son las palabras de Dios, que ve amenazada su soberanía y decide confundir las lenguas para que tengan que dispersarse. Con esto, el primer y único proyecto solidario de la humanidad se ve abocado al fracaso.

Como he indicado anteriormente, estos relatos no debemos interpretar­los como hechos históricos, pero plan­tean una interesan­te visión del fenómeno de la in-solidaridad. Ante todo, la solida­ridad se ha visto rota a tres niveles distin­tos: matri­mo­nial, fraternal y universal. Y cada una de esas rupturas significa también una ruptura con Dios. La solidaridad aparece como un sueño irrealizable. Pero, lo que es más grave todavía, en los tres casos Dios aparece como responsable parcial o absoluto de esta ruptura. Con ello, los autores bíblicos nos están demostran­do que son más profundos que nosotros. Nosotros tendemos a ver el fenómeno de la in-solidaridad como un simple resultado de causas sociales, políticas y económicas, basadas a lo sumo en un egoísmo manifiesto a nivel personal, nacional o internacional. La Biblia desmonta en parte esta interpretación al presentar el hecho de la in-solidaridad desde un punto de vista teológico, como un fenómeno inexplicable y miste­rio­so, en el que también Dios es responsable.

Lo anterior deja una sensación de malestar y rebeldía. La humanidad parece hundida en un pozo sin fondo, y sin esperanzas de salir de él. Curiosa­mente, el libro del Génesis, que ha comenzado con esta visión tan pesimista, después de destrozar todas las utopías, se va a convertir en una gran exhortación a la solidari­dad, a la convivencia, a sentirse hermanos a nivel familiar e interna­cional.

 

La reconquista de la solidaridad

 

Los protagonistas de esta reconquista de la fraternidad serán los patriarcas; hombres que las tradiciones bíblicas presentan con todo realismo, envueltos en debilidades, pero capaces también de las mayores proezas espirituales. Abrahán, Jacob y Esaú, José, nos enseñan en las circunstancias más distin­tas como recomponer ese mundo que se había derrumbado.


 

La primera solidaridad rota era la que debía sentir el hombre con el proyecto de Dios. Ahora surge un nuevo proyecto, distinto, de salvación. Y el hombre, Abrahán, está dispuesto a colaborar. La orden inicial, “sal de tu tierra y de tu casa paterna hacia la tierra que yo te mostraré”, es dura y exigente. Mucho más que no comer del árbol que está en el centro del jardín. Hay que romper con el mundo en que uno ha crecido, de afectos, tradiciones, historia. Hay que abandonar un paisaje conocido para lanzarse a la aventura y recorrer un país nuevo, en el que siempre se sentirá peregrino. Pero Abrahán, a diferencia de Adán, obedece, se muestra solidario con el plan de Dios, y así comienza la historia de la salvación. Esta solidaridad la manten­drá a lo largo de su vida, en las circunstancias más difíciles, cuando las promesas parecen no cumplirse, incluso cuando Dios mismo parece ir contra ellas, pidiendo el sacrificio del único hijo, Isaac.

Y esta solidaridad con el plan de Dios la mantendrán también los patriarcas siguientes, incluso el rebelde Jacob, siempre dispuesto a discutir y pelear con el Señor.

Pero la ruptura con Dios se había manifestado también a nivel interhumano: relaciones familiares (entre los esposos y entre los hermanos) y grupales (entre los pueblos) quedaron afectadas por la desobediencia a Dios.

A nivel familiar, el libro del Génesis es un magnífico programa de restauración de las relaciones perdidas. No partiendo de utopías, sino de las realidades concretas y duras de la vida.

La tensión surgida entre Adán y Eva queda superada en las relaciones entre Abrahán y Sara, Jacob y sus dos mujeres (Raquel y Lía). Las cosas no son fáciles. Sara es estéril, a veces dominante y egoísta; Abrahán puede parecer en momentos débil y cobarde, incapaz de tomar la decisión más adecuada. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, los vemos envejecer juntos, esperar juntos la promesa de la descendencia, superar juntos las crisis inevitables que provoca la dilación de Dios. Una unión que encuentra su expresión culminante cuando, muerta Sara, Abrahán compra un terreno para enterrarla.

Las relaciones entre Jacob y sus dos mujeres son más con­flictivas todavía. Los autores bíblicos quizá han querido refle­jar los problemas inevitables de la poligamia. A pesar de ellos, la familia se mantiene unida, comparte ilusiones y temo­res, participa en la misma aventura.

Más atención que a las relaciones entre esposos conceden los autores bíblicos a las relaciones fraternas. Una vez más se parte del conflicto. Ismael e Isaac son hermanos, pero hijos de distin­ta madre. Uno, hijo de la esclava; otro, hijo de la señora. La vida los separará, pero el amor a su padre volverá a unirlos en el momento trágico de la muerte de su padre, Abrahán.


 

Ambiciones y engaños separarán también a Esaú y Jacob. Pero la vida enseña a perdonar y a restaurar la fraternidad. Cuando Jacob vuelve de Siria, donde ha estado habitando con su tío Labán, teme que Esaú quiera vengarse del engaño por el que le había arrebatado la primogenitura. Su miedo es tan grande que llega a dividir sus posesiones en dos campamentos, con vistas a salvar uno al menos. Sin embargo, cuando se produce el encuentro, “Esaú corrió a recibirlo, lo abrazó, se le echó al cuello y lo besó llorando” (Gn 33,4). Caín no tenía motivos para matar a Abel. Humanamente hablando, y puestos en la mentalidad de la época, Esaú tiene motivos para matar a Jacob. Sin embargo, no lo hace. Algo superior, misterioso, que el autor del relato no explica, le mueve a perdonar. Junto al misterio de la venganza surge en la historia ese otro misterio del perdón.

Y este misterio, tan esencial para la convivencia humana, vuelve a convertirse en tema capital en las tradiciones de José. A veces concebimos a José como un ser angelical, víctima de la envidia de sus hermanos. Sin embargo, no es exacto. Lo primero que el texto bíblico dice de él es que, cuando tenía diecisiete años, “un día trajo a su padre malos informes acerca de sus hermanos” (Gn 37,2). Es el “chivato” que crea disensiones en la familia. Por otra parte, antes de ser víctima de sus hermanos, José fue víctima de su padre. Jacob sentía predilección por él porque le había nacido en su vejez; y, como detalle concreto de predilección, el autor dice que Jacob le regaló “una túnica con mangas”. Esta predilección, que nos recuerda la de Dios hacia Abel, provocará también el malestar de los hermanos, que “le cogieron rencor y le negaban el saludo” (Gn 37,4). La tensión crece con los sueños de José, en los que no siente reparo de consi­derarse superior a su padre, su madre y sus hermanos. Poco después, estalla el conflicto. Los hermanos lo venden como esclavo. Toda la historia, llena de peripecias entretenidas, termina sin embargo con el perdón. Igual que Esaú olvidó la injusticia cometida por Jacob, José olvida y perdona. Más aún, sabe ver en todo lo ocurrido un plan misterioso de Dios para sacar bienes mayores.

En este contexto familiar debemos recordar también lo ocurrido entre Abrahán y su sobrino, Lot. Los conflictos no se dan entre ellos, sino entre sus pastores. Pero cabe el peligro de que estas disputas terminen afectando a las relaciones entre ambos. Abrahán prefiere salvar la fraternidad a cualquier ventaja económica, e invita a Lot a elegir la región que prefiera. “No haya disputas entre nosotros dos ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda” (Gn 13,8-9). No se trata de una separación motivada por el sentido práctico, que lleva al olvido del otro. Más tarde, cuando Lot se ve en dificultad, Abrahán acude a liberarlo (Gn 14); posteriormente, intercede por él y lo salva de la destrucción de Sodoma (19,29).

Pero a los autores del Génesis no les interesa sólo salvar las relaciones familiares. Han partido de una humanidad que procede de un tronco común y en donde todos son hijos de Dios. Por eso, conceden también gran atención a las relaciones entre los pueblos.


 

De hecho, las tradiciones sobre Abrahán y Lot no se refieren sólo a los sentimientos vigentes entre dos individuos, sino que pretenden ser modelo de las relaciones entre los pueblos descen­dientes de ellos. Porque Lot es el padre de amonitas y moabitas, vecinos de Israel. Como pueblos vecinos, cabe el peligro de que se enfrenten en continuas disputas territoriales. El Génesis inculca a los israelitas el ejemplo de Abrahán como modelo de comportamien­to.

Algo parecido podemos decir de las tradiciones sobre Jacob y Labán, que equivalen a las posteriores entre israelitas y sirios. La historia demuestra que esas relaciones se prestaron a tremen­das cruel­dades, que duran hasta nuestros días. El autor de estos relatos conoce lo ocurrido. Pero proclama un modo de comporta­miento distinto, fraterno, en el que los conflictos inevitables se resuelvan con buena voluntad.

Incluso con otros pueblos con los que no existen vínculo de parentesco indica el Génesis que los problemas se deben resolver de buena manera, acudiendo al diálogo: así ocurre en el caso de Egipto (c. 12), y en diversas tradiciones sobre los contactos de los patriarcas con los Filisteos (20; 21,22-34). Incluso la perversa Sodoma (18,16-33) es digna de la preocupación y la defensa de Abrahán.

En resumen, el libro del Génesis, que describe las cuatro rupturas iniciales de la humanidad, olvidando utopías e idealis­mos ingenuos, partiendo de una realidad conflictiva, proclama que el hombre puede y debe restablecer la fraternidad. Para ello, unas veces tendrá que ceder, como Abrahán con Lot; otras, tendrá que dialogar, como se hace con los filisteos; otras, que perdo­nar, como en los ejemplos de Esaú con Jacob, y de José con sus hermanos. De este modo, se obedece a Dios y se restaura también la ruptura principal que se dio con el plan divino.

 

2. El Éxodo

 

Si el libro del Génesis nos traza una rica perspectiva sobre la solidaridad humana, el del Éxodo profundiza el tema situándo­nos en circunstancias nuevas: la opresión de Egipto, padecida no por un individuo o una familia, sino por todo el pueblo. En este contexto, dos personajes (hablando literariamente) van a mostrar su profunda solidaridad con las desgracias de los israelitas: Moisés y Dios.

 

Moisés

 


 

Moisés, educado en la corte, en un ambiente cómodo y agrada­ble, no olvida sus orígenes y “salió para ver a sus herma­nos”. Si el comienzo de la crueldad del faraón radica en que “no conocía a José”, el cambio de Moisés comenzará a producirse cuando entre en contacto con su gente y advierta que “estaban sometidos a traba­jos forzados” (2,11). La política opresora empieza por desconocer al prójimo; la liberación empieza por el conocimiento del dolor humano. 

Ese conocimiento puede llevar a la rabia y la violencia. El primer acto de Moisés recogido en la Biblia es el asesinato de un egipcio (2,11‑12). Esto provocará su huida posterior a Madián, donde el protagonista demuestra de nuevo su deseo de ayudar a los más débiles. Cuando los pastores quieren expulsar del pozo a las hijas del sacerdote, Moisés las defiende (2,16‑20).

Sin embargo, no pensemos que Moisés, tan preocupado por los débiles, acepta fácilmente la misión que Dios va a encomendarle. El relato de la vocación, contenido en los capítulos 3-4, indica sus numerosas resistencias. El número cinco es más importante en la Biblia de lo que a veces se piensa. Y cinco son las obje­ciones de Moisés, en su intento de eludir la misión que Dios le enco­mienda. Usa argumen­tos muy distintos: lo descomunal de la tarea, su ignorancia teológica, el temor de que no le hagan caso, su falta de cualidades, para terminar presen­tando su dimisión. Es el relato más elaborado en toda la Biblia sobre la resistencia del hombre a aceptar una misión divina. 

Pero Dios no desiste de su empeño. Con esto comenzará una nueva etapa en la vida de Moisés. Al despedirse de su suegro, pronuncia unas curiosas palabras que provocan la sonrisa del lector: “Voy a volver a Egipto, a ver si mis hermanos viven todavía” (4,18). Como si, inconscientemente, desease su muerte para no tener que realizar su misión. 

Vuelto a Egipto, el éxito inicial ante el pueblo (4,30-31) se verá ensombrecido por el primer fracaso ante el faraón (5,1ss) y los reproches de los mismos capataces israelitas (5,20-21). Siguen momentos parecidos, en los que llega a quejarse a Dios, hasta que empieza la gran confrontación con el rey. Dos detalles subrayan los textos bíblicos: la paciencia de Moisés, que siempre da una oportunidad nueva e intercede por el faraón (8,5-10; 8,25-27; 9,29; 10,18), junto con la firmeza de su postura, que no hace las menores concesiones en lo esencial: es todo el pueblo, hombres, mujeres y niños, junto con el ganado, los que tienen que salir de Egipto (8,21-25; 10,9; 10,25-26).

Por último, conviene destacar su reacción ante las durísimas palabras del pueblo cuando éste se ve entre el mar y el ejército del faraón (14,10-12). Igual que en las ocasiones anteriores, no formula el menor reproche ni se da por ofendido. Sólo pronuncia palabras de aliento y confianza (14,13). Esta actitud cambiará en momentos posteriores. 


 

Igual que los quince primeros capítulos del éxodo nos trazan la figura del déspota, también presentan la imagen del libertador humano. Su preocupación inicial por los que padecen injusticias, su temor a llevar a cabo tarea tan difícil, sus negociaciones pacientes y firmes en busca de solución. Aquí sí tenemos lo que se conoce como “espejo de príncipes”. 

 

Dios

 

El protagonista más importante es el último en ocupar la escena. En el c.1 aparece de forma muy secundaria, favoreciendo a las parteras por su buena conducta (1,20). Pero no parece entera­do de la opresión inicial del pueblo. Es en el c.2, cuando los hijos de Israel claman desde su dura esclavitud, cuando se dice que “Dios escuchó sus quejas y se acordó de la alianza que había hecho con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios vio la situación de los hijos de Israel y la tuvo en cuenta” (2,24-25).

Con esto aborda el relato uno de los mayores problemas teológicos de la historia de la humanidad y de la Biblia. ¿Por qué no escucha Dios desde el primer momento el grito de los oprimidos? Es imposible responder a este misterio. Pero hay un detalle importante. Desde que comenzó la opresión, esta es la vez primera en el que el pueblo “clama”. Este verbo está cargado de sentido teológico en la Biblia. No es la simple protesta del angustiado, ni un puro grito de rabia; es un grito que se dirige a Dios, pidiéndo­le que intervenga. Por consiguiente, en la mentalidad del relato, Dios escucha en cuanto el pueblo le presenta su problema. Nosotros nos sentimos tentados a descalifi­car esta teoría. Estamos convenci­dos de que, a lo largo de la historia, son muchos los clamores dirigidos a Dios sin encontrar respuesta. Pero esto no nos permite descalificar la opinión de este libro bíblico. Antes de hacerlo deberíamos recordar un pasaje evangélico en el que Jesús dice que Dios escucha la plegaria de los oprimidos cuando claman a El noche y día. Pero termina con unas palabras muy serias: “Cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe sobre la tierra?”. Esa fe que se mantiene firme, esperando contra toda esperanza el momento de la liberación. 

En el caso que estudiamos, no cabe duda del interés de Dios por su pueblo oprimido. “He visto muy bien la miseria de mi pueblo que está en Egipto. He oído su clamor contra sus opresores y conozco sus sufrimientos (... ) El clamor de los hijos de Israel llegó hasta mí, y estoy viendo la opresión con que los egipcios los atormentan” (3,7.9). “Oí los gemidos de los hijos de Israel, esclavizados por los egipcios, y me acordé de mi alianza” (6,5). Y Dios, a través de su instrumento humano, pondrá en marcha el proceso de liberación. 


 

Pero, en el libro del éxodo, Dios se manifiesta de forma nueva. En los relatos patriarcales aparecía como el Dios cercano, que dialoga bondadoso con los hombres e incluso pierde su combate con Jacob. Sólo en el episodio de Sodoma queda insinuado su tremendo poder. Ahora no es así. Se acomoda a la nueva situación de esclavitud y actúa también de forma tremenda, “con mano poderosa y haciendo solemne justicia” (6,6). El faraón tendrá que aceptar que “no hay nadie como Yahvé nuestro Dios” (8,6), “que la tierra pertenece a Yahvé” (9,29). La manifestación de su poder tendrá lugar en las plagas y en el paso del Mar. 

 

3. El esfuerzo por crear solidaridad: los legisladores.

 

El Exodo representa el esfuerzo de Dios por formar un pueblo de hombres libres, unidos por la misma experiencia humana y religiosa, con una ley común y una tierra donde poder habitar. Algo esencial en la constitución de este nuevo pueblo es la ley. Sin una serie de normas que orienten la conducta de la comunidad y de los individuos, la convivencia resulta imposible. Nosotros acostumbramos pensar que la nueva ley es el Decálogo, y que son los diez mandamientos, con su respeto radical a Dios y al próji­mo, los que rigen la conducta de Israel. Esto es cierto sólo en parte. Junto al Decálogo tenemos otros muchos códigos legales que cumplen una función parecida.

En estos cuerpos jurídicos, que son el Dodecálogo siquemi­ta, el Código de la Alianza, el Código Deuteronómico y la Ley de Santidad, los legisladores de Israel fueron plasmando las exigen­cias concretas para cada época. En todos ellos notamos un aspecto de especial relevancia para el tema que nos ocupa: la solidaridad con los más débiles.

En el Dodecálogo siquemita (Dt 27,15-26), antigua recopila­ción, donde la conducta recta se formula a modo de maldiciones, encontramos esta frase: “Maldito quien defraude de sus derechos al emigrante, al huérfano o a la viuda” (v.19). Tenemos aquí a los tres grupos de personas más débiles en el antiguo Israel. El emigrante, porque reside fuera de su tierra, lejos de la protec­ción natural de su familia. Huérfanos y viudas, porque en una sociedad machista, la muerte del varón deja a la mujer y a los hijos en la situación más desesperada. El peligro que corren es que se conculquen sus derechos, tanto en su situación laboral (caso del emigrante) como en el problema de la herencia y de la supervivencia (viudas y huérfanos).


 

Idéntica preocupación encontramos en el Código de la Alian­za. “No oprimirás ni vejarás al emigrante” (Ex 22,20). “No humillarás a viudas ni huérfanos” (22,21). Lo primero que exigen los legisladores con respecto al emigrante es que no lo opriman, refiriéndose quizá a no cargarlo con un trabajo excesivo; es el matiz que puede tener en este caso el verbo yanah (oprimir), y coincide con otro precepto del código que pide el descanso semanal para el emigrante (23,12). En segundo lugar exige que no se lo veje (lajas); este verbo se distingue de los otros referen­tes a la opresión porque siempre el “vejador” y el “vejado” son de nacionalidades distintas; su contenido concreto es difícil de describir y Pons sugiere “un dominio vinculado a malos tratos y a trabajos forzados, es decir, una opresión que no se dirige ante todo a los bienes del oprimido, sino a su persona”. Sin embargo, en el caso concreto de Ex 22,20 propondría un matiz distinto. Ya que la norma aparece literalmente en 23,9 (“no vejarás al emi­grante”), y allí el contexto habla de la administración de la justicia en los tribunales, creo que 22,20 tiene en cuenta dos casos distintos: el de la injusticia que puede padecer el emi­grante en su trabajo y el de la que puede sufrir en los tribuna­les. En cuanto a huérfanos y viudas, es difícil saber cómo se los humilla o maltrata; Isaías, uno de los mayores defensores de estos dos grupos, denuncia sobre todo las injusticias que padecen en los tribunales y por parte de los legisladores (Is 1,17.23; 10,1-2); en esta misma línea se orienta la legislación del Deuterono­mio con respecto al huérfano (Dt 24,17). Es probable que Ex 22,21 exija en líneas generales que se evite toda forma de hacer más dura la ya difícil situación de estas personas. En este apartado de los grupos más débiles podemos incluir también las leyes sobre los esclavos (Ex 21,1-10.26-27; 23,12) y las referen­cias a los pobres (22,24; 23,6).

Siglos más tarde, cuando se redacta el Código deuteronómico, la situación de los grupos más débiles no ha mejorado, sino todo lo contrario. Es cada vez mayor el número de personas que han perdido sus tierras y deben trabajar por cuenta ajena. Los legisladores intentan ayudarles con esta nueva ley sobre el salario: “No explotarás al jornalero, pobre y necesitado, sea hermano tuyo o emigrante que vive en tu tierra, en tu ciudad; cada jornada le darás su jornal, antes que el sol se ponga, porque pasa necesidad y está pendiente del salario” (Dt 24,14).

El Deuteronomio, profundamente humanitario, defiende a estos grupos más pobres. Permite que entren en la viña del prójimo y coman hasta hartarse (sin meter nada en la cesta) o que espiguen en las mieses del prójimo (pero sin meter la hoz (Dt 23,25-26). Manda a los propietarios: “cuando siegues la mies de tu campo y olvides en el suelo una gavilla, no vuelvas a recogerla; déjasela al emigrante, al huérfano y a la viuda, y así bendecirá el Señor todas tus tareas. Cuando varees tu olivar, no repases las ramas; déjaselas al emigrante, al huérfano y a la viuda. Cuando vendi­mies tu viña, no rebusques los racimos; déjaselos al emigrante, al huérfano y a la viuda” (Dt 24,19-21).


 

El problema de los emigrantes debió crecer con la invasión del reino norte por los asirios. Muchos israelitas buscaron seguridad en el sur. Por otra parte, huérfanos y viudas no encuen­tran la antigua protección de la familia patriarcal y de los clanes. Esa sociedad ha desaparecido, los vínculos se han roto, mientras el número de viudas aumenta con las guerras.

El Deuteronomio hace más rigurosa la antigua ley de Ex 22,25, que permite tomar en prenda la capa del prójimo, con tal de devolverla antes de ponerse el sol; ahora se prohíbe “tomar en prenda la ropa de la viuda” (Dt 24,17). Dentro del mismo espíritu encontramos otra disposición, inimaginable en el Código de la Alianza, con su acendrada defensa de la propiedad privada: “Si un esclavo se escapa y se refugia en tu casa, no lo entregues a su amo; se quedará contigo, entre los tuyos, en el lugar que elija en una de tus ciudades, donde mejor le parezca, y no lo explotes” (Dt 23,16). Supone, por parte del legislador, la conciencia de una injusticia de base, de una sociedad arbitraria, donde a veces sólo cabe el recurso de escapar de ella; aunque se infrinjan las normas en vigor, el Deuteronomio comprende esa postura y defiende al interesado.

 

4. Dos palabras sobre profetas y sabios

 

Los textos anteriores dejan esbozadas las ideas principales de la Biblia sobre la solidaridad. Lo que encontramos en autores y libros posteriores, sobre todo en los profetas, es una denuncia radical de la in-solidaridad en la se ha caído. El pueblo liberado de Egipto se encuentra en una nueva esclavitud, no llevada a cabo por extranjeros, sino por ciertos sectores del mismo pueblo: los que tienen el poder político, judicial, económico y religioso. Frente a esta in-solidaridad de los poderosos volvemos a descubrir al Dios del Éxodo, que se alinea con los débiles, y que sólo en esta gente sufrida y maltratada reconoce a su pueblo, como afirma Miqueas.

Pero, hablando del tema, no podemos omitir una breve refe­rencia a un texto del libro de Isaías. En el famoso c.58 sobre el verdadero ayuno, se dice, casi de pasada, que lo que Dios desea del israelita es “no cerrarte a tu propia carne”, que podríamos explicar: “no te desentiendas del prójimo, que es algo tuyo”. Como subrayan muchos comentaristas, el texto no dice “tu herma­no”, sino “tu carne”, refiriéndose con ello a cualquier hombre, aunque no sea israelita. Indirectamente, el autor pone el dedo en la llaga y desvela una de las causas capitales de la injusticia: la falta de identificación con el que sufre, el no sentirnos afectados personalmente por el hambre, la desnudez o la pobreza de los otros, considerando estos hechos datos fríos de una posible encuesta sobre problemas sociales. Cuando alguien pasa hambre, eres tú quien pasa hambre. Cuando alguien va desnudo, eres tú quien va desnudo. Cuando alguien emigra al extranjero, eres tú el que abandona la familia y la patria. Cuando te desen­tiendes del prójimo, te cierras a ti mismo, porque no es algo ajeno a ti, sino tu propia carne.


 

Este texto tardío, probablemente de finales del siglo VI a.C., vuelve a ponernos en contacto con el Génesis y la creación de la humanidad. La ruptura que entonces comenzó sigue dando amargos frutos. Pero el creyente no puede aceptarla resignado. Como los patriarcas, como Moisés, como los antiguos legisladores y profetas, debe luchar por recomponer esa solidaridad primige­nia. Sabe también que esa tarea es imposible en plenitud, que nadie puede mostrarse solidario con todos los hombres cuando algunos son los culpables directos de las desgracias de otros. Pero, en este conflicto inevitable, sabe en quienes debe volcar su solidaridad.

Su modelo definitivo es Dios, que se pone incondicionalmente de parte de los débiles, como dice el autor del libro del Ecle­siástico, en los albores de la era cristiana:

“No lo sobornes, porque no lo acepta,

no confíes en sacrificios injustos;

porque es un Dios justo,

que no puede ser parcial;

no es parcial contra el pobre,

escucha las súplicas del oprimido;

no desoye los gritos del huérfano

o de la viuda cuando repite su queja;

mientras le corren las lágrimas por las mejillas

y el gemido se añade a las lágrimas,

sus penas consiguen su favor

y su grito alcanza las nubes;

los gritos del pobre atraviesan las nubes

y hasta alcanzar a Dios no descansan;

no ceja hasta que Dios le atiende,

y el juez justo le hace justicia” (Eclo 34,14-21).

 

 

                                                                                                      José Luis Sicre