SEGUNDA MEDITACIÓN
día quinto

 

La comunión de los santos

 

«¿Qué es la Iglesia sino la congregación de los santos?», se pregunta Nicetas de Remesiana. Y explica esta afirmación de una manera que parece como un resumen del camino que hemos seguido hasta ahora en nuestros Ejercicios:

«Desde el comienzo del mundo, los patriarcas..., los profetas, los mártires y todos los justos... constituyen una única Iglesia, porque, al estar santificados por una misma fe y una misma vida y al estar marcados con el signo del mismo Espíritu, constituyen un solo cuerpo. Como Cabeza de este cuerpo se designa a Cristo, según está escrito. Pero hay más. Incluso los ángeles, los principados y potestades celestiales son miembros de esta única Iglesia... Cree, pues, que tú, en esta única Iglesia, llegarás a la comunión de los santos. Sábete que esta Iglesia Católica es una sola y que está instituida en todo el orbe de la tierra; debes permanecer firmemente en comunión con ella» (Explanatio symboli 10: PL 52,871).

Nuestra segunda meditación de este último día está dedicada a la «communio sanctorum». Es uno de los nombres de la Iglesia. Designa aquella «comunión de vida» con Cristo (CIC 426) que en estos días meditamos como el Misterio de la vida de la Iglesia.

«La expresión "comunión de los santos" tiene entonces dos significados estrechamente relacionados: "comunión en las cosas santas [sancta]" y "comunión entre las personas santas [sancti]"» (CIC 948).

Ambos significados se contienen en una aclamación de las liturgias orientales, cuando el celebrante, antes de la sagrada comunión, levanta los dones eucarísticos: «Ta hagia sois hagiois; Sancta sanctis!» «Los fieles ["sancti"] se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo ["sancta"] para crecer en la comunión con el Espíritu Santo ["koinonía"] y comunicarla al mundo» (CIC 948).

Comencemos por el segundo significado. En él se piensa generalmente hoy día cuando se habla de la «comunión de los santos» (cf. H. DE LUBAC, Sanctorum communio, en In., Théologies d’occasion [París .1984], 11-35, espec. 19). La «comunión de los santos» significa en primer lugar que entre todos los que pertenecen a Cristo, entre todos los miembros de su Cuerpo, existe comunión de vida. El Concilio dice (en LG 49):

«Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando "claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es"» (LG 49; CIC 954).

La Iglesia no termina en el umbral de la muerte. Es comunión de todos los que viven en Cristo. Hoy día se ha debilitado excesivamente la conciencia de la unidad de la Iglesia terrenal con la Iglesia celestial. Y, sin embargo, se trata de una dimensión esencial de la Iglesia. Si se vive intensamente la comunión con los consumados en Cristo, entonces nuestra conciencia de la Iglesia adquiere una amplitud y una confianza enteramente distintas de lo que sucede cuando esa conciencia se limita únicamente a los que viven aquí y ahora. «Todos nosotros somos la Iglesia», así dice el eslogan de un movimiento de protesta y reforma en mi patria. Sí, es cierto. Pero en el supuesto de que lo de «todos nosotros» comprenda realmente a todos los que pertenecen a Cristo, a este lado y al otro del umbral de la muerte. Es un horrible empobrecimiento, más aún, una mutilación de la Iglesia, el que a ésta la consideremos únicamente como el «nosotros» de los que están congregados aquí y ahora. Lo contrario ¿no es lo grandioso, lo inagotablemente vivo de la Iglesia, a saber, que todos nosotros nos damos la mano unos a otros en la communio sanctorum, existimos los unos para los otros, sobrepasando todas las fronteras del tiempo y del espacio? Los que vivieron y creyeron antes que nosotros no son menos Iglesia que los que vivimos actualmente. La comunión con ellos no la entenderemos nunca con suficiente realismo. El Concilio dice a este propósito:

«Todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en El. Por tanto, la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún: según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales. En efecto, por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad, realzan el culto que ella misma presenta a Dios aquí en la tierra y contribuyen de muchas maneras a su construcción más amplia... Su preocupación de hermanos ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (LG 49; cf. CIC 954, 955, 956).

Insistimos: lo que aquí se dice no lo entenderemos nunca con suficiente realismo. Los consumados en Cristo, los santos del cielo, están más íntimamente unidos con Cristo de lo que lo estuvieron acá en la tierra. ¿Cómo todo su ser no iba a estar asumido entonces en el ser por nosotros de Jesús? La ayuda del cielo —una gran ayuda, como dice el Concilio— es como un torrente de vida: un torrente invisible pero caudaloso. Santa Teresita del Niño Jesús lo sabía y hablaba de ello con audaces palabras: «Si Dios escucha mis deseos, mi cielo se realizará en la tierra hasta el fin del mundo. Si, yo quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra» (Derniers entretiens 7.7).

«Al fin de su vida le dijeron: "Desde el cielo nos echará una miradita, ¿verdad?" Respondió ella espontáneamente: "¡No, lo que haré será bajar!" (Derniers entretiens 9.1).

Lo que Santa Teresita dice aquí espontáneamente corresponde a la visión del Apóstol en Patmos, a quien el ángel le mostró «la ciudad santa de Jerusalén», «que bajaba del cielo enviada por Dios, resplandeciente de gloria» (Ap 21,10-11).

Lo que Santa Teresita dice de sí, se aplica a toda la Iglesia celestial: ella, como la que está unida totalmente con Cristo, es la que desciende enteramente con El hasta nosotros. El Apocalipsis le llama a El «el que viene» (Ap 1,4). Y, así, con El llega también el cielo a la tierra.

Son también audaces otras palabras de Santa Teresita: «En el cielo tiene Dios que cumplir mis deseos, porque yo aquí en la tierra no he hecho nunca mi voluntad» (Derniers entretiens 13.7.2).

María, que en la tierra hizo únicamente la voluntad de Dios, «es precisamente por eso la que se halla más activa en los cielos» (H. U. VON BALTHASAR, o.c. 163).

La communio sanctorum significa que el cielo se halla cerca de la tierra; que las palabras de Jesús: «Yo estoy con vosotros todos los días...» abarcan a todos los que Jesús ha llevado a la patria junto al Padre: «Aquí estoy, yo y los hijos que Dios me ha dado» (Heb 2,13). El está siempre con nosotros, y lo está en compañía de todos los que se hallan con El.

¿Qué efectos tiene sobre la Iglesia esa cercanía auxiliadora de los santos del cielo? La Iglesia ¿no tendría que estar progresando constantemente? ¿No tendría que ser cada vez más victoriosa, fortalecida por el coro cada vez mayor de santos? La Iglesia ¿no tendría que desarrollarse de manera clara y visible bajo tan poderoso «amparo y protección» de lo alto? La communio sanctorum ¿no demuestra ser impotente, una piadosa ilusión?

La réplica a esta pregunta nuestra debe preguntar a su vez: ¿Qué esperamos nosotros de los santos del cielo, de nuestros hermanos y hermanas, ya consumados y que no obstante se preocupan de nosotros con tanto amor? ¿Esperamos que, gracias a su acción, se eliminen todas las dificultades; que la Iglesia sea reconocida en todas partes y goce de radiante prestigio? ¿No es frecuente que no se espere ya de la Iglesia lo que constituye realmente su vida? ¿No se considera a veces —incluso dentro de la Iglesia— como carente de interés lo que ella propiamente debe comunicar: a saber, la condición de hijos de Dios, la «comunión de vida» con Cristo? ¿No se pasa por alto tal cosa como poco importante, mientras que —al mismo tiempo— se ponen en la Iglesia expectativas en las que ella no puede menos de decepcionar? (cf. J. RATZINGER, Auf Christus schauen [Friburgo 1989], 79): expectativas como la de que la Iglesia proporcione un «mundo sano», en el que todo marche «a las mil maravillas», desde la protección del medio ambiente hasta la excelencia de las relaciones humanas.

Puesto que la Iglesia, en sus instituciones y sacramentos, pertenece a este tiempo del mundo y con él «suspira y se halla en dolores de parto», no podrá menos de defraudar constantemente tales expectativas puramente humanas. De esta manera se llega a que algunas personas, llenas de irritación, abandonen la Iglesia porque ésta no es la «sociedad sana» que ellas esperaban. La gran apostasía que se produce en nuestros países ricos ¿no procede también de que no se aprecia ya o de que se predica muy poco la communio sanctorum como el verdadero tesoro de la Iglesia?

El crecimiento, la ayuda que se nos proporciona graciosamente desde el cielo, proceden a través de la comunión de los bienes celestiales. La comunión de los santos en Cristo crece por medio de la comunión en los dones santos, en las sancta. En ninguna parte aparece esto con mayor claridad que en la celebración de la Eucaristía, en la que Cristo es al mismo tiempo el don y el dador: «La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo hace precisamente que nos convirtamos en aquello que recibimos» (San León Magno, citado en LG 26).

En la celebración de la Eucaristía se congregan el cielo y la tierra, la Iglesia celestial y la Iglesia peregrina. ¿Se predica a menudo y con suficiente claridad que nosotros celebramos realmente la Eucaristía «con todos los ángeles y santos»? «Sin la presencia de ellos no se celebra ninguna Eucaristía en la Iglesia» (H. U. VON BALTHASAR, o.c. 156): en el «Communicantes» del Canon Romano, y también en el «Nobis quoque peccatoríbus», nosotros nos unimos «ante todo con la gloriosa siempre Virgen Maria, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor»; con San José y los apóstoles, con los mártires y con todos los santos. En comunión con ellos celebramos la Eucaristía. De manera especialmente impresionante aparece la communio sanctorum en la oración «Supplices te rogamus»: «Te pedimos humildemente.., que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar en el cielo, por mano de tu ángel, para que cuantos recibamos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo..., bendecidos con tu gracia, tengamos también parte en la plenitud de tu Reino».

Aquí habrá que insistir de nuevo en que todo esto hay que entenderlo en sentido literal y real: si del único altar, que es terreno y celestial, recibimos el único don, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, entonces seremos realmente llenos «omni benedictione coelestí et gratia».

La communio sanctorum es la comunión de todos los que, como Cristo y con El, se declaran solidarios unos de otros. Por eso, la Iglesia como communio sanctorum no es un grupo particular entre otros grupos, sino que es el centro de la humanidad, «el corazón del mundo». De nuevo habrá que entender en sentido sumamente real lo que rezamos en la oración de la misa: «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Cor 5,7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3; CIC 1364).

En la forma humilde y modesta de la celebración eucarística «se realiza la obra de nuestra redención»: «Esta Víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero» (Plegaria Eucarística III).

Tan sólo en el cielo veremos cómo debemos nuestra salvación a la communio sanctorum. Santa Teresita lo dice muy intuitivamente: «En el cielo no encontraremos miradas indiferentes, porque todos los elegidos conocerán que se deben mutuamente los dones de gracia que les proporcionaron la corona de la vida» (Derniers entretiens 15.7.5).

La communio sanctorum es «una comunión inmensa de personas que son solidarias las unas con las otras» (H. U. VON BALTHASAR, o.c. 156). En esto consiste su inmensa eficacia para la salvación «de todo el mundo».

«Los unos solidarios de los otros», tal es el principio vital de la communio sanctorum basada en Cristo. Esta comunión muestra también especialmente su eficacia en la comunión con los difuntos. «Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor» (CIC 958).

«El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos... Todo pecado daña a esta comunión» (CIC 953).

Y así, la communio sanctorum significa también que todos nosotros somos responsables los unos de los otros. Nadie es una isla. «Ninguno de nosotros vive para si mismo ni muere para sí mismo» (Rom 14,7). La communio sanctorum, como dice Léon Bloy, es «antídoto y contrapartida de la Dispersión de Babel» (Le Pélerin de l’Absolu 377). Citaremos una vez más a Santa Teresita, en los Derniers entretiens: «¡Qué sucederá en el Cielo cuando las almas conozcan a quienes las hayan salvado!» (23.8.6).

¡Alabado sea Jesucristo!