CUARTA MEDITACIÓN
día tercero

La Iglesia que brota del costado de Cristo

 

Toda la vida terrena de Jesús está dedicada a «fundar la Iglesia», en el sentido amplio que hemos considerado en las tres meditaciones del día efectuadas hasta ahora.

Ahora, siguiendo al Catecismo, vamos a dar un paso más: «Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la Cruz. "El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento de la Iglesia]" (LG 3). "Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia" (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz» (CIC 766).

El Concilio recogió aquí uno de los temas al que se refieren frecuentemente los Padres. La Iglesia se debe totalmente a la entrega que Cristo hizo de sí mismo en la cruz. Aquí está su fuente, de la que ella vive y por la que se renueva. De esta fuente manan los sacramentos de la Iglesia; esta fuente se halla presente en la Eucaristía, por la cual ésta se denomina también «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11; CIC 1324).

La Iglesia se debe a la cruz. ¿Qué significará esto para la naturaleza de la Iglesia, para su camino a través del tiempo, para nosotros como ministros de la Iglesia?

La cruz de Jesús es un acontecimiento histórico, no una «necesidad natural», un acontecimiento querido, causado, realizado por hombres, y que a la vez sucedió «conforme al plan que Dios tenía previsto y determinado» (Hech 2,23).

Y, así, la cruz se halla en el punto de intersección entre la acción histórica humana y el plan salvífico de Dios. La cruz es uno de los más horribles instrumentos de tortura, concebidos por la perversa fantasía humana, y es saludada —a la vez— por nosotros como «única esperanza»: Ave Crux, spes unica. Los brazos de Jesús, extendidos y dislocados en la cruz, son un espectáculo horrible. Y, sin embargo, esos brazos tan extendidos son los que simbolizan y al mismo tiempo realizan lo que Jesús ha prometido: «Y yo una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» Jn 12,32).

Ambas cosas caracterizan a la Iglesia, si la consideramos a partir de su origen en la cruz: lleva juntamente con Cristo la ignominia de la cruz y es al mismo tiempo —por medio de Cristo— signo de esperanza. Tan sólo una diferencia importante: Cristo es el único que soporta inocentemente la ignominia de la cruz. La cruz de la Iglesia es siempre —a la vez— la ignominia de sus miembros pecadores. Por eso, la cruz de Jesús es nuestra spes unica. Por eso, como explica el Catecismo, nosotros no hacemos profesión de «creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia» (CIC 750). Nuestra única esperanza está en la cruz de Jesucristo, precisamente porque todos nosotros necesitamos el don de la recondiiacion.

Nuestra meditación crucis se pregunta en primer lugar cómo se llegó a la muerte de Jesús en la cruz. Aquí se ve que precisamente una sana investigación histórica no aparta del misterio de la fe, sino que se encuentra con él. La exégesis histórica ha hecho ver más claramente, en muchos aspectos, las razones que condujeron a la muerte de Jesús.


a)
¿Cómo se llegó a la muerte de Jesús?

Una cosa se ve claramente por el testimonio de los Evangelios. La verdadera razón de la condena de Jesús fue de naturaleza estrictamente religiosa. Su proceder se experimentó como blasfemo, porque afirmaba actuar con la autoridad propia de Dios. «¡Tú te haces a ti mismo Dios, no siendo más que un hombre!» (cf. jn 5,18; 10,33). Como lo demuestran los conflictos de Jesús con las autoridades religiosas en Jerusalén, el punto más hondo de disensión era el problema de la autoridad de Jesús y —en último término— el problema de su identidad (véase especialmente el capítulo doce del Evangelio de Marcos).

¿Cómo podía un hombre afirmar: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,37)? ¿No es el cuarto mandamiento el primero del amor al prójimo? Así que esta exigencia de Jesús que pretende que le amen con el amor con que se ama a Dios se encuadra en los tres primeros mandamientos.

¿Cómo puede un hombre atreverse a decir: «Os digo que si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará a favor suyo delante de los ángeles de Dios» (Lc 12,8)? ¿Así que la salvación eterna del hombre dependerá de la actitud que adopte ante Jesús?

Sospechamos el inmenso impacto que estas y muchas otras palabras, acciones y gestos de Jesús tuvieron que causar sobre los dirigentes religiosos. Cada vez se llegaba más claramente a una situación que exigía una decisión: el que estaba a favor de Jesús, aceptaba también sus palabras, reconocía que Jesús venia de Dios. Y, así, los escribas y fariseos creyeron que debían rechazar a Jesús en nombre mismo de Dios. Su «¡no!» a Jesús pretendía ser un «¡sí!» de fidelidad a Dios. Pero si rechazan a Jesús, ¿cómo explicar entonces sus buenas acciones, sus curaciones y esas fuerzas jamás vistas, jamás oídas, que actuaban en él: «¡Nadie ha hablado jamás como lo hace este hombre!» (Jn 7,46)?

En este conflicto dramático, ellos creían «prestar un servicio a Dios» (Jn 16,2) haciendo que se diera muerte a Jesús. ¿Era preciso llegar a la muerte de Jesús? ¿Sucede como en una tragedia griega, en la que todo conduce —de manera ineludible— a la catástrofe? ¿Podían haber sucedido las cosas de otra manera?

¿Acaso Jesús, con todo el amor y la pasión de su corazón, no trató de ganarse a Israel? ¿No hizo Jesús todo lo posible para mover a su pueblo al arrepentimiento? Lo serio que fue este esfuerzo denodado de Jesús lo muestran sus conmovedoras lágrimas al quejarse de Jerusalén. Cuando se acercaba a la ciudad, al lugar donde los peregrinos, al divisar la ciudad y el templo, prorrumpían en gritos de júbilo (Sal 121), Jesús llora y dice: «¡Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz! Pero tus ojos siguen cerrados» (Lc 19,41-44). Y esta otra queja de Jesús, la gran queja de Dios contra «su primer amor»: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no habéis querido!» (Lc 13,34).

¿Así que la incredulidad de los judíos tiene la culpa de la muerte de Jesús? Ellos no conocieron «el tiempo de su visitación» (Lc 19,44). «No habéis querido...» Jesús expresó esta situación en una breve parábola: «¿Con quién compararé a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Se parecen a esos muchachos que se sientan en la plaza y, unos a otros, cantan esta copla: "Os hemos tocado la flauta y no habéis danzado; os hemos entonado lamentaciones y no habéis llorado"» (Lc 7,3 1-32).

Pero ¿de dónde procede esa actitud de «no participar en el juego», ese no querer? Cuando le crucificaron, Jesús oraba: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). ¿Se referirá esto directamente a los que le estaban crucificando? Pedro mismo dice después de Pentecostés: «Ya sé, hermanos, que lo hicisteis por ignorancia, igual que vuestros jefes» (Hech 3,17). «De haberla conocido [a la sabiduría], no habrían crucificado al Señor de la gloria», confirma Pablo (1 Cor 2,8).

Pero ¿la ignorancia significa que no se es culpable? Indudablemente, hay una historia de culpabilidad concreta en la crucifixión de Jesús. Esa historia comienza con el endurecimiento del corazón de quienes se escandalizan por las curaciones que obra Jesús (Mc 3,1-6). Hay en todo ello un no querer ver y un no querer oir. Pero hay que tener en cuenta también la huida y la traición de los discípulos, los cálculos políticos de la aristocracia del templo, la cobardía del gobernador romano, la falta de valor de los miembros del Consejo. Sin embargo, detrás de este estrecho círculo de fallos concretos, de omisiones, de traiciones, cuya suma condujo a la condena de Jesús a muerte, aparecen también otros círculos que tienen su participación en la culpa, todas las culpas pasadas de Israel. Generación tras generación («¡Cuántas veces he intentado reunir en torno mío a tus hijos... !»), Israel ha venido diciendo «¡no!» a su Dios: «Y vosotros no habéis querido».

Sin embargo, ¿será únicamente la larga historia de la culpa de Israel la que hiere aquí a un Inocente? Hay también otros círculos de culpa y de pecado, círculos concéntricos, que parten en último término del primer «¡no!» de gravísimas consecuencias, del no del pecado original; todo lo que se pronunció contra Dios, se concentra ahora en este instante de rechazo a Jesús. Porque en esta hora se halla en juego todo el «¡sí!» de Dios. ¿Podrá haber mayor pecado que el de rechazar a Jesús, con quien Dios nos ha dado todas las cosas (Rom 8,32)? Más aún: el pecado, todo pecado, es en lo más íntimo un rechazo de Jesús, del Hijo de Dios, de la Palabra eterna, por medio de la cual todo fue creado y a quien todo pertenece: «El vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron».

La crucifixión de Cristo es el acto cometido por algunos hombres en los días en que Poncio Pilato era gobernador de Judea. Sin embargo, la crucifixión no es simplemente el acto aislado de esas personas, el acto desligado de todo lo demás. Detrás de ese acto se hallan todos los pecados de todos los tiempos, porque todo pecado es un no al «derecho de propiedad» de Dios. Todo pecado es como el pecado original: no creer en El. Los que le rechazaron no creyeron en El, y por eso le hicieron crucificar.

A la pregunta de cuál fue la causa de la Pasión de Jesús, el Catecismo Romano respondía: Además del pecado original, fueron causa de ella todos los pecados y vicios de los hombres desde el principio del mundo basta su consumación (1,5,11; cf. CIC 598).

Esta dimensión de la cruz, que no podrá menos de parecer extraña a quien se limite a contemplar los sucesos históricos, puede revelarla únicamente el Espíritu Santo, de quien Jesús dice que pondrá de manifiesto los pecados del mundo; y este pecado es «que ellos no creyeron en mí» (Jn 16,8-9).

Nosotros le hemos crucificado. Claro que esta estremecedora idea no se le concedió a Pablo sino después que él se hubo encontrado con el Resucitado. Jesús fue crucificado por mis pecados. Esta convicción se le comunicó a Pablo en el instante mismo en que él llegó a entender la sobrecogedora idea: «Jesús murió por mis pecados». Que Pablo fue también culpable de la cruz de Jesús es una estremecedora verdad de la que sólo llegó a persuadirse a la luz de la verdad que él formula en la Carta a los Gálatas como la suma de su conversión: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

 

b) «Murió por nuestros pecados, según las Escrituras»

La cuestión acerca de la culpa de la muerte de Jesús, como hemos visto, no se hará patente en toda su amplitud sino cuando conozcamos por la fe quién es el que entonces fue entregado a la muerte. ¿Cómo pudo suceder que el Hijo de Dios fuera muerto por sus propias criaturas? «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron». Intuimos que ese rechazo no es un lamentable incidente en la historia universal, que tanto abunda en semejantes injusticias. El rechazo de Jesús es la concentración de todo cuanto desde siempre ha sido y sigue siendo pecado. Más aún: lo que es en realidad el pecado, y el verdadero peso que tiene, no se hace patente sino en la cruz: por el infinito precio que costó sanarlo.

En su famoso diálogo Cur Deus homo, dice San Anselmo de Canterbury a su discípulo Boso:

Nondum considerasti quanti ponderis sit peccatum («Todavía no te has parado a pensar el peso que tiene el pecado»; 1,21). Nos resulta difícil sospechar siquiera la gravedad de ese peso. Que el pecado, en lo más intimo, es el rechazo de los derechos de propiedad de Dios, y con ello la negación de la verdad sobre nosotros mismos («todo es propiedad suya»), y que, por tanto, en última instancia, es el rechazo de Dios, eso no se nos hace patente sino por la cruz, en la que el Hijo de Dios clavó el «pecado del mundo».

Y precisamente esa Cruz fue transformada por Dios en instrumento de salvación.

En la parábola de los viñadores malvados, la lógica del relato exige que el monstruoso e infame asesinato del hijo y heredero fuera vengado con un castigo draconiano: «¿Qué hará, pues, el dueño de la viña? Vendrá, acabará con los labradores y dará la viña a otros» (Mc 12,9). Tal sería la consecuencia lógica que hubiera de aplicarse como solución a la culpa cometida por los viñadores. Ellos merecieron tal solución.

Pero, en vez de eso, lo inconcebible: Dios mismo transforma el rechazo de su Hijo por los pecadores y lo convierte en el perdón de sus pecados. No la resolución del pecado por medio del castigo merecido, sino la redención de la culpa misma.

En vez de reprobar y aniquilar a los viñadores como castigo por su acción malvada, el dueño de la viña hace lo inconcebible: entrega a su propio Hijo en manos de ellos; la acción malvada de esas personas hace realidad el beneficio divino. El Hijo muere a manos de sus asesinos, pero el Padre le entregó en manos de ellos para que muriese por ellos.

En su predicación en Jerusalén, el día de Pentecostés, afirma San Pedro: «Dios lo entregó conforme al plan que tenía previsto y determinado, pero vosotros.., lo crucificasteis y lo matasteis. Dios, sin embargo, lo resucitó» (Hech 2,23-24).

Aquí se ha realizado en grado sumo el misterio de la Providencia: precisamente lo que es una acción malvada de los hombres, ha demostrado ser —por el designio incomprensible y bondadoso de Dios— el beneficio suyo en favor nuestro. La «analogía de la fe» vuelve a ayudarnos en este punto. Al final de la historia de José y de sus hermanos, aquél les dice, después que éstos hubieran comprendido la acción culpable que habían cometido contra él: «Ciertamente vosotros os portasteis mal conmigo, pero Dios lo cambió todo en bien, para hacer lo que hoy estamos viendo: para dar vida a un gran pueblo» (Gén 50,20).

El Catecismo añade: «Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien» (CIC 312).


c) Redimidos por la Cruz de Jesús

En la cruz Jesús superó todo el «¡no!» humano contra Dios, pronunciando su único y potente clamor diciendo «¡sí!»: «¡Todo está cumplido!» Todo el «no» que se había pronunciado contra Dios, el pecado del mundo, Jesús lo llevó a la cruz. En la cruz Jesús superó el «no».

En Getsemaní aceptó Jesús plenamente la voluntad del Padre; se entregó por nosotros, y al decir «sí» —con su voluntad humana— a esa entrega («No se haga mi voluntad, sino la tuya»), El pronunció por todos nosotros el «sí» liberador que aceptaba la voluntad del Padre. «En El tenemos redención» (Col 1,14): El es, a la vez, el sí de Dios a nosotros y el sí del hombre a Dios.

Por eso, la redención significa: El por mi, El en lugar mio: «El me amó y se entregó por mí». Nuevamente la parábola de Mc 12: los viñadores malvados mataron al último mensajero, al Hijo: nosotros hemos crucificado al «Señor de la gloria». Pero eso no se convirtió para nosotros en juicio: El permitió por nosotros que nosotros nos ensañásemos con El, y se entregó por nosotros. Con anterioridad a todo lo que nosotros podamos hacer, y de un alcance mucho mayor que todos nuestros yerros, es ese «por nosotros» de Cristo.

Claro que, de momento, queda sin resolver, sigue siendo enigmática la cuestión de si con ese don previo del «por nosotros» pueda haber todavía algo que sea «contra nosotros»: ¿la muerte, el diablo, o incluso nosotros mismos? «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rom 8,35). Pablo afirma que ciertamente no hay nada que pueda separarnos de Cristo. ¿Nada? ¿Ni siquiera el «yo no quiero»? ¿Es que no existe el peligro de que yo me cierre con un no definitivo?

¿Por qué oramos entonces en la Plegaria Eucarística del Canon Romano: «¡Líbranos de la condenación eterna!»? ¿Por qué oramos en voz baja, antes de recibir la sagrada comunión: «... por este sacrosanto Cuerpo y Sangre, líbrame de todas mis iniquidades y de todos los males; y haz que yo esté siempre adherido a tus mandamientos, y no permitas que jamás me separe de ti»?

Estas palabras hacían llorar cada vez al santo Cura de Ars...

¡Alabado sea Jesucristo!