CUARTA MEDITACION
día segundo

 

La Antigua Alianza

 

Estamos pisando terreno sagrado (cf. Ex 3,5). La cuestión acerca del significado de Israel, de la Antigua Alianza, de la Torá, de las promesas, para la comprensión de la Iglesia, llega al corazón mismo, al centro del misterio de la Iglesia.

¿Qué significa para la Iglesia la Antigua Alianza? ¿Qué quiere darnos a entender el Concilio cuando dice que la Iglesia ha sido «prefigurada» ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamenie (mirahiliter) (LC 2; CIC 759)? Con la llegada de Cristo ¿habrá pasado ya la función de Israel? ¿O Israel seguirá siendo —de manera misteriosa— preparación para la Iglesia? ¿Tendrá su sentido «Únicamente» en esa preparación, y no tendrá ya sentido en si mismo?

Todas estas preguntas no son, ni mucho menos, elucubraciones teológicas; no son pasatiempos académicos. Son cuestiones vitales tanto para Israel como para la Iglesia; y gravita sobre ellas el peso abrumador de la historia. Son demasiado profundas las heridas de los siglos, es también demasiado grande el peso de la culpa, para que podamos hablar de esta cuestión desde una distancia serena y neutral.

Y esta cuestión es más importante aún aquí en Roma, donde Pedro y Pablo trabajaron como apóstoles del Señor, judíos en la comunidad judía de Roma. Con destino a Roma escribió Pablo aquellas páginas que, como ninguna otra, estudian el tema del misterio de Israel y de la Iglesia: los capítulos IX a XI de su carta «a todos los que estáis en Roma y habéis sido elegidos amorosamente por Dios para constituir su pueblo..., porque todo el mundo se hace lenguas de vuestra fe» (Rom 1,7-8).

¡Cuántas cosas podrían decirse sobre la historia de los judíos en la Roma que había llegado a ser cristiana: páginas oscuras y páginas brillantes de una historia sobre la que gravitan pesadamente los acontecimientos! Podríamos hablar, por ejemplo, del papa Anacleto II, descendiente de la familia judía de los Pierleoni, y que entró únicamente como antipapa en la historia. En 1930 Gertrud von Le Fort le dedicó una novela. Der Papst aus dem Ghetto («El Papa del gueto») es una de las narraciones más profundas que se han escrito, en este siglo tan sangriento, acerca del misterio de Israel y de la Iglesia.

Habría que mencionar a Pío XII y lo mucho que este Papa, tan difamado, hizo por los judíos.

Nunca puedo pasar por delante de la Gran Sinagoga sin acordarme de Israél Zolli, el gran rabino de Roma, a quien en el Yom Kippur del año 1944, ante el cofre de la Torá, se le apareció Cristo el Señor, a él y a su esposa, y que por gratitud al papa Pacellí adoptó el nombre de Eugenio al bautízarse.

¿Y cómo no recordar la visita memorable del Santo Padre precisamente a esa Gran Sinagoga el 13 de abril de 1986?

Cuando pisamos este terreno sagrado, ¡entonces no sólo tocamos el misterio de Cristo con Israel y la Iglesia, sino que este misterio nos envuelve por todas partes!

Comencemos nuestra meditación por la sección del Catecismo que trata de la elección de Israel:

«Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abrán llamándolo “fuera de su tierra, de su patria y de su casa” (Gén 12,1) para hacer de él “Abrahán”, es decir, “el padre de una multitud de naciones” (Gén 17,5): “En ti serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gén 12,3 LLXX])» (CIC 59).

En la vocación de Abrahán, el gran plan de Dios lo dirige todo. Y este gran plan consiste en congregar a los hombres para que constituyan la familia de Dios. Allá donde uno falló para detrimento de todos, uno tendrá que convertírse en bendición para todos:

 «El pueblo nacido de Abrahán será el depositario de la promesa hecha a íos patriarcas, el pueblo de la elección, llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de la Iglcsia; ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes» (CIC 60).

 Y más adelante prosigue el Catecismo:

 «Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que le reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido» (CJC 62).

 Y finalmente:

 «Israel es el pueblo sacerdotal de Dios, el que “lleva el nombre del Señor” (Dt 28,10). Es el pueblo de aquellos “a quienes Dios habló primero” (Misal Romano, Viernes Santo, grandes intercesiones), el pueblo “de los hermanos mayores” en la fe de Abrahán» (CIC 63).

 En el proyecto de texto del Catecismo, el llamado «Projet révisé», que fue enviado a todos los obispos solicitando su dictamen, se decía originalmente: «Israel no es una nación, sino el pueblo sacerdotal de Dios». ¡Hubo grandes protestas contra esta frase, procedentes sobre todo de Israel! ¡El malentendido era total! La frase se entendió erróneamente como una declaración de la Iglesia Católica acerca del moderno Estado de Israel. A éste se le negaría la condición de ser una nación, un Estado entre otros Estados. Pero en realidad se trataba de una clara declaración positiva acerca de la elección del pueblo de Israel. Israel no es un pueblo de tantos, una nación de tantas, sino el pueblo que es propiedad de Dios; no es uno de los pueblos existentes que Dios hubiera seleccionado entre otros para concederle privilegios, sino que Dios mismo es su Creador (Is 43,15); El lo ha convertido en Su pueblo, e Israel existe gracias a la elección divina.

Pero aquí precisamente encontramos el enigma: ¿Israel no es étnicamente un pueblo, una raza? Sería difícil afirmar tal cosa, ni en el mundo antiguo (cf. Hech 2,5-11) ni en la actualidad. Lo que constituye la identidad de Israel es su vocación sacerdotal de ser bendición y bendecir: «Seréis para mi un reino de sacerdotes, una nación santa» (Ex 19,6). Israel es —ante todo— «asamblea de pueblo» ante Dios, qahal: esa realidad precisamente que la Versión de los Setenta traducirá por ekklesía: Iglesia.

Es verdad que Israel es también un pueblo en el sentido de que tiene un origen común: son los descendientes de Abrahán, hasta el día de hoy. Pero esa condición de descendientes se da únicamente porque Dios mismo la concedió graciosamente y porque Abrahán creyó.

La existencia concreta de Israel, comenzando por Isaac y Jacob, es una nueva prueba constantemente nueva de la inconcebible fidelidad de Dios. Jamás un pueblo tan pequeño, por sí solo, por su simple identidad étnica, habría podido tener tal consistencia: «Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y de sus descendientes para siempre» (Lc 1,54-55).

Claro que esta fidelidad de Dios no es unilateral; está asociada con la fidelidad de la fe de Abrahán: «Por haber hecho esto y no haberme negado a tu único hijo, te colmaré de bendiciones y multiplicaré inmensamente tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas... Todas las naciones de la tierra alcanzarán la bendición a través de tu descendencia, porque me has obedecido» (Gén 22,16-18).

La fidelidad de Dios «a Abrahán y a su descendencia para siempre» no podrá destruirla ninguna infidelidad de Israel, ningún pecado del pueblo, ni siquiera el no haber reconocido, el haber rechazado a Jesús el Mesías. Y, así, escribirá Pablo a la comunidad de Roma: «Si atendemos a la elección, (los israelitas) siguen siendo muy amados por Dios a causa de sus antepasados, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rom 11,28-29). Por dos veces se pregunta Pablo, para responder de manera tanto más decisiva: «Y yo pregunto: ¿Es que Dios ha rechazado a su pueblo? ¡De ninguna manera!» (Rom 11,1). «Y pregunto todavía: ¿Habrán tropezado los israelitas de manera que sucumban definitivamente? ¡De ninguna manera!» (Rom 11,11).

¿Qué significa todo esto para la Iglesia? Aquí se ha iniciado un profundo cambio en la manera de pensar, más aún, una verdadera conversión, seguramente también bajo la indeleble impresión causada por la shó’d (el «holocausto»), que nos hace conscientes de que el odio mortal contra Israel era, en lo más intimo, un odio dirigido también contra la Iglesia, más aún, contra el Dios de Israel, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Podríamos decir muchas cosas. Mencionaremos, al menos, tres ámbitos de temas, en los que es necesario un cambio en la manera de pensar, una conversión, la cual —en parte— se encuentra ya en marcha. El Catecismo nos indica el camino para ello:

 1. No es posible encontrar a Cristo desligándolo de su origen. El Catecismo nos lo hace ver así en la meditación sobre la fiesta de la Epifanía (CIC 528). Los «magos» venidos de Oriente (Mt 2,1-12) representan a la «Iglesia de los gentiles». Muestran el camino eternamente válido de los gentiles hacia Cristo (sobre lo que vamos a decir ahora cf. J. RATZINGER, Evangelium, Katechese, Katechismus [Munich-Zurich-Viena 19951, 63-85). El Catecismo afirma: «La llegada de los magos a Jerusalén “para rendir homenaje al rey de los judíos” (Mt 2,2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David, al que será el rey de las naciones. Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento. La Epifanía manifiesta que “la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas” (5. LEÓN MAGNO, Serm. 23) y adquiere la israelitica dignitas (Misal Romano, Vigilia Pascual, oración después de la tercera lectura)» (CIC 528).

Una primera cosa queremos realzar en este texto especialmente denso: se cumple la antigua promesa de que los pueblos habrían de venir a adorar a Dios en Israel, en el Monte Sión. Desde el principio se manifiesta la misión que Jesús tiene de dar cumplimiento a esta promesa, claro que no en el templo, en el Monte Sión, sino en su propia persona: «El ha hecho de los dos pueblos uno solo» (Ef 2,14).

Las religiones de los gentiles, las religiones del mundo, «pueden convertirse en la estrella que mueva a los hombres a ponerse en camino, que los conduzca a buscar el reino de Dios. La estrella de las religiones señala hacia Jerusalén, desaparece y vuelve a aparecer en la Palabra de Dios, en las Escrituras Sagradas de Israel. La Palabra de Dios, que se conserva en ellas, demuestra ser la verdadera estrella, sin la cual o prescindiendo de la cual no es posible llegar a la meta» (J. RATZINGER, l.c. 66).

¿Qué significa esto? Que los gentiles, los pueblos, las religiones, solamente podrán encontrar a Cristo, y por tanto solamente podrán llegar a ser Iglesia, si entran en las promesas de Israel, si la historia de Israel se convierte en su propia historia. «La salvación viene de los judíos» qn 4,22). No hay acceso a Jesús y, por tanto, no es posible entrar en el pueblo de Dios sin la aceptación creyente de la revelación de Dios, que habla en las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento.

El Antiguo Testamento es y sigue siendo la gran catequesis de Dios orientada hacia Cristo. Por eso, el Antiguo Testamento no puede ser sustituido por los escritos de las religiones. No debemos eludir tampoco las dificultades que hallemos en el Antiguo Testamento, suprimiendo sencillamente de la liturgia su lectura, sino aprendiendo a leerlo, amarlo e interpretarlo a la luz de Cristo. Un lego cartujo me dijo en una ocasión:

«El Antiguo Testamento es la historia del amor de Dios» (véase, a propósito, J. M. GARRIGUES, Ce Dieu qui passe par les hommes. Conférences de Caréme II [París 19931, 98-99).

 

2. El segundo punto se refiere precisamente a esta cuestión acerca de la recta lectura del Antiguo Testamento, o a la cuestión de las relaciones entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. El Catecismo ve en la tipología una expresión privilegiada de esta unidad entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. No se trata de un método exegético entre otros, sino de una visión sumamente profunda de los acontecimientos de la historia de la salvación. Su punto de partida es que el plan salvífico de Dios es uno solo, y que los acontecimientos de la Antigua Alianza significan anticipadamente los de la Nueva Alianza, son «prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado» (CIC 128). Así como el arca salva a Noé y a los suyos, así —y mucho más— salva ahora el bautismo (cf. 1 Pe 3,21).

Esto no significa una depreciación de la Antigua Alianza, como se afirma constantemente: «Así la vocación de los patriarcas y el éxodo de Egipto, por ejemplo, no pierden su valor propio en el plan de Dios por el hecho de que son al mismo tiempo etapas intermedias» (CIC 130). Lejos de eso, «la tipología significa un dinamismo que se orienta al cumplimiento del plan divino» (CIC 130).

Pero esto significa también que la Iglesia no podrá desligarse jamás del Antiguo Testamento. Para ello tendría que renegar de Dios mismo, porque El es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, un Dios de vivos y no de muertos (Mc 12,26-27).

3. Un punto especialmente delicado es el de las relaciones entre la Ley y el Evangelio. Si la Iglesia se halla admirablemente preparada en la Antigua Alianza, ¿en qué sentido la Ley servirá de preparación para el Evangelio? En contra de una visión, muy difundida actualmente, que considera a la Ley y al Evangelio como una antinomia, el Catecismo los contempla en la perspectiva de la relación entre la promesa y el cumplimiento: «El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ellas sus virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su virtud divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón» (CIC 1968).

Ahora, siguiendo la trayectoria del Catecismo, que se halla dentro de la gran tradición católica, convendrá reflexionar y meditar por qué y cómo Jesús cumple perfectamente la Ley. La tradición judía conoce una fiesta singular: la fiesta «del gozo por la Torá». Se coge en brazos a la Torá como a una novia, se baila con ella en la sinagoga (cf. BELLA CHAGALL, Brennende Lichter, Hamburgo 1966). El gozo por la Ley de Dios es tan grande, porque esa Ley brota de la voluntad más genuina de Dios, de su corazón. Según una tradición judía, aquel comienzo en el que Dios creó el cielo y la tierra, es la Torá: ella es el plan del corazón de Dios, ese plan según el cual Dios creó el mundo y que El reveló a su pueblo. Por este motivo no hay dicha mayor que la de ser enteramente fiel a la Ley de Dios. Jesús llegará incluso a decir que eso es su sustento (Jn 4,34).

Todo esto no pasa de ser un esbozo, una indicación. Lo decisivo lo vislumbraremos cuando volvamos de nuevo a lo que se dijo al principio: al encuentro misterioso que Israel Zollí tuvo con Jesucristo en la Gran Sinagoga de Roma. El encuentro se produjo cuando el rabino se hallaba en pie ante el cofre de la Torah. ¿Acaso no es El, Cristo, «el cumplimiento de la Ley»? ¿Acaso no es El el principio en el cual, por el cual y para el cual Dios lo creó todo y en el que ha de hacerse realidad el plan de Dios: la Iglesia?

Frente a la Gran Sinagoga, en el lun go tevere de los Pierleoní, se halla una iglesita, San Gregorio; sobre el portón de entrada hay una inscripción en hebreo y en latín. Invita a los judíos a la conversión. Aquí durante siglos (desde Pío V hasta Pío IX), se predicaban los sermones para los judíos, que la comunidad judía estaba obligada a escuchar. ¿Es que no ha llegado ya el tiempo para nuestra propia conversión? Esa iglesia que se encuentra a la entrada del gueto es testigo de una larga historia de sufrimientos por la que tuvo que pasar el pueblo amado y elegido por Dios. Tal vez vislumbremos ahora con mayor profundidad que la frase del Concilio de que la Iglesia se halla mirabiliter praeparata en la Antigua Alianza y en la historia del pueblo de Israel sigue teniendo validez hoy día, una validez transmitida gracias a la presencia permanente del pueblo de Israel, hasta que el Señor mismo consume a la Iglesia.