SAN ALBERTO MAGNO

(I206 - I280)

 

VIDA

 

Alberto de Bollstaedt nació en Laningen (Suavia), en l206.

Su padre era oficial en el ejército de Federico ll.

A la edad de l6 años, en l222, pasa a la Universidad de Padua a proseguir sus estudios.

Fue allí donde, ganado por la predicación de Jordán de Sojonia, primer suceso de Santo Domingo a la cabeza de la Orden de los Hermanos Predicadores, entra en el noviciado en l223.

Desde el principio se hace notar por su espíritu de desprendimiento de los bienes terrenos, una verdadera pasión por el estudio y una tierna devoción a la Santísima Virgen.

Lector de teología, enseña sucesivamente en las facultades de Colonia, Hidesheim, Friburgo de Brisgovia, Ratisbona, Estrasburgo.

En l240 se le halla en el convento de Santiago en París. Allí conquista en l244 el grado de Maestro en teología, y allí permanece hasta el año de l248.

En esta fecha viene a ser Regente del “Studium generale” de Colonia. De aquí el nombre de Alberto de Colonia con el que a veces se le designa. Allí distingue entre sus alumnos al joven Tomás de Aquino.

De l254 a l257 el Maestro Alberto desempeña las funciones de Privincial de los Hermanos Predicadores de Alemania.

Llamado entonces a Roma para defender a las Ordenes Mendicantes contra pérfidos ataques de Guillermo de Saint-Amour, Alberto es retenido en la Corte pontificia para enseñar Sagrada Escritura a los prelados y clérigos de la Curia.

Después del capítulo general de la Orden celebrado en Valenciennes en l259, al cual es llamado con sus dos más brillantes discípulos, Santo Tomás de Aquino y Pedro de Tarentaise (el futuro Papa Inocencio V), Alberto es nombrado Obispo de Ratisbonne (año de l260).

Pero en l262 presenta su dimisión, por sentirse hecho mucho más para la enseñanza de la filosofía y de la teología que para la administración de una diócesis.

A petición del Papa Urbano Vi, Alberto predica la Cruzada en Alemania (l263-l264). Luego se le encarga en Wurtsburgo de una misión delicada de conciliación entre el Obispo y la comuna.

En l274 toma lugar entre los Padres del segundo Concilio General de Lyon.

En fin, se dedica de nuevo a su cátedra de teología en el Convento de Colonia. Momentáneamente la deja doce años más tarde, en l277, para ir a París a sostener contra ciertos miembros de la universidad la doctrina de su antiguo amigo y discípulo Tomás de Aquino, que ya le había precedido en la tumba.

Agotado ya en esta época, el Maestro Alberto vivió todavía algunos años en una especie de “noche del espíritu”, casi extinguidas su maravillosa inteligencia y su predigiosa memoria. A los innumerables discípulos y admiradores que persistían en ir a consultarlo, se contentaba con responderles: “Ya no existe Alberto; Alberto ya no es Alberto”.

Murió en l280, a la edad de 74 años.

Beatificado desde l622 por el Papa Gregorio Xv, no se sabe bien por qué tuvo que esperar hasta l931 la canonización, a la que el Papa Pío Xl agregó de una vez el título de Doctor.

 

OBRAS

 

Si la posteridad, en pos de sus contemporáneos, continúa dándole a Alberto el epíteto de “Grande”, se debe a que su fama se ha mantenido, fundada sobre la influencia inmensa que este pensador ejerció en le dominio de la ciencia tanto en su época como de los siglos siguientes, influencia debida a la vez a la extraordinaria penetración de su espíritu, al atrevimiento de su genio y la extensión de su saber. Parece que en él se concreta la definición humorística que la Edad Media deba del filósofo y del sabio, capaz de tratar “de omni re scibili et quibusdam aliis”: “De todo lo conocible y de algunas otras cosillas más”.

Uno de sus contemporáneos, sabio él también, y que en más de un punto fue su rival, decía de Alberto: “Es un hombre extremadamente estudioso, que ha visto una infinidad de cosas, dotado de grandes medios y que de esta suerte ha podido reunir una multidud de conocimientos en el inmenso océano de cuanto ocurre”. Y Lefèvre de Etaples, en el siglo XVl, encarecía, no sin cierta exageración: “el mundo ha conocido tres genios: Aristóteles, Salomón y Alberto”.

La primera edición de sus escritos publicada el l65l por el dominoco Pedro Jammy, comprende 2l volúmenes in-folio. Una segunda, la edición de Vives, acabada a principios de este siglo, consta de 38 volúmenes in-4o. Aunque la autenticidad de algunos de estos libros sería discutible, parece, por lo contrario, que algunos otros están todavía inéditos. Hay allí de todo: ciencias profanas, englobadas todas en aquella época bajo la denominación general de filosofía; y ciencias sagradas, Sagrada Escritura y Teología.

Dotado de una actitud y de un poder de asimilación prodigiosos, Alberto realizó una obra enciclopédica inmensa que les entregaba a los pensadores de su tiempo los tesoros hasta entonces inaccesibles de ciencias latina, griega y árabe. “Se esforzó, confiesa él mismo, en juntar los escritos de Aristóteles dispersos en diversas regiones del mundo”. Y en busca de Aristóteles descubrió a muchos otros autores.

Pero no hay en él simple curiosidad y husmeo de bibliófilo amateur de libros raros y orgulloso de formar una biblioteca más rica que organizada, sino la intuición genial que adivina los tesoros acumulados por los pensadores de la antigüedad, y que no contento con reunirlos, quiere similarlos. Al erudito cuya memoria retiene todo lo que lee se agrega el sabio cuya inteligencia hace una vasta síntesis de todas las naciones esparcidas: como un arquitecto que en cuanto a materiales se contentara sólo con las construcciones de sus antecesores, pero para hacer con ellas un edificio insospechado y gigantesco.

En el dominio que ahora es el de las “Ciencias naturales” y de la psicología, Alberto Magno llega a ser un precursor con sus numerosos tratados: “Del cielo y del mundo”, “De la Naturaleza de los lugares”, “De las propiedades de los elementos”. “De la genración y de la corrupción”, “De los meteoros” (cuatro libros), “De los minerales”, “De los vegetales”, “De los animales”, “De la naturaleza y del origen del alma”, “De la nutrición”, “ Del sentido y de la sensación”, “De la audición física”, “De la memoria”, “De la reminiscencia”, “Del intelecto y de lo inteligible”, “Del sueño y de la vigilia”, “Del alimento y la respiración”, “De los movimientos de los animales”, “De la edad, la juventud y la vejez”, De la muerte y la vida”. Se le atribuye, no sin verosimilitud, una obra sobre alquimia.

Rara vez se juntan en un mismo espíritu a disposiciones tan eminentes para las disciplinas especulativas casi en el mismo grado el gusto y las aptitudes para las ciencias naturales y experimentales.

A la perspicacia del observador junta la ingeniosidad del inventor, tanto que las sorpresas causadas por sus descubrimientos le valieron una reputación de mago. “En las ciencias naturales investigó personalmente, enriqueció la zoología con nuevos conocimientos y sobre todo dio prueba de un espíritu de observación desconocido en la Edad Media” (Et. Gilson, La Philosophie au Moyer àge).

En lógica Alberto comenta los libros de Aristóteles, el Periermeneias, los Analíticos, los tópicos. Luego toma y expone a su manera los principios enunciados por Gilberto Porretano. En fin, escribe los tratados sobre predicables y predicamentos.

Es siempre la doctrina del incomparable Maestro la que Alberto sigue, analiza y propone en su estudio de los l3 libros de la Metafísica de Aristóteles, y luego de los l0 libros de su Etica, y de los 8 libros de su Política.

Sin embargo, para este monje y este santo las ciencias profanas no son un objeto. Estas no son sino un preludio para la adquisición de las ciencias sagradas a las que deberán subordinarse.

La gran característica de la obra de San Alberto es su ensayo de integración de Aristóteles. ¿Hasta entonces el Estagirita era sospechoso, su filosofía peligrosa, incompatible con el dato revelado? A la sazón, en l2l0 y l2l5, decretos eclesiásticos lo habían proscrito en las escuelas de París. Evitando toda connivencia, Alberto establece claramente la distinción entre los dos dominios, el natural y el sobrenatural: esclarecen el primero la razón y la filosofía; reinan sobre el segundo la Fe y la Teología. Sin embargo, la Gracia no destruye la naturaleza, más bien la termina y la perfecciona. La Fe, por lo tanto, no contradice a la razón; por lo contrario, la completa. Por lo cual la filosofía contiene ciertas verdades, aunque parciales y truncas; por lo tanto, la teología no tiene por qué rechazarlas, sino que debe acogerlas y luego excederlas. El pagano Aristóteles, a quien la Edad Media llamaba “el Filósofo” por excelencia, lejos de ser proscrito por el pensamiento cristiano, puede afirmarlo, así como una naturaleza sana es el sustentáculo normal de la vida sobrenatural.

Esta es la idea original y genial que lanzó a Alberto a la búsqueda de las obras de Aristóteles. Por medio de filósofos árabes, Averroes y Avicena, toma contacto con el pensamiento de Aristóteles; pero bien se cuida de seguir a aquéllos en sus comentarios. En la escuela del Maestro, din sbdicsr jsmás su independencia de espíritu, el Gran discípulo rebusca lo que es asimilable en aquel campo tan vasto. Sigue el pal de Aristóteles para exponer sus obras una por una: la Lógica, la Física, la Metafísica, la Etica, la Política. Parafrasea sus tratados: “Del cielo y del mundo”, “Del alma’. Por su cuenta escribe “La unidad de la inteligencia, contra Averroes” y “Quince problemas a propósito de los averroístas”, donde, para defender la unidad de la persona humana se separa claramente de los comentaristas que preconizaban la unidad del intelecto agente para todos los hombres. No hay, consiguientemente, ni sombra de una compilación, sino una información armada de espíritu crítico. Y si se ha podido hablar de una “conciliación” entre la razón y la fe, entre la Filosofía y la Teología, entre Aristóteles y la Iglesia, que no se tome esa palabra en el sentido de concesión, como si Alberto Magno hubiese estado dispuesto a ceder en algo a favor de la doctrina profana con detrimento de la doctrina revelada, sino tan sólo en el sentido de que acepta lo que en la enseñanza del filósofo es conciliable con la enseñanza de Cristo: “Todo verdadero filósofo, dice, debe tratar de unificar en su persona el pensamiento de Platón y de Aristóteles” (Metafísica, I, l, tr. V. cap. l5).

Hace algo más que intentarlo: lo logra. Y esta síntesis lo pone infinitamente por encima de vulgares comentaristas: hace de él un “autor personal”, un pensador que a despecho de lo que toma de otros sigue siendo original. Tal síntesis, por lo demás, no lo detiene a él, teólogo, en la simple línea filosófica que ha notado en los profanos y que le da el sentimiento profundo de la unidad en el orden del mundo, sino que la prosigue sin cortadura, hasta en el dominio sobrenatural, de tal suerte que la Gracia sea la realización suprema y grandiosa del orden providencial esbozado por la naturaleza. Mientras que el neoplatonismo describía ya la aspiración general de los seres hacia la participación en su principio, el Cristianismo abre las perspectivas de una unión íntima del hombre con Dios, y por ella, de una incesante ascención de toda la creatura hacia su Creador.

No sólo a los antiguos frecuentaba Alberto. Conocía a los autores más recientes y sabía examinar minuciosamente a los primeros escolásticos para utilizarlos, sin jamás plagiarlos. Así lo hizo con San Anselmo, con Felipe el Bachiller, con Guillermo de Auxerre, Odón Rigaud, Hugo de Saint-Cher, y los primeros maestros franciscanos.

En sus diversas obras las citas y las alusiones son prueba de una erudición admirable: se pregunta uno cómo pudo un hombre leer y retener tanto. “Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo”, en cuatro libros; “la suma de las creaturas”, “Suma teológica”, “Comentario del seudo-Dionisio”, son sus trabajos doctrinados más notables, a los que hay que agregar todavía los tratados “Sobre el Sacrificio de la Misa y sobre la Eucaristía”.

No olvidemos sus trabajos sobre la Sagrada Escritura: en cuanto al Atiguo Testamento, “Comentarios de los Salmos, de las Lamentaciones de Jeremías, de los Libros de Daniel, de Baruc, de los doce profetas menores, de Job”; en cuanto al Nuevo Testamento, “Comentarios de los cuatro Evangelios, y luego del Apocalipsis”; 230 cuestiones sobre el pasaje del Evangelio que relata la Anunciación: “Missus est Angelus”.

Aparte del género de las exposiciones didácticas, las instrucciones orales y sermones: “Sermones del tiempo y para el santoral; 32 sermones sobre la Eucaristía”.

La crítica moderna niega a Alberto Magno la paternidad de ciertas obras que tradicionalmente se le atribuyen: “El paraíso del alma”, “La Unión con Dios”, “Las alabanzas de la Santísima Virgen” (l2 libros) y la “Biblia Mariana”.

La influencia de Alberto Magno estuvo en proporción de su envergadura. “La acción intelectual ejercida por Alberto Magno sobre la Edad Media fue probablemente la más poderosa de todas, sin exceptuar la de Santo Tomás de Aquino, la cual, dedicada a un dominio menos vasto, fue más profunda y más duradera” (Cf. Mandonnet, D.T.C., col. 670).

Aparte del mérito de haber exhumado las riquezas de la ciencia antigua, Alberto Magno dotó verdaderamente a su tiempo de un sistema coherente y de un mérito nuevo. El mismo no dice su manera de proceder con Aristóteles, por ejemplo: su objeto es exponer las doctrinas peripatéticas, pero no adoptarlas ciegamente. Obrando como maestro tanto como discípulo pasa por la criba de su crítica las tesis del estagirita y consiguientemente no enseña sino un aristotelismo depurado de todo lo que no puede concordar con la filosofía cristiana, explicado en sus pasajes oscuros, puesto al servicio de descubrimientos nuevos de la ciencia y del progreso del pensamiento, subordinado sobre todo a la Revelación.

De aquí su inigualeble prestigio entre sus contemporáneos, que en él vieron al “Doctor Universal” y le otorgaron todavía en vida suya, el título de Grande. Uno de sus oyentes, Ulrico Engelbert se hace eco de la opinión general: “En todas las ramas del saber es Alberto un hombre de tal manera divino que asombra y puede ser considerado como el milagro de nuestro tiempo”. Y Rogelio Bacon interrumpe un instante sus críticas apasionadas para rendir un homenaje que por lo mismo es más significativo: “La muchedumbre de estudiosos, de varones tenidos por muy sabios y una multitud de personas juiciosamente estiman, muy equivocadamente, que los latinos estaban ya en posesión de la filosofía, que ésta era completa y estaba escrita en su lengua. ¿La filosofía? La filosofía ha sido compuesta en mi tiempo y publicada en París. Se cita a su autor como a una autoridad indiscutible, tal como en las escuelas se invoca a Aristóteles, Averroes, Avicena, y ese hombre vive todavía: tieneactualmente una autoridad que ningún hombre ha tenido jamás en materia de doctrina”.

En le orden de la filosofía propiamente dicha y de la teología, Alberto Magno fue el primero en substituir las concepciones y métodos de Aristóteles a los de Platón, abriéndole así el camino a su discípulo Santo Tomás de Aquino, quien habría de sobresalir en el manejo y el aprovechamiento del sistema aristotélico, hasta el punto de eclipsar a su maestro, y luego, a la vez, suplantar a la cabeza de la teología católica al platónico San Agustín.

En un crculo más restringido, la espiritualidad Albertina ejerció una influencia muy real en los grandes místicos renanos: Ulrico de Estrasburgo, Eckhard, Taulero, Enrique Suzo.