LA CANONIZACIÓN DE LOS SANTOS Y SU SIGNIFICACIÓN SOCIAL


P. Delooz


No es obvio hablar de la canonización en un conjunto de estudios 
dedicados a la espiritualidad, ni siquiera cuando estudios abordan el 
tema de la santidad. La relación entre canonización y santidad puede 
parecer evidente, pero conviene discutir ese tipo de evidencia. 

Unas pocas páginas no dan de sí para analizar esa relación a lo 
largo de los dos milenios de historia de la Iglesia. SóIo es posible 
ofrecer una idea de algunas de las cuestiones suscitadas, lo cual no 
carece de interés. 



I. EL CONCEPTO DE CANONIZACION EN LA HISTORIA 


En primer lugar, ¿cómo definir la canonización? Es la decisión 
proclamada por la autoridad eclesiástica competente de otorgar a 
alguien un culto público obligatorio. Nótese que en esta definición no 
se menciona directamente la santidad. Esta va incluida en el 
procedimiento de naturaleza jurídica por la práctica de la autoridad de 
no conceder ese culto público más que a personas cuya santidad 
considera dentro de unos términos aceptables por ella. A partir de 
esta definición podemos preguntarnos quién es la autoridad 
competente, qué entiende por culto público obligatorio y cuáles son 
los términos aceptables en materia de santidad. La respuesta no es 
sencilla. Como hemos dicho, conviene tener en cuenta dos milenios 
de historia en Iglesias con situaciones muy distintas. Ejemplo: el 
obispo que, en un contexto cultural greco-romano, procede a la 
elevación de las reliquias de un mártir en una lejana aldea del Imperio 
efectúa sin duda una canonización, pero se adivina que no hace un 
acto totalmente idéntico al del papa Pío XII cuando canoniza a su 
predecesor Pío X. No sólo es distinta la autoridad competente, sino 
que también ha cambiado la idea que podemos hacernos de culto 
obligatorio y han evolucionado los términos aceptables en materia de 
santidad. Un obispo del Imperio romano difícilmente se hubiera 
imaginado que él pudiera no ser la autoridad competente, y que un 
día hubiera una diferencia entre culto público permitido y culto público 
obligatorio, y que se llegara a venerar a un personaje muerto 
apaciblemente en su cama. Una de las razones que explican tal 
cambio es, precisamente, que se ha modificado el significado social 
de la canonización. Puesto que tal es el objeto de este artículo, nos 
vamos a ceñir a algunos aspectos de esta cuestión, sin ignorar que 
podrían tratarse otros. Abordar la canonización desde el ángulo de su 
significado social es preguntarse para qué sirve, es decir, sobre sus 
funciones; funciones que, como todos saben, pueden ser manifiestas 
o en parte latentes, más o menos ocultas a las personas afectadas. 
Pero ¿quiénes son esas personas? ¿Quién sirve la canonización? 
Ciertamente no el mismo canonizado, pues sólo se canoniza a los 
muertos. Ya sobre esto habría mucho que decir, pero sigamos. Sirve, 
en todo caso, para afirmar la autoridad del que canoniza. A este 
respecto, no hace falta insistir en lo que significa el paso progresivo 
de la canonización hecha por el obispo a la canonización hecha por el 
papa. Tal transición no se realizó sin dificultades. Los obispos 
reunidos en el Concilio de Letrán en el 993 bajo la presidencia de 
Juan XV no se imaginaron que, al asociar el Papa a la canonización 
de Ulrico de Augsburgo, contribuían a la pérdida por su parte de un 
derecho milenario. Sin embargo, es lo que pasó. La codificación del 
derecho canónico publicada en 1234 y conocida con el nombre de 
Decretales de Gregorio IX reservó el derecho de canonización al 
papa. Sin duda los obispos apenas tomaron en consideración esta 
reserva. Hará falta esperar hasta Urbano VIII, en 1634, para que esta 
prerrogativa pontificia sea (casi) totalmente reconocida. 

Repetimos que en el marco de un estudio tan breve no es posible 
dar una idea de las múltiples vicisitudes que aparecieron durante el 
largo período de canonizaciones hechas por los obispos, ni de las 
diversas formas de colegialidad que tuvieron ahí su expresión. Nos 
limitaremos a las canonizaciones hechas por el papa. Su función 
manifiesta fue sin duda afirmar la autoridad papal. Forman parte de la 
secular estrategia romana encaminada a reforzar el centro jerárquico 
de la Iglesia; estrategia que, como se sabe, ha tomado innumerables 
formas desde Gregorio VII hasta nuestros días. Sin embargo, las 
canonizaciones pontificias raramente se propusieron la afirmación 
directa y sin paliativos de la autoridad del papa, como sucedió, por 
ejemplo, cuando Alejandro III canonizó a Tomás Beckett en oposición 
al rey de Inglaterra, o cuando Benedicto XIII con los cuales le 
entendieron perfectamente. En general las canonizaciones pontificias 
se proponían, negativamente, impedir que los obispos decidieran por 
sí mismos quién podía ser venerado públicamente y sobre todo, en 
sentido positivo, controlar la piedad popular. Ya hemos aludido al 
primer aspecto de la cuestión. Fijémonos ahora en ese actor colectivo 
que es el pueblo cristiano. 

Desde siempre el origen de las canonizaciones no hay que buscarlo 
en la autoridad, sino en el pueblo creyente. Para que alguien sea 
canonizado es necesario que una parte del pueblo de Dios lo perciba 
como santo. Esta percepción social es absolutamente determinante. 
Sin ella no emprenden nada las autoridades. Pero esta percepción es 
insuficiente. Ha de ir acompañada de una presión ejercida sobre la 
autoridad para asociarla a un culto espontáneo y darle así el carácter 
de culto público, es decir, rendido oficialmente en nombre de la 
Iglesia. Durante quince siglos los obispos, y posteriormente el papa, 
fueron impulsados por el pueblo de Dios a ratificar una iniciativa 
popular. La canonización era eso: la ratificación de una percepción 
social después de una presión social. Lo es todavía hoy, pero con 
una diferencia notable, ya que desde Urbano VIII el culto que debía 
estar asegurado antes de la canonización no se permite más que 
después y, en consecuencia, lo que era requisito (un culto previo) 
queda prohibido (es motivo para negar la canonización). No hace falta 
volver a insistir sobre el progreso del intervencionismo pontificio en la 
materia. Desde el siglo XVII l autoridad ya no se contenta con 
autentificar una percepción popular que se manifestaba en un culto; 
pone como condición para el ejercicio del culto una decisión suya 
explícita, sin permitir que se la prevenga o se la presuma. 



II. CRITERIOS DE SANTIDAD 


Por más de una razón es interesante este control de la piedad 
popular. Detengámonos en los criterios jurídicos que se han perfilado 
progresivamente para asegurarse de la santidad de un personaje 
señalado por una percepción y una presión social. 

a) El criterio más antiguo y más tradicional es el martirio. La muerte 
por Cristo bajo los golpes de los perseguidores se encuentra en el 
origen de ese culto particular de los muertos de que fueron objeto los 
mártires. Este criterio no es tan simple como parece, pues hay que 
determinar qué es un verdadero martirio y qué no lo es. Un hereje, 
por ejemplo, no puede morir por Cristo. En el siglo XVIII un hombre tan 
sabio como el papa Benedicto XIV pensaba que ese seudo-martirio 
era el signo del poder del demonio sobre el corazón del hombre. 
Verdadero mártir es aquel da su vida no solamente por Cristo, sino 
también por su Iglesia auténtica, o al menos en el marco de esta 
Iglesia. La mirada de la autoridad distingue aquí incluso quién puede 
ser venerado como santo sin peligro para ella. Por otra parte, la 
determinación lo que es o no es un contexto religioso apropiado para 
asegurar martirio depende también de la manera cómo entiende las 
cosas la autoridad eclesiástica del momento. Muy generalmente la 
muerte que constituye el martirio se produce también por motivos 
políticos. Discernir la preponderancia de lo religioso sobre lo político 
es en adelante una prerrogativa de la autoridad pontificia. Sobre este 
punto parece claro que las situaciones cambiantes han originado 
cambios en las decisiones. ¿Se canonizaría hoy a Pedro Arbués, un 
inquisidor muerto por los partidarios de sus víctimas? En China 
mataron a cientos de extranjeros y de cristianos en las operaciones 
de xenofobia llevadas a cabo por los boxers. ¿Quién de ellos es 
mártir? Ciertamente los protestantes no, pero ¿y los católicos? María 
Goretti, muerta por un joven cuyas insinuaciones amorosas 
rechazaba, ¿es una mártir? Pío XII, que quería reforzar así una 
enseñanza moral, dirá que sí. Se es siempre mártir para quien te 
perciba como tal; pero es preciso controlar esta percepción, porque la 
piedad popular podría estar mal inspirada. 

b) El martirio, sin que llegara a desaparecer, fue sustituido por otro 
criterio de selección: la heroicidad de las virtudes. Concepto 
evidentemente relativo, que no podía dejarse al juicio exclusivo del 
pueblo cristiano. Todo depende de lo que la autoridad eclesiástica en 
un momento dado quiera considerar como virtuoso en un grado que 
supere la medida común. Esta apreciación, aún dirigida por una 
jurisprudencia, da lugar inevitablemente a utilizaciones -pastorales u 
otras-, a usos sociales cuyos jueces únicos siguen siendo, en 
definitiva, los que tienen la autoridad. A propósito de esto puede 
recordarse la noción de modelo. Esta, en realidad, aparece poco 
explícitamente. El catecismo de Pedro Canisio, por ejemplo, acorde 
con toda la tradición, considera que el santo es sobre todo un 
intercesor ante Dios. Sólo incidentalmente se señala que podría ser 
imitado. Imitación, por otra parte, distinta de la que encubre la noción 
moderna de modelo. El santo es imitable porque permite a Dios 
actuar. Las acta sanctorum son gesta Dei per sanctos. Volveremos 
sobre esta cuestión. 

c) Otro criterio que aparece con claridad desde el siglo XVII en el 
proceso de canonización es la ortodoxia de los escritos, ámbito en el 
cual, como es fácil deducir, la autoridad se ejerce soberanamente. Sin 
embargo, esta ortodoxia es siempre relativa, ya que depende de las 
convicciones del que decide. Así, Sixto V puso en el Indice a Roberto 
Belarmino, a quien después Pío XI canonizó y proclamó doctor de la 
Iglesia. Entre las dos decisiones los escritos reprobados llegaron a ser 
recomendables porque la doctrina pontifica había cambiado. 

d) El último criterio mantenido, el milagro, debería ser objeto de un 
estudio detallado que aquí no es posible siquiera esbozar. Digamos, 
sin embargo, que durante mucho tiempo se le consideró determinante 
y que tiende a perder importancia, hasta el punto de haber 
desaparecido en ciertos casos. Así, Juan XXIII canonizó a Gregorio 
Barbarigo sin milagros. Esto es un gran cambio con respecto a la 
Edad Media. En esta época ser santo era hacer milagros en 
abundancia. También los milagros eran gesta Dei per sanctos. Sin 
embargo, el poder pontificio se reservaba el juzgar esos milagros. Se 
había visto a rebeldes como Simón de Montfort hacerlos por decenas 
y todo el mundo sabe que el demonio los puede hacer para engañar 
al género humano. En consecuencia, el milagro está sometido 
también al control de la jerarquía pontificia. Fruto de la piedad 
popular, de la oración confiada de los inferiores, lo controlan los 
superiores. La experiencia muestra que estos superiores se vuelven 
cada vez más estrictos en la materia. ¿Es ésta la razón de que los 
inferiores los consigan cada vez menos? Hubo un tiempo en que se 
presentaban decenas y hasta centenares de milagros para una 
canonización. Hoy cuesta trabajo presentar los dos exigidos. Así, 
cuando se quiso canonizar Juan Ogilvio, Roma comunicó que se 
contentaría con uno solo. Hay, como se ve, una especie de 
negociación entre la curia romana y los postuladores sobre el número 
de milagros necesarios. Es lo que sucede normalmente cuando se 
trata de canonizaciones en grupo. Los cuarenta mártires ingleses 
fueron canonizados en razón dos milagros atribuidos al grupo. 
También por este camino recto aparece el control del poder central. 
Es de notar además que ha cambiado la naturaleza de los milagros. 
Su diversidad se ha reducido a curaciones inexplicables por la ciencia 
médica. Se llama a algunos médicos para que den su parecer, pero 
sólo decide la autoridad pontificia. Sin embargo, el papa no hace 
santos según su capricho, aunque está provisto de criterios que 
dependen en este punto de su poder discrecional. Antes de tomar 
iniciativas espera, como dijimos, una percepción y presión de la base. 




III. PROCESO DE CANONIZACION Y MODELOS DE SANTIDAD 


También en este campo se podrían resaltar bastantes aspectos 
interesantes. Nos limitaremos a indicar que el poder pontificio 
concreto a quien hay que persuadir no es el papa, sino el organismo 
de la curia responsable de las canonizaciones: durante siglos fue la 
Congregación de Ritos, desde 1969 es la Congregación para las 
Causas de los Santos. No se trata de un detalle. Entre el caso ya 
mencionado de Juan XV, que aprueba el culto dado a un santo 
después de escuchar en el concilio el relato de su vida, y el 
procedimiento sumamente formalista dirigido por una burocracia 
permanente hay un mundo de diferencias que aparece, entre otras 
ocasiones, cuando se observa el papel de la base. Durante más de 
mil años era directamente determinante. El pueblo cristiano veneraba 
una tumba y alcanzaba milagros. La autoridad eclesiástica no 
intervenía más que para evitar o reprimir abusos y para hacerse 
cargo de lo ya adquirido. Al burocratizar la canonización -incluso sin 
dar a esta expresión un sentido peyorativo- se reduce fuertemente el 
carácter popular de la selección de los santos. En adelante 
funcionarios especializados se encargan de verificar al detalle los 
elementos aportados por la percepción de la base. Esos elementos se 
someterán a reglas necesariamente impersonales y se confrontarán 
con criterios jurídicos. Lo que este procedimiento gana en seriedad, lo 
pierde al menos en agilidad, en rapidez, en economía, hasta el punto 
de que desde hace siglos no es imaginable una canonización sin la 
ayuda de un grupo de presión que disponga de especialistas, de 
tiempo y de fondos adecuados. La experiencia ha revelado que el 
grupo de presión ideal es la congregación religiosa, la cual puede 
permitirse movilizar los servicios de un buen postulador, correr el 
riesgo de una perseverancia que a veces se prolonga más de un siglo 
y recoger las sumas necesarias para sufragar directa e 
indirectamente un proceso minucioso. Es casi imposible que un laico 
pueda satisfacer estas condiciones, a no ser que encuentre una 
congregación religiosa que tenga interés en hacerse cargo. Tal fue, 
por ejemplo, el caso de los mártires de Uganda, que habían hecho 
célebre una misión de los padres blancos. Se comprende sin esfuerzo 
que, por el contrario, un fundador o una fundadora de congregación 
religiosa que reúna las condiciones ideales de promoción tenga 
especiales posibilidades de triunfar. 

Esta extrema dificultad de canonizar a un laico por las vías 
burocráticas ha de influir necesariamente en la percepción misma de 
la santidad. Las listas de espera publicadas por la Congregación 
competente lo atestigua: los clérigos y en particular los fundadores y 
fundadoras constituyen una mayoría aplastante, incluso antes de la 
investigación burocrática de las causas. Utilizando categorías 
actuales, podemos afirmar que se da aquí un fenómeno típicamente 
ideológico en la medida en que la autoridad es capaz de dirigir la 
atención de los fieles en el sentido que asegura no solo la integración 
social como ella la concibe, sino también su propia legitimación. No se 
canoniza a cualquier siervo de Dios, sino aquel cuya aceptabilidad ha 
sido establecida de antemano por la autoridad romana, hasta el punto 
de impedir si fuera posible toda percepción no conforme. Esto no 
tiene nada de extraño; toda autoridad establecida actúa así 
irremediablemente. Sin embargo, el dominio de la autoridad sobre la 
percepción social no es total, como dijimos. Hay cambios en la 
estructura social de la Iglesia que con toda seguridad modifican la 
percepción de los fieles y también, por retroacción, la práctica y la 
doctrina de la autoridad. Vamos a ofrecer algunos ejemplos. 

Durante casi diez siglos fue tradición pontificia canonizar lo más 
frecuentemente hombres y raramente mujeres. Entre los siglos X y XIX 
Roma canonizó un 87 por 100 de hombres y un 13 por 100 de 
mujeres. Aquí se revela un modelo masculino ampliamente 
predominante, que corresponde fielmente a la tradicional inferioridad 
de la mujer en la Iglesia. Sin que el procedimiento se haya modificado 
para favorecer a las mujeres, en el siglo XX la proporción pasa a 76 
por 100 de hombres y 24 por 100 de mujeres. Se ha producido, pues, 
un cambio en la percepción y la presión social, lo cual hace pensar 
que las mujeres, sin llegar a la igualdad, han adquirido más 
importancia en la Iglesia. Así, a cambios en la estructura social 
corresponden cambios en la percepción social no provocados por los 
que tienen la autoridad. El mismo fenómeno se ha producido respecto 
a las beatificaciones, paso previo a la canonización desde el siglo XVII. 


Un cambio en la estructura social ha modificado igualmente, aunque 
en menor escala, la percepción social de la santidad en otro campo: el 
de la relación clero-laicado. 

Es evidente que la Iglesia católica, durante el período que 
estudiamos, ha estado dominada por los clérigos (aplicado aquí el 
término, en sentido amplio, a todo aquel que no es considerado como 
laico). La práctica de las canonizaciones esclarece esta evidencia. Ya 
hemos dicho que el procedimiento favorece a los clérigos de todo tipo, 
que pueden disponer del grupo de presión necesario para llevar 
adelante su causa. Sin que este procedimiento haya cambiado, se 
observa ahora una proporción ligeramente mayor de laicos entre los 
santos, porque grupos eclesiásticos de presión se hacen cargo de su 
causa. De hecho, la mayor parte de esos laicos son mártires 
promovidos en grupo gracias a la acción perseverante de 
congregaciones misiones que, legítimamente, desean ver la gloria de 
los padres ensalzada por la gloria de sus hijos e hijas. 

No es fácil de percibir la escasez de laicos casados. Es una 
categoría casi ausente. Hay personas casadas entre los laicos 
beatificados gracias a las congregaciones misioneras, pero pocos y 
-detalle significativo- en los procesos a veces no aparece su condición 
de casadas. Para muchos no se puede mencionar. Entre los santos 
canonizados hay algunos laicos casados, como Tomás Moro que 
incluso se casó dos veces, pero su condición de casado es 
completamente accidental. No hay apenas más que un caso en todo 
el espectro en el que hubo de tenerse en cuenta el matrimonio, 
aunque por el camino indirecto de la maternidad: el caso de Ana 
María Taigi, que tuvo la suerte de ser terciaria trinitaria y a quien las 
trinitarias lograron beatificar. Incluso hoy da la impresión de que la 
percepción de la santidad apenas preste atención a las virtudes 
conyugales. El celibato, consagrado o no, es con mucho el 
salvoconducto más común de las canonizaciones. 

Lo anterior nos lleva a detenernos un momento todavía en la noción 
de modelo. Habría que tener mucho cuidado antes de afirmar que el 
santo canonizado es un modelo. ¿En qué sentido lo seria? Tal como 
es el procedimiento, el vedetismo del celibato siglo tras siglo -el último 
laico beatificado por Pablo VI, G. Moscati, era célibe- se explica 
perfectamente por la extrema dificultad para disponer de un grupo de 
presión apto para promover otras personas no célibes; esta misma 
dificultad es significativa. El poder pontificio no pretende proponer 
como modelo la vida cristiana del laico que vive la condición común 
conyugal y familiar. Si esto crea problemas hoy, es sin duda porque 
ha cambiado la idea que nuestros contemporáneos se hacen de la 
santidad. Pero habrá que asegurarse de que esto crea problemas; no 
es tan seguro. Las listas de espera de las que hemos hablado, 
publicadas por la Congregación para las causas de los santos bajo el 
título Index ac status causarum Beatificationis Servorum Dei et 
Canonizationis Beatorum (la última edición data de 1975), muestran 
en todo caso que las canonizaciones futuras serán del mismo tipo que 
las del pasado. La mayor parte de los que esperan la glorificación 
oficial son célibes. ¿Sucedería esto si hubiera cambiado 
fundamentalmente la percepción social? Tal como se desarrolla 
actualmente el proceso, un cambio en la percepción y en la presión 
social no podrían manifestarse más que consiguiendo de la 
burocracia competente cambiar el orden de los dossiers, acelerando 
así el procedimiento en favor de los laicos y de laicos casados. El 
futuro dirá si esto sucede. Los deseos en este sentido expresados por 
el cardenal Suenens en el último Concilio no han tenido eco. No es 
mala voluntad por parte de los funcionarios de turno. Ellos sólo dan 
prioridad a un dossier sobre otro si hay una presión aceptable para 
hacerlo. El postulador no sólo debe ser hábil y experimentado; debe, 
sobre todo, proporcionar constantemente las informaciones pedidas, 
responder de forma concluyente a las objeciones formuladas, 
presentar milagros que resistan la crítica de la medicina, probar que 
abunda esa lama sanctitatis a la que nos hemos referido en varias 
ocasiones hablando de la percepción y de la presión social. 

Como se ve, el postulador solamente puede responder a estas 
exigencias burocráticas si una parte del pueblo de Dios se 
compromete en este sentido movilizando la atención, el interés y el 
dinero indispensables. Eso no excluye que altos dignatarios 
eclesiásticos, y en particular el papa, puedan sugerir estudiar un 
dossier antes que otro, como ha sucedido. Pero eso no cambia 
apenas la fisonomía del conjunto. El que un papa como Clemente X, 
para complacer a sus antiguos diocesanos de Camerino, canonizara a 
su héroe (epónimo) Venancio, dejando a los historiadores futuros el 
trabajo de investigar quién era ése, es un hecho excepcional. Sin 
embargo, ciertas causas que responden más a preocupaciones 
pastorales o políticas del momento pueden llamar la atención de la 
autoridad y beneficiarse de una prioridad considerada entonces 
normal. Así, canonizar africanos ha podido ser un gesto apropiado 
para disipar la sospecha de racismo. Incluso se pueden hacer 
pronósticos. Entre los dossiers está, por ejemplo, el de Juana Molla 
Beretta, madre de familia, muerta siete días después del nacimiento 
de su cuarto hijo, al parecer por haber rechazado el aborto cuando 
probablemente estaba todavía a tiempo de salvar su vida. Como tenía 
un hermano capuchino, los capuchinos se han encargado de 
promover su causa aportando así el grupo de presión indispensable. 
Se puede conjeturar que un papa se interese por esta causa en el 
contexto de una política reprobatoria del aborto. Es de suponer sin 
embargo que la curia verificará cuidadosamente las cosas sin 
renunciar, suponemos, a lo que es competencia suya y que al final, si 
la percepción y la Presión base no acompañan, la causa podría caer 
en el silencio (por utilizar el estilo de la curia). 

En consecuencia, la canonización se presenta como un acto situado 
en la confluencia de dos poderes, el que emana del pueblo de Dios y 
el que ejercen las diversas autoridades. El predominio del segundo 
sobre el primero es indiscutible, tanto más cuanto que el segundo, 
como ya indicamos, tiene la posibilidad de dirigir en gran medida las 
decisiones del primero, especialmente mediante su acción de tipo 
ideológico sobre la fantasía colectiva. Queda por saber si el centro se 
vera obligado a conceder más autonomía en la materia a las 
instancias periféricas, siguiendo la linea del Vaticano II; pero harían 
falta razones poderosas para llevarlo a desprenderse de una 
prerrogativa que le ha costado siglos asegurarse. Haría falta otro 
modelo de poder. Si ese otro modelo de poder apareciera, aparecería 
sin duda también otro modelo de santo.

P. Delooz
Concilium 1979/149