FRANCISCO DE ASÍS 
EVANGELIZADOR Y HOMBRE DE PAZ

 

ROMAIN MAILLEUX 
OFM  


Conferencia pronunciada el 25 de septiembre de 1990, durante la 
reunión de los hermanos menores de los países de Europa Central y 
Oriental (San Antonio, Roma, 24-30 de septiembre de 1990). 


INTRODUCCIÓN


San Francisco de Asís es presentado, con razón, por su primer 
biógrafo como el «nuevo evangelista» de los últimos tiempos, 
«enviado por Dios para dar, a imitación de los apóstoles, testimonio 
de la verdad a todos los hombres y en todo el mundo... Porque el 
nuevo evangelista de los últimos tiempos, como uno de los ríos del 
paraíso, inundó el mundo entero con las aguas vivas del Evangelio y 
con sus obras predicó el camino del Hijo de Dios y la doctrina de la 
verdad. Y así surgió en él, y por su medio resurgió en toda la tierra, 
un inesperado fervor y un renacimiento de la santidad: el germen de 
la antigua religión renovó muy pronto a quienes estaban de tiempo 
atrás decrépitos y acabados. Un espíritu nuevo se infundió sobre los 
corazones de los elegidos» (1 Cel 89). En su Tratado de los milagros, 
Celano lo llama también «hombre nuevo», que sorprendió a todos con 
los signos de su novedad apostólica (3 Cel 1b). Con estos o parecidos 
términos caracteriza Tomás de Celano el nuevo hálito apostólico que 
san Francisco insufló al mundo, y la misión que recibió del Señor y de 
la Iglesia. Lo que asombró a sus contemporáneos, por ejemplo al 
cardenal Jacobo de Vitry, fue la impresión de una renovación de tales 
características que la compararon con un retorno a la primitiva Iglesia 
(1).

Sin querer caer en una analogía demasiado fácil, puede decirse 
que los hermanos que participáis en este encuentro, os encontráis 
también ante un mundo nuevo, al que debéis dar un nuevo impulso 
apostólico.

Francisco de Asís, que se manifestó en su tiempo como un «nuevo 
evangelista», portador de la buena noticia de Jesucristo, fue, gracias 
a ello y como consecuencia de ello, un hombre de paz. No sólo un 
mensajero o un predicador de paz, sino un artífice, un creador de paz. 
Y esto es muy importante para todos los hermanos menores, que 
vivimos en un mundo donde las relaciones entre los hombres son 
cada vez más densas y complejas, en el que las tensiones y conflictos 
se convierten en el pan nuestro de cada día y la violencia casi forma 
parte de nuestro entorno, a veces incluso de nuestro entorno 
inmediato. Y muy importante, en particular, para vosotros, los 
hermanos de Europa Central y Oriental, que tenéis que participar en 
la reconstrucción de un mundo que viva de la libertad del Evangelio, 
después de tantos años de sufrimientos, cuyas huellas permanecen 
aún frescas en vuestra memoria, individual y colectiva.

La misión que los hermanos menores hemos recibido de la Iglesia 
nos compromete a ser anunciadores del Evangelio y, por tanto, 
artífices de paz en medio de las situaciones difíciles y conflictivas de 
nuestro tiempo. Francisco es para nosotros un guía seguro y 
luminoso. Su manera de entablar relaciones con toda la realidad 
alcanzó tal calidad que invitaba a todos a reconciliarse consigo 
mismos, con Dios y con todas las criaturas. ¿Cuál fue su secreto? 
¿Dónde radica ese secreto franciscano al que tan sensible es el 
mundo? He aquí las preguntas a las que procurará responder esta 
conferencia.

Es preciso hacer una observación previa. Cuando se estudia un 
asunto como el presente, y más todavía cuando esto se hace en el 
marco de la temática de «Justicia y Paz», puede existir la tentación de 
proyectar sobre el pasado nuestra mentalidad y nuestras ideas, y de 
leer en los textos lo que en ellos deseamos encontrar y no lo que en 
ellos hay escrito realmente. Actuando así, no sólo no se respeta el 
texto, sino tampoco a san Francisco. La única manera de encontrar en 
los textos de nuestros orígenes una luz para hoy, consiste en leerlos 
tal como son y no tal como quisiéramos que fueran.

Desarrollaré esta conferencia en las siguientes partes:

1. ¿Francisco violento? (Francisco antes de su conversión).

2. Conversión y misión.

3. Conflictos de la época.

4. Algunos ejemplos de Francisco artífice de paz. 

5. El secreto de Francisco.



I
¿FRANCISCO VIOLENTO?
(FRANCISCO ANTES DE SU CONVERSIÓN) (2)


¿Fue siempre Francisco un hombre de paz? Al parecer, no siempre 
vivió su relación con los demás guiado por el ideal de la fraternidad 
universal. Francisco de Asís no fue hermano universal, hombre de 
paz, desde su nacimiento. Llegó a serlo. ¿Cómo? A través de una 
conversión.

1. Un ser abierto a las relaciones

Las diferentes biografías primitivas nos presentan al joven 
Francisco como un muchacho muy sociable, abierto a la relación 
humana. Hijo de un comerciante, iniciado desde muy pronto en el 
comercio y con grandes dotes para los negocios, Francisco se 
acostumbró desde muy joven al hábito y al gusto por las relaciones 
humanas. Estaba espontáneamente predispuesto a la vida de 
relación. Tenía el trato fácil y agradable. Según san Buenaventura, 
que reproduce afirmaciones de sus predecesores, al joven Francisco 
le caracterizaba «la suavidad de su mansedumbre, unida a la 
elegancia de sus modales; su paciencia y afabilidad fuera de serie; la 
largueza de su munificencia» (LM 1,1d). No resulta nada difícil dar 
crédito a esta descripción. No contento con buscar compañía, 
Francisco la suscitaba, la creaba en torno suyo; tenía el don de poner 
en relación a unos con otros. Fascinaba a sus compañeros, era su 
cabecilla, su guía. 

Además, esta riqueza con que le había dotado la naturaleza en el 
plano relacional, se le acrecentó y afinó con el movimiento cultural de 
su época. El ideal del amor cortés, nacido en las cortes de los señores 
del sur de Francia, se había propagado por toda Europa mediante las 
canciones de los trovadores y los romances de caballería. Este nuevo 
arte de amar, impregnado de veneración, de delicadeza y de nobleza, 
en una palabra, esta cortesía halló en el corazón y en el ánimo de 
Francisco un profundo eco, que ya no cesaría de inspirar su vida de 
relación.

2. ¿Un violento?

Bajo aquel carácter sociable e incluso cortés se escondía, sin 
embargo, un fondo de violencia y de agresividad. Francisco 
pertenecía a la clase entonces en auge de los comerciantes, ávidos 
de ganancias y ansiosos de poder. Esta clase se había abierto 
sensacionalmente paso a lo largo del siglo xii. Constituía la nueva 
fuerza económica y social, y aspiraba a conquistar el poder. En 
numerosas ciudades italianas, los ricos comerciantes habían 
suplantado a los señores feudales y, tras la revolución comunal, se 
habían convertido en los nuevos amos. Muchos de ellos, con vistas a 
prepararles para el desempeño del poder en los comunes libres, 
enviaban a sus hijos a estudiar derecho en la famosa universidad de 
Bolonia. Estos ricos burgueses se estaban ahora alejando del pueblo 
humilde en el que se habían apoyado para suplantar a los señores y, 
aproximándose cada vez más a los nobles, soñaban con poseer 
también ellos títulos de nobleza. 

Pietro Bernardone, el padre de Francisco, alimentaba grandes 
ambiciones para su hijo; Francisco, por su parte, se desenvolvía como 
pez en el agua en medio de aquel mundo de nuevos ricos. Sólo 
deseaba una cosa: figurar, brillar, dominar. Entre ambos Bernardone, 
padre e hijo, existía una comunión total. Gracias al poder que otorga 
el dinero, eran poderosos. El hijo podía pretender llegar a ser alguien; 
y, además, lo logró: sus iguales lo eligieron jefe de la juventud de 
Asís, punto de mira de la sociedad que lo rodeaba.

Con la edad sus ambiciones aumentaron. Aunque era muy hábil 
para los negocios, no tenía intención de quedarse en el comercio de 
su padre y ser un simple comerciante de telas. Si durmiendo soñaba 
con la tienda paterna, la veía transformada en un magnífico palacio, 
cuyas salas resplandecían con el destello de toda suerte de armas. Y, 
naturalmente, esas armas brillaban para él. Para él y para sus 
caballeros. Seducido por la gloria, el joven Francisco tenía sueños 
gloriosos. Su relación con los demás se asentaba sobre esta voluntad 
de prestigio y de poder. Una voluntad a la que nada hubiera podido 
detener. Ni siquiera la guerra. La gloria se lograba entonces en la 
guerra. Y a quienes les gustaba guerrear, la ocasión les salia al paso 
por doquier.

La guerra movilizará, efectivamente, las jóvenes energías de 
Francisco. En la primavera de 1198, los habitantes de Asís se 
sublevan; asaltan y destruyen la Rocca, la fortaleza que domina su 
ciudad, signo del poder imperial y germánico. Al año siguiente, estalla 
la guerra civil: no contentos con haber expulsado a los alemanes, los 
burgueses de Asís quieren desembarazarse de la aristocracia feudal, 
que obstaculiza el comercio de la ciudad con peajes y vejaciones de 
todo tipo. Incendian castillos, ejecutan a algunos castellanos. Los 
nobles, sobre quienes se basaba la hegemonía germánica, ven sus 
bienes confiscados. Muchas familias señoriales, incluida la de Clara, 
tienen que refugiarse en Perusa. Asís ha llevado a término su 
revolución comunal y se proclama común libre.

Francisco tenía entonces 18 años. ¿Participó en aquellas luchas? 
Nada permite afirmarlo. Pero es poco probable que permaneciera con 
los brazos cruzados.

Lo cierto es que dos años más tarde se enrolará en la milicia 
comunal. Impulsada por los revanchistas de la nobleza de Asís que en 
ella se albergaban, Perusa entra en guerra con su eterna rival. 
Francisco participa en la batalla de Collestrada, no lejos de Ponte San 
Giovanni. Allí cae prisionero, y pasa un año en las cárceles de 
Perusa. Un hecho notable: durante su cautiverio, Francisco es 
equiparado a los caballeros prisioneros, es decir, a los profesionales 
de la guerra.

Tras regresar de la cautividad y una vez recobrada la salud, 
Francisco se prepara de nuevo para guerrear. En esta ocasión 
decide, con un joven patricio de Asís, unirse en la Apulia al ejército 
pontificio que, al mando de Gualterio de Brienne, estaba luchando 
contra el ejército imperial. No le asusta la guerra. La busca. La causa 
era noble, se dirá. Pero la nobleza de la causa no mengua en 
absoluto la violencia de los medios. Ya se sabe cómo una voz interior 
detuvo a Francisco en Espoleto, y cómo regresó a Asís, sin llevar a 
cabo su proyecto. Otra causa, otro servicio más noble y pacífico le 
estaba esperando.

Así pues, el primer ideal de Francisco consistió en ser un guerrero 
valeroso, noble y arrojado. Lo cual nos induce a la siguiente reflexión: 
Francisco tenía temperamento de «luchador». Cuando descubra la 
paz, ésta jamás será un refugio para él. Francisco no será un hombre 
de paz por miedo a la pelea o por falta de coraje. La paz evangélica 
no será para él la reacción de una vida miedosa que busca 
protegerse de las dificultades de este mundo. No será un aquende, 
sino un allende la guerra. Tendrá un aspecto militante y constructivo, 
el de la misión evangélica.


II
LA CONVERSIÓN


Pueden distinguirse dos etapas importantes en la conversión de 
Francisco: la primera, más interior e individual, está vinculada, valga la 
expresión, con la capilla de San Damián; la segunda, de carácter más 
externo, apostólico y comunitario, está localizada en la Porciúncula.

1. Conversión interior e individual

No es este el momento de explicar con detalle la conversión 
personal de Francisco. Todos conocemos cómo ocurrió. Me limitaré a 
recordar, en el marco de nuestro tema, las etapas que me parecen 
esenciales. 

a) La «aparición» del pobre (AP 4) 

Digo «aparición» porque, en efecto, se trata de la aparición del 
pobre, mensajero de Dios, en la vida de Francisco cuando éste se 
hallaba totalmente absorto en las preocupaciones de su negocio de 
telas de lujo para la gente distinguida de Asís. «Apparuit pauper...», 
dice el texto del Anónimo (AP 4a). Es la irrupción del pobre, como en 
la Biblia la irrupción de los mensajeros de Dios en la vida de los 
profetas, de María, de José, para transmitir un anuncio divino. Tras 
haber rechazado al pobre, auténtica mancha en una tienda de lujo 
para ricos, Francisco, movido por la gracia, se reprocha su falta de 
cortesía con el enviado del Rey de reyes y Señor de todos. Se 
compromete a no negar nunca nada en adelante a cualquiera que le 
pida en nombre de Dios. Luego, llama al pobre y le da una cuantiosa 
limosna. Como se ve, lo importante en el relato no es el pobre en 
cuanto pobre, sino en cuanto mensajero de Dios. Lo primero y más 
importante es la actitud interna de respeto y honor a Dios, basada 
sobre la cortesía, sobre la urbanidad cortés; el gesto externo, 
importante también sin duda, es consecuencia de la actitud interior. Lo 
que se subraya, más que la entrega de la limosna, es la calidad de la 
relación con el pobre, hecha de respeto y de honor.

b) La «misericordia» con el leproso

El encuentro con el leproso fue, lo sabemos muy bien, determinante 
en la conversión de Francisco. Fue, como él mismo afirma (Test 1-3), 
el acontecimiento que transformó su vida y, desde aquel momento, un 
punto permanente de referencia; en efecto, hacia el final de su vida al 
Pobrecillo «le hubiera gustado volver a servir a los leprosos» (1 Cel 
103b). Este encuentro introdujo otra característica en la calidad de su 
relación con el prójimo, la misericordia: «feci misericordiam cum illis», 
es decir, les di mi corazón (miseris cor dare). El evangelista Lucas 
califica con la palabra «misericordia» la relación del samaritano con 
aquel hombre despojado por los salteadores y arrojado medio muerto 
en el camino (Lc 10,37); es la relación de Dios con nosotros: Dios nos 
da gratuitamente su corazón. A través del encuentro con el leproso, 
Francisco se encuentra con Dios mismo, pues empieza a amar como 
Dios ama, gratuitamente, dando su propio corazón. El leproso es 
también imagen de Cristo. Cuando Francisco se pone al servicio de 
los leprosos, entra al servicio de Cristo y abandona el siglo. Una vez 
más, la actitud interna, dar el corazón al otro, es lo primero y lo más 
importante; y la que engendra e inventa los gestos externos que hay 
que realizar.

c) Encuentro con el Cristo de San Damián y ruptura con el mundo

Tras la visión de Espoleto y el mandato de regresar a Asís (2 Cel 6), 
un día en el que se hallaba orando y pidiendo luz ante el Crucifijo de 
San Damián, Francisco escucha la famosa voz que le dice: 
«Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al 
suelo» (2 Cel 10a). Como buen negociante, y seguro del poder del 
dinero, inmediatamente se pone en camino para obtener la suma 
necesaria para la reconstrucción de la iglesita. En Foligno, centro 
comercial de telas, vende varios fardos de paño y hasta su caballo. Es 
un sagaz comerciante y, como subraya su biógrafo, hace un buen 
negocio (cf. 1 Cel 8b). De regreso en San Damián, ofrece al anciano 
sacerdote el producto de la venta. Pero éste rechaza su dinero. Es 
una afrenta para el joven comerciante; y también una iluminación. En 
aquel momento empieza a desmoronarse un mundo que Francisco 
creía sólido. A través de las palabras del sacerdote, Dios mismo le 
está hablando —para la gente de la Edad Media el sacerdote es el 
portavoz de Dios— y le dice: «No quiero tu dinero, no tiene ningún 
valor. No lo necesito en absoluto. Es a ti a quien quiero». Esto es lo 
que derriba al «ídolo» dinero, ésta es la verdadera causa de la 
ruptura entre los dos Bernardone, padre e hijo, el punto exacto de 
ruptura entre dos mundos en la plaza del obispado. Desde entonces, 
Francisco, penitente, convertido, reconstruirá las iglesias con sus 
propias manos, se entregará al servicio de los leprosos (cf. 1 Cel 
9-20), se vestirá como los pobres (cf. 2 Cel 8).

2. Conversión apostólica a la misión de paz

Hacía más de dos años que vivía en solitario esta forma de vida 
cuando un día de S. Matías, en la Porciúncula, mientras se leía «el 
evangelio que narra cómo el Señor había enviado a sus discípulos a 
predicar» (1 Cel 22), Francisco tuvo una iluminación. Le pidió al 
sacerdote, una vez más el sacerdote como portavoz de Dios, que le 
explicara el sentido de aquella lectura evangélica, y la recibió como si 
se tratara de su propio envío en misión: «Esto es lo que yo quiero, 
esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón 
anhelo poner en práctica.» Inmediatamente, abandona todo, se viste 
con una túnica en forma de cruz, y empieza a predicar la penitencia y 
a anunciar la paz. Como se ve, el anuncio de paz está directa y 
esencialmente vinculado al envío en misión evangélica y a la 
predicación de la penitencia. Los discípulos de Francisco no pueden 
desvincular el anuncio de paz de su contexto y de su contenido 
evangélico y bíblico, so pena de atenuar su alcance y falsear su 
mensaje. La paz que Francisco anuncia en seguimiento de Cristo y de 
los apóstoles, es la paz mesiánica. Esta se identifica con la Buena 
Noticia del Reino de Dios. Es, ante todo, un don, fruto del Espíritu. 
Expresa la reconciliación que Dios brinda al hombre, la mirada 
misericordiosa de Dios que «da su corazón» al hombre, la nueva 
alianza o relación de Dios con los hombres. Al mismo tiempo, esta paz 
es exigencia de conversión y de reconciliación de los hombres entre 
ellos y con toda la creación, una llamada a unas relaciones nuevas 
entre el hombre y las demás criaturas (3). Francisco es predicador de 
paz porque es predicador del Evangelio de Jesucristo. Escuchando la 
lectura del evangelio, confirmada por el sacerdote, Francisco 
comprendió que ésa era su misión, como ésa había sido la misión de 
los apóstoles. Y esto fue para él como un grito de liberación: por fin 
sabía ya qué era lo que el Señor esperaba de él.

«En toda predicación que hacía, escribe Celano, antes de proponer 
la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: "El 
Señor os dé la paz". Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a 
los hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le 
buscaban» (1 Cel 23b). Francisco mismo confirma este hecho en su 
Testamento: «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: "El 
Señor te dé la paz"» (Test 23), y en la Regla: «En toda casa en que 
entren digan primero: "Paz a esta casa"» (2 R 2,13). 

Este deseo de paz, surgido del corazón de un hombre que hacía 
tres años que se había convertido al Señor y que vivía desde 
entonces sólo para Él, no engañó a nadie. «Debido a ello, prosigue 
Celano, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda 
de Dios, abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos 
de la paz y en émulos de la salvación eterna» (1 Cel 23b). Nótese bien 
lo que dice el texto. Por una parte, se pasa del rechazo al abrazo de la 
paz «con la ayuda de Dios» (Domino cooperante). Por otra, la paz y la 
salvación están íntimamente unidas, como exponía el profeta Isaías: 
«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que 
anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, 
que dice a Sión: "Ya reina tu Dios"» (Is 52,7). Refiriéndose a este 
mismo tema, san Buenaventura reproduce los mismos elementos: 
«Según la palabra profética y movido en su persona del espíritu de los 
profetas, anunciaba la paz, predicaba la salvación y con saludables 
exhortaciones reconciliaba en una paz verdadera a quienes, siendo 
contrarios a Cristo, habían vivido antes lejos de la salvación» (LM 
3,2b).

Entre éstos se encontraban, al decir de los mismos biógrafos, los 
primeros compañeros. Tras escuchar el nuevo anuncio evangélico de 
paz, se unieron a Francisco para «abrazar esta misión de paz» (cf. 1 
Cel 24a; Lc 14,32).

Cuando Francisco envía a sus primeros hermanos a predicar, les 
confía la misión de paz: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las 
diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la 
penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en 
la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su 
promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid 
a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien, 
pues por esto se nos prepara un reino eterno» (1 Cel 29a). ¿Dónde 
puede encontrarse un mensaje de paz más incisivo, un programa de 
paz más franciscano?

Esta misión de paz y de penitencia es la que aprobó el papa 
Inocencio III, cuando dijo a la primera fraternidad: «Id con el Señor, 
hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la 
penitencia» (1 Cel 33b).

Como hermanos menores, nuestros orígenes son claros y nuestras 
raíces sólidas: somos mensajeros y artífices de paz. Y lo somos 
porque hemos recibido la misión de anunciar el Evangelio. Nuestro 
compromiso por la paz no puede desvincularse de nuestra misión de 
anunciar la penitencia, o conversión, evangélica; forma parte esencial 
de nuestra misión: anunciar el Evangelio de Jesucristo. Nuestras 
Constituciones Generales lo subrayan con fuerza. Y este compromiso 
no puede ser un tema ni una acción «en sí». Cuantas veces sea o 
aparezca simplemente como un «en-sí», es decir, como un discurso 
político-social separado de su referencia esencial a la conversión 
evangélica, no será recibido, y con razón, por la «pars sanior», por la 
parte más sana de la Orden.



III
PRINCIPALES CONFLICTOS DE LA ÉPOCA (4)


Antes de seguir a Francisco en su misión de paz a través de 
algunas acciones concretas creadoras de paz, conviene evocar la 
situación conflictiva en la que se encontraba su tiempo y recordar los 
principales conflictos que desgarraban la sociedad de entonces.

La época de Francisco no fue un período especialmente idílico. 
Sería un error considerar el final del siglo xii y el principio del siglo xiii 
como una especie de edad de oro de la paz. Los conflictos fueron 
numerosos y violentos. Basta con recordar las guerras en las que, de 
cerca o de lejos, se vio envuelto Francisco durante su juventud, para 
formarse una idea de conjunto sobre los mismos.

En efecto, estas distintas guerras son características de los grandes 
conflictos que desgarraban entonces a toda la sociedad. En primer 
lugar tenemos, como telón de fondo, la interminable lucha entre el 
papado y el imperio, que se avivaba periódicamente. Celosos de sus 
respectivos derechos, el papa y el emperador se disputan el dominio 
sobre el conjunto de Europa. El sacro imperio romano germánico llega 
entonces hasta Sicilia. Si el joven Francisco proyectó marchar a luchar 
en la Apulia, fue precisamente porque los ejércitos pontificios estaban 
luchando en aquella zona de Italia meridional contra las fuerzas 
imperiales.

A este conflicto entre el papado y el imperio se unía un segundo. 
Entre el papa y el emperador estaban, en efecto, las ciudades 
italianas, que se esforzaban por sacudirse el yugo germánico, pero en 
propio provecho. Ya años antes, en 1174, Asís había intentado 
liberarse del dominio imperial: se enfrentó con Federico Barbarroja, 
que se personó tres años después en la ciudad para instalar en la 
Rocca a su lugarteniente el duque Conrado de Urslingen. Pero en 
1197/98 —Francisco tenía entonces 15/16 años—, aprovechando la 
situación de debilidad en que se encontraba Alemania a consecuencia 
de la sucesión de Enrique IV, se produjo en Italia un levantamiento 
general contra la hegemonía germánica. Los comunes se apoderaron 
de los bienes del imperio, expulsaron a sus representantes, ocuparon 
o demolieron sus fortalezas. El papa Inocencio III, con la esperanza de 
verlas pasar bajo su dominio, respaldó a las ciudades que se habían 
rebelado. Pero éstas, poco deseosas de pertenecer a otro señor, 
siguieron el ejemplo de sus predecesoras las ciudades lombardas, 
libres desde hacía mucho tiempo, se proclamaron comunes 
autónomos y eligieron sus propios gobiernos comunales.

Paralela a esta guerra de liberación del yugo germánico, existía la 
guerra civil entre los burgueses —sobre todo la nueva clase social de 
los comerciantes—, que habían tomado el poder en los comunes, y la 
aristocracia feudal local, más o menos comprometida con los 
ocupantes germánicos, cuyos aliados locales seguían siendo. A un 
lado, la familia de Francisco; al otro, la de Clara. Los comunes 
liberados se vuelven en contra de los señores feudales. Esto divide y 
desgarra ciudades y regiones. Las familias nobles son expulsadas, 
desposeídas. Estos arreglos de cuentas dejarán huellas difíciles de 
borrar. En Asís, por ejemplo, habrá que esperar al menos diez años 
para poder pensar en una reconciliación. Hasta el 9 de noviembre de 
1210 no firmarán los nobles y los burgueses un tratado de paz que 
ponga fin a la guerra civil. Por esta fecha, Francisco anda recorriendo 
ya la región con sus primeros compañeros. ¿Desempeñó algún papel 
en la reconciliación? Es poco probable. Las razones de este tratado 
no tienen ciertamente nada de espiritual. Si los ricos burgueses se 
aproximaron a los nobles fue, al parecer, porque querían distanciarse 
del pueblo humilde y trataban de colocarse entre los «maiores».

Esto nos da pie para evocar otro conflicto existente en el seno de 
las ciudades, un conflicto de tipo social que opone a los nuevos 
señores, los ricos comerciantes, poseedores del poder económico y 
político, y al pueblo humilde de los talleres, los obreros y artesanos. 
En algunos comunes, los podestàs, cónsules o regidores actúan como 
déspotas, despreciando los derechos inscritos en la Carta. De ahí, 
conflictos a veces muy agudos que degeneran en huelgas o motines, 
sobre todo en las ciudades donde hay una desarrollada industria 
textil, especialmente en Flandes, Inglaterra o el Norte de Italia.

Añádanse los conflictos entre ciudades rivales. Estos mercaderes 
asociados que constituyen los comunes son insaciables; siempre 
tienen algún litigio que ventilar con sus vecinos, por causa de un 
camino, un río, un puente, un bosque, un palmo de territorio que hay 
que arrebatar a la ciudad vecina.

Por último, no puede concluirse esta rápida descripción de la 
situación conflictiva existente en tiempos de Francisco, sin hablar del 
conflicto existente entre la Cristiandad y el Islam. «Los musulmanes, 
que siguen instalados en España, en el reino de Granada, continúan 
sitiando el mundo cristiano, a pesar de la victoria de los cruzados en 
Las Navas, el año 1212.» Europa se siente atenazada, desde el este y 
el oeste, por el mundo árabe. La frágil instalación del reino latino en 
Jerusalén no hace sino avivar la obsesión del Islam. Por otra parte, a 
la conciencia cristiana le resulta muy duro tolerar la visión de los 
santos lugares, sobre todo el Santo Sepulcro, en manos de los 
musulmanes. No sorprende, por tanto, que en el concilio de 1215 el 
papa Inocencio III vuelva a lanzar la idea de una cruzada, que será la 
quinta.

Este es el contexto en el que Francisco, deseoso de seguir a Cristo, 
emprende su misión de paz. Como se ve, nada había tan actual y 
urgente que anunciar en aquel mundo como la paz, la reconciliación, a 
la luz del discurso evangélico de misión.



IV
FRANCISCO, ARTÍFICE DE PAZ
ALGUNOS EJEMPLOS


En el marco de una ponencia no puedo, como es evidente, analizar 
a fondo con vosotros los textos que voy a citar. Sin embargo, sabemos 
muy bien que el análisis riguroso de los textos que utilizamos, y que 
muchas veces son los únicos testimonios de que disponemos, es el 
que nos permite aproximarnos a la actitud exacta de Francisco tal 
como fue recogida y transmitida por los biógrafos; la que se 
desprende del texto y no la que sería producto de nuestros conceptos 
preestablecidos y de nuestras proyecciones personales o colectivas. 
Me limitaré a subrayar brevemente los acentos esenciales de los 
textos que he analizado personalmente, como he hecho respecto al 
encuentro de Francisco con el pobre y con el leproso.

1. Francisco y el sultán: dos creyentes desunidos convergen en la 
paz 

Uno de los episodios que afloran espontáneamente a la memoria 
cuando se evoca la faceta pacificadora del Santo de Asís, es su 
encuentro con el sultán Al-Malik-al-Kamel. Sobre este encuentro se 
proyecta demasiadas veces la imagen preconcebida del «diálogo», 
proyección que induce a relatar no pocas inexactitudes. El episodio 
aparece relatado cuatro veces en las fuentes franciscanas (1 Cel 57; 
LM 9, 7; Actus 27; Flor 24); también lo encontramos dos veces en los 
escritos de un testigo de valía y que casi se podría calificar de ocular: 
el cardenal Jacobo de Vitry, que era obispo de San Juan de Acre 
cuando Francisco visitó al sultán durante el asedio de Damieta en 
1219 (5).

Del examen de todas estas fuentes una cosa al menos aparece con 
certeza. Francisco no fue al sultán con el propósito de entablar 
diálogo, sino con el propósito, por una parte, de cumplir su misión de 
anunciar al sultán la paz evangélica, predicándole la conversión —la 
penitencia— al Evangelio de Jesucristo, y, por otra, con la esperanza 
de recibir del sultán la gracia del martirio, que Francisco consideraba 
como el cumplimiento perfecto de la «sequela Christi».

Pero el encuentro no se desarrollará tal como había previsto 
ninguno de los dos protagonistas. El encuentro no tuvo ningún triunfo 
apostólico aparente, pero eso no significa que no produjera ningún 
resultado. Así, por ejemplo, dará pie a que Francisco escriba su 
capítulo 16 de la Regla no bulada, famoso por su manera original de 
presentar la misión evangelizadora. Esta misma forma de entender la 
misión será la que propondrá el Papa Pablo VI en su Evangelii 
nuntiandi, y la que constituirá el armazón del capítulo V de nuestras 
Constituciones Generales.

¿Qué es lo que realmente ocurrió?

Francisco llega a las puertas de Damieta el año 1219. Con toda 
verosimilitud, sus gestiones tuvieron lugar durante la tregua del 20 de 
agosto al 26 de septiembre de aquel mismo año. Francisco y otro 
hermano penetran en campo enemigo sin llevar armas ni 
salvoconducto.

Los textos coinciden en afirmar que el recibimiento por parte de los 
guardias y demás sarracenos no fue muy afectuoso, sino todo lo 
contrario. Francisco recuerda esta acogida en la primera frase del ya 
citado capítulo: «Dice el Señor: He aquí que os envío como ovejas en 
medio de lobos» (1 R 16,1). Quiérase o no, la alusión es clarísima, y 
es una alusión del mismo Francisco: ¡los hermanos son las ovejas, y 
los sarracenos son los lobos! 
Ambos personajes, Francisco y el sultán, resaltan por su valía. Y 
digo ambos. En primer lugar, el sultán, pues, como escribe Celano, «si 
muchos (sarracenos) le agraviaron (a Francisco) con animosidad y 
gesto hostil, el sultán, por el contrario, lo recibió con los más 
encumbrados honores» (1 Cel 57b). Y esto es lo que cambiará la 
situación, y cambiará al mismo Francisco. Jacobo de Vitry relata que, 
conducido Francisco a la presencia del sultán, éste «se volvió todo 
mansedumbre ante el varón de Dios, y durante varios días él y los 
suyos le escucharon con mucha atención la predicación de la fe de 
Cristo» (BAC 967). Quiso colmar a Francisco de regalos y riquezas, 
pero ante el desinterés de éste, «que lo despreciaba todo como si 
fuera estiércol, estupefacto, lo miraba como a un hombre distinto de 
los demás» (1 Cel 57b). Jacobo de Vitry añade que, cuando Francisco 
se despidió, el sultán le pidió que rezara por él, a fin de que Dios le 
revelara cuál era la ley y la fe que más le placía. Esta petición la 
convierten los Actus y las Florecillas en una petición de bautismo.

El resultado no fue un triunfo desde el punto de vista de conversión 
a la fe cristiana, pero, siempre según el testimonio de Jacobo de Vitry, 
los hermanos pudieron «ir entre sarracenos», quienes solían 
escucharles con gusto, con tal que se limitaran a exponer la fe de 
Cristo y la doctrina del Evangelio, sin «tomarla» con Mahoma, cosa 
que no siempre respetaron los frailes (BAC 967).

El encuentro, repito, debe su valor a dos hombres de una calidad 
excepcional: el sultán, cuya cortesía fue determinante, y Francisco, 
cuya forma de ser y cuya libertad respecto a los bienes de este 
mundo llenó de admiración a su anfitrión.

Transformado en un cierto modo por la cortesía de quien él había 
creído, e incluso esperado, que fuera su verdugo, Francisco, siempre 
deseoso también de anunciar con toda su vida la Palabra de Dios y la 
paz evangélica, adopta en su Regla un lenguaje nuevo, totalmente 
alejado de las ordalías, y más insólito todavía que la audacia que lo 
impulsó a presentarse ante el sultán. Este lenguaje es fidelidad a la 
actitud de humilde servicio de Jesús que los evangelios reflejan, es 
someterse «a toda humana criatura por Dios» (1 R 16,6), es «ser 
menor», comunión con la actitud fundamental del creyente musulmán, 
la sumisión. Musulmán significa «sumiso a Dios».

2. La paz con los malhechores o la conversión de los bandidos (LP 
115; EP 66; Flor 26)

Conocemos el hecho.

Unos ladrones viven escondidos en el bosque, de donde salen de 
vez en cuando para saquear a la gente o para pedir pan a los 
hermanos del eremitorio de Borgo San Sepolcro. Adviértase, desde el 
principio, la doble actitud de los bandidos, según se trate de los frailes 
o de la otra gente. A los hermanos, les piden; a los demás, los 
desvalijan violentamente. No obstante, nos hallamos ante dos mundos 
bien distintos: a un lado, los hermanos; al otro, los ladrones.

¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Cómo aproximar a estos dos 
grupos? ¿Deben los frailes darles limosna a los malhechores? Los 
hermanos están divididos: unos piensan que no está bien darles 
limosna, pues son bandidos; otros opinan que se les debe socorrer 
alguna vez, con tal que, además, se les exhorte a la penitencia, pues 
los ladrones tienen hambre y piden con humildad.

Entre tanto, llega Francisco al eremitorio y le plantean el dilema. De 
entrada, Francisco sitúa el problema en un plano superior e invita a 
sus frailes a una conversión. El verdadero problema, les dice, no 
consiste en «darles o negarles pan». Haced algo distinto y hacedlo 
con cortesía. Abasteceos de buen pan y de buen vino, no con restos 
de vuestra comida o de lo que habéis recogido de limosna; id al lugar 
del bosque donde se encuentran los bandidos y decidles: «¡Venid, 
hermanos bandidos! Somos vuestros hermanos y os traemos buen 
pan y buen vino.» Después, servidles con humildad y buen talante, 
con todo el respeto posible (mención del mantel y de otros gestos de 
deferencia), como siervos a sus señores. Luego de comer, 
exponedles la palabra del Señor y, por último, rogadles que os 
prometan no hacer mal a la gente a la que roban. Así os lo 
prometerán ellos, movidos por la cortesía con que les habéis tratado. 
Al día siguiente, además del pan y del vino, llevadles otros manjares, 
y, después de la comida, exponedles la palabra del Señor y pedidles 
un poco más. Y haced lo mismo al otro día. Y al otro.

«¡Hermanos bandidos!» Menudo acierto. Ya no hay, a un lado, los 
ladrones y, al otro, los hermanos: Francisco los une a todos en una 
misma comunión. Los bandidos son bandidos; Francisco no lo niega. 
Pero también pueden convertirse en hermanos, del mismo modo que 
los hermanos pueden hacerse unos bandidos. Lo que debe tenerse 
en cuenta en las personas es su futuro de conversión y no la etiqueta 
con la que hoy se les señala.

De hecho, en la tercera parte del relato, los bandidos se hacen 
hermanos. El binomio inicial se transforma en un solo término: 
hermano. ¿Y quién realiza el cambio? El Señor que, en su 
misericordia, da a los bandidos la gracia de convertirse, movidos por 
la humildad y caridad con que los hermanos los han tratado. Imitando 
al Maestro, siervo humilde, es como los hermanos pueden ofrecer a 
los ladrones la paz evangélica y convertirlos en hijos de la paz y de la 
salvación. 

3. Paz con el tirano terrible y sanguinario, o el lobo feroz convertido 
en lobo manso (Actus 23; Flor 21)

El episodio del lobo de Gubbio constituye, junto con el de la 
predicación de Francisco a las avecillas, uno de los temas más 
populares y más tratados por la literatura y la iconografía franciscana. 
El relato es conocido por todos. Recordemos sus principales 
momentos.

Situación inicial: una ciudad en estado de sitio, sometida al terror 
por un enemigo que anda rondando a sus puertas. Un enemigo 
enorme, feroz, cruel, y que infunde el pánico colectivo. Los habitantes 
viven aterrorizados y sin atreverse a abandonar la protección de las 
murallas de la ciudad, ni siquiera armados. Es una situación de 
bloqueo. Y los dos enemigos frente a frente, cada uno con sus 
propias preocupaciones o necesidades: el lobo, atormentado por el 
hambre; la gente, carente de toda seguridad.

San Francisco vive por entonces en Gubbio. Sufre con los 
ciudadanos, «compatiens illis», como el samaritano a la vista de aquel 
hombre saqueado, apaleado y abandonado medio muerto con el que 
se topó a la vera del camino. Se dispone a salir al encuentro del lobo. 
Jesucristo, que domina los espíritus de toda carne, es su única 
esperanza. Francisco sale del pueblo sin protección, llevando como 
única arma la señal de la cruz, y puesta en Dios toda su confianza.

Se encamina hacia el lugar donde está el lobo. El lobo avanza, 
agresivo, con las fauces abiertas y amenazantes, al encuentro de 
Francisco.

En el relato, como en la realidad, la cruz constituye, ¡nunca mejor 
dicho!, el punto crucial: el punto en el que la historia cambia por 
completo, el momento de la conversión. A la vista de la cruz, el lobo 
cierra las fauces, deja de correr, se acerca mansamente y se echa a 
los pies de Francisco; la cruz convierte al lobo en hermano. Tras 
hacer la señal de la cruz y confiando sólo en ella, Francisco llama al 
lobo y le ordena: «¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de 
Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.» La cruz, por último, 
convierte al terrible lobo en un cordero manso y obediente. La cruz, 
signo de la reconciliación ofrecida por Cristo y con el que Cristo 
domina el espíritu de toda carne enemiga. Este texto contiene toda la 
riqueza teológica de la redención. Hablar de la acción reconciliadora 
de Francisco entre el lobo y los habitantes de Gubbio, silenciando la 
señal redentora de la cruz con la que va armado —poco importa si 
interna o externamente—, equivale a vaciar totalmente el texto de su 
contenido decisivo y redentor.

Francisco y el lobo reunidos fuera de la ciudad. Primero tenemos la 
predicación de Francisco al lobo. El lobo es lobo. Francisco no lo 
niega, como tampoco negó que los bandidos eran bandidos. Mereces, 
le dice, la muerte eterna, pues destruyes las criaturas hechas a 
imagen de Dios. Suscitas agresividad y guerra; sólo tienes enemigos, 
y eso por tu culpa. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces 
entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante y ellos 
te perdonen todas tus ofensas. A continuación viene el pacto de paz: 
Hermano lobo, yo te prometo que nadie te hará daño y que nunca 
más padecerás hambre; pero tú has de prometerme que no harás 
daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. El lobo lo 
promete y, en fe de su promesa, levanta una de las patas delanteras y 
la coloca mansamente en las manos de Francisco.

Francisco y el lobo entran en la ciudad, el terreno de los enemigos 
del lobo. Y lo primero que hace aquí Francisco es también predicar a 
los ciudadanos. En línea con su misión apostólica, Francisco, artífice 
de paz, predica la conversión tanto a una como a otra parte. Es fácil 
predicar a unos la conversión de los otros, como se hace con 
frecuencia en los movimientos socio-políticos. Francisco dice a los 
ciudadanos de Gubbio: el mal está dentro y no fuera de vosotros; el 
verdadero enemigo no es el lobo, ese pequeño animal que sólo puede 
matar el cuerpo; el gran enemigo es el pecado que hay en vosotros; 
convertíos, por tanto, y Dios os librará del pequeño y del gran 
enemigo. Terminado el sermón, viene el pacto de paz. Francisco 
propone la paz a la otra parte: si os convertís y os comprometéis a 
darle cada día al lobo lo que necesita, yo salgo fiador de que él 
cumplirá también el pacto de paz y no os dañará en adelante en cosa 
alguna. El pueblo se compromete, a una voz, a cumplir el pacto, y el 
lobo, con sus gestos, da fe pública de su promesa. A partir de 
entonces, como sabemos, el lobo entró a formar parte de la ciudad, 
como los demás ciudadanos.

Este relato es tan denso que haría falta mucho tiempo para 
analizarlo y extraerle toda su riqueza. Posee tanta profundidad que, 
en cierto modo, uno queda mudo ante sus enseñanzas sobre la 
construcción de la paz. Los discípulos de Francisco no podemos 
pretender poner paz entre los enemigos, si no tenemos depositada 
toda nuestra confianza en el Señor Jesús y no llevamos su cruz. La 
cruz nos sitúa en el nivel exacto de nuestra acción. Y también en el 
nivel exacto de nuestra certeza y de nuestra esperanza, a la vez que 
de nuestra razón de ser de hermanos menores, pues sabemos que 
ella ha vencido la muerte y el mal. 

4. Artífice de paz en el seno de la ciudad

Francisco de Asís intervino directamente para poner paz en varias 
ciudades desgarradas por guerras intestinas: Arezzo, Siena, Bolonia y 
Asís (6). Y en otros lugares. Vamos a fijarnos, a título de ejemplo, en 
los casos de Bolonia y de Asís.

a) Bolonia (7) 
Uno de los testimonios más expresivos de este hecho nos lo ha 
transmitido un tal Tomás, archidiácono de Spalato, quien nos relata el 
acontecimiento en primera persona:

«Este mismo año (el de 1222) residía yo en la casa de estudios de 
Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a san 
Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; 
habían acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio 
del sermón versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios"¼ 
Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las 
enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los 
convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su presencia personal era 
irrelevante, y su rostro nada atrayente. Pero con todo, por la mucha 
eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas familias de 
la nobleza, que desde antiguo habían tenido entre sí un odio tan feroz 
que les había llevado muchas veces a mancillarse con el 
derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces¼» (BAC 
970).

Partiendo de un tema teológico que fácilmente se prestaba a 
discusiones académicas, «los ángeles, los hombres y los demonios», 
Francisco va derecho a lo que considera esencial y forma parte de su 
misión: las relaciones humanas, la paz entre los hombres. En este 
ámbito es donde, según él, se decide el destino de los hombres.

En segundo lugar, llama la atención la insistencia de Francisco en la 
necesidad de «restablecer convenios de paz». La paz que él predica 
no se reduce a un estado anímico, a unas disposiciones interiores 
nuevas. No hay paz efectiva y estable entre los ciudadanos sino en el 
respeto de los derechos de todos y de cada uno. Estos derechos han 
sido lesionados; hay que restablecerlos. Deben inscribirse con 
claridad en la Carta. Estamos en la época de las cartas de libertad. 
Como auténtico hijo del común de Asís, Francisco sabe muy bien de 
qué está hablando cuando invita a los habitantes de Bolonia a 
restablecer convenios de paz, a formular un nuevo pacto social. La 
actitud interior renovada debe desembocar en una acción concreta.

Por último, Tomás insiste en la apariencia insignificante de 
Francisco. Los sabios de la universidad de Bolonia quedaron 
admirados de la palabra de aquel hombre que se sabía y se definía 
«ignorans et idiota», ignorante e indocto (CtaO 39; cf. Test 19; VerAl 
11). Estamos en pleno centro del secreto de Francisco, de ese 
secreto que fray Maseo quería comprender cuando le preguntaba: 
«¿Por qué a ti?», y del que hablaremos luego.

b) Asís: restablecimiento de la paz entre el obispo y el podestà

También este hecho es muy conocido. Francisco se encuentra muy 
enfermo y atraviesa una crisis interior que acrisolará su propia 
reconciliación interna, y cuya expresión externa serán las 
«alabanzas», el Cántico del hermano Sol (cf. LP 83). Durante ese 
mismo tiempo, el obispo y el podestà de Asís se odian cordialmente y 
luchan entre ellos a base de condenas: el obispo excomulga al 
podestà; éste, por su parte, prohíbe cualquier contrato legal con el 
obispo. Una excomunión recíproca y con idénticos efectos. Era un 
verdadero bloqueo psicológico y económico. Y un estancamiento 
económico de consecuencias desastrosas para todos, pues nadie 
podía hacer intercambios. Una ciudad paralizada. Y una única salida 
posible: la escalada de la guerra hasta que uno aplastara al otro. La 
única salida¼ a menos que se llegue a una reconciliación entre 
ambas partes.

Francisco, que está gravemente enfermo, siente compasión por 
ellos (una vez más encontramos la actitud del samaritano del 
evangelio). Dos hombres están a punto de aniquilarse mutuamente, y 
no hay nadie que intervenga para evitarlo. «Es una gran vergüenza 
para nosotros, siervos de Dios, que nadie se preocupe de restablecer 
entre el obispo y el podestà la paz y la concordia.» Ante tal 
circunstancia, compone para sus «alabanzas» una nueva estrofa, la 
estrofa del perdón por amor de Dios. Y envía a dos hermanos a 
cantar delante de ambos antagonistas el Cántico del hermano Sol, 
con esa nueva estrofa. Francisco está seguro de que el Señor volverá 
humildes sus corazones y, «restablecida la paz, volverán a su anterior 
amistad y afecto».

«El Señor volverá humildes sus corazones»: he aquí el objeto de la 
conversión, la condición para restablecer esa paz que los hermanos 
menores deben anunciar a todos. De hecho, el podestà le tiene tanta 
veneración y cariño a Francisco, que escucha envuelto en lágrimas y 
con inmenso respeto la palabra que le proclaman en su nombre, se 
confiesa delante de todos y, tras manifestar su humildad y conversión, 
se arroja a los pies del obispo prometiendo, por amor de Jesucristo y 
de su siervo Francisco, darle satisfacción por todas sus ofensas. El 
obispo, a su vez, conmovido por la humilde sumisión del podestà, lo 
levanta; su corazón se vuelve humilde («mi cargo exige en mí 
humildad, pero tengo un carácter pronto a la cólera»), y le pide 
perdón al podestà.

Otro ejemplo de reconciliación, lleno de enseñanzas para guiarnos 
a nosotros los hermanos menores en nuestra tarea de artífices de 
paz. Ésta necesita previamente la humildad, condición del perdón.



V
EL SECRETO DE FRANCISCO:
«SEAN MENORES Y ESTÉN SUJETOS A TODOS» (1 R 7,2)


Al final de esta rápida exposición sobre Francisco evangelizador y 
hombre de paz, nos preguntamos: ¿Cuál fue su secreto? Él mismo 
nos lo revela en el nombre que nos impuso: hermanos menores. 
«Menor» no es un simple calificativo: es un programa de vida, un 
calificativo dinámico y no estático. No significa que somos pequeños, 
sino que debemos hacernos humildes, más pequeños (comparativo), 
menores que aquellos con quienes nos encontramos: «Que se 
sometan a toda humana criatura por Dios» (1 R 16,6). Es el camino 
que nos trazó Jesús, el Hijo de Dios, que es el camino, la verdad y la 
vida.

San Pablo nos recomienda y describe ese mismo camino en su 
carta a los Filipenses, a quienes dice: Comportaos mutuamente como 
Jesús se comportó con vosotros, considerando cada cual a los demás 
como superiores a sí mismo (véase Fil 2, 1-11). ¿No consiste 
precisamente en eso el «ser menor»?

¡Considerar al otro superior a uno mismo! Hermanos menores: 
mediante el inmenso respeto con que os honráis mutuamente y con 
que honráis a todas las criaturas es como seréis artífices de paz y 
evangelizadores al modo de Francisco de Asís. Haced por los demás 
lo que Cristo hizo por vosotros. Él, que es Dios y Señor del universo, 
no retuvo con avidez el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de su 
rango para servirnos humildemente, como el siervo que lava los pies a 
su amo. Él se humilló, se abajó a ras de tierra (humus), 
considerándonos como superiores a Él, considerándonos en cierto 
modo sus señores, a los que se hizo obediente hasta la muerte. Y 
porque actuó así, se convirtió en el más grande, en el más feliz de los 
hombres. Nos dio ejemplo para que nosotros le sigamos, si queremos 
ser también nosotros dichosos y hacer dichosos y pacíficos a los 
demás.

¡Ese es el secreto de Francisco! Considerar al otro superior a uno 
mismo, colmarlo de estima y de respeto, facilitarle el espacio que 
necesita para nacer, existir y crecer. Así es como seremos 
instrumentos de paz: brindándonos al servicio del crecimiento del otro, 
de los otros. Como el Maestro. ¿Por qué acudían tantas personas, y 
no siempre las más recomendables, a Jesús en el Evangelio? 
¿Porque se sentían aplastadas por la personalidad o perfección de 
Jesús? ¡Todo lo contrario! Porque cuando se acercaban a Él, «manso 
y humilde de corazón», se sentían tan respetadas, que se llenaban de 
vida y se volvían capaces de llevar una vida y de ofrecer una paz y un 
perdón que antes les eran imposibles. ¡Ese fue el secreto de Jesús, el 
Dios que se hace humilde para que podamos seguir sus huellas!

¡Cómo no evocar aquí otro episodio de la vida de san Francisco! Un 
episodio muy conocido de las Florecillas (Flor 10). Francisco y Maseo 
caminan un día juntos. Fray Maseo es un hombre guapo, de elegante 
presencia y predicador elocuente; proviene de una familia importante 
y ha recibido una buena formación; tiene el don de la palabra, sabe 
presentarse y da gusto escucharle. Francisco, en cambio, ya nos lo 
describía Tomás de Spalato, es bajito, de presencia irrelevante, 
consumido por las privaciones, desaliñado en el vestido. No ha 
frecuentado las escuelas. Sin embargo, su palabra es un imán, y su 
persona una llama que caldea; todo el mundo corre tras él, la gente 
se atropella para escucharle. Cuando está presente Francisco, Maseo 
queda eclipsado, la gente lo ignora. Es algo que Maseo no llega a 
comprender y a lo que le da vueltas continuamente. ¿Cómo es posible 
que un hombrecillo de tan poca apariencia y, en resumidas cuentas, 
tan trivial, logre un éxito tan clamoroso? No pudiendo contenerse, y 
con una pizca de envidia, exclama: «¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? 
¿Por qué a ti?» Tras un momento de ferviente oración, Francisco le 
responde: «¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a 
mí? ¿Quieres saber por qué a mí? Porque el Señor no ha hallado 
sobre la tierra a ninguno más vil ni más inútil ni más grande pecador 
que yo.» Con otras palabras, porque todos son superiores a mí. La 
respuesta es clara. En presencia de Francisco, tan simple y 
respetuoso, todos se sienten a gusto, nadie tiene miedo de ser lo que 
es, todos se descubren capaces de dar el paso de la reconciliación. 
Como vemos en el Evangelio que ocurría a las personas que se 
acercaban a Jesús, nuestro Dios humilde.

Hermanos, permitidme que concluya con estas palabras del seráfico 
Padre: «La paz que proclamáis con la boca, debéis tenerla 
desbordante en vuestros corazones, de tal suerte que para nadie 
seáis motivo de ira ni de escándalo, antes bien por vuestra paz y 
mansedumbre invitéis a todos a la paz y a la benignidad. Para esto 
hemos sido llamados, para curar a los heridos, vendar las fracturas y 
atraer a los descarriados. Muchos hay que creemos miembros del 
diablo y que algún día serán discípulos de Cristo» (AP 38c; cf. 
CC.GG. 68, 2).

¡En alabanza de Cristo y de san Francisco, su servidor!

MAILLEUX-ROMAIN

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1. Los escritos en los que Jacobo de Vitry habla sobre san Francisco y los 
franciscanos, pueden verse en Francisco de Asís. Escritos. Biografías. 
Documentos de la época (ed. J. A. Guerra), Madrid, BAC, segunda edición, 
963ss. Citaremos BAC y página
2. En esta parte de la exposición reproduzco, con frecuencia literalmente, las 
páginas 4 y 5 de la conferencia de É. Leclerc, OFM, François d'Assise 
homme de paix, conferencia pronunciada en una sesión de «Justicia y Paz» 
de la Provincia Franciscana Francesa del Oeste y publicada en el Bulletin de 
Liaison de la misma Provincia, ejemplar no numerado, La Vicomté-Dinard, 
4-8 abril 1988, 3-13. La cursiva indica que la cita es literal.
Resumida, esta conferencia fue publicada en Évangile Aujord-hui, cuyo 
texto tradujo y publicó Sel. Fran. n. 55 (1990) 99-109: Francisco de Asís, 
hombre de paz. 
3. Véase É. Leclerc, art. cit., p. 7. 
4. También esta tercera parte está tomada del texto de É. Leclerc, art. cit., 
páginas 8-9.
5. Pueden verse los testimonios de Jacobo de Vitry, así como el de Ernoul, en 
BAC 964ss.
6. Para la intervención en Arezzo, véase 2 Cel 108; para la de Siena, Flor 11; 
en cuanto a la de Bolonia, véase BAC 970; respecto a la de Asís, véase LP 
84 y EP 101.
7. Respecto a la intervención de Francisco en Bolonia, cito el texto de É. 
Leclerc, art. cit., p. 10.
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