CAPÍTULO
VI
EL
VIAJE A ROMA (1887)
Tres
días después del viaje a Bayeux, tenía que emprender otro mucho más largo:
el viaje a la ciudad eterna97...
¡Qué
viaje aquél...! Sólo en él aprendí más que en largos años de estudios, y
me hizo ver la vanidad de todo lo pasajero y que todo es aflicción de espíritu
bajo el sol...
Sin
embargo, vi cosas muy hermosas; contemplé todas las maravillas del arte y de la
religión; y, sobre todo, pisé la misma tierra que los santos apóstoles y la
tierra regada con la sangre de los mártires, y mi alma se ensanchó al contacto
con las cosas santas...
Me
alegro mucho de haber estado en Roma; pero comprendo a quienes, en el mundo,
pensaron que papá me había hecho hacer este largo viaje para hacerme cambiar
de idea sobre la vida religiosa. Y la verdad es que hubo cosas en él capaces de
hacer vacilar una vocación poco firme.
Celina
y yo, que nunca habíamos vivido entre gentes del gran mundo, nos encontramos
metidas en medio de la nobleza, de la cual se componía casi exclusivamente la
peregrinación98.
Pero todos aquellos títulos y aquellos "de", lejos de deslumbrarnos,
no nos parecían más que humo...Vistos de lejos, me habían ofuscado un poco
alguna vez, pero de cerca, vi que "no todo lo que brilla es oro" y
comprendí estas palabras [56rº] de la Imitación: "No vayas tras esa
sombra que se llama el gran nombre, ni desees tener muchas e importantes
relaciones, ni la amistad especial de ningún hombre99".
Comprendí
que la verdadera grandeza está en el alma, y no en el nombre, pues como dice
Isaías: "El Señor dará otro nombre a sus elegidos", y san Juan dice
también: "Al vencedor le daré una piedra blanca, en la que hay escrito un
nombre nuevo que sólo conoce quien lo recibe". Sólo en el cielo
conoceremos, pues, nuestros títulos de nobleza. Entonces cada cual recibirá de
Dios la alabanza que merece. Y el que en la tierra haya querido ser el más
pobre y el más olvidado, por amor a Jesús, ¡ése será el primero y el más
noble y el más rico...!
La
segunda experiencia que viví se refiere a los sacerdotes. Como nunca había
vivido en su intimidad, no podía comprender el fin principal de la reforma del
Carmelo. Orar por los pecadores me encantaba; ¡pero orar por las almas de los
sacerdotes, que yo creía más puras que el cristal, me parecía muy
extraño...!
En
Italia comprendí mi vocación. Y no era ir a buscar demasiado lejos un
conocimiento tan importante...
Durante
un mes conviví con muchos sacerdotes santos, y pude ver que si su sublime
dignidad los eleva por encima de los ángeles, no por eso dejan de ser hombres
débiles y frágiles... Si los sacerdotes santos, a los que Jesús llama en el
Evangelio "sal de la tierra", muestran en su conducta que tienen una
enorme necesidad de que se rece por ellos, ¿qué habrá que decir de los que
son tibios? ¿No ha dicho también Jesús: "Si la sal se vuelve sosa, ¿con
qué la salarán?"
¡Qué
hermosa es, Madre querida, la vocación que tiene como objeto conservar la sal
destinada a las almas! Y ésta es la vocación del Carmelo, pues el único fin
de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstoles de apóstoles,
rezando por ellos mientras ellos evangelizan a las almas con su palabra, y sobre
todo con su ejemplo...
[56vº]
He de detenerme, pues si continuase hablando de este tema, ¡no acabaría
nunca...!
Voy
a contarte mi viaje, Madre querida, con algún detalle; perdóname si te doy
demasiados, pues no pienso lo que voy a escribir, y lo hago en tantos ratos
perdidos, debido al poco tiempo libre que tengo, que mi narración quizás te
resulte aburrida... Me consuela pensar que en el cielo volveré a hablarte de
las gracias que he recibido y que entonces podré hacerlo con palabras amenas y
arrobadoras... Allí nada vendrá ya a interrumpir nuestros desahogos íntimos y
con una sola mirada lo comprenderás todo... Mas como ahora necesito todavía
emplear el lenguaje de esta triste tierra, trataré de hacerlo con la sencillez
de un niño que conoce el amor de su madre...
París:
Nuestra Señora de las Victorias
La
peregrinación salía de París el 7 de noviembre, pero papá nos llevó allí
unos días antes para que la visitáramos.
Una
mañana100,
a las tres de la madrugada, atravesaba la ciudad de Lisieux, que aún dormía.
Muchas emociones pasaron en esos momentos por mi alma. Sabía que iba hacia lo
desconocido y que allá lejos me esperaban grandes cosas... Papá iba feliz.
Cuando el tren arrancó, él se puso a cantar aquella vieja canción:
"Rueda, rueda, diligencia, que ya estamos en camino".
Llegamos
a París por la mañana, y comenzamos enseguida a visitar la ciudad. Nuestro
pobre papaíto se desvivió por complacernos, así que en poco tiempo teníamos
vistas todas las maravillas de la capital.
Yo
sólo encontré una que verdaderamente me encantara, y esa maravilla fue:
"Nuestra Señora de las Victorias". ¡Imposible decir lo que sentí a
sus pies...! Las gracias que me concedió me emocionaron tan profundamente, que
sólo mis lágrimas traducían mi felicidad, como en el día de mi primera
comunión... La Santísima Virgen me hizo sentir que había sido realmente ella
quien me había sonreído y curado. Comprendí que velaba por mí y que yo era
su hija; y que, entonces, yo no podía darle ya [57rº] otro nombre que el de
"mamá", que me parecía mucho más tierno que el de Madre...
¡Con
qué fervor le pedí que me amparara siempre y que convirtiera pronto mi sueño
en realidad, escondiéndome a la sombra de su manto virginal...! Ese había sido
uno de mis primeros deseos de niña... Luego, al crecer, había comprendido que
sólo en el Carmelo podría encontrar de verdad el manto de la Santísima
Virgen, y hacia esa fértil montaña volaban todos mis deseos...
Supliqué
también a Nuestra Señora de las Victorias que alejase de mí todo lo que
pudiese empañar mi pureza. No ignoraba que en un viaje como éste a Italia, se
encontrarían muchas cosas capaces de turbarme, sobre todo porque, al no conocer
el mal, temía descubrirlo, por no haber experimentado todavía que para el puro
todo es puro y que las almas sencillas y rectas no ven mal en ninguna parte,
pues el mal sólo existe en los corazones impuros y no en los objetos
inanimados...
Rogué
también a san José que velase por mí. Desde mi niñez le tenía una devoción
que se confundía con mi amor a la Santísima Virgen. Todos los días le rezaba
la oración: "San José, padre y protector de las vírgenes".
Con
esto, emprendí sin miedo el largo viaje. Iba tan bien protegida, que me
parecía imposible tener miedo.
Después
de consagrarnos al Sagrado Corazón en la basílica de Montmartre, salimos de
París el lunes 7 muy de madrugada. No tardamos en ir conociendo a las demás
personas de la peregrinación. Yo, que era tan tímida que no solía atreverme
casi a hablar, me hallé completamente libre de tan molesto defecto. Con gran
sorpresa mía, hablaba libremente con todas las grandes damas, con los
sacerdotes, e incluso con el obispo de Coutances. Como si hubiese vivido siempre
en ese mundo.
Creo
que [57vº] todo el mundo nos quería, y a papá se le veía orgulloso de sus
hijas. Pero si él estaba orgulloso de nosotras, nosotras no lo estábamos menos
de él, pues en toda la peregrinación no había un caballero más apuesto ni
distinguido que mi querido rey. Le gustaba verse acompañado de Celina y de mí,
y muchas veces, cuando no íbamos en coche y yo me alejaba de su lado, me
llamaba para que le diese el brazo como en Lisieux...
El
Sr. abate Révérony se fijaba muy atentamente en todo lo que hacíamos. Con
frecuencia le sorprendía mirándonos de lejos. En la mesa, cuando yo no estaba
enfrente de él, encontraba la manera de inclinarse para verme y para escuchar
lo que decía. Quería, sin duda, conocerme para saber si yo era realmente capaz
de ser carmelita. Y creo que debió quedar satisfecho del examen, pues al final
del viaje pareció estar bien dispuesto en mi favor. Pero en Roma estuvo muy
lejos de serme favorable, como luego diré.
Suiza
Antes
de llegar a la ciudad eterna, meta de nuestra peregrinación, tuvimos ocasión
de contemplar muchas maravillas. Primero fue Suiza, con sus montañas cuyas
cimas se pierden entre las nubes, y sus impetuosas cascadas despeñándose de
mil diferentes maneras, y sus profundos valles plagados de helechos gigantes y
de brezos rosados.
¡Cuánto
bien, Madre querida, hicieron a mi alma todas aquellas maravillas de la
naturaleza derramadas con tanta profusión! ¡Cómo la hicieron elevarse hacia
Quien quiso sembrar de tanta obra maestra esta tierra nuestra de destierro que
no ha de durar más que un día...! No tenía ojos bastantes para mirar. De pie,
pegada a la ventanilla, casi se me cortaba la respiración. Hubiera querido
estar a los dos lados del vagón, pues, al volverme, contemplaba paisajes de
auténtica fantasía y totalmente diferentes de los que se extendían ante mí.
Unas
veces nos hallábamos en la cima de una montaña. A nuestros pies, [58rº]
precipicios cuya profundidad no podía sondear nuestra mirada parecían
dispuestos a engullirnos...
Otras
veces era un pueblecito encantador, con sus esbeltas casitas de montaña y su
campanario sobre el que se cernían blandamente algunas nubes resplandecientes
de blancura...
Allá
más lejos, un ancho lago, dorado por los últimos rayos del sol. Sus ondas,
serenas y claras, teñidas del color azul del cielo mezclado con las luces
rojizas del atardecer, ofrecían a nuestros ojos maravillados el espectáculo
más poético y encantador que se pueda imaginar...
En
lontananza, sobre el vasto horizonte, se divisaban las montañas cuyos contornos
imprecisos hubieran escapado a nuestra vista si sus cumbres nevadas, que el sol
volvía deslumbrantes, no hubiesen añadido un encanto más al hermoso lago que
nos fascinaba...
La
contemplación de toda esa hermosura hacía nacer en mi alma pensamientos muy
profundos. Me parecía comprender ya en el tierra la grandeza de Dios y las
maravillas del cielo...
La
vida religiosa se me aparecía tal cual es, con sus sujeciones y sus pequeños
sacrificios realizados en la sombra. Comprendía lo fácil que es replegarse
sobre uno mismo y olvidar el fin sublime de la propia vocación, y pensaba: Más
tarde, en la hora de la prueba, cuando, prisionera en el Carmelo, no pueda
contemplar más que una esquinita del cielo estrellado, me acordaré de lo que
estoy viendo hoy; y ese pensamiento me dará valor; y al ver la grandeza y el
poder de Dios -el único a quien quiero amar-, olvidaré fácilmente mis pobres
y mezquinos intereses. Ahora que "mi corazón ha vislumbrado lo que Jesús
tiene preparado para los que lo aman", no tendré la desgracia de apegarme
a unas pajas...
Milán,
Venecia, Bolonia, Loreto
Después
de haber admirado el poder de Dios, pude también admirar el que él ha
concedido sus criaturas.
La
primera ciudad de Italia que visitamos fue Milán. La catedral, toda de mármol
blanco, y con sus estatuas suficientemente numerosas como para formar un pueblo
innumerable, [58vº] la visitamos hasta en sus mas pequeños detalles.
Celina
y yo éramos intrépidas. Siempre íbamos las primeras y seguíamos muy de cerca
a Monseñor para ver todo lo referente a las reliquias de los santos y escuchar
bien las explicaciones. Por ejemplo, mientras él celebraba el santo sacrificio
sobre la tumba de san Carlos, nosotras estábamos con papá detrás del altar,
con la cabeza apoyada en la urna que guarda el cuerpo del santo revestido de sus
ornamentos pontificales. Y así hacíamos en todas partes... Excepto cuando se
trataba de subir adonde la dignidad de un obispo no lo permitía, pues en tales
casos sabíamos muy bien separarnos de Su Excelencia...
Dejando
a las tímidas señoras tapándose la cara con las manos después de subir a los
primeros campaniles que coronaban la catedral, nosotras seguimos a los
peregrinos más audaces y llegamos hasta lo alto del último campanario de
mármol, y tuvimos el placer de contemplar a nuestros pies la ciudad de Milán,
cuyos numerosos habitantes parecían un pequeño hormiguero...
Bajamos
de nuestro pedestal, y comenzamos nuestros paseos en coche, que iban a durar un
mes ¡y que iban a saciarme para siempre de mis ganas de rodar sin nunca
cansarme!
El
camposanto nos gustó todavía más que la catedral. Todas aquellas estatuas de
mármol blanco, a las que el cincel del genio parece haber insuflado vida,
están colocadas por el enorme campo de los muertos con una especie de estudiado
descuido que, para mi gusto, aumenta aún más su encanto... Uno casi se siente
tentado de acercarse a consolar a aquellos personajes idealizados que te rodean.
Su expresión es tan real, y su dolor tan sereno y resignado, que uno no puede
por menos de reconocer los pensamientos de inmortalidad que debían llenar el
corazón de los artistas que realizaron esas obras de arte
Hay
una niña arrojando flores sobre la tumba de sus padres. Parece como si el
mármol hubiera perdido su pesadez y los delicados pétalos se deslizaran entre
los dedos de la niña; el viento parece dispersarlos, y parece [59rº] también
hacer flotar el velo ligero de las viudas y las cintas con que las jóvenes
adornan sus cabellos.
Papá
estaba tan encantado como nosotras. En Suiza se había sentido cansado; pero
aquí recobró su jovialidad y disfrutó del hermoso espectáculo que
contemplábamos. Su alma de artista se reflejaba en las expresiones de fe y de
admiración que aparecían en su hermoso rostro.
Un
señor ya mayor (francés), que no tenía, sin duda, un alma tan poética, nos
miraba con el rabillo del ojo y decía malhumorado, como con aire de lamentar el
no poder compartir nuestra admiración: "¡Pero qué entusiastas son los
franceses"! Creo que aquel pobre señor hubiera hecho mejor quedándose en
su casa, pues no me pareció que estuviera satisfecho del viaje; con frecuencia
se ponía a nuestro lado, y de su boca no salían mas que quejas: estaba
descontento de los coches, de los hoteles, de las personas, de las ciudades, en
suma, de todo... Papá, con su habitual grandeza de alma, trataba de animarlo,
le cedía su sitio, etc.; en definitiva, se encontraba siempre a gusto en todas
partes y era de un temperamento diametralmente opuesto al de su desagradable
vecino... ¡Cuántos y cuán diferentes personajes encontramos! ¡Y qué
interesante el estudio del mundo cuando uno está a punto de abandonarlo...!
En
Venecia la escena cambió por completo. Allí, en lugar de los ruidos de las
grandes ciudades, sólo se oyen, en medio del silencio, los gritos de los
gondoleros y el murmullo del agua agitada por los remos.
Venecia
no carece de encantos, pero a mí me pareció una ciudad triste. El palacio de
los Duces es espléndido; pero resulta también triste, con sus enormes salones
en los que se hace una verdadera ostentación de oro, de maderas, de los
mármoles más preciosos y de los cuadros de los más célebres maestros. Hace
ya muchos años que sus bóvedas sonoras han dejado de escuchar la voz de los
gobernadores pronunciando sentencias de vida o de muerte en aquellas salas que
atravesábamos... Han dejado de sufrir los desdichados prisioneros encerrados
por los duces en los calabozos y en las [59vº] mazmorras subterráneas...
Al
visitar aquellas espantosas prisiones, me parecía estar viviendo en los tiempos
de los mártires, ¡y me habría gustado poder quedarme allí para imitarlos...!
Pero tuvimos que salir prontamente y pasar el puente de los suspiros, así
llamado a causa de los suspiros de alivio que daban los condenados al verse
libres del horror de los sótanos, a los que preferían la muerte...
Desde
Venecia nos dirigimos a Padua, donde veneramos la lengua de san Antonio. Y de
allí a Bolonia, donde vimos el cuerpo de santa Catalina, que conserva la huella
del beso del Niño Jesús.
Muchos
son los detalles interesantes que podría dar sobre cada ciudad y sobre las mil
peripecias de nuestro viaje, pero sería para nunca acabar, por lo que sólo voy
a escribir los detalles más importantes.
Respiré
al salir de Bolonia. Esa ciudad se me había hecho insoportable a causa de los
estudiantes que la llenaban y que formaban un auténtico cerco a nuestro
alrededor cuando teníamos la desgracia de salir a pie, y sobre todo a causa de
la pequeña aventura que me sucedió con uno de ellos101.
Me alegré de emprender el camino hacia Loreto.
No
me extraña que la Santísima Virgen haya elegido este lugar para transportar a
él su bendita casa102.
Allí la paz, la alegría y la pobreza reinan como soberanas. Todo es sencillo y
primitivo. Las mujeres han conservado su vistoso traje italiano y no han
adoptado, como en otras ciudades, la moda de París. En una palabra, ¡Loreto me
encantó!
¿Y
qué puedo decir de la santa casa...? Me emocionó profundamente encontrarme
bajo el mismo techo que la Sagrada Familia, contemplar las paredes en las que
Jesús posó sus ojos divinos, pisar la tierra que José regó con su sudor y
donde María llevó en brazos a Jesús después de haberlo llevado en su seno
virginal... Visité la salita donde el ángel se apareció a la Santísima
Virgen... Metí mi rosario en la pequeña escudilla del Niño Jesús... ¡Qué
recuerdos tan maravillosos...!
[60rº]
Pero nuestra mayor alegría fue recibir al mismo Jesús en su casa y
convertirnos en su templo vivo en el mismo lugar que él honró con su
presencia.
Es
costumbre en Italia conservar el Santísimo, en las iglesias, sólo en un altar,
y solamente allí se puede recibir la sagrada comunión. Este altar se encuentra
en la misma basílica donde está la Santa Casa, encerrada como un diamante
precioso en un estuche de mármol blanco. Esto no nos gustó, pues queríamos
recibir la comunión, no en el estuche, sino en el mismo diamante.
Papá,
con su finura habitual, hizo como todo el mundo. Pero Celina y yo fuimos a
buscar a un sacerdote que nos acompañaba por todas partes, y que en aquel
preciso momento se disponía a celebrar la santa misa, por un privilegio
especial, en la Santa Casa. Pidió dos hostias pequeñas, que puso en la patena
con la hostia grande. Ya comprenderás, Madre querida, cuál sería nuestra
ilusión al recibir las dos juntas la sagrada comunión en aquella casa
bendita... Fue una alegría totalmente celestial que no se puede expresar en
palabras. ¿Qué será entonces cuando recibamos la comunión en la morada
celestial del rey de los cielos...? Allí ya no veremos que se nos acaba la
alegría, ni existirá ya la tristeza de la partida, y para llevarnos un
recuerdo no tendremos que rascar furtivamente las paredes santificadas por la
presencia divina, pues su casa será la nuestra por toda la eternidad....
Dios
no quiere darnos su casa de la tierra; se conforma con enseñárnosla para
hacernos amar la pobreza y la vida escondida. La que nos reserva es su propio
palacio de la gloria, donde ya no le veremos escondido bajo las apariencia de un
niño o de una blanca hostia, ¡¡¡sino tal cual es en el esplendor de su
gloria infinita...!!!
El
coliseo y las catacumbas
Ahora
sólo me falta ya hablar de Roma. ¡De Roma, meta de [60vº] nuestro viaje,
donde yo esperaba encontrar el consuelo, pero donde encontré la cruz...!
Llegamos
a Roma de noche y dormidos. Nos despertaron los empleados de la estación, que
gritaban: "Roma, Roma". No era un sueño, ¡estaba en Roma...!
El
primer día lo pasamos extramuros, y fue quizás el más delicioso de todos,
pues todos los monumentos han conservado su sello de antigüedad, mientras que
en el centro de Roma, ante el fausto de los hoteles y de las tiendas, uno tiene
la impresión de estar en París.
Aquel
paseo por la campiña romana me ha dejado un gratísimo recuerdo. No hablaré de
los lugares que visitamos, pues hay bastantes libros que los describen por
extenso, sino solamente de las principales emociones que viví.
Una
de las más dulces fue la que me hizo estremecerme a la vista del Coliseo. Por
fin, podía ver aquella arena en la que tantos mártires habían derramado su
sangre por Jesús, y ya me disponía a besar la tierra que ellos habían
santificado. ¡Pero qué decepción la mía! El centro no era más que un
montón de escombros que los peregrinos tenían que conformarse con mirar, pues
una valla les impedía entrar. Por otra parte, nadie sintió la tentación de
intentar meterse por en medio de aquellas ruinas...
¿Pero
valía la pena haber venido a Roma y quedarse sin bajar al Coliseo...? Aquello
me parecía imposible. Ya no escuchaba las explicaciones del guía, sólo un
pensamiento me rondaba por la cabeza: bajar a la arena...
Al
ver pasar a un obrero con una escalera, estuve a punto de pedírsela.
Afortunadamente no puse en práctica mi idea, pues me habría tomado por loca...
Se
dice en el Evangelio que la Magdalena, perseverando junto al sepulcro y
agachándose insistentemente para mirar dentro, acabó por ver dos ángeles. Yo,
igual que ella, aun reconociendo la imposibilidad de ver cumplidos mis deseos,
[61rº] seguía agachándome hacia las ruinas, adonde quería bajar.
Por
fin, no vi ángeles, pero sí lo que buscaba. Lancé un grito de alegría y le
dije a Celina: "¡Ven corriendo, vamos a poder pasar...!"
Inmediatamente
sorteamos la valla, hasta la que en aquel sitio llegaban los escombros, y
comenzamos a escalar las ruinas, que se hundían bajo nuestros pies.
Papá
nos miraba, completamente asombrado de nuestra audacia, y no tardó en
indicarnos que volviéramos. Pero las dos fugitivas ya no oían nada. Lo mismo
que los guerreros sienten aumentar su valor en medio del peligro, así nuestra
alegría iba en aumento en proporción al trabajo que nos costaba alcanzar el
objeto de nuestros deseos.
Celina,
más previsora que yo, había escuchado al guía, y acordándose de que éste
acababa de señalar un pequeño adoquín marcado con una cruz como el lugar en
el que combatían los mártires, se puso a buscarlo. No tardó en encontrarlo,
y, arrodillándonos sobre aquella tierra sagrada, nuestras almas se fundieron en
una misma oración...
Al
posar mis labios sobre el polvo purpurado por la sangre de los primeros
cristianos, me latía fuertemente el corazón. Pedí la gracia de morir también
mártir por Jesús, y sentí en el fondo del corazón que mi oración había
sido escuchada...
Todo
esto sucedió en muy poco tiempo, y después de coger algunas piedras, volvimos
hacia los muros en ruinas para volver a comenzar nuestra arriesgada empresa.
Papá, al vernos tan contentas, no tuvo valor para reñirnos, y me di cuenta de
que estaba orgulloso de nuestra valentía...
Dios
nos protegió visiblemente, pues los peregrinos no se dieron cuenta de nuestra
empresa por estar algo más lejos que nosotros, ocupados sin duda en contemplar
las magníficas arcadas, de las que el guía estaba resaltando "las
pequeñas cornisas y los cupidos colocados sobre ellas"103.
Y así, ni él ni los "señores abates" se enteraron de la alegría
que embargaba nuestros corazones...
También
las catacumbas me dejaron una gratísima impresión. Son [61vº] tal como me las
había imaginado leyendo su descripción en la vida de los mártires. La
atmósfera que allí se respira está tan llena de fragancia, que, después de
pasar en ellas buena parte de la tarde, me daba la impresión de haber estado
tan sólo unos instantes...
Teníamos
que llevarnos algún recuerdo de las catacumbas. Así que, dejando que se
alejase un poco la procesión, Celina y Teresa se deslizaron las dos juntas
hasta el fondo del antiguo sepulcro de santa Cecilia y cogieron un poco de la
tierra santificada por su presencia.
Antes
del viaje a Roma, yo no tenía especial devoción a esta santa. Pero al visitar
su casa, convertida en iglesia, y el lugar de su martirio, al saber que había
sido proclamada reina de la armonía, no por su hermosa voz ni por su talento
musical, sino en memoria del canto virginal que hizo oír a su Esposo celestial
escondido en el fondo de su corazón, sentí por ella algo más que devoción:
una auténtica ternura de amiga... Se convirtió en mi santa predilecta, en mi
confidente íntima... Todo en ella me fascina, sobre todo su abandono y su
confianza sin límites, que la hicieron capaz de virginizar a unas almas que
nunca habían deseado más alegrías que las de la vida presente...
Santa
Cecilia se parece a la esposa del Cantar de los Cantares. Veo en ella "un
coro en medio de un campo de batalla..." Su vida no fue más que un canto
melodioso, aun en medio de las mayores pruebas, y no me extraña, pues "el
santo Evangelio reposaba sobre su corazón" y en su corazón reposaba el
Esposo de las vírgenes...
También
la visita a la iglesia de Santa Inés fue para mí muy dulce. Allí iba a
visitar en su casa a una amiga de la infancia. Le hablé largamente de la que
tan dignamente lleva su nombre, e hice todo lo posible por conseguir una
reliquia de la angelical patrona de mi Madre querida para traérsela. [62rº]
Pero no pudimos conseguir más que una piedrecita roja que se desprendió de un
rico mosaico cuyo origen se remonta a los tiempos de santa Inés y que ella
debió de mirar muchas veces. ¿No resulta encantadora la amabilidad de la
santa, al regalarnos ella misma lo que buscábamos y que nos estaba prohibido
tomar...? Siempre me ha parecido aquello una delicadeza y una prueba del amor
con que la dulce santa Inés mira y protege a mi Madre querida...
Audiencia
con León XIII
Seis
días pasamos visitando las principales maravillas de Roma, y el séptimo vi la
mayor de todas: "León XIII..."
Deseaba
que llegase aquel día, y al mismo tiempo lo temía. De él dependía mi
vocación, pues la respuesta que debía recibir de Monseñor no había llegado y
había sabido, Madre querida, por una carta tuya, que ya no estaba muy bien
dispuesto en mi favor. Así que mi única tabla de salvación era el permiso del
Santo Padre...
Pero
para obtenerlo, había que pedirlo. Tenía que atreverme a hablar "al
Papa" delante de todo el mundo. Y simplemente el pensarlo me hacía
temblar. Sólo Dios sabe, y mi querida Celina, lo que sufrí antes de la
audiencia. Nunca olvidaré cómo me acompañó ella en todas mis pruebas;
parecía como si mi vocación fuese la suya.
(Los
sacerdotes de la peregrinación se dieron cuenta de cómo nos queríamos. Una
noche estábamos en una reunión tan numerosa, que faltaban sillas; entonces
Celina me sentó sobre sus rodillas y nos miramos con tanto cariño, que un
sacerdote exclamó: "¡Cómo se quieren! ¡Esas dos hermanas serán siempre
inseparables!" Sí, nos queríamos; pero nuestro cariño era tan puro y tan
fuerte, que el pensamiento de la separación no nos inquietaba, pues sabíamos
que nada en el mundo, ni siquiera el océano, podría alejarnos una de otra...
Celina veía tranquila cómo mi [62vº] barquilla se iba acercando a la ribera
del Carmelo y se resignaba a quedarse en el mar tempestuoso del mundo todo el
tiempo que Dios quisiera, segura de que un día también ella llegaría a la
ribera objeto de nuestros deseos...)
El
domingo 20 de noviembre, vestidas según la etiqueta del Vaticano (es decir, de
negro, y con mantilla de encaje por tocado) y adornadas con una gran medalla de
León XIII que colgaba de una cinta azul y blanca, hicimos nuestra entrada en el
Vaticano, en la capilla del Sumo Pontífice.
A
las 8, nuestra emoción fue muy profunda al verle entrar para celebrar la santa
Misa... Tras bendecir a los numerosos peregrinos congregados a su alrededor,
subió las gradas del altar y nos demostró con su piedad, digna del Vicario de
Jesús, que era verdaderamente "el Santo Padre". Cuando Jesús bajó a
las manos de su Pontífice, mi corazón latió con fuerza y mi oración se hizo
ardiente. Sin embargo, la confianza llenaba mi corazón. El Evangelio de ese
día contenía estas palabras: "No temas, pequeño rebaño, porque mi Padre
ha tenido a bien daros su reino".
No,
no temía. Esperaba que muy pronto sería mío el reino del Carmelo. No pensaba
entonces en aquellas otras palabras de Jesús: "Yo os transmito el reino
como me lo transmitió mi Padre a mí". Es decir, te reservo cruces y
tribulaciones; así te harás digna de poseer ese reino por el que suspiras. Si
fue necesario que Cristo sufriera, para entrar así en su gloria, si tú quieres
tener un sitio a su lado, ¡tendrás que beber el cáliz que él mismo
bebió...! Ese cáliz me lo presentó el Santo Padre, y mis lágrimas fueron a
mezclarse con la amarga bebida que se me ofrecía.
Después
de la misa de acción de gracias que siguió a la de Su Santidad, comenzó la
audiencia.
León
XIII estaba sentado en un gran sillón. Vestía simplemente [63rº] una sotana
blanca y una muceta del mismo color, y en la cabeza no llevaba más que un
pequeño solideo. A su lado estaban, de pie, varios cardenales, arzobispos y
obispos, pero yo sólo los vi globalmente, pues mi atención estaba centrada en
el Santo Padre.
Ibamos
desfilando procesionalmente ante él. Cada peregrino, cuando le llegaba su
turno, se arrodillaba, besaba el pie y la mano de León XIII, recibía su
bendición y dos guardias nobles le tocaban, por ceremonia, indicándole así
que debía levantarse (al peregrino, pues me explico tan mal, que podría
entenderse que era al Papa).
Antes
de entrar en el salón pontificio, yo estaba completamente decidida a hablar;
pero sentí que mi valor flaqueaba cuando vi a la derecha del Santo Padre ¡al
"Señor Révérony...! Casi en aquel mismo instante nos dijeron de su parte
que prohibía hablar a León XIII, pues la audiencia se estaba prolongando
demasiado...
Yo
me volví hacia mi Celina querida para conocer su opinión.
"¡Habla!", me dijo104.
Un momento después estaba yo a los pies del Santo Padre. Después de besarle la
sandalia, me presentó la mano; pero en lugar de besársela, junté las mías y
elevando hacia su rostro mis ojos bañados en lágrimas, exclamé:
"¡Santísimo
Padre, tengo que pediros una gracia muy grande...!"
Entonces
el Sumo Pontífice inclinó hacia mí su cabeza, de manera que mi rostro casi
tocaba el suyo, y vi sus ojos negros y profundos que se fijaban en mí y
parecían querer penetrarme hasta el fondo del alma.
"¡Santísimo
Padre, en honor de vuestras bodas de oro, permitidme entrar en el Carmelo a los
15 años...!"
Sin
duda, la emoción hacía temblar mi voz. Por lo que el Santo Padre, volviéndose
hacia el Sr. Révérony, que me miraba asombrado y disgustado, le dijo:
"No
comprendo bien".
Si
Dios lo hubiera permitido, le habría sido fácil al Sr. Révérony alcanzarme
lo que deseaba, pero Dios quería darme cruz, y no consuelo.
"Santísimo
Padre (respondió el Vicario General), se trata de una niña que desea entrar en
el Carmelo a los 15 años; pero los superiores están en estos momentos
estudiando la cuestión".
"Bueno,
hija mía, respondió el Santo Padre mirándome bondadosamente, haz lo que te
digan los superiores":
Entonces,
apoyando mis manos [63vº] en sus rodillas, hice un último intento y le dije
con voz suplicante:
"¡Sí,
Santísimo Padre! Pero si usted dijese que sí, todo el mundo estaría de
acuerdo".
Me
miró fijamente y pronunció estas palabras, recalcando cada sílaba:
"Vamos...
vamos... Entrarás si Dios lo quiere..." (Y su acento tenía un no sé qué
de tan penetrante y convincente, que aún me parece estar oyéndole).
Animada
por la bondad del Santo Padre, quise seguir hablando, pero los dos guardias
nobles me tocaron cortésmente, para que me levantase; y viendo que con eso no
bastaba, me cogieron por los brazos y el Sr. Révérony les ayudó a levantarme,
pues seguía con las manos juntas apoyadas en las rodillas del Santo Padre, y
tuvieron que arrancarme de sus pies a viva fuerza...
Mientras
me quitaban de en medio de esa manera, el Santo Padre acercó su mano a mis
labios y después la levantó para bendecirme. Entonces los ojos se me llenaron
de lágrimas, y el Sr. Révérony pudo contemplar al menos tantos diamantes como
había visto en Bayeux...
Los
dos guardias nobles me llevaron en volandas, por así decirlo, hasta la puerta,
donde un tercero me dio un medalla de León XIII.
Celina,
que iba detrás de mí, acababa de ser testigo de la escena que acababa de
ocurrir. Casi tan emocionada como yo, tuvo no obstante valor para pedir al Santo
Padre una bendición para el Carmelo. El Sr. Révérony, con voz, malhumorada,
respondió:
"El
Carmelo ya está bendecido".
Y
el Santo Padre contestó con ternura:
"Sí,
sí, ¡ya está bendecido!"
Papá
se había acercado a los pies de León XIII antes que nosotras (con los
caballeros)105.
El Sr. Révérony había estado con él encantador, presentándolo como el padre
de dos carmelitas. El Santo Padre, como muestra de especial benevolencia, posó
su mano sobre la cabeza venerable de mi querido rey, como marcándole con un
sello misterioso en nombre de Aquel de quien era verdadero representante...
Ahora
que este padre de cuatro carmelitas está en el cielo, ya no es la mano del
Pontífice la que reposa sobre su frente, [64rº] profetizándole el martirio...
Es la mano del Esposo de las Vírgenes, la del Rey de la gloria, la que hace
resplandecer la cabeza de su fiel servidor. ¡Y ya nunca esa mano adorada
dejará de apoyarse en la frente que ella misma ha glorificado...!
Mi
papá querido se llevó un disgusto muy grande cuando, al salir de la audiencia,
me encontró deshecha en lágrimas, e hizo todo lo posible por consolarme; pero
en vano...
En
el fondo del corazón yo sentía una gran paz, puesto que había hecho
absolutamente todo lo que estaba en mis manos para responder a lo que Dios
pedía de mí. Pero esa paz estaba en el fondo, mientras la amargura inundaba mi
alma, pues Jesús callaba106.
Parecía estar ausente, nada me revelaba su presencia... Tampoco aquel día el
sol se atrevió a brillar, y el hermoso cielo de Italia, cargado de oscuros
nubarrones, no cesó de llorar conmigo...
Todo
había terminado. El viaje no tenía ya el menor atractivo para mí, pues su
objetivo había fracasado
Sin
embargo, las últimas palabras del Santo Padre deberían haberme consolado: ¿no
eran, en realidad, una verdadera profecía? A pesar de todos los obstáculos, se
realizó lo que Dios quiso. No permitió a las criaturas hacer lo que ellas
querían, sino lo que quería él...
Desde
hacía algún tiempo, me había ofrecido al Niño Jesús para ser su juguetito107.
Le había dicho que no me tratase como a uno de esos juguetes caros que los
niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlos, sino como a una pelotita
sin valor que pudiera tirar al suelo, o golpear con el pie, o agujerear, o
dejarla en un rincón, o bien, si le apetecía, estrecharla contra su corazón.
En una palabra, quería divertir al Niño Jesús, agradarle, entregarme a sus
caprichos infantiles... Y él había escuchado mi oración...
En
Roma Jesús agujereó su juguetito. Quería ver lo que había dentro. Y luego,
una vez que lo vio, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer su [64vº]
pelotita y se quedó dormido...
¿Y
qué hizo mientras dormía dulcemente, y qué fue de la pelotita abandonada...?
Jesús soñó que seguía divirtiéndose con su juguete, tirándolo y
cogiéndolo una y otra vez; y luego, que, después de haberlo echado a rodar muy
lejos, lo estrechaba contra su corazón sin dejarlo alejarse ya nunca más de su
manita...
Imagínate,
Madre querida, lo triste que se sentiría la pelotita al verse tirada por el
suelo... Sin embargo, no dejé de esperar contra toda esperanza.
Unos
días después de la audiencia con el Santo Padre, papá fue a visitar al
hermano Simeón108,
y encontró allí al Sr. Révérony, que se mostró muy amable. Papá le
reprochó jovialmente que no me hubiese ayudado en mi difícil empresa, y luego
le contó la historia de su reina al hermano Simeón. El venerable anciano
escuchó su relato con gran interés, tomó incluso algunas notas y dijo
emocionado: "¡Estas cosas no se ven en Italia!"
Creo
que aquella entrevista causó muy buena impresión al Sr. Révérony, que a
partir de entonces no dejó de darme muestras de que por fin estaba convencido
de mi vocación.
Nápoles,
Asís, regreso a Francia
Al
día siguiente de la memorable jornada, tuvimos que salir de madrugada para
Nápoles y Pompeya. El Vesubio, en nuestro honor, no dejó de meter ruido en
todo el día, dejando escapar entre sus cañonazos una espesa columna de humo.
Las huellas que ha dejado en las ruinas de Pompeya son horribles y muestran el
poder de Dios, que "mira a la tierra y la hace temblar, toca los montes y
humean..."
Me
hubiera gustado pasearme sola por entre las ruinas y meditar en la fragilidad de
las realidades humanas, pero la cantidad de viajeros quitaba a la ciudad
destruida buena parte de su melancólico encanto...
En
Nápoles fue todo lo contrario. La gran cantidad de coches de dos caballos hizo
que resultara espléndido nuestro paseo al monasterio de San Martín, situado en
la cima de [65rº] una alta colina que dominaba toda la ciudad. Lamentablemente,
los caballos que nos conducían se desbocaban a cada paso, y más de una vez
creí llagada mi última hora. Por más que el cochero repetía continuamente la
palabra mágica de los conductores italianos: "Appipó, appipó...",
los pobres caballos estaban empeñados en volcar el coche. Por fin, gracias a la
protección de nuestros ángeles de la guarda, llegamos a nuestro magnífico
hotel.
A
lo largo de todo nuestro viaje nos alojamos en hoteles principescos. Nunca antes
me había visto rodeada de tanto lujo. Y aquí sí que cabe decir que la riqueza
no hace la felicidad, pues yo me habría sentido mucho más feliz bajo un techo
de paja con la esperanza del Carmelo, que entre artesonados de oro, escaleras de
mármol blanco y tapices de seda, con amargura en el corazón...
Comprendí
bien que la alegría no se halla en las cosas que nos rodean, sino en lo más
íntimo de nuestra alma; se la puede poseer lo mismo en una prisión que en un
palacio. La prueba está en que yo soy más feliz en el Carmelo, aun en medio de
mis sufrimientos interiores y exteriores, que entonces en el mundo, rodeada de
las comodidades de la vida y sobre todo de la ternura del hogar paterno...
Llevaba
el alma sumida en la tristeza. Sin embargo, exteriormente era la misma, pues
creía que nadie conocía la petición que había hecho al Santo Padre. Pronto
me convencí de lo contrario. Habiéndome quedado sola con Celina en el vagón
(los demás peregrinos habían bajado a la cantina de la estación, aprovechando
unos pocos minutos de parada), vi que el Sr. Legoux, Vicario General de
Coutances, abría la puerta y mirándome me decía sonriendo: "¿Cómo
está nuestra pequeña carmelita...?" Entonces comprendí que toda la
peregrinación conocía mi secreto109.
Gracias a Dios, nadie me habló sobre ello, pero, por la simpatía con que me
miraban, me di cuenta de que mi petición no les había producido mala [65vº]
impresión, sino todo lo contrario...
En
la pequeña ciudad de Asís tuve ocasión de subir al coche del Sr. Révérony,
un honor que no le fue concedido a ninguna dama durante todo el viaje. Te cuento
cómo conseguí ese privilegio.
Después
de visitar los lugares impregnados por el aroma de las virtudes de san Francisco
y santa Clara, terminamos en el monasterio de Santa Inés, hermana de santa
Clara.
Yo
había estado contemplando a mis anchas la cabeza de la santa y cuando me
retiraba, una de las últimas, me di cuenta de que había perdido el cinturón.
Lo busqué en medio de la muchedumbre. Un sacerdote se compadeció de mí y me
ayudó; pero después de habérmelo encontrado, le vi alejarse, y yo me quedé
sola buscando, pues aunque tenía el cinturón no me lo podía poner, pues
faltaba la hebilla... Por fin, la vi brillar en un rincón. Cogerla y ajustarla
al cinturón no me llevó mucho tiempo, pero todo el trabajo anterior sí que me
lo había llevado. Así que me quedé de una pieza al ver que estaba sola al
salir de la iglesia. Todos los coches, y eran muchos, habían desaparecido,
excepto el del Sr. Révérony. ¿Qué decisión tomar? ¿Echarme a correr
detrás de los coches, que ya no se veían, exponiéndome a perder el tren, con
la consiguiente preocupación de mi querido papá, o bien pedir un sitio en la
calesa del Sr. Révérony...?
Me
decidí por esta última solución. Con la mayor amabilidad y lo menos apurada
que pude, a pesar de mi apuro, le expuse mi crítica situación y lo puse a él
mismo en un apuro, pues su coche iba lleno de los más distinguidos caballeros
de la peregrinación. Imposible encontrar una plaza libre. Pero un caballero muy
galante se apresuró a bajar, me hizo ocupar su asiento, y se puso él
modestamente al lado del cochero. Parecía una ardilla atrapada en un cepo, y
estaba muy lejos de encontrarme a gusto, rodeada de todos aquellos personajes
ilustres, y sobre todo del más temible de todos ellos, frente al cual iba
sentada... Sin embargo, estuvo muy [66rº] amable conmigo, interrumpiendo de vez
en cuando su conversación con los caballeros para hablarme del Carmelo.
Antes
de llegar a la estación, todos aquellos grandes personajes sacaron sus grandes
monederos para dar una propina al cochero (que ya estaba pagado). Yo hice lo
mismo, y saqué mi diminuto monedero, pero el Sr. Révérony no me permitió
sacar mis preciosas moneditas y prefirió dar él una grande de las suyas por
los dos.
En
otra ocasión volví a encontrarme a su lado en el ómnibus. Estuvo más amable
todavía, y me prometió hacer todo lo que pudiera para que entrase en el
Carmelo...
Aunque
estos breves encuentros pusieron un poco de bálsamo en mis llagas, no pudieron
evitar que el regreso fuese mucho menos placentero que la ida, pues ya no tenía
la esperanza "del Santo Padre". No encontraba ayuda alguna en la
tierra, que me parecía un desierto agostado y sin agua. Sólo en Dios tenía
puesta toda mi esperanza... Acababa de conocer por experiencia que vale más
recurrir a él que a sus santos...
La
tristeza de mi alma no fue obstáculo para que pusiese un gran interés en los
santos lugares que visitábamos.
En
Florencia tuve la dicha de contemplar a santa María Magdalena de Pazzis,
colocada en medio del coro de las carmelitas, que nos abrieron la reja. Como no
sabíamos que íbamos a disfrutar de tal privilegio, y muchas personas deseaban
hacer tocar sus rosarios en el sepulcro de la santa, no había nadie más que yo
que pudiese pasar la mano por entre la reja que nos separaba de él. Por eso,
todos me traían sus rosarios, y yo me sentía muy orgullosa de mi oficio...
Siempre
tenía que encontrar la forma de tocarlo todo. Así, en la iglesia de la Santa
Cruz de Jerusalén (en Roma) pudimos venerar varios fragmentos de la verdadera
Cruz, dos espinas y uno de los sagrados clavos, encerrado en un magnífico
relicario de oro labrado, pero sin cristal, por lo que, al venerar la sagrada
reliquia, encontré la forma de pasar mi dedito por una [66vº] de las aberturas
del relicario y pude tocar el clavo que bañó la sangre de Jesús...
La
verdad es que era demasiado atrevida... Por suerte, Dios, que conoce el fondo de
los corazones, sabe que mi intención era pura y que por nada del mundo hubiera
querido desagradarle. Me portaba con él como un niño que piensa que todo le
está permitido y mira como suyos los tesoros de su padre.
Todavía
hoy sigo sin comprender por qué en Italia se excomulga tan fácilmente a las
mujeres. A cada paso nos decían: "¡No entréis aquí... No entréis
allá, que quedaréis excomulgadas...!" ¡Pobres mujeres! ¡Qué
despreciadas son...! Sin embargo, ellas aman a Dios en número mucho mayor que
los hombres, y durante la pasión de Nuestro Señor las mujeres tuvieron más
valor que los apóstoles, pues desafiaron los insultos de los soldados y se
atrevieron en enjugar la Faz adorable de Jesús... Seguramente por eso él
permite que el desprecio sea su lote en la tierra110,
ya que lo escogió también para sí mismo... En el cielo demostrará claramente
que sus pensamientos no son los de los hombres, pues entonces los últimos
serán los primeros...
Más
de una vez, durante el viaje, no tuve la paciencia de esperar al cielo para ser
la primera... Un día en que visitábamos un convento de Padres carmelitas, no
me conformé con seguir a los peregrinos por las galerías exteriores y me metí
por los claustro interiores... De pronto vi a un anciano carmelita que desde
lejos me hacía señas de que me alejase; pero yo, en vez de marcharme, me
acerqué a él y, señalándole los cuadros del claustro, le di a entender por
señas que eran bonitos. El se dio cuenta, por mis cabellos que caían sobre la
espalda y por mi aspecto juvenil, que era una niña, me sonrió con bondad y se
alejó, al ver que no tenía delante de él a una enemiga. Si hubiese podido
hablarle en italiano, le habría dicho que era un futura carmelita; pero por
culpa de los constructores de la torre de Babel, no pude hacerlo.
Después
de visitar también Pisa y Génova, volvimos a Francia.
En
el trayecto, [67rº] el panorama era magnífico. A veces bordeábamos el mar, y
la vía del tren pasaba tan cerca de él, que me parecía que las olas iban a
llegar hasta nosotros (aquel espectáculo fue debido a una tempestad, y era de
noche, lo que hacía que la escena fuese aún más impresionante). Otras veces
atravesábamos llanuras cubiertas de naranjos con su fruta ya madura, o de
verdes olivos de escaso follaje, o de esbeltas palmeras... A la caída de la
tarde, veíamos los numerosos puertecitos de mar iluminarse con multitud de
luces, mientras en el cielo empezaban a brillar las primeras estrellas...
Y
a la vista de todas aquellas cosas, que yo miraba por primera y por última vez
en mi vida, ¡mi alma se llenaba de poesía...!
Pero
las veía desvanecerse sin la menor pena. Mi corazón aspiraba a otras
maravillas. Había contemplado ya bastante las bellezas de la tierra, y sólo
las del cielo eran ya el objeto de sus deseos. Y para ofrecérselas a las almas,
¡quería convertirme en prisionera ...!
Tres
meses de espera
Mas
antes de ver abrirse ante mí las puertas de la bendita prisión por la que
suspiraba, tenía aún que luchar y que sufrir. Lo presentía al volver a
Francia. Sin embargo, mi confianza era tan grande, que no perdí la esperanza de
que me permitieran entrar en el Carmelo el 25 de diciembre...
Apenas
llegamos a Lisieux, nuestra primera visita fue para el Carmelo. ¡Qué encuentro
aquél...! ¡Teníamos tantas cosas que decirnos después de un mes de
separación, mes que me pareció larguísimo y en el que aprendí más que en
muchos años...!
¡Qué
dulce fue para mí, Madre querida, volverte a ver y abrirte mi pobre alma
herida! ¡A ti, que sabías comprenderme tan bien; a ti, a quien bastaba una
palabra o una mirada para adivinarlo todo!
Me
abandoné con entera confianza. Había hecho todo lo que dependía de mí, todo,
hasta hablarle al Santo Padre; por lo que ya no sabía qué más tenía que
hacer. Tú me dijiste que escribiese a Monseñor, recordándole su promesa. Lo
hice enseguida lo mejor que supe, pero en unos términos que a nuestro tío le
parecieron demasiado [67vº] ingenuos. El rehízo la carta. Cuando yo iba a
echarla al correo, recibí una tuya, diciéndome que no escribiese, que esperase
unos días más. Obedecí enseguida, pues estaba segura de que ésa era la mejor
forma de no equivocarme.
Por
fin, diez días antes de Navidad, ¡salió mi carta! Plenamente convencida de
que la respuesta no se haría esperar, todas las mañanas iba a correos con
papá después de misa, pensando encontrar allí el permiso para echarme a
volar; pero cada mañana me traía una nueva decepción, que sin embargo no
hacía vacilar mi fe...
Pedía
a Jesús que rompiese mis ataduras. Y las rompió, pero de una forma totalmente
diferente a como yo esperaba... Llegó la fiesta de Navidad, y Jesús no
despertó... Dejó en el suelo a su pelotita, sin echarle siquiera una mirada...
Al
ir a la Misa de Gallo llevaba roto el corazón. ¡Tenía tantas esperanzas de
asistir a ella tras las rejas del Carmelo...!
Esta
prueba fue muy dura para mi fe. Pero Aquel cuyo corazón vela mientras él
duerme me hizo comprender que él obra auténticos milagros y cambia la
montañas de lugar en favor de quienes tienen una fe como un grano de mostaza,
pero que con sus íntimos, con su Madre, él no hace milagros hasta haber
probado su fe. ¿No dejó morir a Lázaro, a pesar de que Marta y María le
habían hecho saber que estaba enfermo...? Y en las bodas de Caná, cuando la
Virgen le pidió que ayudara a los anfitriones, ¿no le contestó que todavía
no había llegado su hora...? Pero después de la prueba, ¡qué recompensa!
¡El agua se convierte en vino...! ¡Lázaro resucita...!
Así
actuó Jesús con su Teresita: después de haberla probado durante mucho tiempo,
colmó todos los deseos de su corazón...
Por
la tarde de aquel radiante día de fiesta, que yo pasé llorando, fui a visitar
a las carmelitas. Me llevé una gran sorpresa cuando, al abrir la [68rº] reja,
vi un precioso Niño Jesús que tenía en la mano una pelota en la que estaba
escrito mi nombre. Las carmelitas, en lugar de Jesús, que era demasiado
pequeño todavía para hablar, me cantaron una canción compuesta por mi Madre
querida. Cada una de sus palabras derramaba en mi alma un dulce consuelo. Jamás
olvidaré aquella delicadeza del corazón maternal que siempre me colmó de los
más exquisitos detalles de ternura...
Después
de dar las gracias derramando dulces lágrimas, les conté la sorpresa que me
había dado mi querida Celina al volver de la Misa de Gallo. En mi habitación,
en medio de una preciosa jofaina, había encontrado un barquito que llevaba al
Niño Jesús dormido con una pelotita a su lado. En la blanca vela Celina había
escrito estas palabras: "Duermo, pero mi corazón vela", y en el barco
esta sola palabra: "¡Abandono!"
¡Ay!,
si Jesús no hablaba todavía a su pequeña prometida, si sus ojos divinos
seguían cerrados, por lo menos se revelaba a ella por medio de otras almas que
comprendían todas las delicadezas y todo el amor de su corazón...
El
primer día del año 1888, Jesús me hizo una vez más el regalo de su cruz.
Pero esta vez la llevé yo sola, pues fue tanto más dolorosa cuanto menos la
comprendía... Una carta de Paulina me comunicaba que la respuesta de Monseñor
había llegado el 28, fiesta de los Santos Inocentes, pero que no me lo había
hecho saber porque se había decidido que mi entrada no tuviera lugar hasta
después de la cuaresma. Al pensar en una espera tan larga, no pude contener las
lágrimas.
Esta
prueba tuvo para mí un carácter muy particular. Veía mis ataduras rotas por
parte del mundo, pero ahora era el arca santa la que negaba la entrada a la
pobre palomita...
Convengo
en que debí parecer poco razonable al no aceptar gozosa esos tres meses de
destierro. Pero creo también que esta prueba, aunque no lo pareciese, fue muy
grande y me ayudó a crecer mucho en el abandono y en las demás virtudes.
[68vº]
¿Cómo trascurrieron estos tres meses tan ricos en gracias para mi alma...?
Al
principio me vino a la cabeza la idea de no molestarme en llevar una vida tan
ordenada como solía. Pero pronto comprendí el valor de aquel tiempo que se me
concedía, y decidí entregarme con más intensidad que nunca a una vida seria y
mortificada.
Cuando
digo mortificada, no es para hacer creer que hiciera penitencias, pues nunca las
he hecho111.
Lejos de parecerme a esas almas grandes que desde la niñez practicaron toda
serie de mortificaciones, yo no sentía por ellas el menor atractivo. Esto se
debía, sin duda, a mi flojedad, pues hubiera podido encontrar, como Celina, mis
pequeños recursos para mortificarme. En vez de eso, siempre me dejé mecer
entre algodones y cebar como un pajarito que no necesita hacer penitencia...
Mis
mortificaciones consistían en doblegar mi voluntad, siempre dispuesta a salirse
con la suya; en callar cualquier palabra de réplica; en prestar pequeños
servicio sin hacerlos valer; en no apoyar la espalda cuando estaba sentada,
etc., etc...
Con
la práctica de estas naderías me fui preparando para ser la prometida de
Jesús, y no sabría decir cuan dulces recuerdos me ha dejado esta espera...
Tres
meses se pasan muy pronto, y por fin llegó el momento tan ardientemente
deseado.
NOTAS
AL CAPÍTULO VI
97
Peregrinación (del 7 de noviembre al 2 de diciembre de 1887) organizada por la
diócesis de Coutances con ocasión de las bodas de plata sacerdotales de León
XIII y como "testimonio de fe" frente a las "expoliaciones
anticlericales" (en Italia). La diócesis de Bayeux se había asociado a
ella, y el Sr. Révérony iba representando a Mons. Hugonin.
98
Ciento noventa y cinco peregrinos, setenta y tres de los cuales eran
eclesiásticos y numerosas familias nobles de Normandía.
99
Imitación, II, 24, 2.
100
El viernes 4/11/1887.
101
Al bajar del tren, un estudiante se precipitó sobre ella, y la cogió en brazos
diciéndole piropos. Ella se libró ágilmente de él, lanzándole una mirada
furiosa.
102
Teresa, al igual que la mayor parte de los católicos de su tiempo, no pone en
tela de juicio ni por un instante la leyenda de la casa de José y María
transportada milagrosamente por los ángeles a Loreto.
103
Teresa se burla del guía del Coliseo. [Ese guía italiano, hablando en
francés, empleaba la palabra "cornichons" (que significa
"pepino" y también "persona de cortos alcances") en vez de
"corniches" (= cornisas) y la palabra "cupides" (que
significa "codiciosos") en vez de "cupidons" (= cupidos). N.
del T.]
104
Teresa no había hecho un viaje tan largo para dar marcha atrás en el último
momento (cf Cta 32), tanto más cuanto que todo el Carmelo la animaba.
105
En realidad, los caballeros fueron presentados después de las señoras y de los
sacerdotes.
106
El silencio de Jesús: una de las angustias de Teresa. Cf Ms C 9vº y Ms A
51rº. Pero reacciona valerosamente (Cta 111); toda su vida es como una
preparación para la prueba de la fe.
107
Tema importante en el simbolismo teresiano (unido aquí al de la pelotita), que
aparece aquí cuatro veces. Cf Cta 34; 36; 74; 78; 79; 176.
108
Un hermano de las Escuelas Cristianas, personaje muy bien considerado entre la
colonia francesa de Roma, que ya conocía al señor Martin. El enviará a Teresa
la bendición del papa, el 31/8/1890, para su profesión, y en su última
enfermedad (el 12/7/1897).
109
Un corresponsal en Roma de L'Univers había difundido la noticia (24/11/1887).
110
Teresa pone aquí de manifiesto, de manera brillante, su feminismo. Su
argumentación es fuerte, y la condición de mujer se convierte casi en una
especie de privilegio para asemejarse a Jesús.
111 Teresa habla de las penitencias corporales, que sabemos que practicará en el Carmelo.