CAPÍTULO V

DESPUÉS DE LA GRACIA DE NAVIDAD

(1886­1887)

Si el cielo me colmaba de gracias, no era porque yo lo mereciese, pues era aún muy imperfecta. Es cierto que tenía un gran deseo de practicar [44vº] la virtud, pero lo hacía de una manera muy peregrina. He aquí un ejemplo.

Como era la más pequeña, no estaba acostumbrada a arreglármelas yo sola. Celina arreglaba la habitación donde dormíamos las dos juntas, y yo no hacía ni la menor labor de la casa. Después de la entrada de María en el Carmelo, a veces, por agradar a Dios, intentaba hacer la cama, o bien, cuando Celina no estaba, le metía por la noche sus macetas de flores. Como he dicho, hacía esas cosas únicamente por Dios, y por tanto no tenía por qué esperar el agradecimiento de las criaturas. Pero sucedía todo lo contrario: si Celina tenía la desgracia de no parecer feliz y sorprendida por mis pequeños servicios, yo no estaba contenta y se lo hacía saber con mis lágrimas...

Debido a mi extremada sensibilidad, era verdaderamente insoportable. Si, por ejemplo, sucedía que hacía sufrir involuntariamente un poquito a un ser querido, en vez de sobreponerme y no llorar, lloraba como una Magdalena, lo cual aumentaba mi falta en lugar de atenuarla, y cuando comenzaba a consolarme de lo sucedido, lloraba por haber llorado. Todos los razonamientos eran inútiles, y no lograba corregirme de tan feo defecto.

No sé cómo podía ilusionarme con la idea de entrar en el Carmelo estando todavía, como estaba, en los pañales de la infancia74...

Era necesario que Dios hiciera un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento, y ese milagro lo hizo el día inolvidable de Navidad75. En esa noche luminosa que esclarece las delicias de la Santísima Trinidad, Jesús, el dulce niñito recién nacido, cambió la noche de mi alma en torrentes de luz... En esta noche, en la que él se hizo débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas, y desde aquella noche bendita ya no conocí la derrota en ningún combate, sino que, al contrario, fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, "una carrera de gigante ".

[45rº] Se secó la fuente de mis lágrimas, y en adelante ya no volvió a abrirse sino muy raras veces y con gran dificultad, lo cual justificó estas palabras que un día me habían dicho: "Lloras tanto en la niñez, que más tarde no tendrás ya lágrimas que derramar..."

Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de la niñez; en una palabra, la gracia de mi total conversión.

Volvíamos de la Misa de Gallo, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso.

Cuando llegábamos a los Buissonnets, me encantaba ir a la chimenea a buscar mis zapatos. Esta antigua costumbre nos había proporcionado tantas alegrías durante la infancia, que Celina quería seguir tratándome como a una niña, por ser yo la pequeña de la familia... Papá gozaba al ver mi alborozo y al escuchar mis gritos de júbilo a medida que iba sacando las sorpresas de mis zapatos encantados, y la alegría de mi querido rey aumentaba mucho más mi propia felicidad.

Pero Jesús, que quería hacerme ver que ya era hora de que me liberase de los defectos de la niñez, me quitó también sus inocentes alegrías: permitió que papá, que venía cansado de la Misa del Gallo, sintiese fastidio a la vista de mis zapatos en la chimenea y dijese estas palabras que me traspasaron el corazón: "¡Bueno, menos mal que éste es el último año...!"

Yo estaba subiendo las escaleras, para ir a quitarme el sombrero. Celina, que conocía mi sensibilidad y veía brillar las lágrimas en mis ojos, sintió también ganas de llorar, pues me quería mucho y se hacía cargo de mi pena. "¡No bajes, Teresa! -me dijo-, sufrirías demasiado al mirar así de golpe dentro de los zapatos".

Pero Teresa ya no era la misma, ¡Jesús había cambiado su corazón! Reprimiendo las lágrimas, bajé rápidamente la escalera, y conteniendo los latidos del corazón, cogí los zapatos y, poniéndolos delante de papá, fui sacando alegremente todos los regalos, con el aire feliz de una reina. Papá reía, recobrado ya su buen humor, y Celina creía estar soñando ... Felizmente, era un hermosa realidad: ¡Teresita había vuelto a encontrar la fortaleza de ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, y la conservaría ya para siempre...!

[45vº] Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo...

La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante, conformándose con mi buena voluntad, que nunca me había faltado.

Yo podía decirle, igual que los apóstoles: "Señor, me he pasado la noche bregando, y no he cogido nada". Y más misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta de peces... Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido antes con tanta intensidad... Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto76 a los demás, ¡y desde entonces fui feliz...!

La sangre de Jesús

Un domingo77, mirando una estampa de Nuestro Señor en la cruz, me sentí profundamente impresionada por la sangre que caía de sus divinas manos. Sentí un gran dolor al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla. Tomé la resolución de estar siempre con el espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino que goteaba de ella, y comprendí que luego tendría que derramarlo sobre las almas...

También resonaba continuamente en mi corazón el grito de Jesús en la cruz: "¡Tengo sed!". Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo... Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas... No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores; ardía en deseos de arrancarles del fuego eterno... Y para avivar mi celo, Dios me mostró que mis deseos eran de su agrado.

Pranzini, mi primer hijo

Oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por unos crímenes horribles78. Todo hacía pensar que moriría impenitente. Yo quise evitar a toda costa que cayese en el infierno79, y para conseguirlo empleé todos los medios imaginables.

Sabiendo que por mí misma no podía nada, ofrecí [46rº] a Dios todos los méritos infinitos80 de Nuestro Señor y los tesoros de la santa Iglesia; y por último, le pedí a Celina que encargase una Misa por mis intenciones, no atreviéndome a encargarla yo misma por miedo a verme obligada a confesar que era por Pranzini, el gran criminal.

Tampoco quería decírselo a Celina, pero me hizo tan tiernas y tan apremiantes preguntas, que acabé por confiarle mi secreto. Lejos de burlarse de mí, me pidió que la dejara ayudarme a convertir a mi pecador. Yo acepté, agradecida, pues hubiese querido que todas las criaturas se unieran a mí para implorar gracia para el culpable.

En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo "una señal" de arrepentimiento...

Mi oración fue escuchada al pie de la letra. A pesar de que papá nos había prohibido leer periódicos, no creí desobedecerle leyendo los pasajes que hablaban de Pranzini. Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis manos el periódico "La Croix". Lo abrí apresuradamente, ¿y qué fue lo que vi...? Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme... Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter la cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas...! Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa81 de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse...

Había obtenido "la señal" pedida, y esta señal era la fiel reproducción de las [46vº] gracias que Jesús me había concedido para inclinarme a rezar por los pecadores. ¿No se había despertado en mi corazón la sed de almas precisamente ante las llagas de Jesús, al ver gotear su sangre divina? Yo quería darles a beber esa sangre inmaculada que los purificaría de sus manchas, ¡¡¡y los labios de "mi primer hijo" fueron a posarse precisamente sobre esas llagas sagradas...!!! ¡Qué respuesta de inefable dulzura...!

A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: "¡Dame de beber!"

Era un verdadero intercambio de amor: yo daba a las almas la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía esas mismas almas refrescadas por su rocío divino. Así me parecía que aplacaba su sed. Y cuanto más le deba de beber, más crecía la sed de mi pobre alma, y esta sed ardiente que él me daba era la bebida más deliciosa de su amor...

En poco tiempo Dios supo sacarme del estrecho círculo en el que yo daba vueltas y vueltas sin acertar a salir. Al contemplar ahora el camino que él me hizo recorrer, es grande mi gratitud.

Pero he de reconocer que, si el paso más importante estaba dado, todavía eran muchas las cosas que tenía que dejar.

Mi espíritu, liberado ya de los escrúpulos y de su excesiva sensibilidad, comenzó a desarrollarse. Yo siempre había amado lo grande, lo bello, pero en esta época me entraron unos deseos enormes de saber. No me conformaba con las clases y con los deberes que me ponía mi profesora, y me dediqué a hacer por mi cuenta estudios extras de historia y de ciencias. Las otras materias me eran indiferentes, pero estos dos campos del saber despertaban todo mi interés. Y así, en pocos meses adquirí más conocimientos que durante todos mis años de estudio.

¡Pero eso no era más que vanidad y aflicción de espíritu...! Me venía con frecuencia a la memoria el capítulo de la Imitación en que se habla de las ciencias. Pero, no obstante, yo encontraba la forma de seguir, diciéndome a mí misma que, estando en edad de estudiar, ningún mal había [47rº] en hacerlo.

No creo haber ofendido a Dios (aunque reconozco que perdí inútilmente el tiempo), pues sólo le dedicaba un número limitado de horas, que no quería rebasar, a fin de mortificar mi deseo exacerbado de saber...

Estaba en la edad más peligrosa para las chicas. Pero Dios hizo conmigo lo que cuenta Ezequiel82 en sus profecías: "Al pasar junto a mí, Jesús vio que yo estaba ya en la edad del amor. Hizo alianza conmigo, y fui suya... Extendió su manto sobre mí, me lavó con perfumes preciosos, me vistió de bordados y me adornó con collares y con joyas sin precio... Me alimentó con flor de harina, miel y aceite en abundancia... Me hice cada vez más hermosa a sus ojos y llegué a ser como una reina..."

Sí, Jesús hizo todo eso conmigo. Podría repetir esas palabras que acabo de escribir y demostrar que todas ellas, una por una, se han realzado en mí; pero las gracias que he referido más arriba son ya prueba suficiente de ello. Sólo voy a hablar del alimento que me dio "en abundancia".

La Imitación y Arminjon

Desde hacía mucho tiempo yo me venía alimentando con "la flor de harina" contenida en la Imitación. Este era el único libro que me ayudaba, pues no había descubierto todavía los tesoros escondidos en el Evangelio. Me sabía de memoria casi todos los capítulos de mi querida Imitación, y ese librito no me abandonaba nunca; en verano lo llevaba en el bolsillo, y en invierno en el manguito, era ya una costumbre. En casa de mi tía se divertían mucho a costa de eso, y abriéndolo al azar, me hacían recitar el capítulo que tenían ante los ojos.

A mis 14 años, con mis deseos de saber, Dios pensó que era necesario añadir a "la flor de harina miel y aceite en abundancia". Esa miel y ese aceite me los hizo encontrar en las charlas del Sr. abate Arminjon sobre el fin del mundo presente y los misterios de la vida futura. Este libro se lo habían prestado a papá mis queridas carmelitas; por eso, contra mi [47vº] costumbre (pues yo no leía los libros de papá), le pedí permiso para leerlo.

Esa lectura fue también una de las mayores gracias de mi vida. La hice asomada a la ventana de mi cuarto de estudio, y la impresión que me produjo es demasiado íntima y demasiado dulce para poder contarla...

Todas las grandes verdades de la religión y los misterios de la eternidad sumergían mi alma en una felicidad que no era de esta tierra... Vislumbraba ya lo que Dios tiene reservado para los que le aman (pero no con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón). Y viendo que las recompensas eternas no guardaban la menor proporción con los insignificantes sacrificios de la vida, quería amar, amar apasionadamente a Jesús y darle mil muestras de amor mientras pudiese...

Copié varios pasajes sobre el amor perfecto y sobre la acogida que Dios dispensará a sus elegidos cuando él mismo sea su grande y eterna recompensa. Y repetía sin cesar las palabras de amor que habían abrasado mi corazón...

Celina se había convertido en la confidente íntima de mis pensamientos. Desde la noche de Navidad ya podíamos comprendernos: la diferencia ya no existía, pues yo había crecido en estatura83, y sobre todo en gracia.

Anteriormente a esta época, yo me quejaba con frecuencia de no conocer los secretos de Celina; ella me contestaba que yo era demasiado pequeña, y que tendría que crecer la altura de un taburete para que pudiese tener confianza en mí... A mí me gustaba subirme a aquel precioso taburete cuando estaba junto a ella, y le decía que me hablase íntimamente; pero la treta no me daba resultado, la distancia nos seguía separando...

Jesús, que quería hacernos progresar juntas, formó en nuestros corazones unos lazos más fuertes que los de la sangre. Nos hizo hermanas del alma. Se hicieron realidad en nosotras las palabras del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz84 (cuando la esposa exclama, hablando al Esposo):

"A zaga de tu huella,

las jóvenes discurren al camino,

al toque de [48rº] centella,

al adobado vino,

emisiones de bálsamo divino".

Sí, seguíamos muy ligeras las huellas de Jesús. Las centellas de amor que él sembraba a manos llenas en nuestras almas y el vino fuerte y delicioso que nos daba a beber hacían desaparecer de nuestra vista las cosas pasajeras, y de nuestros labios brotaban emisiones de amor inspiradas por él.

¡Qué dulces eran las conversaciones que todas las noches teníamos en el mirador! Con la mirada hundida en la lejanía, contemplábamos la blanca luna que se elevaba lentamente por detrás de los altos árboles... y los reflejos plateados que derramaba sobre la naturaleza dormida, las brillantes estrellas que titilaban en el azul profundo..., el soplo ligero de la brisa nocturna que hacía flotar las nubes de nieve. Y todo elevaba nuestras almas hacia el cielo, del que no contemplábamos todavía más que "el límpido reverso"...

No sé si me equivoco, pero creo que la expansión de nuestras almas se parecía a la de santa Mónica y su hijo, cuando en el puerto de Ostia caían los dos sumidos en éxtasis a la vista de las maravillas del creador...

Me parece que recibíamos gracias de un orden tan elevado como las concedidas a los grandes santos. Como dice la Imitación, a veces Dios se comunica en medio de un fuerte resplandor, a veces "tenuemente velado, bajo sombras y figuras"85. De esta manera se dignaba manifestarse a nuestras alma, ¡pero qué fino y transparente era el velo que ocultaba a Jesús de nuestras miradas...! No había lugar para la duda, ya no eran necesarias la fe ni la esperanza: el amor nos hacía encontrar en la tierra al que buscábamos. "Al encontrarlo solo en la calle, nos besó, para que en adelante nadie pudiera despreciarnos".

Gracias tan grandes no podían quedar sin frutos, y éstos fueron abundantes. La práctica de la virtud se nos hizo dulce y natural. Al principio, mi rostro delataba muchas veces el combate, pero poco a poco esa impresión fue desapareciendo y la renuncia se me hizo fácil, incluso desde el primer momento. Ya lo dijo Jesús: "Al [48vº] que tiene se le dará, y tendrá de sobra". Por una gracia acogida con fidelidad, me otorgaba cantidad de gracias nuevas...

Se entregaba a mí en la sagrada comunión con mucha más frecuencia de la que yo me hubiera atrevido a esperar. Yo tenía como norma de conducta comulgar todas las veces que el confesor me lo permitiera, sin fallar una sola vez, pero dejando que fuese él quien decidiese cuántas, sin pedírselo nunca yo. En esa época no tenía la audacia que ahora tengo; de haberla tenido, hubiera actuado de distinta manera, pues estoy convencida de que un alma debe decir a su confesor el deseo que siente de recibir a su Dios. El no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado86, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad...

Jesús, que veía mis deseos y la rectitud de mi corazón, permitió que mi confesor me dijese que durante el mes de mayo comulgase cuatro veces por semana; y cuando pasó ese hermoso mes, todavía añadió una quinta más cada vez que cayese alguna fiesta. Al salir del confesonario, brotaron de mi ojos lágrimas muy dulces. Me parecía como si Jesús mismo quisiera entregarse a mí, pues echaba muy poco tiempo para confesarme y nunca dije ni una palabra acerca de mis sentimientos interiores.

El camino por el que iba eran tan recto y luminoso, que no necesitaba más guía que a Jesús... Comparaba a los directores a espejos fieles que reflejaban a Jesús en las almas, y decía que en mi caso Dios no se servía de intermediarios, sino que actuaba directamente él...

Deseos de entrar en el Carmelo

Cuando un jardinero rodea de cuidados a una fruta que quiere que madure antes de tiempo, no es para dejarla colgada en el árbol, sino para presentarla en una mesa ricamente servida. Con parecida intención [49rº] prodigaba Jesús sus gracias a su florecita... El, que en los días de su vida mortal exclamó en un transporte de alegría: "Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla", quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu...

Como dice san Juan de la Cruz en su Cántico:

"Sin otra luz ni guía

sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía

adonde me esperaba

quien yo bien me sabía87".

Ese lugar era el Carmelo. Pero antes de "sentarme a la sombra de Aquel a quien deseaba", tenía que pasar por muchas pruebas. Pero la llamada divina era tan apremiante, que si hubiera tenido que pasar entre llamas, lo habría hecho por ser fiel a Jesús...

Sólo encontré un alma que me animase en mi vocación: la de mi Madre querida... Mi corazón encontró en el suyo un eco fiel; y sin ella, yo no habría llegado en modo alguno a la ribera bendita que la había acogido a ella cinco años antes en su suelo impregnado del rocío celestial...

Sí, hacía cinco años que yo estaba separada de ti, Madre querida, y creía que te había perdido. Pero en el momento de la prueba fue tu mano la que me indicó el camino que debía seguir... Necesitaba ese consuelo, pues las visitas al locutorio del Carmelo me resultaban cada vez más penosas; no podía hablar de mis deseos de entrar, sin verme rechazada. María pensaba que era demasiado joven y hacía todo lo posible por impedirme entrar; y tú misma, Madre, a fin de probarme, tratabas a veces de moderar mi entusiasmo [49vº]. En fin, que si no hubiese tenido verdadera vocación, me hubiera vuelto atrás desde el primer momento, pues en cuanto empecé a responder a la llamada de Jesús me encontré con obstáculos.

No quise hablarle a Celina de mis deseos de entrar tan joven en el Carmelo, y eso aumentó mi sufrimiento, pues me resultaba muy difícil ocultarle nada... Pero este sufrimiento no duró mucho, pues pronto mi hermanita querida se enteró de mi determinación, y, lejos de intentar disuadirme, aceptó con un valor admirable el sacrificio que Dios le pedía; para entender cuán grande era ese sacrificio, habría que saber hasta qué punto estábamos unidas...

Una misma alma, por así decirlo, nos hacía vivir. Desde hacía algunos meses, disfrutábamos juntas de la vida más dulce que unas jóvenes puedan soñar. Todo alrededor de nosotras respondía a nuestros gustos. Teníamos una gran libertad. En una palabra, yo solía decir que nuestra vida era en la tierra el ideal de la felicidad...

Pero apenas habíamos comenzado a saborear este ideal de la felicidad, tuvimos que renunciar libremente a él, y mi querida Celina no se rebeló ni por un instante.

Sin embargo, podría haberse quejado, ya que Jesús no la llamaba a ella la primera... Tenía la misma vocación que yo, por lo cual le tocaba a ella partir antes... Pero así como, en tiempos de los mártires, los que quedaban en la cárcel daban gozosos el beso de paz a sus hermanos que partían primero para combatir en la arena, y se consolaban pensando que tal vez a ellos se les reservaba para combates todavía mayores, igualmente Celina dejó alejarse a su Teresa y se quedó sola para el glorioso y sangriento combate al que Jesús la tenía destinada como privilegiada de su amor...

Celina, pues, se convirtió en confidente de mis luchas y de mis sufrimientos, y tomó en ellos tanta parte como si se hubiera tratado de su propia vocación. De parte de ella no temía yo ninguna oposición.

Confidencia a mi padre

Lo que no sabía era qué medio emplear para decírselo a papá... ¿Cómo hablarle de separarse de su reina, a él que acababa de sacrificar a sus tres hijas mayores88...? ¡Cuántas luchas interiores no tuve que sufrir antes [50rº] de sentirme con ánimos para hablar...! Sin embargo, tenía que decidirme. Yo iba cumplir catorce años y medio, y sólo seis meses nos separaban de la hermosa noche de Navidad, en que había decidido ingresar a la misma hora en que el año anterior había recibido "mi gracia".

Escogí el día de Pentecostés para hacerle a papá mi gran confidencia. Todo el día estuve suplicando a los santos apóstoles que intercedieran por mí y que me inspiraran ellos las palabras que habría de decir... ¿No eran ellos, en efecto, quienes tenían que ayudar a aquella niña tímida que Dios tenía destinada a ser apóstol de apóstoles por medio de la oración y el sacrificio...?

Hasta por la tarde, al volver de Vísperas, no encontré la ocasión de hablar a mi papaíto querido. Había ido a sentarse al borde del aljibe, y desde allí, con las manos juntas, contemplaba las maravillas de la naturaleza. El sol, cuyos rayos habían perdido ya su ardor, doraba las copas de los altos árboles, en los que los pajarillos cantaban alegres su oración de la tarde.

El hermoso rostro de papá tenía una expresión celestial. Comprendí que la paz inundaba su corazón. Sin decir una sola palabra, fui a sentarme a su lado, con los ojos bañados ya en lágrimas. Me miró con ternura, y cogiendo mi cabeza la apoyó en su pecho, diciéndome: "¿Qué te pasa, reinecita... Cuéntamelo..." Luego, levantándose, como para disimular su propia emoción, echó a andar lentamente, manteniendo mi cabeza apoyada en su pecho.

A través de las lágrimas, le confié mi deseo de entrar en el Carmelo, y entonces sus lágrimas se mezclaron con las mías; pero no dijo ni una palabra para hacerme desistir de mi vocación. Simplemente se contentó con hacerme notar que yo era todavía muy joven para tomar una decisión tan grave.

Pero yo defendí tan bien mi causa, que papá, con su modo de ser sencillo y recto, quedó pronto convencido89 de que mi deseo era el de Dios; y con su fe profunda, me dijo que Dios le hacía un gran honor al pedirle así a sus hijas.

Seguimos paseando un largo rato. Mi corazón, confortado por la bondad con que aquel padre incomparable había acogido mis confidencias, [50vº] se volcó dulcemente en el suyo. Papá parecía gozar de esa alegría serena que da el sacrificio consumado. Me habló como un santo, y me gustaría acordarme de sus palabras para transcribirlas aquí, pero sólo conservo de ellas un recuerdo demasiado perfumado para poderlo expresar.

De lo que sí me acuerdo perfectamente es de la acción simbólica que mi querido rey realizó sin saberlo. Acercándose a un muro poco elevado, me mostró unas florecillas blancas, parecidas a lirios en miniatura ; y tomando una de aquellas flores, me la dio, explicándome con cuánto esmero Dios la había hecho nacer y la había conservado hasta aquel día. Al oírle hablar, me parecía estar escuchando mi propia historia, tanta semejanza había entre lo que Jesús había hecho con aquella florecilla y con Teresita ...

Recibí aquella flor como una reliquia, y observé que, al querer cogerla, papá había arrancado todas sus raíces sin troncharlas, como si estuviera destinada a seguir viviendo en otra tierra más fértil que el blando musgo en el que habían transcurrido sus primeras alboradas... Era exactamente lo mismo que papá acababa de hacer conmigo poco antes al permitirme subir a la montaña del Carmelo y abandonar el dulce valle testigo de mis primeros pasos por la vida.

Puse mi florecita blanca en mi libro de la Imitación, en el capítulo titulado: "Del amor a Jesús sobre todas las cosas", y todavía sigue allí. Sólo el tallo se ha roto muy cerca de la raíz, y Dios parece decirme con eso que pronto romperá los lazos de su florecita y que no la dejará marchitarse en la tierra.

Una vez obtenido el consentimiento de papá, pensé que podría volar ya sin temor alguno hacia el Carmelo. Pero muchos y muy dolorosos contratiempos debían aún someter a prueba mi vocación.

Mi tío cambia de opinión

Cuando fui a comunicarle a mi tío la decisión que había tomado, lo hice temblando90. Me prodigó las mayores muestras de ternura, pero no me dio permiso para irme; al contrario, me prohibió [51rº] hablarle de mi vocación antes de cumplir los 17 años. Era un atentado a la prudencia humana, decía, dejar entrar en el Carmelo a una niña de 15 años. Siendo la vida de las carmelitas a los ojos del mundo una vida propia de filósofos, sería hacer un grave daño a la religión permitir que la abrazase una niña sin experiencia... Todo el mundo hablaría, etc... etc... Hasta llegó a decir que para decidirle a dejarme partir haría falta un milagro.

Vi claro que todos mis razonamientos serían inútiles, así que me fui con el corazón sumido en la más profunda amargura.

Mi único consuelo era la oración. Suplicaba a Jesús que hiciese el milagro que exigía mi tío, ya que sólo a ese precio podría yo responder a su llamada.

Pasó bastante tiempo91 hasta que me atreví a volver a hablarle a mi tío; me costaba horrores ir a su casa. El, por su parte, no parecía pensar ya en mi vocación; pero supe más tarde que mi enorme tristeza lo predispuso mucho a mi favor.

Antes de hacer brillar en mi alma un rayo de esperanza, Dios quiso enviarme un martirio sumamente doloroso, que duró tres días92. Nunca como en aquella prueba comprendí de bien el dolor de la Santísima Virgen y de san José mientras buscaban al divino Niño Jesús... Me encontraba en un triste desierto, o, mejor, mi alma parecía un frágil esquife, abandonado sin piloto a merced de las olas tempestuosas...

Lo sé, Jesús estaba allí, dormido en mi barquilla; pero la noche era tan negra, que me era imposible verle. Ni una luz. Ni siquiera un relámpago que viniese a surcar las sombrías nubes... Es cierto que es muy triste el resplandor de los relámpagos; pero, al menos, si la tormenta hubiese estallado abiertamente, habría podido ver por un momento a Jesús... Pero era la noche, la noche profunda del alma... Y como Jesús en el huerto de la agonía, me sentía sola, sin encontrar consuelo alguno ni en la tierra ni en el cielo. ¡¡¡Como si el mismo Dios me hubiese abandonado...!!!

La naturaleza parecía participar también de mi amarga tristeza: durante esos tres días, el sol no hizo brillar ni uno de [51vº]sus rayos y la lluvia cayó a torrentes. (He observado que en todas las ocasiones importantes de mi vida la naturaleza ha sido como una imagen de mi alma. En los días de lágrimas el cielo lloraba conmigo; en los días de alegría el cielo enviaba con profusión sus alegres rayos y ni una sola nube oscurecía el cielo azul...)

Por fin, al cuarto día, que era sábado, día dedicado a la dulce Reina del cielo, fui a ver a mi tío. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al ver que me miraba y que me hacía entrar en su despacho sin que yo le hubiese manifestado deseo alguno de hacerlo...! Empezó dirigiéndome tiernos reproches por portarme con él como si le tuviera miedo, y luego me dijo que no hacía falta pedir un milagro: que él sólo había pedido a Dios que le diera "una simple inclinación del corazón", y que había sido escuchado...

Ya no sentí la tentación de pedir un milagro, pues para mí el milagro ya estaba concedido: mi tío no era el mismo.

Sin hacer la menor alusión a la "prudencia humana", me dijo que yo era una florecita que Dios quería cortar, y que él no seguiría oponiéndose a ello...

Esta respuesta definitiva era realmente digna de él. Por tercera vez, este cristiano de otros tiempos permitía que una de las hijas adoptivas de su corazón fuera a sepultarse lejos del mundo.

También mi tía fue admirable por su ternura y su prudencia. No recuerdo que, durante el tiempo de mi prueba, me haya dicho una sola palabra que pudiera aumentarla. Yo veía que le daba mucha pena su pobre Teresita. Por eso, cuando obtuve el consentimiento de mi tío, también ella me dio el suyo, aunque no sin hacerme ver de mil maneras que mi partida le iba a costar mucho... ¡Ay, qué lejos estaban nuestros queridos parientes de sospechar [52rº] entonces que tendrían que renovar otras dos veces ese mismo sacrificio...! Pero Dios, al tender la mano para seguir pidiendo, no la presentó vacía: sus amigos más queridos pudieron beber en ella, y con abundancia, la fuerza y el valor que tanto necesitaban...

Pero mi corazón me ha llevado muy lejos del tema; vuelvo a él casi a disgusto.

Después de la respuesta de mi tío, ya comprenderás, Madre mía, [51vº sigue] con qué alegría emprendí el camino de regreso a los Buissonnets bajo "un hermoso cielo en el que las nubes se habían disipado por completo"...

También en mi alma había cesado la noche. Jesús, despertándose, me había devuelto la alegría, el ruido de la olas se había calmado. En lugar del viento de la prueba, henchía mi vela una brisa ligera, y yo creía que pronto llegaría a la ribera bendita que ya divisaba muy cerca de mí. Y esa ribera estaba, en efecto, muy cerca de mi barquilla; pero aún debía levantarse más de una tormenta, que ocultaría a su vista el faro luminoso, haciéndole temer que se había alejado para siempre de la playa tan ardientemente deseada...

Oposición del superior

Pocos días después de haber conseguido el consentimiento de mi tío, fui a verte, Madre querida, y te hablé de mi alegría por que todas mis pruebas hubiesen ya pasado. Pero ¡cuáles no fueron mi sorpresa y mi aflicción al oírte decir que [52rº] el Superior no permitía que entrara antes de los 21 años...!

Nadie había pensado en esta oposición, la más invencible de todas. Sin embargo, sin desanimarme, yo misma fui con papá y con Celina a ver a nuestro Padre, para intentar conmoverle haciéndole ver que tenía verdadera vocación de carmelita.

Nos recibió con gran frialdad. Y por más que mi incomparable papaíto unió sus instancias a las mías, nada pudo hacerle cambiar de parecer. Me dijo que no había ningún peligro en esperar, que yo podía llevar vida de carmelita en mi casa, que no estaría todo perdido porque no me diera disciplina, etc... etc... Por último, añadió que él no era más que el delegado de Monseñor, y que si éste quería permitirme entrar en el Carmelo, él no tendría nada que decir...

Salí de la rectoral hecha un mar de lágrimas; gracias a Dios, estaba escondida bajo el paraguas, pues la lluvia caía torrencialmente.

Papá no sabía cómo consolarme... Me prometió llevarme a Bayeux en cuanto se lo pedí, pues estaba decidida a conseguir mi propósito. Llegué incluso a decir que iría hasta el Santo Padre, si Monseñor no quería permitirme entrar en el Carmelo a los 15 años...

Muchas cosas pasaron antes del viaje93 a Bayeux. Exteriormente, mi vida parecía la misma. Seguía estudiando, Celina me daba clases de dibujo, y mi experta profesora encontraba en mí muchas cualidades para su arte.

Sobre todo, crecía en el amor de Dios. Sentía en mi corazón unos ímpetus que hasta entonces no conocía. A veces tenía verdaderos trasportes de amor. Una noche, no sabiendo cómo decirle a Jesús que le amaba y cómo deseaba que fuese amado y glorificado en todas partes, pensé con dolor que él nunca podría recibir en el infierno un solo acto de amor; y entonces le dije a Dios que, por agradarle, aceptaría gustosa verme sumergida allí, a fin de que fuese amado eternamente en ese lugar de blasfemias... Yo sabía bien que eso no podía glorificarle, porque él sólo desea nuestra felicidad. Pero cuando se [52vº] ama, una siente necesidad de decir mil locuras.

Si hablaba de esa manera, no era porque el cielo no atrajera mis deseos, sino porque en aquel entonces mi único cielo era el amor, y sentía, como san Pablo, que nada podría apartarme del objeto divino que me había hechizado...

Antes de abandonar el mundo, Dios me concedió el consuelo de contemplar de cerca las almas de los niños . Al ser la más pequeña de la familia, nunca había tenido esta suerte. He aquí las tristes circunstancias que me la depararon.

Una buena mujer, pariente de nuestra sirvienta, murió en la flor de la edad, dejando tres niños muy pequeños. Durante su enfermedad, trajimos a nuestra casa a las dos niñas pequeñas, la mayor de la cuales no tenía todavía seis años. Yo me encargaba de cuidarlas durante todo el día, y era para mí un auténtico placer ver con qué candor creían todo lo que les decía. Tiene que dejar el santo bautismo en las almas un germen muy profundo de las virtudes teologales, ya que aparecen ya desde la infancia, y basta la esperanza de los bienes futuros para hacerles aceptar los sacrificios.

Cuando quería ver a mis dos niñas haciendo buenas migas entre ellas, en vez de prometer juguetes o bombones a la que cediese primero, les hablaba de las recompensas eternas que el Niño Jesús daría en el cielo a los niñitos buenos. La mayor, cuya razón empezaba ya a despertarse, me miraba con ojos resplandecientes de alegría, me hacía mil preguntas encantadoras sobre el Niño Jesús y su hermoso cielo, y me prometía entusiasmada ceder siempre ante su hermana. Y me decía que jamás en la vida olvidaría lo que la "gran señorita", como ella me llamaba, le había enseñado...

Viendo de cerca a estas almas inocentes, comprendí la desgracia que supone el no formarlas bien desde su mismo despertar, cuando se asemejan a la cera blanda sobre la que se puede dejar grabada la huella de las virtudes, pero también la huella del mal... Comprendí lo que dice Jesús en el Evangelio: "Mejor sería ser arrojado al mar que escandalizar a uno solo de estos pequeños".

[53rº] ¡Cuántas almas llegarían a la santidad si fuesen bien dirigidas...!

Sé muy bien que Dios no tiene necesidad de nadie para realizar su obra. Pero así como permite a un hábil jardinero cultivar plantas delicadas y le da para ello los conocimientos necesarios, reservándose para sí la misión de fecundarlas, de la misma manera quiere Jesús ser ayudado en su divino cultivo de las almas.

¿Qué ocurriría si un jardinero desmañado no injertase bien los árboles? ¿Si no conociese bien la naturaleza de cada uno de ellos y se empeñase en hacer brotar rosas de un melocotonero...? Haría morir al árbol, que, sin embargo, era bueno y capaz de producir frutos.

De la misma manera hay que saber reconocer desde la infancia lo que Dios pide a las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni frenarla nunca.

Como los pajaritos aprender a cantar escuchando a sus padres, así los niños aprenden la ciencia de las virtudes, el canto sublime del amor de Dios, de las almas encargadas de formarles para la vida.

Recuerdo que entre mis pájaros tenía un canario que cantaba de maravilla. Tenía también un pardillo al que le prodigaba cuidados verdaderamente maternales porque lo había adoptado antes que pudiese gozar la dicha de la libertad. Este pobre prisionerito no tenía padres que le enseñasen a cantar, pero como oía de la mañana a la noche a su compañero el canario lanzar sus alegres trinos, quiso imitarlo... Empresa difícil para un pardillo, por lo que a su dulce voz le costó mucho acordarse a la voz vibrante de su profesor de música. Era asombroso ver los esfuerzos que hacía el pobrecito, pero al fin se vieron coronados por el éxito, pues su canto, aunque un poco más apagado, era absolutamente idéntico al del canario.

[53vº] ¡Madre mía querida! Tu fuiste quien me enseñó a mí a cantar... Tu voz me cautivó desde la infancia, y ahora ¡¡¡me encanta oír decir que me parezco a ti!!! Sé cuánto me falta para ello, pero, a pesar de mi debilidad, espero cantar eternamente el mismo cántico que tú...

Antes de mi entrada en el Carmelo, tuve también otras muchas experiencias sobre la vida y las miserias del mundo. Pero esos detalles me llevarían demasiado lejos. Voy a reanudar el relato de mi vocación.

Viaje a Bayeux

El 31 de octubre fue el día fijado para mi viaje a Bayeux. Partí sola con papá, con el corazón henchido de esperanza, pero también muy emocionada al pensar que iba a presentarme al obispo. Por primera vez en mi vida iba a hacer un visita sin que me acompañaran mis hermanas, ¡y esta visita era nada menos que a un obispo94! Yo, que nunca hablaba, a no ser para contestar a las preguntas que me hacían, tenía que explicar por mí misma el motivo de mi visita y exponer las razones que me movían a solicitar la entrada en el Carmelo. En una palabra, iba a tener que demostrar la solidez de mi vocación.

¡Cuánto me costó hacer ese viaje! Tuvo que concederme Dios una gracia muy especial para que pudiera vencer mi gran timidez... Aunque también es verdad que "para el amor nada hay imposible, porque todo lo cree posible y permitido"95. Y realmente sólo el amor de Jesús podía hacerme vencer aquellas dificultades y las que vendrían más tarde, pues quiso hacerme comprar mi vocación a costa de pruebas muy grandes...

Hoy, que gozo de la soledad del Carmelo (descansando a la sombra de Aquel a quien tan ardientemente deseé), creo que he comprado mi dicha a muy bajo precio y estaría dispuesta a soportar sufrimientos mucho mayores para alcanzarla si aún no la tuviese.

Cuando llegamos a Bayeux, llovía a cántaros. Papá, que no quería ver a su reinecita entrar en el obispado con su hermoso vestido hecho una sopa, la hizo subir a un ómnibus que nos llevó a la catedral. Allí comenzaron mis desgracias.

Monseñor, con todo su presbiterio, estaba asistiendo a un solemne funeral. La iglesia estaba llena de señoras vestidas de luto, y todo el mundo me miraba a mí con mi [54rº] vestido claro y mi sombrero blanco. Hubiera querido salir de la iglesia, pero no había ni que pensarlo a causa de la lluvia. Y para humillarme más todavía, Dios permitió que papá, con su sencillez patriarcal, me hiciese pasar hasta el fondo de la catedral; yo, por no disgustarlo, obedecí de buen grado y ofrecí aquella distracción a los habitantes de Bayeux, a los que deseaba no haber conocido en mi vida...

Por fin pude respirar tranquila en una capilla que había detrás del altar mayor, y allí me quedé un largo rato rezando con fervor, en espera de que la lluvia cesase y nos dejase salir.

Al salir, papá me hizo admirar la belleza del edificio, que al estar vacío parecía mucho mayor. Pero a mí sólo una idea me ocupaba el pensamiento, y no podía encontrarle gusto a nada.

Fuimos directamente a ver al Sr. Révérony96, que estaba informado de nuestra llegada y que había fijado él mismo la fecha del viaje; pero estaba ausente. Así que tuvimos que andar errando por las calles, que me parecieron muy tristes.

Por fin, volvimos cerca del obispado, y papá me llevó a un hotel en el que no hice honor al buen cocinero.

Mi pobre papaíto me demostraba una ternura casi increíble. Me decía que no me preocupase, que seguro que Monseñor me concedería lo que iba a pedirle.

Después de descansar un poco, volvimos en busca del Sr. Révérony. Llegó al mismo tiempo que nosotros un señor, pero el Vicario general le pidió cortésmente que esperara y nos hizo entrar a nosotros primero en su despacho (el pobre señor tuvo tiempo de aburrirse, pues nuestra visita fue larga).

El Sr. Révérony se mostró muy amable, pero creo que le sorprendió mucho el motivo de nuestro viaje. Después de mirarme sonriente y de hacerme algunas preguntas, nos dijo: "Voy a presentarles a Monseñor, tengan la bondad de acompañarme". Y al ver brillar lágrimas en mis ojos, añadió: "¡Pero bueno!, estoy viendo diamantes... ¡No podemos enseñárselos a Monseñor...!"

Nos hizo atravesar varios aposentos muy amplios, adornados [54vº] con retratos de obispos. Viéndome en aquellos enormes salones, me sentía como una pobre hormiguita y me preguntaba qué me atrevería a decirle a Monseñor.

El estaba paseando por una galería con dos sacerdotes. Vi que el Sr. Révérony le decía unas palabras y volvía con él. Nosotros lo esperábamos en su despacho, donde había tres enormes sillones colocados delante de la chimenea en la que chisporroteaba un buen fuego.

Al ver entrar a Su Excelencia, papá se arrodilló a mi lado para recibir su bendición. Luego Monseñor hizo tomar asiento a papá en uno de los sillones, se sentó frente a él, y el Sr. Révérony quiso que yo ocupara el del medio. Rehusé cortésmente, pero él insistió, diciéndome que tenía que demostrar si era capaz de obedecer. Me senté enseguida, sin pensarlo dos veces, y tuve que pasar por la vergüenza de verle a él tomar una silla mientras yo me veía arrellanada en un sillón donde habrían cabido cómodamente cuatro como yo (y más cómodas que yo, ¡pues me hallaba muy lejos de estarlo...!)

Yo esperaba que hablaría papá, pero me dijo que explicara yo misma a Monseñor el motivo de nuestra visita. Lo hice lo más elocuentemente que pude. Pero Su Excelencia, acostumbrado a la elocuencia, no pareció conmoverse mayormente por mis razones. Una sola palabra del Superior me hubiera valido mucho más que todas ellas, pero lamentablemente no la tenía y su oposición no abogaba precisamente en mi favor...

Monseñor me preguntó si hacía mucho tiempo que deseaba entrar en el Carmelo. -"Sí, Monseñor, muchísimo tiempo..." -"¡Vamos!, replicó riendo el Sr. Révérony, ¿no dirás que hace quince años que lo estás deseando?" -"Desde luego, respondí yo riendo también. Pero no hay que quitar muchos años, porque deseo ser religiosa desde que tengo uso de razón, y deseé el Carmelo desde que lo conocí, porque me parecía que en esta Orden se verían satisfechas todas las aspiraciones de mi alma".

[55rº] No sé, Madre querida, si fueron éstas exactamente mis palabras, creo que lo dije todavía peor; pero, bueno, ese fue el sentido.

[54vº sigue] Monseñor, creyendo agradar a papá, intentó hacer que me quedara con él algunos años más. Por eso, no fue poca su sorpresa y su edificación al verlo ponerse de mi parte e interceder para que me concediera permiso para volar a los quince años.

Sin embargo, todo fue inútil. Dijo que antes de tomar una decisión, era indispensable tener una entrevista con el Superior del Carmelo.

Nada podía yo escuchar que me causase una pena mayor, pues conocía la abierta oposición de nuestro Padre. Así que, sin tener en cuenta ya la recomendación del Sr. Révérony, hice algo más que enseñar diamantes a Monseñor: ¡se los regalé...!

Vi muy bien que estaba emocionado. Poniendo su mano en mi cuello, apoyó mi cabeza sobre su hombro y me acarició como creo que nunca [55rº] había acariciado a nadie. Me dijo que no todo estaba perdido, que estaba muy contento de que hiciese el viaje a Roma para afianzar mi vocación, y que, en vez de llorar, debería alegrarme. Añadió que, a la semana siguiente, tenía que ir a Lisieux y que le hablaría de mí al párroco de Santiago, y que no dudase que en Italia recibiría su respuesta.

Comprendí que era inútil seguir insistiendo. Además, ya no tenía nada más que decir, pues había agotado todos los recursos de mi elocuencia.

Monseñor nos acompañó hasta el jardín. Papá le hizo reír mucho contándole que, para aparentar más edad, me había hecho recoger el pelo. (Este detalle no lo echó Monseñor en saco roto, pues cuando habla de su "hijita" nunca deja de contar las historia de su pelo...)

El Sr. Révérony quiso acompañarnos hasta la puerta del jardín del obispado, y dijo a papá que nunca se había visto una cosa así: "¡Un padre tan deseoso de entregar a Dios su hija como ésta de ofrecerse a él!"

Papá le pidió algunas explicaciones sobre la peregrinación, entre otras cómo había que ir vestidos para presentarse ante el Santo Padre. Aún lo estoy viendo darse vuelta ante el Sr. Révérony, diciéndole: "¿Estaré bien así...?"

El le había dicho también a Monseñor que si él no me daba permiso para entrar en el Carmelo, yo pediría esta gracia al Sumo Pontífice.

Era muy sencillo en sus palabras y en sus modales mi querido rey, pero era tan guapo... Tenía una distinción tan natural, que debió de agradarle mucho a Monseñor, acostumbrado a verse rodeado de personajes que conocían todas las reglas de la etiqueta, pero no al Rey de Francia y de Navarra en persona con su reinecita ...

Cuando llegué a la calle, volvieron a correr las lágrimas, pero no tanto a causa de mi disgusto cuanto por ver que mi papaíto querido acababa de hacer un viaje inútil... El, que saboreaba ya por adelantado la alegría de enviar un telegrama al Carmelo anunciando la feliz respuesta de Monseñor, se veía obligado a [55vº] volver sin respuesta de ninguna clase...

¡Qué disgusto tan grande tenía yo...! Me parecía que mi futuro estaba roto para siempre. Cuanto más me acercaba a la meta, más veía embrollarse mis asuntos.

Mi alma estaba hundida en la amargura, pero también en la paz, pues lo único que buscaba era la voluntad de Dios.

En cuanto llegamos a Lisieux, fui a buscar consuelo en el Carmelo, y lo encontré a tu lado, Madre querida. ¡No!, nunca olvidaré todo lo que tú sufriste por mi causa. Si no temiera profanarlas sirviéndome de ellas, podría repetir las palabras que Jesús dirigió a los apóstoles la noche de su Pasión: "Tú has permanecido siempre conmigo en mis pruebas..."

También mis queridísimas hermanas me ofrecieron muy dulces consuelos...

NOTAS AL CAPÍTULO V

74 Expresión de san Juan de la Cruz en Noche oscura, I, cap. 12.

75 En la noche del viernes 24 al sábado 25 de diciembre de 1886, el día de la "conversión" de Paul Claudel, y la "primera Navidad cristiana" de Carlos de Foucauld.

76 Uno de los grandes temas teresianos.

77 En julio de 1887, según las Novissima Verba. Estampa de Cristo en la cruz, de Müller.

78 Enrique Pranzini, de treinta y un años de edad, había degollado a dos mujeres y a una niña para robar, el 17/3/1887, en París. Su procesó concluyó el 13/7/1887 con la condena a muerte y fue guillotinado el 31/8. - Obsérvese que Teresa, en el Ms A, no siempre es fiel a la cronología; su iniciativa en favor de Pranzini tiene lugar dos meses después de pedir permiso a su padre para entrar en el Carmelo (50rº/vº).

79 Teresa habla muy raras veces del infierno.

80 Gesto extraordinario el de esta adolescente de catorce años, al ofrecer los méritos infinitos de Nuestro Señor (cf Cta 129 vº; Or 6,16). A Teresa le gusta subrayar el carácter infinito de los méritos de Jesús. Cf también Or 7, 10, 13; Ms A 32rº.

81 Teresa no olvidó a Pranzini, y más tarde, en el Carmelo, cuando tenía algunos recursos, mandaba decir una misa por su hijo (PO p. 283 y CR p. 98).

82 Teresa toma la cita de Ezequiel de san Juan de la Cruz (Cántico Espiritual, canc. 23, 6). Nótese cómo Teresa, a pesar de su pudor, nunca vacila en expresar con toda su fuerza el sentimiento amoroso, sea humano sea divino.

83 Medía 1'62 m., y era la más alta de las hermanas Martin (cf CR p. 43).

84 Cántico Espiritual, canc. 25, texto citado también en la Cta 137, 1rº.

85 Imitación, 43, 4.

86 Teresa insiste en su deseo de comulgar frecuentemente, incluso a diario, gracia que alcanzará para sus hermanas después de su muerte.

87 SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche oscura, canc. 3 y 4.

88 María, Paulina y Leonia que acababa de comunicar su deseo de entrar en la Visitación de Caen, cosa que hará el 16/7/1887; Teresa habló con su padre el 29 de mayo (Pentecostés).

89 El señor Martin ya se esperaba la partida de la última de sus hijas (PO p. 515), pero el golpe fue sin duda muy duro para un hombre que había tenido, el 1 de mayo, un primer ataque de parálisis con hemiplejia parcial.

90 El 8/10/1887 (cf Cta 27), por tanto cuatro meses después de haber hablado con su padre. Se necesitaba la autorización del señor Guérin.

91 En realidad, quince días.

92 Dura tuvo que ser esa prueba para que Teresa multiplique de ese modo las imágenes: noche negra, sin tan siquiera un relámpago, como si fuera un presentimiento de la prueba de la fe de los últimos años.

93 Pocos días en realidad. Simple libertad literaria para permitirle a Teresa incluir aquí cierto número de detalles sobre su vida, que no quiere dejar para después del relato de su viaje a Roma.

94 Mons Hugonin, obispo de Bayeux desde hacía veinte años.

95 Imitación, III, 5, 4.

96 Vicario general.