CAPÍTULO
III
AÑOS
DOLOROSOS (1881 - 1883)
Alumna
en la Abadía
Tenía
yo ocho años y medio cuando Leonia salió del internado y yo ocupé su lugar en
la Abadía32.
He
oído decir muchas veces que el tiempo pasado en el internado es el mejor y el
más feliz de la vida. Para mí no lo fue. Los cinco años que pasé en él
fueron los más tristes de toda mi vida. Si no hubiera tenido a mi lado a mi
querida Celina, no habría aguantado allí ni un mes sin caer enferma... La
pobre florecita había sido acostumbrada a hundir sus frágiles raíces en una
tierra selecta, hecha expresamente para ella. Por eso se le hizo muy duro verse
en medio de flores de toda especie, que tenían a menudo raíces muy poco
delicadas, y obligada a encontrar en una tierra ordinaria la savia que
necesitaba para vivir...
Tú
me habías educado tan bien, Madre querida, que cuando llegué al internado era
la más adelantada de las niñas de mi edad. Me pusieron en [22vº] una clase en
la que todas las alumnas eran mayores que yo.
Una
de ellas, de 13 a 14 años de edad, era poco inteligente, pero sabía imponerse
a las alumnas, e incluso a las profesoras. Al verme tan joven, casi siempre la
primera de la clase y querida por todas las religiosas, se ve que sintió
envidia -muy comprensible en una pensionista- y me hizo pagar de mil maneras mis
pequeños éxitos...
Dado
mi natural tímido y delicado, no sabía defenderme, y me contentaba con sufrir
en silencio, sin quejarme ni siquiera a ti de lo que sufría. Pero no tenía la
suficiente virtud para sobreponerme a esas miserias de la vida y mi pobre
corazoncito sufría mucho...
Gracias
a Dios, todas las tardes volvía al hogar paterno, y allí se expansionaba mi
corazón. Saltaba al regazo de mi rey, diciéndole las notas que me habían
dado, y sus besos me hacían olvidar todas las penas...
¡Con
qué alegría anuncié el resultado de mi primera composición (una composición
sobre la Historia Sagrada)! Sólo me faltó un punto para llegar al máximo, por
no haber sabido el nombre del padre de Moisés. Era, por lo tanto, la primera de
la clase y traía un hermosa condecoración de plata. Como premio, papá me
regaló una preciosa monedita de veinte céntimos que eché en un bote destinado
a recibir casi todos los jueves una nueva moneda, siempre del mismo valor... (De
este bote sacaba yo dinero en determinadas fiestas solemnes, cuando quería dar
de mi bolsillo una limosna para la colecta de la Propagación de la Fe u otras
obras parecidas.) Paulina, encantada con el triunfo de su pequeña alumna, le
regaló un [23rº] aro muy bonito, para animarla a seguir siendo tan estudiosa.
Buena
necesidad tenía la pobre niña de estas alegrías de la familia. Sin ellas, la
vida del internado habría sido demasiado dura para ella.
NOTAS
AL CAPÍTULO III
32
Internado de las benedictinas, que funcionaba en la Abadía de NotreDameduPré
[Nuestra Señora del Prado], en Lisieux. Allí se encontrará Teresa con sus
primas Guérin y con su hermana Celina, medio pensionista como ella.
Días
de vacación
Los
jueves por la tarde nos daban asueto. Pero no era como los asuetos de Paulina, y
no los pasaba con papa en el mirador... Tenía que jugar, no con mi Celina, cosa
que me gustaba mucho cuando estábamos las dos solas, sino con mis primitas y
con las pequeñas Maudelonde33.
Era para mí un verdadero martirio, y como no sabía jugar como las demás
niñas, no era una compañera agradable. Sin embargo, hacía todo lo posible por
imitar a las otras, sin conseguirlo, y me aburría enormemente, sobre todo
cuando había que pasarse toda la tarde bailando cuadrillas. Lo único que me
gustaba era ir al jardín de la estrella34.
Allí era la primera en todo: como cogía flores en cantidad y sabía encontrar
las más bonitas, despertaba la envidia de mis compañeras...
Otra
cosa que también me gustaba era quedarme sola con María, lo cual sólo
ocurría por casualidad: como entonces no tenía a Celina Maudelonde que la
arrastrase a juegos corrientes, me dejaba elegir a mí, y yo elegía alguno
totalmente nuevo. María y Teresa se convertían en ermitañas, que no tenían
más que una pobre cabaña, un pequeño campo de trigo y unas pocas legumbres
que cultivar. Su vida transcurría en continua contemplación; o sea, una de las
ermitañas reemplazaba a la otra en la oración cuando había que ocuparse de la
vida activa. Todo se hacía con tal armonía, con tal silencio y con un estilo
tan religioso, que resultaba perfecto. Cuando nuestra tía venía a buscarnos
para ir a dar un paseo, continuábamos el juego también en la calle. Las dos
ermitañas rezaban [23vº] juntas el rosario, sirviéndose de los dedos para no
exhibir su devoción ante un público indiscreto. Pero un día, la más joven de
las ermitañas se olvidó: le habían dado un pastel para la merienda, y ella,
antes de comerlo, hizo una gran señal de la cruz, lo que hizo reír a todos los
profanos del siglo...
María
y yo nos entendíamos a la perfección. Hasta tal punto teníamos los mismos
gustos, que una vez nuestra unión de voluntades se pasó de la raya. Volviendo
una tarde de la Abadía, yo le dije a María: "Guíame, voy a cerrar los
ojos". "Yo también quiero cerrarlos", me respondió. Dicho y
hecho. Cada una hizo su propia voluntad sin discutir... Íbamos por la acera,
por lo que no teníamos por qué temer a los coches. Tras un delicioso paseo de
varios minutos, y de saborear el placer de caminar a ciegas, las dos pequeñas
atolondradas cayeron sobre unas cajas colocadas a la puerta de una tienda, o,
mejor dicho, las tiraron al suelo. El tendero salió, todo furioso, a recoger su
mercancía. Las dos ciegas voluntarias se levantaron ellas solas y escaparon a
todo correr, con los ojos bien abiertos y perseguidas por los justos reproches
de Juana, que estaba tan enfadada como el tendero...
En
consecuencia, como castigo, decidió separarnos, y desde aquel día María y
Celina fueron juntas, mientras que yo iba con Juana. Eso puso fin a nuestra
excesiva unión de voluntades y no les vino mal a las mayores, que nunca estaban
de acuerdo y se pasaban todo el camino discutiendo. De esa manera, la paz fue
completa.
Primera
comunión de Celina
Aún
no he dicho nada de mi íntima relación con Celina. [24rº] Si fuera a contarlo
todo, nunca acabaría...
En
Lisieux se cambiaron los papeles: Celina se convirtió en un travieso diablillo
y Teresa ya no era más que una niñita muy buena, pero excesivamente llorona...
Eso no era obstáculo para que Celina y Teresa se quisiesen cada día más. A
veces había entre ellas pequeñas discusiones, pero no era nada serio, y en el
fondo estaban siempre de acuerdo.
Puedo
decir que nunca mi querida hermanita me dio el menor disgusto, sino que fue para
mí como un rayo de sol, una fuente continua de alegría y de consuelo...
¿Quién podrá decir con qué intrepidez me defendía en la Abadía cuando
alguien me acusaba...? Se preocupaba tanto por mi salud, que a veces me cansaba.
De lo que no me cansaba era de verla jugar. Ponía en fila a toda la tropa de
nuestras muñecas y les daba clase como una maestra consumada; sólo que tenía
mucho cuidado de que las suyas se portasen siempre bien, mientras que a las
mías las echaba a menudo de clase por su mala conducta...
Me
contaba todas las cosas nuevas que aprendía en clase, lo cual me divertía
mucho, y la tenía por un pozo de ciencia.
Me
había dado el título de "hijita de Celina", y así, cuando se
enfadaba conmigo, su mejor muestra de que estaba enojada era decirme: "¡Ya
no eres mi hijita, se acabó, me acordaré por toda la vida...!" Entonces
yo no tenía más remedio que echarme a llorar como una Magdalena, suplicándole
que me volviese a admitir como su hijita. Inmediatamente me besaba y me
prometía que ya no se volvería a acordar de nada... Y para consolarme, cogía
una de sus muñecas y le [24vº] decía: "Cariño, besa a tu tía".
Una vez, la muñeca tenía tanta prisa por besarme tiernamente, que me metió
sus dos bracitos por la nariz... Celina, que no lo había hecho adrede, me
miraba estupefacta, viendo a la muñeca colgándome de la nariz. La tía no
tardó mucho en rechazar las efusiones demasiado tiernas de su sobrina, y se
echó a reír con todas las ganas ante tan singular aventura.
Lo
más divertido era vernos comprar las dos a la vez, en la tienda, los
aguinaldos. Nos escondíamos cuidadosamente la una de la otra. Con sólo 50
céntimos teníamos que comprar, por lo menos, cinco o seis objetos diferentes,
y la cuestión era quién compraría las cosas más bonitas. Encantadas con
nuestras compras, esperábamos con impaciencia el primer día del año para
poder ofrecernos una a otra nuestros magníficos regalos. La primera que se
despertaba se apresuraba a felicitarle a la otra el año nuevo. Luego nos
entregábamos los aguinaldos y las dos nos quedábamos extasiadas ante los
tesoros que la otra había conseguido con 50 céntimos...
Esos
regalitos nos causaban casi tanto placer como los ricos aguinaldos de mi tío.
Por
lo demás, eso no era más que el principio de nuestras alegrías. Aquel día
nos vestíamos a toda prisa y estábamos al acecho para saltar al cuello de
papá. En cuanto salía de su habitación, toda la casa se llenaba de gritos de
alegría y nuestro papaíto se mostraba feliz de vernos tan contentas...
Los
aguinaldos que María y Paulina daban a sus hijitas no eran de gran valor, pero
les causaban tambien una gran alegría... Y es que en esa edad aún no
estábamos embotadas; nuestra alma, en toda su lozanía, se abría como una
flor, feliz de recibir el rocío de la mañana... Un mismo soplo mecía nuestras
corolas, y lo que hacía gozar o sufrir a [25rº] una hacía gozar o sufrir a la
vez a la otra.
Sí,
nuestras alegrías eran comunes. Lo comprobé muy bien el día de la primera
comunión de mi querida Celina. Yo no iba aún a la Abadía, pues sólo tenía
siete años; pero conservo en mi corazón el dulcísimo recuerdo de la
preparación que tú, Madre querida, le hiciste hacer a Celina. Todas las tardes
la sentabas en tu regazo y le hablabas del acto tan importante que iba a
realizar. Yo escuchaba, ávida de prepararme también, pero muy frecuentemente
me decías que me fuera porque era todavía demasiado pequeña. Entonces me
ponía muy triste y pensaba que cuatro años no eran demasiados para prepararse
a recibir a Dios...
Una
tarde, te oí decir que a partir de la primera comunión había que empezar una
nueva vida. En ese mismo momento decidí no esperar a ese día, sino comenzarla
al mismo tiempo que Celina...
Nunca
supe cuánto la quería como durante su retiro de tres días. Era la primera vez
en mi vida que estaba lejos de ella y que no me acostaba en su cama... El primer
día me olvidé de que no iba a volver, y guardé un manojito de cerezas, que
papá me había comprado, para comerlo con ella; cuando vi que no llegaba,
sentí mucha pena. Papá me consoló diciéndome que al día siguiente me
llevaría a la Abadía para ver a mi Celina y que podría darle otro manojo de
cerezas...
El
día de la primera comunión de Celina me dejó una impresión parecida a la de
la mía. Al despertarme por la mañana, yo sola en aquella cama tan grande, me
sentí inundada de alegría. "¡Es hoy...! Ha llegado el gran día..."
No me cansaba de [25vº] repetir estas palabras. Me parecía que era yo la que
iba a hacer la primera comunión. Creo que ese día recibí grandes gracias, y
lo considero como uno de los más hermosos de mi vida...
Paulina
en el Carmelo
He
vuelto un poco atrás para evocar este delicioso y dulce recuerdo. Ahora quiero
hablarte de la dolorosa prueba que vino a destrozar el corazón de Teresita
cuando Jesús le arrebató a su querida mamá, a su Paulina ¡a la que tan
tiernamente quería...!
Un
día, yo había dicho a Paulina que me gustaría ser solitaria, irme con ella a
un desierto lejano. Ella me contestó que ése era también su deseo y que
esperaría a que yo fuese mayor para marcharnos. La verdad es que aquello no lo
dijo en serio, pero Teresita sí lo había tomado en serio. Por eso, ¿cuál no
sería su dolor al oír un día hablar a su querida Paulina con María de su
próxima entrada en el Carmelo...?
Yo
no sabía lo que era el Carmelo, pero comprendí que Paulina iba a dejarme para
entrar en un convento, comprendí que no me esperaría y que iba a perder a mi
segunda madre... ¿Cómo podré expresar la angustia de mi corazón...? En un
instante comprendí lo que era la vida. Hasta entonces no me había parecido tan
triste, pero entonces se me apareció en todo su realismo, y vi que no era más
que un puro sufrimiento y una continua separación35.
Lloré lágrimas muy amargas, pues aún no comprendía la alegría del
sacrificio. Era débil, tan débil, que considero una gracia muy grande el haber
podido soportar una prueba como aquella, que parecía muy superior a mis
fuerzas... Si me hubiese ido enterando poco a poco de la partida de mi Paulina
querida, tal vez no hubiera sufrido tanto; pero [26rº] al saberlo de repente,
fue como si me hubieran clavado una espada en el corazón.
Siempre
recordaré, Madre querida, con qué ternura me consolaste... Luego me explicaste
la vida del Carmelo, que me pareció muy hermosa. Evocando en mi interior todo
lo que me habías dicho, comprendí que el Carmelo era el desierto adonde Dios
quería que yo fuese también a esconderme... Lo comprendí con tanta evidencia,
que no quedó la menor duda en mi corazón. No era un sueño de niña que se
deja entusiasmar fácilmente, sino la certeza de una llamada de Dios: quería ir
al Carmelo, no por Paulina, sino sólo por Jesús... Pensé muchas cosas que las
palabras no pueden traducir, pero que dejaron una gran paz en mi alma.
Al
día siguiente, confié mi secreto a Paulina, quien, viendo en mis deseos la
voluntad del cielo, me dijo que pronto iría con ella a ver a la madre priora
del Carmelo y que tendríamos que decirle lo que Dios me hacía sentir...
Se
escogió un domingo para esta solemne visita, y mi apuro fue grande cuando supe
que María G.36
debería acompañarme, por ser yo aún demasiado pequeña para ver a las
carmelitas37.
Sin embargo, yo tenía que encontrar la forma de quedarme a solas con la priora,
y he aquí lo que se me ocurrió. Le dije a María que, ya que teníamos el
privilegio de ver a la madre priora, debíamos ser muy amables y educadas con
ella, y que por eso debíamos confiarle nuestros secretos; así que cada una
tendría que salir un momento, y dejar a la otra a solas con la Madre. María
creyó lo que le decía, y, a pesar de su repugnancia a confiar secretos que no
tenía, nos quedamos a solas, una después de otra, con la madre María de
Gonzaga.
[26vº]
Después de escuchar mis importantes confidencias, la Madre creyó en mi
vocación, pero me dijo que no recibían postulantes de nueve años, y que
tendría que esperar hasta los dieciséis... Yo me resigné, a pesar de mis
vivos deseos de entrar cuanto antes y de hacer la primera comunión el día de
la toma de hábito de Paulina...
Ese
día me echaron piropos por segunda vez. Sor Teresa de San Agustín, que había
bajado a verme, no se cansaba de llamarme guapa. Yo no pensaba venir al Carmelo
para recibir alabanzas; así que, después de la visita, no cesaba de repetirle
a Dios que yo quería ser carmelita sólo por él.
Durante
las pocas semanas que mi querida Paulina permaneció todavía en el mundo,
procuré aprovecharme bien de ella. Todo los días, Celina y yo le comprábamos
un pastel y bombones, pensando que ya pronto no volvería a comerlos. Estábamos
continuamente a su lado, sin dejarle ni un minuto de descanso.
Por
fin, llegó el 2 de octubre, día de lágrimas y de bendiciones, en que Jesús
cortó la primera de su flores, destinada a ser la madre de las que pocos años
después irían a reunirse con ella.
Aún
me parece estar viendo el lugar donde recibí el último beso de Paulina. Luego,
mi tía nos llevó a todas a Misa, mientras papá subía a la montaña del
Carmelo para ofrecer su primer sacrificio...
Toda
la familia lloraba, de modo que, al vernos entrar en la iglesia, la gente nos
miraba extrañada. A mí me daba igual, y no por eso dejé de llorar. Creo que,
si el mundo entero se hubiera derrumbado a mi alrededor, no me habría dado
cuenta. Miraba al hermoso cielo azul, y me maravillaba de que el sol pudiese
seguir brillando con [27rº] tanto resplandor mientras mi alma estaba inundada
de tristeza...
Tal
vez, Madre querida, te parezca que exagero la pena que sentí... Comprendo muy
bien que no debiera haber sido tan grande, pues tenía la esperanza de volver a
encontrarte en el Carmelo, pero mi alma estaba LEJOS de estar madura y tenía
que pasar por muchos crisoles antes de alcanzar la meta que tanto deseaba...
El
2 de octubre era el día fijado para volver a la Abadía, y no tuve más remedio
que ir, a pesar de mi tristeza...
Por
la tarde, nuestra tía vino a buscarnos para ir al Carmelo, y vi a mi Paulina
querida detrás de las rejas... ¡Ay, cuánto he sufrido en ese locutorio del
Carmelo...!
Como
estoy escribiendo la historia de mi alma, debo decírselo todo a mi Madre
querida, y confieso que los sufrimientos que precedieron a su entrada no fueron
nada en comparación con los que vinieron después...
Todos
los jueves, íbamos en familia al Carmelo. Y yo, que estaba acostumbrada a
hablar con Paulina de corazón a corazón, apenas si conseguía dos o tres
minutos al final de la visita, que, por supuesto, me pasaba llorando, y luego me
iba con el corazón desgarrado... No comprendía que si tú dirigías
preferentemente la palabra a Juana y María, en vez de hablar con tus hijitas,
era por delicadeza hacia nuestra tía... No lo comprendía, y pensaba en lo más
hondo del corazón: "¡¡¡He perdido a Paulina!!!"
Extraña
enfermedad
Es
asombroso ver cómo se desarrolló mi espíritu en medio del sufrimiento. Se
desarrolló de tal manera, que no tardé en caer enferma.
La
enfermedad que me aquejó provenía, ciertamente, del demonio. Furioso por tu
entrada en el Carmelo, quiso vengarse en mí del daño que nuestra familia iba a
causarle en el futuro. Pero lo que él no sabía era que la [27vº] amorosa
Reina del cielo velaba por su frágil florecilla, que ella le sonreía desde lo
alto de su trono y que se aprestaba a calmar la tempestad en el mismo momento en
que su flor iba a quebrarse sin remedio...
Hacia
finales de año, me sobrevino un continuo dolor de cabeza, pero que se podía
aguantar bien. Podía seguir estudiando, y nadie se preocupó por mí. Esto
duró hasta el día de Pascua de 188338.
Papá
había ido a París con María y Leonia, y nuestra tía nos llevó a su casa a
Celina y a mí. Una tarde, nuestro tío me llevó con él y empezó a hablarme
de mamá y de recuerdos pasados con tal bondad, que me emocionó profundamente y
me hizo llorar. Entonces me dijo que era demasiado sensible y que necesitaba
mucho distraerme, y que mi tía y él habían decidido tratar de hacérnoslo
pasar bien durante las vacaciones de Pascua. Esa tarde teníamos que ir al
Círculo Católico; pero viendo que estaba demasiado cansada, mi tía me hizo
acostar. Al desnudarme, me entró un extraño temblor. Creyendo que tenía
frío, mi tía me envolvió entre mantas y me puso botellas calientes, pero nada
pudo reducir mi agitación, que duró casi toda la noche. Al volver mi tío del
Círculo Católico con mis primas y Celina, se quedo muy sorprendido al
encontrarme en aquel estado, que juzgó muy grave, pero no quiso decirlo por no
asustar a mi tía. Al día siguiente, fue a buscar al doctor Notta39,
el cual coincidió con mi tío en que tenía una enfermedad muy grave, que nunca
había padecido una niña tan joven como yo.
Todos
estaban consternados. Mi tía tuvo que dejarme en su casa y me cuidó con una
solicitud verdaderamente maternal.
Cuando
papá volvió de París con mis hermanas mayores, Amada40
los recibió
con una cara tan triste, que María [28rº] creyó que me había muerto... Pero
esta enfermedad no era de muerte, sino, como la de Lázaro, para que Dios fuera
glorificado...
Y
así lo fue, en efecto, por la admirable resignación de mi pobre papaíto, que
creyó que "su hijita se iba a volver loca o que se iba a morir".
¡Lo
fue también por la de María...! ¡Cuánto sufrió por causa mía...! ¡Y qué
agradecida le estoy por los cuidados que tan desinteresadamente me prodigó...!
Su corazón le dictaba lo que yo necesitaba, y, verdaderamente, un corazón de
madre es mucho más sabio que el de un médico y sabe adivinar lo que conviene
para la enfermedad de su hijo...
La
pobre María tuvo que venir a instalarse en casa de mi tío, pues era imposible
trasladarme por entonces a los Buissonnets.
Entretanto,
se acercaba la toma de hábito de Paulina. Delante de mí evitaban hablar de
ello, pues sabían la pena que sentía por no poder ir; pero yo hablaba de ello
con frecuencia, diciendo que para entonces ya estaría lo bastante bien para ir
a ver a mi Paulina querida.
Y
en efecto, Dios no quiso negarme ese consuelo, o, mejor, quiso consolar a su
querida prometida, que tanto había sufrido con la enfermedad de su hijita... He
observado que Jesús no quiere probar a su hijas en el día de sus esponsales,
esta fiesta debe ser una fiesta sin nubes, un anticipo de las alegrías del
paraíso. ¿No lo ha demostrado ya cinco veces41...?
Pude,
pues, abrazar a mi Madre querida, sentarme en su regazo y colmarla de
caricias... Pude contemplarla radiante con su blanco vestido de desposada...
¡Sí, fue un hermoso día, en medio de mi oscura prueba! Pero aquel día pasó
veloz... Pronto hube de subir al coche que me llevó muy lejos de Paulina...,
muy lejos de mi Carmelo querido.
Al
llegar a los Buissonnets, me hicieron acostar a mi pesar, pues aseguraba [28vº]
que estaba totalmente curada y que ya no necesitaba más cuidados. ¡Pero, ay,
sólo estaba todavía en los comienzos de mi prueba...! Al día siguiente,
volví a estar igual que antes, y la enfermedad se agravó tanto, que, según
los cálculos humanos, no tenía remedio...
No
sé cómo describir una enfermedad tan extraña. Hoy estoy convencida de que fue
obra del demonio42,
pero durante mucho tiempo después de mi curación creí que había fingido
estar enferma, y eso fue para mi alma un verdadero martirio.
Se
lo dije así a María, que me tranquilizó lo mejor que pudo con su bondad
habitual. Lo dije en la confesión, y también mi confesor intentó
tranquilizarme, diciéndome que no era posible que hubiese simulado estar
enferma hasta el punto que yo lo había estado. Dios, que, sin duda, quería
purificarme, y sobre todo humillarme, me dejó en este martirio íntimo hasta mi
entrada en el Carmelo, donde el Padre de nuestras almas43
barrió como con la mano todas mis dudas, y desde entonces quedé totalmente
tranquila.
No
es extraño que temiese haber fingido estar enferma sin estarlo de verdad, pues
decía y hacía cosas que no pensaba. Parecía estar en un continuo delirio,
diciendo palabras que no tenían sentido, y sin embargo estoy segura de que no
perdí ni un solo instante el uso de la razón... Con frecuencia me quedaba como
desmayada, sin hacer el menor movimiento; en esos momentos, me habría dejado
hacer todo lo que hubieran querido, incluso matarme; sin embargo, oía todo lo
que se decía a mi alrededor, y todavía me acuerdo de todo. En una ocasión me
aconteció estar mucho tiempo sin poder abrir los ojos, y abrirlos un instante
al encontrarme sola...
Pienso
que el demonio había recibido un poder exterior sobre mí, pero [29rº] que no
podía acercarse a mi alma ni a mi espíritu, a no ser para inspirarme
grandísimos terrores a ciertas cosas, por ejemplo a las medicinas
sencillísimas que intentaban en vano hacerme tomar..
Pero
si Dios permitía al demonio acercarse a mí, me enviaba también ángeles
visibles...
María
no se separaba de mi cama, cuidándome y consolándome con la ternura de una
madre. Nunca me demostró el más ligero enfado, y eso que yo le daba mucho
trabajo, pues no soportaba que se alejase de mi lado. Sin embargo, tenía
necesariamente que ir a comer con papá, pero yo no cesaba de llamarla durante
todo el tiempo que no estaba. Victoria, que se quedaba a mi cuidado, a veces no
tenía más remedio que ir a buscar a mi querida "mamá", como yo la
llamaba... Si María quería salir, tenía que ser para ir a Misa o para ver a
Paulina; sólo entonces yo no decía nada...
Nuestros
tíos eran también muy buenos conmigo. Mi querida tiíta venía todos los días
a verme y me traía mil golosinas.
También
fueron a visitarme otras personas amigas de la familia; pero yo pedí a María
que les dijese que no quería recibir visitas. No me gustaba "ver a la
gente sentada alrededor de mi cama como ristras de cebollas y mirándome como a
un bicho raro". La única visita que me gustaba era la de nuestros tíos.
Me
sería imposible decir cuánto creció mi cariño hacia ellos a partir de esta
enfermedad. Comprendí como nunca que ellos no eran para nosotros unos parientes
cualquiera. ¡Qué razón tenía nuestro papaíto cuando nos repetía tantas
veces estas palabras que acabo de escribir! Más tarde él mismo supo por
experiencia que no se había equivocado, y seguro que ahora proteje y bendice a
quienes le prodigaron tan generosos cuidados... Yo todavía estoy en el
destierro, y no sabiendo cómo demostrarles mi gratitud, sólo tengo una manera
de aligerar mi corazón: ¡rezar por estos familiares tan queridos que fueron y
que siguen siendo tan buenos conmigo!
También
Leonia era muy buena conmigo, y hacía todo lo posible por distraerme. Yo, a
veces, la hacía sufrir, pues se daba perfectamente cuenta de que María era
insustituible a mi lado...
¿Y
mi Celina querida? ¿Qué no hizo por su Teresa...? Los domingos, en vez de
salir de paseo, venía a encerrarse horas enteras con una pobre niña que
parecía idiota. Verdaderamente, [29vº] se necesitaba mucho amor para no huir
de mí... ¡Hermanitas queridas, cuánto os hice sufrir...! Nadie os hizo sufrir
tanto como yo, y nadie recibió nunca tanto amor como el que vosotras me
prodigasteis... Gracias a Dios, tendré el cielo para resarcirme. Mi Esposo es
enormemente rico, y yo meteré la mano en sus tesoros de amor para poder
devolveros centuplicado todo lo que sufristeis por causa mía...
Mi
mayor consuelo mientras estuve enferma era recibir carta de Paulina. La leía y
la releía hasta sabérmela de memoria... Un día, Madre querida, me mandaste un
reloj de arena y una de mis muñecas vestida de carmelita. Es imposible decir la
alegría que sentí... A mi tío no le gustó. Decía que, en vez de hacerme
pensar en el Carmelo, habría que alejarlo de mi mente. Yo, por el contrario,
pensaba que la esperanza de ser un día carmelita era lo único que me hacía
vivir...
Me
encantaba trabajar para Paulina. Le hacía pequeños trabajos en cartulina, y mi
ocupación preferida era hacer coronas de margaritas y de miosotis para la
Santísima Virgen. Estábamos en el mes de mayo. Toda la naturaleza se vestía
de flores y respiraba alegría. Sólo la "florecita" languidecía y
parecía marchita para siempre...
La
sonrisa de la Virgen
Sin
embargo, tenía un sol cerca de ella. Ese sol era la estatua milagrosa de la
Santísima Virgen, que le había hablado por dos veces a mamá44,
y la florecita volvía muchas, muchas veces su corola hacia aquel astro
bendito...
Un
día vi que papá entraba en la habitación de María, donde yo estaba acostada,
y, dándole varias monedas de oro con expresión muy triste, le dijo que
escribiera a París y encargase unas misas a Nuestra Señora de las Victorias
para que le curase a su pobre hijita. ¡Cómo me emocionó ver la fe y el amor
de mi querido rey! [30rº] Hubiera deseado poder decirle que estaba curada,
¡pero le había dado ya tantas alegrías falsas! No eran mis deseos los que
podían hacer ese milagro, pues la verdad es que para curarme se necesitaba un
milagro...
Se
necesitaba un milagro, y fue Nuestra Señora de las Victorias quien lo hizo.
Un
domingo45
(durante el novenario de misas), María salió al jardín, dejándome con Leonia,
que estaba leyendo al lado de la ventana.
Al
cabo de unos minutos, me puse a llamar muy bajito: "Mamá... mamá".
Leonia, acostumbrada a oírme llamar siempre así, no hizo caso. Aquello duró
un largo rato. Entonces llamé más fuerte, y, por fin, volvió María. La vi
perfectamente entrar, pero no podía decir que la reconociera, y seguí
llamando, cada vez más fuerte: "Mamá..." Sufría mucho con aquella
lucha violenta e inexplicable, y María sufría quizás todavía más que yo.
Tras intentar inútilmente hacerme ver que estaba allí a mi lado, se puso de
rodillas junto a mi cama con Leonia y Celina. Luego, volviéndose hacia la
Santísima Virgen e invocándola con el fervor de una madre que pide la vida de
su hija, María alcanzó lo que deseaba...
También
la pobre Teresita, al no encontrar ninguna ayuda en la tierra, se había vuelto
hacia su Madre del cielo, suplicándole con toda su alma que tuviese por fin
piedad de ella...
De
repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca
había visto nada tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura
inefables. Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la "encantadora
sonrisa de la Santísima Virgen".
En
aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de
mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran
lágrimas de pura alegría... ¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído!
¡Qué feliz soy...! Sí, [30vº] pero no se lo diré nunca a nadie, porque
entonces desaparecería mi felicidad.
Bajé
los ojos sin esfuerzo y vi a María que me miraba con amor. Se la veía
emocionada, y parecía sospechar la merced que la Santísima Virgen me había
concedido... Precisamente a ella y a sus súplicas fervientes debía yo la
gracia de las sonrisa de la Reina de los cielos. Al ver mi mirada fija en la
Santísima Virgen, pensó: "¡Teresa está curada!" Sí, la florecita
iba a renacer a la vida. El rayo luminoso que la había reanimado no iba ya a
interrumpir sus favores. No actuó de golpe, sino que lentamente, suavemente fue
levantando a su flor y la fortaleció de tal suerte, que cinco años más tarde
abría sus pétalos en la montaña del Carmelo.
Como
he dicho, María había adivinado que la Santísima Virgen me había concedido
alguna gracia secreta. Así que, cuando me quedé a solas con ella, me preguntó
qué había visto. No pude resistirme a sus tiernas e insistentes preguntas; y
sorprendida de ver que mi secreto había sido descubierto sin que yo lo
revelara, se lo confié enteramente a mi querida María...
Pero,
¡ay!, como lo había imaginado, mi dicha iba a desaparecer y a convertirse en
amargura... El recuerdo de aquella gracia inefable que había recibido fue para
mí, durante cuatro años, un verdadero sufrimiento del alma. Sólo volvería en
encontrar mi dicha a los pies de Nuestra Señora de las Victorias, y entonces la
recibí en toda su plenitud... Más adelante volveré a hablar de esta segunda
gracia de la Santísima Virgen. Ahora quiero contarte, Madre mía, cómo mi
dicha se convirtió en tristeza.
María,
después de escuchar el ingenuo y sincero relato de "mi gracia", me
pidió permiso para contarlo en el Carmelo, y no podía decirle que no....
En
mi primera visita a ese Carmelo querido me sentí inundada de gozo al ver a mi
Paulina vestida con el hábito de la Virgen. [31rº] Fue un momento muy dulce
para las dos... Teníamos tantas cosas que decirnos, que a mí no me salía
nada, me ahogaba de emoción...
La
madre María de Gonzaga también estaba allí y me daba mil muestras de cariño.
Vi también a otras hermanas, y delante de ellas me preguntaron por la gracia
que había recibido, y [María] me preguntó si la Santísima Virgen llevaba al
Niño Jesús, y si había mucha luz, etc.
Todas
estas preguntas me turbaron y me hicieron sufrir. Yo no podía decir más que
una cosa: "La Santísima Virgen me había parecido muy hermosa..., y la
había visto sonreírme. Lo único que me había impresionado era su rostro.
Por
eso, al ver que las carmelitas se imaginaban otra cosa muy distinta (mis
sufrimientos del alma respecto a mi enfermedad ya había comenzado), me imaginé
que había mentido...
Seguramente,
si hubiera guardado mi secreto, habría conservado también mi felicidad. Pero
la Santísima Virgen permitió este tormento para bien de mi alma. Sin él, tal
vez hubiera tenido algún pensamiento de vanidad, mientras que, tocándome en
suerte la humillación, no podía mirarme a mí misma sin un sentimiento de
profundo horror...
¡Sólo
en el cielo podré decir cuánto sufrí...!
NOTAS
AL CAPÍTULO III
33
Primas carnales de las hijas de los Guérin.
34
Parque en forma de estrella, en el camino de Pontl'Evêque [Puente del
Obispo], no lejos de los Buissonnets, que más tarde fue parcelado.
35
La separación es una de las obsesiones de Teresa, de la que nunca llegará a
liberarse por completo (cf Ms A 9rº, 41rº, 43vº, 62rº, 68vº; Cta 21, 134,
167, entre otras). Sin embargo, en Ms C 9rº/vº puede verse el heroísmo con
que habría aceptado el exilio de sus hermanas a Indochina.
36
María Guérin, futura sor María de la Eucaristía.
37
En aquella época sólo los familiares cercanos y las jóvenes podían ver a las
carmelitas.
38
El 25 de marzo; Teresa tenía diez años.
39
Este médico, al que consultó la señora de Martin durante su enfermedad,
atendió al señor Martin desde 1887 hasta 1889; al parecer, no entendió nada
de la enfermedad de Teresa.
40
Amada Roger, cocinera de la familia Guérin.
41
Las tomas de hábito de las cinco hermanas Martin (incluida Leonia).
42
Esta era la opinión de los Guérin, como lo declaró Juana de La Néele en el
PO (pp. 240241). Según el Dr. Gayral, se trataba de una neurosis tras seis
meses de angustia: "Al vivir en la impresión de que su segunda mamá la
había abandonado, cayó en una conducta de regresión a la infancia para
hacerse mimar como un bebé" (revista Carmel, 1959,2, pp. 8196).
43
El P. Almiro Pichon, jesuita.
44
Una sola vez, después de la muerte de la pequeña Elena, según una nota de la
madre Inés.
45
El día de Pentecostés, 13/5/1883; Teresa llevaba cuarenta y nueve días
enferma.
PRIMERA
COMUNION - EN EL COLEGIO (18831886)
Al
hablar de las visitas a las carmelitas, me viene a la memoria la primera, que
tuvo lugar poco después de la entrada de Paulina. Me olvidé de hablar de ella
más arriba, pero hay un detalle que no quiero omitir.
La
mañana del día en que debía ir al locutorio, reflexionando sola en la cama
(pues era allí donde hacía yo mis meditaciones más profundas y donde, a
diferencia de la esposa del Cantar de los Cantares, encontraba yo siempre a mi
Amado), me preguntaba cómo me llamaría en el Carmelo. Sabía que había ya en
él una sor Teresa de Jesús; sin embargo, no podían quitarme mi bonito nombre
de Teresa. De pronto, pensé [31vº] en el Niño Jesús, a quien tanto quería,
y me dije: "¡Cómo me gustaría llamarme Teresa del Niño Jesús!"
En
el locutorio no dije nada del sueño que había tenido completamente despierta.
Pero al preguntar la madre María de Gonzaga a las hermanas qué nombre me
pondrían, se le ocurrió darme el nombre que yo había soñado... Me alegré
enormemente, y aquella feliz coincidencia de pensamientos me pareció una
delicadeza de mi Amado, el Niño Jesús.
Estampas
y lecturas
Me
he olvidado también de algunos pequeños detalles de ni niñez de antes de tu
entrada en el Carmelo. No te he hablado de mi amor a las estampas y a la
lectura... Y, sin embargo, a las preciosas estampas que tú me dabas como premio
debo una de las más dulces alegrías y de las más fuertes impresiones que me
han incitado a la práctica de la virtud... Me pasaba las horas muertas
mirándolas. Por ejemplo, la "florecita del divino Prisionero" era tan
sugestiva, que me quedaba ensimismada mirándola. Al ver que el nombre de
Paulina estaba escrito al pie de la florecita, me hubiera gustado que el de
Teresa estuviera también allí, y me ofrecía a Jesús para ser su florecita...
No
sabía jugar, pero me gustaba mucho la lectura46,
y me hubiera pasado la vida leyendo. Afortunadamente tenía unos ángeles de la
tierra que me elegían unos libros que, a la vez que me distraían, alimentaban
mi espíritu y mi corazón. Además, no podía dedicar a la lectura más que un
determinado tiempo, lo cual era para mí motivo de grandes sacrificios, pues
muchas veces tenía que interrumpirla en lo más interesante de un pasaje...
Esta
afición a la lectura duró hasta mi entrada en el Carmelo. Me sería imposible
decir el número de libros que pasaron por mis manos; pero nunca permitió Dios
que leyera ni uno sólo que pudiera hacerme daño. Es cierto que, al leer
ciertos relatos caballerescos, no siempre percibía en un primer momento la
realidad de la vida; pero pronto Dios me daba a [32rº] entender que la
verdadera gloria es la que ha de durar para siempre y que para alcanzarla no es
necesario hacer obras deslumbrantes, sino esconderse y practicar la virtud de
manera que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha...
Así,
al leer los relatos de las hazañas patrióticas de las heroínas francesas, y
en especial las de la venerable JUANA DE ARCO, me venían grandes deseos de
imitarlas. Me parecía sentir en mi interior el mismo ardor que las había
animado a ellas y la misma inspiración celestial.
Por
entonces recibí una gracia que siempre he considerado como una de las más
grandes de mi vida, ya que en esa edad no recibía las luces de que ahora me veo
inundada. Pensé que había nacido para la gloria, y, buscando la forma de
alcanzarla, Dios me inspiró los sentimientos que acabo de escribir. Me hizo
también comprender que mi gloria no brillaría ante los ojos de los mortales,
sino que consistiría en ¡¡¡llegar a ser una gran santa...!!!
Este
deseo podría parecer temerario, si se tiene en cuenta lo débil e imperfecta
que yo era, y que aún soy después de siete años vividos en religión. No
obstante, sigo teniendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa,
pues no me apoyo en mis méritos -que no tengo ninguno-, sino en Aquel que es la
Virtud y la Santidad mismas. Sólo él, contentándose con mis débiles
esfuerzos, me elevará hasta él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me
hará santa.
Yo
no pensaba entonces que para llegar a la santidad había que sufrir mucho. Dios
no tardó en mostrármelo, enviándome las pruebas que he contado antes...
Ahora
he de reanudar mi relato en el punto en que lo había dejado.
Tres
meses después de mi curación, papá nos llevó de viaje a Alençon. Era la
primera vez que volvía allí, y fue muy grande mi alegría al volver a ver los
parajes en los que había transcurrido ni niñez, [32vº] y sobre todo al poder
rezar sobre la tumba de mamá y pedirle que me protegiera siempre...
Dios
me concedió la gracia de no conocer el mundo, a no ser justo para despreciarlo
y alejarme de él. Podría decir que durante mi estancia en Alençon fue cuando
hice mi presentación en sociedad. Todo era alegría y felicidad en torno a mí.
Me veía festejada, mimada, admirada. En una palabra, durante quince días mi
vida sólo se vio sembrada de flores... Y confieso que aquella vida tenía sus
encantos para mí. La Sabiduría tiene mucha razón cuando dice: "El
hechizo de las bagatelas del mundo seduce hasta a las mentes sin malicia".
A los diez años, el corazón se deja fácilmente deslumbrar. Por eso considero
como una gracia muy grande el no haberme quedado en Alençon. Los amigos que
teníamos allí eran demasiado mundanos y compaginaban demasiado las alegrías
de la tierra con el servicio de Dios. No pensaban lo bastante en la muerte, y
sin embargo la muerte ha venido a visitar a un gran número de personas a las
que yo conocí, ¡¡¡jóvenes, ricas y felices!!! Me gusta volver con el
pensamiento a los lugares encantadores donde vivieron, preguntarme dónde
están, qué les queda hoy de los castillos y los parques donde las vi disfrutar
de las comodidades de la vida... Y veo que todo es vanidad y aflicción de
espíritu bajo el sol..., y que el único bien que vale la pena es amar a Dios
con todo el corazón y ser pobres de espíritu aquí en la tierra...
Tal
vez Jesús quiso mostrarme el mundo antes de hacerme la primera visita, para que
eligiera más libremente el camino que iba a prometerle seguir.
Primera
comunión
La
época de mi primera comunión ha quedado grabada en mi corazón como un
recuerdo sin nubes. Creo que no podía estar mejor preparada de lo que lo
estuve, y mis sufrimientos del alma desaparecieron durante casi un año. Jesús
quería darme a gustar la alegría más plena posible en este valle de
lágrimas...
[33rº]
¿Recuerdas, Madre querida, el precioso librito que me preparaste47
tres meses antes de mi primera comunión...? Aquel librito me ayudó a preparar
metódica y rápidamente mi corazón; pues si bien es cierto que ya lo venía
preparando desde hacía mucho tiempo, era necesario darle un nuevo impulso,
llenarlo de flores nuevas para que Jesús pudiese descansar a gusto en él...
Todos
los días hacía un gran número de prácticas, que eran otras tantas flores.
Decía también un número todavía mayor de jaculatorias, que tú me habías
escrito para cada día en el librito, y esos actos de amor eran los capullos de
las flores...
Todas
las semanas tú me escribías una linda cartita, que me llenaba el alma de
pensamientos profundos y me ayudaba a practicar la virtud. Aquella carta era un
consuelo para tu pobre hijita, que hacía un sacrificio tan grande al aceptar
que no fueras tú quien la preparara cada tarde en tu regazo, como lo habías
hecho con Celina....
María
reemplazó a Paulina. Me sentaba en su regazo y allí escuchaba con avidez lo
que me decía. Creo que todo su corazón, tan grande y tan generoso, se volcaba
en el mío. Como los grandes guerreros enseñan a sus hijos el oficio de las
armas, así me hablaba ella de las luchas de la vida y de la palma que se
entregará a los vencedores... María me hablaba también de las riquezas
inmortales que podemos atesorar fácilmente cada día, y de la desgracia que
sería pasar junto a ellas sin querer tomarse la molestia de extender la mano
para cogerlas. Luego me enseñaba la forma de ser santa por la fidelidad en las
cosas más pequeñas. Me dio la hojita "El renunciamiento", que yo
meditaba con auténtico placer...
¡Y
qué elocuente que era mi querida madrina! Me hubiera gustado no ser yo la
única que escuchase sus profundas enseñanzas. Me llegaban tan a lo hondo, que,
en mi ingenuidad, pensaba que hasta los más grandes pecadores se habrían
conmovido como yo, y que, abandonando sus riquezas perecederas, sólo querrían
ganar ya [33vº] las del cielo...
Hasta
entonces, nadie me había enseñado todavía la forma de hacer oración, a pesar
de que tenía muchas ganas. Pero María pensaba que era ya bastante piadosa, y
no me dejaba hacer más que mis oraciones.
Un
día, una de las profesoras de la Abadía me preguntó qué hacía los días
libres cuando estaba sola. Yo le contesté que me metía en un espacio vacío
que había detrás de mi cama y que podía cerrar fácilmente con la cortina, y
que allí "pensaba". -¿Y en qué piensas?, me dijo. -Pienso, en Dios,
en la vida..., en la ETERNIDAD, bueno, pienso48...
La religiosa se rió mucho de mí. Más tarde, le gustaba recordarme aquel
tiempo en que yo pensaba, y me preguntaba si todavía seguía pensando... Ahora
comprendo que, sin saberlo, hacía oración y que ya Dios me instruía en lo
secreto.
Los
tres meses de preparación pasaron rápidamente, y pronto tuve que entrar en
ejercicios, y para ello hacerme pensionista interna y dormir en la Abadía.
Me
resulta imposible expresar el dulce recuerdo que me dejaron estos ejercicios.
Verdaderamente, si había sufrido mucho en el internado, la dicha inefable de
aquellos pocos días pasados a la espera de Jesús me compensó
abundantemente... No creo que se puedan saborear estas alegrías en otra parte
que en las comunidades religiosas.
Como
éramos pocas niñas, era fácil ocuparse de cada una en particular, y nuestras
profesoras nos prodigaron en esos días unos cuidados verdaderamente maternales.
De mí se ocupaban aún más que de las otras. Todas las noches, la primera
profesora venía con su linternita a darme un beso en la cama y me demostraba un
gran cariño. Una noche, ganada por su bondad, le dije que iba a confiarle un
secreto; y sacando misteriosamente mi precioso librito de debajo de la almohada,
se lo enseñé con los ojos resplandecientes de alegría...
Por
la mañana, me resultaba muy divertido ver a todas las alumnas levantarse apenas
nos despertaban [34rº], y hacer lo que todas. Pero yo no estaba acostumbrada a
arreglarme sola, y María no estaba allí para rizarme el pelo. Así que tenía
ir tímidamente a presentar mi peine a la profesora encargada del cuarto de
tocador, la cual se reía al ver a una jovencita de once años que no sabía
arreglarse por sí sola; pero me peinaba, aunque no con la delicadeza de María;
sin embargo, no me atrevía a chillar, como hacía todos los días bajo la
delicada mano de mi madrina...
Durante
estos ejercicios pude comprobar que era una niña mimada y rodeada de cariño
como pocas en el mundo, sobre todo entre las niñas huérfanas de madre... Todos
los días, María y Leonia venían a verme con papá, que me colmaba de
caricias. Así que no sufrí por estar lejos de la familia y no hubo nada que
oscureciese el hermoso cielo de mis ejercicios.
Escuchaba
con mucha atención las pláticas que nos daba el Sr. abate Domin49,
y hasta escribía un resumen de las mismas. En cuanto a mis propios
pensamientos, no quise escribir ninguno, segura de que me acordaría bien de
ellos, como así fue...
Me
gustaba mucho ir con las religiosas a todos los oficios. Llamaba la atención
entre mis compañeras por un gran crucifijo que me había regalado Leonia y que
llevaba puesto en el cinturón como los misioneros. Aquel crucifijo despertaba
la envidia de las religiosas, que pensaban que, al llevarlo, yo quería imitar a
mi hermana la carmelita...
¡Y
sí, hacia ella volaban mis pensamientos! Yo sabía que mi Paulina estaba de
ejercicios como yo50,
no para que Jesús se entregase a ella, sino para entregarse ella a Jesús51,
y aquella soledad, pasada en la espera, me resultaba por eso doblemente grata...
Recuerdo
que una mañana me habían llevado a la enfermería porque tosía mucho (desde
mi enfermedad, las profesoras se preocupaban mucho por mi salud: por un ligero
dolor de cabeza, o si me veían más pálida que de [34vº] costumbre, me
mandaban ya a tomar el aire o a descansar en la enfermería). Vi entrar a mi
Celina querida; había conseguido permiso para verme, a pesar de estar en
ejercicios, para regalarme una estampa que me gustó mucho; era "La
florecita del Divino Prisionero". ¡Cómo me gustó recibir este recuerdo
de manos de Celina...! ¡Cuántos sentimientos de amor no me ha inspirado...!
La
víspera del gran día recibí por segunda vez la absolución. La confesión
general me dejó una gran paz en el alma, y Dios no permitió que viniera a
turbarla ni la más ligera nube.
Por
la tarde pedí perdón a toda la familia, que fue a verme, pero sólo pude
hablar el lenguaje de las lágrimas, pues estaba demasiado emocionada... Paulina
no estaba allí, pero sabía que estaba muy cerca de mí con el corazón. Me
había mandado con María un preciosa estampa, que no me cansaba de admirar y de
hacer admirar a todo el mundo...
Había
escrito al P. Pichon para encomendarme a sus oraciones, y diciéndole también
que pronto sería carmelita y que entonces él sería mi director espiritual. (Y
así ocurrió efectivamente cuatro años más tarde, pues en el Carmelo pude
abrirle mi alma...). María me entregó una carta suya. ¡Realmente, era
feliz...! Todas las alegrías me llegaban juntas. Lo que más me gustó de su
carta fue esta frase: "¡Mañana celebraré el santo sacrifico por ti y por
Paulina!" El 8 de mayo Paulina y Teresa quedaron más unidas que nunca,
pues Jesús parecía fundirlas en una, inundándolas de sus gracias...
Finamente
llegó el más hermoso de los días. ¡Qué inefables recuerdos han dejado en mi
alma hasta los más pequeños detalles de esta jornada de cielo...! El gozoso
despertar de la aurora, los besos respetuosos y tiernos de las profesoras y de
las [35rº] compañeras mayores... La gran sala repleta de copos de nieve, con
los que nos iban vistiendo a las niñas una tras otra. Y sobre todo, la entrada
en la capilla y el precioso canto matinal "¡Oh altar sagrado, que rodean
los ángeles!"
Pero
no quiero entrar en detalles. Hay cosas que si se exponen al aire pierden su
perfume, y hay sentimientos del alma que no pueden traducirse al lenguaje de la
tierra sin que pierdan su sentido íntimo y celestial. Son como aquella
"piedra blanca que se dará al vencedor, en la que hay escrito un nombre
nuevo que sólo conoce el que la recibe".
¡Qué
dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de amor. Me sentía
amada, y decía a mi vez: "Te amo y me entrego a ti para siempre".
No
hubo preguntas, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo, Jesús y
la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido... Aquel día no
fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos: Teresa había desaparecido
como la gota de agua que se pierde en medio del océano. Sólo quedaba Jesús,
él era el dueño, el rey. ¿No le había pedido Teresa que le quitara su
libertad, pues su libertad le daba miedo? ¡Se sentía tan débil, tan frágil,
que quería unirse para siempre a la Fuerza divina...!
Su
alegría era demasiado grande y demasiado profunda para poder contenerla. Pronto
la inundaron lágrimas deliciosas, con gran asombro de sus compañeras, que más
tarde comentaban entre ellas: "-¿Por qué lloraba? ¿Habría algo que la
atormentaba? -No, sería porque no tenía a su madre a su lado, o a su hermana
la carmelita a la que tanto quiere". No comprendían que cuando toda la
alegría del cielo baja a un corazón, este corazón desterrado no puede
soportarlo sin deshacerse en lágrimas...
No,
el día de mi primera comunión, no me entristecía la ausencia de mamá: ¿no
estaba el cielo [35vº] dentro de mi alma, y no ocupaba en él un lugar mi mamá
desde hacía mucho tiempo? Entonces, al recibir la visita de Jesús, recibía
también la de mi madre querida, que me bendecía y se alegraba de mi
felicidad...
Y
no lloraba tampoco la ausencia de Paulina. Qué duda cabe que me habría
encantado verla a mi lado, pero hacía mucho tiempo que había aceptado ese
sacrificio. Aquel día, sólo la alegría llenaba mi corazón; y yo me unía a
mi Paulina, que se estaba entregando de manera irrevocable a Quien tan
amorosamente se entregaba a mí...
Por
la tarde, fui yo la encargada de pronunciar el acto de consagración a la
Santísima Virgen. Era justo que yo, que había sido privada tan joven de la
madre de la tierra, hablase en nombre de mis compañeras a mi Madre del cielo.
Puse toda mi alma al hablarle y al consagrarme a ella, como una niña que se
arroja en los brazos de su Madre y le pide que vele por ella. Y creo que la
Santísima Virgen debió de mirar a su florecita y sonreírle. ¿No la había
curado ella con su sonrisa visible...? ¿No había ella depositado en el cáliz
de su florecita a su Jesús, la Flor de los campos y el Lirio de los valles...?
Al
atardecer de aquel hermoso día, volví a encontrarme con mi familia de la
tierra. Ya por la mañana, después de Misa, había abrazado a papá y a todos
mis queridos parientes. Pero ahora fue la verdadera reunión. Papá, tomando de
la mano a su reinecita, se dirigió al Carmelo... Allí vi a mi Paulina,
convertida en esposa de Cristo. La vi con su velo, blanco como el mío, y con su
corona de rosas... ¡Fue una alegría sin amarguras! ¡Esperaba reunirme pronto
con ella, y esperar juntas el cielo!
No
fui insensible a la fiesta de familia que tuvo lugar en aquel atardecer de mi
primera comunión. El precioso reloj que me regaló mi rey me gustó muchísimo.
Pero mi alegría era serena, y nada vino a turbar mi paz interior.
María
me acostó con ella la noche que siguió a aquel hermoso día, pues a los días
más radiantes les sigue la oscuridad, y sólo el día de la primera, de la
única, [36rº] de la eterna comunión del cielo será un día sin ocaso...
El
día siguiente a mi primera comunión fue también un día hermoso, pero estuvo
teñido de melancolía. Ni el precioso vestido que María me había comprado, ni
todos los regalos que había recibido me llenaban el corazón. Sólo Jesus
podía saciarme. Ansiaba el momento de poder recibirle por segunda vez.
Aproximadamente
un mes después de mi primera comunión, fui a confesarme para la fiesta de la
Ascensión, y me atreví a pedir permiso para comulgar. Contra toda esperanza,
el Sr. abate me lo concedió, y tuve la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa
entre papá y María. ¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita
de Jesús! De nuevo corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a
mí misma sin cesar estas palabras de san Pablo: "Ya no vivo yo, ¡es
Jesús quien vive en mí...!"
A
partir de esta comunión, se fue haciendo cada vez mayor mi deseo de recibir al
Señor. Obtuve permiso para comulgar en todas las fiestas importantes. La
víspera de estos días dichosos, María me ponía al atardecer en su regazo y
me preparaba como lo había hecho para mi primera comunión. Recuerdo que una
vez me habló del sufrimiento, diciéndome que probablemente yo no transitaría
por ese camino, sino que Dios me llevaría siempre como a una niña...
Al
día siguiente, después de comulgar, me volvieron a la memoria las palabras de
María. Y sentí nacer en mi corazón un gran deseo de sufrir52,
y, al mismo tiempo, la íntima convicción que Jesús me tenía reservado un
gran número de cruces. Y me sentí inundada de tan grandes consuelos, que los
considero como una de las mayores gracias de mi vida.
El
sufrimiento se convirtió en mi sueño dorado. Tenía un hechizo que me
fascinaba, aun sin acabar de conocerlo. Hasta entonces, había sufrido sin amar
el sufrimiento; a partir de ese día, sentí por él [36vº] un verdadero amor.
Sentía
también el deseo de no amar más que a Dios y de no hallar alegría fuera de
él. Con frecuencia, durante las comuniones, le repetía estas palabras de la
Imitación: "¡Oh, Jesús, dulzura infinita, cámbiame en amargura todos
los consuelos de la tierra53...!"
Esta oración brotaba de mis labios sin esfuerzo y sin dificultad alguna. Me
parecía repetirla, no por propia voluntad, sino como una niña que repite las
palabras que le inspira un amigo...
Más
adelante te diré, Madre querida, cómo tuvo a bien Jesús hacer realidad mi
deseo y cómo sólo él fue siempre mi dulzura inefable. Si te hablase de ello
ahora, tendría que anticipar el relato de mis años de juventud, y aún me
quedan por contar muchos detalles de mi vida de niña.
Confirmación
Poco
después de mi primera comunión entré de nuevo en ejercicios espirituales para
la confirmación54.
Me preparé con gran esmero para recibir la visita del Espíritu Santo. No
entendía cómo no se cuidaba mucho la recepción de este sacramento de amor.
Normalmente, para la confirmación sólo se hacía un día de retiro. Pero como
Monseñor no pudo venir para el día fijado, tuve el consuelo de pasar dos días
de soledad. Para distraernos, la profesora nos llevó al Monte Casino55,
donde cogí a manos llenas margaritas gigantes para la fiesta del Corpus.
¡Qué
gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la
visita del Espíritu Santo... Me alegraba al pensar que pronto sería una
cristiana perfecta, y, sobre todo, que iba a llevar eternamente marcada en la
frente la cruz misteriosa que traza el obispo al administrar este sacramento...
Por
fin, llego el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el
Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías
en el monte Horeb...
Aquel
día recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el martirio
de mi alma...
[37rº]
Mi Leonia querida fue la madrina, y estaba tan emocionada, que no dejó de
llorar durante toda la ceremonia. Recibió conmigo la sagrada comunión, pues
aquel día feliz tuve la dicha de volver a unirme a Jesús.
Pasadas
estas fiestas deliciosas e inolvidables, mi vida volvió a la normalidad; es
decir, tuve que reanudar la vida de pensionista, que tan penosa me resultaba.
Aquellos
días que rodearon mi primera comunión, me gustaba convivir con las niñas de
mi edad, todas ellas llenas de buena voluntad y decididas, como yo, a tomar en
serio la práctica de la virtud. Pero ahora tenía que volver a ponerme en
contacto con alumnas muy diferentes, disipadas, que no querían guardar el
reglamento, y eso me hacía muy desgraciada.
Yo
era de carácter alegre, pero no sabía jugar a los juegos de las niñas de mi
edad. Muchas veces, en el recreo, me apoyaba en un árbol y desde allí
contemplaba el espectáculo sumida en profundas reflexiones.
Había
inventado un juego que me gustaba mucho. Consistía en enterrar a los pobres
pajaritos que encontrábamos muertos bajo los árboles. Muchas alumnas se
animaron a ayudarme, de forma que nuestro cementerio quedó muy bonito, todo
plantado de árboles y flores proporcionados al tamaño de nuestros pajaritos.
También
me gustaba contar historietas que yo misma inventaba a medida que me iban
viniendo a la imaginación. Entonces mis compañeras me rodeaban presurosas, y a
veces algunas de las mayores se unían al grupo de las oyentes. Una misma
historia solía durar varios días, pues me gustaba hacerla cada vez más
interesante a medida que iba viendo en los rostros de mis compañeras la
impresión que producía. Pero la profesora no tardó en prohibirme ese oficio
de orador, pues quería vernos jugar y correr, en lugar de discurrir...
Retenía
con facilidad el sentido de lo que estudiaba, pero me costaba trabajo aprender
de memoria. Por eso, el año que precedió a mi primera comunión, pedía
[37vº] permiso casi todos los días para estudiar el catecismo durante el
recreo. Mi esfuerzos se vieron coronados por el éxito, y fui siempre la
primera. Si, por casualidad, perdía ese puesto por una sola palabra que hubiera
olvidado, mi dolor se exteriorizaba en lágrimas amargas que el Sr. abate Domin
no sabía cómo calmar... Estaba muy contento de mí (excepto cuando lloraba) y
me llamaba su doctorcito, debido a mi nombre de Teresa.
Una
vez, la alumna que me seguía no supo hacer a su compañera la pregunta del
catecismo56.
El Sr. abate preguntó en vano a toda la fila de alumnas, hasta llegar a mí, y
entonces dijo que quería ver si merecía el primer puesto. Yo, en mi profunda
humildad, no deseaba otra cosa, y, levantándome, muy segura de mí misma,
contesté a lo que se me preguntaba sin cometer ni un solo error, con gran
asombro de toda la clase...
Mi
interés por el catecismo continuó, después de mi primera comunión, hasta que
salí del internado.
Me
iba muy bien en los estudios y era casi siempre la primera. En lo que más
descollaba era en historia y en redacción. Todas mis profesoras me tenían por
una alumna muy inteligente. Pero no sucedía lo mismo en casa de mi tío, donde
pasaba por ser una pequeña ignorante, buena y dulce, sí, pero poco capaz y
torpe...
No
me extraña esa opinión que mis tíos tenían de mí, y que sin duda aún
siguen teniendo, pues apenas hablaba y era muy tímida, y cuando escribía, mi
letra de gato y mi ortografía, que no es más que normalita, no eran para
entusiasmar a nadie...
Verdad
es que las pequeñas labores de costura, de bordado y otras por el estilo se me
daban bien y a gusto de mis profesoras. Pero la manera torpe y desmañada de
sujetar la labor justificaba la opinión poco favorable que tenían de mí.
Todo
esto lo considero como una gracia, pues Dios, que quería mi corazón [38rº]
sólo para él, escuchaba ya mi súplica, "cambiándome en amargura todos
los consuelos de la tierra"57.
Y, por cierto, que tenía una gran necesidad de ello, pues no era precisamente
insensible a los elogios. Con bastante frecuencia alababan delante de mí la
inteligencia de las demás, pero nunca la mía, por lo que llegué a la
conclusión de que no era inteligente, y me resigné a no serlo...
Mi
corazón sensible y cariñoso se hubiera entregado fácilmente si hubiera
encontrado un corazón capaz de comprenderlo.
Intenté
trabar amistad con algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos de ellas. Yo
las quería, y también ellas me querían a mí en la medida en que podían.
Pero, ¡¡¡ay, qué raquítico y voluble es el corazón de las criaturas...!!!
Pronto comprobé que mi amor no era correspondido. Una de mis amigas tuvo que
irse a su casa, y regresó pocos meses después. Durante su ausencia, yo la
había recordado y había guardado cuidadosamente un pequeña sortija que me
había regalado. Al ver de nuevo a mi compañera, me alegré mucho, pero, ¡ay!,
sólo logré de ella una mirada indiferente... Mi amor no era comprendido. Lo
sentí mucho, y no quise mendigar un cariño que me negaban. Pero Dios me ha
dado un corazón tan fiel, que cuando ama a alguien limpiamente, lo ama para
siempre; por eso, seguí rezando por mi compañera y aún la sigo queriendo...
Al
ver que Celina se había encariñado de una de nuestras profesoras, yo quise
imitarla; pero como no sabía ganarme la simpatía de las criaturas, no pude
conseguirlo.
¡Feliz
ignorancia, que me ha librado de tantos males...! ¡Cómo le agradezco a Jesús
que no me haya hecho encontrar más que "amargura en las amistades de la
tierra"! Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar
las alas, y entonces ¿cómo hubiera podido "volar y hallar reposo"?
¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de
las criaturas?58...
Pienso que es imposible. Aunque no he llegado a beber de la copa emponzoñada
[38vº] del amor demasiado ardiente de las criaturas, sé que no me equivoco.
¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas,
seducidas por esta luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz
del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder
volar hacia Jesús, ese Fuego divino "que arde sin consumirse"!
¡Sí,
lo sé! Jesús me veía demasiado débil para exponerme a la tentación. Tal vez
me hubiera dejado quemar toda entera por esa luz engañosa, si la hubiera visto
brillar ante mis ojos... Pero no fue así. Yo sólo he encontrado amargura donde
otras almas más fuertes encuentran alegría y se desasen de ella por fidelidad.
No
tengo, pues, ningún mérito por no haberme entregado al amor de las criaturas,
ya que sólo la misericordia de Dios me preservó de hacerlo... Reconozco que,
sin El, habría podido caer tan bajo como santa María Magdalena, y las
profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi
alma... Lo sé muy bien: "Al que poco se le perdona, poco ama"59.
Pero sé también que a mí Jesús me ha perdonado mucho más que a santa María
Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer.
¡Cómo
me gustaría saber explicar lo que pienso...! Voy a poner un ejemplo.
Supongamos
que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su camino una piedra que le
hace caer, y que en la caída se rompe un miembro. Su padre acude enseguida, lo
levanta con amor y cura sus heridas, valiéndose para ello de todos los recursos
de su ciencia; y pronto su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud.
¡Qué duda cabe de que a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre!
Pero
voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay
una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea).
Ciertamente que el hijo, [39rº] objeto de la ternura previsora de su padre, si
DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su
gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado... Pero si llega a saber el
peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más?
Pues
bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a
su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame
porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame
mucho, como santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA hasta qué
punto él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que
ahora yo le ame a él ¡con locura60...!
He
oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que haya amado más
que un alma arrepentida. ¡Cómo me gustaría desmentir esas palabras...!
Enfermedad
de los escrúpulos
Veo
que me he alejado mucho del tema, así que me apresuro a volver a él.
El
año que siguió a mi primera comunión transcurrió, casi todo él, sin pruebas
interiores para mi alma. Pero durante el retiro para la segunda comunión61
me vi asaltada por la terrible enfermedad de los escrúpulos... Hay que pasar
por ese martirio para saber lo que es. ¡Imposible decir lo que sufrí durante
un año y medio...! Todos mis pensamientos y mis acciones, aun los más
sencillos, se me convertían en motivo de turbación. La única forma de
recobrar la paz era contárselo a María62,
lo cual me costaba mucho, pues me creía obligada a decirle hasta los
pensamientos extravagantes que tenía acerca de ella misma. En cuanto soltaba mi
carga, disfrutaba por un momento de paz; pero esa paz pasaba como un relámpago,
y enseguida volvía a comenzar mi martirio.
¡Cuánta
paciencia tuvo que tener mi querida María para escucharme [39vo] sin dar nunca
muestras de cansancio...!
Apenas
volvía de la Abadía, ya se ponía a rizarme el pelo para el día siguiente
(pues, para dar gusto a papá, la reinecita llevaba todos los días el pelo
rizado, con gran admiración de sus compañeras, y especialmente de las
profesoras, que no veían a niñas tan bien atendidas por sus padres). Durante
la sesión, yo no dejaba de llorar, contando todos mis escrúpulos.
Al
terminar el año, Celina terminó sus estudios y regresó a casa. Y la pobre
Teresa, que tuvo que volver sola al colegio, no tardó en caer enferma. El
único atractivo que la retenía en el internado era vivir con su inseparable
Celina; sin ella, "su hijita" ya no podía seguir allí...
Señora
de Papinau
Salí,
pues, de la Abadía a la edad de 13 años, y continué mi educación recibiendo
varias clases a la semana en casa de la "Sra. de Papinau"63.
Era una persona muy buena, y muy culta, pero con ciertos aires de solterona.
Vivía con su madre, y era una maravilla ver las buenas migas que hacían las
tres (pues la gata era también de la familia, y yo tenía que soportar que
ronronease sobre mis cuadernos, e incluso admirar su linda figura).
Tenía
la ventaja de vivir en la intimidad de la familia. Como los Buissonnets quedaban
demasiado lejos para las piernas ya un poco viejas de mi profesora, había
pedido que fuera yo a su casa para las clases.
Cuando
llegaba, normalmente no encontraba más que a la anciana señora de Cochain, que
me miraba "con sus grandes ojos claros" y luego llamaba con voz serena
y juiciosa: "¡Señora de Papinau..., la se...ñorita Te...resa está
aquí...!" Su hija le contestaba inmediatamente, con voz infantil: "Ya
voy, mamá". Y luego empezaba la clase.
Estas
clases tenían también la ventaja (además de la instrucción que en ellas
recibía) de hacerme conocer el mundo... ¡Quién lo hubiera creído...! En
aquella sala, amueblada a la antigua, yo asistía con frecuencia, rodeada de
libros y de cuadernos, [40rº] a visitas de toda índole: sacerdotes, señoras,
señoritas, etc. La señora de Cochain llevaba la batuta de la conversación
todo lo que podía, para que su hija pudiera darme la clase; pero esos días no
aprendía apenas nada: con la nariz encima del libro, escuchaba todo lo que
decían, e incluso lo que más me valiera no haber escuchado, pues la vanidad se
desliza muy fácilmente en el corazón... Una señora decía que yo tenía un
pelo precioso; otra, al despedirse, creyendo que yo no la oía, preguntaba
quién era aquella muchacha tan bonita. Y esas palabras, tanto más halagadoras
cuanto que no se decían delante de mí, dejaban en mi alma una sensación de
placer que me demostraba a las claras lo llena de amor propio que yo estaba.
¡Qué
lástima me dan las almas que se pierden...! Es tan fácil extraviarse por los
senderos floridos del mundo... Ciertamente, para un alma un tanto elevada, la
dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y el vacío inmenso de los
deseos64 nunca
podrá llenarse con las alabanzas de un instante... Pero si mi corazón no se
hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiese
sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí...?
¡Madre
querida, con cuánta gratitud canto las misericordias del Señor...! ¿No me
retiró él del mundo, según las palabras de la Sabiduría, "antes que la
malicia pervirtiera mi conciencia y que la perfidia sedujera mi alma..."?
También
la Santísima Virgen velaba por su florecita, y no queriendo que se marchitase
al contacto con las cosas de la tierra, se la llevó a su montaña antes de que
se abriese su corola... Mientras esperaba la llegada de ese momento feliz,
Teresita iba creciendo en el amor a su Madre del cielo, y para demostrarle ese
amor hizo algo que le costó mucho y que voy a contar en pocas palabras a pesar
de su extensión.
Hija
de María
[40vº]
Casi inmediatamente después de mi entrada en la Abadía, ingresé en la
Congregación de los Santos Angeles. Me gustaban mucho los ejercicios de
devoción que en ella se prescribían, pues sentía una especial inclinación a
invocar a los bienaventurados espíritus celestiales, y en particular al que
Dios me dio para que fuera el compañero de mi destierro .
Poco
tiempo después de mi primera comunión, la banda de aspirante a las Hijas de
María sustituyó a la de los Santos Angeles, pero abandoné la Abadía sin
haber sido recibida en esa congregación de la Santísima Virgen. Como salí
antes de terminar los estudios, no se me permitía entrar en ella como antigua
alumna. Confieso que ese privilegio no me atraía demasiado; pero pensando que
todas mis hermanas habían sido "hijas de María", no quería ser
menos hija que ellas de mi Madre del cielo, y fui muy humildemente (a pesar de
lo mucho que costaba) a pedir permiso para ingresar en la congregación de la
Santísima Virgen, en la Abadía. La primera profesora no quiso negármelo, pero
me puso como condición que tenía que venir al colegio dos días a la semana ,
por la tarde, para demostrar que era digna de ser admitida.
Este
permiso, lejos de agradarme, me costó enormemente. Yo no tenía, como las
demás alumnas, una profesora amiga con quien poder ir a pasar el tiempo. Así
es que me conformaba con ir a saludar a la profesora, y luego trabajaba en
silencio hasta que terminaba la clase de labores. Nadie se fijaba en mí. Así
que subía a la tribuna de la capilla y me estaba allí delante del Santísimo
hasta que papá venía a buscarme.
Este
era mi único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo...? No sabía
hablar con nadie más que con él. Las conversaciones con las criaturas, incluso
las conversaciones piadosas, me cansaban el alma... Sentía que vale más hablar
con Dios que [41rº] hablar de Dios, ¡pues se suele mezclar tanto amor propio
en las conversaciones espirituales...!
¡Sólo
por la Santísima Virgen iba a la Abadía...!
A
veces me sentía sola, muy sola. Como en los días de mi vida de internado,
cuando me paseaba triste y enferma por el enorme patio, yo repetía siempre
estas palabras, que hacían renacer siempre la paz y la fuerza en mi corazón:
"La vida es tu navío, no tu morada65".
Cuando era pequeñita, estas palabras me levantaban la moral. Y todavía hoy, a
pesar de los años, que hacen que desaparezcan tantos sentimientos de piedad
infantil, la imagen del navío sigue cautivando mi alma y la ayuda a soportar el
destierro... ¿No dice la Sabiduría que la vida es "como nave que surca
las aguas agitadas sin dejar rastro alguno de su travesía...?"
Cuando
pienso en estas cosas, mi alma se abisma en el infinito y me parece estar
tocando ya las riberas eternas... Me parece estar ya recibiendo el abrazo de
Jesús... Creo ver a mi Madre del cielo salirme al encuentro con papá..., con
mamá... y con los cuatro angelitos... Creo estar gozando, por fin, para siempre
de la verdadera, de la única vida de familia...
Nuevas
separaciones
Pero
antes de ver a la familia reunida en el hogar paterno del cielo, tenía que
sufrir aún muchas separaciones.
El
mismo año en que fui recibida como hija de la Santísima Virgen, ésta me
arrebató a mi querida María66,
el único sostén de mi alma... María era quien me guiaba, quien me consolaba,
quien me ayudaba a practicar la virtud, ella era mi único oráculo. Es cierto
que Paulina ocupaba un lugar privilegiado en mi corazón, pero Paulina estaba
lejos, muy lejos de mí... Me había costado un verdadero martirio acostumbrarme
a vivir sin ella, a ver interpuestos entre ella y yo unos muros infran[41vº]queables,
pero al fin había acabado por aceptar la triste realidad: había perdido a
Paulina, casi como si se hubiera muerto. Ella me seguía queriendo, sí, y
rezaba por mí; pero a mis ojos, mi Paulina querida se había convertido en una
santa que ya no sabía de las cosas de la tierra, y las miserias de su pobre
Teresa, si las conociera, le extrañarían y la llevarían a no quererla
tanto... Además, aunque hubiera querido confiarle mis secretos, como en los
Buissonnets, no hubiera podido hacerlo, pues las visitas en el locutorio eran
sólo para María. Celina y yo no teníamos permiso para entrar más que al
final, y justo el tiempo para que se nos oprimiese el corazón...
Por
eso, no tenía en realidad más que a María, que me era, por así decirlo,
indispensable. Sólo a ella le contaba mis escrúpulos; y la obedecía tan
ciegamente, que mi confesor nunca llegó a conocer mi vergonzosa enfermedad: yo
sólo le decía el número de pecados que María me permitía confesar, ni uno
mas. Así que podría haber pasado por el alma menos escrupulosa del mundo, a
pesar de serlo en sumo grado.
María
sabía, pues, todo lo que pasaba en mi alma y conocía también mis deseos del
Carmelo; y yo la quería tanto, que no podía vivir sin ella. Todos los años,
nuestra tía nos invitaba a ir, turnándonos, a su casa de Trouville. A mí me
gustaba mucho ir, pero con María; cuando no la tenía a mi lado, me aburría
mucho.
Una
vez, sin embargo, me lo pasé bien en Trouville67.
Fue el año en que papá realizó el viaje a Constantinopla. Para distraernos un
poco (pues estábamos muy tristes porque papá estaba tan lejos), María nos
mandó a Celina y a mí a pasar quince días en la playa. Yo me divertí mucho,
porque tenía conmigo a Celina. Nuestra tía nos daba todos los gustos posibles:
paseos en burro, pesca de agujas, etc.
Yo
era todavía muy niña [42rº], a pesar de mis doce años y medio. Me acuerdo de
la alegría que sentí cuando me puse las preciosas cintas azules que mi tía me
regaló para el pelo; y también me acuerdo que me confesé en Trouville de esa
complacencia infantil, que me parecía pecado...
Una
noche, tuve una experiencia que me abrió mucho los ojos. María (Guérin), que
casi siempre estaba enferma, lloriqueaba con frecuencia, y entonces mi tía la
mimaba y le prodigaba los nombres más tiernos, sin que por eso mi querida
primita dejase de lloriquear y de quejarse de que le dolía la cabeza. Yo, que
tenía también casi todos los días dolor de cabeza, y no me quejaba, quise una
noche imitar a María y me puse a lloriquear echada en un sillón, en un rincón
de la sala. Enseguida Juana y mi tía vinieron solícitas a mi lado,
preguntándome qué tenía. Yo les contesté, como María: "Me duele la
cabeza". Pero al parecer eso de quejarme no se me daba bien, pues no puede
convencerlas de que fuese el dolor de cabeza lo que me hacía llorar. En lugar
de mimarme, me hablaron como a una persona mayor y Juana me reprochó el que no
tuviera confianza con mi tía, pues pensaba que lo que yo tenía era un problema
de conciencia... En fin, salí sin más daño que el haber trabajado en balde y
muy decidida a no volver a imitar nunca a los demás, y comprendí la fábula de
"El asno y el perrito68".
Yo era como el asno, que, viendo las caricias que le hacían al perrito, fue a
poner su pesada pata sobre la mesa para recibir también él su ración de
besos. Pero, ¡ay!, si no recibí palos, como el pobre animal, recibí realmente
el pago que me merecía, y la lección me curó para toda la vida del deseo de
atraer sobre mí la atención de los demás. ¡El único intento que hice para
ello me costó demasiado caro...!
Al
año siguiente, que fue el de la partida de mi querida madrina, nuestra tía me
volvió a invitar, pero en esta ocasión a mí sola, y me encontré tan perdida
y tan fuera de lugar, que al [42vº] cabo de dos o tres días caí enferma y
tuvieron que llevarme de vuelta a Lisieux69.
La enfermedad, que temían que fuese grave, no era más que nostalgia de los
Buissonnets, y apenas puse los pies en ellos me curé ...
Bien,
pues a esa niña iba Dios a arrebatarle el único apoyo que la ataba a la
vida...
En
cuanto supe la decisión de María, tomé la resolución de no volver a apegar
mi corazón a nada en la tierra...
Después
de salir del internado, me había instalado en el cuarto de pintura de Paulina y
lo había arreglado a mi gusto. Era una verdadera leonera, una mezcla de objetos
de piedad y curiosidades, un jardín y una pajarera...
Así,
por ejemplo, en el fondo destacaba sobre la pared una gran cruz de madera negra,
sin Cristo, y unos dibujos que me gustaban. En otra pared, una cesta adornada
con muselina y con cintas de color rosa con hierbas finas y flores. Finalmente,
en la otra pared, campeaba el retrato de Paulina a los diez años. Y bajo este
retrato tenía una mesa sobre la que estaba colocada una gran jaula en la que
había encerrados un gran número de pájaros cuyo gorjeo melodioso aturdía a
los visitantes, pero no a su amita, que los quería mucho...
Tenía
también el "mueblecito blanco", repleto de mis libros de texto,
cuadernos, etc.; y sobre este mueble tenía colocada una estatua de la
Santísima Virgen con floreros siempre llenos de flores naturales y con
candeleros; y, todo alrededor, una gran cantidad de imagencitas de santos y
santas, cestitas de conchas, cajas de cartulina, etc. Por último, delante de la
ventana, mi jardín colgante, en el que cuidaba macetas (con las flores más
raras que lograba encontrar). Tenía también, en el interior de "mi
museo", una jardinera, en la que ponía mi planta favorita...
Frente
a la [43rº] ventana, estaba colocada la mesa, cubierta con un tapete verde, y
sobre el tapete, en el medio, tenía puesto un reloj de arena, una imagencita de
san José, un portarrelojes, cestas de flores, un tintero, etc... Algunas sillas
rotas y la preciosa cuna de muñecas de Paulina completaban mi ajuar.
Realmente,
esta pobre buhardilla era un mundo para mí, y, como el Sr. de Maistre, también
yo podría componer un libro titulado "Paseo alrededor de mi cuarto".
En esta habitación me gustaba pasarme horas enteras, estudiando y meditando
ante el hermoso panorama que se abría ante mis ojos...
Al
conocer la partida de María, mi cuarto perdió para mí todo su encanto. No
quería separarme ni un solo instante de la hermana querida que pronto iba a
levantar el vuelo... ¡Cuántos actos de paciencia le hice practicar! Cada vez
que pasaba ante la puerta de su habitación, llamaba hasta que me abría y la
besaba con toda el alma; quería hacer provisión de besos para todo el tiempo
que iba a verme privada de ellos.
Un
mes antes de su entrada en el Carmelo, papá nos llevó a Alençon, pero este
viaje estuvo muy lejos de parecerse al primero: todo fue para mí tristeza y
amargura. Imposible decir cuántas lágrimas lloré sobre la tumba de mamá
porque me había olvidado de llevar un ramillete de acianos que había cogido
para ella.
Verdaderamente,
en todo encontraba motivos para sufrir. Todo lo contrario que ahora, pues Dios
me concede la gracia de no abatirme por nada pasajero. Cuando me acuerdo del
pasado, mi alma desborda de gratitud al ver los favores que he recibido del
cielo. Se ha operado en mí tal cambio, que estoy desconocida... Verdad es que
deseaba alcanzar la gracia "de tener un dominio absoluto sobre mis
acciones, de ser su dueña y no su esclava70".
[43vº] Estas palabras de la Imitación me llegaban muy a lo hondo, pero, por
así decirlo, tenía que comprar con mis deseos esta gracia inestimable. No era
todavía más que una niña que no parecía tener otra voluntad que la de los
demás, lo cual hacía decir a la gente de Alençon que era débil de
carácter...
Fue
durante este viaje cuando Leonia entró a prueba en las clarisas71.
A mí me dolió su extraña entrada, pues la quería mucho y no pude darle un
abrazo antes de que se fuera.
Nunca
olvidaré la bondad y la confusión de nuestro pobre papaíto cuando vino a
comunicarnos que Leonia vestía ya el hábito de clarisa... A él, igual que a
nosotras, le parecía una cosa muy rara, pero no quería decir nada al ver lo
disgustada que estaba María. Nos llevó al convento y allí sentí una congoja
como nunca la había sentido a la vista de un monasterio. Me produjo el efecto
contrario al del Carmelo, donde todo me dilataba el alma... Tampoco me
entusiasmó más la vista de las religiosas, y no sentí la menor tentación de
quedarme con ellas.
No
obstante, nuestra pobre Leonia estaba muy guapa con su nuevo traje. Nos dijo que
la miráramos bien a los ojos, pues ya no volveríamos a verlos (las clarisas no
se dejan ver más que con los ojos bajos). Pero Dios se conformó con dos meses
de sacrificio, y Leonia volvió a enseñarnos sus ojos azules, muy a menudo
bañados en lágrimas...
Al
dejar Alençon, yo pensé que Leonia se quedaría con las clarisas, por lo que
me alejé de la triste calle de la Media Luna con el corazón muy apenado. Ya no
quedábamos más que tres, y pronto nuestra querida María nos iba también a
dejar...
¡El
15 de octubre fue el día de la separación! De la alegre y numerosa familia de
los Buissonnets ya sólo quedaban las dos últimas hijas... Las palomas habían
huido del nido paterno, y las que aún quedaban hubiesen querido volar tras
ellas, pero sus alas [44rº] eran aún demasiado débiles para que pudieran
levantar el vuelo...
Dios,
que quería llamar hacia sí a la más pequeña y más débil de todas, se
apresuró a hacerle crecer las alas. El, que se complace en mostrar su bondad y
su poder sirviéndose de los instrumentos menos dignos, quiso llamarme a mí
antes que a Celina, que sin duda merecía más que yo este favor. Pero Jesús
conocía muy bien mi debilidad, y por eso me escondió a mí primero en las
cavernas de la roca.
Cuando
María entró en el Carmelo, yo era todavía muy escrupulosa. Como ya no podía
confiarme a ella, me volví hacia el cielo. Me dirigí a los cuatro angelitos72
que me habían precedido allá arriba, pues pensé que aquellas almas inocentes,
que nunca habían conocido ni las turbaciones ni los miedos, deberían tener
compasión de su pobre hermanita que estaba sufriendo en la tierra.
Les
hablé con la sencillez de un niño, haciéndoles notar que, al ser la última
de la familia, siempre había sido la más querida y la más colmada de ternuras
por mis hermanas, y que si ellos hubieran permanecido en la tierra me habrían
dado también sin duda alguna pruebas de cariño... Su partida para el cielo no
me parecía una razón suficiente para que me olvidasen; al contrario, ya que se
hallaban en situación de disponer de los tesoros divinos, debían tomar de
ellos la paz para mí y mostrarme así que también en el cielo se sabe amar...
La
respuesta no se hizo esperar. Pronto la paz vino a inundar mi alma con sus olas
deliciosas, y comprendí que si era amada en la tierra, también lo era en el
cielo...
A
partir de aquel momento, fue creciendo mi devoción hacia mis hermanitos y
hermanitas, y me gusta conversar a menudo con ellos y hablarles de las tristezas
del destierro... y de mi deseo de ir pronto73
a reunirme con ellos en la patria...
NOTAS
AL CAPÍTULO IV
46
Esta afición a la lectura la conservará siempre, pero se concentrará casi
exclusivamente en la Sagrada Escritura, san Juan de la Cruz, la Imitación de
Cristo (que aprenderá casi de memoria) y algunos autores espirituales, como
Arminjon; cf Ms A 83vº; Ms B 1vº; Ms C 25rº.
47
Era un método que proponía para cada día una serie de sacrificios y de breves
oraciones, simbolizados en flores y perfumes.
48
Cf PO pp. 548 y ss. Y un recuerdo más antiguo de Celina: "Soñaba con la
vida eremítica, y a veces se aislaba (...) detrás de las cortinas de su cama,
para hablar con Dios. Tenía entonces siete u ocho años" (PO p. 269).
49
Capellán de las benedictinas y confesor de Teresa en la Abadía. Esas primeras
pláticas están sin duda en el origen de su terrible enfermedad de escrúpulos
(cf 39rº).
50
Para su profesión, que estaba prevista para el mismo día (8 de mayo).
51
Hermoso paralelismo entre la eucaristía y la profesión; pero después de su
primera comunión, Teresa se entregará para siempre (35rº).
52
La reacción de Teresa es asombrosa: desea el sufrimiento, pide que se le
cambien en amargura todos los consuelos de la tierra (36vº). En una palabra, a
partir de ese día, lo elige todo (cf Ms A 10rº, 30vº; CA 25.7.1; y UC p.
413).
53
Imitación, III, 26, 3.
54
El sábado, 14/6/1884, dirigidos por Mons. Hugonin. Celina da fe del
extraordinario entusiasmo de Teresa (PO p. 266267).
55
Una pequeña colina en la parte posterior de la huerta de las benedictinas; el
Corpus era al día siguiente de la confirmación.
56
Las preguntas y respuestas había que aprenderlas de memoria, y tenían que
decirlas de carrerilla, preguntándose unas a otras.
57
De nuevo Imitación, III, 26, 3.
58
Cf SAN JUAN DE LA CRUZ: "Y por tanto, el alma que en él [en el ser de la
criaturas] pone su afición (...) en ninguna manera podrá unirse (...) con el
infinito ser de Dios" (Subida al Monte Carmelo, 1,4,4).
59
La palabra ama, escrita en grandes caracteres, parece querer salirse de la
página.
60
Esa es la característica del amor de Teresa a Jesús; cf Ms A 52vº, 82vº,
83vº; Ms B 3rº, 4rº/vº, 5vº; y siete veces en las Cartas. La letra y los
subrayados de todo este párrafo muestran a las claras que Teresa escribe bajo
una fuerte emoción, arrastrada por el tema que trata, y en el que está legando
algo fundamental para ella.
61
1720/5/1885.
62
Cuenta María: Los escrúpulos "se redoblaban, sobre todo, la víspera de
sus confesiones. Venía a contarme todos sus supuestos pecados. Yo trataba de
curarla diciéndole que tomaba sobre mí sus pecados, que ni siquiera eran
imperfecciones, y no le permitía acusarse más que de dos o tres que yo misma
le indicaba. (...) Pronto volvió a inundar su alma la paz" (PO pp.
241242). Ese martirio duró por lo menos año y medio.
63
Una señora de cincuenta y un años. El ritmo de las clases parece haber sido
flexible y espaciado.
64
Una expresión análoga en Cta 93 (a propósito de las tentaciones de María
Guérin): Las criaturas son demasiado pequeñas para llenar el vacío inmenso
que Jesús ha abierto en ti.
65
Teresa cita, con un error, un verso de Réflexion, poema de Lamartine que al
señor Martin le gustaba recitar: "El tiempo es tu navío, no tu
morada".
66
El 15/10/1886.
67
Finales de septiembre de 1885, durante el viaje del señor Martin a
Constantinopla (cf DR. CADÉOT,
Louis Martin, pp. 78ss).
68
Fábula de Lafontaine (libro IV, 5).
69
En julio de 1886.
70
Imitación, III, 38,1.
71
Leonia entró por una cabezonada en las clarisas de Alençon, amigas de su
madre, el 7/10/1886, y salió el 1 de diciembre.
72
Sus hermanitos y hermanitas muertos en temprana edad.
73 Una palabra favorita de Teresa (218 veces en los escritos). Este pronto de la impaciencia por ir al cielo se encuentra en todas las épocas en las cartas y en las poesías.