SOBRE LA HISTORIA Y EL ESPÍRITU DEL CARMELO

 

 

1       Hasta hace algunos años era muy poco lo que salía del recogimiento de nuestros claustros al mundo exterior. En la actualidad esa situación ha variado bastante. Se habla mucho del Carmelo y existe el deseo de saber, por lo menos, algo sobre la vida que se desarrolla detrás de esos altos muros. Esa evolución hemos de agradecérsela, principalmente, a la gran santa de nuestro tiempo, que conquistó el mundo católico con una rapidez admirable: Santa Teresa del Niño Jesús. Además de ella, la novela carmelita de Gertrud von Le Fort (Die letzte am Schafot, Kösel, München, 1931) orientó la mirada de los círculos intelectuales de Alemania hacia nuestra Orden, de la misma manera que el hermoso prólogo que ella escribió a las cartas de María Antonieta de Geusers (M.A.de Geusers, Cartas al Carmelo, Pustet Regensburg, München, 1934).

¿Qué sabe el católico medio acerca del Carmelo? Que es una Orden de penitencia estricta, quizás la más estricta de todas, y que de ella proviene la vestimenta santa de la Madre de Dios, es Escapulario marrón, que nos une con innumerables fieles en todo el mundo. La solemnidad de nuestra Orden, la fiesta del Santo Escapulario, el 16 de julio, es celebrada por toda la Iglesia. La mayoría de los creyentes conocen también, aunque no sea más que de nombre, a Santa “Teresita” y a la “Madre” Teresa, como nosotros la llamamos, o simplemente “La Santa”. Ella es considerada como la fundadora de la Orden de las Carmelitas Descalzas. Sin embargo, quien conoce un poco mejor la historia de la Iglesia y de la Orden sabe que nosotras veneramos al profeta Elías como a nuestro padre y guía, aun cuando muchos consideren que esto no es más que una leyenda de poca importancia. Nosotras, que vivimos en el Carmelo y que cada día rezamos a nuestro Santo Padre Elías, sabemos que él no es una figura de la prehistoria gris. Una tradición viviente nos ha legado su espíritu, que actualmente determina nuestra vida. Nuestra Santa Madre rechazó siempre enérgicamente la afirmación de que ella había fundado una nueva orden religiosa. Su intención no era otra que la de revivir el espíritu original de la antigua regla.

2       En las primeras palabras en que las Sagradas Escrituras nos hablan del profeta Elías se resume con brevedad y precisión el aspecto esencial de su carisma. El dice allí al rey Ajab: “Vive Yahveh, Dios de Israel, frente a cuyo rostro me encuentro. No habrá estos años rocío ni lluvia, más que cuando mi boca lo diga” (I Reyes 17,1). Esa es nuestra vocación, estar postradas frente al rostro del Dios viviente. El profeta nos ha dado ejemplo de ello, pues él mismo estuvo frente al rostro de Dios, que es el tesoro infinito, por el cual Elías abandonó todos los tesoros terrenales. El no tenía una casa y vivía allí donde el Señor se lo indicaba, en la soledad junto a la corriente del Kerib, en la pequeña casa de la pobre viuda de Sarepta en Sidón o en el monte Carmelo. Sus vestidos eran de pieles, como los del otro gran profeta y penitente, Juan el Bautista. La piel de los animales muertos recuerdan que el cuerpo de los hombres está también sujeto a la muerte. Elías no conoció la preocupación por el pan cotidiano y vivió siempre totalmente confiado a la asistencia del Padre celestial, que le protegía de manera admirable. Un cuervo le procuraba cada día su alimento en la soledad del desierto; en Sarepta se alimentaba de la harina y el aceite de la viuda piadosa, que se multiplicaba de manera milagrosa; finalmente, es alimentado por un ángel con el pan del cielo, antes de emprender su camino hacia el monte santo, donde se le habría de aparecer el Señor. Elías se convierte de esa manera para nosotros en un modelo de la pobreza evangélica, que nosotras mismas hemos prometido, y en una imagen auténtica del Salvador.

Elías se presenta ante el rostro de Dios, porque todo su amor le pertenece al Señor. Elías vive, además, fuera de toda relación humano-natural. Nada sabemos de su padre o de su madre, de una mujer o de un hijo. Sus “parientes” son aquellos que, como él, cumplen con la voluntad del Padre: Eliseo, a quien Dios hizo su discípulo y sucesor, y los “hijos de los profetas”, que le consideran su guía y conductor. Su alegría es la gloria de su Dios y el celo por su servicio le consume: “Ardo en celo por Yahveh, el Dios de los ejércitos” (esas palabras de Ireyes 19,10;14, fueron asumidas luego como lema en el escudo de nuestra Orden). A través de su vida penitente expió él los pecados de su tiempo, y la ignominia causada a Dios por el pueblo, que adoraba a los ídolos, le producía tales sufrimientos que llega a desearse la muerte. Dios le consuela en este dolor como sólo lo hace con aquellos que son sus preferidos: El mismo se le aparece en la soledad del monte y se le revela en la suave brisa después de la tempestad y le anuncia su voluntad con toda claridad.

3       El profeta, que sirve al Señor en la absoluta pureza del corazón y en el abandono de todos los bienes terrenales, es también para nosotros un modelo de obediencia. Elías se encuentra ante el rostro de Dios como los ángeles frente al trono del Eterno, aguardando sus indicaciones y constantemente dispuesto a servirle. Su voluntad es la voluntad del Señor. Cuando Dios se lo pide, se presenta ante el rey sin temor alguno y le transmite las noticias desagradables que despertarán su odio. Si Dios así lo quiere, se retira del país sumido en la violencia, pro retorna, aun cuando el peligro no ha desaparecido todavía, y todo por mandato divino. Quien permanece incondicionalmente fiel a Dios, ése puede estar seguro de la fidelidad divina. Ese puede hablar “como alguien que tiene poder”, puede hacer que el cielo se cierre o se abra y puede ordenar alas aguas que le dejen paso sobre ellas a pie seco; él puede traer fuego del cielo para consumir la ofrenda, llevar a ejecución la condena de los enemigos de Dios y dar a los muertos nueva día. Elías estaba armado con todos los dones de la gracia que el Salvador había prometido a los suyos. F0inalmente le es concedida la corona más grande de la gloria cuando, frente a los ojos de su fiel discípulo Eliseo, es arrebatado por un carro de fuego y llevado a un lugar misterioso, alejado de todas las ciudades de los hombres. Según las revelaciones del Apocalipsis, el profeta Elías volverá, cuando se acerque el fin del mundo, para sufrir por el Señor la muerte de los mártires en la lucha contra el Anticristo.

4       El día de su fiesta, que nosotros celebramos el 20 de julio, el sacerdote se presenta ante el altar con vestimentas rojas. Ese mismo día se convierte el convento de los Padres Carmelitas en el monte Carmelo, en el cual se encuentra la “Cueva de Elías”, en la meta de innumerables peregrinaciones. Judíos, musulmanes y cristianos de todas las confesiones compiten en la veneración del gran profeta. Nosotras le recordamos también en la liturgia de otro día, a saber, en la epístola y el prefacio de la “Fiesta del Monte Carmelo”, como acostumbramos a llamar la fiesta de la consagración del escapulario. Ese día damos gracias a nuestra Madre porque nos ha cubierto con el vestido de la salvación. Esta tradición surgió, sin embargo, mucho más tarde en occidente. En el año 1251 se apareció la bienaventurada Virgen María a Simón Stock, un inglés, general de nuestra Orden, y le entregó el santo Escapulario. El prefacio de la fiesta, por su parte, nos recuerda que Nuestra Señora del Monte Carmelo fue la que dio a sus hijos, muy lejos de la cuna original de nuestra Orden, un signo de su protección maternal. Ella, que fue revelada al profeta Elías en la imagen de la pequeña nube que anunciaba la lluvia y en honor de la cual los “hijos de los profetas” construyeron el primer santuario sobre el monte Carmelo. La leyenda de la Orden cuenta que la Madre de Dios visitaba con gusto a los eremitas del monte Carmelo, y es muy comprensible que se sintiera atraída hacia ese lugar donde desde muy antiguo se le deparaba una tal veneración y donde el Santo Profeta había vivido en el mismo espíritu del que ella había sido colmada durante su vida terrena. Durante su vida no hizo otra cosa que liberarse de todo lo terreno, para entregarse a la contemplación de Dios y amarle de todo corazón, para interceder por su gracia en favor del pueblo pecador, para ofrecerse ella misma en desagravio por su pueblo y para estar atenta a las inspiraciones del Señor como su humilde esclava.

Los eremitas del monte Carmelo vivían como hijos del gran profeta y “hermanos de la Virgen Bienaventurada”. San Bertoldo los organizó en una cenobio y por iniciativa de San Brocardo se hizo constar por escrito el espíritu que les había sido legado por sus antepasados; así nació nuestra Santa Regla. Ella fue escrita alrededor del año 1200 por San Alberto, patriarca de Jerusalén, y fue confirmada por el Papa Inocencio IV en 1247. En ella se resume, en una breve frase, el sentido de nuestra vida: “Que cada uno permanezca en su celda..., meditando día y noche en la ley del Señor y velando en oración, en tanto que no sea impedido por otros trabajos”. “Velando en oración...”, esto significa lo mismo que expresaba Elías con las palabras: “...postrados ante el rostro de Dios”. La oración no es otra cosa que la mirada del hombre dirigida hacia el rostro del Eterno. Esto sólo es posible si el espíritu está despierto hasta en sus últimas profundidades y liberado de todas las preocupaciones y satisfacciones terrenas que le aturden. Esa vigilia del espíritu no exige la del cuerpo y el descanso que exige la naturaleza no le obstaculiza. “Meditando la ley del Señor...”, ésta puede ser una forma de oración, si tomamos la oración en sentido amplio. Si nos referimos, sin embargo, al “velar en oración” como la penetración y el descanso en el misterio de Dios, que le es propia a la contemplación, en ese caso la meditación es sólo un camino hacia la contemplación.

5       ¿Qué es lo que se entiende por “ley del Señor”? El salmo 118, que rezamos todos los domingos y solemnidades en la hora prima, está imbuido por ese deseo de penetrar la ley del Señor y de dejarse conducir por ella a lo largo de la vida. Quizás el salmista pensaba en la ley del Antiguo Testamento, cuyo conocimiento exigía efectivamente la dedicación de toda la vida y su cumplimiento un ejercicio constante de la voluntad. Cristo, sin embargo, nos liberó del yugo de esa ley. La ley del Nuevo Testamento es el gran mandamiento del amor, sobre el cual Cristo dice que resume toda la ley y los profetas. El amor perfecto de Dios y de nuestro prójimo es, sin duda alguna, un objeto digno de contemplación para toda una vida. Todavía mejor, podemos interpretar a Cristo mismo como la ley del Nuevo Testamento, pues El nos dio ejemplo con su vida de cómo debemos vivir nosotros. Según esto, sólo podemos cumplir con nuestra regla si tenemos constantemente frente a nosotros la imagen del Señor, para ir asemejándonos cada vez más a ella. El Evangelio es el libro que nunca hemos de cesar de estudiar.

Por otra parte, no tenemos acceso a nuestro Redentor sólo a través de los testimonios sobre su vida, sino que El está constantemente presente en el Santísimo Sacramento. Las horas de adoración frente al Altísimo y la escucha atenta de la voz de Dios, presente en la Eucaristía, son “meditación de la ley del Señor” y “vigilia en la oración”, simultáneamente. El estadio más alto se alcanza, sin embargo, cuando la ley “vive dentro de nuestro corazón” (Salmo 118,11) y cuando estamos hasta tal punto unidos con el Dios Uno y Trino, del cual todos somos templo, que se Espíritu determina todo nuestro obrar. En ese estado no abandonamos al Señor, aun cuando estemos ocupados con trabajos que nos fueron encomendados por obediencia. El trabajo es inevitable mientras estemos sometidos a las leyes de la naturaleza y a las necesidades de la vida. Nuestra Santa Regla, además, nos ordena, según las palabras y el ejemplo de San Pablo, que nos ganemos el pan con el trabajo de nuestras manos; ese trabajo, sin embargo, tiene que tener un carácter servicial y de medio, y nunca de fin. El contenido auténtico de nuestra vida sigue siendo el estar postradas ante el rostro de Dios.

6       La conquista de Tierra Santa por el Islam expulsó a los eremitas del monte Carmelo. Hace trescientos años pudo ser reconstruido un santuario en honor de la Virgen en ese Monte Santo. El paso de la soledad del desierto a la vida agitada de los círculos culturales de occidente trajo aparejada una falsificación del espíritu original de nuestra Orden. Los muros protectores del recogimiento, la penitencia estricta y el silencio profundo se desplomaron, y por esas puertas abiertas penetraron las alegrías y las preocupaciones del mundo. Un ejemplo de esas casas de la Orden, que vivían según una regla suavizada, era el convento de la Encarnación, en Avila, donde ingresó nuestra Santa Madre Teresa en el año 1536. Durante decenios sufrió bajo de discrepancia entre el enredo en las relaciones mundanas y la inclinación por una entrega total a Dios. Pero el Señor no la dejó tranquila hasta que se liberó de todas las cadenas que la ataban al mundo para dedicarse con toda seriedad a la puesta en práctica de su principio, que dice: “Sólo Dios basta”.

El gran cisma de la fe, que flagelaba a la Europa de su tiempo, y la pérdida de tantas almas despertaba en ella el deseo ardiente de rechazar esa desgracia y de ofrecerse como reparación. En esa situación, Dios le inspiró la idea de fundar un convento con un pequeño rebaño de almas elegidas, donde se viviera según la regla y el carisma original, para servirle allí de la manera más perfecta. Después de luchas indecibles y grandes dificultades logró fundar el convento de San José, en Avila, y desde allí se extendió su gran obra de reforma. A la hora de su muerte se habían fundado treinta y seis conventos masculinos y femeninos de estricta observancia: la Orden del “Carmen Descalzo”. Los conventos de la reforma habrían de ser lugares donde se revivifique el espíritu del antiguo Carmelo. La regla original y las constituciones, elaboradas por la misma Santa Teresa, formaban el cerco con el cual ella quería proteger a su viña de todos los peligros exteriores. Sus escritos sobre la oración, que representan la exposición más perfecta y viva de la vida interior, son la herencia preciosa a través de la cual su espíritu vive aún hoy entre nosotras. El antiguo carisma del Carmelo, subraya ella, resurgió con más fuerza todavía, influenciado por las luchas de fe de su época, para reafirmar la expiación y apoyar a los servidores de la Iglesia que se encuentran en la vanguardia, frente a enemigo.

7       Como a nuestro segundo padre y maestro veneramos al primero de los carmelitas descalzos, San Juan de la Cruz. En él encontramos el espíritu de los viejos eremitas en su forma más pura. Su vida nos da la impresión de que él no hubiera conocido ninguna lucha interior. De la misma manera que, desde niño, había estado bajo la protección de la Madre de Dios, así se sintió atraído, al despertar de su conciencia, a la penitencia estricta y a la soledad, para liberarse de esa manera de todo lo terreno y alcanzar la unión con Dios. El fue el instrumento elegido para transmitir con su vida y con su palabra el carisma de nuestro santo padre Elías a la nueva corriente de vida carmelitana. El fue quien formó, junto con Santa Teresa, a la primera generación de los carmelitas y las carmelitas descalzas y, a través de sus escritos, nos enseña el camino de la “Subida del Monte Carmelo”.

Hijas de Santa Teresa, formadas personalmente por ella y por San Juan de la Cruz, fundaron los primeros conventos de la reforma en Francia y Bélgica; de allí pasó la Orden, con relativa rapidez, a la Renania. La revolución francesa y las luchas entre la Iglesia y el Estado en Alemania intentaron subyugarla con violencia, pero en cuanto la presión cesó un poco volvió a resurgir con nueva vida. En ese jardín floreció la “pequeña rosa blanca”, que rápidamente conquistó los corazones de los hombres, mucho más allá de las fronteras de la Orden. No sólo fue una intercesora milagrosa, sino también conductora de “las almas pequeñitas” en el camino de la “infancia espiritual”. Muchos conocieron ese camino a través de ella, pero pocos saben que éste no es un descubrimiento nuevo, sino e camino al cual conducen las condiciones de vida del Carmelo. La grandeza de la pequeña Santa consistió en que ella descubrió este camino con una penetración genial y le siguió con decisión heroica hasta el final. Los muros de nuestro convento circundan un pequeño espacio. Quien quiere construir allí el edificio de la santidad tiene que cavar profundamente y construir hacia lo alto; tiene que bajar a la profundidad de la noche de la propia nada para ser elevado hasta la luz del amor y la misericordia divinas.

8       No todos los siglos necesitan de una reforma grandiosa como la de nuestra Santa Madre Teresa, ni en todas las épocas existen tiranías que nos dan la posibilidad de apoyar nuestra cabeza en el cadalso para defender nuestra fe y el ideal de nuestra Orden, como en el caso de las 16 carmelitas de Compiegne; pero todas las que ingresen en el Carmelo tienen que entregarse totalmente al Señor. Sólo la que valore su lugarcito en el coro frente al Tabernáculo más que todas las glorias del mundo puede vivir aquí; y aquí encontrará, sin duda alguna, una felicidad como no la puede dar ninguna gloria del mundo. El orden de nuestro día nos garantiza horas de diálogo con el Señor, y sobre ellas se fundamenta nuestra vida. En el Carmelo rezamos el Breviario, lo mismo que los sacerdotes y las otras órdenes antiguas, y ese “Oficio Divino” es para nosotras, como para ellos, una obligación sagrada. Pero ése no es nuestro fundamento último. Lo que Dios obra en nuestras almas, en las horas de oración interior, está por encima de la mirada de los hombres; es gracia tras gracia, y todas las otras horas de nuestra vida son una constante acción de gracias por ello.

Para las carmelitas, en sus condiciones de vida cotidiana, no existe otra posibilidad de responder al amor de Dios que cumplir lo más fielmente posible con sus obligaciones diarias, hasta las más pequeñas; ofrecer los sacrificios más insignificantes, que exige de un espíritu vital la estructuración de los días y de toda la vida, hasta en sus detalles más pequeños, y esto día a día y año a año; presentar al Señor todas las renuncias que exige la convivencia constante con personas totalmente distintas a nosotras, y esto con una sonrisa en los labios.

A eso se agrega, además, lo que el Señor le pide a cada alma como sacrificio personal. Ese es el “caminito”, un ramo de florecillas insignificantes que son depositadas cada día frente a Santísimo, quizás un martirio silencioso que se extiende a lo largo de toda la vida y del cual nadie tiene noticia, pero que a la vez representa una fuente de paz profunda, de alegría y un manantial de la gracia que brota en medio del mundo, sin que nosotras sepamos a dónde se dirige y sin que los hombres que la reciben sepan de dónde viene.