LAS BODAS DEL CORDERO

 

14 de septiembre de 1940

 

1 “Venerunt nuptiae Agni et uxor eius praeparavit se” (Apoc. 19,27). “Han llegado las Bodas del Cordero y la esposa ya está dispuesta” De manera tan hermosa sonaron estas palabras en nuestro corazón la víspera de nuestra profesión, y así deberán sonar nuevamente cuando renovemos solemnemente nuestros sagrados votos. Palabras colmadas de misterio que ocultan en sí la profundidad misteriosa del sentido de nuestra sagrada vocación. ¿Quién es el Cordero? ¿Quién es la novia? ¿De qué Banquete de Bodas se habla aquí? “Yo contemplé y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes y de los ancianos estaba un cordero como degollado” (Apoc.5,6).

Cuando el vidente de Patmos contempló ese rostro latía todavía en él el recuerdo de aquel inolvidable día junto al Jordán, cuando Juan el Bautista le mostró al “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn.1,29). En aquel momento había comprendido él la palabra y ahora comprendía la imagen. El era el que antes caminaba junto al Jordán y e que se le había manifestado ahora en blancas vestiduras, con sus ojos como llamas de fuego y con la espada del que juzga, el Primero y el último(j¡Jn.1,13 ss.). El llevó a plenitud lo que los ritos de la Antigua Alianza sólo manifestaron en figura.

Cuando en el más solemne y santo día del año, el Sumo Sacerdote entraba en el Santo de los Santos, en el terrible y sagrado lugar de a presencia de Dios, tomaba del pueblo dos machos cabríos: el uno, para cargar sobre él los pecados del pueblo y llevarlos al desierto, y el otro, para rociar con su sangre el Tabernáculo y el Arca de la Alianza (Lev.16). Ese era el sacrificio de expiación por el pueblo. Además de eso, el Suma Sacerdote tenía que sacrificar un becerro joven por é mismo y por su casa y ofrecer en holocausto un ternero cebado. Con la sangre del becerro tenía que rociar también el trono de gracia, y cuando el sacerdote, no visto por ojo humano, había orado por sí mismo, por su casa y por todo el pueblo de Israel, salía afuera, donde estaba el pueblo expectante, y rociaba también el altar para expiar sus pecados y los del pueblo. Luego enviaba e carnero vivo al desierto, ofrecía su propio holocausto y el del pueblo y hacía quemar los restos del sacrificio expiatorio delante del campamento (más tarde, frente a las puertas de la ciudad).

2       Un día solemne y sagrado era también el día de la Reconciliación. El pueblo permanecía en oración y ayunaba en el Santuario; y cuando al atardecer todo se había consumado, había paz y alegría en el corazón, porque Dios les había quitado el peso del pecado y les había donado su gracia. ¿Qué había producido esa reconciliación? Ni la sangre de los animales degollados, ni el Suma Sacerdote de la Familia de Aaron -eso o aclaró insistentemente San Pablo en la carta a los Hebreos-, sino la verdadera víctima de Reconciliación, que estaba prefigurada en todas las anteriores víctimas prescritas por la Ley, y el Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedek, en cuyo lugar estaban los sumos sacerdotes de la casa de Aaron. El es también el verdadero Cordero Pascua, por cuya causa pasó de largo el ángel exterminador frente a las casos de los hebreos, cuando castigó a los egipcios. El mismo Señor explicó esto a sus discípulos cuando comió con ellos el Cordero Pascual por última vez, y se entregó a sí mismo como alimento. Pero... ¿porqué había elegido el Cordero como símbolo preferido? ¿Porqué se muestra El todavía en esa forma en el trono de la eterna gloria? Porque fue inocente y humilde como un cordero y porque él había venido para dejarse llevar como un cordero que es llevado al matadero.

 

Juan presenció también eso cuando el Señor permitió que le apresaran en el Monte de los Olivos y luego se dejó clavar en la cruz en el Gólgota. Allí, en el Gólgota, fue consumada la verdadera Víctima de la Reconciliación y con ella perdieron su eficacia todas las antiguas ofrendas, y muy pronto cesaron totalmente, así como el antiguo sacerdocio cuando la destrucción del Templo. Todo esto le tocó presenciar a Juan; por eso no le asombraba el Cordero sobre el trono, y porque fue un fiel testigo suyo le fue mostrada también la esposa del Cordero.     “El vio la ‘Cuidad Santa’, la Nueva Jerusalén que descendía desde el cielo, del lado de Dios, engalanada como una novia que se adorna para su esposo” (Apoc.21,2; 9 ss.). Así como el mismo Cristo descendió del cielo a la tierra, así tiene también su esposa, la Santa Iglesia, su origen en el cielo. Ha nacido de la gracia de Dios y con el Hijo de Dios ha descendido del cielo, de modo que está unida a El indisolublemente. Ha sido construida con piedras vivas y su piedra basal fue colocada cuando la Palabra de Dios asumió la naturaleza humana en el seno de la Virgen. En aquel tiempo el alma del Niño Divino y de la Madre Virgen estaban enlazadas con el vínculo de la más íntima unión, que hoy llamamos desposorio. La Jerusalén celestial vino a la tierra escondida a los ojos del mundo y de ese primer vínculo nupcial nacieron todas las piedras vivas (cada alma, en particular, llamada a la vida por la gracia de Dios), que luego ensamblaron la vigorosa construcción. La Madre Virginal llegaría a ser la Madre de todos los redimidos, y como la célula fecunda, de la cual se desprenden siempre nuevas células, construiría ella la ciudad viviente de Dios.

3       Este misterio escondido le fue revelado a Juan cuando estaba junto a la Virgen Madre al pie de la Cruz y fue entregado a ella como hijo. Allí se abrió la Iglesia visiblemente al ser. Su hora había llegado, pero no todavía su última perfección. Ella vive y ha sido desposada por el Cordero, pero la hora del festivo banquete nupcial llegará cuando el dragón sea definitivamente vencido y el último de los redimidos haya luchado su combate hasta el final. Así como el Cordero tuvo que ser degollado para ser elevado sobre el trono de la gloria, así conduce el camino de la gloria, a través de la Cruz y el sufrimiento, a todos aquellos que fueron elegidos para el Banquete de Bodas del Cordero.

El que quiera desposar al Cordero tiene que dejarse clavar con él en la Cruz. Para esto están llamados todos los que fueron marcados con la sangre del Cordero, y éstos son todos los bautizados. Sin embargo, no todos comprenden esa llamada y le siguen; pero hay una llamada para un seguimiento más estrecho, que suena más penetrante en el interior del alma y que exige una clara respuesta. Esa es la llamada a la vida religiosa, y la respuesta son los votos. En aquel, a quien el Señor llama en medio de las circunstancias más normales (familia, pueblo, ambiente), para entregarse solamente a El, se destaca el vínculo nupcial con el Señor con más fuerza que en la multitud de los redimidos. Por toda la eternidad tienen que pertenecer de manera preferida al Cordero, seguirle a donde El vaya y cantar el himno de las vírgenes que ningún otro puede cantar (Apoc.14,1). Si se despierta en el alma el deseo de la vida religiosa, es como si el Señor pidiera su mano en desposorio, y si ella se consagra a él a través de los votos y acepta el “Veni, sponsa Christi”, se prefigura el banquete de las bodas celestiales.

Se trata aquí, sin embargo, sólo de la espera por el banquete eterno. El gozo nupcial del alma consagrada a Dios y su fidelidad tienen que templarse en combates, ya ocultos, ya manifiestos, y en lo cotidiano de la vida religiosa. El esposo que ella elige es el Cordero que ha sido degollado, y si ella quiere entrar con El en la gloria celestial tiene que dejarse clavar ella misma en su Cruz. Los clavos son los tres votos. Cuanto más solícita se extienda el alma consagrada sobre la Cruz y soporte los golpes del martillo, tanto más profundamente experimentará la realidad de estar unida con el Crucificado y así, el mismo hecho de estar crucificada, será para ella la fiesta de las bodas.

4       El voto de pobreza abre las manos para que ellas dejen caer todas aquellas cosas que las tenían atrapadas y las sujeta luego de modo que no puedan ya lanzarse a las cosas de este mundo. El ordena, además, las manos del espíritu y del alma: los apetitos que siempre se inclinan a los placeres y los bienes materiales; las preocupaciones que se desprenden de pretender asegurar la vida terrena en todas sus dimensiones, la agitación que se ocupa de cosas diversas, poniendo en peligro de esa manera la dedicación a lo único necesario. Una vida en la abundancia y la comodidad burguesa contradice el espíritu de la santa pobreza y nos separa del pobre crucificado. Nuestras hermanas, en los primeros tiempos de la reforma, se consideraron dichosas cuando les faltaba lo necesario, y cuando las dificultades habían sido superadas, temían que el Señor se hubiera apartado de ellas, pues lo tenían todo a disposición en cantidad suficiente.

Algo no funciona bien en una comunidad conventual si la vida exterior toma tanto tiempo y fuerzas para sí que se resiente la vida interior; y algo no está del todo en orden en el alma de las religiosas, en particular, si comienzan a preocuparse de sí mismas y a preocuparse de aquellas cosas que satisfacen sus deseos e inclinaciones, en vez de abandonarse a la Divina Providencia y aceptar agradecidas lo que ella les manda a través de las hermanas responsables de la autoridad. Naturalmente, con eso no se excluye que se haga notar a los superiores sobre aquello que exige la obligatoria consideración de la salud. Pero una vez que esto se ha hecho, hemos de liberarnos de toda otra preocupación. El voto de pobreza nos proporciona la despreocupación de los gorriones y de los lirios, para que el espíritu y el corazón permanezcan libres para Dios.

La santa obediencia sujeta nuestros pies para que no anden ya más por sus propios caminos, sino solamente por los caminos de Dios.

5       Los hijos del mundo llaman libertad al no estar sometidos a ninguna voluntad ajena y a que nadie les impida satisfacer sus deseos e inclinaciones. Por esa libertad se lanzan a sangrientos combates y sacrifican todo lo que tienen, los bienes y la vida. Los hijos de Dios, sin embargo, entienden por libertad algo diferente. Ellos quieren seguir sin estorbos al Espíritu de Dios y saben que los obstáculos más grandes no vienen desde fuera, sino que yacen en nuestro propio interior. La razón y la voluntad del hombre, que gustosamente quieren ser su propio señor, no se percatan de cuán fácilmente se dejan persuadir por la concuspiscencia y se convierten en sus esclavos. No hay mejor camino para liberarnos de esa esclavitud y hacernos dóciles a la dirección del Espíritu Santo que el camino de la santa obediencia.

“En la obediencia es donde mi alma se siente realmente libre”. Esto hace decir Goethe a la heroína de uno de sus poemas, que está fuertemente impregnado de espíritu cristiano. La auténtica obediencia no consiste solamente en la no transgresión externa de las prescripciones de la Santa Regla y de los preceptos y las órdenes de los superiores; tiene, más bien, que convertirse en una auténtica renuncia a la propia voluntad. Por eso, el que obedece no estudia la Regla y las Constituciones para descubrir sutilmente cuánta, así llamada, libertad se le permite todavía, sino para descubrir cada vez mejor cuantos pequeños sacrificios y oportunidades tiene cada día y cada hora al alcance de la mano para el crecimiento en la renuncia de sí mismo. El toma sobre sí los preceptos y las normas como un yugo suave y una carga ligera, pues se siente, a través de ellos, más estrecha y profundamente unido con el Señor, que fue obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Puede que a los hijos de este mundo les parezca inútil, irracional y estrecha de miras obrar de esa manera, pero el Salvador, que realizó durante treinta años su trabajo cotidiano en base a tales pequeños sacrificios, nos juzgará de una manera muy diversa.

El voto de castidad busca liberar al hombre de todas las ataduras de la vida mundana, para abrazarlo a la cruz por encima de toda agitación y dejar también libre su corazón para su fusión total con el Crucificado. Un sacrificio tal no se lleva a cabo de una sola vez. Muy bien se puede estar exteriormente apartado de las circunstancias que fuera conducen a la tentación, sin embargo en la memoria y en la fantasía permanecen todavía muchas cosas que pueden perturbar el espíritu y quitar la libertad al corazón. Existe, además, el peligro de que en los protegidos muros del convento se creen nuevas ligaduras y así se resienta la total unión con el corazón divino.

6       Con nuestra entrada en la Orden nos convertimos nuevamente en miembros de una familia y hemos de ver y honrar en nuestras superioras y hermanas a miembros vivos del cuerpo místico de Cristo. Con todo, somos hombres y puede que se mezcle en el santo amor, infantil y fraternal, algo demasiado humano. En ese caso creemos ver a Cristo en el hombre que tenemos delante y no nos damos cuenta que nos apegamos humanamente al hombre y corremos el peligro de perder a Cristo de vista. Ahora bien, no solamente la inclinación humana enturbia la pureza del corazón, pues peor que un “demasiado” amor humano es una “demasiado poco” amor al corazón divino. Cada aversión, cada enojo, cada rencor que toleramos a nuestro corazón cierra las puertas al Salvador. Las agitaciones involuntarias se presentan, naturalmente, sin culpa nuestra, pero tan pronto como las consentimos tenemos que tomar inexorablemente partido contra ellas; de lo contrario nos ponemos en contra de Dios, que es Amor, y trabajamos en provecho del adversario. El himno que cantan las vírgenes en el séquito del Cordero es con seguridad el himno del más puro amor.

La Cruz es elevada nuevamente ante nosotras. Ella es el signo de contradicción. El Crucificado nos contempla desde allí y nos dice: “¿Queréis abandonarme también vosotras?” El día de la renovación de los votos tiene que ser siempre el día de un serio examen personal. ¿Hemos sido consecuentes con lo que profesamos con fervor inicial? ¿Hemos vivido como conviene a las desposadas del Crucificado, del Cordero que ha sido inmolado? En los últimos meses hemos oído bastante a menudo que las muchas oraciones por la paz no surtieron todavía ningún efecto. ¿Qué derecho tenemos nosotras a ser escuchadas? Nuestro anhelo de Paz es, sin duda, auténtico y sincero, pero... ¿procede de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado verdaderamente en el nombre de Jesús, es decir, no sólo con el nombre de Jesús en los labios, sino en el espíritu y en el sentir del Señor, sólo para la gloria de la Voluntad del Padre y sin buscarnos a nosotras mismas?

7       El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre nuestro corazón tendremos también nosotros poder ilimitado sobre el suyo. Si tenemos esto presente, nunca tendremos el valor de condenar a hombre alguno. No debemos, sin embargo, tampoco desalentarnos si después de mucho tiempo en la vida religiosa tenemos que decirnos a nosotras mismas que todavía somos aprendices e inexpertas. La fuente que mana del corazón del Cordero no se ha agotado. Todavía hoy podemos lavar allí nuestras vestiduras como lo hizo un día el buen ladrón en el Gólgota. En la confianza de la fuerza reparadora de esa sagrado manantial nos postramos ante el Trono del Cordero y respondemos a su pregunta: Señor, ¿a dónde iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Déjanos beber de las fuentes de la santidad para nuestro bien y el de este mundo sediento. Danos la gracia de poder pronunciar con un corazón puro las palabras de la esposa, que dice:

¡¡¡VEN,

VEN SEÑOR JESÚS,

VEN PRONTO!!!