4

“SANCTA DISCRETIO” EL DON DEL DISCERNIMIENTO

 

 

1       La regla de San Benito de Nursia es llamada a menuda “discretione perspicua”, distinguida por la discreción. La discreción se convierte de esa manera en el cuño especial de la santidad benedictina. En realidad no existe santidad sin ella; más aún, si se la entiende en profundidad y en todas sus dimensiones, coincide con la santidad misma.

Por ejemplo, si se confía algo a alguien “bajo discreción”, eso significa, se espera que se guardará en secreto. Pero la verdadera discreción es mucho más que la sola reserva. El discreto sabe, sin que se lo pidan expresamente, sobre qué cosas puede hablar y qué es lo que debe callar. El posee el don de distinguir lo que debe ocultarse en el silencio, de lo que ha de ser revelado; el momento en el que hay que hablar y el momento en el que hay que callar; a quién se le puede confiar algo y a quién no. Todo esto es válido no sólo para las cuestiones que le atañen personalmente, sino también para aquellas que se refieren a otros. Se considera también una “indiscreción” cuando alguien habla sobre cuestiones propias, pero en un lugar o en un momento poco indicados. El discreto no toca tampoco con sus preguntas lo que no debe ser tocado y sabe muy bien cómo y cuándo una pregunta es conveniente; y si fuera hiriente sabe dejarla de lado.

2       Una suma de dinero nos puede ser entregada también “a discreción”, lo cual significa que podemos disponer de ella. Esto no quiere decir, sin embargo, que podamos utilizarla arbitrariamente. Quien nos entrega esa suma nos da libertad de ación, pues está convencido de que nosotros somos quienes podemos determinar mejor qué es lo que se puede hacer con ella. En ese caso la discreción es también un don de discernimiento. De manera muy especial tiene necesidad de ella quien tiene a su cargo la dirección de otras personas. San Benito habla de la discreción en relación con lo que se ha de exigir del Abad (Regla de S.Benito, Cap.64): “El Abad tiene que ser en sus ordenaciones previdente y reflexivo; ya se trate de una ocupación divina ya humana, que él imponga, debe distinguir y sopesar, teniendo en cuenta aquel discernimiento de Jacob que dijo:Ê‘Si ajetreo demasiado a mi rebaño, moriría todo en un solo día’ (Gen.33,13). El Abad habrá de cobijar en su corazón ese y otros testimonios en favor del don del discernimiento, la madre de todas las virtudes, para poder tomar aquellas determinaciones que exige el valiente y que no asustan al débil”.

En este caso se puede entender la discreción como la “sabia mesura”, pero la fuente de una tal mesura es el mismo don de poder distinguir qué es lo que conviene a cada uno.

3       ¿De dónde viene es don? Por una parte hay algo natural que nos capacita para el discernimiento hasta un determinado grado. A eso don natural le llamamos “tacto” o “delicadeza” y es fruto de un cultivo del alma y de una sabiduría heredada o bien adquirida por diversas actividades formativas o experiencia vitales. El Cardenal Newman decía que el perfecto “Gentlemann” se confunde casi con el santo. Su actitud alcanza sólo hasta un determinado nivel de sobrecarga. Por encima de ese nivel se rompe el equilibrio del alma. La discreción natural no llega tampoco a niveles muy profundos. Ella sabe “cómo tratar a los hombres” y como un aceite suave se adelanta a los roces en el engranaje de la vida social, pero los pensamientos del corazón, el centro más íntimo del alma, le son desconocidos. Allí llega solo el Espíritu que todo lo penetra, hasta las profundidades mismas de la divinidad. La verdadera discreción es sobrenatural. Ella se encuentra solamente allí donde reina el Espíritu Santo, donde una persona, mediante el ofrecimiento indivisible de sí misma y la capacidad de entregarse libremente, escucha la voz suave de su huésped y está atenta a sus inspiraciones.

4       ¿Se puede considerar a la discreción como un don del Espíritu Santo? Sin duda alguna no se la puede tomar como uno de los siete conocidos ni tampoco como un octavo nuevo. La discreción pertenece a cada don en particular y se puede llegar a afirmar que los siete dones constituyen la huella visible de este único don.

El don del temor “distingue” en Dios la “divina majestas” y determina la distancia inconmensurable entre la santidad de Dios y la propia imperfección. El don de la piedad distingue en Dios la “pietas”, el amor paternal, le contempla con amor filial y respetuoso, con un amor que sabe distinguir lo que es debido al Padre en el cielo. En la prudencia es donde se ve con más claridad que la discreción es un don de discernimiento; ella determina qué es lo más conveniente para cada situación concreta. En la fortaleza podríamos inclinarnos a pensar que se trata de algo puramente voluntario, sin embargo la distinción entre la prudencia que reconoce el camino recto y una fortaleza que se impone ciegamente es posible sólo en el ámbito natural. El espíritu humano obra dócilmente y sin disgusto allí donde reina el Espíritu Santo. La prudencia determina el obrar práctico sin ninguna restricción y la fortaleza se ve de esa manera iluminada por la prudencia. Ambas posibilitan a la persona humana para adaptarse flexiblemente a las más diversas situaciones. Precisamente cuando ella se ha entregado sin resistencia al Espíritu, es capaz de sobrellevar todo lo que le acontece. La luz del Espíritu le permite, como don de ciencia, ver con absoluta claridad todo lo creado y todo lo acontecido en su ordenación a lo eterno, comprenderlo en su estructura interna y otorgarle el lugar debido y la importancia que le corresponde. Finalmente le concede, como don de entendimiento, la penetración en las profundidades de la divinidad misma y deja resplandecer ante ella con toda claridad la verdad revelada. En su punto culminante, como don de sabiduría, le une con la Trinidad y le permite penetrar de alguna manera hasta la misma fuente eterna y hasta todo aquello que emana de ella y que le tiene como sustrato en ese movimiento vital y divino que es amor y conocimiento juntamente.

5       La “sancta discretio” se distingue, según esto, radicalmente de la inteligencia humana, aún de la más aguda. Ella no distingue a través de un pensamiento discursivo escalonado como el espíritu humano que investiga; ella no desmembra y resume, no compara y reúne, concluye y prueba. La “sancta discretio” distingue de la misma manera que el ojo humano percibe el entorno de las cosas sin esfuerzo alguno a la luz del claro día. La penetración en los detalles particulares no le hace perder la visión de todo el contexto. Cuanto más alto sube el caminante tanto más se amplía el horizonte, hasta llegar a la cumbre donde la visión del entorno es completa. El ojo del espíritu, iluminado por la luz celestial, alcanza las lejanías más distantes, nada de desvanece, nada se hace indistinguible. Con la unidad crece la plenitud, hasta que todo el mundo se hace visible bajo el simple rayo de la luz divina, como acaeció en la “magna visio” de San Benito.