SACRAMENTALISMO
1. CR/CONVENCIDO
I-MUNDO/IDENTIFICADOS
Según las estadísticas religiosas, la vieja Europa sigue siendo
casi por completo un continente cristiano. Pero apenas habrá otro
caso en que se pueda ver tan puntualmente como aquí que las
estadísticas engañan. Esta Europa cristiana de nombre, ha venido
a ser, desde hace 400 años en números redondos, el lugar de
nacimiento de un nuevo paganismo que crece inconteniblemente en
el corazón de la Iglesia misma y amenaza con corroerla desde
dentro. La imagen de la Iglesia en los tiempos modernos está
esencialmente definida por el hecho de haber venido a ser, de
manera enteramente nueva una Iglesia de gentiles, y de serlo cada
día más: no ya, como antaño, Iglesia compuesta de gentiles que se
hicieron cristianos, sino Iglesia de gentiles que siguen llamándose
cristianos, pero que en realidad han vuelto al paganismo. La
gentilidad se asienta hoy día en la Iglesia misma y la característica
tanto de la Iglesia de nuestros días como de la nueva gentilidad es
cabalmente que se trata de una gentilidad en la Iglesia, y de una
Iglesia en cuyo corazón vive la gentilidad. Por eso, no puede
hablarse en este contexto del paganismo que en el ateísmo oriental
ha cuajado en grupo compacto contra la Iglesia enfrentándose
como un nuevo poder anticristiano a la comunidad de los creyentes,
siquiera no pueda olvidarse tampoco que este grupo tiene la
particularidad de ser un paganismo nuevo, un paganismo,
consiguientemente, que ha nacido en la Iglesia y de ella ha tomado
prestados algunos elementos esenciales, que definen de un modo
decisivo su imagen y su fuerza. Hay que hablar más bien del
fenómeno mucho más característico de nuestro tiempo, que
constituye el verdadero ataque a lo cristiano, del paganismo dentro
de la Iglesia, que es como la «abominación de la desolación en el
lugar santo» (Mc 13,14).
El hecho de que -aun dentro de los cálculos más optimistas- hoy
día no cumplan ya con la Iglesia (para limitarnos sólo a nuestra
Iglesia) seguramente más de la mitad de los católicos, no debe
ciertamente interpretarse sin más en el sentido de que toda esa
mayoría de católicos que «no cumplen» hayan de llamarse
paganos. Pero está claro que ya no se asimilan con sencillez la fe
de la Iglesia, sino que hacen una selección muy subjetiva del credo
eclesiástico que agregan a su propia ideología. Y no puede
tampoco haber duda de que en gran parte no pueden ya ser
llamados propiamente creyentes desde el punto de vista cristiano,
sino que adoptan una actitud fundamental más o menos ilustrada,
que afirma desde luego la responsabilidad moral del hombre, pero
que la funda y limita en consideraciones puramente racionales. Las
éticas de N. Hartmann, K. Jaspers y M. Heidegger son un ejemplo
de la conducta más o menos consciente de muchos hombres
moralmente respetables desde luego, pero que no son
precisamente cristianos. El tomito tan interesante de la editorial List:
Was halten Sie vom Christentum?, ha podido abrir los ojos de
quienes se dejan engañar por la fachada cristiana de nuestra
actual situación oficial, sobre la medida en que se difunde una
moral puramente racional y por completo incrédula. Así, el hombre
de hoy dondequiera se encuentre con su semejante puede
suponerle con bastante seguridad con una partida de bautismo,
pero no con una convicción cristiana. Y hasta puede suponer como
caso normal la incredulidad de su vecino. Este hecho tiene dos
consecuencias importantes: entraña, por una parte, un cambio
fundamental de estructuras en la Iglesia y ha provocado, por otra,
un cambio esencial en la conciencia de los cristianos todavía
creyentes. Estos dos fenómenos deben ser esclarecidos algo más
despacio en la presente conferencia
Cuando nació la Iglesia se apoyaba en la decisión espiritual del
individuo de abrazar la fe, en el acto de la conversión. Si al principio
se había esperado que de estos conversos se edificaría ya aquí
sobre la tierra una comunidad de santos, una "Iglesia sin mácula ni
arruga", duras luchas obligarían más y más a reconocer que
también el convertido, el cristiano, seguía siendo pecador y que las
más graves faltas eran también posibles en la comunidad cristiana.
A través de una lucha secular la Iglesia hubo de imponer esta idea
contra los cátaros.
Sin embargo, aun cuando el cristiano no sea moralmente perfecto
y en este sentido siempre sea imperfecta la comunidad de los
santos, había un fundamento común, que distinguía a los cristianos
de los no cristianos: la fe en la gracia de Dios que se había
manifestado en Cristo. La Iglesia era una comunidad de
convencidos, de hombres que habían tomado una clara resolución
espiritual y por ella se separaban de cuantos se habían negado a
tomar esa resolución. En el rasgo común de esa resolución y
convicción se fundaba la comunidad auténtica y viva de los
creyentes y también su confianza, en virtud de la cual se sentían
separados, como comunidad de los agraciados, de quienes se
cerraban a la gracia. Ya en la edad media cambió esta situación por
el hecho de que Iglesia y mundo vinieron a identificarse y el ser
cristiano no era ya en el fondo una decisión propia, sino un dato
previo político y cultural. Se salía de apuros con la idea de que Dios
había ahora escogido para sí esta parte del mundo: la especial
conciencia cristiana vino a ser ahora juntamente una conciencia de
elección político-cultural: Dios había escogido cabalmente a este
mundo occidental.
Hoy día, ha quedado en pie la identificación externa de Iglesia y
mundo; ha caído, empero, la convicción de que, en la pertenencia
obligada a la Iglesia, se esconda también una particular gracia
divina, una realidad de salvación eterna. La Iglesia, lo mismo que el
mundo, es un dato previo de nuestra existencia específicamente
occidental, y es, lo mismo que el mundo determinado a que
pertenecemos, un dato bien casual. Casi nadie cree de veras que,
por ejemplo, la salud eterna pueda depender de este dato previo
tan casual, que se llama «Iglesia». En realidad, para el occidental la
Iglesia es ya generalmente un simple trozo casual del mundo;
precisamente por haber conservado su identificación externa con el
mundo, ha perdido seriedad su pretensión. Así se comprende que
se plantee hoy día, en muchos casos de manera urgente, la
cuestión de si no habrá que convertir de nuevo a la Iglesia en una
comunidad de convencidos para devolverle así toda su seriedad.
Ello significaría la renuncia rigurosa a las situaciones mundanas
todavía existentes, para demoler una construcción aparente que
resulta cada vez más peligrosa porque se cruza en el camino de la
verdad.
Esta cuestión se discute violentamente de un tiempo acá sobre
todo en Francia, donde el retroceso de las creencias cristianas es
todavía más profundo que entre nosotros y se siente con mayor
fuerza la contradicción entre la apariencia y la realidad. Pero,
naturalmente, el problema es el mismo entre nosotros. Allí se
enfrentan los partidarios de una dirección más rígida y los de otra
más tolerante. Los primeros recalcan la necesidad de dar de nuevo
su valor a los sacramentos, "si no se quiere que la
descristianización se extienda aún más. Según ellos, no sería ya
posible confiar los sacramentos a los hombres que sólo quisieran
recibirlos por razón de una convención social y de una tradición
fuera de sentido y para quienes los sacramentos fuesen ya solo
ritos vacíos". Los partidarios de la tendencia más transigente
recalcan, por el contrario, que no se debe apagar la mecha que
humea y que la petición de los sacramentos (por ejemplo, bodas,
bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, entierros)
atestiguan precisamente cierto resto de vinculación con la Iglesia,
de la que no es lícito alejar a nadie, si no se quiere correr el riesgo
de un daño difícilmente reparable. Los partidarios de la tendencia
más rigurosa se muestran aquí abogados de la comunidad,
mientras los de la tendencia más suave aparecen como abogados
del individuo y ponen de relieve que éste tiene derecho a los
sacramentos. Contra ello objetan los de la tendencia rigorista: "Si
queremos recuperar el país para el cristianismo, sólo lo
conseguiremos mediante el testimonio de comunidades reducidas y
fervorosas. En muchos lugares tal vez sea necesario comenzar
desde muy atrás. ¿Es malo rechazar a algunos individuos a trueque
de salvar el futuro? ¿No somos un país de misión? ¿Por qué no
aplicamos consecuentemente los métodos misionales? Ahora bien,
éstos exigen ante todo comunidades firmes que sean luego
capaces de admitir a los individuos»
La discusión alcanzó finalmente tal violencia que el episcopado
francés se vio obligado a intervenir y, el 3 de abril de 1951, se
convino en publicar un "Directorio para la administración de los
sacramentos", que en conjunto adopta una línea media. Respecto
del bautismo se determina, por ejemplo, que en principio debe
concederse también a los hijos de padres que no cumplen con la
Iglesia, caso que lo soliciten. Nada efectivamente justificaría contar
sin más a estos padres entre los apóstatas; el paso exterior de
pedir el bautismo permitiría más bien suponer por lo menos cierto
núcleo de actitud religiosa. «Sin embargo, si los hijos anteriores no
han sido educados cristianamente, sólo se puede conceder el
bautismo cuando se contrae la obligación de mandar a su debido
tiempo al bautizando a la instrucción catequética y, de ser posible,
igualmente a los nacidos con anterioridad» . Algunos obispados
exigen un compromiso escrito, para el que existe formulario propio".
El directorio dice luego expresamente: «Hay que recordar a
religiosas y miembros de la acción católica, que no deben ejercer
violencia indiscreta para lograr a todo trance tales bautismos, lo
que podría acarrear una falta de sinceridad». Este solo ejemplo del
bautismo hace ver ya que el Directorio adopta en conjunto una
actitud muy condescendiente, que habría más bien de calificarse de
suave, renuncia sobre todo a calificar simplemente de apóstatas, es
decir, de paganos prácticos a quienes no cumplen con la Iglesia y
apremia, por el contrario, a que se juzgue individualmente cada
caso.
Sin embargo, esta actitud se distingue esencialmente de la que
todavía es corriente entre nosotros. El Directorio pone de nuevo en
lugar del puro sacramentalismo una actitud de fe. Entre nosotros se
da todavía con frecuencia -y no sólo entre las monjas- la opinión de
que ya se habría conseguido algo si, apelando a todas las artes de
persuasión, se lograse que el agua del bautismo corriese por la
cabeza de un niño. No se descansa hasta que la ecuación entre
Iglesia y mundo sea completa. Así cuando no sólo se regalan los
sacramentos sino que se mendiga su administración, se los
degrada en el sentido más profundo. El Directorio expresa
claramente que la situación es cabalmente inversa. Cierto que Dios
ofrece en los sacramentos su gracia a la humanidad entera; cierto
que convida cordialmente a todos para que acudan a su banquete
y la Iglesia tiene que propagar esta invitación, este gesto abierto
que ofrece un puesto en la mesa de Dios; pero siempre queda en
pie que Dios no necesita del hombre, sino el hombre de Dios. No
son los hombres quienes hacen un favor a la Iglesia o al párroco al
seguir recibiendo los sacramentos, sino que el sacramento es el
favor que Dios hace a los hombres. No se trata, pues, de hacer los
sacramentos difíciles o fáciles, sino de llevar a una convicción, por
la cual el hombre reconozca y reciba como gracia la gracia de los
sacramentos.
JOSEPH
RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972.Págs.
359-364