SEGUIR A JESÚS:

POR UN CRISTIANISMO RADICAL

 

UNA BUENA teología de los sacramentos desemboca obviamente, necesariamente, en una praxis, un determinado comportamiento o, si se quiere, en una espiritualidad. De eso voy a hablar ahora.

 La cuestión es importante. Porque se refiere a lo que es el núcleo esencial de la vida cristiana. Muchas personas viven esta vida como un conjunto de creencias difíciles de aceptar, una serie de obligaciones que resultan demasiado pesadas y algunas prácticas que no acaban de entender. Y es claro: cuando las cosas del cristianismo se viven así, la vida cristiana se convierte en una carga insoportable. A las personas que viven de esa manera les falta alegría y fuerza en su vida de creyentes. En ellos todo anda desordenado y disperso, como las ramas de un árbol que han sido separadas de su tronco y por eso carecen de vida y de armonía. Quien vive así, carece de una espiritualidad sana, sólida y fuerte. De ahí que su vida de cristiano será siempre lánguida y enfermiza.

 Por otra parte, en todo esto hay un peligro o mejor una posible desorientación: muchos dicen que el centro de la espiritualidad cristiana es la perfección del creyente, la perfección de su vida espiritual. Pero eso tiene varios inconvenientes. En primer lugar, esa idea, propiamente hablando, no aparece en el evangelio. En segundo lugar, ese planteamiento puede desembocar en el “espiritualismo”, carente de la debida relación a los demás y a la sociedad en que se vive. Y en tercer lugar, esa manera de ver las cosas puede fomentar, sin darse cuenta, el más refinado egoísmo, ya que centra a la persona sobre sí misma y no la abre a un proyecto social e histórico.

 Por estas razones interesa sumamente analizar qué es lo que nos dice el evangelio sobre la relación esencial del creyente en Cristo. Y eso es lo que voy a hacer, estudiando lo que significa y representa el seguimiento de Jesús.

 

1. Una tarea para todos los creyentes

 

 La relación fundamental del creyente con Jesús se expresa en los evangelios mediante la metáfora del seguimiento. Esto quiere decir que, según los evangelios, hay verdadera relación con Jesús y auténtica fe donde hay seguimiento del mismo Jesús. Y que no existe esa relación ni esa fe donde el seguimiento falta. O dicho de otra manera, es creyente el que sigue a Jesús. Y no lo es el que no le sigue

 ¿En qué razones se basa esta afirmación? Ante todo, hay un hecho muy claro: cuando los evangelios cuentan la primera relación seria y profunda que Jesús establece con determinadas personas, expresa esa relación mediante la metáfora del seguimiento. Así ocurre en el caso de los primeros discípulos junto al lago (Mt 4,20.22 par), en la vocación del publicano Leví (Mt 9,9 par), en el episodio del joven rico (Mt 19,21 par), en la versión que da el evangelio de Juan de los primeros creyentes (Jn 1,37.38.40.43) e incluso cuando se trata de individuos que no estuvieron dispuestos a quedarse con Jesús (Mt 8,19.22 par; Lc 9,59.61). En todos estos casos, el término técnico que se utiliza para expresar lo que está en juego la —relación con Jesús— es la metáfora del seguimiento.

 Pero hay más. Los tres evangelios sinópticos nos han conservado una afirmación de Jesús que resulta enteramente central para comprender el sentido fundamental del seguimiento: “El que quiera venirse conmigo, que renuncie de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23; ver Mt 10,38; Lc 14,27). Jesús dijo estas palabras no sólo a los discípulos, sino también a la multitud (Mc 8,34) o a todos, como puntualiza el evangelio de Lucas (9,23). Esto quiere decir que el seguimiento no es obviamente una exigencia limitada a un grupo de selectos, sino que es para todos los que quieran ir con Jesús, estar cerca de él.

 Esta misma idea queda aún más clara, si cabe, en el evangelio de Juan. Jesús es la luz del mundo, pero sólo el que “le sigue” se verá liberado de las tinieblas y tendrá la luz de la vida (Jn 8,12). Más aún, según afirma el mismo Jesús, “las ovejas mías escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,27); es decir, lo que define a los que son de Jesús es el “conocimiento”, que en el lenguaje bíblico expresa relación mutua profunda y comunión de vida, y, por otra parte, el “seguimiento”, que es la adhesión, no verbal ni de principio, sino de conducta y de vida, comprometiéndose con él y como él a entregarse sin reservas al bien del hombre. Y la misma idea vuelve a aparecer en el momento solemne, cuando llega “la hora” de Jesús (Jn 12,23): “El que quiera servirme, que me siga, y allí donde esté yo esté también mi servidor” (Jn 12,26). Todo el que quiera estar con Jesús no tiene más camino que el seguimiento. No hay participación en la luz, ni pertenencia a Jesús, ni servicio incondicional a su causa fuera del seguimiento.

 No cabe duda alguna. La condición básica del creyente se expresa, en los cuatro evangelios, mediante la idea del seguimiento de Jesús. Enseguida vamos a analizar lo que significa y comporta este seguimiento. Pero ya desde ahora hay que decir que esta manera de entender la fe desautoriza la imagen difuminada y pálida que solemos tener muchas veces de lo que es un creyente. Una vez oí decir a un clérigo importante: “Para mí es cristiano el que va a misa los domingos”. Es un ejemplo elocuente: se antepone el criterio eclesiástico al criterio evangélico. Se reduce y se rebaja la fe hasta el límite de nuestras costumbres y de nuestras conveniencias. Y así nos hacemos a la idea de que las cosas van como tienen que ir, que la Iglesia funciona y el cristianismo se mantiene. Frente a tales criterios, masivamente aceptados, la palabra evangélica nos presenta el criterio recto y cabal, el único criterio aceptable en esta materia: no hay fe verdadera fuera del seguimiento de Jesús. He ahí la base y el fundamento de lo que he llamado “un cristianismo radical”.

 

2. ¿Imitación o seguimiento?

 

 El verbo seguir aparece 90 veces en el Nuevo Testamento. Y se distribuye así según los diversos autores: 25 veces en Mateo, 18 en Marcos, 17 en Lucas, 19 en Juan (evangelio), cuatro en los Hechos de los Apóstoles, una sola vez en Pablo y seis en el Apocalipsis. Por lo tanto, mientras que la idea del seguimiento aparece 79 veces en los evangelios, en todo el resto del Nuevo Testamento se habla de eso solamente en 11 ocasiones. Se trata, pues, de una idea fundamentalmente evangélica.

 Pero hay algo que resulta aún más significativo. El verbo ákolouzein se emplea casi siempre para hablar del seguimiento de Jesús y sólo raras veces para referirse a otras cosas. Pues bien, los textos que hablan del seguimiento de Jesús están casi todos en los evangelios, menos dos textos que se refieren a eso indirectamente en el Apocalipsis (14,4; 19,14). Por consiguiente, al leer el Nuevo Testamento nos encontramos con este hecho: mientras que los cuatro evangelios hablan frecuentemente del seguimiento de Jesús, en todo el resto del Nuevo Testamento no se habla propiamente de ese asunto. Se confirma, por tanto, que estamos ante una idea esencialmente evangélica.

 Por otra parte, y en contraste con lo que se acaba de indicar, cuando se plantea el tema de la “imitación” de Cristo, nos encontramos con que el verbo “imitar” no aparece ni una sola vez en los evangelios. Y en los demás autores del Nuevo Testamento se habla de imitación de Cristo sólo dos veces (1Cor 11,1; 1Tes 1,6) y una vez se hace referencia a la imitación de Dios (Ef 5,1). En consecuencia, podemos decir con plena objetividad que la idea de imitación, referida a Cristo o a Dios, es infrecuente y rara en el Nuevo Testamento y está completamente ausente de los evangelios.

 Ahora bien, esto no quiere decir que el cristiano se tenga que desentender de lo que es y lo que comporta la imitación de Jesús el mesías. De hecho, vitalmente la imitación va, de una manera o de otra, implicada en la categoría de seguimiento. Los discípulos que seguían a Jesús se pusieron por eso mismo a imitar sus formas de comportamiento ante los hechos más importantes de la vida: ante el dinero y el fracaso, ante los ricos y los pobres, ante los que mandan y los que viven para someterse y obedecer, ante Dios y ante la muerte. Todos estos hechos tuvieron que impresionar profundamente a los discípulos; y tuvieron también que llevarles a la imitación de Jesús.

 Con todo, si los evangelios hablan mucho del seguimiento y ni siquiera mencionan la imitación, eso debe tener alguna explicación. Y efectivamente la razón parece ser la siguiente: los rabinos de Israel exigían a sus discípulos una imitación lo más minuciosa posible en todo lo que se refería a la observancia de la ley con su casuística casi infinita. Ahora bien, Jesús no exigió eso nunca de sus propios discípulos. Por eso los evangelios destacan tan fuertemente el seguimiento y no hablan para nada de la imitación. Jesús no actuó como los rabinos de Israel. Esto estaba perfectamente claro en la conciencia de las primeras comunidades cristianas.

 Por lo demás, alguna diferencia existe entre imitación y seguimiento. Imitar es copiar un modelo, mientras que seguir es asumir un destino. La imitación se puede dar en el caso de un modelo inmóvil, estático y fijo, mientras que el seguimiento supone siempre la presencia de un agente principal que se mueve y avanza, de tal manera que precisamente por eso es posible el seguimiento. Por eso la imitación no lleva consigo la idea de acción, actividad y tarea a realizar, mientras que el seguimiento implica necesariamente todo eso. Pero, sobre todo, cuando se trata de un modelo que se copia, el sujeto se orienta hacia el modelo para retornar sobre sí, mientras que en el seguimiento el sujeto sale de sí para orientarse enteramente hacia un destino. O dicho de otra manera, en la imitación el centro de interés está en el propio sujeto, mientras que en el seguimiento ese centro está situado en el destino que se persigue. La imagen cabal de la imitación es el espejo; la imagen ejemplar del seguimiento es el camino. Y bien sabemos que mientras el espejo es el exponente de la vanidad, el camino es el símbolo de la tarea, de la misión y del objetivo a cumplir. Jesús llama al hombre para que salga de sí, hacia la libertad y la liberación, no para que se encierre cada vez más en sí mismo con la obsesión del propio perfeccionamiento.

 

3. La llamada de Jesús

 

 Pero interesa precisar más de cerca en qué consiste el seguimiento. Para eso vamos a analizar lo que ocurre cuando Jesús llama a alguien para que le siga.

 La primera cosa que, a este respecto, resulta sorprendente es que cuando Jesús llama a alguien al seguimiento, no suele proponer o explicar un programa. En otras palabras, Jesús no suele decir, al menos en principio, para qué llama. Sólo una palabra: sígueme (Mt 8,22; 9,9 par; Mc 2,14; Lc 5,27; Mt 19,21 par; Mc 10,21; Lc 18,22; Jn 1,43; 21,19). Se trata de una invitación. Pero, más que una invitación, lo que está en juego es una orden, que compromete a la persona entera y todo su mundo de relaciones. En virtud de esa palabra se abandona la familia (Mt 4,22; 8,22; 19,27; Mc 10,28; Lc 9,59.61; 18,28), el trabajo y la profesión (Mt 4,20.22; 9,9; Mc 1,18; 2,14; Lc 5,11.27-28), los propios bienes (Mt 19,21.27 par). Es decir, se trata de algo extremadamente serio, pues supone un giro total en la vida de una persona. Ahora bien, lo sorprendente es que, para una cosa tan seria y de tan graves consecuencias, Jesús no da explicaciones, ni presenta un programa, ni una meta, ni un ideal, ni aduce motivos, ni siquiera hace una alusión a la importancia del momento o a las consecuencias que aquello va a tener o puede tener. Sígueme, corre detrás de mí. Eso es todo. Sólo queda la llamada en sí misma, abierta a todas las posibilidades y, por eso mismo, inabarcable en todo lo que supone y conlleva. Parece, por tanto, que esta llamada entraña algo extremadamente profundo y, si se quiere, misterioso. Algo, en definitiva, que nos asoma al misterio profundo de Jesús.

 Pero en la llamada de Jesús hay algo aún más desconcertante. En determinados casos, cuando Jesús llama a alguien para que le siga, añade alguna observación que resulta de lo más extraño y sorprendente. Por ejemplo, un día se acercó a Jesús un letrado y le dijo: “Maestro, te seguiré adondequiera que vayas” (Mt 8,19; Lc 9,57). La respuesta de Jesús es desconcertante y hasta provocativa: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero este hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20; Lc 9,58). Se trata del planteamiento radical de la libertad absoluta, que consiste en no estar atado a nada ni a nadie. El mismo Jesús lleva la vida de un fugitivo sin patria, sin familia y sin casa, sin todo lo que puede hacer confortable la vida. Incluso las bestias llevan una existencia más segura que la suya. Por eso unirse a Jesús significa asumir el mismo destino.

 Pero la cosa no para ahí. Porque a renglón seguido se nos dice que Jesús le dijo a otro: “Sígueme”. Pero el sujeto en cuestión respondió: “Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre”. A lo que Jesús replicó: “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9,59; Mt 8,21-22). Aquí la situación es más grave. Porque lo que aquel sujeto le pide a Jesús es algo totalmente natural, más aún, totalmente necesario. Por eso la respuesta de Jesús resulta aún más inexplicable.

 ¿Qué se puede decir sobre este asunto? Para comprender el significado de las palabras de Jesús, hay que tener en cuenta, ante todo, lo que representaba, en aquel tiempo y en aquella cultura, la obra de misericordia de enterrar a los muertos. Se sabe que esta acción fue siempre, para los hombres de la antigüedad, una obligación humana y religiosa a un tiempo. Es decir, se trataba de algo en lo que se cumplía no sólo con un deber familiar, sino sobre todo con una obligación religiosa. Además, entre los judíos, el último servicio a los muertos había alcanzado tal importancia, que eso sólo eximía del cumplimiento de todos los mandamientos de la Torá (la ley). Por lo tanto, apelar al entierro del propio padre era, en definitiva, apelar a un deber religioso fundamental. Y eso es lo que Jesús no tolera. Porque para él la fidelidad al seguimiento está por encima de cualquier otra fidelidad, por encima incluso de la religión y por encima de los deberes legales. En última instancia, se trata de comprender que el seguimiento de Jesús no admite condiciones, ni aun las más sagradas que puede haber en la vida. Hasta eso llega la exigencia de Jesús cuando llama a alguien para que le siga.

 

4. El destino de Jesús

 

 Seguir a Jesús consiste, en definitiva, en asumir el mismo destino que siguió el propio Jesús. Ahora bien, este destino fue la cruz. De ahí la cantidad de textos que ponen el seguimiento en relación con la muerte, y una muerte de cruz (Mt 10,38; 16,24; Mc 8,34; 10,32; Lc 9,23; Jn 12,26; 13,36.37; 21,19). Seguir a Jesús es ir derechamente a la cruz. Pero ¿por qué llegó Jesús a ese final tan dramático y escandaloso? La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en las palabras que el Padre del cielo dijo al mismo Jesús en el momento en que éste era bautizado por Juan el Bautista: “Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto” (Mc 1,11 par). Con esas palabras, el Padre del cielo estaba diciendo a Jesús que él tenía que realizar la tarea y la misión del “siervo doliente”, del que había dicho cosas impresionantes el profeta Isaías (Is 42, 1ss) y cuyo destino tenía que consistir en solidarizarse con los miserables y pecadores, con todos los malvados de la tierra, para sufrir por ellos y en lugar de ellos, ya que a eso se refiere expresamente el famoso pasaje del profeta Isaías (Is 53,12).

 Esto quiere decir que, con ocasión de su bautismo, Jesús experimentó su vocación, se dio cuenta perfectamente de la tarea que el Padre del cielo le había asignado, y aceptó ese destino. Ahora bien, aquella tarea y aquel destino comportaban, de hecho, no sólo un fin que había que conseguir, la salvación y la liberación de todos los hombres, sino además un medio, es decir, un camino y un procedimiento en orden a obtener ese fin. Y ese medio o ese procedimiento era, ni más ni menos, la solidaridad con todos los pecadores y esclavos de la tierra, hasta sufrir y morir con ellos y por ellos.

 Por lo tanto, para Jesús no hay más que un medio de salvación y de liberación: la solidaridad hasta el extremo de lo inconcebible. Y ese extremo es justamente la cruz, donde Jesús muere y fracasa, entre pecadores, malhechores y delincuentes públicos. Ése fue el destino de Jesús. Y a ese destino, es decir, a esa solidaridad, invita él a todo el que quiera seguirle.

 Por eso se comprende que la vida de Jesús fue un camino de incesante solidaridad. En este sentido, lo primero que hay que recordar es la cercanía de Jesús a todos los marginados de aquella sociedad, es decir, la cercanía de Jesús a todos los excluidos de la solidaridad. La proclamación de las bienaventuranzas resulta elocuente por sí sola. Jesús asegura que son ya dichosos los pobres, los que sufren, los que lloran, los desposeídos, los que tienen hambre y sed de justicia, los que se ven perseguidos, insultados y calumniados (Mt 5,1-12; Lc 6,20-23). Indudablemente, Jesús afirma de esa manera su cercanía profunda y fundamental a todos los desgraciados y marginados de la tierra, a todos los que no podían hacer valer sus derechos en este mundo, ya que ése justamente era el sentido que tenían los pobres en aquel tiempo.

 En el mismo sentido hay que leer e interpretar la afirmación programática de Jesús en la sinagoga de Nazaret al aplicarse a sí mismo las palabras proféticas de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres; me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Los presos, los cautivos, los encadenados, los que no ven y han perdido toda luz y esperanza, encuentran su solución en Jesús. Que es justamente lo mismo que viene a decir el propio Jesús en la respuesta que da a los que le preguntan de parte de Juan el Bautista si era él el que tenía que venir o si había que esperar a otro (Mt 11,4; Lc 7,21).

 Pero hay más. Porque el radicalismo que muestra Jesús en su predicación encuentra su explicación en el proyecto de la solidaridad. Dicho de otra manera, Jesús fue tan radical en su predicación y en su vida porque a eso le llevó su solidaridad con el hombre. Como es sabido, ha habido quienes han intentado explicar ese radicalismo por la idea que Jesús tenía —según se dice— sobre la inminencia del reino de Dios e incluso la inminencia del fin del mundo. Sin embargo, no parece que sea necesario echar mano de tales especulaciones para explicar una cosa que en sí es más sencilla. Cuando Jesús dice a sus discípulos que no hagan frente al que los agravia, que pongan la otra mejilla al que los abofetea y que den incluso la capa al que les quiere robar la túnica (Mt 5,38-42), les está indicando claramente que deben ir más allá del derecho y la justicia, hasta dejarse despojar si es preciso. Pues bien, si Jesús dice eso, parece bastante claro que su idea es: no anden pleiteando y recurriendo a abogados, sino pónganse justamente en el polo opuesto. Porque solamente así es como se puede crear un dinamismo de solidaridad entre los hombres.

 En este mismo sentido habría que interpretar las severas palabras de Jesús sobre la actitud ante el dinero (Mt 6,19-34) y, sobre todo, las exigencias que impone a sus seguidores: no deben llevar nada que exprese instalación o cualquier tipo de ostentación (Mt 10,9-1O par), no deben jamás parecerse a los dirigentes de los pueblos y naciones (Mt 20,26-28 par), no deben apetecer un puesto importante o un vestido singular (Mc 12,38-40), no deben tolerar títulos o preeminencias (Mt 23,8-1O) y ni aun siquiera deben sentirse atados por lazos familiares (Mt 8, 18- 22 par; 12,46-50 par), que con frecuencia impiden una solidaridad más universal y más profunda.

 Por otra parte, hay que tener presente el tipo de personas que solían acompañar a Jesús. Está claro que los seguidores de Jesús consistían predominantemente en personas difamadas, en personas que gozaban de baja reputación y estima: los `amme haa`aräç, los incultos, los ignorantes, a quienes su ignorancia religiosa y su comportamiento moral les cerraban, según las convicciones de la época, la puerta de acceso a la salvación. Y es precisamente de ese tipo de personas de quienes dice Jesús que son su verdadera familia (Mt 12,50 par); con ellos come y convive, con ellos aparece en público constantemente, lo que da pie a las murmuraciones y habladurías más groseras (Mt 11,19 par; Lc 15,1-2).

 El hecho es que, debido a esta clase de ideas y de comportamientos, la situación de Jesús se fue enrareciendo progresivamente. En realidad, ¿qué ocurrió allí? Hay una palabra del propio Jesús que nos pone en la pista de lo que allí pasó: “Dichoso el que no se escandaliza de mí” (Mt 11,6; Lc 7,23). Esto supone que había gente que se escandalizaba de Jesús, de lo que decía y de lo que hacía. Lo cual no nos debe sorprender: su destino de solidaridad con todos los miserables era una cosa que aquella sociedad (como la actual) no podía soportar. Su amistad con publicanos, pecadores y gente de mal vivir tenía que resultar enormemente escandalosa. Por eso en torno a la persona y a la obra de Jesús llegó a provocarse una pregunta tremenda: la pregunta de si Jesús traía salvación o más bien tenía un demonio dentro (Lc 11,14-23; Mt 12,22-23; ver Me 3,2; Jn 7,11; 8,48; 10,20). De ahí que hubo ciudades enteras (Corozaín, Cafarnaún, Betsaida) que rechazaron el mensaje de Jesús, como se ve por la lamentación que el propio Jesús hizo de aquellas ciudades (Lc 10,13-15; Mt 11,20-24). Y de ahí también que el mismo Jesús llegó a confesar que ningún profeta es aceptado en su tierra (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44). Además, sabemos que las cosas llegaron a ponerse tan mal, que un día el propio Jesús hizo esta pregunta a sus discípulos más íntimos: “¿También ustedes quieren marcharse?” (Jn 6,67).

 ¿Qué nos viene a decir todo esto? La respuesta parece clara: el destino de Jesús fue la solidaridad con todos, especialmente con los marginados y miserables de este mundo. Y él fue tan fiel a ese destino, que, por mantener esa fidelidad, no dudó en escandalizar a unos, en irritar a otros y en provocar el vacío a su alrededor.

 Pero no es eso lo más grave. Lo peor fue el peligro de perder la vida en que se metió Jesús precisamente por causa de estos comportamientos. En efecto, los dirigentes y autoridades del pueblo judío, al ver las cosas que decía y sobre todo cómo actuaba, decidieron formalmente acabar con Jesús (Mc 3,6; Lc 11,53-54; 13,31; Jn 7,19.26; 8,59), cosa que él sabía perfectamente y así se lo anuncia a sus propios discípulos (Mt 16,21 par; 20,18-19 par; Mc 10,32-34 par). Sin embargo, en todo esto llama la atención el que Jesús no cede en su doctrina y en su actuación, sigue adelante a pesar de la oposición que encuentra, y hasta decide irrevocablemente ir a Jerusalén (Lc 9,51), donde va a pronunciar la denuncia más dura contra las autoridades centrales (Mt 21,45-46; 23,1-39 par) y donde además va a poner su propia vida en peligro inminente (Mt 26,3-4 par). A pesar de las amenazas y las sospechas, a pesar de todos los miedos, Jesús siguió predicando con la misma autoridad y con las mismas invectivas, como si no ocurriera nada. Sabía que estaba en manos del Padre, al que se sentía íntimamente unido y cuya voluntad procuraba cumplir constantemente. Hasta que al final pasó lo que tenía que pasar: las autoridades decidieron liquidarlo y dieron orden de caza y captura para acabar con él (Jn 11,45-57).

 El final -bien lo sabemos— fue dramático en extremo: a gritos y con lágrimas, pidiendo y suplicando al que podía salvarlo de la muerte (Heb 5,7), se entregó al designio de Dios (Mt 26,39.42 par), hasta que fue juzgado, torturado y ejecutado entre bandidos, con la queja espantosa del que se siente desamparado en el momento decisivo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46 par). Pero el hecho es que, de esta manera, se vino a revelar lo más profundo del misterio del amor de Dios y de su designio: la salvación y liberación del hombre, mediante la solidaridad de Jesús con todos los desgraciados de este mundo.

 La lección más clara que se desprende obviamente de todo lo dicho es ésta: Jesús fue fiel a su proyecto de solidaridad hasta el final y hasta sus últimas consecuencias. Siempre al lado y de parte de los marginados, de los oprimidos, de todos los despreciados de la tierra, hasta terminar en el supremo desprecio y junto a los más miserables de este mundo, como el peor de ellos, y sin tener ni aun siquiera el consuelo de saber que el Padre del cielo estaba de su parte.

 Éste fue el destino de Jesús: trabajar y luchar por el bien del hombre, en solidaridad con él, hasta la muerte. Seguir a Jesús es asumir ese mismo destino en la vida, con todas sus consecuencias.

 

5. Por un cristianismo radical

 

 Entiendo por cristianismo radical aquel que toma en serio el seguimiento de Jesús, porque se organiza a partir de las exigencias de ese seguimiento. Ya lo he dicho y lo repito aquí: el seguimiento de Jesús no es una exigencia reservada a almas selectas. Según los evangelios, el seguimiento es el proyecto que tiene que asumir todo creyente. Por eso el cristianismo o es radical o no es cristianismo. El problema que aquí se plantea reside no sólo en la dificultad que entraña el seguimiento, sino además en que el modelo oficial de la religión, tal como se lo representa y lo vive mucha gente, no incluye el seguimiento como condición esencial y exigencia básica. En efecto, son muchas las personas que están persuadidas de que un buen cristiano es el que va a misa todos los domingos. Por supuesto, la misa dominical es importante para la vida cristiana. Pero es evidente que hay mucha gente que va a misa cada domingo, pero no por eso se puede decir que tales personas viven el seguimiento de Jesús.

 Un individuo, un grupo, puede ser profundamente religioso, pero no por eso podemos asegurar que ese individuo o ese grupo siguen a Jesús, tal como el seguimiento ha sido descrito en este capítulo. Y es que hemos caído en el peligro de crear otra religión a la sombra del nombre de Jesús de Nazaret. Y así ha resultado lo que acertadamente se ha llamado la “religión burguesa”, cuya característica principal es la incapacidad para el seguimiento. La religión burguesa tiene menos poder para cambiar los corazones de los burgueses que los burgueses para transformar la Iglesia en la institución de “su” religión. De ahí la necesidad imperiosa de una conversión en profundidad a las exigencias del seguimiento de Jesús.

 Por último, una advertencia importante. Hay personas que, según sus ideas y según sus palabras, están persuadidas de que el seguimiento es el centro de su vida. Tales personas viven un radicalismo ideológico y verbal, que seguramente no pasa de eso. En ese caso, el radicalismo ideológico y verbal actúa como falsa conciencia que autoengaña al sujeto. Porque la pura verdad es que se trata de individuos (quizá también grupos) cuya sensibilidad, cuya afectividad y cuyo comportamiento real están muy lejos del radicalismo evangélico. También estas personas, también estos grupos tienen una necesidad imperiosa de convertirse a las reales y concretas exigencias del seguimiento de Jesús.

SACRAMENTOS Y SEGUIMIENTO DE JESUS
José M. CASTILLO sj