LOS
SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
PARA
MUCHA GENTE los sacramentos constituyen la actividad más importante de la
Iglesia. Una actividad tan importante que, para muchas personas, la práctica
sacramental es el criterio de identificación de los verdaderos católicos: es
buen católico el que recibe asiduamente los sacramentos; y no es buen católico
el que no se acerca a ellos. De ahí que en muchas parroquias la tarea que ocupa
casi todo el tiempo de los sacerdotes es la administración de los sacramentos:
misas, comuniones, confesiones, bautizos, bodas y entierros. Y por eso, el
consumo sacramental es no sólo el criterio de identificación de los verdaderos
católicos, sino además el principio que diferencia a las buenas parroquias
(aquellas en las que hay una vida sacramental floreciente) de las que no se
tienen como tales, es decir, aquellas en las que la vida sacramental languidece.
Pero
resulta que esta manera de pensar constituye un verdadero problema para
bastantes creyentes. Por una razón que se comprende fácilmente: si leemos los
evangelios con cierta atención, enseguida nos damos cuenta de que en ellos la
práctica religiosa no parece tener la importancia que hoy le atribuye el clero.
En realidad, Jesús no fundó ningún templo al que tuvieran que acudir
asiduamente sus discípulos, ni obligó a éstos a determinadas prácticas
cultuales. Por supuesto, yo sé que este criterio es discutible. Pero, en todo
caso, hay algo que parece bastante cierto, a saber: que actualmente abundan los
cristianos que ponen en cuestión o incluso rechazan los sacramentos. Unos
porque los ven como rituales obsoletos, que poco o nada dicen a los hombres de
nuestro tiempo. Otros porque tienen la impresión de que los sacramentos son
como rituales mágicos, con los que la gente intenta manipular a Dios. Y otros,
finalmente, porque viven los sacramentos como si fueran instrumentos de dominación.
Los que piensan de esta manera están persuadidos de que los sacramentos son prácticas
rituales destinadas a dominar y someter a la gente para mantener el dominio del
clero sobre el resto de la población creyente y practicante.
Por
supuesto, en todo esto hay muchas ideas equivocadas y vivencias religiosas mal
asimiladas. Pero el hecho es que, en la actualidad, hay bastantes personas que
piensan así, sobre todo entre las generaciones jóvenes, que por eso
“pasan” de sacramentos, “pasan” de religión y “pasan” de Iglesia.
¿Cómo explicar a tales personas el significado y el alcance de los sacramentos
de la Iglesia? Es lo que pretendo exponer en este capítulo.
1.
¿Qué es un sacramento?
a)
No es un rito mágico
En
la práctica sacramental existe siempre el peligro de vivir los sacramentos como
si fueran ritos mágicos. Esto ocurre siempre que al rito sacramental se le
atribuye una eficacia automática, independientemente del comportamiento y de la
experiencia que vive la persona. Por ejemplo, hay gente que cuando va a misa se
preocupa, sobre todo, de que la ceremonia se celebre según el ritual
establecido; pero no se preocupa lo mismo y en la misma medida de su propio egoísmo,
de su propia ambición o de otras cosas por el estilo. Cuando esto ocurre, es
evidente que nos encontramos ante un comportamiento de tipo mágico. Y esto, por
desgracia, es más frecuente de lo que parece a primera vista. Pero todo esto
necesita alguna explicación.
Ante
todo, es importante tener muy presente que hay magia en un rito cuando a la
ceremonia ritual se le atribuye una eficacia automática, en orden a conseguir
el efecto hacia el que empuja el deseo. Es decir, hay magia en un determinado
comportamiento cuando el individuo está persuadido de que si ejecuta
exactamente el rito y se recitan al detalle las fórmulas que deben acompañar a
ese rito, entonces y sólo entonces se consigue automáticamente el efecto que
se desea obtener. Freud habla a este respecto de lo que él llama la
“omnipotencia de las ideas”. Se trata del proceso según el cual el hombre
atribuye una eficacia incuestionable a lo intensamente pensado y representado
afectivamente.
Por
otra parte, la magia, por su misma estructura fundamental, no dice relación ni
con el comportamiento ético de la persona ni con las experiencias que deciden
el destino de un hombre, el sentido de la vida o de la convivencia humana. Por
ejemplo, un individuo puede tener un comportamiento reprobable o vivir
arrastrado por experiencias de egoísmo o incluso de odio. Nada de eso, al menos
en principio, será impedimento para que el ritual cabalmente ejecutado produzca
los efectos mágicos que se le atribuyen.
Esto
quiere decir que el peligro más serio, que amenaza constantemente a los
sacramentos, es el peligro que consiste en vivir y practicar tales sacramentos
como ritos mágicos. Y entonces tales sacramentos se convierten en fuente de
alienación y engaño, es decir, de falsa conciencia. Por otra parte, este
peligro se ha acentuado en la Iglesia desde el momento en que, según la
doctrina teológica tradicional, hay verdadero sacramento si el rito se ejecuta,
en sus constitutivos esenciales (materia y forma), exactamente y como está
determinado por la autoridad eclesiástica. Además, debido a una incorrecta
interpretación de la doctrina del ex opere operato, mucha gente está
persuadida de que el rito sacramental, fielmente ejecutado, produce automáticamente
su efecto salvífico y santificante. De donde se ha seguido una situación que
todos conocemos por experiencia: en la práctica religiosa establecida entre los
católicos, lo que normalmente se urge más, y más se exige, es la ejecución
cabal y exacta de los rituales oficialmente establecidos. Porque se tiene el
profundo convencimiento de que eso es decisivo en la vida de la Iglesia y para
la santificación de los fieles.
De
todo esto resulta una cuestión capital en el asunto que nos ocupa, a saber: ¿cómo
debe ser entendido el sacramento para evitar, en la medida de lo posible, el
peligro que acabo de indicar?
b)
El sacramento es un símbolo
En
su acepción más elemental, un símbolo es la expresión de una experiencia.
Esto quiere decir que el símbolo se compone de dos elementos: por una parte,
una experiencia que adentra sus raíces en el inconsciente de la persona; por
otra, la expresión externa de esa experiencia. De tal manera que la relación
que existe entre la experiencia y su expresión externa es una relación de
correspondencia y no meramente de semejanza, como ocurre en la metáfora. Por
consiguiente, se puede y se debe decir que donde no hay experiencia no hay símbolo.
Como es igualmente cierto que donde hay sólo una experiencia (inexpresada o
incomunicada) tampoco hay símbolo. Por ejemplo, el amor es una experiencia que
se expresa mediante la mirada, el gesto, el tacto, etc. Tales expresiones
externas y visibles son los símbolos del amor y en general de la vida afectiva.
Pues
bien, la fe cristiana comporta experiencias muy fuertes y muy profundas, sobre
todo la experiencia del amor de Dios y del amor a Dios; la experiencia del amor
del hombre y del amor al hombre. En definitiva, las experiencias más serias que
puede vivir una persona. Por lo tanto, si la fe comporta esencialmente las
experiencias más fuertes de la vida, eso quiere decir que la fe se tiene que
expresar también simbólicamente, de acuerdo con todo lo que sabemos acerca de
la función del símbolo en la vida humana. Creer, por consiguiente, es
comprometerse. Pero creer es también y al mismo tiempo expresar simbólicamente
lo que se vive. Por eso se comprende que las comunidades cristianas primitivas
expresaron su fe en la forma que tomaron de vivir. Pero la expresaron también
en sus formas de celebrar simbólicamente lo que creían. He aquí la razón de
ser de los sacramentos. Por eso cabe decir con todo derecho que los sacramentos
son los símbolos de la fe.
Por
lo demás, es importante tener en cuenta que cuando el Nuevo Testamento habla de
los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía no se detiene a explicar los
ritos que con ese motivo se ponían en práctica. Por el contrario, cuando los
autores del Nuevo Testamento hablan del bautismo y de la Eucaristía, en lo que
ponen su atención es en describir las experiencias que tales sacramentos
comportaban. Así, al hablar del bautismo cristiano, se insiste en la
experiencia del Espíritu (Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Jn 1,33; He 1,5; 11,16;
19,3-5), en la experiencia de la muerte (Rom 6,3-5; 1Cor 1,13; Col 2,11-l3), de
tal forma que, en boca de Jesús, ser bautizado equivale a ser crucificado,
sufrir y morir por el pueblo (ver Mc 10,38; Lc 12,50) y, finalmente, en la
experiencia de la libertad, de acuerdo con toda la teología de Pablo sobre este
asunto, porque donde hay Espíritu del Señor hay libertad (2Cor 3,17).
De
la misma manera, cuando en el Nuevo Testamento se habla de la Eucaristía, se
dice que ella sella la “nueva alianza” (Mt 26,28 par), pero sabemos que esa
alianza es y comporta esencialmente la gran experiencia del corazón humano
liberado, como consta por un famoso pasaje de Jeremías (31,31-34). Por otra
parte, la Eucaristía lleva consigo también la gran experiencia de la vida
compartida con los hermanos en la comunidad (He 2,42-47), la solidaridad y la
fraternidad en la igualdad (1Cor 11,17-34), la experiencia de la mutua
pertenencia a un mismo cuerpo, que es el cuerpo de Jesús el mesías (1Cor
10,14-22) y, sobre todo, la experiencia del pan que se parte y se reparte, que
simboliza el amor en la unidad (ver Jn 6,22-40; 13,33-35).
Conviene
indicar aquí, por último, que todo lo dicho no significa que los sacramentos
sean puros símbolos espontáneos e incluso anárquicos. Nada de eso. Como diré
más adelante, los sacramentos constituyen una verdadera celebración. Y, por
otra parte, toda celebración colectiva o comunitaria comporta una determinada
ritualización. Pero eso no quiere decir que los sacramentos consistan
esencialmente en unos ritos determinados. Lo más que se puede decir, a este
respecto, es que el sacramento conlleva una cierta ritualización.
c)
Consecuencias pastorales
De
lo dicho anteriormente sobre lo que son esencialmente los sacramentos, se
deducen algunas consecuencias que conviene tener presentes:
1)
Si los sacramentos son esencialmente símbolos, eso quiere decir que hay
sacramentos cristianos donde hay experiencia cristiana. Porque el símbolo -ya
lo he dicho- es la expresión de una experiencia. Por consiguiente, donde no hay
experiencia cristiana no hay ni puede haber sacramento. De donde se sigue que,
en la práctica pastoral, se debería poner el mayor énfasis en educar a los
fieles para vivir las experiencias que comportan los sacramentos.
2)
Los sacramentos no pueden consistir, de hecho, en servicios religiosos puestos a
disposición del público. Porque cuando los sacramentos se practican de esa
manera, inevitablemente se convierten en simples ceremonias sagradas a las que
mucha gente acude por cumplir con un precepto legal, por razón de la costumbre
o por otras motivaciones, tales como el miedo al castigo divino o la necesidad
de acallar la conciencia. Pero nada de eso es lo que está en juego cuando se
trata de celebrar un sacramento.
3)
Los sacramentos, en cuanto símbolos de la fe, tienen que ser celebrados por una
comunidad de fe para que sean verdaderamente tales símbolos. Una comunidad de
fe es un grupo de personas que comparten la experiencia del seguimiento de Jesús.
Es un grupo de personas, por lo tanto, que comparten la experiencia de la
conversión a los valores fundamentales del evangelio, la experiencia del Espíritu,
la experiencia de la libertad cristiana, la experiencia del amor cristiano.
Cuando tales experiencias no son vividas y compartidas por un grupo, no hay ni
puede haber símbolos cristianos, es decir, no hay ni puede haber sacramentos.
En el fondo, se trata de comprender que una comunidad de creyentes no es una
masa de gente que acude a un templo a una hora determinada. Eso puede ser más
la consecuencia de un fenómeno social que de un acontecimiento verdaderamente
cristiano.
d)
Cristo y los sacramentos
Pero
con lo dicho no tenemos todavía una idea completa de lo que es un sacramento.
Falta por explicar la dimensión propiamente teológica de los sacramentos.
Ahora bien, lo primero que hay que decir, en este sentido, es que el sacramento
primordial y radical es Cristo mismo. Esto se explica porque Cristo es verdadero
Dios y verdadero hombre. Y eso significa que Cristo es Dios de una manera humana
y es hombre de una manera divina. Lo cual, a su vez, quiere decir que el Dios
invisible e inaccesible se hace visible y cercano en Jesús: “El que me ve
a mí está viendo al Padre” (Jn 14,9). De ahí que Jesús puede ser
considerado el sacramento por excelencia, en cuanto que él es la realidad
visible que nos expresa el misterio profundo de Dios, la experiencia de Dios.
Todo
esto puede dar la impresión de una teoría demasiado abstracta y sin incidencia
en la praxis de la vida cristiana. Sin embargo, si miramos las cosas más
despacio, enseguida nos damos cuenta de la consecuencia que entraña lo que
acabo de explicar. Si todo sacramento se explica a partir de Cristo, eso quiere
decir que se ha de celebrar en coherencia con lo que es la sacramentalidad de
Cristo. Él es el sacramento radical porque es la expresión visible de Dios
mismo, de la experiencia de Dios. Por lo tanto, todo sacramento se ha de
celebrar de tal manera que, al igual que Cristo, resulte ser una profunda
experiencia de Dios, del Dios que se nos ha revelado en Jesús. Pero, en
realidad, ¿qué tienen que ver con esto muchas de nuestras bodas, de nuestras
primeras comuniones, de nuestros bautizos, etc.? He aquí un problema profundo,
que afecta directamente a nuestra manera de celebrar los sacramentos.
Por
otra parte, el hecho de que Jesús sea el sacramento original entraña otra
consecuencia importante, a saber: el agente primero y principal en todo
sacramento es Cristo mismo. De tal manera que el sacramento no es
primordialmente un acto del hombre que rinde homenaje a Dios, sino que es acto
de Dios para la liberación del hombre. Porque la comunidad cristiana no se
salva a sí misma; es Jesús el Señor quien la salva en todo momento. Y eso es
lo que la comunidad celebra cuando se reúne a participar en el sacramento.
e)
La Iglesia y los sacramentos
El
concilio Vaticano II ha afirmado repetidas veces que la Iglesia es un sacramento
(LG 1; 9; 48; 59; SC 5; 26; GS 42; 45; AG 1;5). Esto quiere decir que la Iglesia
prolonga, en el espacio y el tiempo, la presencia salvadora y liberadora de Jesús
el mesías entre los hombres. Porque la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Y es
propio del cuerpo hacer visible y presente a la persona. Por consiguiente, la
Iglesia tiene que organizarse y funcionar de tal manera que lo visible que hay
en ella, lo que la gente percibe y se mete por los ojos, sea real y
efectivamente un motivo para que la gente conozca a Jesús, acepte a Jesús y
viva de acuerdo con el evangelio de Jesús. Por lo tanto, se puede y se debe
decir que lo visible y tangible de la Iglesia no es una cosa sin importancia;
por el contrario, se trata ahí y en eso de una categoría estrictamente teológica,
puesto que pertenece en sentido propio a la sacramentalidad de la Iglesia.
Por
otra parte, si la Iglesia es el primer sacramento, de donde brotan los demás
sacramentos, ello quiere decir que todo sacramento se debe interpretar y
comprender a partir de la sacramentalidad de la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia
es esencialmente un pueblo unido, una comunidad de creyentes. Por consiguiente,
todo sacramento tiene necesariamente una dimensión comunitaria y una expresión
también comunitaria. Es decir, lo comunitario es esencialmente constitutivo de
todo sacramento. Y eso significa que la celebración sacramental debe ser
siempre una experiencia comunitaria.
2.
¿Por qué hay sacramentos?
Esta
pregunta es importante. Porque hay personas que piensan que los sacramentos son
una cosa sin importancia, algo secundario en la vida de la Iglesia. Es más, hay
quienes se imaginan que los sacramentos han sido una invención del clero, que
de esa manera pretende tener sometida a la gente. Nada de eso responde, ni de
lejos, a la realidad de las cosas.
En
la Iglesia hay sacramentos porque la vida de fe comporta experiencias tan hondas
y decisivas que no pueden expresarse y comunicarse nada más que por medio de símbolos.
De la misma manera que la relación humana y la vida afectiva no pueden
expresarse y comunicarse adecuadamente con el instrumental que suministran las
ideas y las palabras, sino que necesitan de la riqueza expresiva y de la fuerza
de vida que contienen los símbolos, igualmente la vida de fe, de esperanza y de
amor que caracteriza a la comunidad creyente no puede expresarse y comunicarse
en toda su plenitud nada más que por medio de símbolos. Y esos símbolos son
nuestros sacramentos.
Por
lo tanto, la razón de por qué hay sacramentos en la Iglesia no está en que
hay una ley divina que así lo ha dispuesto; o porque al clero se le ha ocurrido
semejante procedimiento de someter a los fieles. Nada de eso tiene que ver con
la realidad. Cuando Jesús se hizo bautizar, no estaba imponiendo una ley a los
creyentes. Y cuando celebró la cena con su comunidad, tampoco estaba
sentenciando una ley para el futuro. El bautismo de Jesús es el gesto simbólico
en el que expresa su destino, de la misma manera que el bautismo de cada
cristiano es el símbolo que celebra y expresa el destino del hombre de fe, que
se adhiere mediante el seguimiento al destino del mesías. Y en el mismo
sentido, la cena que celebró Jesús con su comunidad de discípulos es el gesto
simbólico que expresa la comunión de vida de los creyentes con Jesús y entre
ellos mismos.
La
Iglesia es fiel a Jesús cuando celebra, por la fuerza del Espíritu, los mismos
gestos simbólicos que realizó Jesús: cuando se adhiere a su destino y comulga
con su vida, cuando perdona los pecados y libera a los hombres de las fuerzas de
la esclavitud y de la muerte que operan en la sociedad, cuando sana las raíces
del mal y del sufrimiento que oprimen a todos los crucificados de la tierra.
Cuando todo eso no son meras palabras, sino experiencias reales y concretas,
vividas cada día en cada comunidad de fe, entonces cada una de esas comunidades
expresa automáticamente tales experiencias mediante los símbolos fundamentales
de nuestra fe a los que llamamos sacramentos
3.
¿Para qué son los sacramentos?
Es
peligroso interpretar los sacramentos con un criterio funcional. Como es
igualmente peligroso interpretar los símbolos de la relación humana con
semejante criterio. Por ejemplo, es peligroso y seguramente también aberrante
que una madre diga: “Yo quiero y beso a mi hijo para que así mi hijo me
quiera y me bese a mí”. Las grandes experiencias de la vida y los símbolos
que las expresan no se pueden instrumentalizar sin correr el riesgo de
desnaturalizar tanto las experiencias como los símbolos. Desde el momento en
que el amor se utiliza para algo, se manipula y degenera, hasta convertirse en
burdo egoísmo. Y lo mismo ocurre con los símbolos fundamentales que expresan y
comunican el amor. Por eso, si decimos que los sacramentos son los símbolos
fundamentales de nuestra fe, resulta extremadamente peligroso interpretar tales
símbolos con un criterio utilitario y funcional. De ahí que preguntarse para
qué son los sacramentos es una cosa que, en buena medida, ni siquiera tiene
sentido.
Sin
embargo, es importante esta pregunta. Por una razón que se comprende enseguida:
de hecho, los sacramentos son utilizados como verdaderos instrumentos o
“causas instrumentales”, como los llamó la teología medieval. Según esta
manera de pensar, el sacramento se usa, se utiliza y se instrumentaliza con un
fin determinado: para obtener la gracia de Dios, para salvarse y santificarse.
Porque, según la antigua teología escolástica, el sacramento es “causa
eficaz” y mas concretamente “causa instrumental” de la gracia.
En
principio, esta manera de comprender la finalidad y la funcionalidad de los
sacramentos parece bastante natural y hasta lo más lógico del mundo. Porque así
el sacramento aparece como el “signo eficaz” de la relación entre el hombre
y Dios. Un signo, por tanto, de que el hombre obedece a Dios y de que Dios
santifica al hombre, ya que se trata de un signo de eficacia indefectible.
Y
efectivamente así debe ser entendida la eficacia del sacramento, puesto que en
él es Dios mismo quien actúa para bien del hombre. Pero aquí es importante señalar
los posibles peligros en que puede incurrir esta manera de entender la eficacia
de los sacramentos. Porque, en primer lugar, se puede deslizar la imagen del
sacramento hacia una concepción casi mágica del mismo: si en el sacramento se
da una especie de eficacia automática, que funciona por sí misma e
independientemente de la vida del que lo recibe, caemos inevitablemente en una
idea del sacramento que lo desnaturaliza. Por otra parte, si se da esa idea de
que el sacramento está dotado de una especie de eficacia automática, las cosas
se orientan en la Iglesia hacia un cierto consumismo sacramental, porque los
sacerdotes llegan a convencerse de que lo mejor es administrar y repartir la
mayor cantidad posible de sacramentos; y los fieles, por su parte, se llegan a
creer que cuantos más sacramentos reciban tanto mejor. De donde resulta que la
actividad pastoral de la Iglesia y sus centros de interés se orientan con
preferencia hacia las prácticas religiosas, el esmero y la atención a lo
cultual y lo sagrado, la sensibilidad por los ritos y ceremonias, mientras que
se descuida escandalosamente la atención a las exigencias éticas y sociales
que comporta la fe cristiana. Y entonces se produce la inevitable incoherencia
de una Iglesia que es más religiosa que cristiana, más parecida a la institución
sacral con la que se enfrentó Jesús que a la comunidad de discípulos que
reunió el propio Jesús.
Es
verdad que en teoría nadie va a conceder más importancia a las prácticas
religiosas que a las exigencias éticas. Pero lo cierto es que eso ocurre, en la
práctica, de una manera asombrosa. Por una razón muy sencilla: las prácticas
religiosas resultan menos comprometidas y menos arriesgadas que las exigencias
éticas y sociales del evangelio. Y además las prácticas religiosas ejercen
una especie de fascinación sobre los fieles, que no se suele dar en el caso de
los compromisos sociales, civiles y hasta políticos. Es más, muchas veces los
compromisos de esa índole no resultan del todo claros y transparentes y en
ocasiones parecen estar complicados con ideologías, estrategias y tácticas que
se pueden considerar como poco cristianas. Por el contrario, las prácticas
religiosas producen casi siempre la impresión de ser lo mejor y lo más santo
que un creyente puede hacer. Ahora bien, estando así las cosas, no nos tiene
que extrañar que la Iglesia oriente su presencia en la sociedad de tal manera
que, por salvaguardar y asegurar sus prácticas sacramentales, se calle a veces
ante los atropellos y las injusticias que se cometen. Por ejemplo, ocurre en
algunos casos que en los países dominados por dictaduras políticas, ya sean de
derechas o incluso de izquierdas, los clérigos se callan ante los atropellos
que se cometen contra los derechos fundamentales de las personas. Y es claro que
los clérigos se callan, en esos casos, por la sencilla razón de que así se
consigue que a la Iglesia la dejen seguir celebrando sus funciones en los
templos y administrando los sacramentos a la gente. En ese caso, los sacramentos
tienen una funcionalidad indirecta muy concreta: sirven para tranquilizar la
conciencia de los clérigos y de los fieles en general, al mismo tiempo que
vienen a legitimar de hecho a los poderes constituidos.
Evidentemente,
si pensamos en todo este asunto con una conciencia iluminada por la fe, tenemos
que decir que los sacramentos no pueden tener la finalidad práctica y la
funcionalidad concreta que acabo de describir. Lo que equivale a decir que los
sacramentos cristianos no pueden ser interpretados y comprendidos desde el
criterio que nos suministra la llamada “causalidad instrumental” de los
sacramentos. Como tampoco pueden ser interpretados desde el punto de vista que
nos proporciona la teoría de los ritos religiosos y su eficacia casi mágica o
automática, tal como de hecho los entiende y los recibe mucha gente.
Pero
entonces, ¿qué decir sobre la pregunta planteada en este apartado: para qué
son los sacramentos? Brevemente: cuando el sacramento se comprende como símbolo
que expresa y comunica una experiencia, entonces la finalidad del sacramento
resulta coherente. Porque ya no se trata de que el fiel creyente recibe un rito
religioso para que así Dios le devuelva la gracia santificante, sino que se
trata de que el hombre de fe participa en la celebración simbólica porque a
ello se siente impulsado por su experiencia, sabiendo que entonces esa
experiencia no sólo se expresa y se comunica, sino que además se acrecienta,
se intensifica y se hace más fuerte. En este sentido, se puede y se debe decir
que, efectivamente, los sacramentos comunican y acrecientan la gracia de Dios en
el que los pone en práctica. Además, sabiendo que se trata de una experiencia
esencialmente comunitaria, el sacramento tiene entonces la virtualidad de
edificar a la comunidad: la experiencia que los creyentes comparten y expresan
simbólicamente tiene por sí misma la capacidad de unir a las personas, las
vincula en un mismo proyecto y así la comunidad se muestra como el gran
sacramento de la unidad y la solidaridad de los hombres entre sí y de los
hombres con Dios. He ahí la significación más profunda de la Iglesia. La
comunidad hace los sacramentos. Y los sacramentos hacen a la Iglesia.
Por
último, es importante destacar la función social y pública que así adquiere
el sacramento. Cuando la experiencia que lleva a los cristianos a celebrar el
sacramento es una verdadera experiencia de fe, se puede decir con toda razón
que la comunidad no se reúne porque se siente satisfecha en sí misma, sino
porque siente como cosa propia el sufrimiento y la angustia de todos los
desgraciados de la tierra. Y entonces el sacramento es la expresión simbólica
de un gran deseo y de una verdadera pasión: el deseo y la pasión por una
sociedad distinta, en la que no haya unos hombres que dominan a otros hombres,
ni gentes insolidarias con el dolor ajeno, ni personas que se ven privadas de
sus derechos. Y así, los símbolos de la fe cristiana y los símbolos de toda
aspiración humana vienen a tener una misteriosa y profunda convergencia: la
insolidaridad humana, se ha dicho muy bien, produce ruptura de sacramentalidad a
todos los niveles y halla en los pobres su expresión simbólica privilegiada
como negativo de cualquier forma de sacramentalidad. Su clamor es una exigencia
de solidaridad. Por el contrario, la solidaridad con los pobres, al restablecer
el plan de Dios (crear la gran familia de los hijos del Padre), es no sólo
sacramental, sino incluso se puede decir que es lo principal, el punto de
referencia modélico y ejemplar de la sacramentalidad humana y de cualquier
forma de expresión sacramental entre cristianos.
4.
Los sacramentos como celebración
a)
Por qué los sacramentos son una celebración
Celebración
o fiesta es la expresión comunitaria, ritual y gozosa de experiencias y
aspiraciones comunes, centradas sobre un hecho histórico, pasado o presente La
celebración, por lo tanto, es la expresión de experiencias colectivas,
compartidas por una comunidad, una familia o un pueblo. Por eso se explica la
diferencia esencial que existe entre la celebración y la mera diversión: en la
diversión cada cual va a disfrutar él, es decir, en la diversión el sujeto
está centrado sobre sí mismo; por el contrario, en la celebración el sujeto
está abierto a los demás, ya que la celebración consiste esencialmente en un
hecho participado y comunitario.
Por
otra parte, toda celebración tiene un marcado carácter simbólico; y consiste
de hecho en una serie de símbolos colectivos, que vive el pueblo y que el
pueblo expresa comunitariamente.
De
ahí que el sacramento es una auténtica celebración. Porque, como ya se ha
explicado, un sacramento es eso: un símbolo comunitario compartido y vivido por
un grupo y que expresa las aspiraciones y las vivencias comunes y colectivas de
ese grupo. Por ejemplo, cuando se trata del sacramento de la Eucaristía, el símbolo
en cuestión es el símbolo de la comida compartida. Pero como la comida es lo
que alimenta la vida, de ahí que compartir la misma comida es el símbolo que
expresa que los creyentes comparten la misma vida de Jesús; y que comparten
además la misma vida y las mismas aspiraciones entre ellos. Y entonces la
celebración de la Eucaristía es la celebración de la gran fiesta de la vida,
la vida compartida, la vida solidaria y fraternal, en la libertad y en la
igualdad de todos.
b)
Cómo se deben celebrar
Hay
dos estilos o formas de celebración: un estilo sacral y ritual, y un estilo
secular y connatural a la experiencia espontánea de los hombres. El primero se
basa en la distinción entre lo sagrado y lo profano; el segundo tiene su razón
de ser en la sacralización del universo, que es propia de la fe cristiana.
Vistas
así las cosas, no cabe duda de que ambos estilos deben armonizarse y
coordinarse en la celebración cristiana. El estilo sacral y ritual corresponde
a la experiencia que ya se apunta claramente en los padres de la Iglesia y es el
que está más de acuerdo con la tradición litúrgica de la misma Iglesia. Por
su parte, el estilo secular corresponde más bien a la experiencia y a la praxis
de las primeras comunidades cristianas, que, como bien sabemos, no adoptaron
para sus celebraciones el estilo de las religiones mistéricas de aquel tiempo,
sino que celebraban sus asambleas en las casas, no tenían templos y adoptaron
una nomenclatura secular o civil para sus celebraciones y ministerios. Sin
embargo, también es cierto que la praxis de corte más bien secular de los
primeros momentos pronto empezó a orientarse en el sentido sacral y ritual que
después se impone en la liturgia cristiana. En nuestros días, la liturgia no
puede renunciar a su dimensión sacral y ritual. Aunque la Eucaristía, por
ejemplo, se celebre en una casa, debe crearse un clima sagrado que invite a la
oración y a la comunicación con Dios. El hombre necesita cortar con lo
habitual y cotidiano para elevarse hasta la comunicación con el trascendente. Y
este corte representa la separación entre el tiempo sagrado y el tiempo
profano; el espacio sagrado y el espacio profano.
Por
eso el local de la celebración debe ser, a un mismo tiempo, el lugar del
encuentro con Dios y la gran sala de reunión de la comunidad. Un local, por
tanto, que invite a la oración y comunicación con Dios; y también a la
comunicación entre los hermanos, de tal forma que no resulte aislante para
quienes participan en la celebración. De la misma manera, los vestidos que
utilicen los ministros en la celebración deben expresar, a un tiempo, el
sentido de lo sagrado y el sentido de la fiesta, que es propio de toda celebración
cristiana.
Finalmente,
en la celebración debe darse un clima de recogimiento y oración; pero al mismo
tiempo debe reinar un ambiente de acogida y de sencillez, de espontaneidad y de
naturalidad, con tal que ayude a la edificación común y no se convierta en
desorden. Las personas deben sentirse a gusto y con libertad para expresar lo
que sienten. Todo ello en una atmósfera de oración de tal manera connatural a
lo que cada uno vive, que cualquiera pueda decirle al Señor, en voz alta, lo
que pasa por su corazón.
c)
¿Celebración reglamentada?
Hay
que responder a esta pregunta: Una expresión simbólica, ¿puede ser una cosa
reglamentada y prescrita mediante normas externas? En realidad, nuestras
liturgias son actos estrictamente reglamentados. Pero ¿deberían ser así?
En
principio, parece que no. Porque la expresión simbólica es algo que brota de
dentro: expresar la alegría o la tristeza es algo que parece no se puede
reglamentar. De lo contrario, caeríamos en la teatralidad, pues como bien
sabemos la expresión teatral es una cosa reglamentada, que brota no de dentro,
sino del formalismo de la representación.
Sin
embargo, con decir eso no tocamos el fondo de la cuestión. Porque en la
celebración se trata de un símbolo no meramente individual, sino colectivo o
comunitario. En el símbolo individual, por supuesto que se ha de mantener la más
completa espontaneidad. Pero cuando lo que está en juego es un símbolo
compartido por un grupo o una colectividad, es claro que entonces se tiene que
dar un común acuerdo, de tal forma que la celebración resulte válida y
aceptable para todos los participantes. Por eso he dicho antes que la celebración
es una expresión comunitaria y ritual. Es ritual en cuanto que tiene que
producirse una determinada coincidencia en los gestos y en las palabras. Porque
si la experiencia es común y compartida, de la misma manera la expresión
visible y externa de esa experiencia ha de ser algo común a todos y compartida
por todos.
Por
consiguiente, la celebración sacramental no puede ser una expresión puramente
espontánea y menos aún anárquica, como si cada uno pudiera expresarse a su
antojo y siguiendo los impulsos del momento. Ni en la celebración cristiana ni
en ningún otro tipo de celebración se hacen así las cosas. Por lo tanto,
tiene perfecto sentido el que exista una determinada reglamentación que
unifique a todos en la manera concreta de celebrar. Con tal que esa reglamentación
no resulte minuciosa y menos aún oprimente.