Práctica del Sacramento de la Reconciliación
Muy queridos
amigos:
Algunos de
ustedes me han dicho que sería bueno escribirles una carta sobre el
sacramento de la reconciliación. El "sería" se ha convertido en un "es".
Aquí está la carta. Espero que la inspiración recibida al meditar el tema
ilumine también la lectura.
En mi
anterior, al hablarles de los medios ascéticos fundamentales, señalaba entre
ellos los sacramentos. Y ahora nos interesa uno de ellos: la reconciliación,
confesión o penitencia, que todo es uno. Van algunas palabras sobre el mismo en
el contexto del aspecto penitencial de la ascesis cristiana. Queda al ingenio de
cada uno ubicarlo en el contexto de la liturgia.
Todos nos
damos cuenta de que si la ascesis es esfuerzo y ejercicio, sudor espontáneo y
programado, de la mano del Espíritu, para avanzar en el camino de la santidad; y
si el pecado se opone frontalmente a la santidad desviándonos del camino o
haciéndonos retroceder, no hay más que un remedio para volver a avanzar:
declararle un combate a muerte al pecado y pedirle perdón al Señor con corazón
arrepentido cuando hemos caído vencidos.
El
pecado es negación, a sabiendas y queriendo, del amor de Jesús. Por lo
tanto, no nos engañemos: no hay contemplación posible, fe enamorada, fuera del
amor y amistad con Cristo. Cuanto más contemplativos seamos, cuanto más vivamos
en María Inmaculada, tanto más captaremos la maldad del pecado.
Decía
santa Teresa que el alma en pecado es como una fuente de "negrísima agua y de
muy mal olor y todo lo que corre de ella es la misma desventura y suciedad" (Moradas
primeras, II:2). ¿A quién de nosotros le gustaría veranear en la cloaca en
vez de hacerlo en una playa del trópico? La imagen es fuerte, pero se queda
corta. El que peca contamina el ambiente con su pestilencia. El que peca es un
asesino: crucifica a Cristo y mata al hermano... Y por cierto que yo, Bernardo,
soy esa fuente, esa cloaca, esa pestilencia, ese asesino. ¡Pero Jesús me ha
salvado y salva de la muerte!
La
penitencia, a secas, separada del sacramento, es ya una virtud con identidad
propia. Es arrepentimiento, contrición, dolor por el pecado u ofensa a Dios;
ella nos lleva a aborrecer el pecado cometido. Pero no como rocío mañanero, sino
con propósito firme de no volver a pecar y de reparar los daños, pues se desea
ser siempre amigo de Dios. El que se arrepiente, se convierte, vuelve al Padre
riquísimo en misericordia, como nos lo recordaba nuestro querido Juan Pablo II
en su carta encíclica sobre el amor de Dios por el hombre (Dives in
misericordia).
La virtud
de la penitencia no puede ser algo ocasional, una vez al año, para cuaresma...
Ha de ser una actitud permanente: ¡siempre hemos de estar peleados con el
pecado! Quien confiesa a Jesús como Salvador se confiesa a sí mismo pecador y
necesitado de salvación. No conozco otra forma de amor que el amor arrepentido y
en espera de perdón. ¿O es que alguien puede afirmar que ama bastante? Sin
penitencia no se puede entrar en el reino de Dios, no se puede vivir en amor
filial y fraterno. Y si alguien entra, con dificultad podrá permanecer en él sin
ella.
Bueno,
ahora sí, me parece que estamos en el contexto o clima apropiado para encarar el
sacramento de la reconciliación o penitencia. Gracias a Dios, ustedes
saben de él tanto como yo. No hará falta aclararles qué es un sacramento, ni
cómo se relaciona éste con los otros, ni cuando lo instituyó Jesús, ni cuáles
son su materia y su forma, ni cuán necesario es, ni..., ni... Bastará pasar
revista a las partes del mismo y llamarles la atención respecto a la
frecuencia de su recepción y los frutos que aporta. Sea como sea,
nunca olvidemos que en este sacramento Cristo y su Iglesia asumen con un beso
divino nuestra vida de conversión y penitencia.
Si
observamos lo que sucede en una confesión bien hecha, podremos distinguir varios
actos diferentes: contrición; confesión de los pecados; satisfacción de las
culpas; propósito de enmienda; reparación del daño y absolución del sacerdote.
Venga y vaya una palabra sumaria sobre cada uno de estos aspectos.
Confesión: del pecado propio, no del ajeno; todos y no solamente los
menudos; culpándose y no excusándose. El eco de la acusación es el perdón, el de
la excusa es la excusa. Y todo lo dicho cae en el olvido del perdón divino, de
acá el eterno silencio que guardará el sacerdote de todo lo oído. La confesión
procede de la contrición, y también del propio conocimiento ante Dios en cuanto
fruto y efecto de un examen de conciencia. Examen siempre hecho bajo la mirada
del Padre, con humildad, sin escrúpulos, con sencillez. En mis primeros meses de
vida monástica iba a confesarme con una lista de pecados en la mano. Antes de
que pasase mucho tiempo, un buen día, el confesor me dijo: "¿Y eso?" "Es la
lista de mis pecados", respondí con aplomo y remaché con un "si no lo anoto, me
olvido". Y así seguí varias semanas más. Otro domingo, durante la confesión
semanal, se volvió a repetir el diálogo, pero con una variante, la última
palabra la tuvo el confesor: "¡Si se olvida es que no hubo pecado!" Y cuánta
razón tenía. En efecto, cuando nos esforzamos por vivir en amistad con el Señor
y nos confesamos con frecuencia, un pecado cometido nos es tan visible como un
sapo en la sopa.
Satisfacción:
según la medida del daño y según nuestras posibilidades reales. Satisfacción que
restaure el orden lesionado, cancele la deuda y cure con una medicina contraria
la enfermedad contraída. Puede estar en nosotros el sugerirla, pero en el
sacerdote el imponerla. Mediante ella hacemos propia la satisfacción infinita
obrada por Jesús en cruz.
Propósito
de enmienda: si no hay conversión, corrección o enmienda, se podría dudar de
la sinceridad de la contrición. "Vete y en adelante no peques más", dijo Jesús a
la adúltera que algunos querían sentenciar. El propósito de cambio ha de ser
algo firme y eficaz, con la confianza puesta en Dios y no en nuestros medios y
las propias fuerzas. Según nuestros propósitos será nuestro aprovechamiento.
Además, algunas veces habrá que reparar el daño ocasionado: "...Devolveré el
cuádruplo", agregó al convertirse el petiso Zaqueo.
Absolución: es la manifestación del perdón del Padre. Mediante este signo
sensible tenemos plena seguridad de la reconciliación con Dios. La alianza rota
por nuestra infidelidad queda así renovada: volvemos a ser hijos y hermanos.
Les vengo
ahora con una doble propuesta. La primera es ésta: poner todo lo que esté
de nuestra parte para hacer vida la petición del padrenuestro: "Perdonamos a
nuestros deudores". Si Jesús no nos hubiera perdonado, nosotros no existiríamos;
el pecado es negación de la vida. Sus manos sangraron, sus labios perdonaron y
así nosotros tenemos vida. ¡Su perdón sólo podemos recibirlo a condición de
darlo! Cuántas víctimas y cuántos verdugos resucitan con un perdón.
La segunda
hará más fácil y gozosa la primera. Nuestra Madre reconciliadora es asimismo
Madre de misericordia. ¿Por qué no nos unimos todas las noches en esta oración?
Bernardo