SYNODUS EPISCOPORUM
X COETUS GENERALIS ORDINARIUS

 

EL OBISPO
SERVIDOR DEL
EVANGELIO DE JESUCRISTO
PARA LA
ESPERANZA DEL MUNDO

 

Instrumentum laboris

 

 

 

CAPÍTULO II

MISTERIO, MINISTERIO Y
CAMINO ESPIRITUAL DEL OBISPO

 

La imagen de Cristo Buen Pastor

35. Son muchos los textos de la Escritura que aluden a la figura espiritual del obispo, a la luz de Cristo, sumo sacerdote y pastor de nuestras almas. Son párrafos del Antiguo y del Nuevo Testamento, centrados sobre la imagen del sumo sacerdote o del pastor.

Todos los textos hacen referencia al arquetipo que es Cristo. Él se ha presentado en las parábolas evangélicas como el pastor en búsqueda de la oveja perdida (cf Lc 15,4-7), se autodefinió "buen" pastor del rebaño (cf Jn 10,11.14.16; Mt 26,31; Mc 14,27); fue reconocido por la comunidad apostólica con este título: "pastor y obispo de las ... almas" (1 P 2,25), "príncipe de los pastores" (1 P 5,4), "gran pastor de las ovejas" (Hb 13,20), resucitado por el Padre. En la visión del Apocalipsis el Señor resucitado es el Cordero-Pastor (cf Ap 13, 17) que une en sí mismo la realidad de la ofrenda del sacrificio pascual y de la salvación, las figuras del sacerdote y pastor del Antiguo y del Nuevo Testamento.

La primitiva iconografía cristiana ha amado representar a Cristo como pastor bueno y hermoso, vivo en el esplendor de su resurrección, cantado por la liturgia como el buen pastor resucitado que ha dado la vida por sus ovejas.

Jesucristo entonces es el pastor, que une en sí la verdad, la bondad y la belleza del don de sí por el rebaño. La belleza del buen pastor está en el amor con que se entrega por cada una de sus ovejas y establece con ellas una relación directa de conocimiento y amor.

El lugar del encuentro con el Buen Pastor es la Iglesia, donde él se hace presente, apacienta su rebaño con la palabra y los sacramentos, lo guía hacia las praderas de la vida eterna mediante aquellos a los cuales Cristo mismo por medio del Espíritu Santo ha constituido pastores del rebaño. La belleza del pastor se manifiesta en la belleza de una Iglesia que ama y que sirve. Ella es motivo de esperanza para toda la humanidad, movida también por el instinto divino, que lleva en el corazón, hacia la belleza que salva, la cual se expresa en el rostro del Cordero-Pastor.

36. Sólo Cristo es el buen Pastor. De él, como manantial, se irradia en la Iglesia el ministerio pastoral, que Jesús ha confiado a Pedro (cf Jn 21, 15.17); una gracia que fue percibida como la continuidad del ministerio apostólico de guiar y de vigilar: "Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios" (1 P 5,2).

La figura del obispo como pastor es, por lo tanto, familiar a la tradición cristiana en las palabras, en los gestos, en las insignias episcopales, siempre sin embargo en la contemplación del único pastor y en la imitación de sus sentimientos, por la fuerza de la gracia recibida de Él.

"Aquel a quien Jesús, el buen Pastor, ha confiado, mediante el sacramento del episcopado, sus mismos poderes, tiene como obligación de amor apacentar la grey del Señor, tratar de corresponder con el decidido empeño de vivir y ejercitar el ministerio con las mismas disposiciones que tuvo Cristo, Príncipe de los Pastores (cf 1 P 5,4) y obispo de nuestras almas (cf. 1 P 2,25)".

El ministerio episcopal en la Iglesia es un amoris officium, según las palabras de Agustín, un servicio de unidad, en la comunión y en la misión. A este altísimo arquetipo que es Cristo hace referencia el nombre de pastor y todas las expresiones que de él derivan.


I. Misterio y Gracia del Episcopado

La gracia de la ordenación episcopal

37. Con la consagración episcopal "se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado". La íntima naturaleza del misterio y del ministerio del obispo viene expresada por las palabras y por los gestos de la ordenación episcopal, en la liturgia sacramental a la que, con razón, la antigua tradición llama "natalis Episcopi".

La imagen eclesial del obispo se perfila ya desde la antigüedad cristiana en las diversas liturgias de ordenación episcopal en Oriente y en Occidente, como el momento en el cual, con la imposición de las manos y las palabras de la consagración, la gracia del Espíritu Santo desciende sobre el elegido y con el carácter sagrado imprime en plenitud la imagen viva de Cristo maestro, pontífice y pastor, para obrar en nombre suyo y en su persona.

El obispo es consagrado también con la unción del santo crisma para ser partícipe del sumo sacerdocio de Cristo, en modo tal que pueda plenamente ejercitar el ministerio de la palabra, de la santificación y del gobierno. Como pontífice es separado de entre los hombres y constituido en favor de los hombres en todo aquello que tiene que ver con Dios (cf. Hb 5,1). El episcopado, se dice, no es un término que indique primariamente un honor, sino un servicio; está destinado sobre todo a hacer el bien más que a manifestar una preeminencia. En efecto, también para el obispo valen las palabras del Señor "el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve" (Lc 22,26).


En comunión con la Trinidad

38. La dimensión trinitaria de la vida de Jesús, que lo une al Padre y al Espíritu como consagrado y enviado en el mundo y se manifiesta en todo su ser y obrar, plasma también la personalidad del obispo, como buen pastor, sucesor de los apóstoles.

Esta participación en la vida y en la misión trinitaria tiene una primera aplicación en los apóstoles, como primeros partícipes de la comunión y de la misión: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9; cf. 17,23); "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20,21). Jesús además reza por los discípulos para que sean envueltos en el mismo amor trinitario: como el Padre y el Hijo son uno, que los discípulos sean uno (cf. Jn 17,21).

Esta referencia a la Trinidad hace remontar el ministerio del obispo hasta su fuente. La sucesión apostólica, además, no es sólo física y temporal, sino también ontológica y espiritual, mediante la gracia de la ordenación episcopal. En efecto, los obispos han sido mandados por los apóstoles, como sus sucesores, los apóstoles han sido enviados por Cristo y Cristo ha sido mandado por el Padre.

39. El sello trinitario de la gracia del episcopado lo expresa en modo apropiado la liturgia romana de la ordenación episcopal: "Cuida, pues, de todo el rebaño que el Espíritu Santo te encarga guardar, como pastor de la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen representas en la asamblea, en el nombre del Hijo, cuyo oficio de Maestro, Sacerdote y Pastor ejerces, y en el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia de Cristo y fortalece nuestra debilidad".

Se pone además de manifiesto, a través de las palabras y los gestos de la ordenación con la imposición de las manos, un gesto que, según Ireneo de Lyon, evoca las dos manos del Padre, el Hijo y el Espíritu; este último plasma al elegido para la plenitud del sacerdocio, como el don del "Espíritu del Sumo sacerdocio" es revertido sobre Cristo y transmitido a los apóstoles, los cuales han fundado en todas partes la Iglesia.


Desde el Padre por Cristo en el Espíritu

40. La tradición que presenta al obispo como imagen del Padre es muy antigua. Se la encuentra especialmente en las Cartas de Ignacio de Antioquía. En efecto, el Padre es como el obispo invisible, el obispo de todos. A su vez el obispo debe ser por todos reverenciado porque es imagen del Padre. En modo similar un antiguo texto amonesta: amad a los obispos que son, después de Dios, padre y madre.

También hoy en la ordenación episcopal se alude a esta dimensión paterna; el obispo es llamado a cuidar con afecto paterno al pueblo santo de Dios, como un auténtico padre de familia, para guiarlo, con la ayuda de los presbíteros y diáconos, en el camino de la salvación. El descubrimiento de la Iglesia como familia de Dios, ya presente en el Concilio Vaticano II, hace más elocuente la imagen paterna del obispo.

En continuidad con la persona de Cristo, que es la imagen original del Padre y la manifestación de su presencia y de su misericordia, también el obispo, por la gracia sacramental, se transforma en imagen viviente del Señor Jesús como cabeza y esposo de la Iglesia a él confiada. En ella ejerce como sacerdote el ministerio de la santificación, del culto y de la oración; como maestro el servicio de la evangelización, de la catequesis y de la enseñanza; como pastor, el deber del gobierno y de la conducción del pueblo. Son ministerios que él debe ejercer con los rasgos característicos del buen pastor: la caridad, el conocimiento de la grey, el cuidado de todos, la acción misericordiosa hacia los pobres, los peregrinos, los indigentes, la búsqueda de las ovejas perdidas para reconducirlas al único rebaño de la Iglesia.

Todo esto es posible porque el obispo recibe en plenitud en su ordenación la unción del Espíritu Santo que descendió sobre los discípulos en Pentecostés, Espíritu del sumo sacerdocio, que lo habilita interiormente, configurándolo a Cristo, para ser viva continuación de su misterio en favor de su Cuerpo místico.

Esta visión trinitaria de la vida y del ministerio del obispo signa además en profundidad su constante referencia al misterio que resplandece también en la Iglesia, imagen de la Trinidad, pueblo reunido en la paz y en la concordia, de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.


La imagen eclesial del obispo

41. Las mismas consignas e insignias que el obispo recibe en su ordenación episcopal, como expresión de la gracia y del ministerio, son elocuentes en su simbolismo eclesial.

El libro del Evangelio, puesto sobre la cabeza del obispo, es signo de una vida totalmente sometida a la Palabra de Dios y consumada en la predicación del Evangelio con toda paciencia y doctrina.

El anillo es símbolo de la fidelidad, en la integridad de la fe y en la pureza de la vida, hacia la Iglesia, que él debe custodiar como esposa de Cristo. La mitra alude a la santidad episcopal y a la corona de la gloria que el Príncipe de los Pastores asignará a sus siervos fieles. El báculo es símbolo del oficio del Buen Pastor, que cuida y guía con solicitud el rebaño a él confiado por el Espíritu Santo.

También el palio, que los obispos desde siempre usan en Oriente y algunos obispos reciben ahora en Occidente, tiene varios y diversos significados. Para los metropolitanos que lo reciben en Occidente es signo de comunión con la Sede apostólica, vínculo de caridad y estímulo de fortaleza en la confesión y defensa de la fe. El palio, sin embargo, como el omophorion de los obispos de las Iglesias orientales, ha tenido en la antigüedad y aún hoy conserva otros significados de gran valor espiritual y eclesial. Confeccionado con lana y ornado con signos de cruz, es emblema del obispo, identificado con Cristo, el Buen Pastor inmolado, que ha dado la vida por el rebaño y lleva sobre la espalda la oveja perdida, significa la solicitud por todos, especialmente por aquellos que se alejan del rebaño. Así lo atestigua la tradición oriental y la occidental.

La cruz que el obispo lleva visiblemente sobre el pecho es signo elocuente de su pertenencia a Cristo, de la confesión de su confianza en él, de la fuerza recibida constantemente de la cruz del Señor para poder donar la vida. Lejos de ser una joya o un ornamento exterior, representa la cruz gloriosa de Cristo, signo de esperanza, según la elocuente palabra del apóstol: "En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!" (Ga 6,14).

Estas simples indicaciones ponen en evidencia el simbolismo implícito en la solemnidad de la ordenación episcopal.

Todo ello lleva en sí una connotación de universalidad para todos aquellos que han recibido la ordenación episcopal y, en comunión con el Romano Pontífice, forman parte del Colegio Episcopal y con él comparten la solicitud por toda la Iglesia.


El espíritu de santidad

42. De la figura del obispo, como es expresada por las palabras y por los ritos de la ordenación, emerge la llamada a la santidad, su peculiar espiritualidad, su camino de santidad y de perfección evangélica. Es una tradición confirmada por los ritos de Occidente y de Oriente que confieren al obispo la plenitud de la santidad para vivirla delante de Dios y en comunión con los fieles.

El antiguo Eucologio de Serapión expresa este concepto en la oración de la consagración del obispo: "Dios de verdad, haz de tu servidor un obispo viviente, un obispo santo en la sucesión de los Santos apóstoles; y dónale la gracia del Espíritu divino, que haz concedido a todos los siervos fieles, profetas y patriarcas".

Se trata de una llamada a la santidad, vivida en la caridad pastoral, en el servicio continuo del Señor, en la ofrenda de los santos dones, en el ministerio de la remisión de los pecados, agradando a Él con mansedumbre y pureza, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio de suave fragancia.

De estas premisas emerge para el obispo la llamada a la santidad propia, a raíz del don recibido y del misterio de santificación a él confiado.


II. La Santificación en el propio Ministerio

La vida espiritual del obispo

43. La vida espiritual del obispo, como vida en Cristo según el Espíritu, tiene su raíz en la gracia del sacramento del bautismo y de la confirmación, donde, en cuanto "christifidelis", renacido en Cristo, fue hecho capaz de creer en Dios, de esperar en él y de amarlo por medio de las virtudes teologales, de vivir y obrar bajo la moción del espíritu Santo por medio de sus santos dones. En efecto, el obispo, no diversamente de todos los otros discípulos del Señor que fueron incorporados a él y se han transformado en templo del Espíritu, vive su vocación cristiana consciente de su relación con Cristo, como discípulo y apóstol. Lo ha expresado bien Agustín con su notoria fórmula referida a sus fieles: "Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano".

También el obispo, entonces, como bautizado y confirmado, se nutre de la eucaristía y tiene necesidad del perdón del Padre, a causa de la fragilidad humana. Además, junto a todos los presbíteros, debe recorrer caminos específicos de espiritualidad, llamado a la santidad por el nuevo título del Orden sagrado.

44. Se trata, sin embargo, de una espiritualidad propia, que el obispo deduce de su realidad, orientado a vivir en la fe, en la esperanza y en la caridad el ministerio evangelizador, de liturgo y de guía de la comunidad. Es una espiritualidad eclesial porque cada obispo es conformado a Cristo Pastor y Esposo para amar y servir a la Iglesia.

No es posible amar a Cristo y vivir en la intimidad con él sin amar a la Iglesia, que Cristo ama: tanto, en efecto, se posee el Espíritu de Dios cuanto se ama a la Iglesia "una en todos y toda en cada uno; simple en la pluralidad por la unidad de la fe, múltiple en cada uno por el aglutinante de la caridad y la variedad de carismas". Sólo del amor por la Iglesia, amada por Cristo hasta el don de sí mismo por ella (cf. Ef 5,25), nace una espiritualidad a la medida total de aquella con la que el Señor Jesús ha amado a los hombres, o sea hasta la cruz.

Es, entonces, una espiritualidad de comunión eclesial, orientada a construir la Iglesia con una vigilante atención, de modo que las palabras y las obras, los gestos y las decisiones, que comprometen el servicio pastoral, sean signo del dinamismo trinitario de la comunión y de la misión.


Una auténtica caridad pastoral

45. Centro de la espiritualidad específica del obispo es el ejercicio de su ministerio, informado interiormente por la fe, por la esperanza y en modo especial por la caridad pastoral, que es el alma de su apostolado, en un dinamismo de "pro-existentia" pastoral, es decir, un vivir para Dios y para los otros, como Cristo, orientado hacia el Padre y totalmente al servicio de los hermanos, en el don cotidiano de sí en un servicio gratuito de amor, en comunión con la Trinidad. "Los pastores de la grey de Cristo - afirma la Lumen gentium - a imagen del sumo y eterno Sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas, desempeñen su ministerio santamente y con entusiasmo, humildemente y con fortaleza. Así cumplido, ese ministerio será también para ellos un magnífico medio de santificación. Los elegidos para la plenitud del sacerdocio son dotados de la gracia sacramental, con la que, orando, ofreciendo el sacrificio y predicando, por medio de todo tipo de preocupación episcopal y de servicio, puedan cumplir perfectamente el cargo de la caridad pastoral. No teman entregar su vida por las ovejas, y hechos modelo para la grey (cf. 1 P 5,3), estimulen a la Iglesia, con su ejemplo, a una santidad cada día mayor".

Ya el Directorio pastoral Ecclesiae imago había dedicado un entero y detallado capítulo a las virtudes necesarias en un obispo. En ese contexto, además de las referencias a las virtudes sobrenaturales de la obediencia, de la perfecta continencia por amor del Reino, de la pobreza, de la prudencia pastoral y de la fortaleza, se encuentra además una llamada a la virtud teologal de la esperanza. Apoyándose en ella el obispo con firme certeza espera de Dios todo bien y pone en la divina Providencia la máxima confianza, "acordándose de los santos Apóstoles y de los antiguos obispos, quienes, aún experimentando graves dificultades y obstáculos de todo género, sin embargo predicaron el Evangelio de Dios con toda franqueza (cf. Hch 4,29.31; 19,8; 28,31)".

Desde los primeros siglos del cristianismo, y hasta el siglo veinte, muchos obispos han sido modelos de sabiduría teológica y de caridad pastoral; han unido en su existencia el ministerio de la predicación y de la catequesis, la celebración de los santos misterios y la oración, el celo apostólico y el amor intenso por el Señor. Han fundado Iglesias, reformado las costumbres, defendido la verdad; han sido audaces testigos en el martirio y han dejado una huella en la sociedad, con iniciativas de caridad y justicia, con gestos de coraje frente a los potentes del mundo en favor del propio pueblo.


El ministerio de la predicación

46. La espiritualidad ministerial, radicada en la caridad pastoral y expresada en triple oficio de enseñar, santificar y gobernar, no debe ser vivida por el obispo al margen de su ministerio, sino en la unidad de vida de su ministerio.

El obispo es ante todo ministro de la verdad que salva, no sólo para enseñar e instruir sino también para conducir a los hombres a la esperanza, y por lo tanto, al progreso en el camino de la esperanza. Si, entonces, un obispo quiere verdaderamente mostrarse a su pueblo como signo, testigo y ministro de la esperanza no puede hacer otra cosa que alimentarse de la Palabra de Verdad, en total adhesión y plena disponibilidad a ella, sobre el modelo de la santa Madre de Dios María, que "ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor" (Lc 1,45).

Dado que esta divina Palabra está contenida y expresada en la Sagrada Escritura, a ella el obispo debe recurrir constantemente, con una lectura asidua y un estudio diligente, para obtener ayuda en su ministerio. Esto no solamente porque sería un vano predicador de la Palabra de Dios al exterior si no la escuchase en su interior, sino también porque vaciaría su ministerio en favor de la esperanza. De hecho, el obispo se nutre de la Escritura para crecer en su espiritualidad, en modo de desarrollar con veracidad su ministerio de evangelizador. Sólo así, como S. Pablo, él podrá dirigirse a sus fieles diciendo: "con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza" (Rm 15,4)

En el ministerio episcopal se repite la opción de los apóstoles en el comienzo de la Iglesia: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6,4). Como ha escrito Orígenes: "Son éstas las dos actividades del Pontífice: o aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas varias veces, o enseñar al pueblo. Mas, enseñe las cosas que él mismo aprendió de Dios."


Orante y maestro de la oración

47. El obispo es también orante, aquel que intercede por su pueblo, con la fiel celebración de la liturgia de las Horas, que también debe presidir en medio de su pueblo.

Consciente que el será maestro de oración para sus fieles sólo a través de su misma oración personal, el obispo se dirigirá a Dios para repetir, junto con el salmista: "Yo espero en tu palabra" (Sal 119, 114). La oración, en efecto, es un momento expresivo de la esperanza o, como se lee en S. Tomás, ella misma es "intérprete de la esperanza".

Es propio del obispo el ministerio de la oración pastoral y apostólica, delante de Dios por su pueblo, a imitación de Jesús que reza por los apóstoles (cf. Jn 17) y del apóstol Pablo que reza por sus comunidades (cf. Ef 3,14-21; Flp 1,3-10). En efecto, él también en su oración, debe llevar consigo toda la Iglesia rezando en manera especial por el pueblo que le ha sido confiado. Imitando a Jesús en la elección de sus Apóstoles (cf. Lc 6,12-13), también él someterá al Padre todas sus iniciativas pastorales y le presentará, mediante Cristo en el Espíritu sus expectativas y sus esperanzas. Y el Dios de la esperanza lo colmará de todo gozo y paz, para que abunde en la esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Rm 15,13).

Un obispo debe además buscar las ocasiones en las cuales pueda escuchar la Palabra de Dios y rezar junto con el presbiterio, con los diáconos permanentes, con los seminaristas y con los consagrados y las consagradas presentes en la iglesia particular y, donde y cuando sea posible, también con los laicos, en particular con aquellos que viven en forma asociada su apostolado.

De este modo el obispo favorece el espíritu de comunión, sostiene la vida espiritual de la Diócesis mostrándose como "maestro de perfección" en su iglesia particular, comprometido a "fomentar la santidad de sus clérigos, de los religiosos y laicos, de acuerdo con la peculiar vocación de cada uno". Al mismo tiempo lleva a su origen divino y confirma en la comunión de la oración a los vínculos de las relaciones eclesiales, en las cuales ha sido injertado como visible centro de unidad.

Tampoco descuidará las ocasiones para transcurrir junto con los hermanos obispos, sobre todo aquellos de la misma provincia y región eclesiástica, análogos momentos de encuentro espiritual. En tales ocasiones se expresa la alegría que deriva del vivir juntos entre hermanos (cf. Sal 133,1), se manifiesta y crece el afecto colegial.


Nutrido por la gracia de los sacramentos

48. La eficacia de la guía pastoral de un obispo y de su testimonio de Cristo, esperanza del mundo, depende en gran parte de la autenticidad del seguimiento del Señor y del vivir en amistad con Él.

Sólo la santidad es anuncio profético de la renovación que el obispo anticipa en la propia vida al acercarse a aquella meta hacia la cual conduce a sus fieles. Sin embargo, en su camino espiritual, como todo cristiano él también, siendo consciente de las propias debilidades, de los propios desalientos y del propio pecado, experimenta la necesidad de la conversión. Pero dado que, como predicaba S. Agustín, no puede negarse la esperanza del perdón aquel al cual no ha sido impedido el pecado, el obispo, debe recurrir al sacramento de la penitencia y de la reconciliación. Cualquiera tiene la esperanza de ser hijo de Dios y de ver a Dios así como él es, se purifica a sí mismo como es puro el Padre celeste (cf. Jn 3,3).

También los apóstoles, a los cuales Jesús resucitado ha comunicado el don del Espíritu Santo para perdonar los pecados (cf. Jn 20,22-23), han tenido necesidad de recibir del Señor la palabra de la paz que reconcilia y el pedido del amor arrepentido que sana (cf. Jn 20,19.21; 21,15 ss).

Indudablemente es signo de aliento para el pueblo de Dios el ver al propio obispo acercarse, él en primer lugar, al sacramento de la reconciliación en particulares circunstancias, como cuando preside una celebración de ese tipo en la forma comunitaria.

El obispo, junto con todo el pueblo de Dios, alimenta la propia esperanza a partir de la santa liturgia. En efecto, la Iglesia cuando celebra la liturgia en la tierra, pregusta, en la esperanza, la liturgia de la Jerusalén celeste, hacia la cual tiende como peregrina y donde Cristo está sentado a la derecha del Padre "al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor y no por un hombre" (Hb 8,2).

49. Todos los sacramentos de la Iglesia, primero de todos la Eucaristía, son memorial de las palabras, de las obras y de los misterios del Señor, representación de la salvación obrada por Cristo una vez para siempre y anticipación de la plena posesión, que será el don del tiempo final. Hasta entonces la Iglesia los celebra como signos eficaces en su espera, en la invocación y en la esperanza.

Tanto en Oriente como en Occidente la espiritualidad del ministerio episcopal está unida a la celebración de los santos misterios que el obispo preside y celebra junto con su presbiterio, con los diáconos y con el pueblo santo de Dios.

La variedad de los ritos de la Iglesia y su especificidad, ya sea en Oriente como en Occidente, signa la vida del pueblo de Dios, le confiere una identidad propia y es fuente de una rica espiritualidad eclesial. Por eso, el obispo como gran sacerdote de su pueblo debe no sólo celebrar atentamente los santos misterios, sino también hacer de la celebración de ellos una auténtica escuela de espiritualidad para el pueblo. Le será útil en esto su conocimiento de la teología y de la liturgia episcopal como aparece en el Caeremoniale Episcoporum.

Los obispos de las Iglesias Orientales, fieles al propio rico patrimonio litúrgico, con las diversas y particulares celebraciones, podrán vivir y obrar en comunión, en plena sintonía con los valores espirituales de las propias tradiciones.


Como gran sacerdote en medio de su pueblo

50. Entre la acciones litúrgicas hay algunas en las cuales la presencia del obispo tiene un significado particular. En primer lugar, la Misa crismal, durante la cual son bendecidos el Óleo de los Catecúmenos y el Óleo de los Enfermos y consagrado el santo Crisma: es el momento de la más alta manifestación de la iglesia local, que celebra al Señor Jesús, sacerdote sumo y eterno de su mismo sacrificio. Para un obispo es un momento de gran esperanza, porque él encuentra el presbiterio diocesano reunido en torno a sí para mirar juntos, en el horizonte gozoso de la Pascua, al gran sacerdote; para renovar, así, la gracia sacramental del Orden mediante la renovación de las promesas que, desde el día de la Ordenación, fundan el especial carácter de su ministerio en la Iglesia. En esta circunstancia, única en el año litúrgico, los sólidos vínculos de la comunión eclesial, son para el pueblo de Dios, aunque apesadumbrado por innumerables ansiedades, un vibrante grito de esperanza.

A esta celebración se agregará la solemne liturgia de la ordenación de nuevos presbíteros y de nuevos diáconos. Aquí, recibiendo de Dios los nuevos cooperadores del orden episcopal y de su ministerio, el obispo ve cumplidas por el Espíritu, donum Dei e dator munerum, la oración por la abundancia de las vocaciones y la esperanza de una Iglesia todavía más esplendorosa en su rostro ministerial.

Análogamente se puede decir de la administración del sacramento de la Confirmación, del cual el obispo es el ministro originario y, en el rito latino, ministro ordinario.

También en este sacramento de la efusión del Espíritu Santo, que comporta muchas veces para los pastores un gran compromiso de tiempo y es una ocasión para cumplir la visita pastoral en las parroquias, el obispo vive un momento de intensa espiritualidad ministerial y de comunión con sus fieles, especialmente con los jóvenes. El hecho que sea el pastor de la diócesis quien administra el sacramento, evidencia que éste tiene como efecto unir más estrechamente a todos al misterio de Pentecostés, a la Iglesia de Dios en sus orígenes apostólicos, a la comunidad local y asociar a aquellos que lo reciben a la misión de testimoniar a Cristo.


Una espiritualidad de comunión

51. Signo de una fuerte espiritualidad de comunión y elemento de gran valor para la santidad y la santificación del obispo es la comunión con sus presbíteros, con los diáconos, los religiosos y las religiosas, con los laicos, tanto en la relación personal como en diversas reuniones. Su palabra de exhortación y su mensaje espiritual tiende a favorecer y a garantizar la presencia activa y santificante de Cristo en medio a su Iglesia y el flujo de la gracia del Espíritu Santo que crea un particular testimonio de unidad y caridad.

Por eso es oportuno que el obispo anime y promueva también con su presencia y su palabra los "momentos del Espíritu" que favorecen el crecimiento de la vida espiritual, como son los retiros, los ejercicios espirituales, las jornadas de espiritualidad, usando también los medios de comunicación social que pueden alcanzar también a los más lejanos.

Deberá saber también sacar fruto de los medios comunes de la vida espiritual, como la búsqueda del consejo espiritual, la amistad y la comunión fraterna, para evitar el riesgo de la soledad y el peligro del desánimo ante los problemas.

Él podrá así vivir y animar una espiritualidad de comunión con los operadores de la pastoral a través de la escucha, de la colaboración, y de la responsable asignación de los deberes y de los ministerios.

Un medio especial para mantener viva esta espiritualidad es la comunión afectiva y efectiva del obispo, en su oración y en sus relaciones, con el Papa y con los otros obispos.

El obispo no está solo en su ministerio: debe donar y recibir aquel flujo de caridad fraterna que viene de la relación con los otros hermanos en el episcopado, en un verdadero ejercicio de amor recíproco, como aquel pedido por Jesús a sus discípulos (cf. Jn 13,34; 15,12-13), que se transforma también en un compartir la oración, el discernimiento, las experiencias espirituales y pastorales.

Por este motivo son importantes las ocasiones de diálogo y de intercambio, los retiros espirituales, los momentos de distensión y de reposo, en los cuales los obispos pueden ejercitar la comunión y la caridad pastoral.


Animador de una espiritualidad pastoral

52. Él mismo está llamado a estar en medio del pueblo como promotor y animador de una pastoral de santidad, maestro espiritual de su grey, con el estilo de vida y el testimonio creíble en palabras y en obras.

La llamada a la santidad compromete al obispo a ser también promotor de la vocación universal a la santidad en su iglesia. A este fin él debe promover la espiritualidad y la santidad del pueblo de Dios con iniciativas específicas acogiendo los carismas antiguos y recientes, signos de la riqueza del Espíritu Santo.


En comunión con la Santa Madre de Dios

53. La especial presencia materna de María, honrada con una relación personal de auténtico amor filial, es sostén del obispo en su vida espiritual.

Cada obispo está llamado a revivir aquel particular acto de entrega de María y del discípulo Juan a los pies de la cruz (cf. Jn 19,26-27); está llamado además a verse reflejado en la oración perseverante de los discípulos con María, la Madre de Jesús, desde la Ascensión hasta Pentecostés (cf. Hch 1,14). Cada obispo y todos los obispos en la comunión fraterna son confiados a los cuidados maternos de María en el ministerio, en la comunión y en la esperanza.

Esto comporta una sólida devoción mariana, que consiste en una intensa comunión con la Santa Madre de Dios en el ministerio litúrgico de santificación y de culto, en la enseñanza de la doctrina, en la vida y en el gobierno. Este estilo mariano en el ejercicio del ministerio episcopal deriva del mismo perfil mariano de la Iglesia.


III. Camino Espiritual del Obispo

Un necesario camino espiritual

54. La espiritualidad cristiana es un camino con sus etapas, sus pruebas y sus sorpresas, en un dinamismo de fidelidad a la propia vocación. Las estaciones de la vida, la tensión constante hacia la perfección y la santidad personal, según el designio de Dios, ayudan también al obispo a descubrir en su ministerio un verdadero y propio itinerario espiritual. En medio de las alegrías y de las pruebas, que no faltan en la vida del pastor, vivirá la propia historia y la de su pueblo. Un camino que debe recorrer precediendo a su grey, en la fidelidad a Cristo, con un testimonio también público hasta el fin.

Podrá y deberá hacerlo con serena confianza y animado por la esperanza teologal, también cuando se encontrará en las condiciones de presentar la renuncia al cargo. Sin embargo, no deberá cesar de vivir hasta el fin, en las formas más apropiadas, el espíritu del ministerio en la oración o en otras actividades.


Con el realismo espiritual de lo cotidiano

55. El realismo espiritual enseña además a evaluar cómo el obispo debe vivir su vocación a la santidad también en su debilidad humana, en la multiplicidad de compromisos, en los imprevistos cotidianos, en muchos problemas personales e institucionales. A veces, comprometido y solicitado por tantas responsabilidades, corre el riesgo de ser superado por los problemas, sin encontrar válidas respuestas y soluciones.

Cada obispo experimenta el peso de la vida y de la historia; también sobre él pesan la responsabilidad, el compartir los problemas y las alegrías de su gente. A veces estará bajo la presión de los medios de comunicación, ante fenómenos que involucran a la Iglesia y a la defensa de la verdadera doctrina y de la moral; afrontará acusaciones injustas o problemas de carácter social.

Por esto necesita cultivar un sereno tenor de vida que favorezca el equilibrio mental, psíquico, afectivo, capaz de fomentar una disposición a las relaciones interpersonales, a acoger a las personas y sus problemas, a ensimismarse con las situaciones tristes o alegres de su gente que quiere encontrar en él la madurez y la bondad de un padre y de un maestro espiritual.

Al obispo es necesario el coraje en la fatiga de su ministerio, la audacia en llevar la cruz con dignidad y experimentar la gloria de servir, en comunión con el Crucificado-Glorioso.


En la armonía del divino y de lo humano

56. El obispo está llamado a cultivar una espiritualidad a la medida de la humanitas misma de Jesús, en la cual pueda expresar el aspecto divino y humano de su consagración y misión. De este modo dará equilibrio a sí mismo en sus compromisos: la celebración litúrgica y la oración personal, la programación pastoral, el recogimiento y el reposo, la justa distensión y el congruo tiempo de vacaciones, el estudio y la actualización teológica y pastoral.

El cuidado de la propia salud, física, psíquica y espiritual, y el equilibrio de la existencia son también para el obispo un acto de amor hacia los fieles, una garantía de mayor disponibilidad y apertura a las inspiraciones del Espíritu.

Armado con estos subsidios de espiritualidad, encuentra la paz del corazón y la profundidad de la comunión con la Trinidad, que lo ha elegido y consagrado. En la gracia que Dios le asegura, cada día sabrá desarrollar su ministerio, atento a las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de la esperanza.

En efecto, el obispo cada día renueva su confianza en Dios y se enorgullece, como el Apóstol, "en la esperanza de la gloria de Dios... sabiendo que la tribulación engendra paciencia, la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza" (Rm 5,2-4). De la esperanza deriva además la alegría. La alegría cristiana, que es, en efecto, alegría en la esperanza (cf. Rm 12,12), es además objeto de la esperanza. El obispo, testigo de la alegría cristiana que nace de la cruz, no sólo debe hablar de la alegría, sino que debe además "esperar la alegría" y testimoniarla ante su pueblo.


Fidelidad hasta el final

57. Será paciente y perseverante en la esperanza, cuando en el ejercicio de su ministerio será puesto a la prueba de la enfermedad o será conducido por el Señor a vivir los últimos años de su vida como una ofrenda en favor de su rebaño o bien será llamado a dar testimonio de Cristo en difíciles condiciones de persecución y de martirio, como no raramente ha sucedido y sucede en nuestro tiempo.

Éstas serán también ocasiones preciosas para que todo el pueblo a él confiado sepa que su pastor vive el don total de sí como Cristo en la Cruz.

Para esto será también hermoso ver al obispo que, consciente de su enfermedad, recibe el sacramento de la Unción de los enfermos y el santo viático con solemnidad y en compañía del clero y del pueblo.

En este último testimonio de su vida terrena él tendrá la ocasión de enseñar a sus fieles que jamás hay que traicionar la propia esperanza y que cada dolor del momento presente es aliviado con la esperanza de las realidades futuras.

En el último acto de su éxodo de este mundo al Padre, él podrá reasumir y volver a proponer la finalidad de su mismo ministerio en la Iglesia: señalar la meta escatológica a los hijos de la Iglesia, como Moisés señaló en el monte Nebo la tierra prometida a los hijos de Israel (cf. Dt 34,1 ss).

En consecuencia también la conclusión de su itinerario con la muerte y las exequias solemnes celebradas en la iglesia catedral, deben ser un momento espiritual de gran valor para la vida de los fieles, un canto a la resurrección del Señor que acoge a sus siervos fieles. Esta es una ocasión propicia para dejar como don a la Iglesia las palabras de un testamento espiritual y la imagen de un rostro amigo y cercano, junto a todos los pastores que lo han precedido en la iglesia particular.


El ejemplo de los santos obispos

58. El camino espiritual del obispo está iluminado por la gran multitud de pastores de la Iglesia, que a partir de los apóstoles han iluminado con su ejemplo la vida de la Iglesia en cada época y en cada lugar. Sería arduo hacer una lista de estos ilustres modelos que brillan en la Iglesia, cuya santidad ha sido o será reconocida por la Iglesia. Pero sus nombres y sus rostros están bien presentes en la vida de la Iglesia universal y de las iglesias locales, también en la celebración cíclica del año litúrgico o en las lecturas de la liturgia de las horas.

Pensemos a los santos pastores que desde el comienzo de la Iglesia han unido la santidad de vida con la predicación y la sabiduría, el sentido pastoral y también social del mensaje evangélico. Algunos de ellos han dado su vida a través del testimonio del martirio. Hay santos pastores fundadores de iglesias recordados y celebrados como santos patronos.

Han existido pastores que resplandecen por su doctrina, que han dado una contribución específica en los concilios ecuménicos y han puesto en práctica con sabiduría las directivas de reforma y de renovación. Son también santos obispos muchos misioneros que han llevado el Evangelio a nuevas tierras y han organizado la vida de las iglesias locales nacientes. No han faltado hasta nuestros días testigos de la fe que han pagado con la cárcel, el exilio y otros sufrimientos, su fidelidad a la Iglesia católica y a la comunión con la Sede de Pedro. Otros en circunstancias difíciles han dado la vida por su rebaño como defensores de los derechos humanos y religiosos.

La comunión espiritual con estos pastores es motivo de esperanza y fuente de impulso apostólico. Cada obispo ve en ellos una manifestación de la gracia y la fuerza del Espíritu Santo, así como también el modelo de la fidelidad a la cual está llamado en el propio ministerio pastoral.