SYNODUS EPISCOPORUM
X COETUS GENERALIS ORDINARIUS

 

EL OBISPO
SERVIDOR DEL
EVANGELIO DE JESUCRISTO
PARA LA
ESPERANZA DEL MUNDO

 

Instrumentum laboris

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

En la perspectiva de un nuevo milenio

1. Cristo Jesús nuestra esperanza (1 Tim 1,1), el mismo ayer hoy y siempre (Hb 13,8), Pastor supremo (1 P 5,4), guía su Iglesia a la plenitud de la verdad y de la vida, hasta el día de su venida gloriosa en la cual se cumplirán todas las promesas e serán colmadas las esperanzas de la humanidad.

Al inicio del tercer milenio cristiano, la humanidad y la Iglesia se encaminan hacia un futuro que trae consigo la herencia de un siglo, ya pasado, lleno de sombras y de luces.

Nos encontramos en un momento nuevo de la historia humana. Muchos se interrogan sobre las metas futuras de la humanidad y se preguntan cuál será el futuro del mundo, que aparece por una parte inmerso en un dinamismo de progreso, con una creciente interdependencia en la economía, en la cultura y en las comunicaciones, y por otra parte todavía lleno de conflictos sociales, con amplias zonas donde crecen el hambre, las enfermedades y la pobreza.

El inicio de un nuevo milenio pone en el centro de la conciencia mundial un futuro por construir y con ello el tema de la esperanza, condición esencial del homo viator y del cristiano, orientado hacia el cumplimiento de las promesas de Dios. Una esperanza entendida también como llama de la fe y estímulo de la caridad, hacia un futuro de resultados imprevisibles.

2. En este nuevo inicio se coloca la Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, prevista inicialmente en el Año Jubilar y ahora programada para el mes de octubre del 2001.

Con intuición profética Juan Pablo II ha querido asignar a tal Asamblea un tema de gran importancia: Episcopus minister Evangelii Iesu Christi propter spem mundi.

Son diversas y sugestivas las razones que hacen de éste un tema particularmente apropiado al actual momento de la vida de la Iglesia y de la humanidad. Ellas son ante todo de carácter teológico y eclesiológico, pero también de orden antropológico y social.


En la huella de las precedentes asambleas sinodales

3. En primer lugar están las razones de carácter teológico. La Iglesia entera ha celebrado con alegría el Gran Jubileo del 2000 para honrar la memoria del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo hace ya dos mil años; no sólo para recordar con gratitud su venida en medio de nosotros, sino también para celebrar su presencia viva en la Iglesia, en estos veinte siglos de su historia, su obra como único Salvador del mundo, centro del cosmos y de la historia.

En la indivisible unidad entre Cristo y su Evangelio, el tema del Sínodo tiende a subrayar que es Él, Jesucristo, Hijo de Dios, enviado por el Padre y ungido por el Espíritu Santo (cf. Jn 10,36), la esperanza del mundo y del hombre, de cada hombre y para todo el hombre.

En efecto, es Cristo la Palabra definitiva y el don total del Padre, el verdadero Evangelio de Dios, en el cual se realizan todas las promesas y en el cual está el Amén de Dios (cf. 2 Co1,20), el cumplimiento de la esperanza del mundo. Su Evangelio es la noticia siempre nueva y buena, potencia de vida que continúa a iluminar los caminos del mundo hacia el futuro, como lo ha hecho durante veinte siglos. En efecto, son inseparables su doctrina y su persona, su obra y sus enseñanzas, su mensaje y su Iglesia, donde él continúa a estar presente. La Iglesia, al inicio del tercer milenio, propone todavía con alegría su mensaje de vida y de esperanza a toda la humanidad.

4. Hay luego razones de orden eclesiológico. Algunas son de carácter permanente, otras de orden coyuntural.

El Señor Jesús, al final de su permanencia entre nosotros, ha enviado a los apóstoles como sus testigos y mensajeros hasta los confines de la tierra y hasta el fin de los tiempos. También sobre esta palabra se apoya el arduo deber de proponer al mundo su persona y su doctrina como suprema esperanza: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20). Los obispos, en comunión con el Papa, están llamados hoy, a cumplir esta misión junto con todos los miembros de la Iglesia, siendo los testigos del Evangelio de Cristo en el mundo, aunque a ellos, como sucesores de los apóstoles, les "incumbe la noble tarea de ser los primeros en proclamar las ‘razones de la esperanza’ (1 P 3,15); esperanza que se apoya en las promesas de Dios, en la fidelidad a su palabra y que tiene como certeza inquebrantable la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el mal y el pecado".

La importancia de la celebración de la Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, centrada en modo particular en el ministerio del obispo como servidor del Evangelio para la esperanza del mundo, emerge con claridad se si considera que las últimas Asambleas ordinarias han tratado respectivamente la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo (1987), la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales (1990) y la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo (1994). Fruto de las reuniones sinodales fueron las respectivas Exhortaciones apostólicas post-sinodales de Juan Pablo II: Christifideles laici, Pastores dabo vobis y Vita consecrata.

Parecía entonces oportuno afrontar el tema del ministerio del obispo bajo el perfil de la proclamación del Evangelio y de la esperanza, casi como vértice y síntesis. En efecto, las varias asambleas sinodales ordinarias han dado un nuevo impulso de renovación a las diversas vocaciones en el pueblo de Dios, para una mayor complementariedad, en una eclesiología de comunión y de misión, atenta a la naturaleza jerárquica y carismática de la Iglesia. Ahora la disertación específica del tema de esta asamblea indica la necesidad de orientar hacia el futuro la misión del entero pueblo de Dios, en comunión con sus pastores.

5. Más aún, en la última década del siglo XX, hacia el final del segundo milenio de la era cristiana, los obispos de los diversos continentes fueron convocados por el Romano Pontífice en diversas Asambleas sinodales especiales, para tratar acerca de la Iglesia en Europa (1991 y 1999), en África (1994), en América (1997), en Asia (1998) y en Oceanía (1998). Fruto de estos encuentros son los respectivos documentos post-sinodales publicados o de próxima publicación.

La próxima Asamblea ordinaria, con su característico tema, podrá beneficiarse con la experiencia de un período particularmente intenso de comunión sinodal, como jamás había sucedido antes.

En realidad, todos los Sínodos de las últimas décadas han tocado el tema del ministerio episcopal, no sólo porque se trató de Sínodos de Obispos, sino porque de algún modo han ayudado a configurar la ministerialidad episcopal en las últimas décadas en relación a la Evangelización (1974), a la Catequesis (1977), a la Familia (1981), a la Reconciliación y la Penitencia (1983), a los Fieles laicos (1987), a los Presbíteros (1990), a la Vida Consagrada (1994) y a la actuación del Concilio Vaticano II, en el Sínodo extraordinario de 1985.

6. El aspecto doctrinal y pastoral específico del tema del Sínodo se concreta entonces en el anuncio del Evangelio de Cristo para la esperanza del mundo. Es en esta perspectiva que la temática de la próxima Asamblea ordinaria tendrá máxima importancia también a nivel antropológico y social. La Iglesia, que quiere compartir "las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy", deberá preguntarse por qué senderos se encamina la humanidad de nuestro tiempo, en la cual ella misma está inmersa como sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14). Ella deberá preguntarse también cómo anunciar hoy la verdadera esperanza del mundo que es Cristo y su Evangelio.

Estamos en el inicio de un nuevo milenio de la era cristiana, caracterizado por particulares situaciones sociales y culturales, casi una "aetas nova", una época nueva, a veces definida como post-modernismo o post-modernidad. Es necesario que con un nuevo impulso resuene en el mundo el anuncio de la salvación, en modo de suscitar aquel dinamismo teologal que es propio del Evangelio, para que la humanidad entera lo "escuche y crea, creyendo espere, esperando ame".

En efecto, la esperanza cristiana está íntimamente unida al anuncio audaz e integral del Evangelio, que sobresale entre las funciones principales del ministerio episcopal. Por esto, entre los múltiples deberes y tareas del obispo, "sobre todas las preocupaciones y dificultades, que están inevitablemente ligadas al fiel trabajo cotidiano en la viña del Señor, debe estar primero de todo la esperanza".


Continuidad y novedad

7. En este camino de gracia se coloca la preparación y la próxima celebración de la Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.

El texto de los Lineamenta publicado en 1998, ha suscitado intereses y consensos, y ha ofrecido la ocasión para una profundización de las temáticas inherentes al ministerio del obispo. Fruto de las respuestas de las Conferencias Episcopales y de otros organismos, sin dejar de lado a muchos obispos y otros miembros del Pueblo de Dios, es el presente Instrumentum laboris, que intenta proponer e ilustrar el tema elegido por el Papa, incorporando cuestiones y propuestas, en continuidad con los Lineamenta, en modo que ofrezca un plan para un ordenado y abierto desenvolvimiento del trabajo sinodal.

El proceso preparatorio de la asamblea, de la consultación promovida con los Lineamenta ha pasado a través de las respuestas y ha llegado hasta el Instrumentum laboris, delineando así la típica actividad sinodal como un flujo ininterrumpido de meditación sobre el tema dado por el Santo Padre. Esta operación, que del texto inicial ha confluido en el presente documento de trabajo, tiene en este caso un carácter especial. En efecto, el alto consenso obtenido por los Lineamenta ha producido primero un desarrollo muy homogéneo de las ideas y después una singular correspondencia entre los dos textos.

La rica experiencia que los obispos del mundo han vivido en las últimas asambleas ordinarias y especiales de los Sínodos y el precioso patrimonio de doctrina que de allí emergió, están en la base de una preparación provechosa de la próxima asamblea. Por esto el Instrumentum laoris no pretende alargarse en una amplia descripción de la situación mundial, ni menos aún atraer la atención sobre cuestiones de carácter particular o regional, ya examinadas en las precedentes Asambleas continentales.

8. La disertación específica del ministerio del obispo como servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo se coloca en el interior de una continuidad magisterial, que evoca los documentos del Concilio Vaticano II; en modo especial, desde el punto de vista doctrinal, la Constitución Dogmática Lumen gentium y el Decreto conciliar Christus Dominus.

Por su modo completo y concreto en la ilustración de la figura y del ministerio del obispo en su iglesia particular, el Directorio Pastoral de la Congregación para los Obispos, Ecclesiae Imago del 22 de febrero de 1973, conserva una validez esencial todavía hoy. Desde el punto de vista teológico-canónico hay que referirse al Codex iuris canonici (CIC) de 1983 y al Codex canonum Ecclesiarum Orientalium (CCEO) de 1990, para las necesarias actualizaciones.

Muchos son además los documentos del Magisterio postconciliar que en modo específico se refieren al ministerio pastoral de los obispos, entre ellos de manera especial las alocuciones de los Romanos Pontífices a las diversas Conferencias episcopales con ocasión de las visitas "ad limina" o de los viajes apostólicos de las últimas décadas.

Entre otros documentos más recientes, que se refieren a problemas específicos del ministerio pastoral de los obispos en la Iglesia universal y en las iglesias particulares, se debe recordar, desde el punto de vista eclesiológico, la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe Communionis notio del 22 de mayo de 1992, sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión, y finalmente, la Carta apostólica en forma de Motu propio de Juan Pablo II Apostolos suos, del 21 de mayo de 1998, sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias Episcopales.

9. La referencia al obispo en el tema asignado por el Santo Padre Juan Pablo II para la próxima asamblea sinodal merece una aclaración. Se trata del ministerio episcopal, como fue ilustrado por la Costitución dogmática Lumen gentium y por el Decreto conciliar Chrsitus Dominus, en toda su rica gama de temas y deberes pastorales. Todos los obispos, de hecho, tienen en común la gracia de la ordenación episcopal, son sucesores de los apóstoles y en comunión con el Romano Pontífice forman parte del Colegio episcopal.

El Concilio Vaticano II ha puesto nuevamente en un lugar de honor la realidad del Colegio episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles y es expresión privilegiada del servicio pastoral desarrollado por los obispos en comunión entre ellos y con el Sucesor de Pedro. En cuanto miembros de este colegio todos los obispos "han sido consagrados no solo para una diócesis determinada, sino para la salvación de todo el mundo" . Por institución y voluntad de Cristo ellos "están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal".

En efecto, cada obispo, legítimamente consagrado en la Iglesia católica, participa de la plenitud del sacramento del orden. Como ministro del Señor y sucesor de los apóstoles, con la gracia del Paráclito, debe obrar para que toda la Iglesia crezca como familia del Padre, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu, en la triple función que está llamado a desarrollar, o sea la de enseñar, la de santificar y la de gobernar.

En modo particular, sin embargo, el Sínodo mira más concretamente al obispo diocesano en la plenitud de su ministerio en la iglesia particular. Él es presencia viva y actual de Cristo "pastor y obispo" de nuestras almas (1 P 2,25); es su vicario en la iglesia particular a él confiada, no sólo de su palabra sino también de su misma persona.

Por otra parte, la importancia del tema del Sínodo aparece claramente cuando se considera cómo en las últimas décadas ha cambiado la imagen del obispo; él aparece en la experiencia de los fieles, más cerca y presente en medio de su pueblo, como padre, hermano y amigo; más simple y accesible. Y sin embargo, han aumentado sus responsabilidades pastorales y se han alargado sus deberes ministeriales, en una Iglesia siempre más atenta a las necesidades del mundo, a tal punto que el obispo aparece hoy empeñado en varias tareas ministeriales y muchas veces es signo de contradicción a causa de la defensa de la verdad. Por lo tanto, él está abierto a una constante renovación de su oficio pastoral, en una cada vez más profunda dimensión de comunión y de colaboración con los presbíteros, las personas consagradas y los laicos.

La Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos será sin duda la ocasión para verificar que cuanto más sólida es la unidad de los obispos con el Papa, entre ellos y con el pueblo de Dios, tanto más resulta enriquecida la comunión y la misión de la Iglesia, y al mismo tiempo, tanto más reforzado y confortado será su mismo ministerio.


Un renovado anuncio del Evangelio de la esperanza

10. Muchos son los motivos de esperanza con los que la Iglesia mira a la celebración del próximo sínodo. El tiempo oportuno del Gran Jubileo del 2000, preparado por el camino trinitario cumplido en los años precedentes, ha ofrecido a todo el pueblo de Dios la gracia de vivir un Año santo en la conversión, en la reconciliación y en la renovación espiritual.

En Roma y en Tierra Santa, al lado del sucesor de Pedro, en las iglesias particulares en torno a los propios pastores, los fieles han tenido la gozosa experiencia de un año de misericordia y de santidad. Tanto es así que muchos se han preguntado cómo dar continuidad, en el comienzo del nuevo siglo y milenio, a la gracia y a las experiencias positivas del Gran Jubileo.

La Iglesia se ha puesto nuevamente delante del mundo como signo de esperanza, especialmente por el testimonio de muchas categorías del pueblo de Dios, como los jóvenes y las familias; pero también por los gestos fuertes de carácter ecuménico, de purificación de la memoria y de pedido de perdón, por la audaz evocación de los testigos de la fe del siglo XX.

Fueron fuertes y significativas las solicitudes de clemencia para los encarcelados y de reducción o total condonación de la deuda internacional, que pesa sobre el destino de muchas naciones.

También los obispos han tenido la posibilidad de vivir momentos de intensa comunión y renovación espiritual en su Jubileo específico, junto al Papa y unidos a la Virgen María, como en el Cenáculo de Pentecostés.

El Evangelio de Cristo se demuestra todavía potencia de vida, palabra que humaniza y une a los pueblos en una sola familia y promueve el bien de todos más allá de las diferencias de lengua, raza o religión.

11. Sobre el fundamento de la esperanza cristiana que no falla (cf. Rm 5,5), la Iglesia orienta sus pasos hacia el futuro, con un renovado impulso para una nueva evangelización.

El mundo que ha superado el umbral del nuevo milenio espera una palabra de esperanza, una luz que lo guíe en el futuro. El Evangelio, en la historia temporal de los hombres, fue, es y será un fermento de libertad y de progreso, de fraternidad, de unidad y de paz.

El próximo Sínodo de los Obispos, espera ofrecer a la Iglesia y al mundo el anuncio audaz y confiado del Evangelio de Cristo, que abre los corazones a la esperanza terrena y eterna. Pretende hacerlo con el testimonio de unidad, de gozo y de solicitud por la humanidad de nuestro tiempo de parte de los sucesores de los apóstoles en comunión con el Papa, a los cuales el Señor mismo ha asegurado su asistencia hasta la consumación de los siglos (cf. Mt 28,20).


 

 

CAPÍTULO I

UN MINISTERIO DE ESPERANZA

 

Una mirada sobre el mundo con los sentimientos del Buen Pastor

12. ¿Qué actitud asume hoy el obispo para ser servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo?

Antes que nada, el obispo se ubica frente al mundo con una mirada contemplativa, ante la realidad de nuestro mundo, en lo concreto del propio ministerio y en comunión con la Iglesia universal y particular, a cuyo cuidado él está destinado. Luego, lo hace con un corazón compasivo, capaz de entrar en comunión con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, para los cuales debe ser testigo y servidor de la esperanza.

Una imagen evangélica da vida a la actitud que se le exige. Al comienzo de su ministerio Jesús se presenta como el heraldo de la Buena noticia del Padre y lo confirma saliendo al encuentro de las necesidades de la gente: "y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor" (Mt 9,36).

El obispo, con la gracia del Espíritu Santo que dilata y profundiza su mirada de fe, revive los sentimientos de Cristo Buen Pastor ante las ansias y las búsquedas del mundo de hoy, anunciando una palabra de verdad y de vida y promoviendo una acción que va al corazón mismo de la humanidad. Sólo así, unido a Cristo, fiel a su Evangelio, abierto con realismo a este mundo, amado por Dios, se transforma en profeta de la esperanza.

Con esta imagen se presenta ante los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, los cuales, después de la caída de las ideologías y de las utopías, a veces sin memoria del pasado y demasiado ansiosos por el presente, tienen proyectos más bien efímeros y limitados y son a menudo manipulados por fuerzas económicas y políticas. Por esto necesitan redescubrir la virtud de la esperanza, poseer válidas razones para creer y para esperar, y, por lo tanto, también para amar y obrar más allá de lo inmediato cotidiano, con una serena mirada sobre el pasado y una perspectiva abierta al futuro.

La Iglesia, y en ella el obispo, como pastor del rebaño, en continuidad con las actitudes de Jesús, se propone como testigo de la esperanza que no falla (cf. Rm 5,5), consciente de la fuerza propulsora que la orienta hacia el cumplimiento de las promesas de Dios: en efecto "el amor de Dios, fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado" (ib.).

A la Iglesia y a sus pastores fue confiado el Evangelio de la esperanza. Ésta se apoya sobre la certeza de las promesas de Dios, es la esperanza viva a la que el Padre nos ha reengendrado con la resurrección de Cristo (cf. 1 P 1,3), victoria sobre la muerte y sobre el pecado. Y como consecuencia se apoya en la certeza de la perenne presencia de Cristo, Señor de la historia, Padre del siglo futuro (cf. Is 9,6).

Por lo tanto, hay que abrir y vivir bajo el signo de la confianza teologal el tercer milenio del cristianismo con la proclamación del Evangelio de las promesas de Dios.

En las Escrituras y en la tradición de la Iglesia encontramos la semilla escondida de los designios de Dios, que debe germinar en el futuro de los hombres y de los pueblos, confiado a la acción del Espíritu Santo, sabio artífice de la trama de la historia con nuestra colaboración.


Bajo el signo de la esperanza teologal

13. La esperanza teologal, que se apoya totalmente en las promesas de Dios, reviste hoy también un papel importante, al comienzo de un siglo y de un milenio. La espera y la preparación de las últimas décadas para alcanzar una meta tan importante de la historia humana, como lo es el año 2000, signado por el memorial dos veces milenario del nacimiento de Jesús, se dilatan aún desde el punto de vista simbólico hacia el futuro. No ya hacia una meta alcanzada, sino casi hacia un horizonte lejano, con el deber de construir pacientemente el futuro.

La esperanza se presenta como fuerza motriz de lo nuevo, como capacidad de soñar el futuro y de dejar huellas duraderas en el tiempo con la novedad de las obras, como capacidad de construir la historia con la fuerza del Evangelio, o, por lo menos, de dar sentido a la historia, antes de que sean las fuerzas del mundo las que establezcan el sentido del futuro o programen los plazos.

Y todo esto en la fidelidad al deber característico de los cristianos, que es aquel de ser como el alma del mundo. "Lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo" afirma la carta a Diogneto. La Iglesia de Jesús está llamada a ser inspiradora y promotora de historia, en la escucha de las expectativas más profundas y de las esperanzas más auténticas de los hombres y de las mujeres de este mundo.

La esperanza de la cual el obispo debe ser testigo, para ser servidor del Evangelio de Cristo, es la virtud teologal o teológica de la esperanza, en la unidad de la fe que cree y del amor que obra.

El directorio pastoral Ecclesiae imago había puesto en evidencia, a este respecto, algunas características del ministerio del obispo en una síntesis que vale la pena recordar a propósito de la esperanza en Dios, que es fiel a sus promesas: "El Evangelio, del cual el obispo por fe vive y que anuncia a los hombres con la palabra de Cristo, es 'garantía de lo que se espera; prueba de las realidades que no se ven' (Hb 11,1). Apoyándose, por tanto, en semejante esperanza, el obispo con firme certeza espera de Dios todo bien, y repone en la Divina Providencia la máxima confianza. Repite con Pablo: 'Todo lo puedo en aquel que me conforta' (Flp 4,13), acordándose de los santos apóstoles y de los antiguos obispos quienes, aún experimentando graves dificultades y obstáculos de todo género, sin embargo predicaron el Evangelio de Dios con toda franqueza (cf. Hch 4,29.31; 19,8; 28,31). La esperanza, que 'no falla' (Rm 5,5), estimula en el obispo el espíritu misionero y, en consecuencia, el espíritu de creatividad, es decir de iniciativa. En efecto, sabe que ha sido mandado por Dios, Señor de la historia (cf. 1 Tim 1,17), para edificar la Iglesia en el lugar, en el tiempo y en el momento que 'ha fijado el Padre con su autoridad' (Hch 1,7). De aquí también ese sano optimismo que el obispo vive personalmente y, por así decirlo, irradia en los demás, especialmente a sus colaboradores".

14. Sostenido por esta esperanza teologal, el obispo se prepara para programar, intuir y casi soñar el futuro, releyendo la Palabra de Dios, bajo la gracia del Espíritu Santo y en la comunión eclesial.

La Palabra de Dios, fecundada por el Espíritu Santo en el corazón del obispo unido a sus sacerdotes y a sus fieles, será siempre fuente perenne de inspiración y de recursos para afrontar los desafíos del futuro. Según una feliz expresión de Pablo VI: "La Iglesia tiene necesidad de un perenne Pentecostés, necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada".

El Papa, el Colegio Episcopal, los obispos de las Conferencias episcopales nacionales o regionales, todo el pueblo santo de Dios tienen en común también la vocación a la misma esperanza (cf. Ef 4,4).

Esta comunión en la esperanza asegura la presencia viva de Cristo y la inspiración del Espíritu, al cual fue confiado llevar a cumplimiento la plenitud de la comprensión y de la actuación del Evangelio de Jesús en la historia humana.

La comunión en la esperanza debe ser profundizada y compartida como fuente de inspiración, fecundada por la oración del obispo, por el diálogo de la caridad con todo el pueblo de Dios, en modo especial, con sus más estrechos colaboradores, para llegar a reflexiones y programas concretos y compartidos.

La esperanza de los cristianos es el motor del futuro. Es la virtud que no sólo deja huellas en la vida de la humanidad, sino que abre también nuevos surcos en la historia, para sembrar la semilla de las promesas divinas y guiar los caminos del futuro con la fuerza de Dios. La Iglesia será efectivamente signo de esperanza si sabrá estar atenta al designio de Dios, que garantiza un futuro de plenitud, si seguirá fielmente su voluntad y sabrá discernir las expectativas más válidas de la humanidad, de las cuales debe ser intérprete y orientadora.


Entre el pasado y el futuro

15. La Iglesia atraviesa el umbral de la esperanza en los comienzos del tercer milenio con una particular atención a la humanidad de hoy, compartiendo alegrías y esperanzas, tristezas y angustias, pero sabiendo que posee la palabra de la salvación. Sin embargo, hay que reflexionar a qué mundo son enviados los obispos para anunciar el Evangelio.

La esperanza teologal, que crece y se desarrolla como confianza en las promesas de Dios, a veces se purifica en la espera; pero será tanto más auténtica cuanto más probada; se radica en los signos positivos que germinan, entre el ya y el no todavía del Reino, presente en este mundo, pero orientado hacia su cumplimiento final en la gloria.

Ella es memoria fundante, fija en la revelación, que manifiesta no sólo la historia de la salvación, sino también el proyecto y el designio de Dios para el futuro. No es casual que el último libro de la Sagrada Escritura lleva el nombre de Apocalipsis, es decir, revelación. La esperanza suscita en los corazones un dinamismo activo, capaz de volver a encenderse continuamente en la cotidianidad.

Se trata de aquella "perseverancia" fiel, de la cual hablan los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1,14; 2,42) como actitud propia de los discípulos de Jesús, inmersos cada día en la vida de fe. Es la firme confianza puesta en Dios, Padre del Señor Jesucristo, el cual, con la resurrección de su Hijo, proyecta el hoy cotidiano hacia el seguro cumplimiento de las promesas.

16. Muchas veces, especialmente en la última década, una visión panorámica de la realidad del mundo de hoy fue trazada por el Magisterio.

También en el Sínodo de los Obispos este análisis fue llevado a cabo durante las asambleas especiales continentales para Europa, África, América, Asia y Oceanía, así como también en las respectivas Exhortaciones apostólicas post-sinodales hasta ahora publicadas.

No es entonces el momento de rehacer este análisis que, a pesar de presentar rasgos comunes por la creciente globalización de los aspectos generales, tiene sin embargo necesidad de una atenta visión local de los problemas y de las soluciones.

En el texto de los Lineamenta fue igualmente ilustrada la situación general, que en parte ha sido confirmada y enriquecida por las respuestas de las Conferencias Episcopales.


Entre luces y sombras en el panorama mundial

17. El panorama que ofrece nuestro mundo es variado. Sin embargo, la Iglesia con la mirada vigilante y el corazón compasivo del Buen Pastor (cf. Mt 9,36) no puede dejar de advertir con realismo, más allá de los análisis políticos, sociológicos o económicos, los signos de desconfianza o, más aún, de desesperación que hay en el mundo, para ofrecer la medicina de la consolación y el fortalecimiento de la confianza y de la liberación en Cristo. No es una consolación pasajera y débil, que se revela caduca, sino aquella de las certezas de la fe; certezas descubiertas por corazones capaces de amar y de servir, fundadas en la visión unitaria y real de los aspectos de la vida personal y social, sin reducciones pesimistas ni optimistas. Todo esto puede ofrecer el Evangelio de la esperanza.

Quedan todavía sin resolver algunas situaciones problemáticas que comprometen y estimulan el ministerio de la Iglesia, la cual ofrece una esperanza hacia una continua renovación del mundo y de la sociedad, también en lo concreto del ministerio del obispo en su iglesia particular.

18. En muchas partes de nuestro mundo la situación de pobreza, la falta de libertad, el escaso ejercicio de los derechos humanos, los conflictos étnicos, el subdesarrollo que hace crecer la pobreza de las grandes masas populares, crean situaciones de sufrimiento y de falta de esperanza en el futuro.

Constantemente los medios de comunicación nos muestran rostros de desesperación: rostros de niños privados de la necesaria nutrición y muchas veces indignamente explotados; rostros de jóvenes a los cuales se les niega la educación y se los obliga al trabajo de menores; rostros de jóvenes desocupados, entregados a la desesperación y a la indiferencia, fácil presa de la manipulación ideológica o del impulso hacia la degradación moral y espiritual; rostros de mujeres privadas de la propia dignidad; rostros de ancianos necesitados de asistencia; masas de pobres que buscan en la emigración una esperanza para el futuro y refugiados en busca de una patria; rostros de indígenas privados de sus tierras.

No fueron todavía superados los conflictos que al final del precedente siglo y milenio, han provocado muerte y destrucción, emigración, pobreza, luchas étnicas y odios tribales, dejando muerte y heridas profundas en el cuerpo y en el espíritu.

Todavía no se han cicatrizado las laceraciones de algunos recientes conflictos locales que han dividido profundamente culturas y nacionalidades, llamadas a integrarse en un diálogo de paz. Cada tanto afloran fundamentalismos religiosos, enemigos del diálogo y de la paz.

Además en las naciones de mayor progreso muchas veces se encuentran grandes áreas de depresión económica y moral; se nota un aumento de la corrupción y de la ilegalidad, también en el campo político.

19. Los efectos de la globalización ya se escuchan con la despiadada lógica de programas económicos inspirados en un liberalismo desenfrenado que hace a los ricos siempre más ricos y a los pobres siempre más pobres, excluidos como son de los programas de desarrollo, al punto que algunos hablan ya de un nuevo desorden mundial. Preocupa justamente el futuro de enteras poblaciones, que pertenecen a la misma familia de Dios y tienen en común los mismos derechos; son dejadas al margen de la justa participación en el bien común. En muchas ocasiones las comunidades indígenas son usurpadas de las riquezas de la materia prima y de los recursos naturales de los propios países en una desleal explotación del territorio y de las poblaciones.

No obstante una sensibilidad cada vez más positiva hacia la ecología, puede decirse que hasta la tierra padece - como tal vez no haya sucedido antes en la historia de la humanidad - cambios climáticos del ecosistema, que suscitan interrogantes sobre el futuro de nuestro planeta. Es causa de preocupación la degradación del ambiente. La Iglesia se hace portavoz de las aspiraciones más auténticas en favor de un equilibrio ecológico que no ponga en peligro nuestra tierra y la creación entera, obra de las manos del Creador, ofrecida a la humanidad como lugar de belleza y de equilibrio, don y fuente natural de la existencia humana.


Entre el retorno a lo sagrado y la indiferencia

20. Aunque no faltan signos de un despertar religioso, de nuevos intereses por las realidades espirituales y de un cierto retorno a lo sagrado, los pastores ven con preocupación la que fue definida una silenciosa y tranquila apostasía de las masas de la práctica eclesial. Avanza una cultura inmanentista, no abierta a lo sobrenatural; también entre los cristianos hay una creciente indiferencia con respecto al futuro escatológico y sobrenatural de la vida que hace a la existencia mundana realmente digna de ser vivida.

Esto se traduce en un individualismo carente de comunión eclesial y de práctica sacramental. Por ello algunas veces se cae en el extremo de la búsqueda de compensación espiritualista en los movimientos religiosos alternativos y en las sectas, en la adopción de formas de religiosidad, que son en parte imitación de las prácticas ascéticas más nobles de algunas religiones no cristianas. Hoy muchos se conforman con una ambigua religiosidad sin una referencia personal al Dios verdadero de Jesucristo y de la comunidad eclesial.

Para muchos pastores es motivo de preocupación y de una oscura visión del futuro el reducido número de las vocaciones sacerdotales y religiosas, aunque sea sólo en vista de una pastoral ordinaria de evangelización, de una adecuada vida sacramental y eucarística, con el relativo cuidado de la vitalidad de la fe y de la práctica cristiana.

Un nuevo horizonte de problemas éticos

21. Son causa de preocupación el crecimiento del relativismo moral, una cierta cultura que no hace prevalecer la vida y que no la respeta, una desacralización del comienzo y del fin de la existencia humana, tan ligados al misterio del Dios de la vida.

Son signo de esperanza en el Dios Creador la transmisión de la vida física, la educación de los hijos, el uso de la promoción de los valores de la existencia humana en su plenitud de sentido y de destino.

Nunca como en este momento de la historia la falsa ecuación que aquello que es científicamente posible es también éticamente justo nos ha llevado a una verdadera y propia manipulación biológica. De ella se derivan graves consecuencias para el hombre, que es imagen y semejanza de Dios en Cristo, nuestra vida (Jn 1,14: 14,16). De aquí provienen los problemas que han estallado en los últimos años, que se expanden como una sombra hacia el futuro.

La apasionada defensa que el Magisterio de la Iglesia ha hecho de la dignidad de cada vida humana, desde su nacimiento hasta su declino, está influenciando también en la opinión pública y está dando además algunos frutos en el sector de la ética mundial. Están en juego el futuro de la humanidad y la dignidad de la persona humana con sus derechos intocables e inalienables.

22. La crisis de la familia y de su estabilidad, además de las solapadas insidias contra la institución familiar, se presentan hoy como graves amenazas contra la vida y la educación de los hijos.

Es constante en nuestro tiempo la acción doctrinal de la Iglesia en favor de la vida y en el campo del matrimonio y la familia. Son puntos de referencia de esta ininterrumpida acción algunos documentos del Magisterio Pontificio y de otros dicasterios de la Santa Sede, así como también las Jornadas internacionales de la Familia, que son de ayuda a los cónyuges en vista de una adecuada espiritualidad matrimonial y familiar.


Situaciones eclesiales emergentes

23. Una nueva situación eclesial se verifica en los territorios que vivieron un largo período bajo regímenes totalitarios. Aquellas Iglesias viven en una redescubierta libertad de culto y en una nueva presencia apostólica; experimentan el florecer de las vocaciones y un incipiente impulso misionero fuera de los confines de las propias iglesias particulares. En ellas la fatiga y la alegría de un nuevo comienzo, el frecuente testimonio de una alegre vitalidad católica y de un fervor de la fe desconocido en otros países hacer esperar en un futuro prometedor.

Quedan todavía problemas estructurales y organizativos, como la dificultad de un diálogo fraterno y de una concreta comunión y colaboración ecuménica con las otras iglesias, especialmente con las ortodoxas.

Sin embargo la Iglesia no renuncia a su deber de anunciar con audacia el Evangelio en estos países asolados por el vacío dejado por la cultura de los regímenes totalitarios. Es más, debe promover la educación a la libertad y una nueva comunión entre todos los cristianos. Una necesaria educación de la fe puede influir en la superación de una cierta práctica de devoción sin fundamentos sólidos y en el impulso de una renovada evangelización; es necesaria la promoción de una fe adulta, de una vida moral coherente, especialmente ante el asedio de las sectas y ante el peligro de caer, como algunos temen, en la búsqueda de un excesivo consumismo.

24. El futuro de la Iglesia del tercer milenio se ha ido, poco a poco, configurando como una desconcentración de la presencia de los católicos hacia los países de África y Asia, donde, como también en América Latina, florecen jóvenes iglesias, llenas de fervor y de vitalidad, ricas en vocaciones sacerdotales y religiosas, que muchas veces ayudan a superar la escasez de fuerzas vivas que se registra en Occidente.

No se pueden olvidar los vastos y poblados territorios del continente asiático donde todavía muchos fieles no pueden expresar plena y públicamente su fe católica en comunión con la Iglesia universal y su Supremo Pastor. La Iglesia mira también a estos países con una gran esperanza y confía en la acción silenciosa del Espíritu Santo, para que los fieles puedan finalmente expresar la plenitud de la comunión eclesial visible y de la recíproca ayuda para hacer conocer a todos a Cristo Salvador.


Signos de vitalidad y de esperanza

25. Entre los signos positivos que al final del siglo y del milenio fueron percibidos, también en las recientes asambleas sinodales, encontramos el ansia por la paz, el deseo de una participación solidaria de las naciones en la solución de eventuales conflictos locales, la creciente conciencia de los derechos humanos, la igual dignidad de todas las naciones, la búsqueda de una mayor unidad en el planeta, con una solidaridad efectiva a nivel mundial entre países pobres y ricos. La dedicación de muchos al servicio de los pobres y de los países más necesitados a través el voluntariado es germen de esperanza. Crece la estima del genio femenino y se percibe una mayor responsabilidad de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia.

No faltan temores por los excesos de la globalización; sin embargo hay saludables reacciones bajo formas de solidaridad, de mayor sensibilidad en la salvaguardia de los valores culturales de los pueblos y de las naciones, de una conciencia de hacer prevalecer los valores éticos y religiosos sobre los económicos y políticos. Existe en nuestro mundo una acentuada búsqueda de la verdadera libertad y un creciente sentido de comunión contra los individualismos.

El anuncio del Compendio de la doctrina social de la Iglesia da buenas esperanzas en vista del compromiso en el campo social y económico en favor de todos los pueblos.

En los vaivenes de luces y sombras, a veces se descubren también a nivel mundial movimientos de opinión a favor de algunos aspectos que parecen amenazados. Contra la manipulación genética y el desprecio de la vida naciente está surgiendo una mayor atención por la vida humana y su valor trascendente, que la une al Dios de la vida. Se busca fuertemente una convergencia sobre los valores éticos a nivel internacional, mientras del peligro de un desequilibrio ecológico nace un sentido más profundo del valor de la creación.


Hacia un nuevo humanismo

26. La masificación y la globalización suscitan, como justa reacción, un deseo profundo de personalismo e interioridad. Hoy es muy valorado el equilibrio entre unidad y pluralismo: unidad que pertenece al designio de Dios, que ha creado una única naturaleza humana, fundamento de la unidad de la familia de los pueblos, de su origen y de su destino; pluralismo de naciones, lenguas y culturas que reflejan la riqueza de la multiforme sabiduría de Dios (cf. Ef 3,1). En este contexto asistimos también al despertar de las culturas como contrapunto a una mundialización que aplasta y empobrece. Al contrario, la identidad cultural, provoca, también en el intercambio de bienes, un enriquecimiento recíproco.

En la problemática situación de desesperación de muchos, como son la soledad, el egoísmo, los pequeños proyectos humanos sin trascendencia, muchas veces replegados sobre el egocentrismo de las personas y de los grupos, la esperanza traza amplios senderos de comunión, de colaboración, de acciones comunes, de voluntariado generoso y gratuito. Tales valores se integran en el gran designio de Dios a través de la vida personal, eclesial, familiar, en la cual cada uno responde según la propia vocación.

También hoy hay una búsqueda del sentido y de la cualidad de la vida en cada nivel, incluido el espiritual. Se manifiesta una mayor sensibilidad hacia el personalismo y hacia el sentido comunitario de las relaciones interpersonales, sobre la base de una verdadera comunión entre las personas.

El mundo actual y la Iglesia sienten la urgencia de la unidad, aunque muchas veces sea amenazada la plena y auténtica "cultura" de la unidad y de la comunión.


Los frutos del Jubileo

27. A nivel eclesial continúa, especialmente después del Gran jubileo del 2000, la renovación de la vida cristiana, de la participación solidaria de todos en la nueva evangelización.

La preparación del Jubileo de la Encarnación, según el programa pastoral y espiritual trazado en la Tertio millenio adveniente de Juan Pablo II, fue vivida a nivel universal con válidas iniciativas de catequesis y de vida sacramental. Los tres años dedicados a la contemplación del misterio del Hijo, del Espíritu Santo y del Padre, con específicos compromisos de carácter sacramental (redescubrimiento del bautismo, de la confirmación y de la penitencia), de vida teologal (la fe, la esperanza y el amor) y ético-sociales, están dando sus frutos.

El Jubileo del 2000, vivido según el espíritu de la institución bíblica del quincuagésimo año (cf Lv 25) con su plena realización en Jesús de Nazaret (cf Lc 4,16 ss), ha sido realmente un año de progreso espiritual. La gracia de la conversión se ha multiplicado, alimentando la esperanza de una continuidad, como de un nuevo comienzo, que coincide con la puesta en marcha del tercer milenio.

28. Algunos momentos del Jubileo han sido un signo especial para la Iglesia y para el mundo. La Jornada mundial de la juventud ha ofrecido un testimonio de fe, de piedad y de frescura eclesial con la gozosa presencia y participación de tantos jóvenes, provenientes de todo el mundo y reunidos en Roma alrededor del Papa. Su presencia eclesial es un desafío, la pastoral juvenil una de las fronteras de las próximas décadas. En los jóvenes cristianos se siente la exigencia de una clara y decidida vida evangélica.


Bajo la guía del Espíritu

29. Como ya fue notado en las diversas asambleas sinodales continentales, y ha emergido especialmente en ocasión de la solemnidad de Pentecostés de 1998, la Iglesia siente fuertemente que el Espíritu Santo, como ha hecho en otras épocas de la historia, ha sembrado nuevas energías espirituales y apostólicas, auténticos carismas de vida evangélica y de espíritu misionero, aptos para las necesidades del mundo de hoy, especialmente en los movimientos eclesiales y en las nuevas comunidades. Esta siembra promete una cosecha abundante favorecida por las vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales de muchos jóvenes deseosos de consagrar sus vidas al servicio del Evangelio.

Respondiendo a los criterios de eclesialidad trazados por el Magisterio y a su propio carisma, estas nuevas realidades son ya, junto con aquellas existentes, el presente y el futuro de la Iglesia en el mundo.


Hacia senderos convergentes de unidad

30. El siglo y el milenio que se abren ciertamente encuentran a los fieles y a los pastores de las diversas iglesias y comunidades cristianas más unidos, a través de los innegables progresos del diálogo ecuménico, fruto precioso del Espíritu en el siglo ya transcurrido. Un diálogo que ha tenido sus variables vicisitudes en las últimas décadas. Un proseguimiento de los contactos ecuménicos en los últimos años anima este irreversible compromiso de la Iglesia y de las otras iglesias y comunidades cristianas.

Algunos eventos jubilares como la apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pablo, la conmemoración ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX, el viaje del Papa a Tierra Santa, junto con otras iniciativas recientes, constituyen el signo de una renovada voluntad de parte de los cristianos de recorrer juntos los caminos del Señor.

También el diálogo interreligioso está abierto a nuevos desarrollos en la búsqueda de la paz y en el reconocimiento de valores religiosos y trascendentes. Hay que nombrar en primer lugar las relaciones con representantes del pueblo de Dios de la primera alianza. Tales encuentros abren senderos de esperanza, al comienzo de un milenio que muchos ven como la época del gran diálogo entre las religiones mundiales, guardianes de los valores del espíritu.

El diálogo, entendido como encuentro entre personas y grupos, en el respeto de las diversas identidades y en el rechazo del irenismo y del sincretismo, no es sólo el nuevo nombre de la caridad, como ha dicho Pablo VI, sino que hoy también es el nuevo nombre de la esperanza, en un renovado escenario mundial.


Un fuerte reclamo de espiritualidad

31. Es un signo de esperanza el reclamo de espiritualidad que es una exigencia del tiempo presente y que asume diversos aspectos.

Ante todo como una fuerte llamada a la experiencia primigenia cristiana que es el encuentro con un Viviente. Esto significa el necesario pasaje de la proclamación de la fe a la fe vivida. Postula también una liturgia viva en el encuentro con la bondad del Dios misericordioso que nos ofrece redención y salvación, como aquel que es "médico de la carne y del espíritu".

En el ámbito moral se siente la necesidad de "vivificar" la experiencia cristiana en sus exigencias éticas con el soplo del Espíritu. En efecto, la moral cristiana "difunde toda su fuerza misionera, cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicionada a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles".

Se hace evidente, por lo tanto, la urgente necesidad de una pastoral más espiritual que responda a las exigencias de la nueva evangelización; se perfila la necesidad de cualificar la pastoral en modo que tienda a suscitar el encuentro personal y místico con Cristo, a imitación de los apóstoles, antes y después de la resurrección, y de los primeros cristianos.


Obispos testigos de esperanza

32. Esta visión de la situación de la Iglesia en el mundo, con sus luces y sus sombras, al comienzo del tercer milenio de la era cristiana, es el testimonio que cada obispo debe dar del Evangelio de Cristo para la esperanza del mundo, ya sea en el vasto horizonte de la Iglesia universal ya sea en las diversas iglesias particulares.

De aquí resulta la concreta responsabilidad espiritual y pastoral del obispo en la iglesia particular, en una sociedad que vive en el mundo global de las comunicaciones, participando de la vida del entero planeta.

No se puede olvidar, además, el compromiso que tal situación comporta para una ordenada visión de la Iglesia que vive en el mundo, pidiendo a los obispos la necesaria palabra y acción en vista del bien común.


Fieles en las expectativas y las promesas de Dios como la Virgen María

33. La esperanza de la Iglesia viene de Cristo, el Resucitado, que posee ya la victoria y la anticipación escatológica de las promesas de Dios en la gloria futura.

Ante las pruebas cotidianas, en el contexto de una existencia que se hace espera de algo nuevo que debe venir de Dios, el obispo es para su Iglesia como Abrahán, que "esperando contra toda esperanza, creyó" (Rm 4,18-22). Confía con certeza en la palabra y en el designio de Dios, como María, mujer de la esperanza, que esperó el cumplimiento de las promesas del Dios fiel, en Nazaret, en Belén, en el Calvario y en el Cenáculo.

La historia de la Iglesia es una historia de fe y de caridad, pero también una historia de esperanza y de coraje. El obispo que sabe ser vigilante profeta de esperanza, como un centinela de Dios en la noche (cf Is 21,11), puede dar confianza a su grey, trazando en el mundo senderos de novedad.

Cada obispo, poniendo sólo en Dios su fe y su esperanza (1 P 1,21), debe poder hacer propias las palabras de S. Agustín: "Como seamos, vuestra esperanza no sea puesta en nosotros. Como obispo, me rebajo a decir esto: quiero alegrarme con vosotros, no ser exaltado. No me congratulo para nada con quien sea que habré descubierto que pone en mí su esperanza: sea corregido, no confirmado; debe cambiar, no hay que alentarlo... vuestra esperanza no sea puesta en nosotros, no sea puesta en los hombres. Si somos buenos, somos ministros; si somos malos, somos ministros. Pero si somos ministros buenos, fieles, somos realmente ministros".

34. En este amplio horizonte se coloca el ministerio de la Iglesia para el próximo milenio, en modo especial la misión del obispo como testigo y promotor de esperanza cristiana.

Para cada pastor de la Iglesia se trata de llevar, en modo audaz e intrépido, la presencia de Dios en lo cotidiano de la vida. El entero servicio episcopal es ministerio para el renacimiento "a una esperanza viva" (1 P 1,3) del pueblo de Dios y de cada hombre. Por eso es necesario que el obispo oriente toda la obra de evangelización al servicio de la esperanza, sobre todo de los jóvenes, amenazados por los mitos ilusorios y por el pesimismo de sueños que se desvanecen, y de cuantos, afligidos por las múltiples formas de pobreza, miran a la Iglesia como su única defensa, gracias a su esperanza sobrenatural.

Fiel a la esperanza, cada obispo debe custodiarla en sí mismo porque es el don pascual del Señor resucitado. Ella se funda en el hecho que el Evangelio, a cuyo servicio el obispo vive, es un bien total, el punto crucial en el cual se centra el ministerio episcopal. Sin la esperanza toda su acción pastoral sería estéril. El secreto de su misión está, en cambio, en la firme solidez de su esperanza teologal y escatológica. De ella afirma S. Pablo "fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros" (Col 1,6).

La esperanza cristiana inicia con Cristo y se nutre de Cristo, es participación al misterio de su Pascua y anticipación para una suerte análoga a aquella de Cristo, ya que el Padre con Él "nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos" (Ef 2,6).

De esta esperanza el obispo es signo y ministro. Cada obispo puede acoger para sí estas palabras de Juan Pablo II: "Sin la esperanza seríamos no sólo hombres infelices y dignos de compasión, sino que toda nuestra acción pastoral sería infructuosa; nosotros no osaríamos emprender más nada. En la inflexibilidad de nuestra esperanza reside el secreto de nuestra misión. Ella es más fuerte de las repetidas desilusiones y de las dudas fatigosas porqué toma su fuerza de una fuente que ni nuestra desatención ni nuestra negligencia pueden agotar. La surgiente de nuestra esperanza es Dios mismo, que mediante Cristo una vez y para siempre ha vencido al mundo y hoy continúa a través de nosotros su misión salvífica entre los hombres!."