Los sacerdotes,
elegidos y destinados
Fuente: es.catholic.net
Autor: Guillermo Juan Morado
“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca...” (Jn 15, 16).
“Yo os he elegido a vosotros”: La primacía de la gracia
La vocación cristiana es don de Dios, viene de
Dios. La Iglesia misma se configura “como misterio de vocación” (cf PDV 35) y es
“por propia naturaleza ‘vocación’”, «convocatoria», esto es, asamblea de los
llamados.
En la vocación, la primacía absoluta le corresponde a la gracia. Como por otra
parte sucede en toda la acción de la Iglesia. Lo ha recordado el Papa en la
Novo Millennio Ineunte:
“Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción
pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer
y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por
tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y
capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de
olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5)” (NMI, 38).
“Dios nos pide una colaboración real a su gracia”, pero sin Cristo “no podemos
hacer nada”. “Todo proviene de Dios” (cf 2 Cor 5, 17-18). La gracia es el favor,
el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada:
La
llamada a ser hijos de Dios : “a todos los que la recibieron (a la Palabra) les
dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).
La
llamada a la filiación adoptiva: “recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que
nos hace exclamar: ¡ Abba, Padre!” (Rom 8, 15).
La
llamada a ser partícipes de la naturaleza divina: “nos han sido concedidas las
preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la
naturaleza divina” (2 Pe 1, 4).
La
llamada a la vida eterna: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).
La vocación cristiana es sobrenatural, porque
depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede
revelarse y darse a sí mismo: “Placuit Deo”, “Quiso Dios, con su bondad y
sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad...” (DV
2). Sin Él no podemos nada, porque nadie puede conferirse a sí mismo la gracia:
ésta siempre debe ser dada y ofrecida (Catecismo de la Iglesia Católica,
875). Como afirmaba San Agustín:
“Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con
Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos
curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos
adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se
nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por
siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada. (S. Agustín, nat. et
grat. 31)”.
Esta clave de la gracia nos permite comprender el sentido de nuestra vocación y
misión en la Iglesia. El sacerdote es un “ministro de la gracia”, que ha
recibido de Cristo la misión y la facultad de actuar en su persona (in
persona Christi Capitis), precisamente porque sin Él no podemos – no puede
la Iglesia – hacer nada. Nacidos de la gracia y destinados a ser “ministros de
la gracia”. He aquí la razón última de nuestro ser y de nuestro actuar.
Nacidos de la gracia, porque la llamada de Dios nos precede. La vocación
sacerdotal nunca es un derecho del hombre, ni es un simple proyecto personal, ni
una promoción meramente humana. Jesús llamó a los que Él quiso (Mc 3, 13).
En esto se equivocan, como en otras cosas, las feministas, cuando exigen el
sacerdocio, como si se tratase de un derecho, de un proyecto personal o de una
promoción dentro de la Iglesia. El Señor llamó a lo que él quiso: "Cristo,
llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente
libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su
comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin
amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su
tiempo" (Mulieris dignitatem).
André Manaranche comenta al respecto de las mujeres promovidas al “presbiterado”
o al “episcopado” en algunas comunidades eclesiales no católicas: “Las fotos,
por supuesto, son engañosas, aunque no siempre. Las que nos ofrece la prensa de
las nuevas promovidas (especialmente al “episcopado”) me hacen reír y llorar al
mismo tiempo. Estas jóvenes mujeres, ataviadas como hombres, presentan una cara
de satisfacción revanchista y simplona, que desentona con lo que un misacantano
puede experimentar en un día semejante: una profunda humildad. Compárese con el
rostro de Juan Pablo II el día de su elección como Papa... El contraste es
elocuente. Es la diferencia que media entre el “Totus tuus” y el “Ya lo
tenemos”. ¿Se trata exactamente del mismo Dios?” (A. Manaranche, Querer y
formar sacerdotes, 182, nota 172).
La conciencia de la llamada como gracia ha de provocar en nosotros “una gratitud
admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes”, porque sabemos que
estamos apoyados no en nuestras propias fuerzas, sino en la fidelidad
incondicional de Dios que llama (cf PDV 36).
Es la gracia la que sostiene la libertad del hombre, sanándola y elevándola,
para poder abrirse y acoger el don de Dios; para abrirse y acoger, libremente,
la llamada en la oblación, la generosidad y el sacrificio. Ahí es donde se sitúa
la raíz más profunda de la libertad. Jesucristo, el hombre libre por
antonomasia, el primero de los llamados, responde a la voluntad del Padre con la
oblación, la generosidad y el sacrificio: “He aquí que vengo, oh Dios, para
hacer tu voluntad” (Heb. 10, 5.7).
La identidad del sacerdote, ministro de la gracia. La primacía de la gracia
permite descubrir la identidad del sacerdocio ministerial. El sacerdote,
por el sacramento del orden recibido, es desposeído de sí mismo, pues el
Espíritu le otorga operar aquello que no está dentro de sus posibilidades
humanas, le da la capacidad de hacer algo de lo que es radicalmente incapaz:
“Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de
Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la
Iglesia lo llama «sacramento»” (CEC, 875).
Sin el sacramento del Orden, un hombre no podría ser representante de Cristo
Cabeza, no podría ser ministro de la gracia que Dios da gratuitamente a su
Iglesia. La ordenación es una consagración, un “poner aparte” y un “investir”
por Cristo mismo para su Iglesia. El sacramento confiere un don del Espíritu
Santo que permite ejercer un poder sagrado (sacra potestas) que sólo
puede venir de Cristo, a través de su Iglesia. Es necesario tomar conciencia de
la sacralidad del ministerio, para evitar vaciarlo de contenido, privándolo de
sus fundamentos más hondos:
“Un ministerio puede encontrarse cortado por su base a causa de una infidelidad
súbita y grave, pero muere poco a poco cuando anestesia, una tras otra, todas
sus razones profundas” (Manaranche, 187).
Una de estas razones profundas es la de ser ministros de la gracia. Por eso, los
actos constitutivos del ministerio sacerdotal son, básicamente, la Eucaristía y
el Perdón.
Por el ministerio de los sacerdotes se ofrece ahora, en la Santa Misa, la misma
víctima que se ofreció a sí misma en el Sacrificio de la Cruz. Por medio de este
sacrificio, Cristo derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es
la Iglesia. El sacerdocio recuerda la excedencia de la Eucaristía, su
indisponibilidad. No es, ante todo, una obra nuestra, sino obra de Dios. Es
Cristo mismo, sumo y eterno sacerdote de la nueva alianza, quien, por el
ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también
Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del
sacrificio.
Algo análogo tiene lugar con el Perdón. Sólo Dios puede perdonar los pecados.
Por eso, Jesucristo, que es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El Hijo del
hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Mc 2, 10). Y Él
confiere este poder a los hombres, para que lo ejerzan en su nombre. Es Dios
mismo el que, a través del ministro ordenado, exhorta y suplica: “Dejaos
reconciliar con Dios”.
Naturalmente, el ministerio de la gracia, el ministerio sacerdotal, se realiza
en la Iglesia e “in nomine totius Ecclesiae”. Si el sacerdote representa
a Cristo-Cabeza de la Iglesia ante la asamblea de los fieles, actúa también en
nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y
cuando ofrece el Sacrificio Eucarístico (cf CEC, 1552).
No porque sean “delegados de la comunidad”, sino porque la Cabeza (Cristo) es
inseparable de sus miembros. El sacerdote no es representante de Cristo por ser
representante de la Iglesia; al contrario, es representante de la Iglesia, por
ser representante de Cristo.
En el sacramento del Perdón, el sacerdote es signo e instrumento del amor
misericordioso de Dios con el pecador. Nunca es dueño, sino sólo servidor del
perdón de Dios. Se da, en el ejercicio del ministerio de la confesión, uno de
los actos más constitutivos (el más constitutivo, después de la Eucaristía, del
ministerio sacerdotal).
“Y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca...”
La llamada y la consagración no pueden separarse
del envío, de la misión. Esta misión es la misión apostólica de representación
de Cristo, como verdaderos sacerdotes suyos, para anunciar el Evangelio, para
apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Hay una vinculación
indisoluble entre identidad y misión:
“El ser y el actuar del sacerdote - su persona consagrada y su ministerio - son
realidades teológicamente inseparables, y tienen como finalidad servir al
desarrollo de la misión de la Iglesia : la salvación eterna de todos los
hombres. En el misterio de la Iglesia - revelada como Cuerpo Místico de Cristo y
Pueblo de Dios que camina en la historia, y establecida como sacramento
universal de salvación -, se encuentra y se descubre la razón profunda del
sacerdocio ministerial, «de manera que la comunidad eclesial tiene absoluta
necesidad del sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté
presente en ella»” (Congregación para el Clero, El Presbítero, pastor y guía
de la comunidad, 5).
Para ir y dar fruto es necesario saber en calidad de qué se va, por quién se es
enviado y para qué se es enviado. La finalidad de la misión coincide con la
identidad del enviado: somos destinados a llevar la gracia de Dios a los
hombres, para que puedan salvarse, y somos, en vistas a ello, ministros de la
gracia.
La supresión de la identidad del sacerdote sólo puede hacerse a costa del
desdibujamiento de la naturaleza de la misión de la Iglesia. El pesimismo sobre
el futuro del sacerdocio sólo puede levantarse sobre la arena fangosa del
pesimismo acerca de la posibilidad y la necesidad de la misión eclesial.
El desdibujamiento de la misión de la Iglesia repercute en el desdibujamiento de
la misión sacerdotal. Concepciones de la Iglesia que no se ajustan a lo que
encontramos en la Escritura y en la Tradición, interpretadas por el Magisterio,
llevan a desfigurar la identidad y la misión del sacerdote. Esta desfiguración
repercute negativamente en la promoción de las vocaciones sacerdotales (1).
Del sacerdocio ministerial molestan básicamente cuatro cosas:
1) Su diferencia y especificidad, ya que el sacerdocio ministerial se diferencia
esencialmente, y no sólo de grado, del sacerdocio común de los fieles: “El
sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se
ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del
sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no solo gradual. Porque el
sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y
dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a
Dios en nombre de todo el pueblo: los fieles, en cambio, en virtud del
sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y
acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y
caridad operante” (LG 10).
2) Su consagración: “Así, pues, enviados los apóstoles, como El había sido
enviado por el Padre, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión,
por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos, cuya
función ministerial fue confiada a los presbíteros, en grado subordinado, con el
fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del
Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo
les confió” (PO 2).
3) Su disponibilidad permanente: “Los presbíteros, pues, por la virginidad o
celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una
forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso, se
dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres,
sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y
con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo”(PO
16).
4) Su tarea indivisa: El presbítero es maestro de la Palabra, ministro de los
sacramentos y guía de la comunidad. No puede ser un mero “coordinador” de un
equipo de pastoral; ni un mero “decidor de misas”, ni un mero “predicador”. Ha
de ser, indivisamente, pastor, liturgo, y maestro.
Para ejercer la misión de ser ministros de la gracia resulta imprescindible
cumplir una doble exigencia: la exigencia de una formación de calidad y la
exigencia de una vida ministerial enmarcada espiritualmente.
Una formación de calidad que se le pide a todo bautizado y, con mayor motivo, a
todo sacerdote: “Todo bautizado, en cuanto testigo de Cristo, ha de adquirir una
formación apropiada a su situación, para que la fe no sólo no se agoste por
falta de cuidado en un medio tan hostil como es el ambiente secularista, sino
para sostener e impulsar el testimonio evangelizador” (Ecclesia in Europa, 49).
No se puede negar un cierto ambiente de pesimismo, que se refleja en la
incertidumbre acerca del futuro del sacerdocio y, también, del futuro de la fe:
“En una coyuntura de escasez y de envejecimiento que se acentúa, algunos se
preguntan si no está perdida la partida” (Manaranche, 113).
Por eso es necesario volver a los fundamentos de la fe, para reavivarla, para
fortalecerla. Volver a Jesucristo, el manantial de la gracia que se difunde,
para la salvación de los hombres a través del canal de la Iglesia:
“Sí, después de veinte siglos, la Iglesia se presenta al principio del tercer
milenio con el mismo anuncio de siempre, que es su único tesoro: Jesucristo es
el Señor; en Él, y en ningún otro, podemos salvarnos (cf. Hch 4, 12). La fuente
de la esperanza, para Europa y el mundo entero, es Cristo, y « la Iglesia es el
canal a través del cual pasa y se difunde la ola de gracia que fluye del Corazón
traspasado del Redentor »” (Ecclesia in Europa, 18).
Conclusión: al servicio del Evangelio de la esperanza
El Papa, en los números 36 a 46 de Ecclesia in Europa, exhorta a los
sacerdotes a “celebrar, enseñar y servir de modo especial el Evangelio de la
esperanza”, prolongando “la presencia de Cristo, único y supremo Pastor,
siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del
rebaño que les ha sido confiado”. La lectura de estos textos de Juan Pablo II
constituirá una excelente ocasión para realizar un examen de conciencia, que nos
impulse a todos a reavivar la gracia inconmensurable de la llamada y del envío,
para que “vayamos y demos fruto, y nuestro fruto permanezca”.