Josep Miró i Ardèvol 18/04/2002

 

Las precedentes son algunas de las razones aducidas por las propias interesadas, sacerdotisas de la iglesia anglicana, que he tenido ocasión de leer. Lo recogido podría ser obviamente mucho más largo, pero temáticamente nada diferente.

Sorprende, de las declaraciones de las nuevas sacerdotisas y también en quienes son favorables, la concentración argumental en un punto: el sacerdocio visto como un ejercicio de escalafón, como un rango, como una manifestación de poder y, por lo tanto, como un ejercicio de igualdad entre sexos. Un diácono tiene más rango que un laico y un sacerdote tiene más rango que un diácono. Si alguien es laico tiene que poder ascender' a diácono, y si ya lo es tiene que poder ascender' a sacerdote. como las mujeres eran diáconos y no podían ser sacerdotes, se sentían discriminadas. De la misma manera que se formula en política una cuota para las mujeres del 30, el 40 o el 50 por ciento para evitar su discriminación, también se dice que tiene que evitarse la discriminación que comporta el hecho de que las mujeres no puedan alcanzar dentro de la Iglesia el mismo rango que los hombres: el sacerdocio. ' '

El enfoque es el mismo que se produce en nuestras latitudes. Un ejemplo paradigmático era, en este sentido, el artículo de Maria Josefa Amell y Comas titulado Mujeres en la Iglesia aparecido en el diario AVUI y referido al sacerdocio femenino: "¿hasta cuando las mujeres tendremos que seguir clamando en el desierto para que se nos escuche y a partir de aquí empezar un camino de aceptación e igualdad? ". Pero ¿es este el planteamiento correcto? El laicado, el diaconato, el sacerdocio y, en definitiva, el servicio a Dios es un ejercicio de poder y por tanto de reconocimiento de la igualdad entre el hombre y la mujer.

La verdad es que, a pesar de su aparente progresismo formal - un debate sobre la igualdad, en el seno de la Iglesia en este caso -, la cuestión del sacerdocio femenino tal como viene planteada es para los laicos profundamente reaccionaria, porque nos sitúa, como argumento de fondo, todavía más en un segundo y subsidiario plano con respecto a los sacerdotes.

Quiero llamar la atención sobre la afirmación de reaccionarismo, que no aplico al sacerdocio femenino como temática, sino a la argumentación que del mismo se hace como una cuestión de poder e igualdad. Tal como está planteado el debate del sacerdocio femenino, es clericalista porque es un debate eclesial donde la cuestión esencial, la relación de la persona con Dios, está ausente. Si el sacerdocio no es contemplado desde este punto de vista y desde la perspectiva de la Encarnación de Jesucristo y la continuidad histórica de su Iglesia en el espíritu, el sacerdocio no tiene sentido.

Quizás en el marco socioeconómico de la Iglesia de Inglaterra, donde su carácter de Iglesia estatal confiere a los sacerdotes y obispos un rango administrativo preciso, es explicable la confusión entre sacerdocio y poder. Cuando el sacerdote es al mismo tiempo un funcionario del estado, que recibe un sueldo razonable - entre dos y tres veces superior al que reciben en Cataluña, por nivel de renta de país más o menos equivalente -, que tiene derecho a casa y puede formar una familia, que vive en el status razonablemente confortable de una familia de clase media, cuando los obispos tienen una presencia política formal en el sistema político, es hasta cierto punto lógico que opere la confusión. Sin embargo si trasladamos el argumento a nuestra casa, donde desde una perspectiva social objetiva los sacerdotes son unos pobres y donde ser cura es también un ejercicio de valor moral por su marginalidad ante los poderes constituidos de la sociedad, el argumento del sacerdocio femenino entendido como ejercicio de igualdad resulta caricaturesco.

La afirmación de la igual dignidad entre el hombre y la mujer está contenida en el Génesis y no tiene nada que ver con el sacerdocio: "crea Dios al hombre a su imagen: a imagen de Dios lo cría: hombre y mujer los crea (Gn. 1,27). Como nos recuerda Juan Pablo II, la dualidad originaria masculina y femenina es a imagen de Dios. Todos ponemos esta extraordinaria dignidad de ser hijos de Dios único creador del Universo, hombre o mujer, laicos o curas, y el hecho de ser una u otra cosa no le da más derechos, ni le confiere más igualdad.

La paradoja del debate de la mano de la Iglesia es todavía superior si nos tomamos seriamente todo nuestro sistema conceptual católico, porque es esta Iglesia quien confiere a una mujer, y por lo tanto a la condición femenina, un carácter de ser humano extraordinario. La Virgen María y los dogmas de la Inmaculada Concepción y Ascensión son dos decisiones extraordinarias, dos hechos más allá' del sistema de creencias habituales de los católicos, alcanzados sin embargo por profundización de la tradición y no contra ella.'

Este papel único, esta relevancia de la mujer en la historia salvífica de la humanidad, en el misterio de la creación y voluntad de Dios, es algo que falta, que es inexistente en la siempre temporal Iglesia anglicana. ¿No sería más lógico que la reflexión sobre el papel de la mujer en la Iglesia tuviera como referencia, no única sin embargo si esencial, la figura de la Madre de Dios? Y si no es así, ¿qué sentido tiene para nosotros, católicos, la Virgen y las verdades que nos obliga a profesar?

El sacerdocio femenino y el signo de los tiempos

Aunque sobre todo me interesa poner de relieve los valores del catolicismo en el marco de la reflexión sobre el sacerdocio femenino, sí querría hacer una brevísima consideración a un segundo argumento, menos utilizado, que el sacerdocio como ejercicio de igualdad. Me refiero al aumento del signo de los tiempos y que, en resumidas cuentas, vendría a decir que quizás sí que antes no tocaba tener sacerdotisas, sin embargo ahora sí - en nombre de la igualdad -. No es un argumento autónomo. Su valor histórico necesita del precedente contemporáneo de la lucha feminista en la sociedad civil, en el mundo, para tener sentido, sin embargo incluso a pesar de este apoyo, resulta un argumento de una solvencia histórica escasa, porque descuida precisamente la experiencia histórica.'

En el contexto histórico en que se mueve el judaísmo, básicamente sistemas de religiones orientales del tronco sirio, babilónico y egipcio, en una primera insistencia histórica y, del tronco helénico después encontramos numerosísimas referencias de iglesias donde el sacerdocio es compartido por el hombre y la mujer, ejercido prioritariamente por ella o, incluso en exclusiva. A partir de la revelación, el contexto se desplaza a Occidente, donde el referente romano es esencial y donde también encontramos la consagración del sacerdocio femenino tanto en su sistema religioso autóctono, en las vestales romanas, como en la multitud de iglesias importadas, acogido al eclecticismo del legislador romano.

En este sentido el sacerdocio femenino en la Iglesia no sería un signo de los tiempos, al menos no de nuestros tiempos, sino algo tanto viejo como viejas son las religiones inventadas por el hombre. Ahora la cuestión de fondo del querer razonamiento histórico es si todas aquellas religiones que ensalzaban la figura femenina a través del sacerdocio, incluso la propia legislación romana, contribuyeron mucha a la igualdad de la mujer, o bien fue a partir del cristianismo y su proclama de seres creados a imagen de Dios.'

Volviendo al tema de la Virgen María, tratada desde los dogmas de la Asunción y de la Inmaculada Concepción, hay que subrayar que la Iglesia católica destaca así el papel de la mujer en la historia de la creación. Curiosamente la anglicana no reconoce ninguno de estos dos principios dogmáticos. Posiblemente, y esta sería otra causa subjetiva de ver el sacerdocio cómo un escalafón administrativo, el carácter de Iglesia de estado hace que no sea precisamente la percepción del sentido de la pobreza lo que aparece como elemento más visible de aquella confesión cristiana. Seguramente este confort material y esta tradición administrativa hacen más fácil confundir lo que es accesorio en el cura con su dimensión estrictamente eclesial.