El perfil de un siervo de Dios

por Marcelino Ortiz

«¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿A un hombre cubierto de vestiduras delicadas? He aquí, los que llevan vestiduras delicadas, en las casas de los reyes están. Pero, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta... Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el bautista» (Mt. 11:7-11).

Compañeros ministros, obreros del Señor, líderes cristianos, qué mayor privilegio puede haber que el de servir a Dios. Por esta razón, detengámonos un momento a considerar cuáles son las características de la persona a quien Dios utiliza. Para ello, tomemos como modelo la vida de Juan, el Bautista.

El hombre enviado de Dios

«Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. Juan no era la luz sino para que diese testimonio de la luz» (Jn. 1:6-8). El hombre a quien Dios utiliza, en primer lugar es un hombre que vive consciente, veinticuatro horas al día, de su irresistible vocación divina. «Fue un hombre enviado de Dios.»

Hoy en día, como ha ocurrido a través de las edades, son muchos los que se autoenvían, esto es, se envían a sí mismos. Han hecho del ministerio cristiano su modus vivendi, su medio de vida. Son ministros porque para eso estudiaron, porque eso es lo que saben hacer, porque para eso les pagan.

A otros los envían los familiares —el deseo de la madre, la presión de la familia— que quieren tener un hijo en el ministerio cristiano. Ya lo tienen, pero no ha sido enviado por Dios.

A otros los han enviado sus respectivas organizaciones eclesiásticas a las cuales están jurisdiccionados —presbiterios, convenciones, juntas— y están en el lugar por un tiempo establecido para realizar una obra determinada, hasta que la organización lo juzgue conveniente.

Pero colegas, quiero decirles enfáticamente que Juan estaba más que consciente de que era lo que era y hacía lo que hacía, porque para eso lo había levantado Dios. Para eso y para ninguna otra cosa. Su sentido de vocación cristiana le permitió vivir esa vida austera como anacoreta del desierto allá en la soledad, y ser en muchos sentidos el hazmerreír de propios y extraños, vista su rara indumentaria. Pero él sabía lo que hacía, y cuando tenía que enfrentarse a la gente, Dios le daba una santa audacia en la entrega de su mensaje.

A la clerecía, llámense príncipes de los sacerdotes, escribas, señores del pueblo, la llamaba: «generación de víboras». No cedía al respeto humano, como el común de los hombres. Cuando el reyezuelo Herodes le arrebató la esposa a su propio hermano y la tomó por mujer, fue el hombre de Dios, Juan, quien con audacia le dijo: «No te es lícito tener por mujer a la mujer de tu hermano». Consciente de su misión, no era un diplomático. Al pan le llamaba pan y al vino, vino. A cada cosa la denominaba por su propio nombre, sin temor a ser mal recibido o mal visto, sin miedo a la represalia o a ir al mismo cadalso, como a la postre ocurrió.

Leighton Ford, en su libro La gran minoría cuenta que en sus jornadas misioneras en el África, en un país musulmán, se encontró con un misionero de la Iglesia Reformada de Francia. Era un académico, un hombre notable. En el aeropuerto de esa capital africana empezó a conversar con él y resultó que este hombre en cuatro años había logrado sólo dos convertidos. ¡Dos convertidos en cuatro años! Un hombre tan capaz, tan talentoso, que podía estar enseñando en una universidad, con capacidades como para ayudar a la iglesia haciendo muchas cosas. Entonces Leighton le preguntó: «¿Por qué está usted aquí, si tan sólo ha logrado dos convertidos?» Aquel hombre le dijo: «Yo estoy aquí, porque Dios me tiene aquí». Sentido de vocación. Vocación a toda prueba.

Amado hermano, compañero, lector, amigo, ¿puedes decir lo mismo? ¿Actúas a la luz del llamamiento? ¿Por qué estás donde estás? ¿Por qué predicas lo que predicas, enseñas lo que enseñas, visitas, haces, vives? ¿Por qué? «Predico porque no puedo hacer otra cosa. Arde dentro de mí un fuego que me abrasara si callare», dijo alguna vez el célebre predicador londinense Carlos H. Spurgeon. ¿Por qué enseñas, por qué sirves, por qué visitas? ¿Estás consciente de tu vocación por el ministerio cristiano?

Es hombre antorcha, es hombre tea

Ahí mismo, en Juan 5:55, leemos: «Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él dio testimonio de la verdad». Versículo 35: «Él era antorcha que ardía y alumbraba; y vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo en su luz».

En segundo lugar, el hombre de quien hablamos, que Dios puede usar con poder, como usó con poder al hombre cuyo perfil estamos tratando de presentar, es un hombre tea. Escúchenlo bien, un hombre tea, un hombre antorcha, que alumbra, se consume, se gasta, ilumina vidas, muestra la senda al desorientado y dice: «Este es el camino, andad por él».

«Entre los cuales resplandecéis como luminares en el mundo», afirma el de Tarso. «Alumbre vuestra luz delante de los hombres», dijo el Señor.

Pero Juan no sólo alumbraba, sino que ardía, se quemaba, se gastaba, como una vela que se enciende y alumbra, pero que por el hecho de alumbrar se está gastando, se está consumiendo y termina por extinguirse. Dijo el Señor: «Y vosotros quisisteis regocijaros por un poco de tiempo en su luz». Por un poco de tiempo, una vida fugaz y pasajera.

Lectores amados, el ministerio de Juan fue un ministerio muy breve, pero efectivo, porque el hombre en esos pocos meses o años se realizó plenamente. Él no dejó su tarea inconclusa. Hizo lo que tenía que hacer, dijo lo que tenía que decir, vivió lo que tenía que vivir, se quemó de la manera en que se tenía que quemar. Misión cumplida. Antorcha que ardía y se consumía.

Amado colega, Dios emplea a un hombre así. Pero sólo al hombre que está listo para darse a sí mismo en el altar del servicio. La desgracia contemporánea es que la inmensa mayoría quiere alumbrar sin arder, quiere arder pero sin gastarse, sin consumirse, sin extinguirse, y a esa gente Dios no la utiliza. No quieren gastarse, se administran, se cuidan, se aman demasiado como para darse de una buena vez y para siempre en el servicio al Señor. Pero amar a Dios es dar la vida como Jesús, quien «me amó y se entregó a sí mismo por mí». Se espera que nosotros demos de nosotros mismos antes de que pensemos en nosotros y actuemos, como se dice de aquel poeta que «vivía intensamente más, mucho más que extensamente».

Juan no fue una persona que se estuvo cuidando. No era de las personas que no ponen toda la carne de una vez en el asador. Se daba por entero en cada entrega de su mensaje. Dios emplea al hombre o la mujer que está dispuesto a arder, a darse, a consumirse.

Se espera que se levanten pastores que no se pastoreen a sí mismos, que no vivamos para nosotros mismos, que no estimemos nuestra vida preciosa para nosotros, sino que nos demos cada día, que nos entreguemos cada día a Dios y al hombre también.

Deja de ser para que Jesucristo sea

En tercer lugar, leamos en Juan 3:26 al 33 «Y vinieron a Juan y le dijeron: Maestro, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él. Juan dijo: Mira, el hombre no puede recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye se goza grandemente a la voz del esposo; así pues este mi gozo está cumplido». Lean cómo termina el discurso del precursor: «Es necesario que él [Jesucristo] crezca, pero que yo [Juan] mengüe». Es un hombre que en verdad deja de ser para que Jesucristo sea, es un hombre que muere, para que Jesucristo viva.

«¿Quién eres?» Cuando vieron que Juan estaba en la cúspide de su misión, dijeron los enviados: «¿Eres tú el Cristo, eres tú Elías, eres tú el profeta?» No, no, no, dijo el precursor a tales interrogantes. «Pues entonces ¿quién eres? Dinos para que demos testimonio de ti a los que nos han enviado». Dijo él: «Yo soy una voz». Esto es, yo soy tan sólo un sonido que pasa, una expresión que va a desaparecer, eso soy yo.

Juan había puesto el dedo en la llaga de la sociedad hebrea de su época, y las multitudes iban más allá del Jordán confesando sus pecados y pidiendo el bautismo del arrepentimiento. Juan se había hecho muy popular, pero esa no era la misión de Juan. Eran muchos los que lo seguían, pero su misión no era llamar a hombres para que fuesen detrás de él. Él era heraldo del Rey de reyes y del Señor de señores; él era el precursor que iba delante de su faz, el que iba preparando el camino para que en él transitase el Señor Jesucristo.

Y cuando Jesucristo apareció, apuesto y hermoso, señalado entre diez mil en las márgenes del río Jordán, el bautizador lo contempló y dijo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». De inmediato se fue tras el telón, desapareció. Cuando Jesucristo comenzó a crecer, Juan empezó a menguar; cuando Jesucristo comenzó a ser, él empezó a dejar de ser.

Cierta vez, cuando llegué al púlpito de una de las iglesias de Sevilla, me encontré con esta expresión: «Pastor, predicador, querríamos ver a Jesús». También recuerdo que ya estaba listo para entregar un mensaje en la ciudad de Madrid, cuando en un sitio que solamente el predicador podía ver estaba esta expresión: «Háblanos de Jesús». Como si la iglesia le dijera al predicador: «No nos hables de ti, háblanos de Jesús. Que no seas tú, que sea Jesús».

Juan no llevó gente tras sí, la llevó ante el Señor Jesucristo

Dios utiliza en la tarea evangelística y misionera a los hombres y a las mujeres que dejan de ser para que Cristo sea, que le dan toda la gloria, el honor, y el imperio al Señor Jesucristo. Los líderes contemporáneos somos demasiado visibles, demasiado audibles, demasiado tangibles, y la gente nos quiere decir: «Hermano líder, pastor, obrero, misionero, querríamos ver a Jesús, no a ti. Querríamos oír a Jesús, no a ti». Nuestro privilegio es que no nos vean, que no nos palpen a nosotros, sino que vean y palpen única y exclusivamente al Señor Jesucristo.

Ha habido hombres a quienes Dios ha usado en un campo, pero que se comenzaron a llenar de soberbia y, al llegar a la prominencia, no actuaron como Juan. Se hicieron famosos, fuertes, poderosos y cedieron a la tentación de ser, de sentir que merecían ciertos privilegios, atenciones, consideraciones, reconocimientos, y Él, que es celoso, que no comparte su gloria con ninguno, los eliminó del ministerio cristiano, y aunque ahí están, más que viviendo están vegetando, porque Dios ya no los utiliza.

El hombre a quien Dios emplea es aquel que deja de ser para que Él sea, que muere para que Cristo viva, que trabaja, que da, que sirve, sin importar para quién sean los créditos y los reconocimientos.

Dios nos está usando. Dios quiere usarnos más si nosotros exhibimos un perfil, como el que hemos presentado en este escrito. Dentro de algunos años, pocos o muchos, usted, yo y cada uno habremos dejado nuestro lugar, pero los vecinos, los amigos, los parientes y todos aquellos a quienes servimos y ministramos, van a expresarse con respecto a nosotros. Que ellos digan: «A la verdad, Juan, Pedro, María, Marcelino, ninguna maravilla hizo; pero todo lo que él dijo, todo lo que pregonó respecto de Jesucristo, era verdad, la pura verdad».

«Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde primero había estado bautizando Juan; y ahí se quedó. Y muchos venían a Él y le daban este testimonio: Juan [el precursor, el bautizador, el heraldo del Rey], Juan a la verdad ninguna señal hizo; pero todo, [absolutamente todo] lo que dijo respeto de éste [Jesús], era verdad» (Jn. 10:40-42).

Tomado de Continente Nuevo Nº 12. Usado con permiso.