La naturaleza familiar del vínculo conyugal
Joan Carreras
Sumario: 1. La emergencia de la familia.- 2. La noción de vínculo conyugal como inculturación de la verdad del principio.- 3. Las limitaciones e inconvenientes que presenta actualmente la noción de vínculo conyugal: a) La noción de vínculo conyugal está de hecho relacionada a la visión contractual del matrimonio; b) El vínculo conyugal aparece como una realidad meramente jurídica y externa a la realidad personal y familiar (es decir, biográfica); c) La indisolubilidad aparece como una propiedad extrínseca y no perteneciente al vínculo como tal; d) Las nociones de vínculo y de indisolubilidad también aparecen ligadas de hecho a una visión formalista del matrimonio; e) Los espejismos del matrimonio-contrato y del matrimonio-legal han contribuido a la radicalización de un visión puramente fáctica, horizontal y profana de la vida familiar.- 4. La noción de relación conyugal en el contexto de la nueva evangelización: a) La relación conyugal es la primera relación familiar; b) La consideración de la naturaleza familiar del consentimiento y del vínculo conyugales permite superar una muy difundida visión biologista, en cuya virtud la esencia de la familia estaría constituida esencialmente por los lazos de la “sangre”; c) La consideración familiar del vínculo conyugal contribuirá eficazmente a una inculturación del principio de la indisolubilidad del matrimonio; d) Por último, la consideración de la naturaleza familiar del vínculo conyugal puede consentir una mayor eficacia en la pastoral relativa a la paternidad responsable.
El Concilio Vaticano II ha supuesto un cambio radical en el modo de estudiar y de comprender el matrimonio. Es ya un lugar común en la doctrina canónica la afirmación de que el centro de la atención haya dejado de ser el momento germinal o fundacional del matrimonio - más conocido con la expresión latina in fieri - para ser ocupado por la misma institución matrimonial en cuanto realidad permanente, es decir la comunidad de vida y de amor conyugal o matrimonium in facto esse. Quizá es menos conocido entre los estudiosos del derecho canónico otro aspecto del cambio copernicano al que aludíamos, esto es, el hecho de que el magisterio de la Iglesia haya tomado en consideración el instituto del matrimonio no tanto en sí mismo sino como formando parte de la comunidad familiar. No sólo el título De dignitate matrimonii et familiae fovenda de la constitución apostólica Gaudium et spes, sino sobre todo la exhortación apostólica Familiaris consortio y la “Carta a las familias” publicada por Juan Pablo II con ocasión del Año internacional de la familia (1994), permiten afirmar que en el magisterio postconciliar no sólo se ha puesto en el centro de la atención el instituto del matrimonio, sino también e inseparablemente la comunidad familiar.
Se puede hablar con propiedad de la emergencia de la familia, porque la pluralidad de significados de esta palabra es aplicable a la situación de la familia en este final de milenio. A pesar de que en los últimos siglos la familia haya recibido embates durísimos provenientes tanto del individualismo como del totalitarismo, estamos ante una institución que no sólo se ha mantenido a flote, sino que ha alcanzado su madurez, en el sentido de que nunca hasta ahora la familia ha tenido una mayor conciencia de sí misma, de su identidad y de la función que está llamada a desempeñar en la sociedad y en la Iglesia[1][1]. Paradójicamente puede decirse que, hablando en términos generales, esa conciencia no está todavía presente y activa entre los canonistas[2][2] de ahí que la “emergencia” asume en el ámbito canonístico el significado de “urgencia”, de necesaria toma de conciencia de cuál sea la identidad de la familia y cuáles las consecuencias que de ella se derivarían en el entero ordenamiento canónico, en todos aquellos aspectos que afectan al matrimonio y a la familia.
En el presente estudio nos limitaremos a considerar brevemente una consecuencia importante de esa toma de conciencia de la centralidad de la familia: la naturaleza familiar del vínculo conyugal. Para ello mostraremos en primer lugar las virtualidades y los límites o inconvenientes que presenta actualmente la noción de “vínculo conyugal”, para examinar brevemente cómo dichos inconvenientes pueden ser superados convenientemente gracias a la consideración de la naturaleza familiar del matrimonio. Dichas reflexiones son formuladas teniendo como horizonte la nueva inculturación de la verdad del principio de cara al tercer milenio.
La noción de vínculo conyugal ha sido uno de los principales frutos de la inculturación de la “verdad del principio”[3][3] re-anunciada por Jesucristo y acogida por las primeras comunidades cristianas. Para esta tradición jurídica que se remonta a los primeros discípulos de Cristo, en todo verdadero matrimonio - a pesar de ser una realidad social, histórica, dinámica y cambiante - subsiste un aspecto permanente y no susceptible de sufrir modificaciones esenciales, esto es, un ligamen jurídico que - a pesar de haber sido creado por el consentimiento soberano de los esposos - trasciende la voluntad de éstos, subsiste y les vincula mientras ellos estén en vida. La noción cristiana de vínculo conyugal está ligada al principio de la indisolubilidad. Este último permitió a los canonistas y teólogos del periodo clásico que fuera posible distinguir el vínculo matrimonial de otros ligámenes jurídicos que en la antigüedad se confundían con aquél: piénsese por ejemplo, en la distinción entre esponsales y matrimonio. El vínculo indisoluble está constituido solamente por el matrimonio realmente contraído por la voluntad libre de los esposos y no por las decisiones de sus padres o tutores. La indisolubilidad del vínculo quedó ligada así al principio del consentimiento, que pasó a ser el eje de todo el sistema matrimonial. Asimismo, la distinción entre divorcio y nulidad es otro de los monumentos de la doctrina canónica clásica que tiene su origen en el esfuerzo de inculturar la verdad del principio. Cuando los esposos están bautizados, el matrimonio - si ha sido consumado -, no puede ser dispensado ni disuelto por ninguna autoridad humana y por ninguna causa, excepto la muerte (cf. canon 1141).
La causalidad eficiente del consentimiento, por un lado, y la indisolubilidad del vínculo creado por la voluntad de los esposos, por otro, se cuentan entre las principales contribuciones de los cristianos a la civilización y a la cultura mundiales.
Paradójicamente, la anterior afirmación podría ser interpretada por muchos contemporáneos nuestros como una gran falsedad o como un contrasentido, puesto que en nuestros días la noción de vínculo indisoluble sería para ellos blanco de todas las críticas y uno de los principales paradigmas del “fundamentalismo” católico, que parecería más interesado en respetar la letra de la ley que en descubrir su espíritu y su más hondo sentido. La “terquedad” con la que la Iglesia habría defendido la indisolubilidad del matrimonio sería, en efecto, una demostración de su anquilosamiento y de su incapacidad radical de ajustarse y de atender a las necesidades de los nuevos tiempos.
Esta paradoja -que la indisolubilidad del vínculo matrimonial sea al mismo tiempo una aportación importantísima de la Iglesia a la cultura mundial y que aparezca no obstante cómo una rémora a su función evangelizadora- encuentra su explicación en el hecho de que no basta que la “verdad del principio” haya sido inculturada una sola vez: es necesario un continuo esfuerzo para que ésta resplandezca y pueda ser abrazada por los hombres de todos los tiempos. Esta enorme dificultad de que la sociedad occidental contemporánea acepte la idea de “vínculo indisoluble” parece encontrarse en la misma idea de “vínculo”, que pertenece a la doctrina general del Derecho. Las razones de tal dificultad nos indican también el camino para una nueva inculturación de la verdad del principio, en la que no sólo se dé respuesta a las críticas que ha recibido la noción de indisolubilidad sino que además se presente dicha verdad de modo que pueda resplandecer e iluminar el entero ordenamiento canónico y el conjunto de la pastoral familiar.
La noción de vínculo, tal como es entendida por la cultura jurídica occidental contemporánea[4][4], presenta algunas limitaciones o inconvenientes para que a través de ella se pueda realizar la urgente tarea de inculturar la verdad del principio.
Como es sabido, la idea de que el matrimonio sea un contrato tiene su origen en la doctrina civilística del siglo XII y enseguida fue acogida por teólogos y canonistas en cuanto sirvió de vehículo para la efectiva implantación del principio consensual, en cuya virtud la causa eficiente del vínculo conyugal es únicamente el consentimiento de los esposos. La inculturación de la “verdad del principio” se ha servido, paradójicamente, de un instrumento - el contrato sinalagmático -que está en contradicción implícita con ella. “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” - que es la verdad recibida en herencia por los cristianos - tiene que hacerse ahora compatible con un principio derivado de la teoría general de los contratos sinalagmáticos, esto es, que lo “que ha unido la voluntad de los contrayentes, la misma voluntad puede desunirlo”. Una sociedad que aceptase y creyese en los valores cristianos podría hacer compatibles ambas realidades -la indisolubilidad, por un lado, y la visión contractual del matrimonio, por otro-, en la medida en que se obstinase en cerrar los ojos ante la contradicción implícita que se encuentra en ellas o acudiendo a expedientes o a explicaciones “voluntaristas”, como la que fundamenta la indisolubilidad del “contrato matrimonial” en la voluntad de Dios[5][5]. Cuando siglos después, esa misma sociedad rechaza aquellos valores o, al menos, los relega al ámbito de la conciencia, entonces aquella contradicción entre la indisolubilidad y la naturaleza contractual del vínculo se hace explícita y salta a la vista.
La explicitación de la incompatibilidad entre indisolubilidad y naturaleza contractual del matrimonio ha llevado a los canonistas y teólogos de esta segunda mitad de siglo a abandonar la idea del contrato, sustituyéndola con la noción bíblica de alianza[6][6]. La diferencia entre una y otra categoría radicaría principalmente en el objeto del negocio: para los partidarios de la naturaleza contractual del matrimonio los contrayentes se intercambiarían derechos y deberes[7][7], mientras que para quienes defienden la mencionada categoría bíblica, son los esposos mismos quienes recíprocamente se entregan en su dimensión conyugal[8][8].
En cambio para la mayoría de los juristas que proceden del ámbito estatal, la contradicción existente entre indisolubilidad y naturaleza contractual del matrimonio se ha resuelto mediante la negación de la primera y la afirmación de la segunda. Desde una perspectiva individualista y libertaria, la indisolubilidad sería una idea incomprensible e incompatible con el valor de la libertad, una afirmación ideológica que, en este contexto político, parecería no tener otro fundamento que la voluntad de la Iglesia de conservar la jurisdicción sobre sus fieles. Para muchos de estos juristas, la afirmación de la indisolubilidad sería incompatible con los principios constitucionales de los Estados democráticos, pues conllevaría la negación misma de la libertad individual[9][9].
Una inculturación de la verdad del principio debe afrontar este problema, mostrando cómo el concepto de vínculo conyugal no presupone necesariamente la admisión de las categorías contractuales.
Como consecuencia inmediata de la comprensión contractual del matrimonio, en primer lugar, el vínculo conyugal se ha desvinculado de hecho de la realidad familiar. Los esposos estarían unidos por un ligamen que les vincularía sólo de un modo extrínseco, es decir, en aquellos aspectos para los que se habrían comprometido y para los que habrían intercambiado los derechos sexuales sobre sus respectivos cuerpos. En este contexto jurídico, el vínculo aparecería por lo tanto como un ligamen de naturaleza exclusivamente jurídica, que sólo estaría ligado a la familia de modo instrumental, en la medida en que el matrimonio fuese el medio legítimo de generar la prole. La familia comenzaría a existir desde el momento en que llegaran los hijos, pero no antes. En consecuencia, el vínculo matrimonial no tendría naturaleza intrínsecamente familiar, sino que estaría ligado a esta realidad por razones extrínsecas. Esta concepción biologista de la familia - que hunde sus raíces en una historia que cuenta diversos siglos - se ha visto fuertemente afirmada en los últimos decenios, tanto porque se puede recurrir a los medios técnicos de fecundación artificial como porque la legislación estatal relativa a la filiación ha sufrido una revolución epocal. La gran novedad estriba en las propuestas de transformación de las legislaciones estatales relativas al derecho de familia, en las que se parte del hecho consumado de la existencia de diversos tipos de familia, entre los cuales se contarían algunos que nada tienen que ver con el matrimonio.
Del mismo modo que la pretendida naturaleza contractual del vínculo no favorece, sino que más bien obstaculiza, el que la relación conyugal pueda ser considerada intrínsecamente familiar, puede también observarse que lo mismo sucede con respecto a su dimensión íntimamente personal. En la medida en que los esposos se intercambiasen derechos sobre la sexualidad, el vínculo conyugal no afectaría tampoco al núcleo esencial de la persona humana, sino que quedaría en el margen existencial de ella. En una cultura individualista en la que la persona es concebida como “una libertad que se auto-proyecta”[10][10] las relaciones creadas por la voluntad nunca pertenecerían a la esencia de la persona, sino que permanecerían al margen de ella, quedando sometidas a los vaivenes de la historia y de la vida y al capricho de los individuos[11][11]. En este contexto individualista en el que la persona se disuelve en la historia, en vez de trascenderla, ni la indisolubilidad ni el carácter íntimamente personal del vínculo pueden ser aceptados por quien participa de dichos valores relativistas y nihilistas.
Una inculturación de la verdad del principio debe mostrar cómo la defensa de la indisolubilidad no es incompatible con la noción de persona, sino que más bien la confirma: siendo “un ser en relación”, la persona ha de ser “fiel” a cada una de aquellas dimensiones relacionales que la constituyen en su intimidad más profunda. La fidelidad, de este modo, no constituiría únicamente una sujeción a lo prometido - que es la explicación contractualista - sino que sobre todo consiste en respetar lo que cada sujeto “es”: se trataría por tanto de fidelidad a sí mismo y al otro, en cuanto que “es” carne de su carne. En esta línea, la reflexión sobre la dimensión familiar del vínculo puede contribuir a superar los prejuicios actuales contra la indisolubilidad del matrimonio.
Una tercera consecuencia de la pretendida naturaleza contractual del matrimonio es también evidente. Si la indisolubilidad no sólo no se explica sino que es incompatible con la noción misma de contrato sinalágmatico, el carácter indisoluble de la relación conyugal sólo encontraría justificación acudiendo a razones externas al vínculo mismo: la voluntad del Creador o una pretendida obstinación de la Iglesia. Razones ambas que podrían admitirse en ordenamientos jurídicos confesionales, como es el caso del ordenamiento canónico, pero que resultarían inconcebibles en regímenes democráticos en los que la mayoría de los ciudadanos hubiera elegido un modelo matrimonial en el que cupiera el divorcio vincular. En la medida en que los políticos de área católica intentaran fundamentar la indisolubilidad del vínculo en el mismo derecho natural e indicaran la consecuente vigencia universal de dicha norma, dichos intentos e indicaciones serían juzgadas muy severamente por la opinión pública, como posiciones de tipo “fundamentalista” e imposiciones intolerables en un Estado de derecho.
La inculturación de la verdad del principio tiene que partir de la afirmación de la voluntad de los esposos, es decir, del carácter insustituible del consentimiento como causa eficiente del vínculo conyugal o, en otros términos, como manifestación de la soberanía de los esposos. Las asociaciones u organizaciones privadas que defienden los derechos inalienables de los ciudadanos y de las familias[12][12] pueden constituir en el futuro la mejor demostración de que la indisolubilidad no constituye un feudo de la Iglesia ni una imposición de los estamentos clericales a los fieles-súbditos ni un tema reservado a los pactos concordatarios establecidos entre la Iglesia-Jerarquía y los Estados, sino más bien un derecho inalienable que dimana de la familia y de cada una de las relaciones familiares. Por ello, quienes se encuentran en mejores condiciones de afirmar ese derecho soberano - también en vía cultural -, ante cualquier instancia social o eclesial, son sus propios titulares. De este modo, la defensa de la indisolubilidad no podría ser ya interpretada como una imposición intolerable de instancias clericales limitativa de la autonomía de los fieles. Con esta afirmación, como es obvio, no entendemos rechazar los sistemas concordatarios, sino indicar que dicha vía no es la mejor ni debe ser la única en vistas a la futura inculturación de la familia. En este sentido, sería bueno poder esperar que en el futuro se aplique en este campo el principio de subsidiaridad, dando un mayor juego y una mayor responsabilidad a los fieles casados y padres de familia para que defiendan sus propios y primarios derechos ante la sociedad, evitando - por esta vía - todo rastro de “paternalismo clerical”.
La cultura jurídica occidental no sólo se ha resentido de las consecuencias de una visión contractualista del matrimonio. Junto al espejismo del “matrimonio contrato”, hay que subrayar el espejismo del matrimonio legal[13][13], en cuya virtud se tiende a considerar que la causalidad eficiente del vínculo conyugal resida en la autoridad que recibe la manifestación del consentimiento y no en los contrayentes. La noción de validez -que en la tradición canónica ha estado siempre relacionada con la realidad del consentimiento, es decir, tiene un valor sustancial- ha asumido en la cultura jurídica contemporánea un aspecto prevalentemente formal. La validez o la invalidez del matrimonio han pasado a ser referidos a la ceremonia legal en la que la autoridad estatal recibe el consentimiento de los esposos. Una unión conyugal realizada al margen del reconocimiento estatal sería en la práctica inexistente, con una invalidez absoluta. Sólo sería vínculo conyugal aquél que ha sido reconocido por el Estado. El formalismo alcanza su máxima expresión en aquellas leyes que obligan a los conviventes a ser reconocidos como esposos por el mero transcurso del tiempo: el reconocimiento estatal impuesto por la fuerza a los conviventes de hecho está en las antípodas del principio del consentimiento, única causa del vínculo.
Este modo formalista de entender la dimensión social del matrimonio -que se traduce en dar mayor importancia a la forma de reconocimiento que al consentimiento mismo, única causa del vínculo- también ha tenido un cierto influjo en los ambientes católicos, aunque en este caso la intervención esencial no sea la del representante del Estado, sino la del sacerdote o diácono que ordinariamente representan a la Iglesia en las ceremonias de celebración del matrimonio sacramento. Una concreta manifestación de formalismo canónico cabría encontrarla en la opinión de quienes consideran el matrimonio civil contraído por fieles católicos obligados a observar la forma canónica como una realidad inexistente desde el punto de vista jurídico y concubinaria desde el punto de vista moral. Con ello no queremos decir que tal unión deba ser considerada válida por el ordenamiento canónico, pero tampoco se puede sostener la inexistencia de la misma. Cuando el consentimiento naturalmente suficiente -es decir, aquél que podría causar el vínculo si no hubiera un obstáculo que le quitase eficacia jurídica- es considerado sistemáticamente como inexistente, porque no se han dado los requisitos necesarios para que la unión pueda ser formalmente reconocida, entonces se corre el peligro cierto de hacer descansar la causalidad del vínculo en el “poder” eclesial que reconoce la unión y no en el principio del consentimiento de los esposos. Cabe advertir, de todos modos, que el ordenamiento canónico siempre ha atribuido valor al consentimiento naturalmente suficiente, como se ve en los supuestos de sanación en la raíz.
La combinación de las dos visiones de la realidad matrimonial a las que se ha aludido precedentemente - la contractualista y la formalista - ha contribuido poderosamente a una radical secularización del matrimonio, perdiéndose casi toda conciencia de la sacramentalidad de que dicha unión goza tanto en el orden de la Creación como en el de la Redención operada por Cristo.
En efecto, por un lado, el consentimiento se reduce a un acto de voluntad negocial que tiene por objeto los derechos sobre la sexualidad. Como tal, ese acto se tiende a desvincular de las personas, del contexto de amor afectivo en el que normalmente se produce, de la dimensión esponsal que significa y realiza, para ser contemplado como un acto de voluntad a se, que sólo requeriría para su existencia y validez una voluntad humana ex deliberato intelecto. En esta comprensión jurídica del matrimonio, tanto el amor como los afectos o sentimientos son realidades que escapan al interés del jurista, precisamente porque son inabordables e inaccesibles a las categorías contractuales. En el ámbito canónico - a través de los procesos de declaración de nulidad del matrimonio - los juristas han recuperado la valoración de la esfera sentimental y afectiva, que presenta una importante relevancia jurídica. En cambio, en el ámbito estatal los procesos de divorcio tienen una vis atractiva, en cuya virtud los conflictos conyugales se resuelven mediante el remedio del divorcio vincular y son rarísimos los supuestos en que los jueces de familia se planteen la cuestión relativa a la verdad del consentimiento y de su defecto, en este caso, por causas de naturaleza psíquica o afectiva.
Mediante esa reducción de lo matrimonial al ámbito de las prestaciones que pueden medirse con criterios utilitaristas, se pierde de vista que toda la vida matrimonial y familiar está vivificada desde dentro por la entrega y el amor interpersonales[14][14]. La pérdida de esta dimensión esponsal de la vida matrimonial ha contribuido decisivamente a la secularización (en los últimos tiempos se podría hablar de “profanación”) del matrimonio y de la familia. Este proceso de secularización iniciado por la privatización contractualista se ha radicalizado gracias a la mentalidad legalista, en cuya virtud el derecho de familia sería un mosaico de “hechos” que pasarían a recibir su legitimidad mediante el reconocimiento estatal. La juridicidad de la familia recaería en el acto de reconocimiento: de ahí que la familia y las diversas relaciones familiares en sí mismas consideradas serían reducidas al nivel de la facticidad, lo cual constituye una nueva “profanación” de esta institución sagrada.
Una vez vistas las limitaciones que el concepto de vínculo matrimonial presenta en el contexto contractualista (utilitarista) y formalista (legalista) contemporáneo para que a partir de él se pueda efectuar una eficaz inculturación de la verdad del principio, podemos examinar cómo tales inconvenientes podrían ser fácilmente superados a través de la noción de relación familiar aplicada a la conyugalidad, es decir, a la concreta relación conyugal. Tal aplicación, por otra parte, debería hacerse sin perder ninguno de los puntos fuertes que quedaban defendidos por medio de la noción de “vínculo conyugal” heredada de la tradición canónica. Se puede definir la relación familiar como aquélla “que une a dos personas en razón de alguna de las líneas originales y primordiales de identidad personal que, por ser irreductibles, inconfundibles y excluyentes, determinan las exigencias de justicia necesarias para que pueda existir entre dichas personas una verdadera comunión”[15][15] afectiva y espiritual.
Aunque pueda parecer paradójico, la relación conyugal constituye la primera relación familiar. En efecto, la tradición canónica se ha esforzado en defender el matrimonio como único modo posible de ejercicio legítimo de la sexualidad y cómo vía ordinaria de la filiación legítima. Ahora se trata de mostrar cómo estas dos afirmaciones de la tradición canónica pueden ser confirmadas por la valoración familiar del vínculo. Desde una perspectiva bíblica, la alianza conyugal constituye a los esposos en la una caro[16][16], es decir, los convierte en una “unidad en la naturaleza”[17][17]. Aunque es la voluntad la que crea el vínculo jurídico - pues sólo los cónyuges tienen ese poder unitivo - el efecto del consentimiento trasciende la voluntad, pues actualiza una capacidad contenida en la naturaleza o en las “naturalezas” del hombre y de la mujer. Con la afirmación “lo que Dios ha unido, el hombre no lo separe” (cfr. Mt. 19, 5-6), la Sagrada Escritura quiere expresar precisamente que es el creador de la naturaleza humana el que ha dejado en manos de los esposos la capacidad de unirse - sólo su libérrima voluntad puede hacerlo y ninguna autoridad humana puede suplirla -, pero una vez actuada dicha capacidad en el consentimiento matrimonial, la unión es producida por Dios mismo (mediante dinamismos naturales, que pertenecen al orden de la Creación y que no son ajenos a la gracia de Dios).
Juan Pablo II ha puesto en relación la “una caro” con la familia, en cuanto comunidad fundada por los esposos de todas las épocas que son fieles al diseño divino del “principio”, es decir, del orden de la creación[18][18]. En esta profundización en la antropología teológica encuentra fundamento la afirmación del carácter familiar de la unión conyugal, la cual constituye la primera relación familiar, pues es a través de ella que se despliegan las restantes: fundamentalmente, la filiación y la fraternidad[19][19]. Los cónyuges son entre sí los primeros parientes, desde el mismo momento que intercambian el consentimiento y, en modo especial, cuando lo consuman mediante la primera cópula conyugal en la que se re-conocen recíprocamente como cónyuges.
“Desde hace más de cincuenta años - señalaba en 1986 un conocido autor contemporáneo - antropólogos y sociólogos de la familia se dividen en dos sectas rivales, que comprenden, respectivamente, los que en homenaje al autor de Gulliver yo llamaría los ‘verticalistas’ y los ‘horizontalistas’[20][20]. Mientras que para los primeros la filiación constituye el dato esencial, para los segundos la esencia de la familia se encuentra en la dimensión horizontal, es decir, en el hecho de que las familias biológicas se constituyen a través de alianzas conyugales y éstas están regidas a su vez por normas sociales y jurídicas (y no por necesidades biológicas). “Sangre y libertad”[21][21] serían dos componentes o ingredientes de todo sistema familiar: de una parte, los lazos biológicos de la sangre; de otra, los lazos jurídicos creados por la libertad.
Para superar el dualismo y para evitar los excesos en los que pueden incurrir tanto los “verticalistas” como los “horizontalistas”, es necesario partir de una consideración unitaria del hombre, en cuya virtud no hay oposición entre “sangre” y “libertad”, como tampoco la hay entre “naturaleza” y “cultura”. Los vínculos familiares son - ¡todos ellos! - relaciones creadas por la voluntad humana y no fruto del caso, del instinto o de los procesos biológicos. Ahora bien, la causalidad propia de la voluntad se produce sólo en la medida en la que la voluntad sigue el orden de la naturaleza (es decir, de la recta ratio) y no cuando se aparta o se opone a ella. En otras palabras, se trata de relaciones que no pueden ser creadas por una “voluntad” dominada por intenciones utilitaristas o individualistas, sino por actos humanos que tienen la misma dimensión o estructura esponsal propia del matrimonio, es decir, actos en los que las personas se entregan a sí mismas al tiempo que aceptan la co-identidad de la otra persona. Juan Pablo II habla del principio de la solidaridad o compactibilidad, que se expresa a través de la palabra “honrar” y que deriva del cuarto mandamiento del Decálogo[22][22]. Sin una actitud profunda de “honor” a la persona, no es posible “generar” ninguna de las identidades y relaciones familiares.
El punto clave para superar el dualismo del que estamos hablando se encuentra precisamente en la consideración familiar del vínculo conyugal: en él los cónyuges no están unidos exclusivamente por un lazo de naturaleza contractual y jurídica, sino que están relacionados en los diversos niveles del “ser personal” - físicos, afectivos y espirituales - ni más ni menos que en las restantes relaciones familiares. Decimos que éste es el punto clave, porque a través de él se puede fácilmente superar igualmente la visión biologista que sitúa en “la sangre” la esencia de la familia y de toda relación familiar. Si el matrimonio, que se origina esencialmente por un acto de consentimiento, es la primera relación familiar, entonces también las demás relaciones familiares pueden estar “libres” de la biología, es decir, pueden existir aunque entre los sujetos no haya vinculación de naturaleza biológica. Piénsese, por ejemplo, en la condición familiar de los hijos adoptados, que ha sido siempre admitida por la tradición canónica. Más aún, precisamente en esta tradición se admite la posibilidad de una familia en la que ninguno de los miembros estaría unido a los demás por lazos biológicos: así ocurriría, por ejemplo, en el supuesto de que una pareja casada, que por razones legítimas no hubiera consumado la unión a través la cópula conyugal, hubiera adoptado dos o más hijos (procedentes de parentelas biológicas distintas). Estarían presentes las tres relaciones básicas - conyugalidad, filiación y fraternidad -, pero ninguna de ellas constaría de la dimensión biológica. Lógicamente, esta familia no podría ser presentada como modelo, puesto que la dimensión biológica - aunque no sea esencial - está presente en los procesos normales de formación de la familia. Por eso, el paradigma de familia se encuentra condensado en esta afirmación del catecismo de la Iglesia: “Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco”[23][23].
La generación de la realidad familiar escapa absolutamente del poder y de las capacidades de los centros de investigación científica, de los laboratorios, de los quirófanos y de las decisiones o estrategias comerciales y financieras. Tal poder está en las manos de toda verdadera pareja humana, por pequeña y mísera que sea su posición en la escala social: “en el interior de la alianza conyugal, al alcance de cualquier desposeído del poder y la gloria ‘humanas’, anida una extraordinaria, específica y exclusiva potestad soberana, el poder de generar derecho. Aún más, el poder de generar el primero de los vínculos jurídicos. Un auténtico poder institucional: esto es, un poder capaz de poner en la existencia vínculos jurídicos reales que articulan la realización social de las personas humanas”[24][24].
La consideración familiar del vínculo conyugal ayudaría a reforzar la idea - presente al menos implícitamente en toda la tradición canónica - de que el hombre y la mujer casados se pertenecen recíprocamente, constituyen los primeros parientes y su identidad personal está constituida, también, por la identidad de cónyuge, que es una co-identidad biográfica. Esta idea es todavía pacífica en las restantes relaciones familiares, porque se considera que - una vez creada - la relación familiar subsiste con independencia de la voluntad de los sujetos de la relación. La noción de “ex-familiar” - ex-padre, ex-hijo, ex-hermana - todavía no ha encontrado arraigo en occidente, mientras que ha tomado carta de naturaleza la noción de “ex-marido” o de “ex-mujer”, porque se piensa que estas relaciones no alcanzan los niveles más íntimos de la persona, como hemos explicado más arriba.
Por otra parte, esta labor de inculturación del carácter familiar del vínculo no sólo debería producirse a niveles de divulgación y de catequesis, sino también en ámbitos desde los que, muchas veces, parten iniciativas pastorales de gran influjo en la opinión pública. Por ejemplo, recientemente han sido propuestas con mayor o menor alcance, medidas pastorales (de todos conocidas) dirigidas a aligerar el peso de la situación en que se encuentran los fieles divorciados casados de nuevo, pero consistentes en admitir a dichos fieles a la eucaristía o de afirmar la existencia de un poder pontificio de disolución del matrimonio rato y consumado. Entre estas últimas iniciativas destaca la preconizada por Petrà[26][26], quien sostiene que “el matrimonio no puede morir”, es decir, que, una vez casados, los esposos unen sus vidas mediante una relación que no puede ser disuelta por la muerte de los esposos. Que la muerte disuelva el vínculo conyugal, sería - según este autor - una tesis admitida acríticamente por la tradición canónica y sin apoyo suficiente en la revelación cristiana. Para Petrà, hay muchos elementos en la tradición y en el magisterio para poder defender la “inmortalidad” del vínculo conyugal: la antigua tradición que prohibía las segundas nupcias de los viudos, la espiritualidad y la teología de la viudedad, etc. Sin embargo, sería también un hecho indiscutible que la Iglesia ha atribuido a la muerte física de uno de los esposos el efecto de la disolución del vínculo. Para Petrà, dicha disolución sería producida por la potestad de la Iglesia y no por la muerte física. Esta última sería sólo un “hecho” u ocasión que la Iglesia estimaría suficiente para ejercitar su potestad y disolver el vínculo conyugal, consintiendo que el cónyuge superviviente pueda casarse de nuevo.
Mediante esta tesis original, el autor italiano propone a la Iglesia la posibilidad de ejercitar ese mismo poder en otras situaciones, diversas a la muerte física, pero parecidas a ella: como sería el caso en que la relación conyugal ha “muerto” definitivamente desde el punto de vista afectivo y espiritual. La Iglesia católica debería contemplar la posibilidad de aprender de la tradición oriental de la “oikonomia”. Se trataría de un poder que Cristo habría conferido a la Iglesia, pero de cuya posesión ésta no sería todavía consciente, pues ella misma se habría limitado el propio campo de acción en virtud del principio según el cual “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte” (canon 1141 CIC).
La tesis de Petrà es muy interesante para nosotros, pues el autor muestra una carencia de siglos - realmente existente - en la reflexión antropológica y teológica sobre el vínculo matrimonial. La dimensión escatológica, en efecto, no puede ser olvidada: Cristo ha redimido el amor conyugal de los esposos, haciéndolo suyo y dándoles la posibilidad de que ellos participen de la Nueva Alianza en un modo propio y a ellos exclusivo. Tal profundización - en esto tiene razón el autor italiano - debe conducir a la conclusión de que el matrimonio no puede morir. Ahora bien, es precisamente aquí donde se hace necesario establecer la diferencia que existe entre el concepto de “relación conyugal” y el concepto de “vínculo conyugal”. El matrimonio es ambas cosas: es relación familiar, y en ese sentido las identidades de “marido” y “mujer” (como las correlativas de “padre” y de “madre”) no desaparecen con la muerte de la persona, sino que se mantienen transformadas en el más allá. Pero el matrimonio es también un vínculo de justicia y, en este sentido, tiene una valencia caduca y terrenal, vigente en la medida en que estén en vida ambos cónyuges y sólo en esta vida[27][27] (Cf. Mc. 12, 21).
El matrimonio no es solamente un vínculo de justicia llamado a cumplir una función social en esta vida terrena, sino que es una relación familiar, íntima y vocacional, destinada a permanecer en la eternidad. No se pueden confundir ambos planos. Por esta razón, la Iglesia hace bien en considerar como un principio absoluto que no puede celebrar las segundas nupcias de sus fieles mientras estén en vida los cónyuges de una unión anterior. Es precisamente la radicalidad del don esponsal la que crea, de un lado, un vínculo de justicia que sólo la muerte puede romper; de otro e inseparablemente, una relación familiar que está llamada a perdurar por toda la eternidad. Por lo tanto, no es contradictorio afirmar la inmortalidad de la relación conyugal al mismo tiempo que la Iglesia restringe al máximo el ejercicio de la potestad recibida de Cristo por entender que está en juego su misma identidad de Esposa, significada por la unión conyugal de los esposos cristianos. Por otra parte, al afirmar el derecho de los viudos a contraer segundas nupcias, la Iglesia no hace más que constatar o declarar la inexistencia de un impedimento. La disolución del vínculo es producida por la muerte de uno de los esposos, no por algún teórico acto eclesial de naturaleza constitutiva.
La familia es una comunidad educativa que tiene su origen en el mismo momento fundacional del matrimonio, es decir, en la boda. El bien de la familia[28][28] es dinámico y existencial, en el sentido de que tiene que ser establecido siempre en un contexto personal real y concreto y no es posible establecerlo o determinarlo a priori y en abstracto. No es lo mismo la pareja de esposos en los primeros días de su vida conyugal, que cuando han tenido el primer hijo o cuando son ya abuelos y sus nietos se cuentan por docenas. Teniendo en cuenta la anterior afirmación, se podrá entender por cuál motivo sostenemos que la consideración de la naturaleza familiar del vínculo conyugal debe servir para una mayor eficacia de la pastoral relativa a la paternidad responsable.
En primer lugar, puede haber momentos en los que el “bien de la prole” adquiere la prioridad en la vida de la familia: así sucede cuando los hijos no pueden valerse por sí mismos y están absolutamente necesitados de la ayuda de los padres. El bonum coniugum, en este caso, aparece subordinado al bien de la prole, puesto que sólo a través de su dedicación a la paternidad y maternidad podrán los padres ser buenos esposos. Con otras palabras, el bonum coniugum es determinado por el bonum familiae.
En todo caso, la consideración del carácter familiar del vínculo conyugal impedirá incurrir en una tentación de la que no son inmunes muchos autores y que consiste en una visión puramente subjetiva e individualista del vínculo conyugal. Está muy difundida, en efecto, la expresión “relación interpersonal” aplicada al matrimonio. Aunque dicho uso es perfectamente lícito, tiene el inconveniente de consentir una lectura individualista de los textos magisteriales y canónicos de los últimos decenios. La relación matrimonial no es una mera “relación interpersonal” - como puede serlo la que une a dos amigos - sino que constituye una concreta y específica relación familiar, es decir, forma parte de un entramado extenso que se llama “sistema de parentesco” y que configura cada sociedad humana desde dentro. Más en concreto, la referencia al hijo pertenece a la estructura misma del vínculo conyugal. De ahí que el bonum prolis[29][29] esté en el vínculo como parte esencial del “bonum coniugum” y que todo acto conyugal tenga que estar abierto a la vida, al menos en su sentido objetivo, es decir, en cuanto no puede ser “profanado” por un acto de naturaleza contraceptiva. En el acto conyugal los esposos se “re-conocen” no sólo como cónyuges sino también como padres potenciales, porque en él está significada la donación de sus personas y en él se comunican el bonum familiae. Cada acto conyugal es una renovación del pacto conyugal en el que el consentimiento de los esposos fundó la familia.
En segundo lugar, el concepto de bonum familiae podrá evitar en el futuro la reaparición de visiones reductivas del vínculo conyugal a la condición de mero instrumento para la reproducción. El bonum coniugum es un bien personal, por lo que no puede ser instrumentalizado para fines utilitarios. Puesto que estos reduccionismos en favor de la dimensión procreativa han existido y han estado también en el origen de la reacción pendular de los últimos decenios, es oportuno mostrar que el bonum familiae permite también una revalorización del bien de los cónyuges, sin que por ello se olvide o se relegue a un segundo lugar el bien de los hijos.
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En conclusión, si definimos la naturaleza como “lo que cada cosa viene a ser al final de su desarrollo”[30][30] se deberá concluir que la racionalidad jurídica del matrimonio deriva de la contemplación del mismo al final de su desarrollo. El vínculo conyugal no es una realidad abstracta y siempre idéntica a sí misma: es una relación familiar, llamada a desplegar unas potencialidades concretas, esto es, a ser el corazón de la familia y de la sociedad, santuario de la vida e iglesia doméstica.
Joan Carreras
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