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III. Liturgia del Sacrificio
A.
Preparación de los dones.
B. Plegaria eucarística.
C. Rito de la comunión.
A. Preparación
de los dones
-El pan y el vino
-Oraciones de presentación -Súplicas -Lavabo -Oración sobre las ofrendas.
El pan y el vino
La acción litúrgica
queda centrada desde ahora en el altar, al que se acerca el sacerdote. A él
se llevan, en forma simple o procesional, el pan y el vino, y quizá también
otros dones. En el pan y el vino, que se han de convertir en el Cuerpo y la
Sangre de Jesús, va actualizarse a un tiempo la Cena última y la Cruz del
Calvario.
«Es conveniente que
la participación de los fieles se manifieste en la presentación del pan y del
vino para la celebración de la eucaristía, o de dones con los que se ayude a
las necesidades de la Iglesia o de los pobres» (OGMR 101). Es éste, pues, el
momento más propio, y más tradicional, para realizar la colecta entre
los fieles.
Oraciones de
presentación
El sacerdote toma
primero la patena con el pan, «y con ambas manos la eleva un poco sobre el
altar, mientras dice la fórmula correspondiente»; y lo mismo hace con el vino
(OGMR 102). Las dos oraciones que el sacerdote pronuncia, en alta voz o en
secreto, casi idénticas, son muy semejantes a las que empleaba Jesús en sus
plegarias de bendición, siguiendo la tradición judía (berekáh; +Lc
10,21; Jn 11,41). Primero sobre el pan, y después sobre el vino,
como lo hizo Cristo, el sacerdote dice:
-«Bendito seas,
Señor, Dios del universo, por este pan [vino], fruto de la tierra [vid] y
del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos;
él será para nosotros pan de vida [bebida de salvación]».
-«Bendito seas por
siempre, Señor» (+Rm 9,5; 2Cor 11,31).
Súplicas del
sacerdote y del pueblo
Después de
presentar el pan y el vino, el sacerdote se inclina ante el altar orando en
secreto:
-«Acepta, Señor,
nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy
nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro».
Ahora puede
realizarse la incensación de las ofrendas, del altar, del celebrante y
de todo el pueblo. En seguida, el sacerdote lava sus manos, procurando así
su «purificación interior» (OGMR 52), y vuelto al centro del altar solicita
la súplica de todos:
-«Orad, hermanos,
para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso».
-«El Señor
reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre,
para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia» (OGMR 107).
Las oraciones de los
fieles, uniéndose a la de Cristo, se elevan aquí a Dios como el incienso (+Sal
140,2; Ap 5,8; 8,3-4). Y el pueblo asistente, uniéndose a Cristo víctima, se
dispone a ofrecerse a Dios «en oblación y sacrificio de suave perfume» (+Ef
5,2).
Oración sobre
las ofrendas
El rito de preparación
al sacrificio concluye con una oración sacerdotal sobre las ofrendas. Es
una de las tres oraciones propias de la misa que se celebra. La oración sobre
las ofrendas suele ser muy hermosa, y expresa muchas veces la naturaleza mistérica
de lo que se está celebrando. Valga un ejemplo:
«Acepta, Señor,
estas ofrendas en las que vas a realizar con nosotros un admirable intercambio,
pues al ofrecerte los dones que tú mismo nos diste, esperamos merecerte a ti
mismo como premio. Por Jesucristo nuestro Señor» (29 dicm.).
B. Plegaria eucarística
-Prefacio -Santo
-Invocación al Espíritu Santo (1ª) -Relato y consagración -Memorial y
ofrenda -Invocación al Espíritu Santo (2ª) -Intercesiones -Doxología final.
El ápice de toda
la celebración
La cima del
sacrificio de la misa se da en la plegaria eucarística, que en el
Occidente cristiano se llama canon, norma invariable, y en el Oriente anáfora,
que significa llevar de nuevo hacia arriba. En ningún momento de la misa la
distracción de los participantes vendrá a ser más lamentable. Es el momento
de la suma atención sagrada.
«Ahora es cuando
empieza el centro y el culmen de toda la celebración, a saber: la plegaria
eucarística, que es una plegaria de acción de gracias y de consagración.
El sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia Dios en oración y acción
de gracias, y se le asocia en la oración, que él dirige, en nombre de toda la
comunidad, por Jesucristo, a Dios Padre. El sentido de esta oración es que toda
la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de la
grandeza de Dios y en la ofrenda del sacrificio» (OGMR 54).
Con los mismos
gestos y palabras de la Cena, Cristo y la Iglesia realizan ahora el memorial
que actualiza el misterio de la Cruz y de la Resurrección: misterio
pascual, glorificación suma de Dios, fuente sobreabundante y permanente de
redención para los hombres. Y al mismo tiempo, la plegaria eucarística,
pronunciada exclusivamente por el sacerdote, es la oración suprema de la
Iglesia, visiblemente congregada. La forma básica de esta gran oración es
la berakáh de los judíos, que se recitaba en la liturgia familiar, en
la sinagogal, y por supuesto en la Cena pascual: es el modo propio de la eulogía,
bendición de Dios, y la eucharistía, acción de gracias, frecuentes en
el Nuevo Testamento.
«La naturaleza de
las intervenciones presidenciales exige que se pronuncien claramente y en voz
alta, y que todos las escuchen atentamente. Por consiguiente, mientras
interviene el sacerdote no se cante ni se rece otra cosa, y estén igualmente
callados el órgano y cualquier otro instrumento musical» (OGMR 12). Por eso
mismo, durante la plegaria eucarística, «no se permite recitar ninguna de sus
partes a un ministro de grado inferior, a la asamblea o a cualquiera de los
fieles» (S.C.Culto, instrucción 5-9-1970, 4).
Las diversas
plegarias eucarísticas
En cualesquiera de
sus variantes, la plegaria eucarística incluye siempre la acción de gracias,
varias aclamaciones, la epíclesis o invocación del Espíritu Santo, la narración
de la institución y la consagración, la anámnesis o memorial, la oblación de
la víctima, las intercesiones varias y la suprema doxología final trinitaria (OGMR
55). Actualmente, el Misal romano presenta también cinco plegarias eucarísticas,
y además de ellas existen tres para niños y dos de reconciliación.
I. Es el Canon
Romano. Procede del siglo IV, y su forma queda ya casi fijada desde San
Gregorio Magno (+604). Su uso se universaliza en la Iglesia por los siglos
IX-XI, y llega casi intacto hasta nuestros días. Goza, pues, de especial honor
en la tradición litúrgica.
II. Es una
reelaboración de la anáfora de San Hipólito (+225), la más antigua que se
conoce de Occidente. Sencilla y breve, sumamente venerable, es armoniosa y
perfecta.
III. Esta
plegaria, expresión de la tradición romana y gálica, fue compuesta después
del Vaticano II, y el orden de sus partes, así como su conjunto, hace de ella
una anáfora de proporciones ideales. En ella fijaremos ahora especialmente
nuestro comentario.
IV. Procedente
de la tradición litúrgica antioquena, es también una plegaria de composición
actual. Con prefacio fijo y propio, es una pieza lírica muy bella, en la que se
confiesa ampliamente la fe, contemplando, a partir de la creación, toda la obra
de la redención.
V. En 1974
aprobó la Iglesia la plegaria eucarística preparada con ocasión del Sínodo
de Suiza, adoptada posteriormente por varias Conferencias Episcopales, entre
ellas la de España (1985). En lenguaje moderno, y con la estructura de la
tradición romana, la plegaria, que tiene cuatro variantes, contempla sobre todo
al Señor que camina con su Iglesia peregrina.
En el Apéndice
II reproducimos, dispuestas en columnas, las cuatro plegarias eucarísticas
principales. Después del Padrenuestro, son las más altas y bellas oraciones de
la Iglesia. Conviene leerlas primero en vertical, para captar el ritmo y la
armonía de cada una, y después en horizontal, descubriendo los paralelos que
hay entre unas y otras.
Prefacio
En la misa «la
acción de gracias se expresa, sobre todo, en el prefacio: [en éste] el
sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las
gracias por toda la obra de salvación o por alguno de sus aspectos
particulares, según las variantes [hay casi un centenar de prefacios diversos]
del día, fiesta o tiempo litúrgico» (OGMR 55a). Viene a ser así el prefacio
el grandioso pórtico de entrada en la plegaria eucarística, que se recita o se
canta antes (prae), o mejor, al comienzo de la acción (factum)
eucarística. Consta de cuatro partes:
-El diálogo
inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que ya desde el
principio vincula al pueblo a la oración del sacerdote, y que al mismo tiempo
levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la
derecha de Dios» (Col 3,1-2).
-«El Señor esté
con vosotros. -Y con tu espíritu. -Levantemos el corazón. -Lo tenemos
levantado hacia el Señor. -Demos gracias al Señor, nuestro Dios. -Es justo y
necesario».
-La elevación al
Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y necesario», y
con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre celestial. De
este modo el prefacio, y con él toda la plegaria eucarística, dirige la oración
de la Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la voluntad de Cristo: «Cuando
oréis, decid Padre» (Lc 11,2), y somos dóciles al Espíritu Santo que,
viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en nosotros diciendo: «¡Abba,
Padre!» (+Rm 8,15.26).
«En verdad es justo
y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y
en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Pref. PE II).
-La parte central,
la más variable en sus contenidos, según días y fiestas, proclama gozosamente
los motivos fundamentales de la acción de gracias, que giran siempre en torno a
la creación y la redención:
«Por él, que es tu
Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que, hecho hombre por
obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera nuestro Salvador y
Redentor.
«Él, en
cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección,
extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo» (ib.).
-El final del
prefacio, que viene a ser un prólogo del Sanctus que le sigue, asocia la
oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto litúrgico celestial,
haciendo de aquélla un eco de éste:
«Por eso, con los
ángeles y los santos, proclamamos tu gloria, diciendo» ...
Santo - Hosanna
El prefacio
culmina en el sagrado trisagio -tres veces santo-, por el que, ya
desde el siglo IV, en Oriente, participamos los cristianos en el llamado cántico
de los serafines, el mismo que escucharon Isaías (Is 6,3) y el apóstol San
Juan (Ap 4,8):
«Santo, Santo,
Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu
gloria».
Santo es el
nombre mismo de Dios, y más y antes que una cualidad moral de Dios, designa la
misma calidad infinita del ser divino: sólo Él es el Santo (Lev 11,44),
y al mismo tiempo es la única «fuente de toda santidad» (PE II).
El pueblo cristiano,
en el Sanctus, dirige también a Cristo, que en este momento de la misa entra
a actualizar su Pasión, las mismas aclamaciones que el pueblo judío le dirigió
en Jerusalén, cuando entraba en la Ciudad sagrada para ofrecer el sacrificio de
la Nueva Alianza. Hosanna, «sálvanos» (hôsîana, +Sal 117,25);
bendito el que viene en el nombre del Señor (Mc 11,9-10).
«Hosanna en el
cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el cielo».
El Prefacio,
y concretamente el Santo, es una de las partes de la misa que más pide
ser cantada.
A propósito de esto
conviene recordar la norma litúrgica, no siempre observada: «En la selección
de las partes [de la misa] que se deben cantar se comenzará por aquellas
que por su naturaleza son de mayor importancia; en primer lugar, por aquellas
que deben cantar el sacerdote o los ministros con respuestas del pueblo; se añadirán
después, poco a poco, las que son propias sólo del pueblo o sólo del grupo de
cantores» (Instrucción Musicam sacram 1967,7).
Invocación al
Espíritu Santo (1ª)
En continuidad con
el Santo, la plegaria eucarística reafirma la santidad de Dios, y
prosigue con la epíclesis o invocación al Espíritu Santo:
«Santo eres
en verdad, Padre, y con razón te alaban todas las criaturas... Te suplicamos que
santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos preparado para ti,
de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor
nuestro» (III; +II).
El sacerdote,
imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al Espíritu Santo que, así
como obró la encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María,
descienda ahora sobre el pan y el vino, y obre la transubstanciación de
estos dones ofrecidos en sacrificio, convirtiéndolos en cuerpo y sangre del
mismo Cristo (+Heb 9,14; Rm 8,11; 15,16). Es éste para los orientales el
momento de la transubstanciación, mientras que los latinos la vemos en las
palabras mismas de Cristo, es decir, en el relato-memorial, «esto es mi cuerpo».
En todo caso, siempre la liturgia ha unido, en Oriente y Occidente, el relato de
la institución de la eucaristía y la invocación al Espíritu Santo.
Por otra parte, esa
invocación, al mismo tiempo que pide al Espíritu divino que produzca el cuerpo
de Jesucristo, le pide también que realice su Cuerpo místico,
que es la Iglesia:
«Para que,
fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III; +II
y IV).
«Por obra del Espíritu
Santo» nace Cristo en la encarnación, se produce la transusbstanciación
del pan en su mismo cuerpo sagrado, y se transforma la asamblea cristiana en Cuerpo
místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues, el Espíritu Santo el que, de
modo muy especial en la eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega en
la unidad» (I).
Todos estos
misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy explícitas. Si pan eucarístico
es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también la Iglesia es el Cuerpo de Cristo
(1Cor 12). En efecto, «porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo
cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17). Es Cristo en
la eucaristía el que une a todos los fieles en un solo corazón y una sola alma
(Hch 4,32), formando la Iglesia.
Según todo esto, cada
vez que los cristianos celebramos el sacrificio eucarístico, reafirmamos
en la sangre de Cristo la Alianza que nos une con Dios, y que nos hace hijos
suyos amados. Reafirmamos la Alianza con un sacrificio, como Moisés en el Sinaí
o Elías en el Carmelo.
Relato -
consagración
Es el momento más
sagrado de la misa, en el que se actualiza con toda verdad la Cena del Señor,
su pasión redentora en la Cruz. El resto de la misa es el marco sagrado de
este sagrado momento decisivo, en el que, «con las palabras y gestos de Cristo,
se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última cena,
cuando bajo las especies del pan y vino ofreció su cuerpo y sangre, y se lo dio
a sus apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo
misterio» (OGMR 55d).
«El cual, cuando
iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan... tomó
el cáliz lleno del fruto de la vid... Esto es mi cuerpo, que será
entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será
derramada por vosotros y por todos, para el perdón de los pecados»...
Por el ministerio
del sacerdote cristiano, es el mismo Cristo, Sacerdote único de la Nueva
Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas, de infinita
eficacia doxológica y redentora. Por esas palabras, que al mismo tiempo son de
Cristo y de su esposa la Iglesia, el acontecimiento único del misterio pascual,
sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel espacio-temporal, en la que
se ven apresados todos los acontecimientos humanos de la historia, se actualiza,
se hace presente hoy, bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y
comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre»... Los cristianos en la eucaristía,
lo mismo exactamente que los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y
lo mismo que la Virgen María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el
Calvario al sacrificio de la Cruz... Mysterium fidei!
Ésta es, en efecto,
la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada por Pablo VI en el Credo del
Pueblo de Dios (1968, n. 24): «Nosotros creemos que la misa, que es
celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el
sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros
altares».
El sacerdote ostenta
con toda reverencia, alzándolos, el cuerpo y la sangre de Cristo, y hace una y
otra vez la genuflexión, mientras los acólitos pueden incensar
las sagradas especies veneradas. El pueblo cristiano adora primero en silencio,
y puede decir jaculatorias como «¡Es el Señor!» (Jn 21,7), «¡Señor mío y
Dios mío!» (Jn 20,28); «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál
2,20). Y en seguida confiesa comunitariamente su fe y su devoción:
-«Éste es el
sacramento de nuestra fe».
-«Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). «Cada
vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor,
hasta que vuelvas» (+1Cor 11,26). «Por tu cruz y tu resurrección nos has
salvado, Señor».
Memorial
Después del
relato-consagración, viene el memorial y la ofrenda, que van
significativamente unidos en las cinco plegarias eucarísticas principales:
«Así, pues, Padre,
al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su
admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida
gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y
santo» (III; +I, II, IV, V).
Memorial (anámnesis),
pues, en primer lugar. Los cristianos, de oriente a occidente, obedecemos
diariamente en la eucaristía aquella última voluntad de Cristo, «haced esto
en memoria mía». Éste fue el mandato que nos dio el Señor claramente en
la última Cena, es decir, «la víspera de su pasión» (I), «la noche en que
iba a ser entregado» (III). Y nosotros podemos cumplir ese mandato, a muchos
siglos de distancia y en muchos lugares, precisamente porque el sacerdocio de
Cristo es eterno y celestial (Heb 4,14; 8,1):
«El sacrificio
de Cristo se consuma en el santuario celeste; perdura en el momento de la
consumación, porque la eternidad es una característica de la esfera celeste...
Y si el sacrificio de Cristo perdura en el cielo, puede hacerse presente entre
nosotros en la medida en que esa misma víctima y esa misma acción
sacerdotal se hagan presentes en la eucaristía... En realidad, el sacerdote no
pone otra acción, sino que participa de la eterna acción sacerdotal de Cristo
en el cielo... Nada se repite, nada se multiplica; sólo se participa
repetidamente bajo forma sacramental del único sacrificio de Cristo en la cruz,
que perdura eternamente en el cielo. No se repite el sacrificio de Cristo, sino
las múltiples participaciones de él» (Sayés, El misterio eucarístico
321-323).
De este modo la
eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre vivo, que con sus
latidos hace llegar a todo el Cuerpo místico la gracia vivificante, que es la
sangre de Cristo, sacerdote eterno. En efecto, «la obra de nuestra redención se
efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por
medio del cual "Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado" (1Cor 5,7)»
(LG 3).
Y ofrenda
El memorial de la
cruz es ofrenda de Cristo víctima: «te ofrecemos, Dios de gloria y
majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de
eterna salvación» (I); «el pan de vida y el cáliz de salvación» (II); «el
sacrificio vivo y santo» (III); «su cuerpo y su sangre, sacrificio agradable a
ti y salvación para todo el mundo» (IV); «esta ofrenda: es Jesucristo que se
ofrece con su Cuerpo y con su Sangre» (V).
En efecto, «la
Iglesia, en este memorial, sobre todo la Iglesia aquí y ahora reunida, ofrece
al Padre en el Espíritu Santo la Víctima inmaculada. Y la Iglesia quiere
que los fieles no sólo ofrezcan la Víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse
a sí mismos y que de día en día perfeccionen, con la mediación de
Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo
para todos» (OGMR 55f).
Cristo «quiso
que nosotros fuésemos un sacrificio -dice San Agustín-; por lo tanto, toda
la Ciudad redimida, es decir, la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como
sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se ofreció por nosotros en la
pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran cabeza... Así es, pues, el
sacrificio de los cristianos, donde todos se hacen un solo cuerpo de Cristo.
Esto lo celebra la Iglesia también con el sacramento del altar, donde se nos
muestra cómo ella misma se ofrece en la misma víctima que ofrece a Dios» (Ciudad
de Dios 10,6). Y Pablo VI: «La Iglesia, al desempeñar la función de
sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de
la misa y toda entera se ofrece con él» (Mysterium fidei).
En conformidad con
esto, adviértase, pues, que la ofrenda eucarística es hecha juntamente por
el sacerdote y el pueblo, y no por el sacerdote solo:
«Te ofrecemos, y
ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (I); «te ofrecemos,
en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo» (III; +II y IV).
Por otra parte, en
la ofrenda cultual que los hombres hacemos no podemos realmente dar a Dios
sino lo que él previamente nos ha dado: la vida, la libertad, la salud...
Por eso decimos, «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes
que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo» (I).
Podemos ahora por
la oración hacernos ofrenda grata al Padre. Con la oración de María: «He
aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Con la oración
de Jesús: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Con oraciones-ofrenda, como
aquella de San Ignacio, tan perfecta:
«Tomad, Señor, y
recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo
mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro,
disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me
basta» (Ejercicios 234).
Invocación al
Espíritu Santo (2ª)
La eucaristía, que
es el mismo sacrificio de la cruz, tiene con él una diferencia fundamental. Si
en la cruz Cristo se ofreció al Padre él solo, en el altar litúrgico se
ofrece ahora con su Cuerpo místico, la Iglesia. Por eso las plegarias eucarísticas
piden tres cosas: -que Dios acepte el sacrificio que le ofrecemos hoy;
-que por él seamos congregados en la unidad de la Iglesia; -y que así
vengamos a ser víctimas ofrecidas con Cristo al Padre, por obra del Espíritu
Santo, cuya acción aquí se implora.
-Súplica de
aceptación de la ofrenda. «Mira con ojos de bondad esta ofrenda, y acéptala»
(I); «dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima
por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad» (III); «dirige tu mirada
sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia»(IV)
-Unidad. «Te
pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del cuerpo y Sangre de Cristo» (II); «formemos en Cristo un solo
cuerpo y un solo espíritu» (III); «congregados en un solo cuerpo por el Espíritu
Santo» (IV).
-Víctimas
ofrecidas. Que «él nos transforme en ofrenda permanente» (III), y así «seamos
en Cristo víctima viva para alabanza de su gloria» (IV)
La verdadera
participación en el sacrificio de la Nueva Alianza implica, pues, decisivamente
esta ofrenda victimal de los fieles. Según esto, los cristianos son en
Cristo sacerdotes y víctimas, como Cristo lo es, y se ofrecen
continuamente al Padre en el altar eucarístico, durante la misa, y en
el altar de su propia vida ordinaria, día a día. Ellos, pues, son en
Cristo, por él y con él, «corderos de Dios», pues aceptando la voluntad de
Dios, sin condiciones y sin resistencia alguna, hasta la muerte, como Cristo, sacrifican
(hacen-sagrada) toda su vida en un movimiento espiritual incesante, que en
la eucaristía tiene siempre su origen y su impulso. Así es como la vida
entera del cristiano viene a hacerse sacrificio eucarístico continuo,
glorificador de Dios y redentor de los hombres, como lo quería el Apóstol: «os
ruego, hermanos, que os ofrezcáis vuestros mismos como víctima viva, santa,
grata a Dios: éste es el culto espiritual que debéis ofrecer» (Rm 12,1).
Intercesiones
Ya vimos, al hablar
de la oración de los fieles, que la Iglesia en la eucaristía sostiene a
la humanidad y al mundo entero en la misericordia de Dios, por la sangre de
Cristo Redentor. Pues bien, las mismas plegarias eucarísticas incluyen una
serie de oraciones por las que nos unimos a la Iglesia del cielo, de la tierra y
del purgatorio. Suelen ser llamadas intercesiones.
«Con ellas se da a
entender que la eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia celeste
y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus miembros, vivos y
difuntos, miembros que han sido todos llamados a participar de la salvación y
redención adquiridas por el cuerpo y la sangre de Cristo» (OGMR 55g).
En la plegaria eucarística
III, por ejemplo, se invoca
-primero la ayuda
del cielo, de la Virgen María y de los santos, «por cuya intercesión
confiamos obtener siempre tu ayuda»;
-en seguida se
ruega por la tierra, pidiendo salvación y paz para «el mundo entero» y
para «tu Iglesia, peregrina en la tierra», especialmente por el Papa y los
Obispos, pero también, con una intención misionera, por «todos tus hijos
dispersos por el mundo»;
-y finalmente se
encomienda las almas del purgatorio a la bondad de Dios, es decir, se ofrece
la eucaristía por «nuestros hermanos difuntos y cuantos murieron en tu amistad».
Así, la oración
cristiana -que es infinitamente audaz, pues se confía a la misericordia de
Dios- alcanza en la eucaristía la máxima dilatación de su caridad: «recíbelos
en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de
tu gloria».
Ofrecer misas por
los difuntos
La caridad
cristiana, si ha de ser católica, ha de ser universal, ha de interesarse, pues,
por los vivos y por los difuntos, no sólo por los vivos. La Iglesia,
nuestra Madre, que nos hace recordar diariamente a los difuntos, al menos, en la
misa y en la última de las preces de vísperas, nos recomienda ofrecer misas en
sufragio de nuestros hermanos difuntos. Es una gran obra de caridad hacia ellos,
como lo enseña el Catecismo:
«El sacrificio
eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos,
"que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados"
(Conc. Trento), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
«"Oramos [en
la anáfora] por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos
los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para
las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla
presente la santa y adorable víctima... Presentando a Dios nuestras súplicas
por los que han muerto, aunque fuesen pecadores..., presentamos a Cristo,
inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al
Dios amigo de los hombres" (S. Cirilo de Jerusalén [+386])» (Catecismo
1371; +1032, 1689).
Doxología final
La gran plegaria
eucarística llega a su fin. El arco formidable, que se inició en el prefacio
levantando los corazones hacia el Padre, culmina ahora solemnemente con la
doxología final trinitaria. El sacerdote, elevando la Víctima sagrada, y
sosteniéndola en alto, por encima de todas las realidades temporales, dice:
«Por Cristo, con Él
y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo
honor y toda gloria por los siglos de los siglos».
Este acto, por sí
solo, justifica la existencia de la Iglesia en el mundo: para eso
precisamente ha sido congregado en Cristo el pueblo cristiano sacerdotal, para
elevar en la eucaristía a Dios la máxima alabanza posible, y para atraer en
ella en favor de toda la humanidad innumerable bienes materiales y espirituales.
De este modo, es en la eucaristía donde la Iglesia se expresa y manifiesta
totalmente.
El pueblo cristiano
congregado hace suya la plegaria eucarística, y completa la gran doxología
trinitaria diciendo: Amén. Es el Amén más solemne de la misa.
((Adviértase aquí,
por otra parte, que es el sacerdote, y no el pueblo, quien recita las doxologías
que concluyen las oraciones presidenciales. Y esto tanto en la oración
colecta -«Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina», etc.-,
como en la plegaria eucarística -«Por Cristo, con Él y en Él», etc.-. Y que
es el pueblo quien, siguiendo una tradición continua del Antiguo y del Nuevo
Testamento, contesta con la aclamación del Amén.))
C. La comunión
-Padrenuestro -La
paz -Fracción del pan -Cordero de Dios -Comunión -Oración de postcomunión.
La primera cumbre de
la celebración eucarística es sin duda la consagración, en la que el
pan y el vino se transforman en cuerpo entregado y sangre derramada del mismo
Cristo, actualizando el sacrificio redentor. Y la segunda, ciertamente, es la
comunión, en la que la Iglesia obedece el mandato de Cristo en su última
Cena: «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre».
El Padrenuestro
El Padrenuestro
es la más grande oración cristiana, la más grata al Padre y la que mejor
expresa lo que el Espíritu Santo ora en nosotros (+Rm 8,15.26), pues es la
oración que nos enseñó Jesús (Mt 5,23-24; Lc 11,2-4).
Por eso, en la
misa, la oración dominical culmina en cierto modo la gran plegaria eucarística,
y al mismo tiempo inicia el rito de la comunión. Comienza el Padrenuestro
reiterando el Santo del prefacio -«santificado sea tu Nombre»-,
asimila la actitud filial de Cristo, la Víctima pascual ofrecida -«hágase tu
voluntad»-, y continúa pidiendo para la Iglesia la santidad y la unidad -«venga
a nosotros tu reino»-. Pero también prepara a la comunión eucarística,
pidiendo el pan necesario, material y espiritual -«danos hoy nuestro pan de
cada día»-, implorando el perdón y la superación del mal -«perdona nuestras
ofensas, líbranos del mal»-, y procurando la paz con los hermanos -«perdonamos
a los que nos ofenden»-. No podemos, en efecto, unirnos al Señor, si estamos
en pecado y si permanecemos separados de los hermanos (+Mt 6,14-15; 6,9-13;
18,35).
Merece la pena señalar
aquí que, en la petición «líbranos del mal», la Iglesia entiende que «el
mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno,
el ángel que se opone a Dios» (Catecismo 2851; +2850-2853). Ahora bien,
en la última petición del Padrenuestro, «al pedir ser liberados del Maligno,
oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasado y
futuros de los que él es autor o instigador» (2854).
El Padrenuestro, que
es rezado en la misa por el sacerdote y el pueblo juntamente, es desarrollado sólo
por el sacerdote con el embolismo que le sigue: «Líbranos de todos
los males, Señor», en el que se pide la paz de Cristo y la protección de
todo pecado y perturbación, «mientras esperamos la gloriosa venida de
nuestro Salvador Jesucristo». Y esta vez es el pueblo el que consuma la
oración con una doxología, que es eco de la liturgia celestial: «Tuyo es
el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor» (+Ap 1,6; 4,11;
5,13).
Conviene advertir
que la renovación postconciliar de la liturgia ha restaurado la costumbre
antigua, ya practicada por las primeras generaciones cristianas, de rezar
tres veces cada día el Padrenuestro, concretamente en laudes, en misa y en
vísperas. «Así habéis de orar tres veces al día» (Dídaque VIII,3).
La paz
Sabemos que
Cristo resucitado, cuando se aparecía a los apóstoles, les saludaba dándoles
la paz: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.26). En realidad, la herencia que
el Señor deja en la última Cena a sus discípulos es precisamente la paz: «La
paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (14,27).
El pecado, separando
al hombre de Dios, divide de tal modo la humanidad en partes contrapuestas, e
introduce en cada persona tal cúmulo de tensas contradicciones y ansiedades,
que aleja irremediablemente de la vida humana la paz. Por eso, en la Biblia la
paz (salom), que implica, en cierto modo, todos los bienes, no
se espera sino como don propio del Mesías salvador. Él será constituido «Príncipe
de la paz: su soberanía será grande y traerá una paz sin fin para el trono de
David y para su reino» (Is 9,5-6). Sólo él será capaz de devolver a la
humanidad la paz perdida por el pecado (+Ez 34,25; Joel 4,17ss; Am
9,9-21).
Pues bien, Jesús es
el Mesías anunciado: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Los ángeles, en su
nacimiento, anuncian que Jesús va a traer en la tierra «paz a los hombres
amados por Dios» (Lc 2,14). En efecto, quiso «el Dios de la paz» (Rm 15,33),
en la plenitud de los tiempos, «reconciliar por Él consigo, pacificando por la
sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo»
(Col 2,20). Y así él, nuestro Señor Jesucristo, quitando el pecado del mundo
y comunicándonos su Espíritu, es el único que puede darnos la paz verdadera,
la que es «fruto del espíritu» (Gál 5,22) y de la justificación por gracia
(+Rm 5,1), la paz que ni el mundo ni la carne son capaces de dar, la paz
perfecta, de origen celeste, la paz que ninguna vicisitud terrena será capaz de
destruir en los fieles de Cristo.
El rito de la
paz, previo a la comunión, es, pues, un gran momento de la eucaristía. El
ósculo de la paz ya se daba fraternalmente en la eucaristía en los siglos
II-III. El sacerdote, en una oración que, esta vez, dirige al mismo «Señor
Jesucristo», comienza pidiéndole para su Iglesia «la paz y la unidad» en una
súplica extremadamente humilde: «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la
fe [la fidelidad] de tu Iglesia». A continuación, representando al mismo
Cristo resucitado, dice a los discípulos reunidos en el cenáculo de la misa: «La
paz del Señor esté siempre con vosotros».
Y puesto que la
comunión está ya próxima, y no podemos unirnos a Cristo si permanecemos
separados de nuestros hermanos, añade en seguida: «Daos fraternalmente la
paz». De este modo, la asidua participación en la eucaristía va haciendo
de los cristianos hombres de paz, pues en la misa reciben una y otra vez
la paz de Cristo, y por eso mismo son cada vez más capaces de comunicar a los
hermanos la paz que de Dios han recibido. «Bienaventurados los que trabajan por
la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La fracción del
pan
Partir el pan en la
mesa era un gesto tradicional que correspondía al padre de familia. Es un gesto
propio de Cristo, y lo realiza varias veces estando con sus discípulos -al
multiplicar los panes, en la Cena última, con los de Emaús, ya resucitado (Jn
6,11; Lc 24,30; 1Cor 11,23-24; Jn 21,13)-: tomó el pan, lo bendijo, lo partió
y lo dió a los discípulos. Por eso, la antigüedad cristiana, viendo en
esta acción un símbolo profundo, dio a veces a toda la eucaristía el nombre
de «fracción del pan». Y la liturgia ha conservado siempre este rito, durante
el cual el sacerdote parte el pan consagrado, y antes de dejar caer en el
cáliz una partícula de él, dice: «El cuerpo y la Sangre de nuestro Señor
Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna».
En todo caso, la
significación más antigua de esta acción litúrgica está vinculada a
aquellas palabras de San Pablo: «Porque el pan es uno, somos muchos un solo
cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17; +OGMR 56c). Es
la común-comunión eucarística en el Pan partido lo que hace de nosotros un
solo Cuerpo, el de Cristo, la Iglesia. Los que participamos de un mismo altar,
somos uno solo, pues comemos y vivimos de un mismo Pan, y «hemos bebido del
mismo Espíritu» (1Cor 12,13).
Cordero de Dios
A partir de los
siglos VI y VII, durante la fracción del pan -que entonces, cuando no hay todavía
hostias pequeñas, dura cierto tiempo-, el pueblo recita o canta el Cordero
de Dios, repitiendo varias veces ese precioso título de Cristo, que ya en
el Gloria ha sido proclamado.
Como ya vimos más
arriba, la idea del Salvador como Cordero inmolado, ya desde el
sacrificio de Isaac, pasando por la Pascua y por el Siervo de Yavé de que habla
Isaías, está presente en la revelación divina hasta el Apocalipsis de San
Juan, que contempla en el cielo el culto litúrgico que los ángeles y los
santos ofrecen al Cordero-víctima, esposo de la Iglesia (Ap 5,6; 6,1; 7,10-17;
12,11; 13,8; 17,14; 19,7-9; 21,22). La misa es la Cena pascual del Cordero
inmolado, y el rito de la fracción precede lógicamente al de la comunión.
Seguidamente el
sacerdote, mostrando la hostia consagrada, dice aquello de Juan el Bautizador:
«Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Y
añade las palabras que, según el Apocalipsis, dice en la liturgia celeste «una
voz que sale del Trono, una voz como de gran muchedumbre, como voz de muchas
aguas, y como voz de fuertes truenos:... "Dichosos los invitados al
banquete de bodas del Cordero"» (+Ap 19,1-9). En efecto, dice el
sacerdote: «Dichosos los invitados a la cena del Señor».
A ello responde el
pueblo, recordando con toda oportunidad las palabras del centurión romano, que
maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida confianza: «Señor, no soy
digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme»
(+Mt 8,8-10). Seguidamente el sacerdote, o el diácono, distribuye la
comunión: «El Cuerpo de Cristo». «Amén». Sí, así es realmente.
De suyo,
corresponde distribuir la comunión a quienes en la eucaristía representan a
Cristo y a los apóstoles. Es el Señor quien «tomó, partió y repartió»
el Pan de vida. Y en la multiplicación milagrosa, por ejemplo, Cristo, «alzando
los ojos al cielo, bendijo y partió los panes, y se los dió a los discípulos
[los apóstoles], y éstos a la muchedumbre» (Mt 14,19). De ahí la tradición
universal de la Iglesia de que sean los ministros sagrados -y cuando sea
preciso, los laicos autorizados para ello-, quienes distribuyan la comunión
eucarística (Código 910).
La comunión
La comunión
sacramental es el encuentro espiritual más amoroso y profundo, más cierto y
santificante, que podemos tener con Cristo en este mundo. Es una inefable
unión espiritual con Jesucristo glorioso, y en este sentido, aunque se
realice mediante el signo expresivo del pan, no implica, por supuesto, una
digestión del cuerpo físico del Señor -ésta sería la interpretación
cafarnaítica-.
Es notable, en todo
caso, la gran sobriedad con que la tradición patrística e incluso los escritos
de los santos tratan de este acto santísimo de la comunión. Y es que se trata,
en el orden del amor y de la gracia, de un misterio inefable, de algo que
apenas es capaz de expresar el lenguaje humano. Cristo se entrega en la comunión
como alimento, como «pan vivo bajado del cielo», que va transformando en Él a
quienes le reciben. A éstos, que en la comunión le acogen con fe y amor, les
promete inmortalidad, abundancia de vida y resurrección futura. Más aún, les
asegura una perfecta unión vital con Él: «El que come mi carne y bebe mi
sangre permanece en mí y yo en él. Y así como yo vivo por mi
Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57).
Los cristianos,
comulgando el cuerpo victimal y glorioso de Cristo, se alimentan del pan de
vida eterna dado con tanto amor por el Padre celestial, participan profundamente
de la pasión y resurrección de Cristo, reafirman en sí mismos la Alianza de
amor y mutua fidelidad que les une con Dios, reciben la medicina celestial del
Padre, la única que puede sanarles de sus enfermedades espirituales, y ven
acrecentada en sus corazones la presencia y la acción del Espíritu Santo, «el
Espíritu de Jesús» (Hch 16,7).
Sólo Dios, que por
medio de la oración actualiza en nosotros la fe y el amor, puede darnos la
gracia de una disposición idónea para la excelsa comunión eucarística. Por
eso la devoción privada ha creado muchas oraciones para antes de la comunión,
y la misma liturgia en el ordinario de la misa ofrece al sacerdote dos,
procedentes del repertorio medieval, que están dirigidas al mismo Cristo.
«Señor Jesucristo,
Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo,
diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame por la recepción de tu Cuerpo y
de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus
mandamientos y jamás permitas que me separe de ti». O bien:
«Señor Jesucristo,
la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y
condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y
cuerpo y como remedio saludable».
Disposiciones
exteriores para la comunión
-El ayuno eucarístico,
de antiquísima tradición, exige hoy «abstenerse de tomar cualquier alimento y
bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a excepción sólo
del agua y de las medicinas» (Código 919,1).
-La Iglesia permite comulgar
dos veces el mismo día, siempre que se participe en ambas misas (ib.
917).
-«La comunión
tiene una expresión más plena, por razón del signo, cuando se hace bajo
las dos especies» (OGMR 240). La Iglesia en Occidente, sólo por razones prácticas,
reduce este uso a ocasiones señaladas (Eucharisticum mysterium 32),
mientras que en Oriente es la forma habitual.
-Cuando se comulga
dentro de la misa, y además con hostias consagradas en la misma misa, se
expresa con mayor claridad que la comunión hace participar en el sacrificio
mismo de Jesucristo (+Catecismo 1388).
-Sin embargo, cuando
los fieles piden la comunión «con justa causa, se les debe administrar la
comunión fuera de la misa» (Código 918).
Disposiciones
interiores para la comunión frecuente
San Pablo habla
claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas: «Quien come el
pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre
del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y
beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se
come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y
débiles, y muchos muertos» (1Cor 11,27-29). Atribuye el Apóstol los peores
males de la comunidad cristiana de Corinto a un uso abusivo de la comunión
eucarística... Esto nos lleva a considerar el tema de la frecuencia y
disposición espiritual que son convenientes para la comunión.
En la antigüedad
cristiana, sobre todo en los siglos III y IV, hay numerosas huellas
documentales que hacen pensar en la normalidad de la comunión diaria. Los
fieles cristianos más piadosos, respondiendo sencillamente a la voluntad
expresada por Cristo, «tomad y comed, tomad y bebed», veían en la comunión
sacramental el modo normal de consumar su participación en el sacrificio eucarístico.
Sólo los catecúmenos o los pecadores sujetos a disciplina penitencial se veían
privados de ella. Pronto, sin embargo, incluso en el monacato naciente, este
criterio tradicional se debilita en la práctica o se pone en duda por diversas
causas. La doctrina de San Agustín y de Santo Tomás podrán mostrarnos
autorizadamente el nuevo criterio.
Santo Tomás
(+1274), tan respetuoso siempre con la tradición patrística y conciliar,
examina la licitud de la comunión diaria, adivirtiendo que, por parte
del sacramento, es claro que «es conveniente recibirlo todos los días, para
recibir a diario su fruto». En cambio, por parte de quienes comulgan, «no es
conveniente a todos acercarse diariamente al sacramento, sino sólo las veces
que se encuentren preparados para ello. Conforme a esto se lee [en Genadio de
Marsella, +500]: "Ni alabo ni critico el recibir todos los días la comunión
eucarística"» (STh III,80,10). Y en ese mismo texto Santo Tomás
precisa mejor su pensamiento cuando dice: «El amor enciende en nosotros
el deseo de recibirlo, y del temor nace la humildad de reverenciarlo. Las
dos cosas, tomarlo a diario y abstenerse alguna vez, son indicios de reverencia
hacia la eucaristía. Por eso dice San Agustín [+430]: "Cada uno
obre en esto según le dicte su fe piadosamente; pues no altercaron Zaqueo y el
Centurión por recibir uno, gozoso, al Señor, y por decir el otro: No soy digno
de que entres bajo mi techo. Los dos glorificaron al Salvador, aunque no de una
misma manera" [ML 33,201]. Con todo, el amor y la esperanza, a los que
siempre nos invita la Escritura, son preferibles al temor. Por eso, al decir
Pedro "apártete de mí, Señor, que soy hombre pecador", responde Jesús:
"No temas"» (ib. ad 3m).
Durante muchos
siglos prevaleció en la Iglesia, incluso en los ambientes más fervorosos, la
comunión poco frecuente, solo en algunas fiestas señaladas del Año litúrgico,
o la comunión mensual o semanal, con el permiso del confesor. Y esta tendencia
se acentuó aún más, hasta el error, con el Jansenismo. Por eso, sin duda, uno
de los actos más importantes del Magisterio pontificio en la historia de la
espiritualidad es el decreto de 20 de diciembre de 1905. En él San Pío X
recomienda, bajo determinadas condiciones, la comunión frecuente y diaria,
saliendo en contra de la posición jansenista.
«El deseo de
Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al
sagrado convite se cifra principalmente en que los fieles, unidos con Dios
por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir la concupiscencia,
para borrar las culpas leves que diariamente ocurren, y para precaver los
pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta; pero no principalmente
para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni para que ello sea paga o
premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el santo Concilio de
Trento llama a la eucaristía «antídoto con que nos libramos de las culpas
cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales». Según esto:
«1. La comunión
frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de Cristo de
cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con
tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y
piadosa intención.
«2. La recta
intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por
rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de
Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad, y remediar las propias
flaquezas y defectos con esa divina medicina.
«3. Aun cuando conviene
sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente la comunión
estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y
del apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con
propósito de no pecar más en adelante...
«4. Ha de
procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación
y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición
y deberes de cada uno.
«5. Debe pedirse consejo
al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores no apartar a nadie de la
comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado de gracia y se
acerque con rectitud de intención» (Denz 1981/3375 - 1990/3383).
Parece claro que en
la grave cuestión de la comunión frecuente, la mayor tentación de error es
hoy la actitud laxista, y no el rigorismo jansenista, siendo una y otro
graves errores. Entre ambos extremos de error, la doctrina de la Iglesia católica,
expresada en el decreto de San Pío X, permanece vigente. Hoy «la Iglesia
recomienda vivamente a los fieles recibir la santa eucaristía los domingos y
los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días» (Catecismo
1389).
La oración
post-comunión
«Cuando se ha
terminado de distribuir la comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga
oportuno, pueden orar un rato recogidos. O si se prefiere, puede también cantar
toda la asamblea un himno, un salmo o algún otro canto de alabanza» (OGMR
56j). La práctica devocional de la Iglesia ha dado siempre una importancia
muy notable a este tiempo de oración después de la comunión. Esa «conveniente
acción de gracias», de que hablaba San Pío X, es un momento muy
especial de gracia. Por eso es aconsejable realizarla fielmente, bien sea en ese
momento de silencio, inmediato a la comunión, o bien después de finalizada la
misa.
Es lo que la Iglesia
recomienda: para que los fieles «puedan perseverar más fácilmente en esta
acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios en la misa, se
recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan
algún tiempo en oración» (Eucharisticum mysterium 38).
Después de ese
tiempo, más o menos largo, «en la oración después de la comunión, el
sacerdote ruega para que se obtengan los frutos del misterio celebrado» (OGMR
56k). Estos frutos son incesantemente indicados y pedidos en las oraciones de
postcomunión. En efecto, si hacemos una lectura seguida de postcomuniones de la
misa, iremos conociendo claramente cuáles son los frutos normales de la
participación eucarística, pues lo que pide la Iglesia en esas
oraciones, con toda confianza y eficacia, coincide precisamente con lo que el
Señor quiere dar en la liturgia de la misa. Esto es lo propio de toda oración
litúrgica, que realiza lo que pide.
Veamos, a modo de
ejemplo, algunas peticiones incluidas en postcomuniones de domingos del Tiempo
Ordinario: «te suplicamos la gracia de poder servirte llevando una vida según
tu voluntad» (1). «Alimentados con el mismo pan del cielo, permanezcamos
unidos en el mismo amor» (2). «Cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora,
nos alegremos siempre de este don admirable que nos haces» (3). «Que el pan de
vida eterna nos haga crecer continuamente en la fe verdadera» (4). «Concédenos
vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del
mundo» (5). «Busquemos siempre las fuentes de donde brota la vida verdadera»
(6). «Alcanzar un día la salvación eterna, cuyas primicias nos has entregado
en estos sacramentos» (7; intención frecuente: +20, 26, 30, 31). «Sane
nuestras maldades y nos conduzca por el camino del bien» (10). «Que esta
comunión en tus misterios, Señor, expresión de nuestra unión contigo,
realice la unidad de tu Iglesia» (11). «Condúcenos a perfección tan alta,
que en todo sepamos agradarte» (21). «Fortalezca nuestros corazones y nos
mueva a servirte en nuestros hermanos» (22). «Sea su fuerza, no nuestro
sentimiento, quien mueva nuestra vida» (24). «Nos transformemos en lo que
hemos recibido» (27). «Nos hagas participar de su naturaleza divina» (28). «Aumente
la caridad en todos nosotros» (33). «No permitas que nos separemos de ti»
(34). «Encontrar la salud del alma y del cuerpo en el sacramento que hemos
recibido» (Trinidad).
Éstos y otros
preciosos efectos que la Iglesia pide con audacia y confianza en la oración
postcomunión -como también en la oración colecta y la del ofertorio- son los
que la eucaristía causa de suyo en nosotros, si no ponemos impedimento a
la acción de Cristo en ella (+Catecismo, frutos de la comunión:
1391-1398).
Comunión y
santidad
«Si no coméis
la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en
vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le
resucitaré el último día» (Jn 6,53-54). La cosa es clara: la
santificación cristiana tiene forma eucarística. Es así, al menos
ordinariamente, como ha querido Cristo santificarnos. Y nosotros no podemos
santificarnos según nuestros gustos o inclinaciones -es absurdo-, sino según
Cristo ha dispuesto hacerlo, y nos lo ha dicho. Sólo él es «Santo y
fuente de toda santidad» (PE II).
En realidad, no
es posible nuestra santificación sin verdaderos milagros de la gracia. ¿Cómo,
si no, podríamos librarnos de pecados, defectos o imperfecciones tan arraigados
en nuestra personalidad? San Juan de la Cruz nos muestra claramente que la
purificación activa del cristiano no puede alcanzar la perfecta
santidad, «hasta que Dios lo hace en él, habiendose él pasivamente» (I
Noche 7,5). Pues bien, aunque nosotros hemos de realizar actos al comulgar,
sobre todo de fe y de amor -en cuanto ello nos sea posible-, lo cierto es que de
la comunión puede decirse, más o menos, lo que el Doctor místico afirma de la
contemplación: en ella «Dios es el agente y el alma es la paciente»; y el
alma está «como el que recibe y como en quien se hace, y Dios como el que da y
como el que en ella hace» (Llama 3,32).
La comunión
eucarística es, pues, un momento privilegiado para esos milagros de la gracia
que necesitamos. Cristo en ella, con todo el poder de su pasión gloriosa y
de su resurrección admirable, nos concede ir muriendo a los pecados del hombre
viejo, e ir renaciendo a las virtudes del hombre nuevo. Es en la eucaristía
donde, por obra del Espíritu Santo, el pan y el vino se convierten en cuerpo y
sangre de Cristo, y donde igualmente, por obra del Espíritu Santo, los hombres
carnales se transforman en hombres espirituales, cada vez más configurados a
Cristo.
Los santos y la
comunión eucarística
Sólo los santos
conocen y viven plenamente la vida cristiana. Y, concretamente, sólo los
santos veneran como se debe el gran sacramento de la eucaristía. Por eso en
esto, como en todo, nosotros hemos de tomarles como maestros. Santo Tomás de
Aquino, por ejemplo, según declaran en el proceso de canonización sus compañeros,
«omni die celebrabat missam cum lacrymis» (n.49), sobre todo a la hora de
comulgar (n.15). Y también San Ignacio de Loyola lloraba con frecuencia en la
misa (Diario espiritual 14). Nosotros, hombres de poca fe, no lloramos,
pues apenas sabemos lo que hacemos cuando asistimos a la misa. Son los santos,
realmente, los que entienden, en fe y amor, qué es lo que en la misa están
haciendo, o mejor, qué está haciendo en ella la Trinidad santísima. Por eso
han de ser ellos los que nos enseñen a celebrar el sacrificio eucarístico y a
recibir en la comunión el cuerpo y la sangre de Cristo.
San Francisco de Asís,
siendo diácono, pocos años antes de morir, escribe una Carta a los clérigos,
en la que confiesa conmovedoramente toda la grandeza del ministerio eucarístico
que desempeñan. Y en su Carta a toda la Orden reitera las mismas
exhortaciones: «Así, pues, besándoos los pies y con la caridad que puedo, os
suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis toda reverencia y todo el
honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro
Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que hay en cielos y tierra han
sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente [+Col 1,20]» (12-13).
Él, personalmente, «ardía de amor en sus entrañas hacia el sacramento del
cuerpo del Señor, sintiéndose oprimido y anonadado por el estupor al
considerar tan estimable dignación y tan ardentísima caridad. Reputaba un
grave desprecio no oír, por lo menos cada día, a ser posible, una misa.
Comulgaba muchísimas veces, y con tanta devoción, que infundía fervor a los
presentes. Sintiendo especial reverencia por el Sacramento, digno de todo
respeto, ofrecía el sacrificio de todos sus miembros, y al recibir al Cordero
sin mancha, inmolaba el espíritu con aquel sagrado fuego que ardía siempre en
el altar de su corazón» (II Celano 201).
Es un dato cierto
que los santos, muchas veces, han recibido precisamente en la comunión eucarística
gracias especialísimas, decisivas en su vida.
Recordemos, por
ejemplo, a Santa Teresa de Jesús. Ella, cuando no era costumbre, «cada día
comulgaba, para lo cual la veía [esta testigo] prepararse con singular cuidado,
y después de haber comulgado estar largos ratos muy recogida en oración, y
muchas veces suspendida y elevada en Dios» (Ana de los Angeles: Bibl. Míst.
Carm. 9,563).
Las más altas
gracias de su vida, y concretamente el matrimonio espiritual, fueron recibidas
por Santa Teresa en la eucaristía. Ella misma afirma que fue en una comunión
cuando llegó a ser con Cristo, en el matrimonio, «una sola carne»: «Un día,
acabando de comulgar, me pareció verdaderamente que mi alma se hacía una cosa
con aquel cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta conciencia 39; +VII
Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la comunión resucitado,
glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre muerto, sino Cristo vivo, y da
a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió
de él después de resucitado. Y viene a veces con tran grande majestad que no
hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de
comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase
tan Señor de aquella posada que parece, toda deshecha el alma, se ve consumir
en Cristo» (Vida 28,8).
Otros santos ha
habido que vivían alimentándose sólamente con el Pan eucarístico, es
decir, con el cuerpo de Cristo. En esos casos milagrosos ha querido Dios
manifestarnos, en una forma extrema, hasta qué punto tiene Cristo capacidad en
la eucaristía de «darnos vida y vida sobreabundante» (Jn 10,10).
El Beato Raimundo de
Capua, dominico, que fue unos años director espiritual de Santa Catalina de
Siena, refiere de ella que «siguiendo pasos casi increíbles, poco a poco,
pudo llegar al ayuno absoluto. En efecto, la santa virgen recibía muchas
veces devotamente la santa comunión, y cada vez obtenía de ella tanta gracia
que, mortificados los sentidos del cuerpo y sus inclinaciones, sólo por virtud
del Espíritu Santo su alma y su cuerpo estaban igualmente nutridos. De esto
puede concluir el hombre de fe que su vida era toda ella un milagro... Yo
mismo he visto muchas veces aquel cuerpecillo, alimentado sólo con algún vaso
de agua fría, que... sin ninguna dificultad se levantaba antes, caminaba más
lejos y se afanaba más que los que la acompañaban y que estaban sanos; ella no
conocía el cansancio... Al comienzo, cuando la virgen comenzó a vivir sin
comer, fray Tommaso, su confesor, le preguntó si sentía alguna vez hambre, y
ella respondió: "Es tal la saciedad que me viene del Señor al recibir su
venerabilísimo Sacramento, que no puedo de ninguna manera sentir deseo por
comida alguna"» (Legenda Maior: Santa Catalina de Siena
II,170-171).
El hambre de
Cristo en la eucaristía era a veces en Santa Catalina torturante. Pero
cuando comulgaba quedaba a veces absorta en Dios durante horas o días. Una vez
«su confesor, que le había visto tan encendida de cara mientras le daba el
Sacramento, le preguntó qué le había ocurrido, y ella le respondió:
"Padre, cuando recibí de vuestras manos aquel inefable Sacramento, perdí
la luz de los ojos y no vi nada más; más aún, lo que vi hizo tal presa en mí
que empecé a considerar todas las cosas, no solamente las riquezas y los
placeres del cuerpo, sino también cualquier consolación y deleite, aun los
espirituales, semejantes a un estiércol repugnante. Por lo cual pedía y
rogaba, a fin de que aquellos placeres también espirituales me fuesen quitados
mientras pudiese conservar el amor de mi Dios. Le rogaba también que me quitase
toda voluntad y me diera sólo la suya. Efectivamente, lo hizo así, porque me
dio como respuesta: Aquí tienes, dulcísima hija mía, te doy mi
voluntad"... Y así fue, porque, como lo vimos los que estábamos
cerca de ella, a partir de aquel momento, en cualquier circunstancia, se contentó
con todo y nunca se turbó» (ib. 190).
Los santos han
cuidado mucho la preparación espiritual para comulgar, ayudándose para ello
de la confesión sacramental, y encareciendo ésta tanto o mas que aquélla.
En la Regla propia de santa Clara, por ejemplo, dispone la santa: «Confiésense
al menos doce veces al año... y comulguen siete veces»
(III,12.14). El laxismo actual en el uso de la eucaristía lleva a lo contrario,
a comulgar muchas veces, no confesando sino muy de tarde en tarde.
Atengámonos al
Magisterio apostólico y a la enseñanza de los santos en todo, pero muy
especialmente en nuestra vida eucarística, tema grave y altísimo. Son los
santos, expertos en el amor de Cristo, y especialísimamente la Virgen María,
quienes podrán enseñarnos y ayudarnos a comulgar. Ellos son los que de verdad
conocen y entienden la locura de amor realizada por Cristo, cuando él
responde con la eucaristía a la petición de sus discípulos: «quédate con
nosotros» (Lc 24,29). Así Santa Catalina:
«¡Oh hombre
avaricioso! ¿Qué te ha dejado tu Dios? Te dejó a sí mismo, todo Dios y todo
hombre, oculto bajo la blancura del pan. ¡Oh fuego de amor! ¿No era suficiente
habernos creado a imagen y semejanza tuya, y habernos vuelto a crear
por la gracia en la sangre de tu Hijo, sin tener que darnos en comida a
todo Dios, esencia divina? ¿Quién te ha obligado a esto? Sola la caridad, como
loco de amor que eres» (Oraciones y soliloquios 20).
IV. Rito de
conclusión
Saludo y bendición.
-Despedida y misión.
La inclusión es
una forma poética, por la que el final vuelve al principio. No es rara en los
salmos, por ejemplo, en el 102, que empieza y termina diciendo: «Bendice, alma
mía, al Señor». También ocurre así en la misa.
Saludo y bendición
Al finalizar la
misa, en efecto, se vuelve al saludo de su comienzo:
-«El sacerdote,
extendiendo las manos, saluda al pueblo diciendo: El Señor esté con
vosotros; a lo que el pueblo responde: Y con tu espíritu».
Y si la celebración
se inició en el nombre de la santísima Trinidad y en el signo de la cruz,
también en este Nombre y signo va a concluirse:
«En seguida el
sacerdote añade: «la bendición de Dios todopoderoso -haciendo aquí la señal
+ de la bendición-, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros».
Y todos responden «Amén».
El sacerdote aquí
no pide que la bendición de Dios descienda «sobre nosotros»,
no. Lo que hace -si realiza la liturgia católica- es transmitir, con la
eficacia y certeza de la liturgia, una bendición, que Cristo finalmente concede
a su pueblo. De tal modo que, así como el Señor, al despedirse de sus discípulos
en el momento de su ascensión, «alzó sus manos y los bendijo; y mientras los
bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24,50-51), así
ahora, por medio del sacerdote que le representa, el Señor bendice al
pueblo cristiano, que se ha congregado en la eucaristía para celebrar el
memorial de «su pasión salvadora, y de su admirable resurrección y ascensión
al cielo, mientras espera su venida gloriosa» (PE III).
Despedida y misión
La palabra misa,
que procede de missio (misión, envío, despedida), ya desde el siglo IV
viene siendo uno de los nombres de la eucaristía. En efecto, la celebración
de la eucaristía termina con el envío de los cristianos al mundo. Y no se
trata aquí tampoco de una simple exhortación, «vayamos en paz», apenas
significativa, sino de algo más importante y eficaz. En efecto, así como
Cristo envía a sus discípulos antes de ascender a los cielos -«id
por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15)-,
ahora el mismo Cristo, al concluir la eucaristía, por medio del sacerdote que
actúa en su nombre y le visibiliza, envía a todos los fieles, para que
vuelvan a su vida ordinaria, y en ella anuncien siempre la Buena Noticia con
palabras y más aún con obras.
-«Podéis ir en
paz».
-«Demos gracias
a Dios».
Entonces el
sacerdote, según costumbre, venera el altar [como al principio de la misa] con un
beso y, hecha la debida reverencia, se retira» (OGMR 124-125).
La misa ha
terminado.