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La
liturgia de la eucaristía
Nombres
Los nombres hoy más
usuales para designar la actualización litúrgica del misterio pascual son: misa,
eucaristía, cena del Señor, sacrificio de la Nueva Alianza, memorial de la
Pascua, mesa del Señor, sagrados misterios... Otros nombres, muy antiguos y
venerables, como synaxis, anáfora, sacrum, y especialmente
fracción del pan (Hch 2,42), hoy han caído en desuso.
Lugar de la
celebración
-El templo. La
eucaristía se celebra normalmente en el templo, lugar de sacralidad muy
intensa y patente. Y recordemos aquí que porque todo el mundo y todos sus
lugares son de Dios, por eso precisamente los cristianos le consagramos públicamente
a Él algunos lugares, los templos, que están edificados como Casa de
Dios, es decir, como lugares privilegiados para orar, glorificar a Dios y
santificar a los hombres. El Ritual de la dedicación de iglesias y de
altares, renovado después del Vaticano II (1977), expresa estas
realidades de la fe con preciosas lecturas y oraciones.
«Con razón, pues,
desde muy antiguo, se llamó iglesia al edificio en el cual la comunidad
cristiana se reúne para escuchar la palabra de Dios, para orar unida, para
recibir los sacramentos y celebrar la eucaristía. Por el hecho de ser un
edificio visible, esta casa es un signo peculiar de la Iglesia peregrina en la
tierra e imagen de la Iglesia celestial» (OGMR 257).
Ahora bien, dentro
del templo, y en orden a la eucaristía, hay tres lugares fundamentales cuya
significación hemos de conocer bien: el altar, la sede y el ambón.
-El altar. El
altar es el lugar de Cristo-Víctima sacrificada. Su forma ha ido variando al
paso de los siglos, conservando siempre como referencias fundamentales la
mesa del Señor, en la que cena con sus discípulos, y el ara,
significada a veces antiguamente por el sepulcro de un mártir, en la que se
consuma el sacrificio del Calvario. En todo caso, la distribución espacial no sólo
del presbiterio, sino de todo el templo, debe quedar centrada en el altar.
-El ambón. Es
el lugar propio de Cristo-Palabra divina. Los fieles congregados reciben cuanto
desde allí se proclama «no como palabra humana, sino como lo que es realmente,
como palabra divina» (1Tes 2,13). Ha de dársele, pues, una importancia
semejante a la del altar.
En efecto, «la
dignidad de la palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado
para su anuncio... Conviene que en general este sitio sea un ambón estable, no
un fascistol portátil... Desde el ambón se proclaman las lecturas, el salmo
responsorial y el pregón pascual; pueden también hacerse desde él la homilía
y la oración universal de los fieles. Es menos conveniente que ocupen el ambón
el comentarista, el cantor o el director del coro» (OGMR 272).
-La sede. Es
el lugar de Cristo, Señor y Maestro, que está sentado a la derecha del Padre,
y que preside la asamblea eucarística, haciéndose visible, en la fe, por el
sacerdote. Cristo, en efecto, «está presente en la persona del ministro» (SC
7a). Por eso, lugar propio del sacerdote, presedente de la asamblea
eclesial, es la sede, o si se quiere, la cátedra -de ahí viene
el nombre de las catedrales-, desde la cual, en el nombre de Cristo, el obispo o
el presbítero preside y predica, ora y bendice al pueblo.
((No parece, pues,
que una silla normal o una banqueta sean los signos más adecuados de
algo tan noble. Sería, por otra parte, en general, un error pretender que la
liturgia de la Iglesia exprese la pobreza que Cristo vivió en Nazaret o en su
ministerio público. Entonces sí, la sede sería una banqueta, el ambón un
atril cualquiera, el altar y los manteles una mesa común de familia, etc. Pero
aunque es verdad que la hermosura propia de la pobreza evangélica debe marcar,
sin duda, los signos de la liturgia, éstos deben remitir eficazmente a las
realidades celestiales. Y en este sentido, como el Vaticano II enseña, fiel a
la tradición unánime de Oriente y Occidente, «la santa madre Iglesia siempre
fue amiga de las bellas artes, y buscó constantemente su noble servicio y apoyó
a los artistas, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado
fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de la realidades
celestiales» (SC 122b).))
Estructura
fundamental de la misa
La estructura
fundamental de la eucaristía, desde el principio de la Iglesia, ha sido siempre
la misma. Lo podremos comprobar, al final, en un breve apéndice histórico.
Como en la última Cena, siempre la eucaristía ha celebrado primero una
liturgia de la Palabra, seguida de una liturgia sacrificial, en la que el
cuerpo de Cristo se entrega y su sangre se derrama; y este banquete, sacrificial
y memorial, se ha terminado en la comunión.
Pues bien, aquí
nosotros analizaremos la celebración eucarística en su forma actual, que ya
halla antecedentes muy directos en la segunda mitad del siglo IV, cuando la
Iglesia -tras la conversión de Constantino, obtenida ya la libertad cívica-,
va dando a su liturgia, como a tantas otras cosas, formas comunitarias y públicas
más perfectas.
Examinemos, pues, la
misa en sus partes fundamentales:
-I. Ritos
iniciales
-II. Liturgia de
la Palabra
-III. Liturgia
del Sacrificio: A. Preparación de los dones; B. plegaria eucarística; C.
comunión.
-IV. Rito de
conclusión.
I. Ritos
iniciales
-Canto de entrada
-Veneración del altar -La Trinidad y la Cruz -Saludo -Acto penitencial -Señor,
ten piedad -Gloria a Dios -Oración colecta.
Canto de entrada
Ya en el siglo V, en
Roma, se inicia la eucaristía con una procesión de entrada, acompañada por un
canto. Hoy, como entonces, «el fin de este canto es abrir la celebración,
fomentar la unión de quienes se han reunido, y elevar sus pensamientos a la
contemplación del misterio litúrgico o de la fiesta» (OGMR 25).
Nótese que en las
celebraciones solemnes de la eucaristía puede haber tres procesiones hacia
el altar: ésta, en la entrada; la que se realiza al ir a presentar los
dones en el ofertorio; y la de la comunión.
Veneración del
altar
El altar es,
durante la celebración eucarística, el símbolo principal de Cristo. Del
Señor dice la liturgia que es para nosotros «sacerdote, víctima y altar»
(Pref. pascual V). Y evocando, al mismo tiempo, la última Cena, el altar es
también, como dice San Pablo, «la mesa del Señor» (1Cor
10,21).
Por eso, ya desde el
inicio de la misa, el altar es honrado con signos de suma veneración: «cuando
han llegado al altar, el sacerdote y los ministros hacen la debida reverencia,
es decir, inclinación profunda... El sacerdote sube al altar y lo venera
con un beso. Luego, según la oportunidad, inciensa el altar rodeándolo
completamente» (OGMR 84-85).
El pueblo
cristiano debe unirse espiritualmente a éstos y a todos los gestos y acciones
que el sacerdote, como presidente de la comunidad, realiza a lo largo de la
misa. En ningún momento de la misa deben los fieles quedarse como espectadores
distantes, no comprometidos con lo que el sacerdote dice o hace. El sacerdote,
«obrando como en persona de Cristo cabeza» (PO 2c), encabeza en la
eucaristía las acciones del Cuerpo de Cristo; pero el pueblo congregado, el
cuerpo, en todo momento ha de unirse a las acciones de la cabeza. A todas.
La Trinidad y la
Cruz
«En el nombre
del Padre, + y del Hijo, y del Espíritu Santo». Con
este formidable Nombre trinitario, infinitamente grandioso, por el que fue
creado el mundo, y por el que nosotros nacimos en el bautismo a la vida divina,
se inicia la celebración eucarística. Los cristianos, en efecto, somos los que
«invocamos el nombre del Señor» (+Gén 4,26; Mc 9,3). Y lo hacemos ahora,
trazando sobre nosotros el signo de la Cruz, de esa Cruz que va a actualizarse
en la misa. No se puede empezar mejor.
El pueblo responde: «Amén».
Y Dios quiera que esta respuesta -y todas las propias de la comunidad eclesial
congregada- no sea un murmullo tímido, apenas formulado con la mente ausente,
sino una voz firme y clara, que expresa con fuerza un espíritu unánime. Pero
veamos el significado de esta palabra.
Amén
La palabra Amén
es quizá la aclamación litúrgica principal de la liturgia cristiana. El término
Amén procede de la Antiguo Alianza: «Los levitas alzarán la
voz, y en voz alta dirán a todos los hombres de Israel... Y todo el pueblo
responderá diciendo: Amén» (Dt 27,15-26; +1Crón 16,36; Neh 8,6). Según
los diversos contextos, Amén significa, pues: «Así es, ésa es la verdad, así
sea». Por ejemplo, las cuatro primeras partes del salterio terminan con esa
expresión: «Bendito el Señor, Dios de Israel: Amén, amén» (Sal 40,14;
+71,19; 88,53; 105,48).
Pues bien, en la Nueva
Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la aclamación característica
de la liturgia celestial (+Ap 3,14; 5,14; 7,11-12; 19,4), y en la tradición
cristiana conserva todo su antiquísimo vigor expresivo (+1Cor 14,16; 2Cor
1,20). En efecto, el pueblo cristiano culmina la recitación del Credo o
del Gloria con el término Amén, y con él responde también a las
oraciones presidenciales que en la misa recita el sacerdote, concretamente a
las tres oraciones variables -colecta, ofertorio y postcomunión- y
especialmente a la doxología final solemnísima, con la que se concluye
la gran plegaria eucarística. Y cuando el sacerdote en la comunión presenta la
sagrada hostia, diciendo «El cuerpo de Cristo», el fiel responde Amén:
«Sí, ésa es la verdad, ésa es la fe de la Iglesia».
Saludo
El Señor nos lo
aseguró: «Donde dos o tres están congregados en mi Nombre, allí estoy yo
presente en medio de ellos» (Mt 18,19). Y esta presencia misteriosa del
Resucitado entre los suyos se cumple especialmente en la asamblea eucarística.
Por eso el saludo inicial del sacerdote, en sus diversas fórmulas, afirma y
expresa esa maravillosa realidad:
-«El Señor esté
con vosotros» (+Rut 2,4; 2Tes 3,16)... «La gracia de nuestro Señor
Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con
todos vosotros» (2Cor 13,13)...
-«Y con tu espíritu».
«La finalidad de
estos ritos [iniciales] es hacer que los fieles reunidos constituyan una
comunidad, y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar
dignamente la eucaristía» (OGMR 24).
Acto penitencial
Moisés, antes de
acercarse a la zarza ardiente, antes de entrar en la Presencia divina, ha de
descalzarse, porque entra en una tierra sagrada (+Ex 3,5). Y nosotros, los
cristianos, antes que nada, «para celebrar dignamente estos sagrados
misterios», debemos solicitar de Dios primero el perdón de nuestras culpas.
Hemos de tener clara conciencia de que, cuando vamos a entrar en la Presencia
divina, cuando llevamos la ofrenda ante el altar (+Mt 5,23-25), debemos examinar
previamente nuestra conciencia ante el Señor (1Cor 11,28), y pedir su perdón.
«Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8).
Este acto
penitencial, que puede realizarse según diversas fórmulas, ya estaba en uso a
fines del siglo I, según el relato de la Didaqué: «Reunidos cada día
del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros
pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro» (14,1). Antiguamente, el
acto penitencial era realizado sólamente por los ministros celebrantes. Y por
primera vez este acto se hace comunitario en el Misal de Pablo VI. En las
misas dominicales, especialmente en el tiempo pascual, puede convenir que la
aspersión del agua bendita, evocando el bautismo, dé especial solemnidad a
este rito penitencial.
-«Yo confieso,
ante Dios todopoderoso»... A veces, con malevolencia, se acusa de pecadores
a los cristianos piadosos, «a pesar de ir tanto a misa»... Pues bien, los que
frecuentamos la eucaristía hemos de ser los más convencidos de esa condición
nuestra de pecadores, que en la misa precisamente confesamos: «por mi gran
culpa». Y por eso justamente, porque nos sabemos pecadores, por eso
frecuentamos la eucaristía, y comenzamos su celebración con la más humilde
petición de perdón a Dios, el único que puede quitarnos de la conciencia la
mancha indeleble y tantas veces horrible de nuestros pecados. Y para recibir ese
perdón, pedimos también «a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a
los santos y a vosotros, hermanos», que intercedan por nosotros.
-«Dios
todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos
lleve a la vida eterna». Esta hermosa fórmula litúrgica, que dice el
sacerdote, no absuelve de todos los pecados con la eficacia ex opere operato
propia del sacramento de la penitencia. Tiene más bien un sentido deprecativo,
de tal modo que, por la mediación suplicante de la Iglesia y por los actos
personales de quienes asisten a la eucaristía, perdona los pecados leves de
cada día, guardando así a los fieles de caer en culpas más graves. Por lo demás,
en otros momentos de la misa -el Gloria, el Padrenuestro, el No
soy digno- se suplica también, y se obtiene, el perdón de Dios.
El Catecismo
enseña que «la eucaristía no puede unirnos [más] a Cristo sin purificarnos
al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados»
(1393). «Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas,
la eucaristía fortelece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a
debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (+Conc.
Trento). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de
romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él»
(1394). Así pues, «por la misma caridad que enciende en nosotros, la eucaristía
nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la
vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más dificil se nos hará
romper con él por el pecado mortal. La eucaristía [sin embargo] no está
ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la
Reconciliación. Lo propio de la eucaristía es ser el sacramento de los que están
en plena comunión con la Iglesia» (1395).
En este sentido, «nadie,
consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la sagrada
eucaristía, sin que haya precedido la confesión sacramental. Pero si se da
una necesidad urgente y no hay suficientes confesores, emita primero un acto de
contrición perfecta» (Eucharisticum mysterium 35), antes de recibir el
Pan de vida.
Señor, ten
piedad
Con frecuencia los
Evangelios nos muestran personas que invocan a Cristo, como Señor, solicitando
su piedad: así la cananea, «Señor, Hijo de David, ten compasión de mí» (Mt
15,22); los ciegos de Jericó, «Señor, ten compasión de nosotros» (20,30-31)
o aquellos diez leprosos (Lc 17,13).
En este sentido, los
Kyrie eleison (Señor, ten piedad), pidiendo seis veces la piedad de Cristo, en
cuanto Señor, son por una parte prolongación del acto penitencial
precedente; pero por otra, son también proclamación gozosa de Cristo, como Señor
del universo, y en este sentido vienen a ser prólogo del Gloria que
sigue luego. En efecto, Cristo, por nosotros, se anonadó, obediente hasta la
muerte de cruz, y ahora, después de su resurrección, «toda lengua ha de
confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (+Flp
2,3-11).
Es muy antigua la
inserción, en una u otra forma, de los Kyrie en la liturgia. Hacia el
390, la peregrina gallega Egeria, en su Diario de peregrinación,
describe estas aclamaciones en la iglesia de la Resurrección, en Jerusalén,
durante el oficio lucernario: «un diácono va leyendo las intenciones, y los niños
que están allí, muy numerosos, responden siempre Kyrie eleison. Sus
voces forman un eco interminable» (XXIV,4).
Gloria a Dios
El Gloria, la
grandiosa doxología trinitaria, es un himno bellísimo de origen griego,
que ya en el siglo IV pasó a Occidente. Constituye, sin duda, una de las
composiciones líricas más hermosas de la liturgia cristiana.
«Es un antiquísimo
y venerable himno con que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo,
glorifica a Dios Padre y al Cordero, y le presenta sus súplicas... Se canta o
se recita los domingos, fuera de los tiempos de Adviento y de Cuaresma, en las
solemnidades y en las fiestas y en algunas peculiares celebraciones más
solmenes» (OGMR 31).
Esta gran oración
es rezada o cantada juntamente por el sacerdote y el pueblo. Su inspiración
primera viene dada por el canto de los ángeles sobre el portal de Belén: Gloria
a Dios, y paz a los hombres (Lc 2,14). Comienza este himno, claramente
trinitario, por cantar con entusiasmo al Padre, «por tu inmensa gloria»,
acumulando reiterativamente fórmulas de extrema reverencia y devoción. Sigue
cantando a Jesucristo, «Cordero de Dios, Hijo del Padre», de quien
suplica tres veces piedad y misericordia. Y concluye invocando al Espíritu
Santo, que vive «en la gloria de Dios Padre».
¿Podrá resignarse
un cristiano a recitar habitualmente este himno tan grandioso con la mente
ausente?...
Oración colecta
Para participar bien
en la misa es fundamental que esté viva la convicción de que es Cristo
glorioso el protagonista principal de las oraciones litúrgicas de la Iglesia.
El sacerdote es en la misa quien pronuncia las oraciones, pero el orante
principal, invisible y quizá inadvertido para tantos, «¡es el Señor!» (Jn
21,7). En efecto, la oración de la Iglesia en la eucaristía, lo mismo que en
las Horas litúrgicas, es sin duda «la oración de Cristo con su cuerpo al
Padre» (SC 84). Dichosos, pues, nosotros, que en la liturgia de la Iglesia
podemos orar al Padre encabezados por el mismo Cristo. Así se cumple aquello de
San Pablo: «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque
nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; él mismo ora en nosotros con
gemidos inefables» (Rm 8,26).
De las tres
oraciones variables de la misa -colecta, ofertorio, postcomunión-, la colecta
es la más solemne, y normalmente la más rica de contenido. Y de las tres, es
la única que termina con una doxología trinitaria completa. El sacerdote la
reza -como antiguamente todo el pueblo- con las manos extendidas, el gesto
orante tradicional.
La palabra collecta
procede quizá de que esta oración se decía una vez que el pueblo se había
reunido -colligere, reunir- para la misa. O quizá venga de que en esta
oración el sacerdote resume, colecciona, las intenciones privadas de los
fieles orantes. En todo caso, su origen en la eucaristía es muy antiguo.
Veamos una que puede
servir como ejemplo:
/ «Oh Dios, fuente
de todo bien, /escucha sin cesar nuestras súplicas, y concédenos, inspirados
por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda. / Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo,
y es Dios por los siglos de los siglos. -Amén».
La oración, llena
de concisión, profundidad y belleza, se inicia / invocando al Padre celestial,
y evocando normalmente alguno de sus principales atributos divinos. En seguida,
apoyándose en la anterior premisa de alabanza, viene / la súplica, en plural,
por supuesto. Y la oración concluye apoyándose en / la mediación salvífica
de Cristo, el Hijo Salvador, y en el amor del Espíritu Santo. Ésa suele ser la
forma general de todas estas oraciones.
Otros ejemplos. «Padre
de bondad, que por la gracia de la adopción nos has hecho hijos de la luz, concédenos
vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de
la verdad. Por nuestro Señor, etc.» (dom.
13 T.O.). «Oh Dios, protector de los que en ti esperan, sin ti nada es
fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia, para
que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros,
que podamos adherirnos a los eternos. Por nuestro Señor, etc.» (dom.
17 T.O.).
Gran parte de las
colectas tienen origen muy antiguo, y las más bellas proceden de la edad patrística.
Vienen, pues, resonando en la Iglesia desde hace muchos siglos. Cada una suele
ser una micro-catequesis implícita, y de ellas concretamente podría
extraerse la más preciosa doctrina católica sobre la gracia.
¿Será posible,
también, que muchas veces el pueblo conceda su Amén a oraciones tan
grandiosas sin haberse enterado apenas de lo dicho por el sacerdote?
Efectivamente. Y no sólo es posible, sino probable, si el sacerdote pronuncia
deprisa y mal, y, sobre todo, si los fieles no hacen uso de un Misal
manual que, antes o después de la misa, les facilite enterarse de las
maravillosas oraciones y lecturas que en ella se hacen.
II. Liturgia de
la Palabra
-Lecturas
-Evangelio -Homilía -Credo -Oración de los fieles.
Cristo, Palabra
de Dios
Nos asegura la
Iglesia que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la
Iglesia la sagrada Escritura, es él quien nos habla» (SC 7a). En efecto,
«cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su
pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio. Por eso, las
lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento de la
mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración» (OGMR 9).
«En las lecturas,
que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el
misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el
mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta
palabra divina la hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a
ella con la Profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración
universal, hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la
salvación de todo el mundo» (OGMR 33).
Recibir del Padre
el pan de la Palabra encarnada
En la liturgia es
el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su palabra, que no tiene otra,
y por él nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando nosotros queremos
comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos, pues en la palabra encontramos
el medio mejor para transmitir nuestro espíritu. Y nuestra palabra humana
transmite, claro está, espíritu humano. Pues bien, el Padre celestial, hablándonos
por su Hijo Jesucristo, plenitud de su palabra, nos comunica así su espíritu,
el Espíritu Santo.
Siendo esto así,
hemos de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como comulgamos a Cristo-pan,
pues incluso del pan eucarístico es verdad aquello de que «no solo de pan vive
el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).
En la liturgia de la
Palabra se reproduce aquella escena de Nazaret, cuando Cristo asiste un sábado
a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de un texto de Isaías; y
al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de cuantos había en la
sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se cumple esta
escritura que acabáis de oir» (Lc 4,16-21). Con la misma realidad le
escuchamos nosotros en la misa. Y con esa misma veracidad experimentamos también
aquel encuentro con Cristo resucitado que vivieron los discípulos de Emaús: «Se
dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras
en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32).
Si creemos, gracias
a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el pan consagrado,
también por gracia divina hemos de creer en la realidad de la presencia
de Cristo cuando nos habla en la liturgia. Recordemos aquí que la presencia
eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras
[modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, ya
que es substancial» (Mysterium fidei).
Cuando el ministro,
pues, confesando su fe, dice al término de las lecturas: «Palabra de Dios»,
no está queriendo afirmar sólamente que «Ésta fue la palabra de Dios»,
dicha hace veinte o más siglos, y ahora recordada piadosamente; sino que «Ésta
es la palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está
dirigiendo a sus hijos.
La doble mesa del
Señor
En la eucaristía,
como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia del Sacrificio, en
la que se nos da el Pan de vida. Lo primero va unido a lo segundo, lo
prepara y lo fundamenta. Recordemos, por otra parte, que ése fue el orden que
comprobamos ya en el sacrificio del Sinaí (Ex 24,7), en la Cena del Señor, o
en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc 24,13-32).
En este sentido, el
Vaticano II, siguiendo antigua tradición, ve en la eucaristía «la doble
mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía» (PO 18; +DV 21; OGMR 8).
En efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo como palabra, y desde el altar
se nos da como pan. Y así el Padre, tanto por la Palabra divina como por el Pan
de vida, es decir, por su Hijo Jesucristo, nos vivifica en la eucaristía,
comunicándonos su Espíritu.
Por eso San Agustín,
refiriéndose no sólo a las lecturas sagradas sino a la misma predicación -«el
que os oye, me oye» (Lc 10,16)-, decía: «Toda la solicitud que observamos
cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en
tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la palabra de
Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca
de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la
palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de
Cristo» (ML 39,2319). En la misma convicción estaba San Jerónimo cuando decía:
«Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice «quien
come mi carne y bebe mi sangre», ésas son palabras que pueden entenderse de la
eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero cuerpo y
sangre de Cristo» (ML 26,1259).
Lecturas en el
ambón
El Vaticano II
afirma que «la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha
hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca
ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de
la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo» (DV 21). En efecto, al Libro sagrado
se presta en el ambón -como al símbolo de la presencia de Cristo Maestro- los
mismos signos de veneración que se atribuyen al cuerpo de Cristo en el altar.
Así, en las celebraciones solemnes, si el altar se besa, se inciensa y se
adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de vida, también el leccionario en el
ambón se besa, se inciensa y se rodea de luces, honrando a Cristo, Palabra de
vida. La Iglesia confiesa así con expresivos signos que ahí está Cristo, y
que es Él mismo quien, a través del sacerdote o de los lectores, «nos habla
desde el cielo» (Heb 12,25).
((Un ambón pequeño,
feo, portátil, que se retira quizá tras la celebración, no es, como ya
hemos visto, el signo que la Iglesia quiere para expresar el lugar de la Palabra
divina en la misa. Tampoco parece apropiado confiar las lecturas litúrgicas
de la Palabra a niños o a personas que leen con dificultad. Si en algún
caso puede ser esto conveniente, normalmente no es lo adecuado para
simbolizar la presencia de Cristo que habla a su pueblo. La tradición de la
Iglesia, hasta hoy, entiende el oficio de lector como «un auténtico
ministerio litúrgico» (SC 29a; +Código 230; 231,1).))
Podemos recordar aquí
aquella escena narrada en el libro de Nehemías, en la que se hace en Jerusalén,
a la vuelta del exilio (538 a.C.), una solemne lectura del libro de la Ley.
Sobre un estrado de madera, «Esdras abrió el Libro, viéndolo todos, y todo el
pueblo estaba atento... Leía el libro de la Ley de Dios clara y distintamente,
entendiendo el pueblo lo que se le leía» (Neh 8,3-8).
Otra anécdota
significativa. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III, reflejaba bien
la veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de lector cuando instituye
en tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha sobrevivido a la prueba. En
efecto, según comunica a sus fieles, le confiere «el oficio de lector, ya que
nada cuadra mejor a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión de Dios que
resonar en la lectura pública de la divina Escritura; después de las sublimes
palabras que se pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es propio leer el
Evangelio de Cristo por el que se hacen los mártires, y subir al ambón después
del potro; en éste quedó expuesto a la vista de la muchedumbre de paganos; aquí
debe estarlo a la vista de los hermanos» (Carta 38).
El leccionario
Desde el comienzo de
la Iglesia, se acostumbró leer las Sagradas Escrituras en la primera parte de
la celebración de la eucaristía. Al principio, los libros del Antiguo
Testamento. Y en seguida, también los libros del Nuevo, a medida que éstos se
iban escribiendo (+1Tes 5,27; Col 4,16).
Al paso de los
siglos, se fueron formando leccionarios para ser usados en la eucaristía.
El leccionario actual, formado según las instrucciones del Vaticano II (SC
51), es el más completo que la Iglesia ha tenido, pues, distribuido en tres
ciclos de lecturas, incluye casi un 90 por ciento de la Biblia, y respeta
normalmente el uso tradicional de ciertos libros en determinados momentos del año
litúrgico. De este modo, la lectura continua de la Escritura, según el
leccionario del misal -y según también el leccionario del Oficio de Lectura-,
nos permite leer la Palabra divina en el marco de la liturgia, es decir, en ese hoy
eficacísimo que va actualizando los diversos misterios de la vida de
Cristo.
Esta lectura de
la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos permite escuchar
los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que
tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las iglesias» (Ap
2,11). Así como cada día la luz del sol va amaneciendo e iluminando las
diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando a
su Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la palabra que ese día,
concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus
fieles. Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en ese
día meditando y orando esas palabras de la sagrada Escritura que
Cristo les ha dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret, podemos
decir: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).
Por otra parte, «en
la presente ordenación de las lecturas, los textos del Antiguo Testamento están
seleccionados principalmente por su congruencia con los del Nuevo Testamento, en
especial del Evangelio, que se leen en la misma misa» (Orden de lecturas,
1981, 67). De este modo, la cuidadosa distribución de las lecturas bíblicas
permite, al mismo tiempo, que los libros antiguos y los nuevos se iluminen entre
sí, y que todas las lecturas estén sintonizadas con los misterios que en ese día
o en esa fase del Año litúrgico se están celebrando.
Profeta, apóstol
y evangelista
Los días feriales
en la misa hay dos lecturas, pero cuando los domingos y otros días señalados
hay tres, éstas corresponden a «el profeta, el apóstol y el evangelista»,
como se dice en expresión muy antigua.
-El profeta,
u otros libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá creciendo hasta
el Evangelio.
En efecto, «muchas
veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por
ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su
Hijo... el resplandor de su gloria, la imagen de su propio ser» (Heb 1,1-3). Es
justamente en el Evangelio donde se cumple de modo perfecto lo que estaba
escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos»
(Lc 24,44; +25.27).
-El apóstol
nos trae la voz inspirada de los más íntimos discípulos del Maestro: Juan,
Pedro, Pablo...
-El salmo
responsorial da una respuesta meditativa a la lectura -a la lectura primera,
si hay dos-. La Iglesia, con todo cuidado, ha elegido ese salmo con una clara
intención cristológica. Así es como fueron empleados los salmos
frecuentemente en la predicación de los apóstoles (+Hch 1,20; 2,25-28.34-35;
4,25-26). Y ya en el siglo IV, en Roma, se usaba en la misa el salmo
responsorial, como también el Aleluya -es decir, «alabad al Señor»-,
que precede al Evangelio.
-El Evangelio es
el momento más alto de la liturgia de la Palabra. Ante los fieles congregados
en la eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio» (SC 33), y a veinte
siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su palabra con la
misma realidad que quienes le oyeron entonces en Palestina; aunque ahora, sin
duda, con más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El momento es, de suyo, muy
solemne, y todas las palabras y gestos previstos están llenos de muy alta
significación:
«Mientras se entona
el Aleluya u otro canto, el sacerdote, si se emplea el incienso, lo pone
en el incensario. Luego, con las manos juntas e inclinado ante el altar, dice en
secreto el Purifica mi corazón [y mis labios, Dios todopoderoso, para
que anuncie dignamente tu Evangelio]. Después toma el libro de los
evangelios, y precedido por los ministros, que pueden llevar el incienso y los
candeleros, se acerca al ambón. Llegado al ambón, el sacerdote abre el libro y
dice: El Señor esté con vosotros, y en seguida: Lectura del santo
Evangelio, haciendo la cruz sobre el libro con el pulgar, y luego sobre su
propia frente, boca y pecho. Luego, si se utiliza el incienso, inciensa el
libro. Después de la aclamación del pueblo [Gloria a ti, Señor]
proclama el evangelio, y, una vez terminada la lectura, besa el libro, diciendo
en secreto: Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados. Después
de la lectura del evangelio se hace la aclamación del pueblo», Gloria a ti,
Señor Jesús (OGMR 93-95).
-La homilía,
que sigue a las lecturas de la Escritura, ya se hacía en la Sinagoga, como
aquella que un sábado hizo Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y desde el principio
se practicó también en la liturgia eucarística cristiana, como hacia el año
153 testifica San Justino (I Apología 67). La homilía, que está
reservada al sacerdote o al diácono (OGMR 61; Código 767,1), y que «se
hace en la sede o en el ambón» (OGMR 97), es el momento más alto en el
ministerio de la predicación apostólica, y en ella se cumple especialmente la
promesa del Señor: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16).
«La homilía es
parte de la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la
vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto particular
de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del
Propio de la misa del día, teniendo siempre presente el misterio que se celebra
y las particulares necesidades de los oyentes» (OGMR 41).
-Un silencio,
meditativo y orante, puede seguir a las lecturas y a la predicación.
El Credo
El Credo es la
respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la Palabra divina que
ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una grandiosa
oración, y así ha venido usándose en la piedad tradicional cristiana.
Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se extiende en la
confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador; declara, en
fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina
afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección.
Puede rezarse en su
forma breve, que es el símbolo apostólico (del siglo III-IV), o en la fórmula
más desarrollada, que procede de los Concilios niceno (325) y
constan-tinopolitano (381).
La oración
universal u oración de los fieles
La liturgia de la
Palabra termina con la oración de los fieles, también llamada oración
universal, que el sacerdote preside, iniciándola y concluyéndola, en el
ambón o en la sede. Ya San Pablo ordena que se hagan oraciones por todos los
hombres, y concretamente por los que gobiernan, pues «Dios nuestro Salvador
quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad»
(1Tim 2,1-4). Y San Justino, hacia 153, describe en la eucaristía «plegarias
comunes que con fervor hacemos por nosotros, por nuestros hermanos, y por todos
los demás que se encuentran en cualquier lugar» (I Apología 67,4-5).
De este modo, «en
la oración universal u oración de los fieles, el pueblo, ejercitando su oficio
sacerdotal, ruega por todos los hombres. Conviene que esta oración se haga,
normalmente, en las misas a las que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas
por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren algunas
necesitades y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo» (OGMR
45).
Al hacer la oración
de los fieles, hemos de ser muy conscientes de que la eucaristía, la sangre
de Cristo, se ofrece por los cristianos «y por todos los hombres, para el perdón
de los pecados». La Iglesia, en efecto, es «sacramento universal de
salvación», de tal modo que todos los hombres que alcanzan la salvación se
salvan por la mediación de la Iglesia, que actúa sobre ellos inmediatamente
-cuando son cristianos- o en una mediación a distancia, sólamente espiritual
-cuando no son cristianos-. Es lo mismo que vemos en el evangelio, donde unas
veces Cristo sanaba por contacto físico y otras veces a distancia.
En todo caso, nadie sana de la enfermedad profunda del hombre, el pecado, si no
es por la gracia de Cristo Salvador que, desde Pentecostés, «asocia siempre
consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b), sin la que no hace nada.
Según esto, la
Iglesia, por su enseñanza y acción, y muy especialmente por la oración
universal y el sacrificio eucarístico, sostiene continuamente al mundo,
procurándole por Cristo incontables bienes materiales y espirituales, e
impidiendo su total ruina.
De esto tenían
clara conciencia los cristianos primeros, con ser tan pocos y tan mal situados
en el mundo de su tiempo. Es una firme convicción que se refleja, por ejemplo,
en aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200: «Lo que es el alma en el
cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos
los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo... La
carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella,
porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece el mundo,
sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres... El alma
está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así
los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son
los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló,
y no es lícito desertar de él» (VI,1-10).
Pero a veces
somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no pedís» (Sant
4,2). O si pedimos algo -por ejemplo, que termine el comunismo-, cuando Dios por
fin nos concede que desaparezca de muchos países, fácilmente atribuímos el
bien recibido a ciertas causas segundas -políticas, económicas, personales,
etc.-, sin recordar que «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba,
desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Es indudable que, por ejemplo,
las religiosas de clausura y los humildes feligreses de misa diaria contribuyen
mucho más poderosamente al bien del mundo que todo el conjunto de prohombres y
políticos que llenan las páginas de los periódicos y las pantallas de la
televisión. Aquellos humildes creyentes son los que más influjo tienen en la
marcha del mundo. Basta un poquito de fe para creerlo así.