Relato - Consagración y Memorial
 

Consagración

Es el momento más sagrado de la misa, en el que se actualiza con toda verdad la Cena del Señor, su pasión redentora en la Cruz. El resto de la misa es el marco sagrado de este sagrado momento decisivo, en el que, «con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última cena, cuando bajo las especies del pan y vino ofreció su cuerpo y sangre, y se lo dio a sus apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio» (OGMR 55d).

«El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan... tomó el cáliz lleno del fruto de la vid... Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos, para el perdón de los pecados»...

Por el ministerio del sacerdote cristiano, es el mismo Cristo, Sacerdote único de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas, de infinita eficacia doxológica y redentora. Por esas palabras, que al mismo tiempo son de Cristo y de su esposa la Iglesia, el acontecimiento único del misterio pascual, sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel espacio-temporal, en la que se ven apresados todos los acontecimientos humanos de la historia, se actualiza, se hace presente hoy, bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre»... Los cristianos en la eucaristía, lo mismo exactamente que los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo que la Virgen María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al sacrificio de la Cruz... Mysterium fidei!

Ésta es, en efecto, la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada por Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios (1968, n. 24): «Nosotros creemos que la misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares».

El sacerdote ostenta con toda reverencia, alzándolos, el cuerpo y la sangre de Cristo, y hace una y otra vez la genuflexión, mientras los acólitos pueden incensar las sagradas especies veneradas. El pueblo cristiano adora primero en silencio, y puede decir jaculatorias como «¡Es el Señor!» (Jn 21,7), «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28); «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Y en seguida confiesa comunitariamente su fe y su devoción:

-«Éste es el sacramento de nuestra fe».

-«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas» (+1Cor 11,26). «Por tu cruz y tu resurrección nos has salvado, Señor».

Memorial

Después del relato-consagración, viene el memorial y la ofrenda, que van significativamente unidos en las cinco plegarias eucarísticas principales:

«Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo» (III; +I, II, IV, V).

Memorial (anámnesis), pues, en primer lugar. Los cristianos, de oriente a occidente, obedecemos diariamente en la eucaristía aquella última voluntad de Cristo, «haced esto en memoria mía». Éste fue el mandato que nos dio el Señor claramente en la última Cena, es decir, «la víspera de su pasión» (I), «la noche en que iba a ser entregado» (III). Y nosotros podemos cumplir ese mandato, a muchos siglos de distancia y en muchos lugares, precisamente porque el sacerdocio de Cristo es eterno y celestial (Heb 4,14; 8,1):

«El sacrificio de Cristo se consuma en el santuario celeste; perdura en el momento de la consumación, porque la eternidad es una característica de la esfera celeste... Y si el sacrificio de Cristo perdura en el cielo, puede hacerse presente entre nosotros en la medida en que esa misma víctima y esa misma acción sacerdotal se hagan presentes en la eucaristía... En realidad, el sacerdote no pone otra acción, sino que participa de la eterna acción sacerdotal de Cristo en el cielo... Nada se repite, nada se multiplica; sólo se participa repetidamente bajo forma sacramental del único sacrificio de Cristo en la cruz, que perdura eternamente en el cielo. No se repite el sacrificio de Cristo, sino las múltiples participaciones de él» (Sayés, El misterio eucarístico 321-323).

De este modo la eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre vivo, que con sus latidos hace llegar a todo el Cuerpo místico la gracia vivificante, que es la sangre de Cristo, sacerdote eterno. En efecto, «la obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual "Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado" (1Cor 5,7)» (LG 3).