Prefacio
 

En la misa «la acción de gracias se expresa, sobre todo, en el prefacio: [en éste] el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de salvación o por alguno de sus aspectos particulares, según las variantes [hay casi un centenar de prefacios diversos] del día, fiesta o tiempo litúrgico» (OGMR 55a). Viene a ser así el prefacio el grandioso pórtico de entrada en la plegaria eucarística, que se recita o se canta antes (prae), o mejor, al comienzo de la acción (factum) eucarística. Consta de cuatro partes:

-El diálogo inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que ya desde el principio vincula al pueblo a la oración del sacerdote, y que al mismo tiempo levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1-2).

-«El Señor esté con vosotros. -Y con tu espíritu. -Levantemos el corazón. -Lo tenemos levantado hacia el Señor. -Demos gracias al Señor, nuestro Dios. -Es justo y necesario».

-La elevación al Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y necesario», y con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre celestial. De este modo el prefacio, y con él toda la plegaria eucarística, dirige la oración de la Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la voluntad de Cristo: «Cuando oréis, decid Padre» (Lc 11,2), y somos dóciles al Espíritu Santo que, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en nosotros diciendo: «¡Abba, Padre!» (+Rm 8,15.26).

«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Pref. PE II).

-La parte central, la más variable en sus contenidos, según días y fiestas, proclama gozosamente los motivos fundamentales de la acción de gracias, que giran siempre en torno a la creación y la redención:

«Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera nuestro Salvador y Redentor.

«Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo» (ib.).

-El final del prefacio, que viene a ser un prólogo del Sanctus que le sigue, asocia la oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto litúrgico celestial, haciendo de aquélla un eco de éste:

«Por eso, con los ángeles y los santos, proclamamos tu gloria, diciendo» ...

Santo - Hosanna

El prefacio culmina en el sagrado trisagio -tres veces santo-, por el que, ya desde el siglo IV, en Oriente, participamos los cristianos en el llamado cántico de los serafines, el mismo que escucharon Isaías (Is 6,3) y el apóstol San Juan (Ap 4,8):

«Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria».

Santo es el nombre mismo de Dios, y más y antes que una cualidad moral de Dios, designa la misma calidad infinita del ser divino: sólo Él es el Santo (Lev 11,44), y al mismo tiempo es la única «fuente de toda santidad» (PE II).

El pueblo cristiano, en el Sanctus, dirige también a Cristo, que en este momento de la misa entra a actualizar su Pasión, las mismas aclamaciones que el pueblo judío le dirigió en Jerusalén, cuando entraba en la Ciudad sagrada para ofrecer el sacrificio de la Nueva Alianza. Hosanna, «sálvanos» (hôsîana, +Sal 117,25); bendito el que viene en el nombre del Señor (Mc 11,9-10).

«Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el cielo».

El Prefacio, y concretamente el Santo, es una de las partes de la misa que más pide ser cantada.

A propósito de esto conviene recordar la norma litúrgica, no siempre observada: «En la selección de las partes [de la misa] que se deben cantar se comenzará por aquellas que por su naturaleza son de mayor importancia; en primer lugar, por aquellas que deben cantar el sacerdote o los ministros con respuestas del pueblo; se añadirán después, poco a poco, las que son propias sólo del pueblo o sólo del grupo de cantores» (Instrucción Musicam sacram 1967,7).

Invocación al Espíritu Santo (1ª)

En continuidad con el Santo, la plegaria eucarística reafirma la santidad de Dios, y prosigue con la epíclesis o invocación al Espíritu Santo:

«Santo eres en verdad, Padre, y con razón te alaban todas las criaturas... Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos preparado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro» (III; +II).

El sacerdote, imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al Espíritu Santo que, así como obró la encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María, descienda ahora sobre el pan y el vino, y obre la transubstanciación de estos dones ofrecidos en sacrificio, convirtiéndolos en cuerpo y sangre del mismo Cristo (+Heb 9,14; Rm 8,11; 15,16). Es éste para los orientales el momento de la transubstanciación, mientras que los latinos la vemos en las palabras mismas de Cristo, es decir, en el relato-memorial, «esto es mi cuerpo». En todo caso, siempre la liturgia ha unido, en Oriente y Occidente, el relato de la institución de la eucaristía y la invocación al Espíritu Santo.

Por otra parte, esa invocación, al mismo tiempo que pide al Espíritu divino que produzca el cuerpo de Jesucristo, le pide también que realice su Cuerpo místico, que es la Iglesia:

«Para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III; +II y IV).

«Por obra del Espíritu Santo» nace Cristo en la encarnación, se produce la transusbstanciación del pan en su mismo cuerpo sagrado, y se transforma la asamblea cristiana en Cuerpo místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues, el Espíritu Santo el que, de modo muy especial en la eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega en la unidad» (I).

Todos estos misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy explícitas. Si pan eucarístico es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1Cor 12). En efecto, «porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17). Es Cristo en la eucaristía el que une a todos los fieles en un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32), formando la Iglesia.

Según todo esto, cada vez que los cristianos celebramos el sacrificio eucarístico, reafirmamos en la sangre de Cristo la Alianza que nos une con Dios, y que nos hace hijos suyos amados. Reafirmamos la Alianza con un sacrificio, como Moisés en el Sinaí o Elías en el Carmelo.