El leccionario
 

Desde el comienzo de la Iglesia, se acostumbró leer las Sagradas Escrituras en la primera parte de la celebración de la eucaristía. Al principio, los libros del Antiguo Testamento. Y en seguida, también los libros del Nuevo, a medida que éstos se iban escribiendo (+1Tes 5,27; Col 4,16).

Al paso de los siglos, se fueron formando leccionarios para ser usados en la eucaristía. El leccionario actual, formado según las instrucciones del Vaticano II (SC 51), es el más completo que la Iglesia ha tenido, pues, distribuido en tres ciclos de lecturas, incluye casi un 90 por ciento de la Biblia, y respeta normalmente el uso tradicional de ciertos libros en determinados momentos del año litúrgico. De este modo, la lectura continua de la Escritura, según el leccionario del misal -y según también el leccionario del Oficio de Lectura-, nos permite leer la Palabra divina en el marco de la liturgia, es decir, en ese hoy eficacísimo que va actualizando los diversos misterios de la vida de Cristo.

Esta lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos permite escuchar los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las iglesias» (Ap 2,11). Así como cada día la luz del sol va amaneciendo e iluminando las diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando a su Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la palabra que ese día, concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus fieles. Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en ese día meditando y orando esas palabras de la sagrada Escritura que Cristo les ha dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret, podemos decir: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).

Por otra parte, «en la presente ordenación de las lecturas, los textos del Antiguo Testamento están seleccionados principalmente por su congruencia con los del Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se leen en la misma misa» (Orden de lecturas, 1981, 67). De este modo, la cuidadosa distribución de las lecturas bíblicas permite, al mismo tiempo, que los libros antiguos y los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las lecturas estén sintonizadas con los misterios que en ese día o en esa fase del Año litúrgico se están celebrando.

Profeta, apóstol y evangelista

Los días feriales en la misa hay dos lecturas, pero cuando los domingos y otros días señalados hay tres, éstas corresponden a «el profeta, el apóstol y el evangelista», como se dice en expresión muy antigua.

-El profeta, u otros libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá creciendo hasta el Evangelio.

En efecto, «muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo... el resplandor de su gloria, la imagen de su propio ser» (Heb 1,1-3). Es justamente en el Evangelio donde se cumple de modo perfecto lo que estaba escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44; +25.27).

-El apóstol nos trae la voz inspirada de los más íntimos discípulos del Maestro: Juan, Pedro, Pablo...

-El salmo responsorial da una respuesta meditativa a la lectura -a la lectura primera, si hay dos-. La Iglesia, con todo cuidado, ha elegido ese salmo con una clara intención cristológica. Así es como fueron empleados los salmos frecuentemente en la predicación de los apóstoles (+Hch 1,20; 2,25-28.34-35; 4,25-26). Y ya en el siglo IV, en Roma, se usaba en la misa el salmo responsorial, como también el Aleluya -es decir, «alabad al Señor»-, que precede al Evangelio.

-El Evangelio es el momento más alto de la liturgia de la Palabra. Ante los fieles congregados en la eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio» (SC 33), y a veinte siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su palabra con la misma realidad que quienes le oyeron entonces en Palestina; aunque ahora, sin duda, con más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El momento es, de suyo, muy solemne, y todas las palabras y gestos previstos están llenos de muy alta significación:

«Mientras se entona el Aleluya u otro canto, el sacerdote, si se emplea el incienso, lo pone en el incensario. Luego, con las manos juntas e inclinado ante el altar, dice en secreto el Purifica mi corazón [y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio]. Después toma el libro de los evangelios, y precedido por los ministros, que pueden llevar el incienso y los candeleros, se acerca al ambón. Llegado al ambón, el sacerdote abre el libro y dice: El Señor esté con vosotros, y en seguida: Lectura del santo Evangelio, haciendo la cruz sobre el libro con el pulgar, y luego sobre su propia frente, boca y pecho. Luego, si se utiliza el incienso, inciensa el libro. Después de la aclamación del pueblo [Gloria a ti, Señor] proclama el evangelio, y, una vez terminada la lectura, besa el libro, diciendo en secreto: Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados. Después de la lectura del evangelio se hace la aclamación del pueblo», Gloria a ti, Señor Jesús (OGMR 93-95).

-La homilía, que sigue a las lecturas de la Escritura, ya se hacía en la Sinagoga, como aquella que un sábado hizo Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y desde el principio se practicó también en la liturgia eucarística cristiana, como hacia el año 153 testifica San Justino (I Apología 67). La homilía, que está reservada al sacerdote o al diácono (OGMR 61; Código 767,1), y que «se hace en la sede o en el ambón» (OGMR 97), es el momento más alto en el ministerio de la predicación apostólica, y en ella se cumple especialmente la promesa del Señor: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16).

«La homilía es parte de la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto particular de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del Propio de la misa del día, teniendo siempre presente el misterio que se celebra y las particulares necesidades de los oyentes» (OGMR 41).

-Un silencio, meditativo y orante, puede seguir a las lecturas y a la predicación.