La oración después de la comunión
 

«Cuando se ha terminado de distribuir la comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato recogidos. O si se prefiere, puede también cantar toda la asamblea un himno, un salmo o algún otro canto de alabanza» (OGMR 56j). La práctica devocional de la Iglesia ha dado siempre una importancia muy notable a este tiempo de oración después de la comunión. Esa «conveniente acción de gracias», de que hablaba San Pío X, es un momento muy especial de gracia. Por eso es aconsejable realizarla fielmente, bien sea en ese momento de silencio, inmediato a la comunión, o bien después de finalizada la misa.

Es lo que la Iglesia recomienda: para que los fieles «puedan perseverar más fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración» (Eucharisticum mysterium 38).

Después de ese tiempo, más o menos largo, «en la oración después de la comunión, el sacerdote ruega para que se obtengan los frutos del misterio celebrado» (OGMR 56k). Estos frutos son incesantemente indicados y pedidos en las oraciones de postcomunión. En efecto, si hacemos una lectura seguida de postcomuniones de la misa, iremos conociendo claramente cuáles son los frutos normales de la participación eucarística, pues lo que pide la Iglesia en esas oraciones, con toda confianza y eficacia, coincide precisamente con lo que el Señor quiere dar en la liturgia de la misa. Esto es lo propio de toda oración litúrgica, que realiza lo que pide.

Veamos, a modo de ejemplo, algunas peticiones incluidas en postcomuniones de domingos del Tiempo Ordinario: «te suplicamos la gracia de poder servirte llevando una vida según tu voluntad» (1). «Alimentados con el mismo pan del cielo, permanezcamos unidos en el mismo amor» (2). «Cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora, nos alegremos siempre de este don admirable que nos haces» (3). «Que el pan de vida eterna nos haga crecer continuamente en la fe verdadera» (4). «Concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo» (5). «Busquemos siempre las fuentes de donde brota la vida verdadera» (6). «Alcanzar un día la salvación eterna, cuyas primicias nos has entregado en estos sacramentos» (7; intención frecuente: +20, 26, 30, 31). «Sane nuestras maldades y nos conduzca por el camino del bien» (10). «Que esta comunión en tus misterios, Señor, expresión de nuestra unión contigo, realice la unidad de tu Iglesia» (11). «Condúcenos a perfección tan alta, que en todo sepamos agradarte» (21). «Fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos» (22). «Sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida» (24). «Nos transformemos en lo que hemos recibido» (27). «Nos hagas participar de su naturaleza divina» (28). «Aumente la caridad en todos nosotros» (33). «No permitas que nos separemos de ti» (34). «Encontrar la salud del alma y del cuerpo en el sacramento que hemos recibido» (Trinidad).

Éstos y otros preciosos efectos que la Iglesia pide con audacia y confianza en la oración postcomunión -como también en la oración colecta y la del ofertorio- son los que la eucaristía causa de suyo en nosotros, si no ponemos impedimento a la acción de Cristo en ella (+Catecismo, frutos de la comunión: 1391-1398).

Comunión y santidad

«Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,53-54). La cosa es clara: la santificación cristiana tiene forma eucarística. Es así, al menos ordinariamente, como ha querido Cristo santificarnos. Y nosotros no podemos santificarnos según nuestros gustos o inclinaciones -es absurdo-, sino según Cristo ha dispuesto hacerlo, y nos lo ha dicho. Sólo él es «Santo y fuente de toda santidad» (PE II).

En realidad, no es posible nuestra santificación sin verdaderos milagros de la gracia. ¿Cómo, si no, podríamos librarnos de pecados, defectos o imperfecciones tan arraigados en nuestra personalidad? San Juan de la Cruz nos muestra claramente que la purificación activa del cristiano no puede alcanzar la perfecta santidad, «hasta que Dios lo hace en él, habiendose él pasivamente» (I Noche 7,5). Pues bien, aunque nosotros hemos de realizar actos al comulgar, sobre todo de fe y de amor -en cuanto ello nos sea posible-, lo cierto es que de la comunión puede decirse, más o menos, lo que el Doctor místico afirma de la contemplación: en ella «Dios es el agente y el alma es la paciente»; y el alma está «como el que recibe y como en quien se hace, y Dios como el que da y como el que en ella hace» (Llama 3,32).

La comunión eucarística es, pues, un momento privilegiado para esos milagros de la gracia que necesitamos. Cristo en ella, con todo el poder de su pasión gloriosa y de su resurrección admirable, nos concede ir muriendo a los pecados del hombre viejo, e ir renaciendo a las virtudes del hombre nuevo. Es en la eucaristía donde, por obra del Espíritu Santo, el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, y donde igualmente, por obra del Espíritu Santo, los hombres carnales se transforman en hombres espirituales, cada vez más configurados a Cristo.