La comunión
 

-Padrenuestro -La paz -Fracción del pan -Cordero de Dios -Comunión -Oración de postcomunión.

La primera cumbre de la celebración eucarística es sin duda la consagración, en la que el pan y el vino se transforman en cuerpo entregado y sangre derramada del mismo Cristo, actualizando el sacrificio redentor. Y la segunda, ciertamente, es la comunión, en la que la Iglesia obedece el mandato de Cristo en su última Cena: «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre».

El Padrenuestro

El Padrenuestro es la más grande oración cristiana, la más grata al Padre y la que mejor expresa lo que el Espíritu Santo ora en nosotros (+Rm 8,15.26), pues es la oración que nos enseñó Jesús (Mt 5,23-24; Lc 11,2-4).

Por eso, en la misa, la oración dominical culmina en cierto modo la gran plegaria eucarística, y al mismo tiempo inicia el rito de la comunión. Comienza el Padrenuestro reiterando el Santo del prefacio -«santificado sea tu Nombre»-, asimila la actitud filial de Cristo, la Víctima pascual ofrecida -«hágase tu voluntad»-, y continúa pidiendo para la Iglesia la santidad y la unidad -«venga a nosotros tu reino»-. Pero también prepara a la comunión eucarística, pidiendo el pan necesario, material y espiritual -«danos hoy nuestro pan de cada día»-, implorando el perdón y la superación del mal -«perdona nuestras ofensas, líbranos del mal»-, y procurando la paz con los hermanos -«perdonamos a los que nos ofenden»-. No podemos, en efecto, unirnos al Señor, si estamos en pecado y si permanecemos separados de los hermanos (+Mt 6,14-15; 6,9-13; 18,35).

Merece la pena señalar aquí que, en la petición «líbranos del mal», la Iglesia entiende que «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios» (Catecismo 2851; +2850-2853). Ahora bien, en la última petición del Padrenuestro, «al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasado y futuros de los que él es autor o instigador» (2854).

El Padrenuestro, que es rezado en la misa por el sacerdote y el pueblo juntamente, es desarrollado sólo por el sacerdote con el embolismo que le sigue: «Líbranos de todos los males, Señor», en el que se pide la paz de Cristo y la protección de todo pecado y perturbación, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Y esta vez es el pueblo el que consuma la oración con una doxología, que es eco de la liturgia celestial: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor» (+Ap 1,6; 4,11; 5,13).

Conviene advertir que la renovación postconciliar de la liturgia ha restaurado la costumbre antigua, ya practicada por las primeras generaciones cristianas, de rezar tres veces cada día el Padrenuestro, concretamente en laudes, en misa y en vísperas. «Así habéis de orar tres veces al día» (Dídaque VIII,3).

La paz

Sabemos que Cristo resucitado, cuando se aparecía a los apóstoles, les saludaba dándoles la paz: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.26). En realidad, la herencia que el Señor deja en la última Cena a sus discípulos es precisamente la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (14,27).

El pecado, separando al hombre de Dios, divide de tal modo la humanidad en partes contrapuestas, e introduce en cada persona tal cúmulo de tensas contradicciones y ansiedades, que aleja irremediablemente de la vida humana la paz. Por eso, en la Biblia la paz (salom), que implica, en cierto modo, todos los bienes, no se espera sino como don propio del Mesías salvador. Él será constituido «Príncipe de la paz: su soberanía será grande y traerá una paz sin fin para el trono de David y para su reino» (Is 9,5-6). Sólo él será capaz de devolver a la humanidad la paz perdida por el pecado (+Ez 34,25; Joel 4,17ss; Am 9,9-21).

Pues bien, Jesús es el Mesías anunciado: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Los ángeles, en su nacimiento, anuncian que Jesús va a traer en la tierra «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). En efecto, quiso «el Dios de la paz» (Rm 15,33), en la plenitud de los tiempos, «reconciliar por Él consigo, pacificando por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo» (Col 2,20). Y así él, nuestro Señor Jesucristo, quitando el pecado del mundo y comunicándonos su Espíritu, es el único que puede darnos la paz verdadera, la que es «fruto del espíritu» (Gál 5,22) y de la justificación por gracia (+Rm 5,1), la paz que ni el mundo ni la carne son capaces de dar, la paz perfecta, de origen celeste, la paz que ninguna vicisitud terrena será capaz de destruir en los fieles de Cristo.

El rito de la paz, previo a la comunión, es, pues, un gran momento de la eucaristía. El ósculo de la paz ya se daba fraternalmente en la eucaristía en los siglos II-III. El sacerdote, en una oración que, esta vez, dirige al mismo «Señor Jesucristo», comienza pidiéndole para su Iglesia «la paz y la unidad» en una súplica extremadamente humilde: «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe [la fidelidad] de tu Iglesia». A continuación, representando al mismo Cristo resucitado, dice a los discípulos reunidos en el cenáculo de la misa: «La paz del Señor esté siempre con vosotros».

Y puesto que la comunión está ya próxima, y no podemos unirnos a Cristo si permanecemos separados de nuestros hermanos, añade en seguida: «Daos fraternalmente la paz». De este modo, la asidua participación en la eucaristía va haciendo de los cristianos hombres de paz, pues en la misa reciben una y otra vez la paz de Cristo, y por eso mismo son cada vez más capaces de comunicar a los hermanos la paz que de Dios han recibido. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

La fracción del pan

Partir el pan en la mesa era un gesto tradicional que correspondía al padre de familia. Es un gesto propio de Cristo, y lo realiza varias veces estando con sus discípulos -al multiplicar los panes, en la Cena última, con los de Emaús, ya resucitado (Jn 6,11; Lc 24,30; 1Cor 11,23-24; Jn 21,13)-: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dió a los discípulos. Por eso, la antigüedad cristiana, viendo en esta acción un símbolo profundo, dio a veces a toda la eucaristía el nombre de «fracción del pan». Y la liturgia ha conservado siempre este rito, durante el cual el sacerdote parte el pan consagrado, y antes de dejar caer en el cáliz una partícula de él, dice: «El cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna».

En todo caso, la significación más antigua de esta acción litúrgica está vinculada a aquellas palabras de San Pablo: «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17; +OGMR 56c). Es la común-comunión eucarística en el Pan partido lo que hace de nosotros un solo Cuerpo, el de Cristo, la Iglesia. Los que participamos de un mismo altar, somos uno solo, pues comemos y vivimos de un mismo Pan, y «hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13).

Cordero de Dios

A partir de los siglos VI y VII, durante la fracción del pan -que entonces, cuando no hay todavía hostias pequeñas, dura cierto tiempo-, el pueblo recita o canta el Cordero de Dios, repitiendo varias veces ese precioso título de Cristo, que ya en el Gloria ha sido proclamado.

Como ya vimos más arriba, la idea del Salvador como Cordero inmolado, ya desde el sacrificio de Isaac, pasando por la Pascua y por el Siervo de Yavé de que habla Isaías, está presente en la revelación divina hasta el Apocalipsis de San Juan, que contempla en el cielo el culto litúrgico que los ángeles y los santos ofrecen al Cordero-víctima, esposo de la Iglesia (Ap 5,6; 6,1; 7,10-17; 12,11; 13,8; 17,14; 19,7-9; 21,22). La misa es la Cena pascual del Cordero inmolado, y el rito de la fracción precede lógicamente al de la comunión.

Seguidamente el sacerdote, mostrando la hostia consagrada, dice aquello de Juan el Bautizador: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Y añade las palabras que, según el Apocalipsis, dice en la liturgia celeste «una voz que sale del Trono, una voz como de gran muchedumbre, como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos:... "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero"» (+Ap 19,1-9). En efecto, dice el sacerdote: «Dichosos los invitados a la cena del Señor».

A ello responde el pueblo, recordando con toda oportunidad las palabras del centurión romano, que maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (+Mt 8,8-10). Seguidamente el sacerdote, o el diácono, distribuye la comunión: «El Cuerpo de Cristo». «Amén». Sí, así es realmente.

De suyo, corresponde distribuir la comunión a quienes en la eucaristía representan a Cristo y a los apóstoles. Es el Señor quien «tomó, partió y repartió» el Pan de vida. Y en la multiplicación milagrosa, por ejemplo, Cristo, «alzando los ojos al cielo, bendijo y partió los panes, y se los dió a los discípulos [los apóstoles], y éstos a la muchedumbre» (Mt 14,19). De ahí la tradición universal de la Iglesia de que sean los ministros sagrados -y cuando sea preciso, los laicos autorizados para ello-, quienes distribuyan la comunión eucarística (Código 910).

La comunión

La comunión sacramental es el encuentro espiritual más amoroso y profundo, más cierto y santificante, que podemos tener con Cristo en este mundo. Es una inefable unión espiritual con Jesucristo glorioso, y en este sentido, aunque se realice mediante el signo expresivo del pan, no implica, por supuesto, una digestión del cuerpo físico del Señor -ésta sería la interpretación cafarnaítica-.

Es notable, en todo caso, la gran sobriedad con que la tradición patrística e incluso los escritos de los santos tratan de este acto santísimo de la comunión. Y es que se trata, en el orden del amor y de la gracia, de un misterio inefable, de algo que apenas es capaz de expresar el lenguaje humano. Cristo se entrega en la comunión como alimento, como «pan vivo bajado del cielo», que va transformando en Él a quienes le reciben. A éstos, que en la comunión le acogen con fe y amor, les promete inmortalidad, abundancia de vida y resurrección futura. Más aún, les asegura una perfecta unión vital con Él: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Y así como yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57).

Los cristianos, comulgando el cuerpo victimal y glorioso de Cristo, se alimentan del pan de vida eterna dado con tanto amor por el Padre celestial, participan profundamente de la pasión y resurrección de Cristo, reafirman en sí mismos la Alianza de amor y mutua fidelidad que les une con Dios, reciben la medicina celestial del Padre, la única que puede sanarles de sus enfermedades espirituales, y ven acrecentada en sus corazones la presencia y la acción del Espíritu Santo, «el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7).

Sólo Dios, que por medio de la oración actualiza en nosotros la fe y el amor, puede darnos la gracia de una disposición idónea para la excelsa comunión eucarística. Por eso la devoción privada ha creado muchas oraciones para antes de la comunión, y la misma liturgia en el ordinario de la misa ofrece al sacerdote dos, procedentes del repertorio medieval, que están dirigidas al mismo Cristo.

«Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti». O bien:

«Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable».