Celebrar la Cena del Señor[1]

 

Los de Corinto nunca tuvimos buena fama: cuando en cualquier lugar del imperio se hablaba de «vivir a la corintia», ya se sabía que se estaba aludiendo a las costumbres licenciosas de nuestra ciudad, a la que el tráfico de sus dos puertos y el culto a la diosa Afrodita, habían convertido en símbolo de conductas permisivas en todo lo sexual.

 

Yo pertenecía a una familia acomodada de emigrantes judíos afincados hacía tiempo en Corinto, y que habían ido adquiriendo renombre como armadores de barcos de pesca. Desde pequeño me acostumbré a ver entre el servicio de mi casa a esclavos de color, traídos de Nubia y Etiopía, cuyos hijos habían nacido ya entre nosotros.

 

Conocimos a Pablo de Tarso a su vuelta de Atenas donde, por lo que supimos después, había vivido un fracaso estrepitoso. Nos lo trajo una tal Damaris que había escuchado su discurso en el areópago y había abrazado el Camino. Nos impactó el apasionamiento con que hablaba de Jesús como de alguien vivo, y la convicción con que afirmaba lo que «e! Señor» (así lo llamaba él) le había comunicado: En Corinto tengo yo un pueblo numeroso (He 18,10).

 

Al final de aquel mes que pasó entre nosotros, mi padre, de nombre Esteban, decidió que él con toda su casa, es decir, con su familia y servidumbre, abrazaríamos la fe y recibiríamos el bautismo. La predicación de Pablo estaba siendo fecunda y, al cabo de unos meses, fuimos bautizados por el propio Pablo, cosa que no solía hacer, en la noche de Pascua. Poco después recibió también el bautismo de manos de Apolo un nutrido grupo de catecúmenos, y recuerdo que mi padre comentó disgustado que había demasiada gentuza entre ellos: pescadores, cargadores del puerto y hasta mujeres de mala fama.

 

Como teníamos una casa espaciosa, era en ella donde nos reuníamos cada semana para celebrar el día del Señor pero, como es lógico, no nos mezclábamos unos con otros: a la hora señalada iban acudiendo algunas familias conocidas que también habían recibido el bautismo. Los esclavos lavaban y perfumaban sus pies a su llegada y los introducían después en el comedor donde todo estaba preparado para un refinado y abundante ágape al que los recién llegados también contribuían con esplendidez. A veces, mientras cenábamos, surgían discusiones entre los más cercanos a Apolo y los partidarios de Cefas o de Pablo y cada uno defendía a su patrono con vehemencia.

 

Los que no eran libres, nobles o ricos no participaban de nuestra cena, se quedaban en el atrio y los criados sabían distinguir bien a quiénes debían hacer pasar a uno u otro lugar, ya que su sola indumentaria bastaba para separarlos. Al final nos reuníamos todos, siguiendo costumbres y convicciones que una religión razonable como la que acabábamos de profesar ratificaba sin duda, como un orden establecido desde siempre.

 

Eso no es la Cena del Señor

Por eso nos causó estupor lo que ocurrió durante la visita de Timoteo, un compañero de Pablo que él nos enviaba desde Efeso: a su llegada, no se dejó lavar los pies por el esclavo encargado de ello y se negó a pasar a la sala donde le aguardábamos, dirigiéndose en cambio al atrio y mezclándose con el grupo de gente que allí compartía sus escasas provisiones. Su actitud provocó desconcierto y malestar entre la gente distinguida, y se acentuó aún más al ver que Timoteo entraba en el comedor seguido de aquella gente de baja extracción, y los invitaba a mezclarse con nosotros para escuchar juntos la carta que nos enviaba Pablo.

 

Al comenzar su lectura nos pareció que estaba dirigida sólo al grupo de pobres: Observad, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no muchos sabios en lo humano, no muchos poderosos, no muchos nobles; antes bien, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y despreciados ha elegido Dios, a los que nada son, para anular a los que son algo». Pero lo que seguía nos implicaba a todos con un tono de severa preocupación: «Vuestras reuniones traen más perjuicio que beneficio (...) y cuando os reunís, no coméis la cena del Señor, pues unos se adelantan a consumir su propia cena y mientras uno pasa hambre, otro se emborracha. ¿Menospreciáis la asamblea de Dios y avergonzáis a los que nada poseen? ¿Y voy a alabaros? ¡En esto no os alabo! (1Co 11,17 y ss.). Y nos explicaba después la tradición que él mismo había recibido sobre la última cena del Señor con los suyos, y cómo debíamos seguir haciendo lo mismo en memoria suya.

 

Al acabar la carta se hizo un prolongado silencio. Yo sentía en mí una lucha de sentimientos encontrados: por un lado el respeto a viejas costumbres aprendidas y, por otro, un vendaval de novedad que removía y hacía desaparecer barreras, divisiones y prejuicios. Y algo me decía que no era el único arrastrado por la misma fuerza. Eso me decidió a ponerme en pie, tomar un espléndido racimo de uvas de la mesa y rodear la sala hasta acercarme a un hombre mal vestido y de aspecto temeroso. Me senté junto a él y partí el racimo para ofrecerle la mitad. Él abrió su zurrón y sacó un puñado de dátiles que compartió conmigo: «–Los cogí yo mismo en el oasis de Engadí, junto al Mar de la Arabá, vengo de allí, de trabajar en las salinas». Miré de reojo y vi a mi padre sirviendo vino a un estibador del puerto y tomando un poco del pez ahumado con pan de cebada que él le ofrecía, y lo mismo iba ocurriendo con otros invitados. Circuló una copa del excelente vino griego, y luego otra, y la sala se fue llenando poco a poco de murmullos y de risas. Algo estaba cambiando y todos lo sabíamos.

 

Como sabíamos también que al día siguiente seguiríamos amenazados por nuestras diferencias en forma de posesiones, honras o saberes, que tratarían de levantar de nuevo barreras entre nosotros.

 

Comenzaba una gran lucha por hacer verdad en nuestra vida la fiesta de inclusión que ahora estábamos viviendo. Y que esta vez sí que era la Cena el Señor.

 

Tiempo para la Palabra

Al encomendaros estas cosas, hay algo que no alabo: que vuestras reuniones traen más perjuicio que beneficio. En primer lugar, he oído que cuando os reunís en asamblea, hay divisiones entre vosotros, y en parte lo creo; porque es inevitable que haya divisiones entre vosotros, para que se muestre quiénes de vosotros sois auténticos. Y así resulta que, cuando os reunís, no coméis la cena del Señor. Pues unos se adelantan a comer su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se emborracha. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿Menospreciáis la asamblea de Dios y avergonzáis a los que nada poseen? ¿Qué puedo deciros?, ¿voy a alabaros? En esto no os alabo (1Co 11, 17-23).

 

Tiempo para otras Palabras

Vivir conformes a la tradición de Cristo

«Nadie puede tomar parte en el alimento que llamamos Eucaristía si no vive conforme a la tradición de Cristo. Por eso, los que tienen bienes, vienen en ayuda de los que carecen de ellos. Por lo que comemos, bendecimos al Creador del universo por su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo. El día del sol (el domingo), todos los habitantes de las ciudades o del campo se reúnen en un único lugar. Se leen los recuerdos de los apóstoles y los escritos de los profetas durante un tiempo conveniente. Al terminar la lectura, el que preside toma la palabra para llamar la atención sobre unas enseñanzas tan hermosas y exhortar a seguirlas. En seguida, nos levantamos todos y expresamos nuestras intenciones de oración. Después se trae pan, vino y agua y el presidente eleva de todo corazón al cielo oraciones y acciones de gracias, y el pueblo responde por la aclamación: ¡Amén!

 

Después se comparte y se distribuye a cada uno los alimentos consagrados y se envía su parte a los ausentes por medio de los diáconos. Los que son ricos y quieren ser generosos, dan espontáneamente, cada uno lo que le parece, y se entrega al presidente el producto de esta colecta para que él se encargue de socorrer a los huérfanos y viudas, o a los que por enfermedad o de otras causas pasan necesidad, como los prisioneros y los extranjeros. En una palabra, se atiende a todos los que lo necesitan. Y nos reunimos el día del sol porque es el primer día, aquel en que Dios separó la luz de las tinieblas para hacer el mundo y es el día en que Nuestro Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos.»

San Justino, siglo II

 

Llegar a ser eucarístico

«La Eucaristía modela no solamente a la Iglesia y a la comunidad de los cristianos entre ellos, sino también su manera de estar en el mundo que debe ser compartir y servir, en una tensión siempre renovada hacia la comunión entre los humanos y la transfiguración de la tierra. Porque cada uno está llamado a "hacer eucaristía" en todas las cosas (1Tes 5,18) y convertirse en un "hombre eucarístico".»

O, Clément

 

¿Dónde están nuestras comuniones?

«No podemos, al mismo tiempo, beber del cáliz del Señor y del de los espíritus del mal; no podemos beber del cáliz de la vida consagrada al amor hasta la pasión, del testamento del Maestro arrodillado a los pies de los discípulos, del gesto del Siervo que entrega como herencia el testimonio del pan compartido, y comulgar al mismo tiempo con el espíritu del mundo que aplasta a los débiles, que abandona a los desesperados, que somete a los que dudan y que destruye a los que se desvían. Hermanos, sumergíos hasta el fondo, construid sobre el amor que llega hasta el límite. La casa resistirá entonces las tempestades y vuestra vida se desarrollará en comunión eterna con Dios.»

M. Bastin, Dios cada día (vol. 5)

 

Tiempo para Orar

Después de leer el texto de 1Co 11,17-34, dedica un tiempo a reflexionar sobre las palabras: Cada cual se adelanta a comer su propia cena... (v. 21), en que aparecen expresadas las actitudes de ansiedad, posesividad e insolidaridad, el polo opuesto a lo que podemos llamar «la actitud eucarística». Ponte un rato delante de Jesús para contemplar en él ese talante suyo de «adelantarse», pero no para pensar en sí mismo y en satisfacer su necesidad, sino en nosotros para alimentarnos, cuidarnos y darnos vida. Mírale tomando el pan en sus manos, no para comerlo él solo, sino para partirlo y entregárnoslo a nosotros. Pídele que grabe esa manera de ser suya «como un sello sobre tu corazón» (Cant 8,6), como un tatuaje en tus manos para que se vayan pareciendo a las suyas.

 

Tiempo para Compartir y Celebrar la Fe

Con jóvenes o adultos

Leer el texto de Corintios y, después de un tiempo de silencio, reconocer y pedir perdón por aquello que impide que nuestras eucaristías sean de verdad «la Cena del Señor»: divisiones, despreocupación por los débiles y excluidos, ritualismo...

Agradecer lo que ya en ellas, aunque sea parcialmente, va en la línea de lo que Jesús quería: comunicación, gestos de compartir, compromiso de ir trabajando por un mundo justo y en paz...

Buscar y decidir un paso pequeño pero posible, que vaya creando entre nosotros la fiesta de la inclusión.

 


[1] ALEIXANDRE, Dolores, Relatos desde la mesa compartida, CCS, Madrid, 1999, pp. 123-129.