La liturgia penitencial
1. LITURGIA-PENITENCIAL: Cuando no hay una razón particular,
nuestra celebración eucarística echa por delante una liturgia
penitencial, es decir, una acción litúrgica en la que se ejerce el
ministerio de la reconciliación. Actualmente esa acción no es una
forma especial del sacramento de la penitencia, y no voy a discutir
aquí el problema de su sentido y función original. Podríamos
llamarlo un «sacramental», mucho más que un golpe de pecho o
tomar agua bendita. El ministerio de la reconciliación es amplio,
generoso de parte de Dios, y la Iglesia puede realizarlo de formas
diversas, según las circunstancias de tiempo, lugar y personas.
Vamos a inscribir dicha liturgia penitencial en un texto de Pablo:
2 Cor 5, 18:
Y todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo a través del
Mesías y nos encomendó el servicio de la reconciliación. 19: Quiero decir
que Dios, mediante el Mesías, estaba reconciliando el mundo consigo,
cancelando la deuda de los delitos humanos y poniendo en nuestras
manos el mensaje de la reconciliación. 20: Somos, pues, embajadores de
Cristo, y es como si Dios exhortara por nuestro medio.
En rigor, no nos reconciliamos nosotros; es Dios quien nos
reconcilia, y nosotros «nos dejamos reconciliar» con él. El acto
implica un cancelar una deuda o perdonar un pecado, para
restablecer las buenas relaciones. Ese perdón lo otorga Dios por
medio de Cristo, y a la Iglesia toca ponerse al servicio de la
reconciliación.
Hay que subrayar el carácter interpersonal de la acción. Se habla
de deuda, que interviene entre dos personas, deudor y acreedor. Si
habláramos de ofensa, serían ofensor y ofendido. Más que
quebrantar una norma objetiva, hemos faltado a un compromiso con
otra persona: ¿de justicia o de amor?
2. Funciones y actos. Dios entra en función de parte ofendida; el
hombre, la comunidad, en función de parte ofensora. No negamos
que en otras ocasiones Dios actúe como juez, en posición elevada e
imparcial, condenando al culpable y absolviendo al inocente. De
esta actividad hay numerosos ejemplos en el AT, concretamente en
las súplicas del inocente acusado o perseguido y en textos
escatológicos. Ahora bien, esos momentos no son liturgias
penitenciales que se ordenan a la reconciliación. En la liturgia
penitencial del AT Dios no es juez, sino parte. Esto se puede
apreciar en muchas querellas proféticas, en los salmos 50-51 y en
otros salmos penitenciales.
La parte ofendida quiere restablecer las buenas relaciones
personales. Lo ha de hacer de manera personal, no mecánica,
comprometiendo al ofensor. No puede decir: «no me importa, lo
olvido todo, no ha pasado nada», antes de que el ofensor complete
su proceso de transformación. Si el ofensor ha quebrantado
consciente y libremente sus compromisos, ha pasado algo serio, y el
ofendido no dirá «aquí no ha pasado nada», porque eso no sería
una reconciliación responsable de dos personas. Más bien
entablará un diálogo, se querellará, dirigirá un proceso, para que el
ofensor reconozca la culpa y pida perdón. Sólo así se restablecen
relaciones personales mutuas.
Si el ofendido dice que no le importa lo sucedido, está implicando
que no le importa la persona del ofensor. ¡Cuántas veces
despreciamos la crítica de los rivales y, al hacerlo, los despreciamos
como personas... ! A Dios le importa la persona del ofensor; por eso
le importa lo sucedido. Quiere cancelar la deuda, borrar la mancha,
descargar la culpa, perdonar la transgresión; pero quiere hacerlo
engranando la conciencia y responsabilidad del ofensor. Sólo al
final podrá decir: «lo olvido todo». Responsabilidad es responder: a
alguien, de algo. Por eso la liturgia penitencial es un proceso que
incluye convocación, diálogo, sanción.
Ese proceso, que es misterio de gracia en acción, toma la forma
externa de un juicio contradictorio entre dos partes, ofensor y
ofendido. La forma externa es como una pantomima que, al
representar, realiza. Algo así como las frases que llaman
performatívas (el inglés perform significa ejecutar). Cuando un
presidente dice: «declaro inaugurada la asamblea», la asamblea
queda real y jurídicamente inaugurada, tiene validez legal. Cuando
la asamblea litúrgica representa un juicio contradictorio de
reconciliación, lo representado sucede realmente.
Ese proceso o representación eficaz se desarrolla normalmente
en tres actos: acusación, confesión, perdón.
3. Primer acto: acusación. La parte ofendida convoca al ofensor,
le recuerda los compromisos, le echa en cara su incumplimiento.
Este acto ha quedado implícito o no desarrollado en nuestra liturgia
penitencial. Está implícito en la convocación litúrgica. En el nuevo
misal italiano lo encontramos aludido:
«El Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la palabra y de la
eucaristía, nos llama a la conversión.»
« ... somos llamados a morir al pecado ... »
«El Señor ha dicho: el que no tenga pecado, que tíre la primero
piedra.»
En el AT nos cansaríamos de citar y leer textos pertinentes.
Citaré algunos, tomados de salmos y profetas:
Sal 50, 6:
Dios en persona viene a juicio. 7: Escucha, pueblo mío, que voy a
hablarte, Israel, voy a dar testimonio contra ti.
21:
Esto haces, ¿y me voy a callar?, ¿crees que soy como tú? Te acusaré,
te lo echaré en cara.
Jr 2, 5:
¿Qué delito encontraron en mí vuestros padres para alejarse de mí?
Siguieron tras vaciedades y quedaron vacíos.
8:
Los sacerdotes no preguntaban: ¿Dónde está el Señor?,
los doctores de la ley no me reconocían,
los pastores se rebelaron contra mí,
los Profetas Profetizaban en nombre de Baal...
13:
Dos maldades ha cometido mi pueblo:
me abandonaron a mí, fuente de agua viva,
y se cavaron aljibes, aljibes agrietados
que no retienen el agua.
Todo el texto de Jeremías 2. 1 - 4, 4. es digno de leerse y
meditarse en este punto.
La acusación se basa en o apela a los compromisos contraídos.
Es decir, existe un compromiso mutuo, y ese compromiso se ha
articulado en una serie de cláusulas. El compromiso es la alianza,
las cláusulas se enumeran en el protocolo o documento de la
alianza. «Congregadme a mis fieles, que sellaron mi pacto con un
sacrificio» (Sal 50, 5); «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes
siempre en la boca mi alianza?» (Sal 50, 16). La alianza del Sinaí
propone diez cláusulas (en griego, deka-logoi, el decálogo); el
protocolo está grabado en una losa que se conserva en el templo.
En base a esas cláusulas, Dios puede querellarse con su pueblo
por no haber cumplido los compromisos solemnemente contraídos.
El pueblo a una había prometido: «HaremoS cuanto dice el Señor»
(Ex 19, 8; 24, 3.7).
CR/DECALOGO-EV: Para la comunidad reunida a celebrar la
Eucaristía, ¿cuál es el punto de referencia?; ¿sigue siendo el
decálogo del Sinaí? El precepto del sábado y la prohibición de
hacer imágenes de Dios ya no están en vigor. El resto de alguna
manera, sí conserva vigencia, aunque no sin más. El cristiano no
vive en la vieja alianza, sino en la nueva ; el protocolo de la nueva
alianza no es el decálogo del Sinaí, sino el evangelio de Jesucristo.
Las bienaventuranzas, el sermón del monte, el mandato de
perdonar a los enemigos no forman parte del decálogo. Y aun lo
que de éste conserva su vigor ha sido transformado en profundidad.
No es correcto decir que la base de la vida del cristiano, en lo que
tiene que hacer, sea el decálogo. En el capítulo 5 de Mateo se leen
seis expresiones del siguiente tipo: «Os han enseñado que se
mandó a los antiguos... Pero yo os digo... Se mandó también... Pues
yo os digo........... ». En vez de Moisés como mediador, Jesús, el
Mesías, el Hijo del Padre; en vez del Sinaí, el monte de Galilea; en
vez de diez preceptos o prohibiciones, ocho bienaventuranzas o
felicidades; en vez de losas de piedra, el Espíritu en los corazones.
Y a partir de ese centro se organizan otras exigencias y normas y
consejos del evangelio, que se concentran en el doble amor a Dios
y al prójimo. Claro está que el Evangelio engloba y profundiza
cuanto hay de permanente en el decálogo; en cambio, el decálogo
no contiene todo el Evangelio.
Ahora bien, ese evangelio nos acusa reiteradamente. Es nuestro
compromiso con Dios Padre, mediado por su Hijo. ¿Lo cumplimos?
¿En qué grado? El evangelio es un anuncio feliz, una buena nueva;
¿no es también un acto de acusación contra nosotros? Se podría
leer una página del evangelio tomándolo como querella del Señor
con los suyos. Esta comunidad cristiana ¿cree de veras que es un
valor el compartir? ¿O sigue creyendo que el valor es adquirir y
poseer? Esta comunidad cristiana ¿cree que es un valor y una
exigencia trabajar por la paz? ¿O se despreocupa de semejante
problema? ¿Siente esta comunidad la sed de justicia? Lecturas y
reflexiones de este tipo podrían hacer incidir el mensaje bíblico en
las comunidades cristianas con más eficacia.
El evangelio nos incita y nos acusa, después nos ofrece perdón y
nos reconcilia. Por eso se invocaba: «Per evangelica dicta deleantur
nostra delicta» (por las palabras del evangelio se borren nuestros
pecados). No de forma mecánica, sino de forma responsable, en el
proceso de llamada y respuesta.
Ya he dicho que este acto apenas se encuentra en la liturgia
penitencial de nuestra celebración eucarística. Más aún, hay
ocasiones en que, por preceder otro acto litúrgico o paralitúrgico,
p.e. Laudes, se salta del todo la parte penitencial. Otras ocasiones
en que lo practiquemos con más amplitud y sosiego nos ayudarán a
penetrar el sentido de esta parte de la misa.
4. Segundo acto: confesión. La parte acusada y querellada
podría defenderse, negar los hechos o las imputaciones. Pero
cuando es Dios quien nos echa en cara nuestra conducta, ¿cómo
podremos negarla? «¿Cómo te atreves a decir: No me he
contaminado?... ¿Por qué me ponéis pleito, si sois todos rebeldes?
(Ir 2, 23.29). En este caso no hay más que confesar la culpa y pedir
perdón.
Esto se suele preparar dejando un espacio de silencio para que
los presentes repasen concretamente algunas culpas más
importantes o más recientes o más relacionadas con la celebración
específica. Una monición podría encauzar la reflexión. Después la
parte ofensora reconoce su culpa y pide perdón a la parte
ofendida.
El AT nos suministra innumerables ejemplos y fórmulas de este
segundo acto:
Sal 32, 5:
Propuse: Confesaré al Señor mi pecado.
Sal 38, 5:
Mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas.
Sal 51, 3-5:
Por tu inmensa compasión, borra mi culpa.
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado,
pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.
Sal 65, 4:
Nuestros delitos nos abruman,
pero tú los perdonas.
Sal 130, 3-4:
Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
El perdón es cosa tuya,
y así infundes respeto.
Jr 3, 22:
Volved, hijos apóstatas,
y os curaré de vuestras apostasías.
-Aquí estamos, hemos venido a ti,
porque tú, Señor, eres nuestro Dios...
25:
nos acostamos sobre nuestra vergüenza
y nos cubre el sonrojo,
porque pecamos contra el Señor nuestro Dios.
Los libros litúrgicos de la misa nos ofrecen un par de fórmulas:
«Señor, ten misericordia de nosotros, porque hemos pecado contra
ti», «Tú que has venido a llamar a los pecadores, Cristo ten
piedad». El nuevo formulario italiano es más rico y diferenciado:
«Reconozcamos que somos pecadores e invoquemos confiados la
misericordia de Dios.»
«Humildes y penitentes como el publicano en el templo, acudamos al
Dios justo y santo, para que se compadezca de nosotros, pecadores.»
«Cristo, que en la cruz has pedido perdón por los pecadores, ten piedad
de nosotros.»
Observemos otro aspecto importante. En la liturgia penitencial de
la misa no intervienen individuos aislados. No es que el asunto sea
de cada uno con Dios y que accidentalmente nos encontremos
todos en el mismo sitio y, por ahorrar tiempo, digamos todos a una
las mismas palabras. Lo individual no queda anulado, pero no es lo
específico en este caso. Es verdad que el confiteor suena en
primera persona del singular: «Yo confieso ante Dios Todopoderoso
y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho ... » Aun esa
fórmula en singular es compartida con un efecto recíproco confesión
y testimonio de los «hermanos». Lo propio de la liturgia penitencial
en la Eucaristía es su aspecto comunitario. Además de las
responsabilidades individuales irrenunciables, hay una solidaridad
en la culpa. Los dos elementos no se oponen ni se excluyen,
aunque algunos encuentren difícil la armonización o integración.
Algunos temen que, al ponderar la responsabilidad comunitaria, se
quiera o se pueda desvirtuar la responsabilidad personal. De
ninguna manera.
El Antiguo Testamento nos ofrece unas cuantas confesiones de
pecado comunitarias, después del destierro; precisamente cuando
Ezequiel ha reafirmado la responsabilidad individual (Ez 18). Un
ejemplo insigne, que recoge y amplifica los precedentes, es Baruc 1,
15 - 3, 8, del que citaré unas cuantas frases:
1, 15: Confesamos que el Señor nuestro Dios es justo, y a nosotros nos
abruma hoy la vergüenza: a judíos y vecinos de Jerusalén, 16: a nuestros
reyes y gobernantes, a nuestros sacerdotes y profetas y a nuestros
padres; 17-8: porque pecamos contra el Señor no haciéndole caso,
desobedecimos al Señor, nuestro Dios, no siguiendo los mandatos que el
Señor nos había dado.
3,1: Señor todopoderoso, Dios de Israel, un alma afligida y un espíritu
que desfallece gritan a ti. 2: Escucha, Señor, ten piedad, porque hemos
pecado contra ti 5: No te acuerdes de los delitos de nuestros padres,
acuérdate hoy de tu mano y de tu nombre.
RBA-COLECTIVA: La responsabilidad es de toda la comunidad,
incluso de los antepasados. Cada uno se siente solidario de los
demás y carga con la historia del pueblo. Es admirable: solidario en
la confesión de un pecado común, el pueblo disperso se siente uno.
En presencia de Dios los pecados no abruman; antes bien,
aglutinan a la comunidad.
Incluso cuando Daniel ora en primera persona del singular,
«escucha la oración y las súplicas de tu siervo», lo hace en nombre
de todo el pueblo: «todo Israel quebrantó tu ley rehusando
obedecerte... Por nuestros pecados y los delitos de nuestros
padres, Jerusalén y todo tu pueblo son afrentados... Pero, aunque
nos hemos rebelado, el Señor es compasivo y perdona» (Dn 9),
Pueden leerse también Esdras 9 y Nehemías 9.
La corresponsabilidad no se opone a la responsabilidad, antes la
engloba. Habría que desarrollar simultánea y armónicamente los
dos factores: la conciencia de que individual y comunitariamente
somos responsables ante Dios. No sólo el cristiano falta a sus
compromisos de alianza, sino que esta comunidad cristiana, en
cuanto tal, falta a sus compromisos evangélicos con Jesucristo. La
liturgia penitencial eucarística puede ser un momento oportuno para
educar y robustecer esa conciencia. De nuevo, el formulario italiano
nos ofrece material oportuno:
«Al empezar esta celebración eucarística, pidamos la conversión del
corazón, fuente de reconciliación Y comunión con Dios y con los
hermanos.»
«Reconozcámonos todos pecadores y perdonémonos mutuamente de lo
hondo del corazón.»
«Señor, que nos construyes como piedras vivas para formar el templo
santo de Dios, ten piedad de nosotros.»
5. Tercer acto: el perdón. También este acto se enuncia en forma
plural. Y se pronuncia en forma de petición. Dios no viene como juez
a condenar al culpable, convicto y confeso; viene como parte
ofendida a reconciliar al hombre consigo. El hombre no puede por
su cuenta reconciliarse con Dios ni Dios tiene que reconciliarse con
el hombre. La acción es de Dios Padre y de Jesucristo: «Jesucristo,
el justo [inocente], intercede por nosotros y nos reconcilia con el
Padre» (del nuevo formulario italiano).
El acto final de un juicio contradictorio, entre dos partes, puede
suceder de tres formas. El ofensor o deudor restituye o satisface
totalmente al ofendido y se restablece así la relación justa entre
ambos. Sucede una avenencia o composición; el ofendido acepta
una compensación parcial, una reparación modesta, y se da por
satisfecho; el ofensor repara así la culpa y hasta queda agradecido.
El ofendido renuncia a sus derechos, perdona enteramente la
deuda, totalmente la ofensa. Toca a la parte ofendida escoger la
salida del proceso; el ofensor sólo puede suplicar. La liturgia
penitencial eucarística entra en el tercer desenlace: Dios perdona y
sellará la reconciliación con el banquete.
El presidente de la acción litúrgico emplea una forma de súplica,
no la forma aseverativa: «Dios todopoderoso tenga misericordia de
nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna».
No dice: «Yo os perdono», ni «Dios nos perdona», sino que suplica
y se incluye en la comunidad pecadora, en el «nosotros, nuestros,
nos». La historia nos enseña que en otras épocas, en otras
regiones de la Iglesia, se ha empleado la fórmula suplicatorio con
validez sacramental (he de volver sobre el asunto en otra ocasión).
Es más, nuestra fórmula actual es muy antigua o depende de textos
antiguos y tradicionales.
Entonces, ¿es una mera súplica? ¿O tiene de algún modo valor
performativo, eficaz? No es performativa en cuanto que realiza lo
que dice, pues no enuncia; es eficaz en cuanto que tiene la garantía
de que será concedida la petición, aunque no sea en forma
sacramental.
En ese momento no habla Dios ni tampoco Jesucristo, como
intercedió en la cruz: «Padre, perdónalos». No habla el sacerdote
en representación de Dios o de Jesucristo, pues se incluye entre los
pecadores. Habla como miembro cualificado de la comunidad y en
nombre de ella. Sólo que lo dice con el encargo y la promesa de
perdón de Dios, con la garantía de la reconciliación realizada por
medio del Mesías: «Dios nos reconcilió consigo a través del Mesías
y nos encomendó el servicio de la reconciliación» (2 Cor 5, 18).
LUIS
ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987.Págs. 19-29