LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA REAL



ENSEÑANZAS DE LA HISTORIA

Como sucede con la cuestión del sacrificio, la de la presencia 
está marcada por los estigmas de las controversias del pasado. Hay 
que despejar un poco el panorama histórico, lavarle la cara a la 
pintura del tiempo para descubrir hasta qué punto nuestra forma de 
entender el misterio eucarístico e incluso las fórmulas que lo 
expresan le son tributarias. 

En la época patrística, la presencia real no fue tema de grandes 
debates teológicos, como lo fueron la trinidad, la cristología y la 
gracia. No constituía un capítulo especial de teología que se podría 
haber titulado «Presencia real», y mucho menos constituyó un 
problema, sino simplemente una gracia que se vivía en paz. Se 
solía situar en el conjunto del único misterio de Cristo. He aquí un 
testimonio tomado de Ireneo de Lyon (+ 202?) en el que liga 
creación, encarnación y redención: 

La copa que ha sido preparada y el pan que ha sido amasado 
reciben la palabra de Dios y se convierten en eucaristía, es decir, 
sangre y cuerpo de Cristo... La cepa de la viña se entierra y da 
fruto a su tiempo; el grano de trigo se deposita en la tierra, se 
pudre y luego se alza multiplicado por el Espíritu de Dios que 
sostiene todas las cosas; uno y otro, gracias al trabajo de los 
hombres, sirven para el uso al que están destinados; al recibir la 
palabra de Dios, se convierten por fin en el cuerpo y la sangre de 
Cristo. De modo semejante, nuestros cuerpos, alimentados por esta 
eucaristía, tras haber sido depositados en la tierra y en ella 
disueltos, resucitarán a su tiempo, cuando el Verbo de Dios les dé 
la gracia de la resurrección1. 

La literatura patrística solía subrayar en especial, continuando a 
la Didaché, el simbolismo de la Eucaristía. San Cipriano (+ 258) 
explica: «Cuando el Señor llama su cuerpo al pan que está 
compuesto de muchos granos reunidos, designa la unión de 
nuestro pueblo que él llevaba en sí. Y cuando llama su sangre al 
vino sacado de muchas uvas... designa también nuestro rebaño 
unificado mediante la fusión de toda una multitud2. «Afirmaciones 
como éstas pertenecen al bien común de la fe eucarística. El 
problema empezará—y renacerá a lo largo de toda la 
tradición—cuando, en lugar de hablar de símbolo y realidad, se 
plantee el dilema: símbolo o realidad, figura o verdad. Tal fue el 
objeto del célebre altercado entre Pascasio Radberto (+ hacia 856), 
abad de Corbie, quien insistió en la identidad del cuerpo eucarístico 
con el cuerpo nacido de la Virgen María, hasta el punto de que 
resultaba imposible recuperar la dimensión simbólica del 
sacramento, y Ratrammo (+ después de 868), monje también de 
Corbie, quien, llevado de una espiritualidad excesiva, sólo admitía 
una presencia simbólica y espiritual, la presencia de la eficiencia 
(virtus) de la carne y la sangre de Cristo. 

Dos siglos más tarde, la discusión renació con estrépito cuando 
Berenguer, brillante escolástico de la escuela episcopal de Tours, 
acentuó la doctrina de Ratrammo. Por falta de raíces en el suelo 
patrístico, no tuvo la fuerza suficiente para mantener a la vez la 
realidad del Cuerpo de Cristo en la eucaristía y su figura. Sólo la 
«similitud», o «figura», podía estar presente. Estas discusiones 
prendieron una gran hoguera de polémicas clericales. Por miedo a 
las llamas, que no eran siempre sólo teológicas, Berenguer, 
condenado en los Sínodos de Roma y de Verceil (1050), de París 
(1051) y en el Concilio de Tours (1054), firmó en el Sínodo de 
Letrán (1059) una profesión de fe en la que admitía: «El pan y el 
vino sobre el altar, después de la consagración, no son solamente 
signo (sacramentum) de nuestro Señor Jesucristo, sino su cuerpo y 
sangre verdaderos, de modo sensible (sensibiliter), son tocados y 
partidos con las manos por los sacerdotes y triturados por los 
dientes de los fieles>> (DS 690). Fórmulas manifiestamente 
excesivas, como veremos, de las cuales Berenguer se retractó en 
cuanto pudo. En el Concilio de Roma (11 de febrero de 1079), fue 
obligado de nuevo a retractarse de su retractación. Murió en paz 
con la Iglesia en 1088. 

Estas batallas tuvieron un gran valor. Obligaron a los teólogos a 
inventar fórmulas para intentar expresar más claramente el misterio 
con los términos de la época. Tal fue la labor de teológos como 
Hugo de San Víctor (muerto 1141), Pedro Lombardo (+ 1160), de 
los grandes trabajadores que fueron Alejandro de Hales (+ 1245), 
san Buenaventura (+ 1274), San Alberto el Grande (+ 1289) y 
sobre todo Santo Tomás (+ 1274). Este último es el mayor 
representante de la escolástica en su apogeo. Formuló en términos 
que llegaron a ser clásicos la doctrina católica sobre la Eucaristía, 
apoyándose sobre todo en la filisofía aristotélica. A través de los 
Concilios ecuménicos de Letrán (1215), de Constanza (1414-1418) 
y de Florencia (1439-1445) y, a pesar de un accidente sucedido en 
el trayecto, ocasionado por Wiclef (+ 1384), estos elementos 
llegaron sin variaciones al Concilio de Trento, presentados sobre 
una fuente de oro llevada por Aristóteles. 

Al lado de la teología de los sabios, conviene mencionar también 
la piedad popular, peso inmenso llevado por el corazón del pueblo 
como un tesoro de ternura. Las controverias tuvieron como efecto 
el hacer brotar un río de devociones eucarísticas, y hay que 
reconocer que sus oleadas arrastraron cosas positivas y negativas. 
La beata Juliana de Mont-Cornillon (1193-1258), agustina belga, 
favorecida por visiones celestiales, trabajó para conseguir que se 
celebrara una fiesta especial del Santísimo Sacramento en la 
diócesis de Lieja y su triunfo fue completo cuando, el 11 de agosto 
de 1264, el papa Urban IV extendió la fiesta del «Corpus» a la 
Iglesia universal. Más tarde, Clemente V (+ 1314) añadió a la fiesta, 
la octava y la procesión. Al principio del siglo XIII se instauró la 
práctica de elevar la forma después de la consagración y, a fines 
del mismo siglo, el cáliz. A veces sucedían cosas extraordinarias, 
según se decía: la hostia se volvía resplandeciente como un sol, un 
niño pequeño aparecía entre las manos del sacerdote. El que 
contemplaba la elevación quedaba preservado de la muerte súbita 
ese día, su casa y la granja estaban protegidas contra el fuego. 
Además, cuando el sacerdote no elevaba la forma lo suficiente, los 
más fervorosos gemían: «¡más alto, más alto!». Se sabía también 
de hostias que sangraban, según se decía. Santo Tomás3 
respondía que esa sangre—¡si es lo que era!—no podía ser la de 
Cristo: daba lo mismo; se exponían estas hostias a la veneración 
del público. Se terminó exponiendo también las hostias no 
milagrosas, y esta práctica, junto con la de la elevación, fue el 
origen de nuestras «Bendiciones con el Santísimo Sacramento» 
(las más antiguas exposiciones datan del siglo XIII). Mencionemos 
también la costumbre de que un mismo sacerdote celebrara varias 
misas privadas en el mismo día. El papa León III (+ 816) solía 
celebrar la misa siete veces al día y a veces aún más a menudo. En 
el siglo X, algunos obispos, como Constante de Cantórbery y 
Oswaldo de York tuvieron que poner límites no a la piedad, sino a la 
colecta de honorarios, permitiendo celebrar sólo tres misas al día. 
Esta ansia de ritualismo arrasó el simbolismo del altar. La regla 
antigua había sido formulada por Ignacio de Antioquía (+ hacia el 
110): «Una sola eucaristía... un solo cáliz para unirnos en su 
sangre, un solo altar, un solo obispo4». La multiplicación de las 
misas llevó consigo la de los altares. Y como era imposible ponerlos 
todos en el centro del santuario, hubo que ponerlos en capillas 
laterales, contra la pared, apoyados en un pilar, o en cualquier otro 
sitio en que se pudiera. Eso llevó a la celebración de la misa de 
espaldas al pueblo y a rezar al Canon en voz baja. Todo está 
relacionado. La multiplicidad de misas devaluó su significado. Lo 
que había sido acción de gracias de la comunidad se rebajó hasta 
convertirse en un ejercicio de piedad ejecutado a veces por amor al 
dinero.

Mencionemos por último algunas prácticas heredadas de la 
época patrística, que en algunos casos sobrevivieron hasta la Edad 
Media: la costumbre de depositar la sagrada forma en el ataúd de 
los difuntos o sobre su pecho, a modo de viático, o la de unir tres 
partículas de hostia consagrada y tres granos de incienso a las 
reliquias depositadas en el ara del altar. Esta última costumbre se 
mantuvo hasta el siglo XIV.

Dios sabe qué intensidad de amor hacia la eucaristía querían 
expresar estas devociones, algunas de las cuales aún marcan la 
piedad contemporánea. Es imposible aprobarlas todas. Sin duda no 
eran errores del corazón, sino torpezas de la fe en su forma de 
expresarse. Pero no cabe duda de que la práctica debe tender a lo 
que la Escritura llama la salud de la fe (Tt 1, 13).

Esa fue, precisamente, la finalidad del Concilio de Trento: curar a 
la fe, enferma de la Reforma. El 11 de octubre de 1551, el Concilio 
votaba los dos cánones siguientes:

Cualquiera que niegue que el santísimo sacramento de la 
eucaristía contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y 
sangre al mismo tiempo que el alma y la divinidad de nuestro Señor 
Jesucristo, y por lo tanto el Cristo total y afirme que está presente 
en este sacramento solamente como en un signo o en figura o en 
eficacia, que sea anatema. 

Cualquiera que afirme que, en el santísimo sacramento de la 
eucaristía, la sustancia del pan y del vino coexiste con el cuerpo y 
la sangre de nuestro Señor Jesucristo y que niegue esta 
maravillosa y única conservación de toda la sustancia del pan en el 
cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, mientras que 
las especies del pan y del vino subsisten, conversión que la Iglesia 
católica designa con el término muy adecuado de 
transubstanciación, que sea anatema5. 

La enseñanza de Trento se articula alrededor de dos polos. 

El primero concierne a lo que llamamos presencia real. En 
términos negativos, la intransigencia de Trento significa al menos 
esto: el que pretenda que la consagración no cambia nada en el 
pan y en el vino, sino que lo que cambia es nuestra actitud hacia 
ellos, no está dentro de la fe católica. Dicho en términos positivos: 
el Cristo total está realmente presente y no sólo en figura o según 
su eficiencia espiritual. En las frases: «Esto es mi cuerpo» y «Yo 
soy la vid verdadera», el verbo ser no abarca la misma realidad. En 
el segundo caso, indica un signo, una figura, una eficiencia; en la 
frase de la consagración, afirma una identidad entre el significante 
(Esto, este pan, este vino) y el significado (mi cuerpo, mi sangre). 
«Cristo no dijo: «Esto es el símbolo de mi cuerpo, esto es el símbolo 
de mi sangre», sino: «Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre». De 
este modo nos enseña que... (el pan y el vino) son transformados 
(metaballesthai) en su cuerpo y en su sangre. «De este modo 
hablaba ya Teodoro de Mopsueste6 (+ 428). 

El segundo polo tiene que ver con la transubstanciarión. Para 
explicar «esta maravillosa y singular conversión» el Concilio recurre 
a los conceptos aristotélicos de sustancia y accidente. Pero ante el 
misterio eucarístico, las palabras de Aristóteles son simples 
balbuceos. La sustancia es «lo que existe en sí y no en otro, y lo 
que constituye el soporte de todo lo que existe en otro». El 
accidente predicamental es «lo que no existe en sí, sino en otro» . 
En la proposición «Este pan es blanco», la sustancia (lo que está 
debajo, sub-stare, hypo-stase) es lo que es blanco; el accidente es 
lo blanco de lo que es. En la transformación eucarística, «la 
substancia», «lo interior», «lo inteligible» del pan se convierte en el 
cuerpo de Cristo. Pero «los accidentes», «lo exterior», «lo sensible» 
del pan permanece igual. Es más, conserva plenamente su 
vocación: para nosotros que, por necesidad, estamos clavados a lo 
sensible, es el punto de anclaje del Cristo divino en nuestro mundo 
terrestre, la hendidura por la cual la realidad divina de la Eucaristía 
(cuerpo y sangre del Resucitado) se inserta en nuestro mundo 
sensible. 

Para los padres del Concilio, la palabra «transubstanciación» no 
debía ser más que otra forma de enunciar la «presencia real», 
parece ser, para garantizar de algún modo lo específico de la 
misma. En efecto, Lutero admitía la presencia de Cristo en el 
sacramento, pero solamente in usu, en la comunión de la misa. No 
estaba de acuerdo con la costumbre de la reserva eucarística y 
estaba totalmente en contra del término trasubstanciación. Por eso 
era necesario afirmar la irreductible originalidad de la presencia de 
Cristo en el sacramento. Los padres del concilio utilizaron el 
lenguaje filosófico de que disponían. No pretendían ligar el dogma a 
una sola formulación para los siglos venideros, y mucho menos 
canonizar una filosofía. Simplemente afirmaban que el 11 de 
octubre de 1551, «la Iglesia designa con el término muy adecuado 
de transubstaciación esta conversión eucarística» . 

En 1965, más de cuatro siglos después, Pablo VI recogerá la 
terminología tridentina en la encíclica Mysterium fidei, afirmando 
que se adapta bien a nuestra época. Pero eso no dispensa de 
ningún modo a la comunidad como veremos más adelante, de 
arriesgarse a buscar otra terminología que se adapte mejor aún. 

EL CUERPO GLORIFICADO
DE CRISTO RESUCITADO

En su preocupación por iluminar la transubstanciación con la vela 
de Aristóteles, la teología post-tridentina había dejado un poco en 
la sombra al hecho de que el cuerpo presente en la Eucaristía es el 
de Cristo resucitado. El Concilio de Trento, a juzgar por sus textos, 
se había dejado llevar por un cierto dolorismo teológico. En todo 
caso, la Eucaristía que nos propone no se mueve en el gozo de la 
mañana de Pascua. En ella se anuncia más bien la muerte (DS 
1638), se representa el sacrificio sangriento del Calvario (DS 1740), 
se inmola místicamente a Cristo (DS 1741, 1753, 1754). Todo esto 
está muy bien, pero es incompleto. De hecho, en la Escritura, la 
gloria de la resurrección refluye de algún modo hasta el Gólgota y 
transforma la cruz infamante en trono de gloria: «Y yo cuando sea 
levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). El 
célebre motete Ave verum del siglo XIV7, cuya melodía gregoriana 
tiene la ternura de una canción de cuna para un niño muerto, 
refleja bien esta espiritualidad fascinada por el Viernes Santo: este 
cuerpo ha sufrido realmente (vere passum), ha sido transpasado 
por la lanza (perforatum), fue inmolado en la cruz (immolatum), será 
nuestra salvación en el día de nuestra muerte (mortis in examine), 
¡Ni un pensamiento para la resurrección!. Veamos aún algunos 
detalles, simples si se quiere, pero sugerentes, como el hecho de 
que la misma se celebre frente a un crucifijo (Benedicto XIV escribió 
incluso una Constitución a propósito de esto, en 1746). El Cristo 
que se representa habitualmente no es el de la tradición antigua, es 
decir el Señor glorioso ni el Cristo-Sacerdote en la majestad de su 
triunfo, sino el hombre Jesús, en medio de la angustia de su 
agonía. Algunas iglesias, con las catorce estaciones del Vía crucis, 
¿no parecen palacios mortuorios en vez de caminos de 
resurrección? Pío XII refleja esta espiritualidad sacada de Trento 
cuando escribe: «este sacrificio queda manifiesto por los signos 
exteriores símbolos de la muerte... Las especies eucarísticas 
simbolizan la separación sangrienta del cuerpo y la sangre... La 
separación de los símbolos da a entender que Cristo está en 
estado de víctima»8. 

Se puede sin duda estar en desacuerdo con esta lectura 
simbólica de Pío XII y pensar que un hombre normal al ver el pan y 
el vino, piensa en primer lugar en la alegría de vivir y compartir la 
comida. En todo caso, el Vaticano II se distanció un tanto de Trento 
y no olvidó hablar del memorial de la Resurrección9. Puesto que el 
curso de la historia no se para en el poder del Viernes Santo, sino 
que se abre, por medio de la resurrección sobre la eternidad de 
Dios; el cuerpo presente en el sacramento es el cuerpo glorificado 
de Cristo resucitado. La mesa que ofrece a los que mendigan su 
amor no es el altar de la cruz, que fue volcado para siempre la 
mañana de Pascua, sino la de la resurrección, la fiesta que dura 
eternamente. «La noción de cuerpo eucarístico, escribe L. 
Cerfaux10, está unida a la noción de cuerpo resucitado>>. «Por 
eso la tradición ha ligado la celebración eucarística no al día en que 
se conmemora la muerte del Señor, al Viernes, sino al de su 
resurrección el domingo, «día del Señor»11. 

Esta presencia de la resurrección en el corazón de la Eucaristía 
nos permite mirar con ojos nuevos al misterio. La 
transubstanciación no es simplemente la conversión de una 
substancia A en una substancia B, de modo que en esta última está 
la divinidad como lo estaba en la tierra cuando Cristo se paseaba 
por Galilea. Se trata más bien del cambio de una sustancia 
terrestre, el pan, en una realidad de otro mundo, el de la 
resurrección. Cambio similar al que el Espíritu obrará con su poder 
cuando haga surgir del polvo de nuestra tumba nuestro propio 
cuerpo para la eternidad. Cuerpo resucitado, el Cristo eucarístico 
no está sometido a ninguna especialidad, temporalidad u otra 
determinación «mundana». La sustancia del pan no le queda 
estrecha. ¡No se le hace ningún favor a la fe al imaginar, como en la 
Edad Media, que un niño Jesús estaría allí más cómodo que un 
Jesús adulto! No es «el divino prisionero del tabernáculo», ya que 
las santas especies se pueden encerrar bajo llave ¡pero no así el 
Resucitado! Es cierto que el Jesús que nació de la Virgen María, 
con ese tono particular de voz que María Magdalena reconoció en 
la tumba, con esa manera especial de partir el pan que llenó de 
alegría a los discípulos de Emaús, con esa forma de asar las 
sardinas que hizo gritar a Juan: «¡Es el Señor!», sigue siendo el 
mismo. Pero su cuerpo glorioso pasa como un rasgo de amor a 
través de la losa sepulcral. Ligero como un pensamiento que 
penetra el corazón, sutil como un rayo de sol que atraviesa el 
cristal, aparece en la sala en que sus discípulos se habían 
encerrado con la puerta atrancada. En una palabra, es el Jesús de 
la historia, pero transfigurado por la gloria. Ya no pertenece al 
mundo del pan, del vino, de la comida, pues estos signos sólo son 
los símbolos de su presencia celestial. 

Cuando Pablo nos habla de la resurrección de los cuerpos, su 
explicación es casi brusca (1 Co 15, 35-42) ¿Cómo podría ser de 
otro modo12, si las realidades de que habla pertenecen a un 
mundo «totalmente otro»?: 

Se siembra corrupción, resucita incorrupción. Se siembra vileza, 
resucita gloria. Se siembra debilidad, resucita fortaleza. Se siembra 
un cuerpo natural resucita un cuerpo espiritual («pneumático>>) 
(15, 42-44) 

Este cuerpo espiritual está habitado por el pneuma, el soplo de 
vida de Dios. No es un cuerpo inmaterial, evanescente, 
inconsistente. El cuerpo no queda destruido sino «transformado»: 
«Es necesario que este ser corruptlble, se revista de 
incorruptibilidad; y que este ser mortal, se revista de inmortalidad» 
(15, 52-53). Esto es la transubstanciación, que convierte un poco 
de polvo de pan en el cuerpo de Cristo resucitado. 

La Eucaristía representa el porvenir del mundo. Contiene 
sacramentalmente—y por lo tanto de un modo parcial pero no por 
ello menos real—las primicias de la creación resucitada en Cristo. 
Un poco de tierra, un fragmento del mundo, un bocado de pan se 
convierten en Cristo resucitado. Se siembra pan «fruto de la tierra», 
resucita un cuerpo glorificado. Se siembra «el fruto del trabajo del 
hombre» y su alegría de vivir, resucita un cuerpo glorificado. Se 
siembra el gozo de compartir un mismo amor a una misma mesa, 
resucita un cuerpo glorificado. Ya no se trata de pan amasado por 
los hombres para alimentar su alegría y su miseria diarias. Ya no se 
trata del maná para sobrevivir en medio del desierto, pero sin poder 
escapar para siempre a la muerte. Se trata del «verdadero pan del 
cielo» (Jn 6, 33) que nos da la vida eterna. Al resucitar a su Hijo 
Jesús, el Padre «lo ha sometido todo bajo sus pies y le constituyó 
Cabeza suprema de todo» (Ef 1, 22). A partir de esta resurrección, 
el cuerpo de Cristo está tocando las estrellas; y a partir de la 
primera Cena, un poco de pan y de vino se convierten cada día en 
el centro del universo. 


PRESENCIA DE CRISTO

EU/PRESENCIAS-DE-J J/PRESENCIAS/EU: «He aquí que yo 
estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Según el 
Evangelio de Mateo, esas fueron las últimas palabras de Cristo, 
antes de abandonar a los suyos. Con ellas afirma su presencia 
definitiva en el seno de la comunidad de los creyentes. Esta palabra 
de alegría domina el misterio de la Iglesia. Sin embargo, sobre todo 
después de Berenguer, la teología de la presencia real cristalizó 
alrededor de la Eucaristía y, muy a menudo, en un contexto 
polémico. Las discusiones, que las definiciones del magisterio no 
llegaban a zanjar, han afeado a menudo el rostro de la Iglesia. En 
realidad, se puede decir que sólo hay una presencia «real» que se 
expresa de diferentes maneras. Se puede distinguir: 

—la presencia de Cristo en la Iglesia; 

—su presencia en la Palabra; 

—y por fin su presencia en la Eucaristía. 

Para no alargarnos, digamos que la fe católica insistía sobre todo 
en la presencia de Cristo en el sacramento y se mostraba a veces 
un tanto indiferente con respecto a la importancia de la Palabra; 
que la fe protestante insistía en la presencia de Cristo en la Palabra 
y a veces se olvidaba de su presencia en el sacramento; y que 
ambos, católicos y protestantes, han demostrado poca 
consideración con la presencia de Cristo en la comunidad eclesial. 


En ningún caso se ha hablado de la presencia «real» en la 
Eucaristía como si los otros modos de presencia no lo fuesen 
también. Se trata más bien de una sola «presencia real», que se 
realiza según modos diferentes13. En ningún caso tampoco, si se 
quiere conservar una visión total de la Eucaristía, se podrían 
separar unos de otros esos distintos modos de presencia. En 
cualquier caso hay que desdramatizar y relativizar el problema de la 
presencia real en la Eucaristía, así como el de la «validez» de los 
ministerios en las diferentes confesiones cristianas. Ya que cada 
confesión debe esforzarse no en «poseer» a Cristo en la presencia 
real eucarística—¡no se posee a Cristo como si fuese una 
tabaquera!—sino en acercarse todo lo posible a la plenitud del 
Evangelio, que es donde se encuentra el Señor. 

Presencia de Cristo en la Iglesia

Hablamos aquí de la presencia14 de Cristo en el seno de la 
Iglesia en tanto que comunidad eclesial reunida en su nombre: 
«Cuando dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en 
medio de ellos» (Mt 18, 20). La Iglesia hace la Eucaristía. 

¿De qué modo específico se da esta presencia en la Eucaristía, 
comparada con su presencia en la Iglesia? Las dos presencias son 
reales y espirituales. Pero la presencia eucarística es, además, 
sacramental, se hace realidad en el pan y el vino consagrados para 
el banquete de la Alianza. Por otro lado, la presencia en la 
comunidad es anterior a la Eucaristía. Ya que, para que se dé el 
sacramento, es necesario que una comunidad quiera celebrar la 
Eucaristía y pueda hacerlo a través de su ministro. El Vaticano II 
subraya este hecho al afirmar que «Cristo está presente en la 
persona del ministro>>15 y sólo después en las especies 
consagradas. La idea de que Cristo está primero en el cielo y de allí 
desciende sobre el altar en la transubstanciación del pan y el vino, 
es falsa, ya que en ella se prescinde del elemento esencial que 
está entre el cielo y el pan: la Iglesia, pueblo de Dios. La Iglesia no 
celebra el sacramento para hacer presente al Señor porque se 
sienta huérfana y languidezca por conseguir su presencia. Sino 
que, como ya posee su presencia por la fe y el amor, ha recibido el 
poder de hacerlo presente también en el pan y el vino. Y el fiel, en 
la comunión, recibe el Cristo que ya estaba en su corazón. 

En la celebración de esta presencia, la fe es esencial. «Hacer lo 
que hace la Iglesia», esa es la tabla de salvación a la que se agarra 
el sacerdote cuando le asaltan las dudas. Sean cuales sean sus 
tinieblas, celebra el sacramento válidamente, ya que la misa no 
depende de su debilidad, sino de la Iglesia, con toda la riqueza de 
su fe. Sea cual sea su comunidad, y aunque se vea reducida al 
mínimo—según las rúbricas, ¡al menos un ayudante!—representa, 
a pesar de todo, a la Iglesia universal: «En estas comunidades, 
aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la 
dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la 
Iglesia una, santa, catolica y apostólica ». A la inversa, el que no 
quiera insertar su celebración en «lo que hace la Iglesia» no puede 
llevar a cabo el sacramento, aunque haya recibido el poder 
sacerdotal. Por ejemplo, un sacerdote que entrara en una 
panadería y pretendiera consagrar el pan que hubiera allí, o que 
pronunciara las palabras de la Alianza durante una cena con la 
intención de hacer una farsa sacrílega16, en realidad no 
consagraría nada, puesto que no haría «lo que hace la Iglesia». 
Añadamos también que un no creyente, que por descuido, comiera 
pan consagrado, tampoco comulgaría, puesto que es necesaria la 
fe de la Iglesia para discernir el Cuerpo del Señor. 

La Iglesia es anterior a la Eucaristía. Pero también hay entre las 
dos una relación de origen, la que une al significante con el 
significado. 

Cristo es el sacramento del Padre, signo visible y eficaz de su 
voluntad y alegría para los hombres. En el rostro de Cristo 
descubrimos la ternura del Padre hacia el mundo: ¡nos ama tanto 
que nos da a su Hijo único! (Jn 3,16).

La Iglesia es el sacramento de Cristo: «sacramento universal de 
salvación»17. Su única vocación es precisamente estar 
resplandeciente de hermosura, sin mancha ni arruga, para que se 
transparente en su rostro el esplendor del Señor. 

La Eucaristía, en fin, es el sacramento de la Iglesia. Ella reúne a 
una comunidad fraterna alrededor de una misma mesa para 
compartir un mismo amor. Tal es precisamente su misterio: 
comunión de amor en Cristo. 

¿Qué relación hay entre la Iglesia-sacramento y la 
Eucaristía-sacramento? Es muy simple. La Iglesia no es un octavo 
sacramento. Sino que como Cristo, y después de él, es el 
sacramento primordial (Ursakrament) de la salvación. Asume en 
ella los sietes sacramentos, que están subordinados a ella como 
sacramentos segundos. 

La Eucaristía construye la Iglesia. 

La Iglesia hace la Eucaristía. Inversamente, se puede decir que la 
Eucaristía construye la Iglesia. Como cuerpo de Cristo que es, su 
gracia específica es construir este cuerpo en la unidad (1 Co 10, 
17). San Agustín explica: «Si sois el cuerpo de Cristo y sus 
miembros, lo que está sobre la mesa del Señor es nuestro propio 
misterio, lo que recibís es vuestro propio misterio. Sed lo que veis y 
recibid lo que sois»18. Y el Vaticano II: «La unidad de los fieles, que 
constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza 
por el sacramento del pan eucarístico»19 (cf. 1 Co 10, 17). 

No insistiremos más en este aspecto, que es evidente y ya 
clásico. Sin embargo, haremos dos observaciones. 

La primera se refiere a la caridad en la unidad. Es una gracia de 
la Eucaristía. Y también es un deber: es «la cena de la comunión 
fraterna»20. Una comunidad que celebre la Eucaristía en medio de 
la mutua indiferencia entre hermanos es una mentira viviente. No 
sirve de nada tener un sagrario lleno de sagradas formas, si la 
caridad no desborda de los corazones. Y si los fieles comulgan a la 
misma mesa sin conocerse ni amarse, desfiguran gravemente el 
rostro de la Iglesia. Pero, claro ¡es mucho más fácil adorar la 
presencia real de Cristo en el sagrario que venerar esta misma 
presencia real en el corazón del prójimo y rodearlo de amor! 

La segunda observación se refieres a la hospitalidad eucarística 
dentro del ecumenismo. Existe un grave peligro, y los textos 
oficiales nos lo recuerdan con regularidad21, y es el de practicar la 
hospitalidad encarística entre confesiones cristianas que aún no 
han llegado a la unidad de fe. Ya que el disimulo en esta materia 
sería una situación peor que el reconocimiento leal de las 
divergencias en materia de fe. 

Pero también se puede uno preguntar—puesto que la Eucaristía 
construye la Iglesia—si no hay un peligro aún mayor en no 
compartir la Eucaristía aunque no se haya llegado aún a la unidad 
perfecta. Ya que la Eucaristía también es una oración. «¡Oh 
sacramento de la piedad! clamaba San Agustín. ¡Oh signo de la 
unidad! ¡Oh lazo de caridad. El que quiera vivir, ya sabe dónde 
puede vivir, tiene de qué vivir. ¡Que venga, que crea! ¡Que se 
incorpore para que sea vivificado!»22 ¿Cómo es posible 
incorporarse a un solo cuerpo si nunca se comparte el pan de la 
unidad? ¿Cómo podemos afirmar que la Eucaristía construye la 
Iglesia si no queremos emprender juntos el camino que atraviesa 
los muros de separación y lleva a la unidad en Cristo? 

Es cierto que hace falta un mínimo de fe común. Como también 
hace falta un mínimo de santidad, pero si esperamos a que todos 
los cristianos sean completamente santos para comulgar juntos 
¡entonces no lo harán nunca! Es lícito preguntarse si no es más 
evangélico abrir lo más a menudo posible las puertas de la 
hospitalidad eucarística que mantenerlas siempre cerradas. En 
cuanto al mínimo de fe exigido, quizá podría uno limitarse a lo que 
se requiere para salvarse. Y las condiciones mínimas enunciadas 
por la Escritura, y por lo tanto a juicio del Espíritu de Dios, son muy 
simples. Está escrito: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el 
Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los 
muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). Ya se ve que el yugo de la 
Palabra de Dios es menos pesado que el de las confesiones 
cristianas. Claro que no nos parece deseable que se improvisen 
«intercomuniones» a la buena de Dios, y, más que nunca parece 
difícil el ministerio de la autoridad. Pero también es cierto que nadie 
puede imponer a su hermano, en nombre del Evangelio, la 
terminología escolástica y la filosofía de Aristóteles, sin las cuales la 
cristiandad funcionó durante más de diez siglos. ¡Ojalá el Espíritu 
de Jesús apresure la hora de la Eucaristía ecuménica! 

Presencia de Cristo en la Palabra

PD/PRESENCIA-DE-J: «Cristo está presente en la Palabra, pues 
él es quien habla cuando se leen en la Iglesia las sagradas 
Escrituras»23. Este es el tercer modo de presencia «real» de 
Cristo.

Esta presencia no está ligada a la Eucaristía, como si Cristo sólo 
estuviera presente en la Palabra cuando la comunidad celebra la 
Cena. Pero justamente al compararla con la Eucaristía es cuando 
se descubre su realismo. Tenemos dos mesas: la de la Eucaristía y 
la de la Palabra. En aquélla Cristo está presente bajo las especies 
de pan y vino. En ésta, bajo el velo de las palabras. Y a la Palabra 
se debe la misma veneración que a la Eucariatía. El Vaticano II lo 
afirma de esta forma deslumbrante: 

La Iglesia ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho 
con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, 
nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que 
ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.24 

Así pues, la Palabra es tan «venerable» como el Cuerpo 
Eucarístico de Cristo. La mesa de la Palabra, como la del altar, 
presentan al mismo y único Señor. Es verdad que la comunidad 
cristiana tiende a olvidar esta verdad que, sin embargo, forma parte 
del bien común de su tradición. «Vosotros que asistís habitualmente 
a los divinos misterios, explica Orígenes (+ hacia el 253) a sus 
cristianos, ya sabéis con qué respetuosa precaución guardáis el 
cuerpo del Señor cuando os lo entregan, por miedo a que se caiga 
alguna miga y que se pierda una parte de este tesoro consagrado. 
Ya que os creeríais culpables, y con razón, si por negligencia se 
perdiera algo de él. Pues si, cuando se trata de su Cuerpo, tenéis 
tanto cuidado, y está bien que lo hagáis, ¿por qué creeis que la 
negligencia hacia la Palabra de Dios merece menor castigo que la 
que demostraríais hacia su Cuerpo?»25. 

Sabemos que la literatura siempre ha tratado de significar 
externamente la veneración interior que debe rodear a la presencia 
de Cristo en la Palabra. Antes, los evangeliarios estaban adornados 
con gran riqueza, con relieves revestidos de oro, plata o marfil: 
eran, por así decir, el tabernáculo de la Palabra. En 1379, Carlos V 
ofreció un evangeliario de oro, del siglo X-XI, en el cual brillaban 35 
zafiros, 24 rubíes, 30 esmeraldas y 104 perlas. En las iglesias 
bizantinas, el evangeliario era el mayor tesoro. Ciertamente, no es 
cuestión de reproducir hoy los fastos de antaño en nombre de la 
piedad, pero al menos convendría imitar el espíritu que los inspiró. 
Si, por ejemplo, un sacerdote se sacara del bolsillo—como si fuera 
un pañuelo—un vulgar cuadernillo para leer el Evangelio, estaría 
atentando simbólicamente contra la dignidad de la Palabra. 

En la piedad contemporánea es frecuente la exposición del 
Santísimo Sacramento sobre el altar. En la antigüedad, era 
frecuente la exposición del evangeliario. Solamente el evangeliario 
y el cuerpo de Cristo gozaban de este privilegio, costumbre que la 
iglesia griega ha conservado hasta nuestros días. En algunos 
concilios, como el de Efeso, celebrado el año 431, el evangeliario 
aparecía colocado sobre un trono, como para significar la presencia 
de Cristo presidiendo su Iglesia. Sabemos que el Vaticano II ha 
vuelto a resaltar de modo magnífico esta entronización del 
Evangelio. 

Desde la época de Berenguer, y en reacción contra sus errores, 
Occidente instituyó las procesiones del Santísimo Sacramento. Más 
antigua es la costumbre, aún en vigor en las liturgias de Oriente y 
de Occidente, de la procesión del evangeliario, con luces e 
incienso, antes de la proclamación del Evangelio. En el siglo VIl, en 
Roma, esta procesión estaba acompañada por siete antorchas 
—los siete candeleros del Apocalipsis (1, 12) y el canto del 
Trisagion26. Los liturgistas lo explicaban así: «La procesión del 
santo Evangelio avanza: ¡es el poder de Cristo que ha triunfado 
sobre la muerte! «El nuevo ritual de la misa ha conservado (94, 
131) una «mini-procesión» antes del Evangelio. El sacerdote toma 
el evangeliario del altar y lo lleva al ambón. Es como si dijera: «Las 
palabras que voy a proclamar no son mías. Son de Cristo. Vienen 
del altar, que representa al Señor. «En cuanto al ambón, es el lugar 
solemne en que se proclama la Palabra de Dios y sólo ella. Su 
dignidad es semejante a la del altar. Digamos simplemente que aún 
queda mucho por hacer para que, siguiendo el nuevo ritual (272), 
el pupitre miserable que hemos entronizado como ambón en el 
santuario, se «convierta» en un lugar suficientemente digno como 
para dar testimonio de la presencia de Cristo en su Palabra. 

Ciertamente, las celebraciones ordinarias e incluso domésticas 
pueden contentarse con un menor despliegue cultual, ya que 
fundamentalmente la mayor veneración que la comunidad puede 
conceder a la Palabra es tratar de ir conformando a ella su vida. 
Pero no cabe duda que el esplendor subraya, a su manera, esta 
«presencia real». Del mismo modo que la Eucaristía no fue 
instituida para que se guardara en el sagrario y allí ser venerada 
por los fieles, sino para comerla en la cena de la Alianza -ut 
sumatur institutum, como dijo Trento (DS 1643)- así la Palabra no 
se propone a los fieles para ser simplemente leída en un 
leccionario, a modo de ejercicio de piedad preparatorio de la 
comunión, sino para vivirla como un encuentro de la comunidad con 
Cristo Jesús. La asamblea celebrante tiene que escuchar a Cristo 
Jesús diciendo —como antaño a los habitantes de Nazaret—«Hoy 
se cumple esta Escritura que acabáis de escuchar» (Lc 4, 21). 
Tiene que descubrir su rostro en el salmo responsorial—rostro de 
gloria en los salmos del reino, rostro lloroso en los salmos de 
lamentación, rostro gozoso en los himnos, rostro de confianza en 
las súplicas. Tiene que actualizar esta Palabra de Dios en la 
homilía, que no es más que la amplificación para nuestra época de 
la Palabra eterna, de algún modo su encarnación en la comunidad 
celebrante; ya que cada asamblea debe hacer una lectura 
personalizada de la Palabra, experimentar el misterio de la 
contemporaneidad del Evangelio con todas las épocas; en fin, tiene 
que exponer delante de Dios los deseos de su corazón en la 
oración universal, que no es una letanía para todo, sino la 
respuesta personal de la comunidad a la Palabra que acaba de 
celebrar. ¡Inmenso programa que en algunas comunidades no ha 
hecho más que empezar! Abunda a menudo la pereza y también la 
frialdad eclesiástica. Pero ya se sabe que ciertos glaciares tardan 
más de un verano en derretirse... 

PD/EU/RELACION EU/PD/RELACION: Esta presencia de Cristo 
es, digámoslo así, paralela a su presencia en la Eucaristía. Hemos 
hablado de dos mesas. Vamos a intentar profundizar un poco más 
en el lazo de unión entre Palabra y Eucaristía. Ya hemos visto que 
la Alianza del Sinaí se celebró sobre la Palabra que había sido 
proclamada. Ahora bien, la misa es la celebración de la nueva 
Alianza. La Palabra que se proclama es como la predicación de la 
Alianza. Es como si Dios dijera a su pueblo: «Si quieres renovar hoy 
mi Alianza, si quieres recibir el pan y el vino en la eucaristía, he 
aquí el contrato que propongo a tu amor». Y la asamblea 
celebrante tiene que estar dispuesta, como la del Sinaí, a 
responder: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho 
Yahvé» (en las primeras lecturas, el salmo, el Evangelio de hoy). 
Solamente entonces el sacerdote podrá tomar la copa de la 
bendición y decir con Moisés: «Esta es la sangre de la Alianza que 
Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras. « (Ex 
24, 7-8). Tanto en el Sinaí, como en cada misa, la Palabra 
constituye la Alianza. 

Por lo tanto, no hay dos partes de la misa, siendo la 
primera—celebración de la Palabra—condición indispensable para 
la segunda -celebración de la Eucaristía. Sino que las dos partes, 
afirma el Vaticano II «están tan unidas entre sí que constituyen un 
solo acto de culto»27. Y este único acto de culto es la celebración 
de la Alianza. Esta no comienza en la liturgia específicamente 
eucarística (presentación de las ofrendas o prefacio), sino en la 
primera lectura. 

El ejemplo más decisivo de esta unión entre Palabra y Eucaristía 
es sin discusión el mismo relato de la Institución. Tenemos en él, 
por una parte la proclamación de la Palabra que no es una fórmula 
mágica para hacer realidad la presencia real, sino el relato de la 
última cena, y, por otra parte, el pan y el vino transformados que 
proclaman la muerte del Señor hasta su vuelta. La Palabra crea 
Eucaristía, la Eucaristía, a su vez, proclama la Palabra. 


PERMANENCIA DE LA PRESENCIA REAL

Al hilo de la historia

EU/RESERVA: Durante los primeros siglos, los fieles podían 
llevarse la Eucaristía a su casa para comulgar ellos mismos, para 
dársela a los enfermos y a los ausentes e incluso para llevársela de 
viaje, como garantía de protección. La conservación del santísimo 
sacramento no dejaba de plantear problemas. La Tradición 
apostólica de Hipólito (215) recomienda con interés: «Que cada uno 
vele para que ningún infiel pruebe la Eucaristía, ni se la coma algún 
ratón u otro animal y para que no se caiga ni se pierda ninguna 
parte. Ya que es el cuerpo de Cristo, que debe ser comido por los 
creyentes. No debe ser menospreciado» ( 37) 

En el siglo VI se extendió la costumbre de encender una lámpara 
delante de la reserva del Santísimo, y en el siglo IV, León IV (+ 855) 
indica que se conserve la Eucaristía sobre el altar. Esta última 
costumbre, como es bien sabido, se mantuvo hasta el Concilio 
Vaticano II. Tiene la ventaja de materializar el lazo que une la 
presencia real con la Cena, la Eucaristía con el altar. Tiene el 
inconveniente de enmascarar el simbolismo que tiene lugar en la 
celebración eucarística, ya que ésta tiene como finalidad el hacer 
presente a Cristo sacramentalmente sobre el altar. Si Cristo está ya 
en el sagrario, el simbolismo no queda muy claro28. 

Las prácticas de veneración y adoración eucarística, tales como 
la procesión del Corpus, la exposición y bendición, visitas a la 
Iglesia para venerar la presencia real, que se fueron desarrollando 
a lo largo de los siglos, expresan la fe de la comunidad en la 
presencia real, incluso después de la celebración eucarística. Para 
santo Tomás esta fe resulta tan evidente que no juzgó necesario 
dedicarle un artículo de la Suma. Se contenta con formular esta 
regla de oro del sacramentalismo eucarístico: «Mientras 
permanezcan las especies de pan y vino, permanece el cuerpo y la 
sangre de Cristo» (lIIª parte, c. 77, art. 5). 

Lutero y Calvino, en la época de la Reforma, limitaban la 
presencia real—en el sentido en que la admitían—al tiempo que 
duraba la celebración de la Cena. El Concilio de Trento dio contra 
ellos la siguiente definición: 

Si alguien dice que después de la consagración, el cuerpo y la 
sangre de nuestro Señor Jesucristo no están en el admirable 
sacramento de la Eucaristía, sino que solamente están durante su 
uso, o sea cuando se le recibe (in usu, dum sumitur), pero no antes 
ni después; y que el verdadero cuerpo del Señor no permanece en 
las hostias o en las partículas consagradas que se guardan o que 
sobran después de la comunión, que sea anatema (DS 1654). 

En la línea de esta afirmación, Trento defiende a continuación la 
legitimidad del culto eucarístico tal como lo practica la comunidad 
católica (DS 1656) y de la reserva en el sagrario, sobre todo para 
dar la comunión a los enfermos (DS 1657). 

El conjunto de esta enseñanza la ha retornado Pablo VI en 
Mysterium fidei (3 septiembre de 1965) dando testimonio de lo que 
él llama un «admirable ejemplo de estabilidad de la fe católica»29. 
Al menos, hay que precisar, dentro del catolicismo romano. Ya que 
otros ritos, como por ejemplo el copto, no practican la reserva 
eucarística y nadie osaría afirmar que su tradición sea menos 
venerable que la nuestra. Es sencillamente diferente. En cuanto a 
las posiciones protestantes, varían según las confesiones. El texto 
publicado por el «Grupo de Dombes» en 1972 representa una 
etapa importante en la búsqueda ecuménica entre católicos y 
protestantes30. 

La presencia como relación

Para comprender correctamente la afirmación tridentina, no se 
puede considerar la presencia real de una manera aislada, como 
una maravilla de la fe que subsiste por sí misma, sino situarla en el 
conjunto del contexto eucarístico. 

Siempre hace referencia a la cena eucarística. La Eucaristía «fue 
instituida para ser comida», dice Trento (DS 1643). No se pueden 
separar las palabras: «Esto es mi cuerpo», de la invitación: 
«¡Tomad y comed!» La duración de la presencia se comprende en 
función de esta relación. El pan se consagra para la cena, no es la 
cena la que consagra el pan. La presencia de Cristo en el pan tiene 
como único objeto su presencia en el corazón del fiel gracias a la 
recepción del sacramento, pero el hecho de aceptar o de rechazar 
el don no cambia para nada su calidad: aunque se rechazó, sigue 
siendo un don ofrecido, cuerpo y sangre del Señor. 

Quizá haya que resaltar la ambigüedad de la noción de 
presencia. Esta noción alcanza su plenitud no cuando se percibe 
como una proximidad local, sino cuando se vive como una relación 
de conocimiento y de amor. El enamorado que, a las 6 de la tarde, 
en el metro, sueña con su morenita, está ausente a todos aquellos 
con quienes comparte la aglomeración del vagón, y en cambio ¡por 
medio de su corazón, hace presente a su amada ausente! Todos 
hemos asistido a reuniones en las que hacíamos, según se dice 
«acto de presencia», es decir en las que nuestro corazón vagaba a 
cien leguas de allí, aunque nuestro cuerpo se viera obligado a estar 
presente. Del mismo modo el santísimo reservado, perdido en la 
inmensidad de una ciudad musulmana en país de misión, no es tal 
presencia más que para los cristianos que la veneran como tal. No 
es una cosa encerrada en un sagrario, sino una vida que se recibe 
en la medida en que se entra en relación con ella. «Que los fieles, 
cuando veneren a Cristo presente en el sacramento, recomienda 
Encharisticum mysterium, recuerden que esta presencia deriva del 
sacrificio y tiende a la comunión tanto sacramental como espiritual» 
(§ 50). 

La relación entre presencia real y comunión puede ser más o 
menos próxima. Lo ideal es que el fiel comulgue en la misa. 

Aparece menos evidente, pero sigue siendo igualmente real, 
cuando un enfermo que sigue formando parte de la comunidad, 
pero a quien la enfermedad mantiene alejado de la mesa 
eucarística, recibe la comunión como en prolongación de la que 
recibe la comunidad celebrante y en perfecta unión con ella. Este 
gesto puede revestir un extraordinario esplendor cuando es el 
esposo o la esposa el que recibe, en la misa, durante el rito de la 
comunión dos sagradas formas, abandona la asamblea 
acompañado por sus oraciones, y va a llevar el Señor al cónyuge 
enfermo para comulgar con él. ¡Cómo no comprender que esta 
comunión fuera de la misa se sitúa en el mismo corazón de su 
gracia, ya que si esposo y esposa están unidos en un mismo amor, 
es para darse el uno al otro al Señor! 

Esta relación puede ser más o menos lejana cuando la comunión 
se recibe fuera de la misa. Sigue sin embargo existiendo realmente, 
aunque sea de forma implícita. Pongamos un ejemplo. Una madre 
de familia que amasa y cuece el pan para su casa, lo hace para la 
comida familiar. Aunque se coma el pan fuera de las comidas sigue 
teniendo el mismo significado: es el pan ganado con el trabajo del 
padre, amasado con el amor de la madre signo de su comunidad 
nupcial y de su amor al servicio de sus hijos. Del mismo modo, en la 
Eucaristía, el pan sobre el que ha sido pronunciada la palabra de la 
Alianza, sigue siendo siempre el «pan del cielo». 

En ciertos casos extremos, el símbolo puede ser extremadamente 
tenue, aunque la realidad de la gracia siga permaneciendo entera. 
En los campos de concentración cuando los deportados compartían 
entre sí una miga de pan consagrado o una gotita de vino, ya no se 
podía hablar del banquete saboreado en medio de la alegría como 
dicen las fórmulas litúrgicas. Pero aún quedaba un signo. Por muy 
tenue que fuese, se revelaba inmenso al significar la comunidad de 
destino con Cristo y la comunión fraterna en el sufrimiento. 

Mientras dure el signo del pan

Tan grande es la sensibilidad del pueblo cristiano para todo lo 
que se refiere a la Eucaristía, que regularmente resurgen los 
mismos problemas relativos a la veneración debida a las especies 
consagradas. Si el sacerdote vuelca el cáliz sobre el altar: ¿qué 
pasa con la sangre de Cristo? Si se desprenden unas partículas de 
la hostia y caen al suelo ¿qué hacer? 

Hay que volver directamente al principio de Santo Tomás que 
domina la teología sacramentaria: Cristo está presente mientras 
permanecen las especies del pan y el vino. Si el vino consagrado 
empapa el mantel del altar, ya no se puede decir: esto es vino para 
beber; por lo tanto, Cristo no está presente. Si las partículas de 
hostia son tan pequeñas que ya no se puede decir: Esto es pan, 
Cristo ya no está presente. 

Se puede objetar: esas partículas pueden ser más o menos 
grandes. ¿A partir de qué dimensión ya no son pan? Excelente 
pregunta. Los escrupulosos pueden complicarla mirando con lupas 
más o menos potentes para distinguir el «pan» en las miguitas (¡y la 
presencia real dependería del número de dioptrías utilizadas!). 
Repitámoslo: el sacramento está en el orden de los signos, y para 
juzgar sobre la existencia o no del signo se hace humano modo, es 
decir a la manera banal, cotidiana con que solemos juzgar las 
cosas. Preguntad a un niño de seis años: ¿Esto es pan (para 
comer), o vino (para beber)? Si contesta "«Si», entonces Cristo 
está presente sacramentalmente. Si contesta: «no», entonces el 
signo del pan y del vino ha desaparecido, y Cristo ya no está 
presente. A. M. Roguet escribe con justicia: «Lo que se ve con los 
ojos en la Eucaristía, es el signo del pan. Es importante que el 
signo sea verdadero, no sólo con una verdad aparente, 
maravillosa: que el pan se vea de entrada como verdadero pan ». 
Esto es sentido común sacramentario. 
Otra cuestión: ¿cuánto tiempo está Cristo presente 
sacramentalmente en el fiel que acaba de recibir la comunión? 
Antes, se aconsejaba al que acababa de recibir la comunión que se 
recogiera un momento para aprovechar este tiempo especial de 
gracia estando a solas con Cristo. Hoy se le pide que cante a pleno 
pulmón cuando vuelve de comulgar. ¿Cuál es la buena doctrina? 
En los antiguos catecismos se contaba la historia de un santo que 
mandó a dos monaguillos con velas—¡como para venerar la 
presencia real!—que escoltaran a un fiel que aparentemente había 
acortado demasiado el tiempo de acción de gracias. La historia era 
astuta, pues permitía sacar la siguiente conclusión: «Hermanos (o 
hijos míos) hay que tomarse el tiempo necesario para dar gracias 
después de comulgar». Sin duda se trataba de un gran santo, pero 
la historia no es buena. En efecto, Cristo está presente 
sacramentalmente todo el tiempo que dura el signo del pan. Ni más 
ni menos. En cuanto se ha comido el pan, más aún, en cuanto ya 
no queda pan para comer, sino que se ha convertido en bolo 
alimenticio, Cristo ya no está presente sacramentalmente. El 
comulgante no se convierte en copón, ni en sagrario, ni en 
custodia. Pero su dignidad es infinitamente mayor que la de un 
objeto sin alma: él mismo está consagrado enteramente a Cristo, se 
convierte en «cuerpo del Señor» (1 Co 10, 17), templo vivo de su 
presencia en medio de los hombres. 

El culto eucarístico

Es de todos conocido hasta qué punto se ha desarrollado, en el 
rito romano, el culto al santísimo sacramento: exposiciones, 
bendiciones, procesiones, congresos eucarísticos, sin mencionar 
las visitas al Santísimo. Todos estos «piadosos» y santos 
ejercicios», como los llama la Institución Eucharisticum Mysterium 
(58-67) son altamente recomendables en la medida en que pongan 
de manifiesto la salud de la fe cristiana. Con este propósito, 
proponemos las siguientes observaciones: 

Conviene tener presentes los fines para los que se conserva el 
sacramento, y su jerarquía. La Instrucción Eucharisticum Mysterium 
(49) lo hace muy bien: «El fin primero y primordial de la 
conservación de las sagradas especies en la iglesia después de la 
misa es la administración del Viático. Los fines secundarios son la 
distribución de la comunión fuera de la misa y la adoración de 
nuestro Señor Jesucristo presente de manera velada bajo las 
especies» . 

Hay que hacer notar que estos «ejercicios» se desarrollaron más 
cuando la celebración ordinaria de la misa fue cayendo en un puro 
ritualismo. Cuanto más ceremoniosa se volvía la misa, como la 
etiqueta en la corte del Gran Rey, más buscaba la piedad popular 
el modo de restablecer el contacto con Dios en la adoración 
personal del Santísimo Sacramento. Cuanto menos eucaristía era la 
misa, más se iban desarrollando los ejercicios secundarios, como 
bendiciones, horas santas, procesiones, etc. Ya que cuando el 
pueblo tiene la posibilidad de tener una misa de gran densidad 
litúrgica, que englobe normalmente una celebración de la Palabra 
con una homilía bien preparada y una oración universal que brote 
de la Palabra, cuando se le ofrecen momentos de silencio en el rito 
penitencial, después de la homilía y después de la comunión, para 
favorecer la oración personal, en una palabra, cuando la misa se 
celebra con dignidad y verdad, como acción de gracias de toda la 
comunidad, entonces este pueblo, me parece a mí, no ve la 
necesidad de terminar la misa con una bendición del santísimo y un 
Adoro te y un Tantum ergo. Solamente cuando se fomenta el 
hambre de piedad eucarística del pueblo con misas sin alma, 
despachadas a toda prisa, simples ocasiones de comulgar, su 
hambre trata de saciarse en otro lugar y de cualquier manera. 
Entonces, la bendición puede ocupar un lugar más importante, a 
nivel afectivo que la misa, la visita al Santísimo parecerá más 
importante que la celebración comunitaria, y el rosario ante el 
Santísimo expuesto sustituirá al oficio de la tarde (que, sin 
embargo, según el Vaticano II es uno de los polos de la oración, así 
como «la fuente de la piedad y el alimento de la oración 
personal»)31. 

Desde el siglo XIII, la liturgia romana ha convertido en una de sus 
especialidades la bendición con el Santísimo. Se ha rodeado de un 
halo romántico a esta práctica piadosa. ¡Que no se habrá escrito 
sobre la hostia pura y blanca! Si se expusiera una hogaza de pan y 
una garrafa de vino, se ofendería a la sensibilidad cristiana, 
siempre a flor de piel en este terreno, ¡y sin embargo estaríamos 
mucho más cerca del simbolismo eucarístico! 

Si la exposición es una ayuda para la piedad, si una comunidad 
se siente atraída afectivamente por el Santísimo 
expuesto—pensemos en ciertas comunidades que fueron fundadas 
para adorar al Santísimo Sacramento expuesto y que a ello dedican 
una parte importante de sus vidas—, no hay razón para negarles el 
«signo» del pan eucarístico. Conviene añadir que todo hombre 
necesita estos momentos de adoración en los que el silencio se 
llena de la presencia de Dios y se vuelve lucidez hacia uno mismo. 
Al mundo le parecerán tiempo perdido. Nosotros sabemos que esos 
momentos están salvados en plenitud puesto que están plenamente 
consagrados a Dios. Esos momentos perdidos en el silencio de 
Dios son los mejores de nuestra vida. Pero también hay que añadir 
que la exposición del Santísimo Sacramento no es el único medio 
para ello. De todos modos, los fieles no ven a Cristo, sino 
solamente el signo del pan; ni pueden alcanzarlo con sus ojos, 
como tampoco tocan con sus manos o su lengua el cuerpo de 
Cristo resucitado cuando recibe la hostia consagrada; que no están 
más cerca del Señor porque esté abierto el Sagrario o se haya 
expuesto la hostia en una custodia. Y que algunas veces puede ser 
más recomendable buscar la presencia de Cristo en el prójimo que 
nos rodea, sobre todo en la miseria del mundo, y practicar la 
caridad, que es el signo de este sacramento. Son evidencias 
teológicas. Y también sentido común cristiano. 


INVESTIGACIONES ACTUALES

La finalidad de la teología es mostrar la credibilidad y la armonía 
de la fe y revelar así la soberana armonía de Dios. Claro que sigue 
existiendo lo Trascendente, pero su revelación no aplasta nuestra 
inteligencia con un peso insoportable, sino que, más bien, la guía 
con dulzura hacia el gozo de la verdad. 

Ahora bien, el enunciado escolástico de la presencia real por 
transubstanciación ya no satisface a la mentalidad moderna. En vez 
de hacernos cercano y simpático el misterio, nos crea dificultades 
suplementarias. Dificultades que no proceden de la fe -el misterio 
permanece íntegro y cualquier inteligencia creyente tiene que 
arrodillarse ante él en la «obediencia de la fe» (Rm 1, 5)- , sino de 
su enunciado. La tesis ecolástica con su peculiar vocabulario 
aparece como un caballero medieval surgiendo con armadura y 
todo en medio de la asamblea dominical. La idea de que existe una 
realidad debajo (sub-stare) y fuera del mundo de los fenómenos, 
idea que se tambaleó gracias a la crítica kantiana, no responde ya 
en absoluto a nuestra concepción de la materia. Nosotros la 
concebimos mas bien como un conjunto de moléculas, compuestas 
a su vez de átomos hechos de elecrones, neutrones y protones. Y, 
si queremos enunciar la fe en un lenguaje popular, tendremos que 
renunciar a emplear la fórmula sustancia-accidente que la gente no 
usa jamás en el sentido que estos términos tenían para la 
escolástica. 

Esta constatación no implica ninguna crítica hacia Trento. La 
Iglesia utilizó la filosofía que tenía al alcance de la mano. Se da el 
caso de que era la de Aristóteles. Llamado ante el tribunal del 
Concilio, el filósofo habló lo mejor que pudo. La Iglesia utilizó su 
filosofía, que era la de su época. Al hacerlo, no pretendía de ningún 
modo ligarse a ella. De forma parecida, utilizó para su liturgia 
iglesias románticas o góticas, no porque el romántico fuera mejor 
que le gótico, o el gótico mejor que el romántico, sino porque eran 
los estilos de la época. 

Así pues, el que hoy se investigue para encontrar una forma 
mejor de expresar el misterio, no hace más que dar testimonio de 
una fe sana y una piedad viva. Por supuesto que el misterio 
permanece tan inmutable como lo es la eternidad de Dios, 
exactamente igual el día en que Jesús lo instituyó y el día en que 
vendrá para juzgarnos. Domina el fluir de la historia. Pero los que 
hablan utilizan las palabras fluctuantes de una lengua viva (sólo las 
lengua muertas no cambian). Y la Iglesia no ha recibido el poder, en 
nombre del Evangelio, de hacer que las palabras se plieguen a su 
conveniencia, o de teleguiar las filosofías a su antojo. Sin duda es 
natural que defienda sus formulaciones dogmáticas sobre la 
Eucaristía afirmando que «se adaptan a los hombres de todas las 
épocas y de todos los lugares»32. Está en su derecho, se puede 
decir. Pero Cristo no le dio el poder de profetizar hoy que, por 
ejemplo dentro de un siglo, el mundo iba a dar siempre a una 
palabra -sustancia, pongamos por caso- el mismo sentido. Para su 
uso interno puede crear su propio vocabulario, «el lenguaje de la 
tribu». Pero si quiere hablar al mundo, tiene que utilizar el lenguaje 
fluctuante de este mundo33. 

Transfinalización y transignificación

Con los términos de transfilalización o transignificación, aplicados 
a la Eucaristía, entendemos el hecho de dar al pan y al vino 
consagrados una finalidad o una significación que sobrepasan 
(trans) su finalidad o su significación ordinarias. Algunos autores 
emplean estos términos indistintamente, otros los diferencian 
cuidadosamente34. Digamos que una transignificación sólo tiene 
valor si el nuevo significado es el más alto, el último, es decir, de 
hecho una transfinalización. 

El punto de partida es el siguiente: la realidad última de las cosas 
no es su valor sensible, científico o comercial sino el significado que 
tienen en el plano del conocimiento o de la inteligencia, o sea, en 
último término el significado que nosotros—o Cristo—les damos. 
Así, un anillo puede tener significados muy diversos. Puede servir 
de anillo para una paloma mensajera, puede ser un adorno que en 
ciertos países se lleva en la nariz o en la oreja. Pero ¡qué plenitud 
de ternura significa cuando se intercambia como alianza nupcial 
entre esposos! En este último caso su significado aún varía según 
las circunstancias. Un anillo de esponsales está cargado con la 
esperanza de toda una vida de amor y de gozo compartidos con el 
amado. La alianza que lleva una viuda al final de su vida después 
de haber guardado las últimas gavillas de su amor, es una 
esperanza de volver a encontrarlo. Lo que más cuenta, pues, en 
este anillo, más que nada en el mundo, no es su constitución 
química, su resitencia mecánica, su conductibilidad eléctrica, o 
cualquier otro de sus «accidentes», sino ante todo la significación 
que le da una vida de amor. Con relación a cualquier otro anillo, 
que fuera completamente igual a él, éste ha cambiado 
verdaderamente de sentido, o, si se prefiere, su sentido ha sido 
«transubstanciado», ha recibido una nueva significación, una 
transignificación. He aquí otro ejemplo, propuesto por H. 
Schillebeeckx: «Una tela de colores es pura decoración, pero si un 
gobierno decide convertirla en su bandera nacional, esa tela ya no 
es la misma y esto es así real y objetivamente. Físicamente nada ha 
cambiado y, sin embargo, el ser de la cosa ha cambiado 
esencialmente. Una determinación de sentido tal es, en verdad, 
más real, más profunda que un cambio físico o químico. En la 
Eucaristía igualmente, se trata de una nueva determinación de 
sentido, decidida no por cualquiera, sino por el Hijo de Dios»35 . 

¿Cuál es esta nueva determinación de sentido, esta 
transignificación? 

Que Cristo ha cambiado el don del pan y el vino en el don de su 
cuerpo y sangre. Se trata del banquete del Resucitado con los 
suyos. Y del mismo modo que una cena, el pan y el vino 
compartidos no tienen solamente una función o una finalidad 
nutritiva, que su significado no se limita a su valor calórico, sino que 
expresa la participación en una misma amistad, así el pan y el vino 
eucarísticos están transfinalizados, transignificados, se identifican 
con el don del cuerpo de Cristo. Y no sólo don del cuerpo, sino de 
este cuerpo en tanto que sacramento de toda la historia de la 
salvación: cuerpo molido por la pasión, transfigurado por la gloria 
de la resurrección, sentado a la derecha del Padre para interceder 
sin cesar en nuestro favor, en una palabra, cuerpo-anámnesis de la 
salvación. 

Transfinalización y transignificación no reemplazan la realidad 
expresada por la presencia sacramental de Cristo en el pan y en el 
vino. Pues el don de sí mismo en la participación de una cena 
permanece en el orden de la intencionalidad. Es un símbolo. Del 
mismo modo que el ofrecimiento de una alianza no realiza el don 
nupcial, sino que simplemente es un símbolo del mismo. Cristo tiene 
que estar presente en el pan y en el vino eucarísticos para que el 
don del pan y el vino sea don del mismo Cristo. 

¿Qué ventajas tiene esta nueva manera de presentar la 
Eucaristía? 

La presencia real según Trento había llegado a una 
«cosificación» exagerada. En lugar de contemplar a Cristo sentado 
a la derecha del Padre, se le veía entrar en el pan como se entra 
en una casa, encerrándose a continuación en el sagrario. Así se 
llegaba a una localización y una materialización en los «accidentes» 
del pan. La palabra misma de transubstanciación expresaba una 
presencia real en términos de cosas. Aquí, se prefiere explicar el 
misterio en términos de personas. En efecto, según la 
fenomenología existencial, la presencia de una persona no se 
realiza únicamente por el en-sí o para-sí, sino esencialmente por el 
para-el-otro. En la Eucaristía, esta presencia no se desea para sí 
misma, sino ante todo para el fiel. Se ofrece siempre, alcanza su 
plenitud cuando se la acepta. Se lo juega todo en el plano de la 
interpersonalidad. La Presencia real en la sagrada forma es cierta, 
pero secundaria con respecto a la de Cristo-Eucaristía en el 
corazón del fiel. La Eucaristía fue instituida para ser recibida como 
un don en el cual Cristo se da a sí mismo, y no para ser adorada en 
el sagrario. Por eso se insiste menos en el modo de la presencia 
real que en su finalidad, menos en el cómo que en el por qué, que 
no es otro que el encuentro interpersonal con el Señor. 

Al exponer hoy el misterio eucarístico, se puede prescindir sin 
pena del vocabulario escolástico. Bastará, por una parte, con 
insistir en el simbolismo y la gracia de la Eucaristía. Y en cuanto a la 
presencia real, por otra parte, se la puede expresar sencillamente 
echando mano del lenguaje de la Escritura y de la patrística. En vez 
de exponerla siguiendo los términos de la filosofía aristotélica, o sea 
de santo Tomás, es mejor hablar de ella usando la palabra clara y 
simple de Jesús: «Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo. El 
que coma de este pan vivirá etermanente» (Jn 6, 51). 

Significado sacramental del universo

El mundo tiene un significado «sacramental». Cada criatura es 
portadora de la salvación de Dios, es revelación de su amor. 
Vivimos, como invitados, en el inmenso palacio de la creación, 
donde todo grita: «Gloria" (Sal 29, 9). El pan de la tierra tiene ya 
por adelantado el sabor del pan del cielo. La alegría en común no 
deja de tener relación con el banquete del Reino. Y el amor de un 
hombre por una mujer es un camino hacia el amor de Dios. El 
pecado no es otra cosa que tomar al signo por la realidad, pararse 
en el camino en vez de correr hacia su fin. La gracia consiste en 
descubrir la realidad a través del signo, valerse de los 
inconvenientes del camino para buscar el descanso junto a Dios, 
leer el nombre del Creador en la creación. Cada criatura puede, de 
este modo, recibir una «transignificación». No se trata de una 
significación o una finalidad nuevas añadidas arbitrariamente a su 
sentido fundamental. Sino que es poner en acción su significado y 
su finalidad últimas. En esta línea simbólica, la Eucaristía se sitúa 
en la cumbre de la creación. Ya que en ella, el significante (el pan 
dado por Dios) se identifica con el significado (Dios dándonos el 
pan). Es la presencia real de Cristo en el corazón de la creación, el 
remate de su obra llevado a cabo por aquél que es «el Principio», 
aquél «por quien todo subsiste» (Col 1, 17-18). No es tanto la 
presencia del Resucitado en un trozo de pan, como la pertenencia 
del pan a la esfera del Resucitado. En efecto, del mismo modo que 
no se puede decir que el mundo contiene a Dios—ni siquiera 
cuando Cristo se encarna en el seno de una Virgen—, sino más 
bién que es la inmensidad divina la que contiene al mundo; y del 
mismo modo que no se puede afirmar que la eternidad divina se 
sitúa detrás de la historia—ni tampoco delante de ella—, sino que 
esta eternidad encierra en su infinitud, al tiempo, tampoco se puede 
afirmar que el pan «contiene» a Cristo, sino más bien que Cristo 
asume un poco de pan y vino en su persona divina, y que a 
continuación transfigura al hijo de Adan que recibe este pan y este 
vino en hijo de Dios. Siendo más joven que el mundo, la Eucaristía 
sitúa al mundo en la eternidad de Dios. 

Desde este punto de vista, el universo no vive en la angustia de 
la desintegración en medio de convulsiones apocalípticas, sino más 
bien en la esperanza de participar en la resurrección del Señor. 
Toda belleza creada preludia la resurrección. Desde un punto de 
vista cristiano es importante que una flor esté vestida de 
color—¡más bella que el mismo Salomón!—, que un pájaro cante 
para celebrar al Padre que le alimenta, que una doncella esté 
habitada por la gracia como lo está la Iglesia, la prometida de 
Cristo. Todo esplendor, incluso el más humilde, ¿no anuncia acaso 
el infinito esplendor del Resucitado? Incluso el sufrimiento y la 
muerte reciben un rostro de esperanza, ya que en la Eucaristía 
pueden leer su destino: la resurrección. ¡Bendito sea el Día en que 
Dios transfigure en Eucaristía toda la creación! ¡Bendito sea el día 
en que ya no haya «presencia real» en el sacramento, porque Dios 
será «todo en todos» (1 Co 15, 28). ¡Cuando no haya más que un 
solo pan, el de la alegría eterna; cuando no haya más que un 
banquete, el del Reino! 

LUCIEN DEISS
LA CENA DEL SEÑOR
DDB. BILBAO 1989 Págs. 135-178

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1. Contre les hérésies, V, 2, 3; cf. «Sources chrétiennes>>, Cerf, 153, pp. 
34-38. 
2. Ep. ad Magnum, 6; PL., 3, 1189 A. 
3. Santo Tomás consagra un articulo entero, lleno de buen sentido y también 
de bondad a exorcizar estas creencias en la aparición de sangre o en un 
niño pequeño en la hostia (lllª parte, Q. 76, art. 8). 
4. Aux Philadelphiens, IV. Véase también Aux Magnésiens, VII, 2. Esta regla 
se observa aún en Oriente. En Occidente fue observada hasta el siglo Vl.
5. Cf. DENZINGER-SCHUNMETZER, Enchiridion symbolorum, definitionum et 
declarationum de rebus fidei et morum»., Freiburg im Br. 1963, Herder, 
32/1ª ed., n. 1652 y 1653. Citamos est obra con la sigla DS. 
6. Fragments sur Mt 26, 26. —P. G., 66, 713. 
7. Así se encuentra un misal de Cluny de la segunda mitad del s. XIV. Cf. E. 
BERTAUD, art. «Devotion eucharistique» en Dictionnaire de spiritualité, t. 
4, col. 1630. 
8. Encíclica Mediator Dei (1947), DS 3848. 
9. De Sacra Liturgua, 6 y 47; Christas Dominus, 15. —Para ser honrados con 
la verdad histórica, hay que hacer notar que Trento no olvida totalmente la 
resurrección puesto que, para promover la fiesta de Corpus y las 
procesiones, afirma que la Eucaristía «se hacen presentes la victoria y el 
triunfo de su muerte» (DS 1644; texto citado en De Sacra Liturgia, 6). Sin 
embargo, la importancia creciente que se concede a la resurrección es 
una de las características de la teología contemporánea. 
10. Le Christ dans la théologie de saint Paul, Cerf, coll. «Lectio divina>> 6, p. 
214. 
11. De Sacra Liturgia, 106.
12. Cf. Gaudium et Spes, 39. 
13. «Esta presencia de Cristo en las especies sacramentales se llama real no 
en un sentido exclusivo, como si las otras presencias no lo fueran, sino 
por excelencia» (Instruction Eucharisticum mysterium, 9, del 25 de mayo 
de 1967; D D, t. 64 (1967), col. 1119).
14. La teología distingue otros modos de presencia de Dios: la ommpresencia 
divina que es la presencia común de Dios en todas las cosas; la 
presencia especial en el alma del justo como objeto de conocimiento y de 
amor; y la presencia singular en Cristo, de la cual él es el único 
beneficiario.
15. De Sacra Liturgia, 7. 
15. Lumen Gentium, 26; cf. De Sacra Liturgia, 7: «Toda celebración litúrgica 
es obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo que es la Iglesia». 
16. Como en la película Le défroqué (El Renegado).
17. Lumen Gentium 48; cf. 1; De sacra Liturgia, 26; Ad Gentes, 5. 
18. Sermón 272; P. L., 38, 1247-1248. 
19. Lumen Gentium, 3; cf. 11 y 16; De Sacra Liturgia, 47; Unitatis 
redintegratio, 2 y 15; Chrstud Dominus, 15. 
20. Gaudium et spes, 38, 2. 
21. Véase Unitatis redintegratio, 8 y los documentos del Secretario para la 
unidad de los cristianos: el Directorio, 38 y s., D. C., t. 64 (1967) col. 
1085; la Instruction del 1 de junio de 1972; D. C., t. 69 (1972), pp. 
708-711; la nota del 17 de octubre de 1973, D. C. t. 70 (1973), pp. 1005- 
1006.
22. Traité sur l'Evangile de Jean, 26, 13; P L., 35, 1613. 
23.De Sacra Liturgia, 7. 
24. Dei Verbum, 21. 
25. Homélies sur l'Exode, 13, 3. 
26. El trisagion (literalmente: tres veces santo) es un canto de los ritos 
orientales, que consiste en una invocación a Dios santo, fuerte e inmortal. 
Recuerda al Sanctus de la misa romana. 
27. De Sacra Liturgia, 56. 
28. Por esta razón Eucharisticum Mysterium, 55, recomienda que no se 
guarde el sagrario sobre el altar donde se celebra la misa, para que «la 
presencia eucarística de Cristo aparezca como el fruto de la consagración 
y no se encuentre ya, en la medida de lo posible, sobre el altar donde se 
celebra la misa desde el comienzo de ésta, por el hecho de que las 
santas especies se conserven en el sagrario» (D. C, t. 64 (1967), col. 
1118). 
29. Eucharisticum Mysterium fidei 53; D. C., t. 62 (1965), col. 1646. 
30. 2. Vers une même foi eucharistique?, Taizé, 1972, especialmente 17-20 
pp. 21-23. M. THURIAN resume así su fe, dentro del protestantismo 
contemporáneo: «Después de la celebración eucarística... la relación real 
entre Cristo y las especies eucarísticas que quedan es un misterio que 
hay que respetar... No debemos pronunciarnos a favor de la permanencia 
de la presencia real, ni de su desaparición. Conviene respetar el 
misterio... Una negligencia en este terreno compromete la fe en la 
presencia real, mientras que un respeto equilibrado es signo de que se 
cree verdaderamente en la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo» 
(L'Eucharistie, 1959, p. 272). 
31. De Sacra Liturgia, 89-90. 
32. Mysterium fidei; D. C., t. 62 (1965), col. 1638. 
33. Las posibilidades de esta investigación son limitadas: «Creemos poder 
dejar la investigación de la manera en que Cristo está presente en la 
Eucaristía, a la libre discusión de los teólogos, siempre que se 
mantengan con firmeza en el cambio del pan y del vino en el cuerpo y la 
sangre del Señor, así como la realidad de su presencia en las especies 
eucarísticas». Declaración de los obispos holandeses el 27 de abril de 
1976; cf. D. C., t. 62 (1965), col. 1178. —Sobre la historia de estas 
investigaciones que estuvieron marcadas en primer lugar por los trabajos 
de J. de BACIOCCHI (1951), véase E. SCHILLEBEECKX, La présence dé 
Christ dans l'Eucharistie, op. cit., p. 100 y s., y el articulo de síntesis de 
V. WARNACH «La realidad simbólica de la Eucaristía», en Concilium, 40, 
pp. 73-90. 
34. Cf. F.—X. DURRWELL, L'Eucharistie, présence de Christ. op. cit., pp. 
60-65.
35. La présence de Christ dans l'Eucharistie. op cit, p. 105.