LA EUCARISTÍA

COMO ACCIÓN DE GRACIAS



LA PALABRA «EUCARISTÍA»

La palabra encaristía es la forma española de una palabra griega que 
significa acción de gracias. Eucaristein, es dar gracias. En un exvoto 
(probablemente del siglo II) dedicado al dios médico Esculapio, un 
soldado nos cuenta así su historia: «Recuperó la vista, vino a dar 
gracias -eucaristesen- públicamente al dios». 

En este sentido utiliza la Biblia griega el verbo eucaristein. Judit 
arenga de este modo a sus conciudadanos de Betulia: «Demos gracias 
(encaristesômen) al Señor Dios nuestro que nos ha puesto a prueba 
como a nuestros padres» (Jud 8, 25). El leproso samaritano 
«encaristía» a Jesús que le ha curado (Lc 17, 16). El fariseo 
«eucaristía» a Dios por no ser como los demás hombres (Lc 18, 11). 
Ante la tumba de Lázaro, Jesús «eucaristía» a su Padre porque siempre 
le escucha (Jn 11, 41). 

Los textos más próximos a la Cena son sin duda los de la 
multiplicación de los panes que la tradición sinóptica coloca en lo que 
se ha llamado «la sección de los panes» (Mc 6, 35 a 8, 26). En el primer 
milagro, Mc 8, 6, seguido por Mt 15, 36, propone un texto casi litúrgico: 
«Tomando siete panes y dando gracias (encaristésen) los partió e iba 
dándolos a sus discípulos». 

El relato de la primera multiplicación cuenta sin duda el mismo 
milagro, pero en una recensión diferente. Mc 6, 41, Mt 14, 18 y Lc 9, 16 
utilizan el verbo eulogein, bendecir, mientras que el paralelo de Jn 6, 11 
emplea el verbo eucaristein. En el vocabulario del Antiguo Testamento 
eulogia corresponde más bien a la bendición-berejá, mientras que 
eucaristie traduce acción de gracias-todá 1. Pero en el nivel de 
lenguaje de la primitiva comunidad los dos términos aparecen 
prácticamente como sinónimos. Al explicar a los grupos carismáticos de 
Corinto que había que rezar «con inteligencia», es decir, de manera 
comprensible, Pablo les pide: «Porque si no bendices (eulogés) más 
que con el espíritu ¿cómo dirá «amén» a tu acción de gracias 
(eucaristía) el que ocupa el lugar del no iniciado, pues no sabe lo que 
dices? ¡Cierto!, tu acción de gracias (eucaristía) es excelente, pero el 
otro no se edifica» (1 Co 14, 16-17). 

En el relato de la Cena, la tradición Mateo-Marcos tiliza el verbo 
eulogein para el pan y eucaristein para el vino, mientras que la tradición 
de Antioquía representada por Pablo y Lucas sólo utiliza eucaristein. En 
uno y otro caso se trata a la vez de la bendición y la acción de gracias 
que Jesús dirigió a su Padre al tomar el pan y el vino. 

Para abreviar, se llegó a llamar «acción de gracias» al pan y al vino 
sobre los cuales se había pronunciado la oración. Al principio -digamos 
hacia el año 50- en Corinto, los dos términos eucaristia y eulogia tenían 
las mismas probabilidades de imponerse y nuestra eucaristía actual 
pudo muy bien haberse llamado eulogia. Con el correr de la historia, fue 
eucaristia la que se impuso. Hacia la mitad del siglo II, Justino es un 
testigo excepcional de esta evolución, y su testimonio resume bien, en 
tres afirmaciones, la evolución del lenguaje y la vida de esta palabra: 

—El presidente pronuncia una larga eucaristía, es decir, una oración 
de acción de gracias. 

—El pan sobre el cual se pronuncia la oración se llama eucaristía 
(Pablo hablaba de la copa «eulogiada», o sea bendecida). 

—Este alimento recibe el nombre de eucaristia. 

Tal es, resumida a grandes rasgos, la evolución de la palabra 
eucaristía. Queda ahora lo más importante, que es mostrar de qué 
modo nuestra eucaristía es acción de gracias. 

LA ACCION DE GRACIAS EN LA PIEDAD JUDIA

«Hacer esto» en memoria de Cristo, es ante todo, repetir su acción 
de gracias. Claro que no se trata de tomar al pie de la letra sus 
palabras por una especie de mimetismo amoroso, sino sobre todo y de 
un modo más profundo, se trata de una actitud espiritual que haga 
revivir su alabanza y su acción de gracias. En efecto, su bendición 
sobre el pan y el vino no tiene nada de excepcional (aunque haya 
estado marcada por su personalidad). Se inserta, por el contrario, en la 
oración cotidiana de Israel, da testimonio de las innumerables 
bendiciones en medio de las cuales se movía la piedad judía y que 
convertían la vida del fiel en una incesante fiesta eucarística. 

La bendición es una actitud esencial en el yahvismo. La acción de 
gracias y la alabanza del hombre son la respuesta a la epifanía del 
amor de Dios que brota en la creación y en la historia humana. Yahvé 
habla creando maravillas. El hombre responde bendiciendo al Dios de 
las maravillas. Cuando el amor de Dios irrumpe en su vida -y todos los 
caminos de Yahvé son amor, como sabe bien Israel (Sal. 25, 10)- ¿qué 
otra cosa puede hacer el fiel sino acoger con alegría esta ternura que 
desciende del cielo, bendecir y dar gracias? Conocemos el delicioso 
relato del matrimonio de Isaac, según se cuenta en la tradición yahvista 
a partir de los recuerdos familiares: por orden de Abraham, su criado 
vuelve con diez camellos al país de sus antepasados, para buscar una 
novia que pueda compartir, al mismo tiempo, la sangre y la fe de la 
tribu. Al atardecer, junto al pozo de Najor, Dios le muestra a la bella 
Rebeca. «Entonces se postró el hombre y adoró a Yahvé diciendo: 
«Bendito sea Yahvé, el Dios de mi señor Abraham, que no ha retirado 
su favor y su lealtad para con mi señor. Yahvé me ha traído a parar a 
casa del hermano de mi señor» (Gen 24, 26-27). 

La bendición se exterioriza mediante el hecho de postrarse para 
adorar, se nutre de admiración a Dios, y además hace «memoria» 
(«anámnesis», como dice la liturgia) de las maravillas de Dios: Yahvé ha 
prodigado su bondad a Abraham y ha guidado los pasos de su siervo. 
Encontramos aquí lo esencial de la estructura de la oración 
«eucarística» tal como se encuentra en la Biblia y en la liturgia: acción 
de gracias y anánmesis de las maravillas de Dios. 

Es normal que la piedad haya cincelado las bendiciones hasta 
convertirlas en fórmulas estereotipadas y que la Tradición, buscando 
una mayor belleza, les haya tejido una vestidura esplendorosa. No 
todas las tardes había una Rebeca que descubrir junto al pozo de 
Najor, pero sí había que celebrar todos los días al Dios maravilloso en 
medio de la banalidad cotidiana. Puesto que la tierra es el inmenso 
templo en que la creación grita: «¡Gloria!» (Sal 29, 9), puesto que todos 
los momentos de su vida están en manos de Dios (Sal 31, 16), toda la 
existencia judía es un cara a cara con el Eterno, cada encuentro con la 
criatura produce la alabanza, se convierte en eucaristía. Al despertarse 
por la mañana, al levantarse, al abrir los ojos a la nueva luz, al lavarse, 
al vestirse, al comer, al beber, al respirar un perfume agradable, al 
encontrarse con un amigo, al recibir buenas noticias, en una palabra, 
en cualquier ocasión, el alma de Israel se reconoce en el grito del 
Salmo: 

¡Bendito sea Yahvé que me ha brindado 
maravillas de amor! (Sal 31, 22). 

Conviene citar aquí el Shemoné Esré o Dieciocho (Bendiciones). Es 
la oración más representativa del judaísmo, hasta el punto de que se le 
llamaba también Tefil. Iá, es decir, Oración por excelencia. Dieciocho 
bendiciones forman la trama de esta larga oración de alabanza y 
petición. En sus elementos esenciales se remonta a la época 
precristiana. Se recitaba tres veces al día. He aquí el principio 
(ponemos entre paréntesis las adiciones posteriores).

Bendito seas tú Yahvé, 
(Dios nuestro y Dios de nuestros padres), 
Dios de Abrabam, de Isaac y de Jacob, 
(Dios grande, santo y terrible), 
Dios altísimo, creador del cielo y de la tierra, 
escudo nuestro y de nuestros padres, 
(confianza nuestra en todas las generaciones). 
¡Bendito seas tú, Yahvé, escudo de Abraham! 

Como un estribillo de luz en medio de una canto de súplica, brota 
dieciocho veces la aclamación: «¡Bendito seas tú, Yahvé! ». El alma de 
Israel aparece aquí al desnudo. Un alma que no puede pedir nada sin 
dar las gracias, que no quiere alargar la mano para mendigar, sin 
alzarla primero para bendecir. 

Jesús expresó siempre su piedad con un cierto pudor, como si no 
quisiera desvelar la plenitud del amor que le unía al Padre (sólo una vez 
dice que ama al Padre, en Jn 14, 31). Sin embargo deja que su alma 
«eucarística» se transparente en la bendición llamada himno de júbilo, 
cuyo principio está tomado precisamente de las Shemoné Esré. «Se 
llenó de gozo en el Espíritu Santo», cuenta Lucas (10, 21-22), y dijo: 

Yo te bendigo, Padre, 
Señor del cielo y de la tierra, 
porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes 
y se la has revelado a pequeños. 
Si, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. 

Sin duda nos encontramos aquí con la más elevada expresión de la 
religión de Jesús, hecha de admiración, de bendición, de alabanza 
hacia la voluntad amorosa del Padre. Este «Sí, Padre», pronunciado 
aquí en el gozo del Espíritu Santo, lo volveremos a encontrar en la 
oración llena de humildad de Getsemaní: «¡Abba, Padre! todo es 
posible para ti!» (Mc 14, 36). 

La oración de Jesús durante la Cena no es la acción de gracias de un 
instante. Es el reflejo de una vida enteramente «eucarística». 


LA ACCION DE GRACIAS DE PASCUA

¿Podemos precisar los temas de esta alabanza de la Cena? Sí, 
puesto que la Cena se sitúa en el contexto de la Pascua. La alabanza 
de Jesús abraza los temas de la fiesta pascual. Ahora bien, según el 
poema de las cuatro noches (v.p. 41), esta celebración es el memorial 
de la noche en que Dios creó el mundo, de la noche en que Abraham 
ofreció a su hijo Isaac, de la noche en que Dios liberó a su pueblo de la 
esclavitud en Egipto, de la noche, al final de los tiempos, en que dará 
comienzo una aurora eterna. 

Pascua y la creación

PAS/CREACION CREACION/PASCUA: Celebrar la Pascua es, ante 
todo, dar gracias por las maravillas de la creación. Eso es precisamente 
lo que se hace con el Gran Hallel (Salmo 136). Jesús lo cantó con sus 
apóstoles en la última Cena (Mt 26, 30 y Mc 14, 26 lo mencionan 
expresamente) y celebró con una misma alabanza el amor del Dios 
creador del universo y del liberador de su pueblo en el Exodo; el amor 
que afianzó el universo sobre las aguas y el que dio la Tierra prometida 
en heredad. Para Israel, la creación anticipa la «redención». Israel pasa 
a pie firme desde la alabanza al Dios que cuenta las estrellas y alimenta 
a las crías de cuervo, al Dios que construye Jerusalén y reune a los 
deportados (Sal 147). Jamás echa en olvido que el libro del Exodo viene 
después del Génesis. 

Este lazo entre Pascua y la creación quedaba además subrayado por 
las lecturas bíblicas usuales en la liturgia sinagogal. En Palestina, el 
ciclo de lecturas era trienal. El primer año se empezaba el mes pascual 
de nisán justamente con el relato de la creación según Gn 1; y el 
segundo año comenzaba con Ex 12, 2: «Este mes será para vosotros el 
primer mes del año». Así pues, la liturgia enlazaba afectivamente la 
fiesta de la creación y la del Exodo. La Pascua al resaltar la alegría de 
la primavera, se convertía tambien en memorial de la creación. «Es el 
florecer de la creación, la belleza del mundo», dice una antigua homilía 
pascual 2. Es, también, la fiesta de la luz, del «día eterno», como se 
solía decir, puesto que, en el equinocio de primavera, el sol brilla las 
doce horas del día y la luna llena las doce horas de la noche. 

Como se puede adivinar fácilmente, todos estos temas aparecen 
«cristianizados» en la Pascua de Cristo, transfigurados por la gloria del 
Resucitado. «Hacer esto» en memoria suya es, pues, cantar al Creador 
que sostiene los abismos y las montañas en la palma de su mano y, 
sobre todo, dar gracias por los nuevos cielos y la nueva tierra 
inaugurados por la Resurrección. Es dar gracias al Padre que ha 
formado al primer hombre del barro de la tierra, pero aún más a quien 
ha formado el nuevo Adán, cuya resurrección brota como vida y alegría 
sobre el mundo (cf. Rm 5, 12-21). El cristiano canta a la luz «eterna» 
del equinocio de primavera, pero más aún al sol de vida e inmortalidad 
que brilla en su corazón (cf. 2 Tm 1, 10). Bendice a Dios por la 
primavera que cubre las colinas con un manto de flores y hace germinar 
las primicias de la cosecha para la Pascua, pero aún más lo bendice 
por la primavera sin fin que le abre ahora las puertas de la eternidad. 
Sabe que la armonía de la creación ha sido destruida por el pecado, 
que su belleza se ha marchitado como una rosa deshojada por el viento 
de otoño, pero sabe también que el Resucitado lo restaura todo en él, 
tanto el universo de la tierra como el del cielo (cf. Ef 1, 10. 22-23; 1 Co 
15, 27; Ap 21, 6). Escucha los gemidos de la creación cautiva bajo el 
yugo del pecado y de la vanidad (cf. Rm 8, 19-22), pero comprende que 
estos dolores no son de agonía, sino de parto por la nueva vida que 
nace. Sabe que camina hacia una nueva tierra, hacia unos nuevos 
cielos, hacia una nueva Jerusalén, hermosa como una novia (cf. Ap. 21, 
1-5). En una palabra, la Pascua judía es la fiesta de la creación y de la 
primavera. La Pascua de Cristo es la fiesta de la nueva creación y de 
una primavera eterna, la Eucaristía es memorial y acción de gracias por 
la una y por la otra. 

Con razón la liturgia romana asocia la creación—si bien tímidamente 
a la alabanza eucarística. «Tú eres verdaderamente Santo, Dios del 
universo, y toda la creación proclama tu alabanza», dice la Plegaria 
eucarística III. Y en la Plegaria IV, evocamos el día «en que podamos, 
con toda la creación, al fin liberada del pecado y de la muerte», 
glorificar al Padre. 

OJO-ENC/PLENITUD-EVOLUCION: Puede uno preguntarse si esta 
alabanza cósmica no deriva directamente, como de una fuente, del 
hecho mismo de la Encarnación (sin referirse necesariamente a la 
Eucaristía). En efecto, la transformación del barro humano en 
«Eucaristía», el paso del hombre carnal a hijo de Dios, empieza en 
cuanto Jesús toma nuestra naturaleza humana. Su persona divina se 
sitúa en la cumbre de la pirámide humana, al final de la evolución. ¡Ha 
sido necesario tanto tiempo para que nazca del barro un cuerpo de 
hombre, capaz de inteligencia, para que germine un corazón de 
hombre, capaz de divinidad! En Jesús, la evolución de la raza humana 
toca las orillas de la divinidad, en él los titubeos seculares consiguen 
llegar, por medio del Espíritu Santo, al Hijo único del Padre. 

Jesús es el primogénito. Le siguen todos sus hermanos. Mediante su 
Encarnación en la Virgen María, el fermento de su divinidad ha sido 
depositado en el corazón de la tierra. Toda la humanidad se convierte 
de algún modo en el Cuerpo de Cristo. Toda la humanidad se convierte 
en el Templo que el Espíritu llena con su gloria. Toda la humanidad 
pronuncia la palabra del Padre: «Tu eres mi Hijo; yo te he engendrado 
hoy» (Lc 3, 22). Hechos hijos en el Hijo, todos participamos en su 
misterio, nos hacemos «eucaristía» en la misma medida en que nos 
identificamos con él, en la medida en que su Pascua nos arrebata y 
hace de nosotros «alabanzas vivas de gloria» (Ef. 1, 6, 12). Clemente 
de Alejandría (hacia 215) describe con entusiasmo este canto 
eucarístico del Hijo en la humanidad rescatada: «Dejando a un lado la 
lira y la cítara, instrumentos sin alma, el Verbo de Dios se ha concedido 
a sí mismo, por medio del Espíritu Santo, este mundo y sobre todo el 
hombre que lo resume todo en sí mismo, en su cuerpo y en su alma, y 
canta a Dios con este instrumento de mil voces, se acompaña con esta 
cítara que es el hombre» 3. 

Pero este movimiento de divinización, este cambio del barro en 
cántico de acción de gracias, está significado de modo particularmente 
intenso en la Eucaristía. ¡El grano de trigo depositado en el corazón de 
la tierra, que germina acariciado por el sol primaveral, que se alza como 
espiga, y madura para la siega, se hace pan de los hombres, se 
transforma en el cuerpo del Hijo de Dios! ¡Y la sangre de la uva, que se 
dora bajo el sol de otoño, se transforma en la sangre de Cristo 
resucitado! La creación se hace Eucaristía, el pan y el vino se 
convierten eN alabanza de gloria, el fruto del trabajo del hombre se 
hace Cristo. No es ya solamente signo de Dios (nos muestra su 
existencia por el simple hecho de haber salido de sus manos), ni tan 
sólo portadora de su gracia (como los demás sacramentos). Por la 
transubstanciación, es vida eterna, es el cuerpo del Hijo de Dios. 

La Eucaristía revela así el sentido último del acto creador de Dios, la 
vocación de toda la creación. Este significado supremo no es su salida 
de Dios, su creación a partir de la nada (ex nihilo), como si Dios, 
después de haberla tenido en sus manos, la lanzara a la ciega ronda de 
los siglos, a la nada del mundo cósmico que gira y gira sin nunca 
avanzar. Sino que es un progreso de la materia al hombre, del hombre 
a Cristo y de Cristo al Padre. Esta vuelta de la criatura a Dios, este 
cambio de la queja del esclavo (cf. Rm 8, 22) en canto filial de alabanza, 
está significado de una manera que trasciende a todos los demás 
sacramentos, mediante la Eucaristía. El momento de la consagración, 
cuando el pan y el vino «frutos de la tierra y del trabajo del hombre», se 
convierten en el Cuerpo de Cristo, cumple en un abrir y cerrar de ojos 
la marcha de los siglos hacia Dios. Predestinado por el Padre, llamado 
a la existencia por el Hijo, «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15), 
conducido por el Espíritu que mueve a todos los hijos de Dios (cf. Rm 8, 
4), el hombre—y con él la creación entera—vuelve «al seno del Padre» 
(Jn 1, 18), donde se encuentra el Hijo, donde reina el amor del Espíritu. 
Es allí, en la paz inmutable de Dios, donde está el término de todos los 
movimientos de la gracia y sobre todo del envío del Hijo a nuestra 
humanidad y del don de su Espíritu. La creación, nacida del corazón de 
Dios, transformada en Eucaristía por la transubstanciación, vuelve al 
corazón de Dios para ser allí eternamente «alabanza de gloria de su 
gracia» (Ef 1, 6). 

Pascua y el sacrificio de Abraham

La segunda noche que recuerda la Pascua judía es la del sacrificio 
de Abraham. 

Sabemos el lugar privilegiado que ocupa Abraham en la historia de 
Israel. Es padre del pueblo de la promesa, no sólo según la carne, sino 
aún más según la fe. Y la manifestación de esta fe culmina en el 
sacrificio de Isaac. 

Con una especie de letanía de ternura, Dios pide al patrlarca ese 
sacrificio supremo: «Toma a tu hijo—a tu único—al que amas—a 
Isaac... y ve a ofrecérmelo sobre la montaña que yo te indicaré» 
(/Gn/22/02). Abraham obedece. La epístola a los Hebreos comenta: 
«Por la fe, Abraham, puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda, 
y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto 
del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba 
que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos» (Hb. 
11, 17-19). 

La tradición judía pone el sacrificio de Isaac en relación directa con la 
Pascua. El libro de los Jubileos apócrifo del siglo II antes de Cristo, 
afirma que Isaac fue ofrecido el 14 de nisán, a la misma hora en que 
más tarde se inmolaría el cordero pascual; y la montaña del holocausto 
no fue otra que el monte Sión (2 Cro 3, 1 ya había identificado el.monte 
Moria, monte del sacrificio según el Génesis, con la colina en que más 
tarde se levantaría el Templo). Igual que Isaac, el primogénito, fue 
rescatado con la sangre de un carnero, todos los primogénitos hebreos 
serán salvados por la sangre del cordero pascual. 

Isaac—según la tradición—aceptó ser inmolado por su padre con una 
entrega total y una paz divina, y el patriarca, con este sacrificio, tuvo la 
ocasión de interceder por todos sus descendientes. Conviene citar aquí 
el targum sobre Gn 22, sin duda uno de los textos más conmovedores 
de la literatura judía: 

Abraham dijo a Isaac: «Delante de Yahvé estará preparado un cordero para 
el holocausto. Si no, tú serás el cordero del holocausto». Y partieron los dos 
juntos, con un corazón perfecto. 
Llegaron al lugar que Yahvé había dicho a Abraham y éste construyó el 
altar. Cortó leña, ató a su hijo Isaac, y lo colocó sobre el altar encima de la 
leña. Luego, extendió la mano y tomó el cuchillo para sacrificar a su hijo 
Isaac. 
Isaac tomó la palabra y dijo a su padre Abraham: «Padre mio, atame fuerte, 
para que no me resista... » Los ojos de Abraham estaban fijos en los ojos de 
Isaac y los ojos de Isaac estaban vueltos hacia los ángeles del cielo. Abrabam 
no los veía. En ese momento descendió del cielo una voz que decia: «Venid a 
ver a los dos «únicos» en mi universo. Uno sacrifica y el otro es sacrificado. El 
que sacrifica, no duda y el sacrificado, tiende el cuello» (...). 
Abraham se puso a rezar e invocó el nombre de la Palabra de Yahvé, 
diciendo: «¡Te suplico, Yahvé, por tu misericordia! (...) No ha habido doblez en 
mi corazón desde el momento en que me dijiste que sacrificara a mi hijo 
Isaac, que lo redujera a polvo y ceniza delante de ti. Pero al levantarme 
temprano esta mañana y apresurarme a cumplir tus palabras con alegría, ya 
he cumplido tu mandato. Ahora, pues, cuando sus hijos tengan que pasar por 
un tiempo de necesidad, acuérdate del sacrificio de su padre Isaac y escucha 
la voz de su súplica. ¡Escúchales, líbrales de cualquier tribulación!» 4. 

Esto es lo que celebraba Jesús, a esto se refería su acción de 
gracias pascual. «Hacer esto» en memoria suya, es dar gracias por la 
fe de Abraham que construyó al pueblo de la Alianza, por la obediencia 
de su amor en el sacrificio de su hijo, por la aceptación heroica de Isaac 
de la voluntad de Dios sobre él, por la oración de intercesión en favor 
de su descendencia cuando se encuentre en «tiempo de necesidad». 

Estos temas, como los de la creación, están «cumplidos», es decir, 
han llegado a la plenitud, en la Nueva Alianza. Ya que, en Jesús, el 
Padre se acuerda «de su misericordia, como lo había prometido a 
Abraham y a su descendencia, para siempre», tal como canta la Virgen 
María, hija de Abraham (Lc 1, 54-55). En Jesús, todas las promesas 
encuentran su «Sí» (2 Co 1, 20). En él, la Tierra prometida ya no es el 
país de Canaán, sino el cielo del Resucitado. La posteridad, 
innumerable como la arena de la playa, como las estrellas del cielo, ya 
no está formada sólo por las tribus de Israel, sino por la familia universal 
de todos los hijos de Dios por la fe. En él, el hijo de Abraham se hace 
hijo de Dios. Tal es el motivo de la alabanza pascual cristiana. 

Abraham e Isaac son profecía de la plenitud del amor de Dios al 
mundo: 

—Abraham, que no se ha reservado a su hijo querido (Gn 22, 12, 
griego) es profecía del Padre que no se ha reservado a su propio hijo 
(Rm 8, 32), que «ha amado tanto al mundo que le ha dado a su hijo 
único» (Jn 3, 16). 

—Isaac en la hoguera del holocausto, con sus ojos sonriendo al cielo, 
al aceptar voluntariamente la muerte, es profecía de Cristo que «nos ha 
amado y se ha entregado a la muerte por nosotros, ofreciéndose a Dios 
en sacrificio de agradable aroma» (Ef 5, 2). En su homilía pascual 
durante la Cena, Jesús mismo comentará su muerte: «No hay mayor 
amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama» (Jn 16, 13). 

El sacrificio no está en la sangre de Isaac, ni en el degollamiento del 
carnero, sino ante todo en el corazón del viejo patriarca y luego en el 
de su hijo único. Y sólo tiene valor en cuanto que es una palabra de 
amor. Isaac renaciendo, por así decir, de las cenizas de su holocausto, 
y Jesús alzándose en el resplandor de la Resurrección son la respuesta 
de Dios al sacrificio del hombre. 

Con razón la liturgia romana, en la oración de ofrecimiento que sigue 
a la consagración (Oración eucarística, I), recuerda a Abraham: «Como 
quisise acoger el sacrificio de nuestro padre Abraham... mira esta 
ofrenda con amor y acéptala en tu misericordia». 


Pascua y el Exodo

La tercera noche que se recuerda en la Pascua judía es la del Exodo. 


El yahvismo es una religión histórica, y el Exodo es el corazón de esta 
historia. Y como la historia se hace más hermosa cuando se la 
comtenpla con la perspectiva necesaria para cicatrizar las heridas del 
camino, Israel tiñe al Exodo con todas las ternuras que acunaron su 
adolescencia. La migración de las tribus nómadas y sus rebaños en 
busca de agua se convierte en la procesión triunfal de todo un pueblo 
de sacerdotes y reyes en marcha hacia la Tierra prometida. En medio 
de la rocalla del Sinaí Dios alza una mesa para los suyos, los alimenta 
con «flor de harina y miel de roca» (Sal 80, 17); la dulzura exquisita del 
pan de ángeles, que se adaptaba al gusto de cada uno, manifestaba la 
dulzura del Padre hacia sus hijos (Sb, 16, 20-21). Despreciando el agua 
fétida de las cisternas del desierto, Dios se complace en hacer brotar 
de la roca una nueva fuente de agua viva en cada etapa, y esta roca 
maravillosa, siempre dispuesta para el milagro, acompañaba fielmente a 
los hijos de Israel (explica Pablo, 1 Co 10, 4, tomando una tradición del 
targum). Allí, en el desierto del Sinaí, Yahvé revela su nombre, no el 
nombre Incomprensible de la zarza ardiendo, sino el que cada hi jo de 
Israel, desde el menor al mayor, puede captar y atender: «Yahvé, 
Yahvé, Dios de ternura y de piedad, lento a la cólera, rico en gracia y 
fidelidad» (Ex 34, 6). Allí, también, proclama su ley; a su amada le 
confía no un reglamento policial, ni una recopilación anónima de 
tabúes, sino «las diez palabras de la Alianza» (Ex 34, 28); Israel no se 
queja por ellas, como si fueran un pesado fardo, sino que les dedica 
alabanza y acción de gracias: la Ley es alegría para el corazón, luz para 
los ojos, consolación del alma, sabiduría para el sencillo, más dulce que 
la miel (cf. Sal 19, 8-10). Allí, en fin, en la soledad resplandeciente de la 
estepa, lo adopta como hijo primogénito, de entre todos los demás 
pueblos (Dt 32) y le da, como su propio corazón, su bien más preciado: 
la Alianza. Yahvé se convierte en el Dios de Israel, e Israel se convierte 
en el pueblo de Yahvé. 

Por este Exodo daba gracias Jesús. Ya que lo que se celebraba no 
era el aniversario de una antiquísima historia, cuyo recuerdo se 
guardara en ese libro de familia que es la Biblia, sino un misterio 
actualizado cada primavera. «En cada generación, afirma la Mishná, 
cada hombre debe considerarse a sí mismo como si hubiera salido 
personalmente de Egipto. Porque está escrito (Ex 13, 8): Aquel día, 
hablarás así a tu hijo: Es a causa de lo que Yahvé hizo por mí, cuando 
me saco de Egipto». Esta actualización se significaba con énfasis por el 
hecho de que los que celebraban la Pascua, la representaban en cierto 
modo: se comían el cordero a toda prisa (Dt 16, 1-8), «con las cinturas 
ceñidas, los pies calzados, el bastón en la mano», como si hubiera que 
salir huyendo delante del Faraón (Ex 12, 11); se utilizaban los ázimos, 
«el pan de la fatiga» (Dt 16, 3) que no había tenido tiempo de 
fermentar, tan precipitada había sido la partida. Aunque todas estas 
prescripciones rituales no estaban ya en vigor en tiempos de Jesús, lo 
esencial seguía en pie: cada celebración pascual volvía a actualizar el 
Exodo y, suscitando la acción de gracias, realizaba la profecía: «El 
pueblo que yo me he formado, cantará mis alabanzas» (Is 43, 21). 

Estos temas del Exodo forman el corazón de la religión de Israel. Por 
muy venerables que sean, quedan sobrepasados en el marco de la 
nueva Alianza. O, mejor dicho, la muerte y resurrección de Jesús -su 
«Exodo», como dice Lucas (9, 31)- los transfiguran en Pascua cristiana. 
Ya que, lo que es el Exodo para Israel, lo es la muerte de Jesús para el 
cristiano: una salida de esta tierra de angustia, un «paso de este 
mundo al Padre» (Jn 13, 1), una entrada en la gloria de la resurrección. 
Jesús mismo es el cordero pascual (Ex 12, 46= Jn 19, 36) en esta 
Pascua crisitiana. «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado», dice 
Pablo sencillamente, (1 Co 5, 7) como si este tema fuera 
universalmente conocido por los fieles quienes, a su vez, forman una 
masa nueva, son los ázimos de esta fiesta mesiánica. Como peregrinos 
del Exodo cristiano, deben «ceñir los lomos de su espíritu» (I Pe 1, 13), 
«caminar (en el sentido de vivir) con temor durante el tiempo de vuestro 
destierro» (v. 17) ya que han sido rescatados «Con una sangre 
preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (v. 19). 

Los cristianos añaden a la acción de gracias que Israel presenta a 
Dios por la Pascua judía, la acción de gracias por la Pascua de Jesús, 
por su muerte, su resurrección, su ascensión (cf. la anámnesis). Dan 
gracias por haber salido de la carcel egipcia, pero aún más por la 
entrada del Hijo bienamado en la gloria del Padre. Dan gracias por 
haber atravesado el mar Rojo, que fue como un «bautismo en la nube y 
en el mar» (1 Co 10, 2), pero aún más por su propio bautismo que les 
ha librado de la muerte y del pecado y les ha hecho llegar a la orilla del 
país de la libertad eterna en el Resucitado. Dan gracias por la columna 
de fuego que iluminaba las tinieblas del desierto, pero más aún por la 
verdadera luz, que es Cristo, que se alza sobre las tinieblas del corazón 
y guía hacía la vida a los descarriados (Jn 8, 12). Dan gracias por el 
maná del desierto, pero aún más por el pan de Dios que da la vida al 
mundo (Jn 6, 33). El banquete del desierto era sólo la profecía «del 
banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 9). Dan gracias por Moisés, 
«el servidor fiel» (He 3, 5), guía de la comunidad rescatada, pero aún 
más por Jesús, nuevo Moisés, a quien el Padre «estableció como hijo, 
al frente de su propia casa, que somos nosotros» (He 3, 6). Dan gracias 
por las fuentes de agua viva que Dios hizo manar en el desierto, pero 
aún más por «la fuente de agua que mana hasta la vida eterna» (Jn 4, 
14) que les hace brotar la fe en Jesús: «El cordero será su pastor y les 
conducirá a las fuentes de la vida» (Ap 7, 17). Dan gracias por la ley 
promulgada —según la tradición—cincuenta días después de la salida 
de Egipto, pero aún más por el Espiritu de Jesús, nueva ley derramada 
en sus corazones en oleadas de amor (Rm 5, 5), cincuenta días 
después de su resurrección, el día de Pentecostés. Dan gracias por la 
Alianza sellada en el Sinaí, pero aún más por la nueva Alianza en la 
sangre de Cristo: «La ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad han 
venido por Jesucristo» (Jn 1, 17). Cantan el cántico de Moisés, pero 
este cántico es también el del Cordero (Ap 15, 3) que celebra la liturgia 
celeste del Apocalipsis (Ap 15, 3). En una palabra, la Pascua judía 
celebra el Exodo de Israel. La Pascua cristiana celebra el Exodo de 
Jesús. La Eucaristía es memorial a la vez de lo uno y lo otro. 

Con razón la liturgia coloca en el mismo corazón de la celebración 
eucarística el recuerdo de la muerte y resurrección de Jesús. La 
primera vez al comienzo del relato de la Institución, de acuerdo con la 
tradición paulina (1 Co 11,23), y, a continuación, en la doble anámnesis 
que sigue a la consagración, proclamada primero por la asamblea, 
retomada luego por el sacerdote. La Oración IV es sin duda la más 
explícita: 

Celebramos hoy el memorial de nuestra redención: 
recordando la muerte de Jesucristo 
y su descenso a la morada de los muertos, 
y proclamando su resurrección y su ascensión 
a tu derecha en el cielo... 
te ofrecemos su cuerpo y su sangre. 

La misa es la celebración de la Pascua de Jesús. Enlaza con la Cena, 
donde la consagración del pan y la del vino después de comer 
rodeaban como dos manos la comida sacrificial del cordero pascual. Así 
la Cena se enraiza en la Pascua de Israel y en la de Jesús; y la 
Eucaristía cristiana actualiza a la vez la una y la otra. 


Pascua y la fiesta eterna

La cuarta noche que se conmemora en la Pascua es la del final de 
los tiempos «cuando el mundo llegue a su fin para ser rescatado... y el 
Rey Mesías venga de arriba». El Exodo, celebración del pasado, es 
también fiesta de esperanza. Cada Pascua es profecía del Día 
escatológico y mesiánico. «En esta noche han sido salvados, en esta 
noche serán salvados», se decía. A la media noche se abrían las 
puertas del Templo, como para apresurar y acoger la entrada triunfal 
de Yahvé o de su enviado. ¿Acaso no anunciaba la profecía: «El Señor 
que buscáis entrará de pronto en su santuario y el Angel de la Alianza 
que deseáis, ¡helo aquí que viene!»? (Ml 3,1).

Con este fervor mesiánico se pronunciaban las oraciones de Hallel. 
La bendición que las acompañaba decía: «Yahvé, Dios nuestro y Dios 
de nuestros padres, concédenos llegar en paz a las fiestas que se 
acercan, alegrarnos de la construcción de tu Ciudad, ser felices de 
poder servirte... Te damos gracias con un cántico nuevo por nuestra 
liberación. ¡Bendito seas tú, Yahvé que has rescatado a Israel!». Es 
particularmente significativa la interpretación del Salmo 118 que cierra 
el Hallel (Sal 113-118). El versículo 24: «Este es el día que ha hecho 
Yahvé» se aplicaba al día escatológico que Dios, al final de los tiempos, 
iba a llenar de alegría. 

El midrash de este salmo presenta un cuadro grandioso de la 
procesión que debía llevar al rey mesiánico a la Ciudad santa, mientras, 
en lo alto de las murallas, los habitantes dialogan con los peregrinos, 
retomando las palabras del salmo: 


Los habitantes dirán desde el interior: 
«¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (v. 26) 
Y los habitantes de Judá responderán desde el exterior: 
«Os bendecimos a vosotros, que estáis en la casa de Yahvé!» (v. 26) 

Los habitantes de Jerusalén dirán desde el interior: 
«Yahvé es Dios, él nos ilumina!» (v. 27) 
Y desde fuera, los habitantes de Judá responderán:
«¡Cerrad la procesión, ramos en mano, hasta los cuernos del altar!» (v. 27) 

Los habitantes de Jerusalén dirán desde dentro: 
«¡Tú eres mi Dios, yo te doy gracias!» 
Y los habitantes de Judá responderán desde fuera: 
«Dios mio, yo te exalto» (v. 28) 

Los habitantes de Jerusalén y los habitantes de Judá abren su boca 
y glorifican juntos al Santo, 
—¡Bendito sea!—y dirán:
«¡Dad gracias a Yahvé porque es bueno! ¡Porque es eterno su amor!» (v. 29). 


De este modo, la alabanza del Hallel pascual, según la tradición judía, 
termina con una aclamación unánime. Peregrinos y habitantes de 
Jerusalén, elevan a Dios su alabanza y eterno amor, con un solo 
corazón y una sola voz. «El día que ha hecho Dios», es el día en que 
vendrá «Aquel que es bendito en el nombre del Señor». Ese será el 
comienzo, por toda la eternidad, de una fiesta eucarística sin fin. 

Los evangelistas se las han arreglado para darnos la alegría de 
descubir en sus relatos la huella de estas esperanzas escatológicas. 
Así, por ejemplo, cuando Jesus, como peregrino de Jerusalén en los 
tiempos mesiánicos, entra en la Ciudad santa para celebrar la 
verdadera Pascua, «la gente» (Mt 21, 9), llevando en sus manos las 
palmas de que habla el Salmo 118 (v. 27), corre a su encuentro con 
gritos de júbilo, y le aclama como en el Salmo de Hallel:

¡Hosanna al Hijo de David! 
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! 5

Recordemos también que muchas parábolas escatológicas se 
complacen en situar en la noche la vuelta de Jesús. «Mas a media 
noche se oyó un grito: ¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!» 
(Mt 25, 6). Las diez vírgenes —precisamente son diez los convidados 
necesarios para celebrar la Pascua—tienen que conservar encendida 
la lámpara de la vigilancia. Hay que velar durante la noche, para 
comparecer «de pie» ante el Hijo del hombre (Lc 21, 36). ¡Feliz el siervo 
que, según prescrlbe el rito pascual, permanezca «con los lomos 
ceñidos» (Lc 12, 35) para acoger a su Señor cuando vuelva de noche! 


La Pascua era la fiesta más rica en esperanza escatológica y 
mesiánica. El relato de la Cena da testimonio fiel de esta riqueza. En él, 
Jesús afirma que no volverá a comer la Pascua «hasta que halle su 
cumplimiento en el Reino de Dios», que no volverá a beber del fruto de 
la vid «hasta que llegue el Reino de Dios» (Lc 22, 16 y 18). Esta 
formulación está emparentada con los votos de renuncia. Por ejemplo 
en el que David, según el Salmo 132, 2-5, se compromete a no 
descansar hasta que haya encontrado un lugar de descanso para el 
arca de la alianza, lo que significa, dicho más claramente, que se 
compromete en primer lugar a encontrar un lugar para el arca y, en 
segundo lugar, como señal de este propósito, a no descansar hasta 
haberlo llevado a cabo. Del mismo modo, en Hch 23, 12-13, los 
judaizantes se comprometen a no comer ni beber nada antes de haber 
matado a Pablo, lo cual significa que se comprometen esencialmente a 
matar al Apóstol. En las logia (palabras) de la Cena, tenemos 
igualmente una afirmación de renuncia, secundarla, y una afirmación 
principal. 

En la afirmación secudaria, Jesús se compromete a no celebrar 
ninguna otra Pascua. Esta es, en verdad, la última, y, mediante esta 
renuncia, se niega toda posibilidad de volverse atrás de sus palabras. 
Una decisión tal equivale prácticamente al anuncio profético de su 
muerte. Desde el día de la Transfiguración en que Moisés y Elías ya 
habían hablado de su «Exodo» a Jerusalén, su vida estuvo como 
imantada por esta salida, a la vez dolorosa y triunfante, de este mundo . 
Su cruz, patíbulo vergonzoso, será también trono de gloria y de 
exaltación (Jn 12, 32), y la tumba que debía sepultar su cadáver en la 
piedra, se convertirá en puerta de los ángeles, abierta sobre la 
Ascensión. En un gesto profético, María, la mujer del vaso de alabastro, 
ya había perfumado su cuerpo para la sepultura (Mc 14, 8). Aquel 
mismo día comenzaba el primero del triduo que le iba a llevar a la 
perfección (Lc 13, 32). 

Esta hora de miseria y de gloria está iluminada por una inmensa 
esperanza. Ya que la afirmación principal subraya el hecho de que la 
Pascua se verá «cumplida» un día, es decir, llevada a la perfección en 
el Reino. Desde hacía siglos, Israel amontonaba los años sobre la 
superficiee de la historia y las Pascuas se sucedían unas a otras sin 
adelantarse nunca. Ahora se alzaba en el horizonte del tiempo una 
Pascua al fin perfecta, una plenitud de gozo, de fiesta, de alabanza, de 
acción de gracias, una liberación infinita en una nueva creación 
construida según el amor eterno de Dios. La renuncia de Jesús (ya no 
volverá a celebrar la Pascua) solamente dura un tiempo, el tiempo de la 
historia del mundo. Una vez pasado ese lapso de tiempo—¡un abrir y 
cerrar de ojos comparado con la etenidad!—Jesús volverá a beber el 
vino de la fiesta en el Reino de su Padre. Entonces, aquel día creado 
para la eternidad, empezará la Pascua «acabada», el banquete 
escatológico que dará comienzo al mundo nuevo: «Yahvé Sebaot 
preparará un banquete para todos los pueblos... Hará desaparecer la 
muerte para siempre, enjugará las lagrimas de todos los rostros» (Is 25, 
6-8). 

Hay que hacer notar la humildad de la expresión «Y os digo que 
desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en 
que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre» (/Mt/26/29). 
Jesús no es el organizador de esta Pascua eterna. El Padre es el amo 
del banquete, en «su» Reino. El, Jesús, en tanto que Hijo—y sin duda 
esta palabra es la más humilde que haya pronunciado en alabanza de 
su Padre, acepta incluso ignorar el día y la hora (Mc 13, 32). En la 
Cena de la Pascua, como en cada Eucaristía, Jesús da a sus discípulos 
el vino de la fiesta, su propia sangre. Pero, en el banquete de la Pascua 
definitiva, él se sitúa entre los convidados: «Yo lo beberé con 
vosotros», les dice a los discípulos. 

Se concibe fácilmente que la comunidad primitiva viviera con el ardor 
del amor esta tensión hacia el Día de la eterna fiesta con Jesús. Habían 
bebido con él el vino de su última Pascua. Ahora que les había dejado 
para ir a la gloria del cielo, se encontraban inmersos en la dura realidad 
cotidiana, con la pena y las angustias de su soledad, o simplemente con 
el aburrimiento y la falta de atractivo de una existencia alejada del 
rostro del Señor. Era, pues, normal que cada Eucarístia agudizase en 
ellos la espera del día en que el número de convidados estaría por fin 
completo y en que los signos sacramentales, ya inútiles, serían 
reemplazados por su presencia corporal como la noche de la última 
Pascua. Así pues, el pan y el vino eucarísticos, signos de Cristo «hasta 
que venga» (1 Co 11, 26), son al mismo tiempo oración para el día de 
su venida. Proclaman su presencia bajo las especies sacramentales, 
revelan su ausencia en el nivel de la percepción sensible, imploran su 
venida en el día de la eternidad. 

La liturgia hace resaltar, con gozo, la dimensión escatológica de la 
Cena. En la oración memorial (anámnesis) que sigue a la consagración, 
recuerda el «Maranatha, Ven, Señor» de las primeras comunidades 
cristianas (1Co 16, 22) y suplica: «Esperamos tu venida en la gloria. 
¡Ven, Señor Jesús!» Cada misa es una puerta de esperanza abierta a 
la eternidad. 

VIATICO/SIGNIFICADO: Este misterio se realiza con una intensidad 
particular en la comunión recibida como viático. Esta práctica, como se 
sabe, se remonta a la antigüedad cristiana: el año 325, el Concilio de 
Nicea habla de ella diciendo que es «una ley antigua y canónica» 
(Canon 13). La misma palabra viaticum, designaba antiguamente las 
provisiones o el dinero que se tomaban para el camino (via). Aunque no 
se trata tanto de que el viajero lleve la Eucaristía como «provisión» para 
el gran viaje, sino de que el mismo Cristo vaya delante del fiel y le 
conduzca a la casa del Padre. 

El viático sella para la eternidad, entre Jesús y los suyos, esa 
comunidad de destino que cada comunión expresa tan 
maravillosamente: «El que come mi carne y bebe mi sangre en mí mora 
y yo en él» (Jn 6, 56), dice el Señor. Para el cristiano, en la hora de su 
muerte, este «permanecer» en Cristo revela sus últimas consecuencias: 
entonces es cuando muere verdaderamente con Jesús (2 Tm 3, 11), 
cuando va a ser enterrado con él (Rm 6, 4; Col 2, 12), cuando se 
prepara para resucitar con él (Ef 2, 6; Col 2, 13; 3, 1), para ser 
glorificado con él (Rm 8, 17), en una palabra, cuando asocia su propio 
Exodo, su salida de este mundo de sufrimiento y su entrada en el Reino 
del gozo del Padre, al Exodo de Jesús. Cada comunión es una oración: 
«¡Ven, Señor Jesús!». Ahora la oración se transforma en alegría por su 
presencia: «Estaremos para siempre con el Señor» (1 Te 4, 17). Cada 
comunión es una promesa de eternidad: «El que come mi carne y bebe 
mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (jn 6, 
54). Ahora, a medida que se acerca la noche de la agonía, se levanta el 
aLba de la resurrección. La Eucaristía-viático es la última acción de 
gracias en el tiempo, antes que comience la de la eternidad. Es el último 
encuentro con Cristo en la alabanza, antes de encontrarse con él cara 
a cara en la casa del Padre. 

La acción de gracias no es un aspecto entre otros del misterio de la 
Eucaristía. Es en verdad su centro. Sin acción de gracias no hay misa. 

El que preside da gracias «tanto como puede», dice Justino a 
mediados del siglo II, para caracterizar la misa. Desde entonces, sin 
duda, las rúbricas han canalizado, entre las orillas del Prefacio y de la 
Oración eucarística, las riadas tumultuosas de la alabanza espontánea. 
Pero el dinamismo de la oración sigue siendo el mismo. Desde que 
Cristo dijo a su Iglesia: Tomad, esto es mi cuerpo, el «tanto como 
puede» se ha vuelto infinito. Puesto que la Iglesia ha recibido el poder 
de ofrecer no solamente al universo y al hombre que lo resume en sí 
mismo, sino a Aquel que es en sí mismo «todo honor y toda gloria» para el Padre: Cristo-Jesús. 

LUCIEN DEISS
LA CENA DEL SEÑOR
DDB. BILBAO 1989 Págs. 61-88

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1. La Todá es una clase de sacrificio shelamim. Este banquete sacrificial y 
«eucarístico» lleva consigo una proclamación de las grandezas de Dios. 
2. Homilías pascuales; 1: Une homélie inspirée du Traité sur la Paque d'Hippolyte, 
Cerf, coll. «Sources chrétiennes», 27, p. 145. 
3. Protreptique, 1, 5. 
4. Traducción (retocada) R. LE DEAUT, en A. D. MACHO, Ms. Neophyti I, I: 
Genesis, Madrid-Barcelona 1968, pp. 405-406.
5. Sal. 118, 25-26: Mt. 21, 9; Mc. 11, 9, Lc 19, 38, Jn 12, 13. Hosanna viene del 
hebreo hoshi ah na (v. 25), «da la Salvación».