La Eucaristía como acción de gracias

 

M. ABDÓN SANTANER


EU/TRI: Emprendemos la tarea de volver a colocar la Eucaristía en la 
vida trinitaria como su fuente última. Este camino no va a consistir en 
una acrobacia de gran altura en la estratosfera de las ideas acerca de 
Dios... Se trata únicamente de volver a las fuentes. Remontando el 
curso de los ríos ya polucionados de donde se sacan las ideas más 
«corrientes» y estereotipadas sobre la Eucaristía, la Comunión y la 
Misa, trataremos de alcanzar el brote de agua original. Allí las aguas 
brotan en toda su pureza de modo que en ellas el cielo puede reflejar la 
suya.
La palabra Eucaristía significa «Acción de gracias» .
Esta palabra designa el movimiento al que somos estimulados ante 
todo don recibido en pura gratuidad.
En el misterio de Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu se dan gracias 
mutuamente por la felicidad que gratuitamente se dan siendo juntos el 
único Dios vivo. En esta experiencia de gratuidad se origina nuestra 
experiencia de Eucaristía. Y en ella encuentra sentido.
Conocemos la vida trinitaria por la revelación que de ella nos ha hecho 
Dios.
Dios no se ha revelado a los hombres a través de oráculos de la Sibila, 
proveniente, según el capricho de divinas fantasías, de boca de alguna 
pitonisa. Dios se ha revelado a los hombres en la experiencia que ellos 
van haciendo de su propia vida. Esta experiencia traía consigo 
interrogantes.
En el proceso mismo en que los hombres buscaban darse una 
respuesta a estas cuestiones, tomaron conciencia de que no estaban 
solos para vivir su historia; en su historia se decían palabras que eran 
palabras dichas por Dios.
No es éste el lugar para explicar cómo los hechos de la historia han 
conducido en la Iglesia a la confesión de la vida trinitaria. Digamos 
únicamente que la confesión de fe trinitaria es el enunciado humano 
que da cuenta de la experiencia vivida por un hombre, Jesús de 
Nazaret, muerto por haberse dejado conducir por el Espíritu, y 
resucitado por el poder de aquel a quien él llamaba su Padre (1).
Al puntualizar el enunciado en que consiste la confesión de la fe 
trinitaria, el hecho central es el acontecimiento de la cruz.
Este acontecimiento de la cruz recibe todo su significado del deseo con 
el que ha sido deseado y vivido por Jesús; por parte de Jesús, la 
afirmación de este deseo ha encontrado su expresión propia en la 
institución de la Eucaristía.
Sólo volviendo a recolocar la Eucaristía en el proceso histórico al 
término del cual Jesús la instituye, podemos encontrar mejor sus 
fuentes.
Señalaremos aquí:
1) Primero, cómo la experiencia bíblica conduce al umbral de la 
Eucaristía.
2) Inmediatamente después, cómo la Eucaristía es experiencia de la 
vida trinitaria.
* * * * *
* * *

7. La experiencia bíblica, 
camino hacia la Eucaristía

La experiencia bíblica es la experiencia de un pueblo.
Lo cual quiere decir que se trata de una experiencia que se despliega a 
la vez en el espacio y en el tiempo.
Desplegada en el tiempo, esta experiencia es fruto de sucesivas 
generaciones. Sus hombres han enriquecido con ella la profundidad de 
su mirada transmitiéndose unos a otros, a través de las edades, el fruto 
de sus observaciones.
Desplegada en el espacio, esta experiencia es resultado de los 
diferentes modos de vida que constituyen a un pueblo, con sus diversos 
modos de establecerse y sobre todo con una visión distinta que les 
viene de los diferentes sectores de la vida en que se han situado. En el 
lenguaje bíblico los tres adjetivos «real, profético y sacerdotal» resumen 
los tres sectores esenciales de la existencia humana designados por 
nosotros como política, cultura y economía».
Pero la experiencia bíblica es ante todo la experiencia de un pueblo 
que tiene conciencia de ser el pueblo de la Alianza. Este pueblo atribuye 
su existencia a la Alianza con Dios. Todos los azares de esta su 
experiencia dependen del modo como el pueblo vivió la Alianza que les 
unía a Dios.
Los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía que nos han sido 
transmitidos incluyen, todos ellos, la palabra Alianza (2). Será, pues, 
interesante ver cómo, a lo largo de la experiencia bíblica, la Alianza ha 
sido comprendida y vivida por el pueblo. Esta retrospectiva debe 
ayudarnos a recibir la experiencia bíblica como un camino que conduce 
a la Eucaristía.

La alianza con Dios, garantía para el hombre
La experiencia bíblica hace remontar la Alianza con Dios a la persona 
de Abraham (3). Establece, de este modo, un vínculo radical entre la 
Alianza y la existencia de Israel como pueblo. Este aspecto se confirma 
con el episodio del Sinaí. Allí, en medio de] estrépito de los elementos 
desatados, Dios da su Ley al pueblo hebreo por medio de Moisés. Por 
su parte, el pueblo se compromete a observar esta Ley a lo largo de un 
camino en el que su libertad queda afirmada (4).
Lo propio de esta Alianza, tal como fue concluida entre Dios y Abraham, 
y más tarde entre Dios y los hijos de Israel, es que por ella se le 
aseguran al hombre todos los bienes que él, en su vida, tiene derecho a 
desear.
Más que enumerar todos estos bienes, como lo hacen diversos textos 
de la Escritura, nos limitaremos a hacer una sistematización.
Está en primer lugar, sin duda, el hecho de la seguridad en la posesión, 
como pueblo, de una tierra, con la perspectiva de gozar de todos sus 
productos.
En segundo lugar está el hecho de la seguridad de ser reconocidos 
como pueblo, con un nombre, por los demás pueblos.
En tercer lugar, la seguridad de ser los dueños de su propio destino 
como pueblo, gobernándose a sí mismos en la libertad.
Para hacerse una idea de los bienes vinculados a la Alianza con Dios, 
pueden leerse algunos textos, como los capítulos 27 al 30 del 
Deuteronomio.
Estos textos, puestos en labios de Moisés para darles mayor relieve, 
fueron escritos en la época en que la Alianza estaba más amenazada. 
Su objetivo es persuadir al pueblo para que permaneciese fiel. En ellos 
se describen los bienes prometidos. Pero se le previene al pueblo de 
que, si no guarda la Alianza, todos estos bienes le serán arrebatados. 
Será arrancado de la tierra recibida de Dios en herencia; dejará de 
existir como pueblo reconocido por las demás naciones; perderá su 
independencia y será reducido a esclavitud por los otros pueblos, que le 
venderán en los mercados de esclavos de toda la tierra. Por el 
contrario, si guardan la Alianza, se les hace a los hijos de Israel la 
promesa de que los bienes recibidos de Dios no les podrán ser 
arrebatados por nadie: se le asegura a este pueblo anticipadamente 
que «tendrá éxito en todas sus empresas>> (5).

La alianza con Dios: el hombre 
experimenta su fragilidad
Debidamente instruido acerca de las ventajas de la Alianza y de los 
peligros que se corrían en caso de no permanecer fieles a ella, parece 
que el pueblo de Israel tenía todas las cartas en la mano para no tener 
ninguna duda a la hora de hacer opciones en el correr de su historia.
De hecho, esta historia será una larga lista de opciones en las que se 
va haciendo evidente la infidelidad del pueblo y de aquellos que toma 
por jefes. 
Esta infidelidad se expresa con mucha frecuencia por medio de una 
fórmula general, familiar en el lenguaje de los profetas. Dios reprocha a 
su pueblo que se entregue al «culto a los ídolos».
No debemos equivocarnos acerca de esta fórmula.
Si se denuncia el culto a los ídolos, no se hace, en primer lugar, 
pensando en la forma de idolatría que se nos ocurre espontáneamente: 
introducción de estatuas o imágenes que representan las divinidades en 
uso en los diversos panteones de la época... El culto a los ídolos es 
denunciado en primer lugar porque acompaña y sacraliza determinados 
comportamientos sociales. Se trata de comportamientos que son 
incompatibles con la existencia que debe llevar un pueblo «que Dios se 
ha elegido para ser su pueblo».
De nuevo aquí, más que enumerar estos diversos comportamientos, 
nos limitaremos a una sistematización de ellos.
En primer lugar, está el hecho de no permanecer fieles a la voluntad de 
Dios, que ha dado la tierra al pueblo en cuanto pueblo; esta infidelidad 
se hace patente en todas las prácticas en las que los pequeños (la 
viuda, el huérfano, el pobre) son hábilmente despojados de su derecho 
a la herencia común (6).
En segundo lugar, está el hecho de no permanecer fieles a la voluntad 
de Dios, que ha dado a este pueblo. Un rostro propio en medio de los 
otros pueblos, estableciendo los comportamientos que les fija la Ley; 
esta infidelidad se hace patente en todas las prácticas en las que se 
busca ser «como las otras naciones» en vez de ser ellos mismos (7).
Finalmente está el hecho de no permanecer fieles a la voluntad de 
Dios, que ha dado a este pueblo sus títulos de libertad haciéndole nacer 
de una mujer libre y sacándole de la esclavitud de Egipto; esta 
infidelidad se hace patente en el hecho de que las tribus dimitan de su 
libertad para adquirir una mayor seguridad bajo la tutela de una 
monarquía que se erige como Estado (8).
Estas son las infidelidades a la Alianza que los profetas reprochan al 
pueblo acusándole de entregarse al culto a los ídolos. En nombre de 
Dios, acusan a los hijos de Israel de comportarse como una banda de 
traficantes, como una esposa adúltera, como una pandilla de esclavos 
...(9). La Alianza es despreciada en los tres planos de la vida 
económica, cultural y política. El pueblo de Dios se muestra indigno de 
cada uno de los tres títulos que hacían de él, en razón misma de la 
Alianza, un pueblo a un mismo tiempo sacerdotal, profético y real. 
La infidelidad a la Alianza es sancionada por los acontecimientos: Israel 
se ve despojado de la tierra en la deportación, tachado de la lista de los 
pueblos en el exilio, tratado como raza de esclavos en la cautividad... No 
puede hacerse una experiencia más completa de la propia fragilidad 
humana.

La alianza con Dios: experiencia humana 
de la fidelidad de Dios
En esta experiencia, el pueblo de Dios tiene la impresión de haber sido 
abandonado por su Dios a las naciones vecinas, como se dejan para los 
perros los restos de una comida. Pero, al mismo tiempo, este pueblo 
escucha cómo Dios le dirige las más desconcertantes palabras de 
ternura:

«¡Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que le 
reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a 
la compasión.» (10)

Tales palabras vienen de un Dios incapaz de renunciar a la Alianza.
La historia del pueblo de Dios comporta, de este modo, una doble 
experiencia. Por un lado, Israel vive la experiencia del abandono por 
parte de su Dios, que no impide ni el cisma, ni el exilio, ni la deportación 
de su pueblo a una tierra extranjera... Por otro lado, vive una 
experiencia de la presencia intensa de Dios en medio incluso de las 
pruebas que le son impuestas por su propia historia.
Dios, en efecto, no renueva ya los milagros con los que había 
aniquilado a la armada del Faraón en el Mar Rojo o a los carros del rey 
Sísara en los cenagales del Torrente de Quison (11). Pero, por otra 
parte, Dios hace maravillas mucho mayores desde un punto de vista 
propiamente humano, pues aniquila y extermina del corazón de su 
pueblo a los tiranos del egoísmo, de la autosuficiencia y del orgullo (12). 
Poco a poco el pueblo se va haciendo «humilde y pobre», con 
comportamientos verdaderamente humanos (13).
El fruto de esta experiencia de profundización humana de la Alianza se 
hace perceptible en la redacción de las plegarias que empiezan a 
formularse en Israel:

«Nos infundiste tu temor para que invocásemos tu nombre y te 
alabásemos en el destierro y para que apartásemos nuestro corazón de 
los pecados con que te ofendieron nuestros padres» (14)... «de todo 
corazón te seguimos.» (15)

El pueblo de Dios fue descubriendo poco a poco en qué y cómo se 
manifestaba la fidelidad a la Alianza que Dios había jurado a los 
antepasados. Esta fidelidad de Dios ha quedado atestiguada, más que 
en el enriquecimiento, el prestigio y el poder de la época de Josué, de 
los Jueces y de los Reyes, en el hecho de que, en Israel, el corazón del 
hombre ha sido poco a poco transformado. Ese corazón, que era un 
corazón de piedra, se ha ido haciendo en verdad un corazón de carne 
(16).
De acuerdo con la experiencia de esta transformación, la plegaria de 
acción de gracias se transforma también. Israel empieza a dar gracias a 
Dios, menos por los bienes exteriores que recibe de él que por ese bien 
maravilloso que es la relación por la que Dios le transforma (17). Se dan 
gracias a Dios por ser un pueblo cuya alegría consiste en «caminar 
humildemente con su Dios» (18). De una Alianza de tipo tribal, en la que 
se trata de un servicio que se presta mutuamente como un «toma y 
daca», el pueblo de Dios pasa a una Alianza de tipo conyugal (19). 
Cada uno de ellos experimenta en sí lo que experimenta el otro. Israel 
descubre que su Dios es un Dios con entrañas de ternura, que se 
emociona con todo lo que afecta a su pueblo (20); este descubrimiento 
le hace desear a Israel vivir su vida de pueblo según la santidad de su 
Dios (21). En este contexto, podrá un día hablar el profeta Jeremías de 
la Alianza Nueva (22).

En el umbral de la Eucaristía
BENDECIR-DEO: Al término de esta larga experiencia de la Alianza, ya 
están realizadas las condiciones para que pueda pronunciarse en Israel 
la verdadera plegaria de acción de gracias.
Esta plegaria llevará el nombre de «plegaria de bendición».
Se utiliza, en efecto, el verbo «ben-decir» y el adjetivo «ben-dito». 
Bendecir a Dios es reconocerle como fuente de vida y fecundidad; es 
atribuirle el origen de todas las expansiones y crecimientos que se 
pueden gozar. «Bendito eres, Señor», significa: «Reconocemos en ti el 
origen y la fuente de todo lo que de bueno percibimos en nosotros y en 
nuestras vidas» (23).
Esta plegaria de bendición se hace con motivo de todos los grandes 
acontecimientos de la existencia y cuando se hace memoria de los 
acontecimientos mayores del pasado. Cuando se pronuncia esta 
plegaria para conmemorar los acontecimientos en los que el pueblo de 
Dios ha sido purificado por la prueba, es testimonio de que en esta 
prueba se reconoce el punto de partida para una vuelta del pueblo a su 
Dios. Se bendice a Dios por haber vuelto a él, al hacer memoria de su 
Alianza.
Una plegaria como ésta es Eucaristía.
Se da gracias por haber vuelto a Dios, no por el interés, sino porque 
Dios es Dios; se da gracias por haber sido reconducidos a Dios, no por 
el interés, sino por ser el pueblo de Dios. El fondo de esta acción de 
gracias es dar gracias por una relación y no por las cosas. Cuando el 
pueblo de Israel accede a este modo de oración, ha llegado realmente 
al umbral de la Eucaristía. La Nueva Alianza entre Dios y los hombres, 
en Jesucristo, se va a sellar en la gratuidad por fin descubierta. 

8. La Eucaristía de Jesucristo, 
experiencia de la vida trinitaria
Los relatos de la institución de la Eucaristía mencionan, todos ellos, la 
Alianza. Dos de ellos precisan que se trata de la Alianza Nueva (24).
Esta anotación, en el evangelio de Lucas y en la primera carta a los 
Corintios, sitúa el proceso de Jesús en el punto axial de los anuncios 
proféticos de Jeremías. Esta Alianza nueva es la Alianza entre Dios y los 
hombres, que han dejado de poner a Dios a su servicio como un aliado 
del que se esperan ciertas ventajas. Es la Alianza comprendida como 
una relación de Amor.
Jesucristo instituyó su Eucaristía en el transcurso de una comida.
Invitó a sus discípulos a dar gracias por el pan y el vino como lo habían 
hecho sus antepasados; pero les ordenó también partir el pan y vaciar 
la copa en memoria suya.
Con estas disposiciones, Jesús demuestra que el proceso en el que 
instituye la Eucaristía es prolongación de la experiencia vivida por su 
pueblo.
Israel había empezado bendiciendo a Dios por los bienes terrenos 
antes de llegar a bendecirle por ser el Dios fiel a su Alianza. En el rito 
instituido por Jesús, quienes creen en él bendicen a Dios por los bienes 
de la tierra; pero, al realizar el rito de la fracción del pan y del vino 
compartido en memoria de Jesús, se bendice a Dios por ser el Dios fiel 
a su Alianza. Se le bendice por haber mantenido su Alianza al resucitar 
de entre los muertos al hombre Jesús.
Quienes celebran la Eucaristía bendicen a Dios porque su fidelidad 
hace de la Alianza con él una relación sobre la cual la muerte no tiene 
poder: esta Alianza es una relación de amor eterno.

La Eucaristía, proceso en el que el hombre Jesús 
bendice al Padre por ser Padre
J/ALIANZA-D-H: Jesús es el primero en vivir una Alianza que es 
relación de Amor eterno entre Dios y el hombre. Más exactamente, 
Jesús es, en sí mismo, como persona viviente, esta Alianza.
En Jesús, el hombre y Dios no son más que una sola cosa. En él, el 
hombre no utiliza a Dios; y Dios no domina al hombre. El hombre y Dios 
viven en Jesús una relación que pone al hombre en perfecta sinergia 
con Dios y a Dios en perfecta sinergia con el hombre (25).
Cuando Jesús toma el pan y la copa para reiterar los gestos de la 
Alianza vivida por sus antepasados en la noche de la primera Pascua, 
no celebra únicamente la Alianza concluida en Abraham, ratificada en el 
Sinaí y confirmada en Siquem (26). Jesús celebra también, y sobre todo, 
la Alianza que se da de hecho en su propia persona.
Para celebrar esta Alianza, recoge las palabras que la experiencia de 
siglos inspiró a sus antepasados: «Bendito seas, Señor...». Pero dice 
esas palabras incluyendo, en la acción de gracias, toda la experiencia 
de su propia vida.
Para comprender lo que aquí realiza Jesús, es importante atender a un 
tiempo al momento en que Jesús da gracias y al gesto mediante el cual 
lo hace. Da gracias «antes de padecer» con un gesto que dice sí a este 
sufrimiento que va a llegar (27).
Los antepasados dieron gracias a Dios por las pruebas del Exilio, de la 
deportación y las diferentes cautividades. Pero lo hacían una vez que 
habían constatado que estas pruebas les habían arrancado de sus 
egoísmos, de sus autosuficiencias y su orgullo. Bendijeron a Dios 
después: ante los frutos de vida que surgieron de la prueba por fin 
atravesada.
Pero Jesús da gracias «antes de padecer». Sabe que va a la pasión y 
a la muerte. Vistos los preparativos de sus adversarios, las cosas no 
pueden acabar de otro modo que con su eliminación. Y a pesar de todo, 
Jesús da gracias. Este hecho de dar gracias antes que las cosas 
ocurran le permite decir sin mentira ni presunción: «Ardientemente he 
deseado...».
J/EU/DA-GRACIAS: Si Jesús da gracias de esta manera es porque sabe 
que el Dios de sus antepasados es el Dios de la vida. Este Dios que ha 
sido fiel a la Alianza llevada a cabo con Israel, su hijo mayor, será fiel a 
la Alianza concluida con el primogénito suscitado por el Espíritu en el 
seno de la Virgen María (28).
Con toda la fuerza de sus entrañas de carne, Jesús, bajo la acción del 
Espíritu, da gracias al Padre por la pasión que pronto va a soportar en 
su carne. Lo hace porque cree que este Padre, fuente de toda vida, 
puede volvérsela a dar incluso en esta misma carne mortal que se 
estremece en él. En este aliento con el que bendice a su Padre, Jesús, 
como hombre, reconoce en el Padre la fuente de su vida mortal; pero 
este aliento es el mismo que le hace reconocer en el Padre, como 
Verbo, la fuente única de su vida eterna.
La Eucaristía de Jesucristo es una acción de gracias vivida en un 
hombre. Pero esta acción de gracias se realiza, en primer lugar, en 
Dios, entre el Hijo y el Padre, en el Espíritu. El hombre Jesús bendice en 
ella al Padre por ser el Padre que guarda fidelidad a la Alianza por la 
que él da la vida.

La Eucaristía, proceso en el que Dios 
se celebra a sí mismo por el hecho de ser Dios
Esta vuelta a las condiciones en que se desarrolló la Institución de la 
Eucaristía nos hace ver en ella algo que se realiza al nivel de la Alianza 
que es Jesús, en su propia persona.
TRI/EU/DAN-GRACIAS:: Esta investigación no hubiera sido posible si el 
enunciado mismo de la plegaria de bendición pronunciada por Jesús no 
nos hubiera permitido captar en ella las relaciones que unen al Padre 
con el Hijo en el Espíritu.
La referencia a estas relaciones nos hace comprender la Eucaristía de 
Jesús como una manifestación, a nuestra sensibilidad humana, de una 
realidad invisible, que preexiste a la percepción que de ella tenemos. El 
Padre, el Hijo y el Espíritu están en estado de Eucaristía desde toda la 
eternidad (29).
Para las Personas divinas, este estado de Eucaristía reside en el 
hecho de que cada una, existiendo como único Dios, da gracias a las 
otras dos de lo que cada una de ellas es, ella misma tal como es. La 
«acción de gracias» es de alguna manera constitutiva de las relaciones 
porque es estremecimiento permanente del Padre y del Hijo en sus 
mutuas relaciones bajo la acción del Espíritu. Para hablar en términos 
humanos (débiles analogías) podríamos decir que las Personas divinas 
se felicitan mutuamente por ser vivientes con la plenitud de la vida. Es 
un poco como el movimiento que hace que padres e hijos se feliciten 
entre sí por la buena salud de todos, o que un equipo de educadores se 
felicite ante los progresos que realiza un disminuido... Nadie sabe 
realmente quién debe ser más felicitado.
El lenguaje humano no puede dar cuenta aquí de una realidad que 
supera la experiencia humana. Pero, al menos, podemos y debemos 
intentar balbucir algunas palabras, lo menos mal posible, acerca de esta 
realidad.
Por esto es importante subrayar que la vida trinitaria, por torpes que 
seamos para hablar de ella, sigue siendo la última verdad de la 
Eucaristía tal como Jesucristo la instituyó.
En el origen de toda verdadera Eucaristía, hay una Acción de Gracias 
en la que el Padre, el Hijo y el Espíritu se bendicen mutuamente por ser, 
juntos, el único Dios Vivo. En el Misterio de Dios, la Eucaristía es una 
celebración en el orden del deseo perfecto. Es el misterioso intercambio 
entre Personas en el que cada una se constituye por el deseo de que 
las otras sean quienes son. El Espíritu es la reciprocidad del deseo 
entre el Padre y el Hijo. El Hijo es la identidad misma del deseo del 
Padre en el Espíritu. El Padre es la libertad del deseo del Espíritu por el 
Hijo. Ninguna idea o voluntad de posesión viene a interferirse o a torcer 
los «juegos del deseo» (30). Pero el deseo se despliega como 
movimiento mismo de la vida.
Reconocer en la vida trinitaria la fuente última de la Eucaristía es 
proporcionarse el medio para vivir la Eucaristía según su verdad.
Nada es más contrario a la verdad de la Eucaristía que su aplicación 
utilitaria. La Eucaristía es del orden de lo gratuito. Dios, de alguna 
manera, se celebra en ella a sí mismo en su alegría eterna de ser él 
mismo. Percibida de esta manera la Eucaristía es una escapada hacia el 
misterio de Dios que despierta a los hombres a su propio misterio en 
cuanto los hombres son seres de deseo. Este misterio es el de la 
gratuidad recíproca en la que cada uno sabe que no puede desear para 
el otro sino lo que el otro ya ha deseado.

La Eucaristía. proceso por el que los hombres 
penetran en el movimiento mismo de Dios
Cuando Jesús instituye la Eucaristía, entrega verdaderamente a los 
hombres el misterio de la vida tal como se vive en Dios: como gratuidad 
del deseo.
Jesús se hubiera podido contentar con decir: «Esto es mi cuerpo 
entregado...», «Esta es mi sangre que se derrama...». Su Eucaristía, 
entonces, hubiera quedado como un asunto interno entre él y el Padre, 
en el Espíritu. Pero añade: «Tomad, comed. . . », «tomad, bebed. . . ». 
Con estas palabras establece, entre él y los hombres, la misma relación 
por la que él vive del Padre. Da a los hombres gratuitamente esa vida 
que recibe gratuitamente del Padre y que, gratuitamente, entrega al 
Padre en el Espíritu. Si los hombres entran en este movimiento, pueden 
entonces llegar también ellos a ser partícipes de la misma vida. «Desear 
ardientemente» es el enunciado que mejor describe esta participación 
en la gratuidad de Dios.
En este sentido habría que entender la expresión, que se hizo familiar 
desde bien temprano, que designa a la Eucaristía como «Cena del 
Señor» (31).
La Eucaristía no es sólo la «Cena del Señor» por ser una mesa que el 
Señor pone para nosotros... No es la «Cena del Señor» sólo porque 
Jesús, el Señor. se da en ella como comida y bebida. La Eucaristía es la 
«Cena del Señor» porque es la Mesa de la Cena trinitaria. Por esta 
Mesa las Tres Personas son personas vivientes. Y a esta Mesa, su 
propia Mesa, nos invitan a sentarnos.
Por ser la Eucaristía prioritariamente la Mesa de Dios mismo, no 
podemos llegar a participar de ella más que abrazando, con nuestras 
mismas entrañas de carne, un poco como Jesús, el estremecimiento 
interno al misterio de Dios (32). En la Mesa de la que Dios vive, el 
estremecimiento es participación. Esta participación no es un reparto. 
Es una posesión en común, indivisa. El gesto que consiste en compartir 
no se define a partir de la cantidad o de la calidad de lo que se 
comparte. Este gesto se define simplemente como gesto de gratuidad.
Por eso, cuando hacemos de la Misa o de la Comunión una técnica 
superior de petición, nos salimos de la verdad de la Eucaristía.
Es verdad que, cuando participamos en una celebración eucarística, 
estamos absolutamente en el derecho de solicitar de Dios sus 
beneficios para aquellos o aquellas, vivos o muertos, de quienes 
«hacemos memoria» en los diversos Mementos.
Pero de eso a hacer de la Misa o de la Comunión un «truco» más eficaz 
que las novenas a la Virgen o que los cirios encendidos a San Antonio o 
Santa Rita va un abismo.
La Misa, por ser la Eucaristía de Jesucristo, no pertenece a la antigua 
Alianza en la que los Hebreos se felicitaban por tener como aliado a un 
dios más fuerte que los otros, capaz, por consiguiente, de hacerles 
ricos, célebres o victoriosos...
La Misa pertenece a la Alianza Nueva que presentía el profeta Jeremías. 
En esta Alianza, las dos partes han accedido a ese pleno cumplimiento 
del deseo que es la gratuidad. Dios se felicita de que los hombres sean 
plenamente hombres y los hombres se felicitan de que Dios sea 
verdaderamente Dios. Esta gratuidad del deseo es verdadera en 
Jesucristo. Jesucristo instituyó la Eucaristía para que esta gratuidad del 
deseo se hiciese verdadera entre todos los hombres al hacerse 
verdadera entre cada hombre y Dios (33).

La Eucaristía, celebración que no pertenece 
más que a Dios
La Eucaristía es, pues, la revelación hecha al hombre de la gratuidad 
como aspiración última de su deseo más profundo.
Al contrario que en todas las realizaciones utilitaristas en las que los 
hombres inventan, multiplican, exaltan o exacerban sus necesidades 
para hacerse indispensables y necesarios, Dios se revela en Jesucristo 
por una acción en que Jesús se entrega con la más absoluta gratuidad: 
«Tomad, comed...», «tomad, bebed...».
Esta revelación del misterio de Dios como gratuidad, seguramente 
plantea algunos interrogantes en la práctica de nuestras vidas. Pero a 
este interrogante que la revelación plantea le costará trabajo llegar a 
tener resonancia en la práctica de nuestra vida si no es acogida primero 
en la práctica misma de la Eucaristía.
La Eucaristía, pues, deja de ser el lugar donde puede acogerse el 
interrogante de la gratuidad, si se hace de ella un momento o una 
ocasión de utilidad: útil para adoctrinar, útil para alistar a la gente, útil 
para sacarla una rentabilidad...
EU/LO-QUE-NO-ES: Para que la Eucaristía sea el lugar de la 
revelación al hombre del misterio trinitario de la gratuidad y para permitir 
así al hombre tener acceso al conocimiento de su propio deseo, debe 
ser esperada en su carácter propio. No es un ornato para llenar la 
pobreza ritual de nuestros actos sociales o nacionales... No es un medio 
práctico para recuperar la religiosidad popular... No es ni siquiera, en sí 
misma, uno de esos actos que la antropología cataloga y clasifica en la 
sección de actos religiosos. La Eucaristía es una celebración cuya 
iniciativa, desarrollo y fines residen por entero en el misterio de Dios. 
Mesa, Palabra y Asamblea, la Eucaristía, al tiempo que nos revela el 
misterio de Dios Trino, ofrece al hombre en síntesis, todo aquello a lo 
que se siente confusamente arrastrado, desde dentro de sí, desde el 
momento en que comienza a alzarse el movimiento del deseo.
La Eucaristía es un misterio de riquezas sin explotar.
La Iglesia se sabe depositaria de este tesoro. Sabe que este tesoro 
está dirigido a la vida de los hombres; por eso, a quienes ordena para 
presidir la Asamblea eucarística, les enseña que están presidiendo una 
celebración de la que ellos son ministros, es decir, servidores y no 
maestros. El único maestro de la celebración eucarística es Jesucristo. 
Los bautizados son concelebrantes. Sacerdotes y fieles concelebran en 
una celebración que no les pertenece.
La teología oriental expresa esta verdad retomando una fórmula de 
Ignacio de Antioquía. Para este testigo del siglo segundo, Jesús es el 
Corega de toda la Eucaristía. El corega es el maestro de la celebración: 
maestro de canto (palabras), y maestro de danza (movimiento), al 
mismo tiempo.
Debería pensarse todo esto en este tiempo en el que muchos, para 
hacerlo lo mejor posible, se inventan Eucaristías a su gusto curtiendo el 
riesgo de autocelebrarse en vez de entrar en el misterio de la 
celebración trinitaria. Creyendo responder a un verdadero deseo, no 
satisfacen más que apetencias superficiales. Esto se ve perfectamente 
en la velocidad con que se pasan estos inventos. La experiencia actual 
podría ser beneficiosa, sin embargo, si lograse redescubrir el lazo 
oscuro pero riguroso que une la fidelidad a un rito con la elucidación del 
verdadero deseo. Al recurrir al rito, el hombre reconoce que no es él el 
maestro de la celebración eucarística. Por ese mismo hecho, 
comprende que la celebración. apunta más allá del alcance del que es 
consciente. Este mensaje es necesario más que nunca para que el 
hombre no se olvide de que no existe más que como hombre de deseo.

Para un proceso de Revisión de Vida.
Todo hecho de la vida humana se halla marcado de un modo especial 
por uno de los tres aspectos que son lo cultural, lo económico, lo 
político. Pero en todo hecho de la vida humana, los tres aspectos están 
presentes necesariamente, en positivo o en negativo. La ausencia de 
uno o dos de estos aspectos basta para hacer que no exista ya allí 
verdadera vida humana.
Por su origen trinitario, la Eucaristía abre nuestros ojos a estos tres 
aspectos que serían menos evidentes:
1) Aunque todo sea político, nada en la vida humana es únicamente 
político.
2) Aunque todo sea económico, nada en la vida humana es únicamente 
económico.
3) Aunque todo sea cultural, nada en la vida humana es únicamente 
cultural.

Sólo la mutua implicación de estos tres aspectos entre sí permite decir si 
en un hecho de la vida humana hay un signo auténtico de la llegada del 
Reino de Dios. La Eucaristía lo recuerda como Mesa, Palabra, y 
Asamblea de un pueblo de Dios simultáneamente sacerdotal, profético y 
real.

Conclusión:
Eucaristía y vida humana
Ser cristiano es haber recibido el bautismo en el nombre del Padre y 
del Hijo y del Espíritu Santo. Este es el hecho esencial. Ser cristiano es 
un don gratuito.
Incluso grandes espíritus pueden olvidar este hecho. Intentan entonces 
describir los comportamientos a partir de los cuales un ser humano 
puede llamarse cristiano. Ser cristiano se convierte en un récord del que 
se puede estar orgulloso.
CR/IDENTIDAD: Tal concepción pervierte el verdadero orden de las 
cosas. Renueva la pretensión contra la que se levantaron los Padres de 
la Iglesia al rechazar las afirmaciones del monje Pelagio. Para ellos, ser 
cristiano sólo podía consistir en acoger el don de Dios y saber dar 
gracias por ello.
La Eucaristía es la culminación del bautismo por ser acción de gracias. 
Por ella se penetra en el «dar gracias permanente» que hace del 
misterio trinitario una fiesta sin fin, una celebración eterna, el despliegue 
perfecto del deseo. 
Quienes han sido admitidos por el bautismo en la celebración 
eucarística deberían estar apasionados por el misterio trinitario. En la 
Eucaristía, en efecto, les es dado contemplar el movimiento mismo de 
este misterio de vida. Sus ojos son despertados en ella al movimiento de 
su propio deseo, al ser despertados para seguir el movimiento en que 
se despliega la vida divina en las relaciones entre las tres Personas.
El movimiento del deseo, en el hombre, no aspira a la posesión de los 
seres y mucho menos de esos seres que son las personas; aspira a la 
relación de amistad. Esta relación no es una cuestión «de pago». Por sí 
misma se sitúa en un «dar gracias» que comúnmente se llama 
gratuidad.
Los cristianos, nacidos de la gratuidad, deberían ser los hombres más 
despiertos a los «juegos del deseo» que subyacen en las luchas y en 
las penas, en las alegrías y esperanzas de la existencia humana. Su 
mirada, iluminada por el misterio trinitario, debería captar casi como por 
connaturalidad las situaciones esenciales de la vida de sus hermanos 
los hombres. En un mundo en el que a demasiados hombres se les 
prohíbe el deseo, o están condenados a la codicia, la existencia 
cristiana debería testimoniar que la vocación del hombre es desear: «El 
que tenga sed, que se acerque...» (Apocalipsis 22, 17). 
La observación de la vida humana en los diversos planos en los que se 
despliega, demuestra que muchos hombres y mujeres llevan en sí este 
testimonio, aunque no lo sepan. Son todos aquellos y aquellas que, de 
una u otra manera, están al servicio del despliegue del deseo: la 
búsqueda de la reciprocidad entre los seres en la economía, el respeto 
a la identidad de cada uno en las diversas culturas, la voluntad de 
promover la libertad para todos en la vida política, esta es la ley de su 
existencia. Vayan a Misa, o ignoren que la Misa existe o en qué 
consiste, son participantes de la Eucaristía.
Para los que, de entre ellos, van a Misa, Dios quiere que sepan lo que 
en ella se realiza: que la Misa es el resumen y la cima de lo que su 
deseo ansía en las luchas y las penas, en las esperanzas y en las 
alegrías de su vida. Para quienes ignoran la Misa, Dios quiere que la 
gratuidad del don de Dios se les haga perceptible de alguna manera. Lo 
esencial es que no lleguen nunca a atribuirse a sí mismos el objetivo del 
deseo que les empuja. Pues basta este movimiento de autosuficiencia 
para hacer caer en los caminos ya trillados de la autosatisfacción, 
incluso a aquellos hombres que mejor habían emprendido el vuelo hacia 
nuevos horizontes de exploración.
No se trata aquí de una distribución de premios, distinguiendo entre los 
que van a Misa y los que no. Se trata únicamente de desear a unos y a 
otros que sean hombres de deseo.
A quienes van a Misa, el ser hombres de deseo les exige que no vayan 
a ella por cualquier motivo.
No pueden ir por obligación. Eso seria negar su propio deseo de 
libertad. Estarían negando con ello la Eucaristía en cuanto Asamblea...
No pueden ir por conveniencia. Eso sería negar su propio deseo de 
identidad. Estarían negando con ello la Eucaristía en cuanto Palabra...
No pueden ir por autosuficiencia. Eso sería negar su propio deseo de 
reciprocidad. Estarían negando con ello la Eucaristía en cuanto Mesa...
Quienes no van a Misa, pueden quizá vivir su misterio, cada uno según 
la gracia que le haya sido dada, en su filosofía o en su religión... 
sabiendo que la densidad de vida que experimentan podría ser todavía 
mayor si, conociendo la Eucaristía, recibieran de ella una mejor 
inteligencia del verdadero deseo por el que se sienten impulsados en su 
existencia.

Quiera Dios, que es deseo, conceder a quien lea estas páginas desear 
ardientemente.

M. ABDON SANTANER
EL DESEO DE JESÚS
La Eucaristía como Mesa, Palabra y Asamblea
Sal Terrae. Colección ALCANCE 24
Santander 1982. Págs. 157-190

....................
(1) Hb 9, 14; Hch 2, 33.
(2) 1 Co 11, 25; Lc 22, 20; Mt 26, 28; Mc 14, 24.
(3) Gn 17. 7.
(4) Ex 19,16-20, 17; Ex 24, 7; 19, 7-8; Jos 24, 25-28.
(5) Dt 30, 9.
(6) Is 59, 1-7; Jer 5, 26-28; Am 3, 9-10.
(7) Jer 2, 11 y 21 
(8) 1 Sa 8, 7-18, Jer 21.
(9) Jer 7, 11; Am 5, 7-12; Os 2; Jer 2, 32; Ez 23; Am 4, 2-3; Jr 2, 16
(10) Jer 31, 20.
(11) Ex 14, 23-29; Jue 4, 12-16.
(12) Jer 4 2.
(13) So 3 11-13; Mi 6, 8; Am 5, 24; Os 2, 21; Is 2, 4.
(14) Ba 3, 7.
(15) Dn 3, 41.
(16) Ez 36, 26.
(17) Ps 63, Is 59, 21, Is 62, 11; Ba 5, 5.
(18) Mi 6, 8.
(19) Os 2 21-25.
(20) Os 11, 1-9; Is 40, 1.
(21) Ez 20, 40-41; Jer 31, 33-34.
(22) Jer 31, 31.
(23) Gn 1, 22 y 28.
(25) Para la palabra «synergía» ver mi libro Homme et Pouvoir. Eglise et Ministere, 
págs. 59-60.
(26) Jos 24, 25-28.
(27) Lc 22, 42.
(28) Hech 2, 22-28; Col 1,18-19.
(29) Ef 1, 3; Jn 17, 5.
(30) Tomo esta fórmula de G. H Radkowcki